Contra cualquier pronóstico, el comienzo de Los miserables deja ver los contornos de un objeto opaco e inestable, cuyo único fin parece ser desquiciar a su público, sacudirle el piso hasta dejarlo ya sin certezas. Lejos del film de diseño que atacan la crítica y el periodismo en general, ese principio ofrece un producto un poco monstruoso que no parece proponerse otra cosa que desbalancear al espectador, desorientarlo como lo haría una buena película negra. Tom Hooper respeta y traiciona a la vez el origen musical de Los miserables. Por un lado, los actores cantan en directo y no sincronizados con la pista de audio extradiegética, algo casi imposible de hallar en la historia del musical en cine. Por otro, el director aprovecha al máximo los recursos visuales que una obra de Broadway jamás podría ofrecer, como queda bien en claro en la primera escena con primeros planos, ángulos contrapicados y un enorme uso de CGI. Hooper no es respetuoso con ninguna de sus fuentes, pero decide ser fiel de manera casi fanática al ritmo de la obra original; el devenir de la narración pasa a ajustarse y a depender ciegamente del tempo musical. Las canciones dictan sus términos al relato y las imágenes, y así el guión recurre a la elipsis y no alcanza a desarrollar demasiado la historia de Jean Valjean, aumentando todavía más el desconcierto general. Hay algo perverso en ese forzar en directo las cuerdas vocales de los intérpretes, sobre todo en algunas escenas que duran más que las otras. Digo perverso porque el resultado no es precisamente un dechado de virtuosidad: salvo Anne Hathaway y los chicos del final, la mayoría canta mal, desafina, tiene problemas para llegar a las notas altas, no se acopla sonoramente con el resto. Hooper no parece interesarse tanto en la belleza del canto como en la curiosidad de su dispositivo (actores que cantan cada canción in situ) y en sus resultados deformes. Deforme, claro, como la manera en que Los miserables concibe el musical en general, por ejemplo, en ese amague de coreografía que hacen las prostitutas y que queda trunco, o en la composición increíblemente disímil de los solos (uno en plano general y en movimiento, otro en un plano único y estático). Tampoco es muy normal el retomar la premisa de una película como Los paraguas de Cherburgo de Jacques Demy, donde todo, absolutamente todo se comunica cantando, solo para después quebrarla alternativamente con pequeños parlamentos que son dichos sin entonación, hablados como diálogos normales. No se sabe si Hooper es o se hace, lo que es seguro es que su película parece a veces una creación frankensteniana que, por obra de algún milagro, puede poner un pie delante del otro y, torpemente, caminar. Si los dotes vocales de Hugh Jackman distan mucho de ser elogiables, qué hay que decir de los pobres intentos de Russell Crowe, el intérprete más clásico de todos los presentes que actúa solo con la rigidez de su rostro por el que no pasan las emociones y hay que adivinarlas en algún imperceptible movimiento de las cejas o los cachetes. Es como si esto fuera una reunión de desclasados musicales que se juntan para hacer una película imposible en la que la gente se permite cantar mal (proyecto nada despreciable al que se sumarán más tarde Sascha Baron Cohen y Helena Bonham Carter). Pero cuando uno creía haber encontrado un lugar seguro desde el cual mirar, Anne Hathaway llega para decirnos que nos equivocamos, porque la facilidad con la que recorre distintas tonalidades y se sirve de ellas a gusto viene a romper con la tosquedad masculina anterior, y encima todo lo realiza en ese prodigio cinematográfico que es I Dreamed a Dream, en plano secuencia de algunos minutos donde la actriz, sin importar el compromiso que el público haya desarrollado con las imágenes, es capaz de arrancarle el corazón del pecho al espectador y estrujárselo brutalmente frente a sus ojos. Si al director se lo puede acusar de estar leyendo el original demasiado de cerca en ese momento, el sufrimiento que logra extraer de la cara desfigurada por el de dolor de Hathaway (cara que la cámara observa insistentemente y sin piedad, sin cortes) enseguida compensa la situación e inclina nuevamente la balanza hacia el lado de la desmesura y el caos. Hasta allí, Los miserables es una experiencia que, por obra de su propia falta de rumbo y planes estéticos, resulta inestable y barre permanentemente con la seguridades y la comodidad del que observa. La película pide un esfuerzo de adaptación notable, incluso (o sobre todo) a los curtidos en el género. La trama y las imágenes confunden más de lo que aclaran, como recordándonos que en un musical la atención debe estar dirigida a las canciones y no a la construcción de caracteres y de un mundo, pero al mismo tiempo nos confronta con unas voces que escapan al registro esperado. Entonces: ¿cómo hay que ver Los miserables? ¿Se la puede disfrutar? El engendro de Hooper, ¿acaso propone un gozo distinto, que se apoya en un desvío de las normas y la etiqueta del musical y quiere fijarse en el descalabro de las voces, los planos y el relato, y en la exhibición de esa monstruosidad? La respuesta llega con la farsa a cargo de Sascha Baron Cohen y Helena Bonham Carter (que ya habían compartido otro musical, Sweeney Todd), cuando los contornos de la película se vuelven nítidos de a poco y el guión expulsa el aire contrahecho de la primera parte. Ahora todo se entiende, todo es claro, Los miserables sabe a dónde va y cómo lograrlo, e inmediatamente se torna previsible, cómoda y extremadamente aburrida. Todo se vuelve rutinario, como si la historia que transcurre lo hiciera solo por obligación, para contar el destino final de los protagonistas o para justificar el precio de la entrada. Del ejercicio aberrante del comienzo se pasa sin escalas al armado de un producto lustroso y prolijo que parece un musical adolescente de época con ídolos teens a lo Disney. De ese principio prometedor y áspero (por momentos, felizmente áspero) no queda nada salvo una sorpresiva y salvaje muerte de un niño en plano, que viene a ser un resto inconexo y errático de la violencia de la primera parte.
