Es por lo menos curioso que una película con tan pésimo oído como Curvas de la vida haga del sonido y la música pequeñas claves dramáticas (el ruido de la pelota al impactar contra el guante; la canción que cantan Gus y su hija Mickey). La banda sonora subraya permanentemente lo que le pasa a los personajes de manera grosera, y lo mismo hace el guión cuando insiste una y otra vez con temas como el diálogo postergado entre padre e hija. En este sentido, el malestar del personaje de Eastwood con la gente y el trabajo puede leerse de otra manera: como el desajuste de un tipo hosco, corto de palabras y nada dado al sentimentalismo que debe adecuarse a un relato que gusta del drama y que confía en la psicología para resolver conflictos. Y no menos problemas deben traerle a Gus (a él, con su eastwoodiana) las imágenes simbólicas de un caballo y una puerta abierta que revelan su significado recién en el final, cuando una vuelta de tuerca imposible llegua para unir a los personajes y zanjar las diferencias del pasado. Gus parece pelear tanto contra eso como contra la presión de sus jefes y el ritmo vertiginoso de un deporte que decide su futuro en una computadora antes que en el ojo de un cazatalentos (así, Curvas de la vida es una respuesta al optimismo tecnológico de El juego de la fortuna). Eastwood vuelve a trabajar en una película que no dirige después de casi veinte años, y se lo nota bastante cómodo: el papel de viejo amargado y decrépito pero todavía con algunos cartuchos por quemar le sale de taquito, tanto que muchas veces el tipo actúa para la platea, tiene líneas que son dichas para hacer reir al público (ver la escena del baño al comienzo). Un paisaje laboral feroz es el fondo que amenaza todo el tiempo tanto a Gus como al resto de los personajes. Como si se tratara de un fresco desencantado y silencioso de la crisis estadounidense, Curvas… no ceja en señalar las injusticias y la brutalidad que rigen cualquier trabajo, desde un bufete de abogados, pasando por la dirigencia de un club de béisball hasta llegar una carrera de jugador profesional. En todas partes hay excesos, energúmenos preparados para pisar cabezas (como el que compone maravillosamente un cínico y desalmado Matthew Lilliard), jefes ruines y, como el trabajo escasea, para conservarlo hay que sobreexigir el cuerpo hasta romperlo (Johnny) o dedicarle días y noches solo para aspirar a conseguir un ascenso que nunca llega (Mickey). Al menos en este sentido, Curvas… viene a engrosar, junto con Robo en las alturas, Larry Crowne o Quiero matar a mi jefe, la lista de películas que dan cuenta de una crisis económica terrible que, como ocurre siempre, hace extensibles al resto de la vida sus peores estragos. Llamativamente, cuando se dedica a pintar la desesperación propia del mundo laboral, el film de Robert Lorenz demuestra tensión, buen ojo, sabe mirar el detalle (el plano de las manos nerviosas, ágiles y voladoras de Mickey con que habrá de presentarse al personaje) y escuchar la palabra sin necesidad de subrayados (gran interpretación de Robert Patrick, la más clásica de todas -después de la del propio Clint, se entiende). Algo de eso también hay en las escenas de béisball, donde la película se apropia con éxito del nervio y el dinamismo del deporte, como ocurría en buena parte de Invictus o en la primera gran mitad de Million Dolar Baby (Lorenz fue productor de Eastwood en varias ocasiones, y se nota que algo aprendió de su cine). Como en aquella, cuando el deporte y el hambre de trinfo salen de escena y lo que queda es el drama más descarnado, Curvas… cede ante la sensiblería y la catarsis de un cine ajeno a la narrativa tradicional más pura a la que la película parecía adscribir; Lorenz ahora opta por darle espacio al reproche, el llanto o el recuerdo triste (el muy feo título de estreno local privilegia esta parte del conjunto en vez de referir a la técnica y la precisión del béisball, como hace el original). De todas formas, se agradece la generosidad de una fotografía colorida y luminosa en vez de la oscuridad y la falta de matices cromáticos que podría haber pedido una película trágica del montón; algo de la vitalidad de la película se juega también en el brillo cegador del sol y en el verde límpido de las canchas. Los actores sobrellevan los momentos dramáticos lo mejor que pueden; Eastwood, más que ninguno, con su hosquedad y reticencia al diálogo dicta algo muy parecido a una clase de interpretación clásica. Amy Adams, que está más linda que nunca, también es capaz heredar la mordacidad y la fuerza la Gus y de hacerlas creíbles: la relación de los dos, cuando no se pasan factura por hechos del pasado, es de lo mejor de la película. Justin Timberlake se lleva bien con la comedia y mal con la seriedad del drama, pero su deportista arruinado tempranamente por una lesión tiene carnadura y hasta un resto de héroe eastwoodiano, en el sentido de hacerle frente a la adversidad más tremenda sin lamentarse, sin entregarse a la queja fácil.
