De la primera ¿Qué pasó ayer? a esta tercera y última parte cambiaron muchas cosas. Por ejemplo, el título dejó de ser pertinente, tanto el original como la versión local: ya no hay resaca (hangover) ni noche de juerga olvidada. También el equilibro de los personajes se modificó: el trío dejó de ser una unidad en la que Alan sembraba el desconcierto para convertirse casi en un unipersonal del personaje de Zack Galifianakis; Stu y Phil perdieron matices y ahora solo se limitan a rodear a Alan, a reaccionar frente a sus disparates. Como Galifianakis no puede sostener sobre sus hombros toda la película, el guión reparte el peso entre él y el chino Chow. Ahora que Stu y Phil parecen retirados de las aventuras descontroladas, Alan y Chow permanecen como un residuo de los impulsos de la primera película; ellos conservan algo de ese desquicio inicial y se resisten a abandonar su pasado alocado como si se tratara de un puesto de combate: es solo a través de ellos y de los desmanes que generan que la película consigue los materiales para su relato. Ese relato, como en una buena cantidad de películas hollywodenses actuales, habla de la necesidad de madurar. Alan, con su locura y sus arranques impredecibles, debe ser curado, pero justo cuando sus mejores amigos (compañeros de fiesta ahora devenidos agentes de reeducación) lo llevan a destino, una trama de gángsters y robos los desvía del camino y los lleva por rumbos más cinematográficos. Se sabe que el cine americano cuenta siempre el mismo cuento de adaptación y que el final moralizante muchas veces es una excusa para mostrar un paisaje distinto (sí, en el final de Los rompebodas los protagonistas se casan, pero después de haber vivido a lo grande una historia de excesos, sexo libre y burla del matrimonio). Pero en ¿Qué pasó ayer? Parte 3 ya no queda nada para traficar en esa trama de lingotes de oro y brutales mafiosos orientales: los protagonistas tratan por todos los medios de cumplir con la misión que les encomienda Marshall solo para salvar a Dough, y nada más. La película de Todd Phillips es terminal en varios sentidos, pero sobre todo en el hecho de correrse totalmente de cualquier cosa que se acerque a los excesos de las dos primeras. Stu y Phil están cansados, no quieren correr más peligros, y no hay nada de malo en eso, pero entonces se acaba esa tensión entre el plan que les reservaba la sociedad y sus propios deseos que la primera resumía en una salvaje despedida de soltero de la que nada recordaban. Lejos de la desconfianza con que observaban el matrimonio, ahora son ellos los que acompañan a Alan en su proceso de adecuación. Los personajes aceptan su destino mansamente, sin rebelarse, aunque tampoco tratan de convencernos de las bondades de su vida actual; la película tampoco resulta tan segura de su ideario, y por eso el asesino, loco y codicioso que hace Ken Jeong es perdonado y se lo deja ir solo con una enseñanza tímida acerca de los excesos que nada tiene que ver con los castigos que el cine le propina a los gángsters. La comedia de Phillips es seria, el director se toma en serio a sus personajes y los construye cuidadosamente, más preocupado por los detalles que los definen que por el humor fácil. Por eso es que la película tiene relativamente pocos gags y muchos no alcanzan los picos de otras comedias; la comicidad de ¿Qué pasó ayer? Parte 3 trabaja los chistes y no los lanza a la pantalla hasta no tenerlos procesados del todo, y cuando lo hace los explota lo más que puede. Como ese chiste de Stu y Chow entrando a la mansión como si fueran perros: al comienzo, el gag apenas funciona, pero a medida que transcurre la escena y que el guión insiste, el humor crece. Lo mismo pasa al principio con la jirafa decapitada de Alan: hacen falta varios planos en los que no ocurre nada para preparar el terreno para la explosión que implica el corte de cabeza. De hecho, no debe ser casual que algunos de los mejores chistes se hagan con animales (también está la escena de los pollos de Chow), como si algo de la irreverencia de la primera se condensara toda en el acto ridículo de andar en cuatro patas y comer comida de perro o en el descabezamiento gratuito de una jirafa. En esos gags, con su fascinación casi surrealista y apenas disimulada por los animales, incluso a pesar de no buscar la carcajada (o quizás por eso mismo) permanece algo de la búsqueda de libertad de la primera película, cuando los protagonistas no sabían con seguridad lo que querían y todavía eran capaces de imaginar otra vida posible y de fabricársela como podían al menos por unos días.