Ser padre hoy Duro de matar: Un buen día para morir es cine de acción familiar, en el sentido de hacer de la familia no solo un fondo narrativo sino la materia misma del relato. En muchas películas hay familias implicadas, por ejemplo en las dos Búsqueda implacable, pero allí se trata de rescatar a los seres queridos y no de integrarlos en la trama (salvo por esa escena magistral de la segunda en la que el padre le explica a la hija cómo descubrir su ubicación solo con un mapa y tirando granadas). El director John Moore entiende la cosa de otra manera: John McClane y su hijo se rencuentran, separan y unen finalmente a través de los lugares de paso obligado de una película de acción. Si desde siempre el cine es devorado por la figura materna y las relaciones de padre e hijo se encuentran relegadas cuando no directamente tapadas, la quinta entrega de Duro de matar viene a restituir ese vínculo elaborando una estampa paterna que también es la de todo un género y una época: el cine de acción de los 80 y parte de los 90. Como ocurría en la reciente El último desafío, donde a las velocidades casi lumínicas del crimen organizado actual Arnold Schwarzenegger le oponía su humanidad pesada, cansada e incorruptible, acá John McClane tiene que realizar un ajuste similar: caído de la nada en un complicado entramado de espionaje y política rusa, el tosco policía neoyorquino debe sincronizarse como puede con las circunstancias, es decir, disparando a todo lo que se mueve mientras escupe en la cara de sus enemigos unos improbables one-liners. Su hijo, producto de otro tiempo y otros códigos, no puede trabajar si no es con la asistencia de una enorme red de inteligencia detrás, por eso es que Jai Courtney (McClane Junior) , más allá de sus aptitudes actorales, nunca podría ser un héroe de acción como Bruce Willis; es que ya pasó el momento donde un hombre solo, al margen de las instituciones y apenas con un puñado de armas, podía enfrentarse a una organización criminal o detener un atentado terrorista. En líneas generales, el cinismo y la desconfianza ganaron la partida, y hoy por hoy es casi imposible imaginar una película de acción de esas características, que no se vaya toda en un retrato pretendidamente realista y su crítica de las agencias de inteligencia y sus ligazones con poderes políticos más grandes (la tetralogía de Bourne es un buen síntoma de esa tendencia). Son pocos los que pueden escapar a ese panorama desalentador en el que ya no hay cabida para los héroes de acción sino solo para los perseguidos por el Estado y sus brazos interminables. Se trata, claro, de sobrevivientes de la era anterior, que pueden darse el lujo de ser unos mercenarios libres de ataduras gubernamentales (Los indestructibles) o un sheriff incrustado en un inverosímil pueblito de western (El último desafío). Bruce Willis es otro miembro de ese club selecto: en Un buen día para morir llega a una Rusia consumida por las internas políticas y un terrorismo incipiente que, lejos de querer ser una denuncia del estado de cosas de ese país, funciona en realidad como una geografía de utilería para que John McClane atraviese a las corridas mientras hace explotar todo a su paso y nos recuerda que alguna vez hubo un cine de acción más libre y más lúdico, todo eso al tiempo que intenta reconciliarse con su hijo y brindarle unas clases en el nunca bien ponderado arte de volar cosas por los aires.
Grupo de familia Hay algo que los médicos y pacientes de El lado luminoso de la vida repiten como un karma: es necesario tener una estrategia. No importa que lo diga un psicólogo indio o alguien que sufre de bipolaridad y otros desórdenes, la frase tiene resonancias casí místicas. “Necesito una estrategia”, le dice Pat a Tiffany y ella, desaliñada y medio border como él, asiente. La estrategia en cuestión nunca se formula ni se discute, pero uno supone que se trata de una especie de plan para enfrentar mejor las penurias cotidianas. Hay diferentes planes en El lado…: está el de Pat, que consiste en adoptar una postura optimista y sana, mental y físicamente; el de Pat padre, que confía en el azar lo suficiente como para creer que puede controlarlo gracias a sus cábalas; y el de Tiffany, una viuda que parece carecer de uno hasta que queda prendada de Pat y deja de intentar acostarse con todo el mundo. En algún punto, esos proyectos disímiles y hasta contrapuestos (Pat no aprueba el libertinaje de Tiffany; el padre cree que con pensar en positivo no alcanza) se cruzan y ligan en un destino común hasta que todos terminan empujando para el mismo lado, sin importar las diferencias que hayan podido tener en el pasado. Esa mezcla y confusión de conflictos es probablemente lo más bello de El lado luminoso de la vida: David Russell, como ya lo había hecho en El ganador (aunque con mucho menos éxito), escruta un universo familiar minado por peleas y cuentas pendientes pero no buscando las grietas sino los pliegues, los puentes que acerquen a los personajes a pesar de sus miserias y rencores. El relato conspira para formar un improbable grupo familiar, un bloque desparejo y construido con materiales extraños pero curiosamente sólido en el que todos, incluso los que vienen de afuera, acaban por hallar un lugar. La escena en la que Tiffany prácticamente entra al clan Solitano es ilustrativa: ella le revela al supersticioso padre Pat que se equivoca con respecto a la relación que propone entre cábalas y efectos, le demuestra que en realidad la cosa es justo al revés. Así, superado y esclarecido en su propio terreno, Pat Sr. reconoce su error y tácitamente recibe a Tiffany en la familia. Algo similar ocurre a la salida del partido, cuando el guión sella la unión fraternal entre Pat, su hermano y su amigo Ronnie a través de una pelea. La estrategia por la que supuestamente opta cada protagonista no es develada, pero la película sí muestra cuál es la suya. Además de la reunión con los seres queridos, incluso con aquellos con los que es difícil sentirse cómodos al principio, está la idea tener una meta, de un proyecto. Tiffany arrastra a Pat, con mentiras y un poco maquiavélicamente, a un concurso de baile. No es el amor por alguien sino la existencia de un propósito en común lo que lo arranca de su depresión; el establecer una disciplina, la necesidad de superarse y, claro, el horizonte de una competencia. Todo esto, que era el corazón de El ganador, en El lado… funciona a la manera de un aliento subterráneo que no hace visibles sus beneficios para la mente y el cuerpo