La marca del deseo Amanecer – Parte 2 es la primera película de la saga Crepúsculo que veo. La sensación inicial que tuve me acercó un poco al personaje de Bella que, después de haber sido convertida en vampiro en la entrega anterior, abre los ojos y es capaz de ver un mundo distinto del que conoció durante su existencia como humana. Me pasó algo similar pero diferente: las imágenes del comienzo de Amanecer representaban para mí un universo visual curioso, chocante, pero definitivamente no resultaba algo nuevo, más bien al revés. Se me ocurre que parte del éxito que tuvo y tiene la saga en cine (desconozco cómo serán las cosas en los libros) depende, en buena medida, del trabajo sobre una imagen que pertenece claramente al territorio de la publicidad, es decir, a un universo audiovisual que todos conocemos, con el que nos familiarizamos y convivimos diariamente, incluso a pesar nuestro. Fotografía saturada de blanco y marcadamente artificial, cuerpos lustrosos que no acusan arrugas o imperfecciones, movimientos elegantes y estilizados, abuso del primer plano y de recursos estéticos del lenguaje publicitario (ver cómo se filma el sexo, gran tabú de las primeras películas), comentario ininterrumpido aunque tímido de la banda sonora; todo termina por configurar un cine aséptico, que lima asperezas hasta que las superficies quedan lisas y brillantes, donde nada, ni siquiera el tiempo, parece tener un costo. Nada tiene un costo porque eso implicaría quebrar la impostura de la película. Los amigos vampiros de Edward no serían los mismos si se los mostrara viajando en un avión para ir a buscar ayuda a otros países; entonces, el viaje desaparece completamente, los vampiros parecen renegar del contacto tecnológico de internet y prefieren los intercambios cara a cara, pero los viajes y los traslados en general son elididos, moverse no cuesta, se hace de manera gratuita. Algo así pasa con las muertes: los vampiros mueren cuando alguien les arranca la cabeza, pero nunca se ven sangre, vísceras o huesos; las decapitaciones son limpias, un poco de fuerza alcanza para separar la cabeza del cuerpo sin salpicarse o mancharse con sangre. El director Bill Condon esquiva cualquier acto o imagen que provoquen incomodidad o molestia, incluso con respecto a los animales: Bella, recién convertida y torturada por la sed de sangre, se dispone a matar un ciervo. Uno cree que eso puede ser un gesto incorrecto por parte de una película pulcra hasta lo intolerable, pero enseguida surge un puma salvaje que le disputa la presa; Bella cambia su objetivo, masacra al depredador y la escena cierra con el ciervo reuniéndose con otros de su especie. De esa manera, la película se ahorra la visión de su protagonista asesinando a un animal simpático. Que nada tenga un costo, eso es seguramente lo que explica que el ser vampiro no se presente como algo monstruoso (Drácula) o trágico y miserable (Entrevista con el vampiro,Vampiros de Carpenter). En Amanecer 2, estas criaturas viven eternamente, no tienen que ocultarse del sol, pueden controlar su sed (no necesitan cazar humanos si no lo quieren) y habitan una casa modernosa y de un desagradable diseño impersonal. A diferencia de una buena parte del cine de terror, aquí la cruza del género con el relato adolescente (me dicen que en las primeras películas se nota más) produce un híbrido donde la condición vampírica resulta algo muy atractivo, incluso deseable. Es que, nuevamente, si nada cuesta, encima las superficies blancas y brillantes de Amanecer 2 nos hablan permanentemente del deseo; no de la satisfacción de un placer, que es algo bien distinto (leí que los protagonistas no tienen sexo hasta la tercera película, y que se pasan de histéricos), sino de establecer una tensión, exhibir ese mundo donde el tiempo no transcurre, las muertes son automáticas y limpias, y se puede viajar de manera instantánea, sin tener que recorrer ninguna distancia física real. No se trata de un juicio de valor sino de la constatación de una especificidad; las imágenes de la publicidad existen, justamente, para despertar el deseo, para motorizarlo y ponerlo en movimiento, para conducirlo a un placer eventual que se encuentra más allá de la pantalla. Lo mismo hace Amanecer 2: para sus personajes no hay placer (el sexo tarda películas en aparecer y cuando lo hace, se elide o se lo oculta) porque tampoco se enfrentan a costos reales (los viajes son instantáneos, un hijo crece rapidísimo –no hace falta esperar a que puedan comunicarse–, los descuartizamientos no ensucian), lo suyo es vivir suspendidos en un mundo construido sobre el deseo, a la promesa de algo (¿pero qué?) que nunca alcanza a materializarse en la pantalla. Esto tiene su ejemplo más acabado y exagerado en el final, cuando una escena importantísima, fundamental se revela como un simple salto temporal, como un flashforward frustrado; así, la película se ahorra muchas muertes y cuenta todavía con su galería de personajes intacta para acometer un happy ending cómodo y seguro. Eso, la universalidad del lenguaje publicitario por un lado y la oferta de un mundo confortable y visualmente seductor por otro, creo, es lo que estaría sosteniendo el éxito sin precedentes y el alto grado de inteligibilidad (incluso para alguien nuevo a la saga como yo) que demuestra una película que no corre riesgos y que opta siempre por la seguridad y la corrección como Amanecer 2.