El cine de carreras siempre cuenta más o menos lo mismo: la sincronía entre el hombre y la máquina; un vínculo que solo unos pocos virtuosos de los fierros pueden entablar con éxito. Pero la última entrega de la saga sobre Dom y su pandilla de nobles delincuentes motorizados, como ya lo venía dobla la apuesta: ya no alcanza con ser un as solitario del volante, hay que saber trabajar en equipo para conseguir objetivos en común; sincronizarse milimétricamente con los otros y sus bólidos para realizar prodigios que ellos, solos con sus cuerpos, no podrían. Pero, en cierta forma, para poder acometer esa empresa no alcanza solo con el dominio pleno de un vehículo, porque en el mundo de Rápido y furioso la victoria le sonríe solo a aquel que demuestra el temple necesario tanto dentro como fuera de un auto. “Se maneja como se es”, más o menos así reza una de las enseñanzas que reparte sabiamente ese líder carismático en constante prueba que es Dom. La tecnología no es más que una herramienta, un mero suplemento que habrá de dejar en evidencia el propio carácter del conductor (como le ocurre a Letty, que sufre de amnesia pero sigue manejando, según Dom, exactamente igual que antes). En el universo hipertecnológico de la serie, se requieren altas dosis de especialización en áreas múltiples para llevar a cabo las misiones que se presentan sobre la marcha. Desde la mecánica hasta la informática, tecnología militar o la física, los personajes despliegan un espectro de saberes cruzados que resulta entretenidísimo justamente por su inverosimilitud. Pero ese alarde de saberes precisos y copiosos se balancea con un humor reiterativo y un poco tonto que resulta efectivo por la franqueza de la ejecución: los actores, en plan de burlarse mutuamente, demuestran una complicidad gigantesca que ningún director podría lograr solo por su cuenta. The Rock, cada vez más una parodia de sí mismo, camina bamboleando torpemente su hipertrofiada humanidad (que parece ir en aumento de película en película); Vin Diesel, intérprete de pocas luces con apellido tuerca, supo encontrar un lugar a su medida en la serie y ocuparlo de pleno derecho: su Dom habla para la cámara con puros one-liners, pose canchera y una voz impostada, y es capaz de funcionar solo estando inmerso en el contexto de una película igualmente desaforada y consciente (y orgullosa) de sus excesos como Rápidos y furiosos 6. En cierta medida, se trata de un cine de desclasados, de brutos actorales que se juntan para cambiar las reglas, para hacer una película que se ajuste a sus necesidades expresivas. En esa zona franca de la interpretación entran los estereotipos expulsados de otros géneros pero también raperos y hasta una peleadora de muay thai (la gran, gran Gina Carano). No se trata de hacer una película con actuaciones malas (para eso ya hay experimentos más prestigiosos como el Dogma) sino de conspirar entre todos para que sea el cine el que, por una vez, trabaje para ellos: que los planos y los encuadres y las líneas de guión y el montaje estén al servicio de la rusticidad de Paul Walker, la pesadez de Vin Diesel o del físico desbordante de The Rock (que pide prácticamente un plano propio, a su medida). Justin Lin lo entiende perfectamente, sabe que su tarea es la de calibrar la imagen a la escala de sus personajes; curiosamente y contra todo pronóstico, el director consigue algunos momentos de una elegancia formal impresionantes, como en la reunión al borde del río en el que los rivales llegan con sus autos y un puente de fondo expresa el duelo con economía y belleza mediante dos trenes que se cruzan, como lo haría una planificación clásica. Esos pequeños momentos certifican que el cine de acción bien entendido puede ser también exquisito y crear mundos tan vastos y robustos como los de cualquier otro género. El signo de esa robustez se aprecia en que la saga puede pasar de la comedia a la tragedia sin mayores contratiempos. Esta sexta entrega, la más oscura y terminal de todas, procesa una buena cantidad de conflictos familiares sin que le tiemble el pulso a la hora de transitar el drama; al contrario, la película gana en intensidad, los personajes se enfrentan al peligro con estoicismo y salen bien parados. También Los indestructibles, aunque con menos recursos, hacía un movimiento parecido: de la primera a la segunda había un salto dramático enorme que muchos críticos rechazaron enseguida, quizás ganados por el prejuicio de que el cine de acción debe reírse de sí mismo y nunca tomarse en serio. De todas formas, Rápidos y furiosos 6 administra drama y comedia con inteligencia, siempre privilegiando el ritmo: lo que importa es seguir en carrera, que el relato no se detenga, que eche a andar ya sea con una cargada sobre la frente de Tyrese Gibson o mediante un ultimátum sombrío de Diesel. Esa elasticidad es el signo más claro de un universo que viene expandiéndose con cada película, con personajes cada vez más tridimensionales y un dominio del lenguaje del cine capaz de desmentir en apenas unos pocos planos a los detractores históricos de la saga.