hasta el final, cuando los personajes, después de haber trotado juntos torpemente al comienzo, puedan sincronizarse. Como en un musical clásico, el amor es pleno cuando los movimientos están en sintonía con los del otro, a pesar de que la banda de sonido que eligen Pat y Tiffany para el concurso tenga más de una canción y contemple uno o dos bruscos cambios de ritmo: ese descalabro músical y la manera en que logran acoplarse los representa en todas sus manías, complejos y arrebatos mejor y con más justeza de lo que lo haría cualquier diálogo. El final es cálido y respetuoso: el encuentro de todos, ese unísono que la película propone casi como imposible durante mucho tiempo, resuena en unos pocos planos que quieren dar cuenta de una felicidad práctica, cotidiana; nada se sabe del cuadro psiquiátrico de Pat o Tiffany, nunca se establece que hayan superado o al menos comenzado a resolver sus conflictos. La enfermedad no opera como una explicación del carácter ni como un trauma a superar sino que se presenta como algo inherente a los personajes, a todos, estén diagnosticados o no por la psicología. En el fondo no hay nada para superar o aprender, solo queda convivir con esas taras lo mejor que se pueda, quizás al lado de una persona igualmente desequilibrada con la que se puede bailar una música esquizofrénica.
Corre Hilde, corre Tres podría ser un drama de esos que tratan de explicar el mundo a partir del sufrimiento y la seriedad, pero Tom Twyker dota a su película de un dinamismo liberador que la insufla constantemente de vida, incluso estando rodeado de fatalidades. ¿Cómo es esa vida? Se trata de una rutina vital en la que el trabajo no resulta una obsesión o una carga sino una tarea que se realiza con alegría, como se puede y sin ceder ante las adversidades (económicas, por ejemplo), a veces incluso estando distraido o pensando en cualquier cosa (como le ocurre a Hanna al principio). De todas formas, lo laboral es una zona apenas explorada por Twyker; al alemán le interesan más las comidas (con familiares, con amigos), los paseos, el sexo, el deporte (nadar, jugar al fútbol, navegar), todo aquello que sirva para correr a los personajes de sus problemas cotidianos y enfrentarlos con un paisaje berlinés nuevo, que se ve con otra luz cuando no se está trabajando todo el día o abrumado por el estrés. Las tragedias, como el aviso de un cáncer de páncreas o la extirpación sorpresiva de un testículo, son suavizadas hasta que parecen nublarse. La película hace foco en los desvíos respecto de la narrativa más tradicional: por ejemplo, donde otro relato optaría por construir el ámbito de trabajo de los protagonistas, Tres apenas exhibe los logros científicos de Adam y le dedica más tiempo en plano a la fachada del laboratorio que a lo que sucede en su interior. Existe todo un mundo más allá de los conflictos de la dramaturgia convencional que escapa al ojo muchas veces perezoso del cine mainstream, y Twyker viene a aumentar su alcance mientras deja en fuera de campo los hechos más terribles (aunque siempre sin restarles importancia). Una manera de conseguir ese ensanchamiento es la estilización de una imagen que por lo general se encuentra rigurosamente clausurada por el realismo y el verosímil del género. Por eso es que en Tres puede verse a un hijo que apaga los aparatos que mantienen viva inútilmente a su madre, con muerte cerebral después de un fallido intento de suicidio. La desconexión final se realiza en forma abrupta después de una breve pero (suponemos) fulminante reflexión de Simon; si en Tres la vida es dinamismo y actividad del cuerpo, lo de esa mujer anclada eternamente a una cama no es más que un movimiento falso, una existencia artificial. Poco después, el ángel de la madre se le aparece al hijo y juntos recitan algo que parece un verso; esta descripción promete la peor escena imaginable, pero Twyker sabe maniobrarla y la integra en el escenario más amplio de una película que no tiene miedo al ridículo, y cuya potencia se cifra muchas veces en esa apuesta por un lirismo exagerado. La operación es visible también en el modo en que la película entiende el sexo y los intercambios en general: agradables, fluidos, sin asperezas. Los personajes se relacionan entre sí, se acuestan, descubren nuevas caras de su sexualidad, siempre sin culpa, incluso cuando traicionan a su pareja. Uno de los momentos de mayor culpa, cuando Hanna piensa en Simon (su compañero desde hace casi veinte años) ante la posibilidad inminente de tener sexo con Adam, Twyker lo resuelve con su protagonista imaginando unaseparación de su novio a lo Casablanca, en blanco y negro y con diálogos trillados. El cine ya narró demasiados ménage à trois minados por el arrepentimiento y los celos, Twyker quiere experimentar con los desplazamientos que se producen al interior de su triángulo, en todas las direcciones posibles, sin preocuparse demasiado por las reglas sociales o por la medianía bienpensante cinematográfica. Lo notable es que cada acercamiento registra tensiones y movimientos en los tres vórtices que conforman la relación, nadie se queda sentado en espera de su amante, hay que ir a buscarlo, llamarlo por teléfono o, en su defecto, salir a caminar un rato solo, ir a la pileta, juntarse con amigos. Si el amor y la satisfacción no se vislumbran por ninguna vía (por ejemplo, en el pasado apenas sugerido pero nunca contado de Adam), entonces hay que divorciarse y dejar atrás a la propia familia en pos de realizarse sexual y afectivamente. El final llega cuando los tres puntos se encuentran en uno solo, la tensión cede ante el reposo (narrativo pero también físico, concreto que se realiza sobre una cama). Es el corolario justo para una película cuyos personajes son fuerzas en constante ir y venir, que se niegan a permanecer quietas, fijadas en un lugar. El caso de Hilde, la madre de Simon y personaje secundario, funciona como una guía silenciosa que señaliza el relato: después de muerta, se materializa como ángel flotante que se aleja volando rápidamente (la suya no es una aparición mortuoria ni estática) y su deseo de darle alguna utilidad a su cuerpo después de su fallecimiento se confirma cuando la pareja protagonista cree verla en la exposición de una muestra: la anatomía desnuda y sanguínea de la posible Hilde es exhibida, curiosamente, sobre una hamaca, como si incluso en ese estado de congelamiento plástico la película le quisiera restituir, en un último acto de generosidad, aunque más no sea un pequeño e imperceptible movimiento.