Cosmopolis corre un riesgo: elige voluntariamente, escena tras escena, depender de los diálogos antes que de la acción. No se trata de una carencia o una falla, de apostar a eso porque no hay otra cosa: Cronenberg construye su relato en torno a las charlas que muchas veces parecen monólogos o reflexiones solitarias dichas en voz alta. Es que para reflexionar hace falta hacer un alto, una pausa, no se puede pensar en medio del vértigo y la carrera, por eso también es que Cosmopolis transcurre casi todo el tiempo adentro de un auto y en la calle pero el vehículo prácticamente no se mueve, o lo hace a una velocidad mínima y es adelantado por las personas que caminan por la vereda. Los autos vuelven a ser lugares de una fascinación inquietante como en Crash, pero ya no son usados para correr picadas o estrellarse sino que hacen las veces de oficina, consultorio médico, incluso de refugio armado. Lo interesante es ver qué se cuece en ese escenario cargado de palabras y encierro. Cosmopolis, a pesar de su referencia a temas como el capitalismo, las finanzas, las brechas económicas y sociales, no es una película sobre temas: el tono grave de los personajes y sus afirmaciones es una impostación buscada, una máscara que se calzan para parecer siniestros, para decir el Apocalipsis de manera sombría. Ese tono es una máscara, entonces, porque no hay centro de la cuestión al cual llegar. Los personajes hablan, proponen visiones del mundo oscuras y terribles, pero casi sin escuchar al otro: cada uno está encerrado en su propio universo y no tiene curiosidad por lo que le pasa al otro, están aislados como Eric Packar en su limusina-búnker. Las ideas no se tocan, no se cruzan, siguen caminos distintos. De ahí la impostación: en Cosmopolis no hay un verdadero punto de llegada discursivo, los personajes no se miden en palabras como lo haría una película segura de sus temas y con un objetivo preciso. En cambio, Cronenberg pone a sus criaturas a monologar, a hablar para ellos mismos, y lo que dicen aparece matizado por la locura y un exceso de lo claustrofóbico. Para un cine que gira sobre el falso centro de unas palabras alucinadas, cualquier acto apenas vital representa una aventura. Hay que viajar todo un día para cortarse el pelo o prácticamente pedir una reunión para almorzar con la propia esposa y concertar (sin éxito) un encuentro sexual. Podría ser una tentación contraponer a esa abulia la energía de los manifestantes que recorren las calles con consignas anárquicas: la agilidad de la práctica revolucionaria versus la quietud y el amodorramiento del poder financiero. Pero Cronenberg no cae en esa trampa fácil: los que protestan aparecen como extremistas y desencajados o , peor, directamente no aparecen, se los ve a través del vidrio polarizado del auto y no se sabe nada de ellos. Cosmopolis no milita por un cambio o una denuncia, sino que despliega una serie de rectas paralelas que nunca entran en contacto: la difusa revolución que se menciona de tanto en tanto no es un horizonte deseable sino otra cara distante del desencanto y la fiebre que quema el cerebro de Packar y los que lo rodean. Cerca del final, cuando se llega a la peluquería, uno cree que allí puede surgir alguna especie de romanticismo: que el peluquero podría encarnar una defensa de lo analógico, de la tecnología de otros tiempos, de lo material, de la disciplina y la honradez del trabajo, de los Estados Unidos construidos a base de esfuerzo y abnegación, etc. Es decir, de todo aquello que pueda oponerse al universo digital, tecnológicamente de punta y financiero que circunda al protagonista. Pero fiel a su estilo, Cronenberg devela apenas otro estadio de la locura: el haber sido taxista es descripto como una obsesión malsana que arruina la vida pero que igual hay que obedecer; el peluquero, de un origen y una concepción de la vida radicalmente distinta a la de Packar, habiendo manejado hace décadas un taxi doce horas por día (es decir, vivir encerrado en un auto, aunque no sea una limusina), se muestra igual de extraño que el protagonista. Para Cronenberg no hay una Historia hecha de quiebres y cambios sino de continuidades misteriosas, que atraviesan las generaciones y las clases. Eso sí, algo en lo que se diferencian los personajes, en especial Packar y sus empleados del grueso de los manifestantes, es la manera en que conciben el dinero y, por ende, el resto de las cosas. El protagonista y su círculo personal se mueven en unos niveles de abstracción enormes, que orbitan cada vez más sobre sí mismos, bien acorde con el capitalismo financiero que representan y defienden. Mientras tanto, los de afuera del auto, los tildados de anarquistas, proponen a modo de símbolo que la unidad monetaria sea una rata. Así chocan dos visiones del mundo y sus instituciones, una casi fantástica y otra exageradamente concreta. La “guerra” contra el yuan que declara la empresa de Packar es algo tan incierto y ridículo que cuesta pensarlo en términos reales, y la paranoia constante que lo aqueja a él y a sus asociados es un síntoma de un miedo igualmente abstracto e indeterminado. Cosmopolis no es una película sobre temas, decía al principio. No lo es no porque no haya, efectivamente, temas, sino porque lo que se identifica generalmente como cine de temas tiende a producir una metáfora del mundo, una denuncia, una bajada de línea. Cosmopolis no podría formar parte de ese cuerpo de películas, justamente, porque gira en el vacío de lo abstracto, lo suyo no es sintetizar la complejidad de la vida en un mensaje claro y preciso sino, al contrario, aumentarla, apropiársela y devolverla como un paisaje confuso, febril, que solo se puede recorrer al precio de saber que no hay destino seguro al cual arribar.