El rayo verde Siempre resultan seductoras las traiciones al original como la que perpetra Baz Luhrman. Para el director de Moulin Rouge el libro de Scott Fitzgerald es solo un barro con el cual formar otra obra suya, personal. El gran Gatsby es mucho más una película propia que una transposición (o, peor, que una “adaptación”): el director, para bien o mal, trabaja con materiales del cine y consigue un producto impensado para la literatura u otro lenguaje. Los problemas aparecen en la segunda parte, la que se ocupa especialmente de Gatsby; antes de su aparición, el relato es un frenesí de fiestas, alcohol y droga, un desborde puramente luhrmaniano que subyuga el ojo y lo atrapa con el barroquismo de los decorados, el vestuario, los objetos y, sin ir más lejos, con esa orgía permanente de cuerpos que, olvidados de su origen y su status, se dan cita repetidamente en las estancias dispuestas por un generoso anfitrión que juega a las escondidas. Hasta ahí, en medio de una marea de gente que se agita frenética con los ritmos de la época, el director consigue un calibrado dispositivo fílmico que, en cierta medida, está condenado al fracaso: ninguna película puede ser tan libre como para prolongar indefinidamente esa celebración pagana sin rendir tributo en algún momento a los mandamientos narrativos. Cuando Gatsby se deja ver, gradualmente el ojo se desengancha: el guión opta por ahondar en los relieves de la psicología de los personajes, y la imagen, antes tan desaforada, tan viva, ahora pasa solo a complementar el drama de los enamorados. Los diálogos copan la banda de sonido y desbancan la música anacrónica y en constante desfase con que el director parecía decirnos en la cara, todo el tiempo, que esta era una película suya y que el origen literario le importaba poco; tan poco como pasar prácticamente por alto el retrato de los roaring twenties. La película ahora se reconcentra sobre Gatsby y su pasado enigmático; mejor, se dedica a indagar en el relato a medida acerca de ese pasado que el protagonista se confecciona y calza como otro de sus sacos elegantes, y la verdad se convierte en una mera intersección entre los hechos verídicos y las múltiples capas narrativas que despliega el enorme e inacabable Gatsby de Leonardo Di Caprio. Para este punto, Luhrman ya no confía en el mundo diseñado en la primera mitad; un mundo evidentemente artificial que, como en Moulin Rouge o Australia (que también decaía mucho en su segunda parte), se ofrecía robusto menos por el trabajo del guión que por el del CGI. Justamente, cuando se vislumbra el final, el director se olvida de ese universo y sus personajes y los vuelve los signos de uno o dos grandes, insistentes significados, como el de la presencia de alguna clase de fuerza, de Dios invisible que mira a sus hijos descarriados desde un cartel de una óptica que contiene un par de ojos enmarcados por unos lentes. Lo mismo vale para la luz verde del faro, símbolo de alguna especie de claridad, de nitidez en la percepción de lo real que se revela solo muy de vez en cuando. Si había alguna clase de belleza en esos ojos y en la luz de ese faro, Luhrman la arruina cuando los subraya hasta el exceso; el centro ya no es Gatsby, espíritu esquivo de una época agitada, sino el sentido con el que el director, sorprendentemente, quiere explicar su mundo y reducirlo a apenas unas pocas ideas pretenciosas acerca de la vida, el pasado y el castigo. Sin embargo, ese simbolismo grueso no acaba nunca por eclipsar la titánica labor de Di Caprio que, pacientemente, película tras película y contra cualquier prejuicio de la crítica y el público, viene demostrando ser uno de los mejores actores de su generación y del cine de las últimas décadas. El Jay Gatsby de Lurhmann parece haber sido creado solo para el lucimiento sin fin del actor; el director sabe perfectamente que es un intérprete enorme como Di Caprio el que mantiene amalgamadas las varias caras de una película igualmente ambiciosa, y es por eso que, cuando la historia abandona los excesos y los bailes convulsionados y se posa especialmente cerca del trío protagónico, ese cambio de escala funciona solo por la presencia generosa e inacabable del actor.