Ella es la mujer del jefe de los gángsters. No lo ama pero estar con él le conviene, usa un traje rojo furioso (como el de Jessica Rabbit), toma sola (como Gloria Grahame en Los sobornados) y mantiene a raya a los hombres con una lengua rápida y filosa. Pero este bosquejo de femme fatale, quintaescencia del policial negro, ni bien empezado el relato se revela como una damisela en peligro que carece de vicios, ambición, en espera de alguien que la rescate y que hasta se muestra dispuesta a colaborar con la policía. Podría suponerse que lo que sigue es una relectura del género que intenta ponerlo patas para arriba y jugar con él, pero no, solo se trata de una película que nada entiende de sus materiales, sin oído para los diálogos, pulso narrativo para sostener una buena trama o mérito alguno a la hora de dirigir actores. De entre todos los problemas de Fuerza antigángster, las actuaciones son el más evidente, empezando por el personaje insoportable de Micky Cohen, compuesto por el peor Sean Penn imaginable, más exagerado y sobreactuado que nunca. Descontando la nula habilidad del director para controlarlo, está claro que Penn piensa que cada papel suyo tiene que ser descomunal, gigantesco, bigger than life, y que además cree que tiene los medios para conseguirlo. No es que el resto de las actuaciones sean buenas, pero al menos se integran (o tratan de hacerlo) al conjunto: Josh Brolin se defiende bastante, tiene un corte de cara perfecto para los trajes y sombreros de la época, pero su interpretación caballeresca pertenece a un mundo menos brutal y más amable que el de Fuerza antigángster. Ryan Gosling trata de aportar su característica estampa de galán sofisticado, pero su personaje parece no haber dejado nunca el set de Loco y estúpido amor, donde prácticamente se parodiaba a sí mismo (¿quién le dijo que hablara con voz finita todo el tiempo?). Emma Stone está bien como siempre: no importa el género, el tono, el personaje, ella siempre se las arregla para traer credibilidad a sus criaturas, incluso estando fuera del terreno que mejor conoce (la comedia) y teniendo que lidiar con ese amague de mujer fatal que le tocó en suerte. Robert Patrick es el actor más prolijo pero también el más desdibujado, y quizás se deba a su condición de personaje relegado que el guión no alcanza a arruinarlo del todo, a pesar de ponerle como acompañante a un desclasado mexicano que se llama Navidad. Lo de Nick Nolte no cuenta porque difícilmente pueda confundirse con una actuación los gruñidos que larga en las pocas (por suerte) líneas que tiene a su cargo. La pésima resolución de las escenas, la información que circula mal y a destiempo (¿cuánto tiempo tarda Grace en enterarse que Jerry es policía?), la previsibilidad grosera de los giros de la narración, lo inverosímil de muchos conflictos que el relato no hace ningún esfuerzo por volver creíbles (si el villano va a tomar todo un hotel y a convertirlo en su fortaleza personal, al menos podrían desarrollarse un poco mejor sus vínculos espurios con la policía), la rutina abrumadora con que la película recorre los puntos obligados de cada escena (Goslyng golpea la mesa de compromiso y sin pasión, como De la Rúa en el programa de Grondona), los ralenti que irrumpen en momentos claves para realzar la acción pero que lo único que logran es ser anticlimáticos y perezosos, y eso sin mencionar el temblor de la cámara en mano y el realismo digital que se le quiere imprimir a las imágenes nocturnas, como aspirando a copiar lo que hace Michael Mann en Enemigos públicos. Lo curioso es que Ruben Fleischer, que dirigió la excelente Tierra de zombies, no comprende el film noir pero tampoco la comedia, aunque eso no le impida tratar de fundirlos torpemente en más de una ocasión (ver el ridículo cruce de Jerry y Grace en la casa de Cohen). Al final, el cuadro general podría parecer menos pobre si la película no intentara, homenaje solemne mediante, vestir a sus flacos protagonistas con el ropaje de los héroes. El fracaso de Fuerza antigángster trasciende incluso cualquier reparo ideológico: el violento grupo de vigilantes que comanda Brolin tiene tan poca robustez narrativa que ni siquiera despierta el más remoto interés de discutir con la película.