La caída de la casa Bond. Desde Casino Royale, uno paga la entrada de la última película de James Bond para ver a Daniel Craig y su 007 brutal, rígido, trágico. La primera estuvo bastante bien, Martin Campbell entendió enseguida al personaje y fue capaz de acoplarlo con el cine de acción sin perjuicio de ninguna de las dos partes. La segunda, Quantum of Solace, a cargo de Marc Foster, resultó un pegote de escenas mal filmadas y peor editadas, con una historia endeble y un Bond que tenía que soportar sobre sus hombros el peso de una película que se desmoronaba minuto a minuto. 007: Operación Skyfall, por momentos parece que tuviera las intenciones y el pulso necesarios para volver al comienzo de la saga Craig: una persecución interminable, imposible, que incluye una carrera de motos sobre los techos de Estambul y el manejo de una topadora arriba de un tren de pasajeros, invita a ilusionarse un poco. Durante un buen tramo, Skyfall cumple más o dignamente con las expectativas, hasta que a Sam Mendes parece no alcanzarle el cine de acción y espionaje y cede ante los subrayados y las metáforas, que terminan por aplastar la historia y los personajes. La idea es clara desde el principio: este Bond habita un mundo en descomposición, el de la agencia de inteligencia británica MI6 que se encuentra más amenazada que nunca desde flancos múltiples que incluyen un enemigo salido de sus propias filas, una tecnología cómodamente vulnerable y la presión política del parlamento inglés y su pedido de explicaciones a la jefa M. El gran problema es que Skyfall no para de remarcar hasta el más mínimo detalle de la caída del protagonista y de los que lo rodean, por ejemplo, cuando Bond no se afeita durante varios días; incluso habiendo retornado al servicio el rústico agente gasta una barba exagerada que parece recordarle a los gritos al público la decadencia del personaje. Llega un momento en que no se habla de otra cosa que no sea el retirarse o el seguir en carrera, el estar o no apto para hacer un trabajo; prácticamente no hay acción y los diálogos se suceden unos tras otros, cada vez más pesados y reiterativos. La otra cosa es la mención al pasado, que comienza con un leve guiño al uso y abuso del gadget en la saga (esta vez, a Bond la agencia le entrega solo una cajita con una pistola y un rastreador, y nada más), que pasa a convertirse en el motivo que el guión machaca a cada rato, y hasta lleva a forzar una situación final inverosímil por donde se la mire: la vuelta al pasado metafórica que los personajes enuncian permanentemente se materializa, de manera sorprendente, en una antigua casona perdida en Escocia que, un poco al estilo de Perros de paja, habrá de servirles de fortaleza última. De paso, en ese único movimiento, Skyfall (que también es el nombre del caserón que perteneció a la familia Bond) arruina completamente no solo la credibilidad de la historia, sino también la constitución narrativa del protagonista, cuando se empieza a desenterrar su pasado de manera gruesa y totalmente anticlimática. Algo de esto ya estaba sugerido cuando se discute con el mismo Bond el resultado de sus tests, entre ellos, el psicológico: de golpe y porrazo, el personaje pierde su impenetrabilidad y se vuelve fácilmente explicable a partir de un trauma infantil. Es curioso cómo la película de Mendes, a pesar de su insignificancia en el marco de una historia que cuenta numerosos libros y transposiciones al cine, consigue dañar al personaje arrancándole para siempre una buena dosis del misterio que lo caracterizó a lo largo de las décadas. Pareciera que el director, inexperto e incómodo dentro de un género y una línea argumental que no entiende, se desquita minando la coherencia interna de la película. Encima, en ese mismo final se vuelve un problema inmanejable la tensión entre realismo y exageración que al comienzo había dado una persecución memorable. Si el atrincheramiento en la casa familiar asemeja un chiste mal hecho, una metáfora que inexplicablemente termina volviéndose literal, Mendes trata de balancear ese desborde con un exceso de realismo sobre todo a partir de la fotografía, trabajando solo con luz natural y con la oscuridad que provee la mansión. La escena acaba siendo una confusión de gente y de movimientos rápidos en las sombras que no se deja apreciar y mucho menos comprender: de vez en cuando, uno distingue la cara de Craig mal iluminada, pero solo eso. Para colmo, como si todo eso no alcanzara para dar con uno de los peores finales imaginables de cine de acción, el desenlace es acartonadísimo, con diálogos y acciones completamente inverosímiles que son el corolario obligado de la pérdida de rumbo del guión y de la sobreactuación y la pose que aporta Javier Bardem como Silva, un malo paupérrimo: el español trata de ser un villano Bond exquisito y amanerado pero nunca despega realmente de un exotismo impostado. Alguien podría decir que todo esto ya se veía venir en la escena con M dándole una lección sobre el estado del mundo a una ministra, donde el problema no es tanto las cosas que dice M y el tono en el que las dice sino el torpe, torpísimo montaje paralelo que empareja sus palabras con las imágenes de Silva yendo impunemente a asesinar en público a la jefa del MI6 (nota al margen: acá Mendes realiza –o al menos lo intenta– una mala copia de las dos últimas Batman, sobre todo de El caballero de la noche, con el Guasón infiltrado entre los policías o huyendo del hospital). Además de lo feo de la edición, la cuestión es que no se sabe cuál es el pensamiento de la película, o sea, si se avala lo dicho por M (como parece indicarlo la solemnidad con que se retrata el momento –¡al final ella lee unas líneas de Tennyson!) o si las imágenes intercaladas de Silva, por el contrario, vienen a desmentirla (porque el villano y su deseo de venganza son fruto del entrenamiento del MI6 y de una decisión terrible de M). No se sabe, y no se trata de una ambigüedad buscada sino solo de una falta de centro, de no poder formular con claridad una visión del mundo; esa misma incapacidad es la que lleva a malinterpretar el universo Bond y a someterlo, entre muchas otras calamidades, a la violencia tremenda que representa el tiroteo final en una antigua casa escocesa.
Errantes, siendo un documental, tiene una visión sobre la marginalidad bastante más interesante y matizada que muchas ficciones como Elefante blanco. A diferencia de la película de Pablo Trapero, donde los pobres deben ser conducidos por gente que viene de afuera, en Errantes son los propios habitantes del asentamiento La lechería, ubicado entre La Paternal y Villa del Parque, los que se preparan y ponen en marcha. Las escenas en las que se filman las reuniones de la cooperativa de vivienda son impactantes: los mismos vecinos llevan adelante todo lo relacionado con gastos, trámites o cuestiones legales, y los encargados de la organización se muestran combativos pero respetuosos, siempre expeditivos e intentando transmitir lo más claramente posible el estado de cosas a los habitantes. El objetivo principal es uno: después de años de pelear para conseguir que el gobierno les ceda un terreno en el barrio de Mataderos, hay que planificar y concretar la construcción del nuevo complejo y el traslado. No esperen ver aquí un retrato triste y apagado de la pobreza, porque la gente que vive en La lechería, incluso con la enorme cantidad de problemas de toda índole a la que debe enfrentarse día a día (entre ellos, un desalojo inminente y una mudanza imposible) se comporta de manera enérgica, no para de hacer cosas, y algunos hasta parecen poder darse el lujo de estar de buen humor. La comparación con la imagen de la miseria más frecuente no es ociosa porque ahí radica buena parte del atractivo y la lucidez de Errantes. Así, otro estereotipo que falta, también, es el del adicto: al alcohol, a las drogas, al juego. En la precariedad habitacional de La lechería parece no haber oportunidad para entregarse a esas miserias, y la cámara en ningún momento encuentra la sordidez que caracteriza a mucho cine con ínfulas de radiografía social. Lo que hay, en cambio, es mucha escasez y pobreza, pero también mucho empuje y deseos de progresar; es como si los vecinos estuvieran demasiado preocupados por mejorar su calidad de vida y no encontraran el tiempo suficiente para detenerse en los detalles más terribles de su cotidianidad. No resulta tan raro, entonces, que el lugar del sufriente lo ocupe una sola persona; una, justamente, que ya no puede moverse como los demás, que no puede seguirles el paso en la rutina de todos los días. Se trata de alguien que, debido a un accidente, perdió una pierna y está en una silla de ruedas; su relato es menos acerca de los dolores de la pobreza que una historia trágica: sufre un accidente, su mujer lo abandona con cinco hijos, él se establece en La lechería, se encarga de la educación de de su familia y trata de reconstruir su vida. Otra diferencia fundamental se da en relación con esa vieja idea de las clases marginales como víctimas irremediables de una clase gobernante ajena a sus reclamos. Claro que Errantes es un llamado de atención a la política y a los que la ejercen, a un Estado que se ocupa mal y a destiempo de sus miembros más desprotegidos, a un aparato burocrático que le complica la vida a las personas a veces de manera innecesaria y hasta ridícula (el desalojo se realiza antes de terminada la mudanza). Pero los directores no proponen un esquema de buenos y villanos sino que, a riesgo de ser tachados de incorrectos, dicen que a veces el peor enemigo no es un gobernante, un empresario o un rico (en cine, los típicos culpables de las penurias de los sectores carenciados) sino el propio vecino, alguien similar, uno que, podría pensarse, es parecido pero que exhibe un odio y una intolerancia que lo distancian y que impresionan por su virulencia. A punto de recibir al contingente presto a mudarse proveniente de La lechería, el recelo y la inquietud de los vecinos de Mataderos puede resultar comprensible, pero no así sus actitudes violentas (agreden a piedrazos a los trabajadores de la construcción) ni su discurso que criminaliza al pobre automáticamente y sin reparos, como lo haría el peor de los reaccionarios. Errantes se corre de muchos de los lugares comunes más gastados que surgen cuando se quiere hablar de marginalidad, y lo hace, sobre todo, cuando le da voz a una turba de vecinos que acaba siendo más perjudicial para el grupo protagónico que la corrupción y la ineficacia estatales.
Camino a la perdición. Looper: asesinos del futuro no es una película sobre viajes en el tiempo, sino sobre un asesino a sueldo (que son dos, en realidad) frío y desalmado, que se enamora y quiere redimirse. La aclaración es necesaria, y por eso la película misma lo plantea abiertamente durante un encuentro entre los dos Joe, uno del presente y otro del futuro. El viejo se rehúsa a explicarle el complejo mecanismo temporal aduciendo que podrían estar sentados y hablando de eso todo el día. Joe, el joven, interpretado por Joseph Gordon-Levitt, escucha y entiende, aunque todavía no comprenda todo. De todas formas, nadie mejor que él para hacerlo: Gordon-Levitt ya había salido en El origen, esa película intencionalmente difícil y enrevesada sin necesidad que se pasaba casi todo su metraje tratando de enseñarle al público el funcionamiento de su propio dispositivo narrativo. La de Nolan era, al revés de Looper, una película sobre un tema (la inmersión en los sueños) y no sobre personajes. En esa elección se resume buena parte de la inteligencia cinematográfica del director Rian Johnson: hacer que la cuestión temporal sea un elemento dinamizador, que ponga en movimiento la trama sin llegar a constituir nunca el centro del relato; no engolosinarse con su invento del tiempo y volver siempre al drama de los protagonistas. El porte noir de Joe, compuesto un poco de gesto rebelde y otro poco de pose, le imprime al futuro cercano en el que transcurre la historia el aire de las narraciones fuertes del cine clásico. A Joseph Gordon-Levitt medio que lo disfrazan, le ponen unas cejas y una nariz que vienen a darle un corte de cara más recio y menos delicado: el experimento, hay que decirlo, funciona bastante bien porque el actor está seguro en su papel. Hay una geografía reconocible que habita en el vestuario algo cuarentoso que el personaje gasta a la manera de una fanática resistencia vintage, y que también signa el submundo del crimen organizado con sus jefes sanguinarios y benévolos, o sus clubs con drogas, mujeres fatales y perdición. Pero no se trata de una copia nostálgica de la iconografía del cine negro, sino de señalar la persistencia de un modo de contar que se manifiesta de muchas formas, por ejemplo, en el hecho de negarse a entronizar el diálogo por sobre la acción. Diálogo, justamente, es lo que menos tiene a su cargo Sara, la madre soltera ruda, hosca y falta de cariño a la que le pone el cuerpo Emily Blunt. Su personaje, que vive en el campo en una casa lejos de la ciudad (que les queda demasiado grande a ella y a su pequeño hijo), es puro músculo aplicado al trabajo físico, ya sea partir un tronco indestructible que obstaculiza su jardín tanto como el resto de las tareas hogareñas, entre las que se incluye la defensa armada de la casa. Esa mujer, crispada, de palabras torpes y escasas, en permanente estado de alerta, es una criatura más del mundo de Looper: Sara se mezcla con los hombres en una trama que no contempla las debilidades y que, por eso mismo, no deja lugar para la femineidad que no provenga, ya curtida por las inclemencias y la dureza de la vida, del lejano universo del clasicismo. Cuando hacen su entrada Sara, su hijo Cid y la granja, también aparece el campo y la ciudad se siente cada vez más distante, aunque no se trate de un campo bucólico sino, claro, de uno en sintonía con la apuesta de Johnson que cruza film noir con distopía futurista (¿futurista?). Conforme avanza la historia, la red de viajes y saltos temporales se enreda cada vez más sobre sí misma pero sin que eso afecte la fluidez del relato. Al contrario, a la par de esos viajes, los personajes, todos, ganan en relieve, suman intensidad dramática sin aumentar demasiado sus matices (porque se trata de tipos duros, básicos, que ejecutan ciegamente unas pocas ideas). Hasta un villano frustrado y secundario se beneficia del avance de la narración, incluso él consigue un espacio propio en la historia y oportunidades de protagonismo para desplegar su bellaquería. Pero no es el único, y en esto el guión también se muestra cohesivo, enhebrando todas las historias con un hilo común, manteniendo. Todos, tanto los diferentes Joe como Sara, son culpables antes de empezar la película o bien se condenan a sí mismos frente a nosotros: traicionan a sus mejores amigos, abandonan a sus hijos o hasta llegan a asesinar premeditadamente a un niño. Ese, a su vez, es otro de los méritos de la película, el acercarnos a unos personajes terribles, ponernos en sus zapatos cuando uno querría estar en los de alguien más noble, más moral. Pero es que, al menos hasta el final, no hay personajes nobles en Looper. En ese final se cierran no solo los conflictos, también se borran las distintas líneas temporales de un plumazo, o mejor, de un escopetazo. Así de fácil y de rápido es que Johnson puede dar por finalizado su complicado aparataje narrativo; esa economía y simpleza es otra muestra más de la justeza de la película. Incluso la historia del jovencísimo Cid y de la amenaza que representa, que parece cumplir la única función de darle a los personajes una causa, un horizonte más valioso y más importante que ellos, no interrumpe la precisión del final.