Jack Reacher muestra sus cartas en la primera escena: un francotirador barre con la mira telescópica la poblada orilla de un río y a sus habitantes ocasionales. Su mirada se posa en uno, después en otro, incluso sigue a los que se mueven, como si estuviera señalando que la suya, además de invisible, es una amenaza implacable. Invisible; el espectador de cine está en condiciones similares porque puede ver libremente, incluso desde la distancia más segura, siempre sin ser descubierto, sin que los otros sepan de su existencia. Acá es donde el comienzo toma carrera; después de la tensión casi insoportable que se construye durante el tiempo que dura el plano de la mirilla, de golpe empiezan los disparos y el suspenso cobra un matiz distinto: el dispositivo visual y pulsional elaborado por la película nos obliga a ponernos del lado del francotirador (después de todo, estamos junto a él, vemos a través de sus ojos, a través de su rifle), y ahora nos preocupa el destino de cada disparo, evaluamos las posibilidades de escape de cada blanco, las ventajas y obstáculos de cada tiro, palpitamos cada movimiento fugaz del arma (es decir, del plano), nos pone en vilo la perspectiva de un tiro fallido. No obstante, fiel a su carácter narrativo, ese complicado mecanismo habrá de revelar sus causas después, como viniendo a decir que nada en el aparataje de Jack Reacher es gratuito. Este primer acercamiento resume perfectamente la propuesta: sin importar su origen literario (una novela de Lee Child, One Shot) Jack Reacher: Bajo la mira piensa en planos, en paneos, procede mediante recursos y convenciones cinematográficas. Es natural, entonces, que el protagonista sea Tom Cruise, un actor de cine, imposible de imaginar por fuera de los límites de una pantalla. Tom Cruise no podría declamar a viva voz en un teatro o interpretar un papel en una serie televisiva que se concentra pura y exclusivamente en los primeros planos; lo suyo es el trabajo con la cara, sí, con una gestualidad contenida que proviene del cine (y que por lo general no sale de sus límites) pero también con el cuerpo, haciendo de la acción de caminar, lanzar un golpe o tomar una cerveza un movimiento dirigido solo hacia la cámara, incapaz de ser captado por los dispositivos de otros lenguajes. Jack Reacher toda está hecha de pequeños gestos cruiseanos, tanto que hasta se permite reírse de eso cuando Reacher le habla a Helen (Rosamund Pike, que está cada día más fuerte) a pocos centímetros de distancia, en una habitación de hotel barato, sin camisa y realizando un notorio esfuerzo por trabar los músculos y meter la panza. El momento no puede más que invitar a la risa pero, eso sí, a una risa amable, que no se cifra en el cancherismo autoconsciente ni en el desprecio por lo que se cuenta; el remate, previsible pero no por eso menos cómico, queda a cargo de Helen, que finalmente le pide que se ponga algo encima. La película depende constantemente de ese equilibrismo que implica la burla sobre los propios materiales pero que no desmerece ni le resta seriedad a lo que se narra. No es que Jack Reacher sea una película seria, pero sí se toma las cosas bastante en serio cuando tiene que lidiar con el género, o sea, a la hora de filmar un tiroteo, planear una intriga o pintar un villano. Por ejemplo, está la persecución de autos sin música (ni siquiera la más común de percusión) en la que el director aprovecha maravillosamente el sonido, en especial de los motores y las frenadas. También el villano que compone Herzog demuestra la inteligencia descrita antes: la historia acerca de cómo en sus tiempos de prisionero en Siberia se arrancó a mordiscones todos los dedos de una mano para no ser forzado a trabajar en una mina de azufre es exagerada y también representa una maniobra elegante del guión por sobre el terreno de la parodia. Pero la credibilidad que le otorga Herzog a su papel, la manera en que le imprime a su personaje un oscuro fondo de terror y tragedia hace que su relato nunca sea del todo paródico y que armonice con el resto de la trama. Incluso en sus escenas más exageradas y que rozan la estereotipia, Zec resulta pertubador y curiosamente atractivo, como si al director Christopher McQuarrie le costara un gran trabajo dejar de observarlo en primer plano (eso se debe en buena medida a la forma en que Herzog se entrega al personaje, sin reservas ni miedo al exceso). Un final que alardea de un violentísimo acto de justicia por mano propia es el corolario sorpresivo y un poco deforme de una película con un comienzo igualmente desquiciado: un juez y un detective se preocupan porque el hombre al que buscan, un tal Jack Reacher, es un ex militar especialista en la evasión, imposible de rastrear. Ni bien termina el diálogo con el que se introduce al personaje, el mismo Reacher entra en el despacho del juez y se presenta. Uno podría reírse si no fuera porque todavía se está recuperando del desgaste emocional que supone la anterior escena del francotirador, y eso que todavía no imagina que lo que sigue es una trama consistente y entretenida en la que algún que otro chiste en clave “meta” no resta fuerza a la intriga ni brutalidad a los momentos de acción. Es como cuando varios personajes escuchan el nombre del villano, “el Zec”, y traducen la palabra al inglés: de golpe todos saben ruso, tanto un militar de elite retirado como una abogada exitosa. Sin embargo, eso no vuelve menos interesante la revelación acerca del pasado del mejor villano cinematográfico del año.
Aprendizajes 1. No hace falta leer entre líneas para notarlo: Escuela Normal es una película que habla todo el tiempo de la política y el poder. La visión levemente desencantada de Celina Murga surge del desfase existente entre la autoridad real de la rectora Machaca y las posturas más o menos idealistas y esperanzadas de los chicos de las dos listas que compiten en las elecciones del centro de estudiantes. El que avisa no traiciona: Escuela Normal no aspira a observar inocentemente el estado de cosas de un colegio de provincia, y por eso comienza con el movimiento de una cámara que sigue a la rectora mientras habla con profesores, pide información a alumnos y rellena los jaboneros de los baños. Ese plano secuencia inicial, en el que se la ve a Machaca como un pulpo capaz de atender varios problemas a la vez sin descuidar ninguno mientras recorre los pasillos de la escuela, construye la imagen de un poder con rostro humano pero que lo abarca todo, capaz de tocar incluso una cuestión insignificante como el rellenado de jabón líquido de los baños de alumnos. 2. Contra el control de Machaca van a chocar de frente los chicos durante los últimos días de clase cuando, después de realizada la elección, la rectora ordene restringir la entrada al establecimiento y Sofi, una de las integrantes de la lista ganadora, exultante tras su victoria apenas unos planos antes, tenga que discutir incansablemente con una ordenanza (que acata órdenes sin cuestionarlas) y una profesora solo para poder ingresar a la escuela y conocer su nota de matemáticas. No es casual que la película elija a Sofi para contar ese momento: antes de realizarse las elecciones, ella era la primera (y la única, quizás) que se percataba de lo complejo y enrevesado del ejercicio de la política, y lo comunicaba con un evidente desencanto. El hecho de impedirle la entrada justo a ella, flamante integrante del centro de estudiantes, confirma el abismo insalvable que se abre entre el carácter a veces meramente nominal de la política estudiantil y las decisiones concretas del poder real. 3. Las escenas de los chicos son alternadas con otras de Machaca y los docentes que funcionan a modo de separador, pero también como contrapunto obligado de los debates acalorados y a veces un poco cándidos de los chicos. De todas formas, Murga abre una puerta cada vez que filma a algún grupo y los captura en momentos de descanso, juego o charlas de política. En esas escenas no faltan los intercambios silenciosos, los secretos que se susurran y que la cámara solo puede observar pero nunca revelar mediante la escucha; son puntos ciegos que escapan del brazo institucional y que, no por nada, regalan algunos momentos fugaces de belleza y plenitud jóvenes como pocas o ninguna película argentina supo capturar. 4. El cierre empieza con la fiesta de fin de curso, con los chicos y sus padres festejando la finalización del secundario mientras bailan, toman y parecen recorrer por última vez los largos pasillos y salones del colegio. Es curioso que la película no muestre nada relacionado con la preparación de la fiesta; la decisión quizás se deba al hecho de negarse a proponer esa celebración última como un dispositivo calibrado y operado por las autoridades, cosa que podría restarle frescura y dinamismo a la celebración. Murga elige voluntariamente dejar fuera de campo aquello que podría empañar el brillo de la escena, como si en esa fiesta nocturna (que al principio recuerda un poco a la de Una semana solos) se estuvieran jugando cosas más importantes para el cine que cualquier develamiento político o de rituales institucionales. Murga no es una cineasta cínica ni fría, quiere de verdad a sus personajes, por eso su película se pregunta acerca del poder pero sin renunciar a su condición de cine profundamente humanista, que recala siempre en los individuos, en la calidez de la camaradería, en las caras expectantes de los chicos (aunque las chicas sean las verdaderas protagonistas), en los gestos más pequeños y al mismo tiempo (quizás por esa misma fragilidad) más encantadores, y no se interesa solo en el registro distanciado de los modos de reproducción del poder. 5. Sin embargo, la última escena viene a ensombrecer levemente la alegría de la fiesta de fin de curso. No hace falta contar todo lo que ocurre en esa reunión final de una promoción de mujeres de la década del 20, alcanza solo con decir que el himno a Sarmiento (fundador de la Escuela Normal de Paraná), previo aviso de la mujer que tiene el micrófono, es entonado por las participantes de manera casi mecánica, sin pasión, como exhibiendo los resultados de un aprendizaje que cala demasiado hondo, incluso al punto de convertirse en una memoria corporal automática.
Cloud Atlas: La red invisible es varias películas a la vez; ninguna demasiado buena, todas más o menos atrapantes y alguna que otra ocasionalmente lúcida. La empresa de los Wachowski y del alemán Tom Twyker (los tres son los directores y guionistas) es curiosa y puede resumirse así: querer abrazar casi todo el cine, contar sus historias, apropiarse de sus tonos, lograr sus efectos. Allí también se juega un sentir de época que los excede a ellos y que tiene que ver con la necesidad del cine de mostrarse cada vez más enorme, gigante, capaz de condensar una gama creciente de experiencias a las que antes se accedía de manera separada. Llama la atención que con un desarrollo mayor las distintas partes que conforman Cloud Atlas podrían llegar a constituir películas individuales, pero existe la necesidad de unirlas, de amontonarlas y aplastarlas hasta conseguir un pastiche donde todo encaja y en el que se nos recuerda permanente eso, el carácter vincular de las partes, que “todo está conectado” (la “red invisible” del título local nunca llega a ser tal por culpa de los subrayados y recordatorios del guión).Esa sumatoria podría servir para muchas cosas, por ejemplo, para construir un mundo opaco, misterioso, que debido a la amplitud y la oscuridad de sus dimensiones fuera capaz de resistir la explicación fácil. Lamentablemente, como ya lo demostraron en la trilogía de Matrix o en V de Venganza, los Wachowski no pueden operar si no es a través del mensaje grandilocuente: Cloud Atlas, incluso con la enorme cantidad de material narrativo que tiene entre sus manos, no deja resquicio para la ambigüedad, todo está en función de esclarecer unos pocos sentidos que no son otra cosa que ideas solemnes acerca del hombre, sus actos y la sociedad. Durante las casi tres horas de metraje no se hace otra cosa que machacar siempre lo mismo: que las obras buenas y malas repercuten en el tiempo y en el espacio, que la humanidad comete siempre los mismos errores, etc. Además de adscribir a esa concepción tan gastada como pobre y simplista que sostiene que la Historia es un eterno retorno y que todo se repite (desconozco si en el libro de David Mitchell se propone lo mismo), Cloud Atlas desaprovecha la exploración de los detalles de cada relato porque no puede ver más que constantes, se desvela por buscar siempre el gesto que le permita postular la condición circular de la humanidad. De esa manera, se pierde de indagar más y mejor en el universo cómico y por momentos absurdo del relato del editor Timothy Cavendish, que cuenta entre sus puntos más altos con un geriátrico desquiciado donde la gente es retenida contra su voluntad por una enfermera monstruosa (interpretada por Hugo Weaving travestido), y con una pelea memorable entre un tosco escritor y un crítico pomposo que termina con el lanzamiento del segundo desde un balcón. El trío de directores también se muestra seguro en la historia que transcurre en Neo Seúl, con sus coordenadas de futuro distópico y con unas japonerías visuales muy wachoskianas. El resto del tiempo, los directores parecen no interesarse en todos sus personajes y escenarios más que para construir una falsa babel que en realidad habla una misma y única lengua: la del cine pesado que gusta del mensaje grandilocuente.