Como mucho cine argentino reciente, Los salvajes ensaya el camino inverso al recorrido por el NCA: en vez de la ciudad, el espacio vital de los personajes es una naturaleza inhóspita plagada de amenazas. Un grupo de chicos se escapa de un instituto de menores y se dirige a la casa del padrino de dos de ellos. Conforme avanza el viaje, el destino es cada vez más incierto; de una forma u otra, la trama va dejando personajes por el camino hasta quedar solamente Simón, el más joven de todos, el que dice poco y reza mucho. Los actores son un hallazgo notable: tanto las caras (marcadas, entre otras cosas, por cicatrices) como los cuerpos, los gestos y el habla son el sostén visual y narrativo de la película. Alejandro Fadel confía ciegamente en ellos y por eso Los salvajes descansa en buena medida sobre planos detalle de piernas, brazos o rostros que miran el fuego. El supuesto carácter polémico surge de la cercanía que la película mantiene con unos personajes violentos, asesinos y ladrones, sin que nunca se intente justificar sus acciones recurriendo a la excusa de un pasado terrible. Hay un solo momento (que corre por cuenta del gigante Monzón) que parecería que apunta en esa dirección, pero más que un argumento que explique el asesinato innecesario del comienzo, su monólogo cumple otra función: humanizar a uno de los personajes más peligrosos mostrándolo consciente de sus actos y capaz de experimentar culpa por eso. Pero no es cuestión de enaltecer a los protagonistas mediante algunas pocas palabras dichas en tono solemne: Los salvajes se hace cargo de sus criaturas, no es gentil con ellas y elige contar su historia sin importar lo oscura que pueda ser, siempre colocándose a la par del grupo y buscando la belleza oculta que anida en sus movimientos torpes, su expresión hosca y sus deseos criminales.
El experimento La primera secuencia de Resident Evil 5: la venganza viene a dejar en claro que el director Paul W. S. Anderson hace lo que quiere: se muestra, en cámara lenta y hacia atrás (las imágenes se proyectan al revés en el tiempo) una larga escena con disparos, aviones, misiles, explosiones y acrobacias, entre otros descalabros bélicos. Todo esto suena a lujo, a alarde que solo un cineasta maduro está en condiciones de lograr; sí, aunque les suene raro o les cueste aceptar la idea, lo que hay en Resident Evil 5 es el signo de una madurez, de una plenitud estética. No se trata de una obra maestra ni del mejor cine del mundo, pero sí de un buen cine, por momentos muy bueno incluso, que conoce sus limitaciones y explota al máximo sus posibilidades y, de paso, casi sin querer, dice alguna que otra cosa sobre la actualidad. La madurez de Anderson se nota en el pulso a la hora de filmar (aunque “diseñar” sería más apropiado) la acción. Las proezas imposibles de Alice dan como resultado una coreografía que mezcla balas y una suerte de danza tecno, y los combates son un caos de movimientos y velocidades fruto de una planificación minuciosa de la escena. El director apuesta a frases y gestos hiperbólicos que cargan con una marcada autoconsciencia pero sin llegar al cancherismo, lo que le interesa a Anderson son esos movimientos artificiales y sintéticos, posibles solo dentro del universo de las películas de Resident Evil que, felizmente, siempre traicionaron la historia del videojuego para bien. Ese regodeo en lo sintético está en el ADN mismo de la saga, y aparece tanto en la cuestión genética que es el telón de fondo del relato como en el contexto cada vez más paranoico y conspirativo que, por vía del exceso, parece reírse del discurso tan de moda que quiere venir a descubrirnos, en clave de denuncia, la vigilancia de los gobiernos y las corporaciones. Resident Evil 5 lleva todo a un límite del que no se vuelve o se vuelve distinto, necesariamente cambiado, como la nave que retorna de otra dimensión en Event Horizon, también de Anderson. Como los especialistas en los pasillos de la malvada Umbrella, Anderson diseña un cine a la manera de un científico loco, experimentando con pedazos de información genética provenientes de cuerpos cinematográficos tan disímiles como el terror, la acción o la ciencia-ficción. Un cine in vitro salvaje, que no le teme a los excesos y que, conforme pasa el tiempo, logra poner en práctica una ecuación particular: cada secuela de Resident Evil gira más sobre sí misma y refiere menos al videojuego, el mundo o las películas anteriores. Se trata, es verdad, de un experimento un poco monstruoso, como la Reina Roja, el programa de seguridad que toma el control de la corporación y quiere acabar con la humanidad: un cine autosuficiente, que se abastece con sus propios materiales, que cada vez aprovecha más la animación (porque lo digital, en estos casos, es eso: una técnica de animación), y depende menos de la realidad. Sorpresivamente, tomando como escenario una base subterránea y unas ciudades falsas, de laboratorio, el fim se exhibe vital y enérgico, sin la abulia de los temas importantes, con la imagen y su plasticidad como único y verdadero centro. Películas como Resident Evil 5 nos recuerdan que el cine, además de sonido, siempre fue una cuestión de imagen.
Conocemos la canción. Días de vinilo habla de cuatro amigos, de la música, del trabajo y de relaciones con las mujeres. La vida cotidiana de los protagonistas aparece atravesada por sus gustos musicales, que son exhibidos orgullosamente como banderas, obsesiones que se enarbolan como una manera de habitar el mundo. El problema es, justamente, el lugar que se le da a la música en una película que no para de hablar de música. Los nombres de bandas y canciones son revoleados constantemente, pasan de un personaje a otro sin causar demasiadas reacciones: no se discute sobre música, se la usa como estandarte de algo, como un signo de pertenencia automático. Las referencias musicales nunca terminan de integrarse en el universo de los personajes, los nombres pronunciados no terminan de generar verdaderos efectos narrativos sino que tienden a acumularse, a encimarse unos sobre otros. Lila (Emilia Attias) le tira por la cabeza su lista de preferidos a Facundo (Rafael Spregelburd), entre los que figuran Tom Waits y Leonard Cohen, y enseguida Facundo se siente atraído por ella: Lila se cuida de no opinar sobre música, y la película va a mostrar después que eso es lo último que parece importarle, pero él se deja impresionar por la lista memorizada, por los nombres propios recitados por los que Lila no demuestra sentir ninguna pasión. En esa escena, la música se usa como mera carta de presentación y táctica de seducción, pero hay otras. Por ejemplo, cuando Damián (Gastón Pauls) le pregunta a Vera (Inés Efron) qué música escucha y ella le dice “variado”: enseguida Damián la reta, le explica, indignado, que “variado” no significa nada, que él quiere que le dé un nombre concreto de un grupo o una canción que la emocione, porque eso es (según Damián en plan aleccionador) lo que la define, lo que la hace ser quien es, y más cosas por el estilo. Nosotros podríamos responderle con la misma carta a él: que su discurso sobre la importancia del gusto suena impostado, ensayado, sobreactuado, que no significa nada, que ni Gastón Paul se lo está creyendo cuando lo recita. En medio de esa catarata de referencias surgen algunos chistes que funcionan bien (que Luciano –Fernán Mirás– pase en su programa de radio The Sounds of Silence cuando está sordo) y algunas ideas interesantes que, lamentablemente, la película estropea por abuso o por desidia, como la llegada de Yenny, la colombiana que viene a oficiar de Yoko Onno en la historia de Marcelo –Ignacio Toselli– y su banda tributo de los Beatles, o las breves apariciones de Leonardo Sbaraglia haciendo de él mismo hasta el hartazgo (sí, Sbaraglia es autoconsciente, se parodia a sí mismo: ya habíamos entendido la primera vez). La película apuesta a los subrayados, y Fernán Mirás, Gastón Pauls y Ignacio Toselli siempre se muestran como si estuvieran actuando, exagerando, recitando líneas escritas por otro que nunca les pertenecen verdaderamente a ellos. El único que puede romper con eso es el cada vez más inmenso Rafael Spregelburd, que parece divertirse mientras despliega un timing impecable para la comedia: sus diálogos, hasta los más áridos y con menos gracia, en boca suya resultan fluidos y funcionan siempre. Mientras que sus amigos melómanos sufren, gritan, la pasan mal, tienen ojeras, se dejan la barba o tartamudean, Spregelburd actúa sin sobresaltos, como un gentleman cínico y malicioso, todo le sale de taquito. Sus intervenciones son por lejos lo mejor de la película, lo más auténtico. En Días de vinilo la música es un paisaje por el que se mueven los personajes y, probablemente, la de Nesci sea la única película argentina que le dedica semejante espacio al rock o al pop sin apuntar solo al saber erudito o del fanático. El problema es que, ya en el interior del relato, ese paisaje no deja de ser solamente un fondo, un mecanismo que se echa a andar mediante un aparataje de referencias que circulan por la historia muchas veces de manera gratuita, y ahí es cuando se nota el esfuerzo del film, que parece más preocupado por hablarle a su público y por apelar a su sensibilidad que por construir un universo narrativo sólido. El retrato generacional y sus coordenadas importan más que las peripecias de los personajes. Es posible que el espectador que entre en ese juego de referencias, que pueda reponer o anticipar con éxito los chistes, los nombres de grupos, de músicos, se sienta reconfortado, que dialogue mejor con la película y su particular forma de contacto con el público. Pero aunque esa propuesta sea válida y respetable, la manera en que Días de vinilo la plantea deja un sabor a poco, a comodidad. Cuando Sbaraglia proclama: “All you need is love, es como decían los Rolling Stones”, uno tiene que elegir entre reírse del error y demostrar que sabe que el actor se equivoca (sé que la canción es de los Beatles y no de los Rolling Stones, entonces me río), o sospechar que el yerro de Sbaraglia es demasiado grueso, demasiado forzado y que no cumple otra función que la de acariciar el ego del público dejándole un disparate servido en bandeja que puede ser corregido sin mucho trabajo. De nuevo: esa propuesta, aunque no sea del agrado de uno, no tiene nada de malo en sí misma, pero hay que señalar cómo es que se convoca la música en una película que habla constantemente de eso: se trata de una existencia precaria, débil, el gusto circula como dato anecdótico, como información que no llega a ser un elemento narrativo de peso. Una prueba es que los gustos musicales de los protagonistas pueden intercambiarse o directamente dejarse de lado sin que eso altere sus historias: Facundo compone jingles para la empresa funeraria en la que trabaja y Marcelo tiene su banda beatle, sin que las elecciones musicales de los dos lleven el relato hacia un lado o el otro, sin que maticen sus experiencias, porque lo que importa, una vez más, es la imagen de conjunto, pintar el cuadro un poco estático y estereotipado de una generación antes que preguntarse por la importancia de la música en la vida real de los personajes.