El amor y el espanto No es normal que una película sea capaz de resolver tantos problemas y con tanta inteligencia como La cabaña del terror. Lo de Josh Wheddon y Drew Goddard es bastante más que la puesta en marcha de una idea novedosa o un artefacto ingenioso; en medio de los signos de agotamiento que traslucen casi todos los géneros y que lleva a que muchas películas opten por la exhibición fanática de sus propios mecanismos, es decir, por el gesto autoconsciente tan de moda desde hace tiempo, La cabaña… viene a contar en serio, tensando impecablemente los hilos del terror y poniendo a prueba el aparato genérico sin caer en los guiños fáciles ni el cancherismo del conocedor. Por eso es que se equivocan los críticos norteamericanos cuando le dan tanta importancia a la trama y sus capas sucesivas (y se cuidan como locos de no revelarla), porque la película es mucho más que las sorpresas que provee la historia; es, antes que nada, el aprovechamiento narrativo de una buena cantidad de las opciones que brinda el arsenal del terror. La operación, entonces, no es tanto un develamiento progresivo de superficies como un exprimir con fuerza el género hasta sacarle la última gota de jugo. La cabaña… no está enamorada de su propia arquitectura narrativa como El origen, ni tampoco la erige solo para mostrar cómo se la derriba después como El artista; Wheddon y Goddard levantan un edificio que es recorrido cuidadosamente, con la atención colocada en cada detalle pero sin olvidar la armonía del conjunto. En otras manos, la misma idea habría terminado seguramente en un aburrido ejercicio de autoconciencia cinematográfica, pero los responsables de La cabaña logran algo muy distinto. Lo suyo no es la pose sobradora ni el cinismo del que no cree en su relato, sino la confianza en que el cine puede ser noble con los materiales menos pensados, incluso con los estereotipos del cine de terror más formateado (la rubia tarada, el atleta medio bestia, el nerd, etc). La maravilla, claro, es que el director se muestra respetuoso con los dos mundos que componen la película; es capaz de construir comedia y horror con los personajes de ambos, sin usar uno para explicar el otro (como hacía, por ejemplo, una mala película como La reunión del diablo). Ese respeto se cifra en las situaciones en que la película los coloca, dejándoles momentos de lucimiento personal y hasta oportunidades para mostrarse grandes; romper, aunque sea fugazmente, el molde rígido del estereotipo; bastante más de lo que cualquier película de terror le permite a sus criaturas, sobre todo aquellas que gustan de castigar a sus personajes. Solo así La cabaña… consigue hacer humor sin reírse directamente de sus protagonistas como lo harían otra película cínica; ver el tratamiento dispensado a Sitterson, interpretado por el cada vez más enorme Richard Jenkins: el espacio que generosamente se le brinda, las pinceladas humanas con que aparece delineado, la nobleza que el personaje es capaz de esconder detrás de una máscara hecha de rutina y pequeñas miserias laborales. Ese respeto es fundamental y explica el éxito del funcionamiento de La cabaña..: no alcanza con tener solo un artilugio narrativo más o menos aceitado, para que eso funcione, para que no sea mero alarde formal, es necesario construir sobre el terreno firme de los caracteres, incluso si se está dentro de un slasher film. Wheddon y Goddard lo saben y por eso cuidan a sus personajes, se ponen a la par suyo pero, muy importante, tampoco les piden más delo que deberían; después de todo, no debe olvidarse que se trata de víctimas potenciales y estereotipadas de terror (así como el último James Bond es un agente secreto impermeable a las explicaciones psicologistas, aunque el director Sam Mendes no lo comprenda y trate de hacer de su protagonista “algo más”, otra cosa). Las estaciones del horror que componen ese viaje hacia el centro del miedo que es La cabaña…importan justamente por la calidad de los desdichados que las atraviesan, en eso radica la diferencia sustancial con otros experimentos con el género. Es muy difícil que una película que intenta comprender a sus personajes se comporte de manera desleal con su público. El respecto ya mencionado también surge en la relación que La cabaña… entabla con su espectador. Una película de terror que exhibe sus resortes internos no significa una película trunca, torpe, ridícula; entonces, Wheddon y Goddard cumplen con el horizonte de expectativas del género porque el miedo está y se siente, aunque por lo visto a algunos críticos les cueste reconocerlo (es que falta esa aplanadora de sensibilidades que es el golpe de efecto, el susto fácil, el sonido ensordecedor que irrumpe; más de uno parece pensar que el miedo se reduce a ese solo recurso). Por otra parte, el trabajo con los clichés del género y el juego con sus convenciones nunca obstruye el horror sino que lo reconfigura, lo inviste con nuevas potencias para el espanto (el depósito de “pesadillas” –una perla para la historia del cine con mayúsculas– resulta espeluznante). La cabaña… viene a taparle la boca a todas esas películas que creen que la consciencia de los propios materiales implica vivisección