Buscando un amigo para el fin del mundo empieza de manera impecable: el protagonista, dentro de su coche, escucha por la radio que fue destruida la nave enviada para detener un asteroide que se dirige hacia la Tierra, ya no quedan esperanzas, aunque la emisora seguirá transmitiendo y pasando canciones de rock ochentoso. Dodge hace como si no hubiera ocurrido nada, y su esposa, sentada junto a él, se baja del auto sin pronunciar palabra y lo abandona. De ahí en más, la melancolía será el signo que atraviese toda la película. No es nostalgia, es decir, no el recuerdo de tiempos mejores el credo que define a Dodge y su visión del mundo, sino la melancolía entendida como forma de ver la ruina en el presente, una ruina que parece preexistir a la amenaza de una roca extraterrestre que viene para devorarlo todo. La película, como Dodge, se desconecta, escapa del sufrimiento poniendo una distancia infranqueable entre la sensibilidad del protagonista y el dolor que lo rodea: las cosas son observadas a través de un desencanto amargo, que invita más a la contemplación y el regodeo frente al ocaso de la civilización antes que a la acción y la toma de partido. A Dodge le suceden situaciones, los problemas surgen de improviso o los personajes lo ponen en lugares incómodos, pero a él solo le queda el paseo y el mirar mientras recorre los despojos humanos que anuncian el fin de todo y de todos. Mientras se ajusta a ese plan, la película funciona muy bien. Steve Carell demuestra una vez más que lo suyo es menos la comedia freak que el estoicismo deadpan, capaz de habitar en géneros múltiples además del cómico (Carell también compone a un personaje distante y apenas humano en la reciente ¿Qué voy a hacer con mi marido?). Esto es: le va mejor cuando mira sin pasión, cuando permanece frío (aunque no insensible) frente a la injusticia o la locura de los que lo circundan. Buscando… hace lo mismo: su lucidez radica en construir una escena desconsolada vista a través de un prisma del hielo, lo que pasa en ese mundo es terrible pero se lo vive y experimenta desde la seguridad y la protección de una actitud distante. El director explota lo patético antes que la tragedia, las notas tristes no faltan y el humor no invita a la carcajada sino a la sonrisa contenida. Justamente, como Dodge: contenido, que se expresa poco y apelando a un cinismo y una desesperanza que se esgrimen casi como máscara que tape la verdadera cada de su miedo. En este sentido, los mejores momentos son los del comienzo, cuando el fin del mundo no es más que un tiempo disponible, flotante que nadie sabe cómo llenar: la duda sobre qué hacer los últimos días de la vida deja que la espera y un vacío gris se cuelen en el relato, configurando un cuadro angustiante pero casi cotidiano, bien lejos del misterio impostado y artie de Melancholia. O cuando esa angustia se presenta como una locura demasiado lúcida, demasiado calculada, como se percibe en la escena en el falso Fridays con sus mozos que atienden drogados e inventan platos y tragos. Cuando Penny gana peso en la trama, la película, como el mismo Dodge, pierde su centro: ahora el humor será forzado, hay que buscar la risa, encadenar los chistes, hay que mostrarse autoconsciente, hacerse el loco ante la proximidad del final. Una escena que lo grafica a la perfección es la del policía y el arresto: ese encarcelamiento, inútil y ridículo, habría sido otra muestra del absurdo sordo que signa a la película si no fuera por la actuación de Penny tratando de explicarle al policía, ironía mediante y con mucha insistencia, el sinsentido de la situación. Eso, el sinsentido que antes era un clima y una manera de experimentar un mundo pronto a desaparecer, de estar en él, ahora nos es explicado, los protagonistas dialogan como intentando agotarlo, como si hubiera un significado oculto capaz de devolverle a las cosas su dosis de cordura y orden, de inteligibilidad. En ese proceso, claro, aparecen las emociones, las mismas que la película se había esforzado por expulsar o burlar tímidamente, y que ahora están a flor de piel: la relación Dodge y Penny, si bien se tensa desde el principio, cerca de la mitad del relato cobra una importancia y una intensidad desmedida que no está acorde con la personalidad de Dodge y que no alcanza a construirse con éxito. También aparecen personajes imprevistos con la misión de saldar deudas del pasado, de reconciliar al protagonista con la humanidad toda, y acciones cuya brusquedad y arbitrariedad no se justifican narrativamente y que pretenden forzar un drama que la narración esquivó durante su primera mitad. La última escena, llamativamente, es la que más y mejor apuesta por el drama pero encerrándolo dentro de los límites seguros de un plano contra plano donde el que domina es Dodge y su calma, su desapasionamiento: allí, la película recupera algo de la solidez del comienzo sin eludir la tragedia de los personajes (que también es la del resto de las personas, de ahí su fuerza), porque se escucha a lo lejos las explosiones del asteroide que finalmente impacta la Tierra: el final, esta vez sí, despierta emociones potentes pero que se viven desde el desencanto y la contención; allí, Buscando… vuelve, aunque no más sea por unos segundos, a su interesante propuesta inicial.