y frialdad cerebral; acá se trata de poner patas para arriba el género pero al mismo tiempo de amplificarlo, de hacerlo actuar en un escenario distinto y mantener intacta su fortaleza, sin importar cuántos diálogos “meta” hayan sido dichos. Todo esto es fácil de notar a medida que la película ahonda en su propia trama; lejos de perder vitalidad y de ser ganada por la exhibición de la maquinaria, La cabaña… se muestra cada vez más visceral, más terrible, más sangrienta, más monstruosa. Llegar al centro del aparato narrativo no implica (como podría hacerlo en otros casos como Matrix) estatismo ni reflexión distanciada sino una experiencia cada vez más palpable del miedo. Entonces, volviendo al principio de esta crítica, por resolver problemas hay que entender esa rara habilidad para echar a andar una trama compleja y plagada de vueltas de tuercas sin que la historia y sus personajes pierdan espesor. La cabaña… demuestra una inteligencia infrecuente en el sentido de que consigue un balance inédito entre deconstrucción y amor por lo que se cuenta, puede hilvanar lo uno y lo otro sin perjuicio de ninguna de las partes. Lograr esto, en un paisaje cinematográfico cada vez más dominado por la parodia y la autoconsciencia automáticas, es ir en contra la corriente y, quizás, en contra toda una época.
Manierismo El problema de El hobbit: Un viaje inesperado es el mismo que viene acosando al cine norteamericano, con su falta de ideas y su tendencia a repetirse, desde hace un buen tiempo: la película de Peter Jackson depende demasiado de lo hecho antes por El señor de los anillos, tanto que hasta la narración principal es un relato contado desde el presente de la trilogía. Jackson había sido fiel al mundo de Tolkien como pocas veces se había visto con ninguna transposición, y ese leer los libros de cerca y pegarse a ellos lo mejor que pudo fue lo que le permitió darle vitalidad y cohesión a un universo que se probó altamente cinematográfico. Las tres películas, incluso sus interminables versiones extendidas, funcionan por la creencia en los personajes y sus aventuras que demuestra el director. Pero en El hobbit la cosa cambia, porque lo que parece apuntalar la estructura general no es tanto el libro original como las películas anteriores. El primer síntoma de debilidad se nota en la enorme cantidad de personajes que la película necesita: la trilogía no se quedaba corta en ese sentido, es verdad, pero solía enfocarse en grupos pequeños, por lo general en tríos como los que conformaban Aragorn, Légolas y Gimli o Frodo, Sam y Gollum. El hobbit pide más caracteres para construir humor y drama, no tiene a su disposición una pareja con el carisma suficiente como Légolas y Gimli, entonces apuesta al número; los enanos que llegan tempranamente a la casa de Bilbo ya superan en cantidad a los integrantes de la compañía del anillo en la primera. Además, lo que en la tres anteriores resultaba sorpresivo o era funcional al relato, acá es predecible y se percibe automático, como si el mecanismo quedara a la vista en tanto tal. Por ejemplo, los salvatajes de último minuto de Gandalf, marca registrada de El señor de los anillos, ahora se adivinan con facilidad, como si el guión hiciera que el mago cumpla con su rol de manera rutinaria. Por otra parte, Bilbo es un personaje poco delineado, no tiene los matices de los hobbits de la trilogía, ni siquiera los que le aporta Ian Holm interpretando al personaje en su edad madura. El Bilbo joven es amable, distraído, torpe y generoso, es decir, reúne todos los rasgos que se les atribuyen a los hobbits en su totalidad y no ofrece nada parecido a la estampa sufriente del Frodo consumido por el poder del anillo o el porte trágico pero siempre leal y decidido de Sam. Es como si Bilbo hubiera sido despojado de particularidades y operara como un personaje vacío, vacante para que cualquier espectador pueda sentir simpatía por él sin demasiadas complicaciones. Al Bilbo un poco desabrido y al Gandalf refritado se le suman, además, varios personajes de las películas anteriores (las apariciones breves y amontonadas de Elrond y Galadriel), y algunos de ellos, como Gollum, tienen un peso determinante pero sin aportar nada nuevo a lo ya expuesto en la trilogía, como si lo de El hobbit fuera apenas una prolongación de las anteriores y el guión no estuviera muy interesado en explorar conflictos diferentes o en mirar a los personajes con otra luz. Así, la película no tiene grandes problemas, salvo por la evidencia de un curioso manierismo, como si El hobbit tratara de lograr lo mismo que sus antecesoras, copiar su estilo y sus modos, pero se encontrara con una pared infranqueable. La alquimia secreta que mantiene en plena forma la trilogía (incluso con sus altibajos, las tres son grandes películas) esta vez fracasa; están muchos de sus ingredientes pero faltan otros y los que permanecen no se administran en las dosis correctas. Peter Jackson se copia a sí mismo, realiza algo muy parecido a un greatest hits de su propia filmografía y, a pesar de su enorme capacidad para imaginar visualmente la Tierra Media y sus criaturas, El hobbit no deja de ser una película menor carente de personalidad.