La última película de Andrew Niccol parece un producto más o menos prolijo, apenas efectivo, un intento de ciencia-ficción edulcorado con un mensaje lo suficientemente amplio y comprensible como para garantizar su llegada a un público masivo al precio de cancelar cualquier clase de particularidad o búsqueda nueva. La huésped puede aburrir pero nunca molestar; las superficies lustradas y brillantes del colonizado (y mejorado) planeta Tierra representan fielmente el recorrido ascéptico que propone el relato: un análisis somero de las bondades y desgracias de la humanidad y de las “almas” (los extraterrestres que invaden los cuerpos y las mentes) y un posterior balance que organiza en términos de debe y haber los atributos del hombre. El único recurso medianamente interesante en los papeles, pero que el guión enseguida vuelve repetitivo y torpe, es el hecho de hacer de la protagonista un personaje fracturado entre su cuerpo tomado por un alma y sus restos humanos que conviven de manera conflictiva en su interior. Pero lo que podría haber sido el relato de un conflicto más complejo e inquietante termina siendo apenas un combate de voluntades en constante aprendizaje moral: los contendientes están definidos con nitidez desde el principio, cada una (Melanie y el alma) tiene una voz propia y el diálogo de ambas se instala rápidamente como el mecanismo privilegiado de la película mientras que una enseña a la otra lo mejor de cada especie. Llega un punto en que la historia cede ante las exigencias del romance juvenil más lavado, y el futuro distópico y la amenaza alienígena pasan a ser un mero fondo contra el cual se dibujan los contornos de un triángulo amoroso que incluye a una chica escindida entre las ganas de acostarse de con dos chicos y la represión casi fanática de esos deseos. En esos momentos es fácil acordarse de Crepúsculo y sentir el peso de los temas de Stephanie Meyer tanto como la pacatería new age que ya es su sello distintivo.
Alguna vez habrá que reconocer la curiosa habilidad del cine de acción de tomar la actualidad del mundo solo para escupirla regurgitada y transformada en otra cosa bien distinta. G.I. Joe, quizás debido a su prosapia lúdicamente robusta, juguetea con los signos de la política internacional hasta que de esta no queda nada más que la cáscara, un reflejo apenas con el que el director Jon Chu se divierte. Después de todo, su película es mas o menos eso, una gran guerra de soldaditos musculosos y letales que se baten en cárceles subterráneas alemanas o colgados de arneses en picos nevados orientales (ahí, en las complicadas coreografías de montaña, se percibe el pasado de un director especializado en musicales y baile). Cuando el Joe original que caracteriza Bruce Willis revela su arsenal escondido (gran pase de comedia, ya que estamos) los personajes se engolosinan y no saben qué chiche agarrar primero, si la granada camuflada en el cesto de frutas o uno de los cañones guardados en el placard. Son como chicos, ellos y nosotros, por eso es que la película puede verse como un gran catálogo de juguetes mortíferos diseñados para atraer el ojo, como esa moto que, tras vaciar sus ametralladoras y misiles, se desarma y convierte ella misma en un motón de cohetes que impactan contra su blanco. Al contrario de lo que dicta el lugar común, se requiere de una gran responsabilidad (y una gran habilidad) para tratar la guerra de esa manera, solo como un juego violento para niños hiperestimulados. No debe ser fácil eludir con tanta eficacia las referencias al mundo real o, en todo caso, convertirlas en material de un humor simpático y un poco delirante, como ocurre con las cargadas que se liga el líder de Corea del Norte o la displicencia con la que el falso presidente de Estados Unidos juega a Angry Birds mientras unos misiles nucleares lanzados por él amenazan con iniciar una guerra a escala planetaria en cuestión de segundos. G.I. Joe se comporta como sus protagonistas cuando juegan un videojuego de guerra: lejos de lo que dictan las convenciones de la película bélica más tradicional, el director pone a un montón de inverosímiles guerreros inflados con esteroides (tampoco faltan un par de ninjas algo mas menudos) a reventarse a tiro limpio y explosiones sin otro fin que el goce por la destruccion y el descalabro, como lo haría un nene que levanta un castillito de arena solo por el placer de derribarlo después. Cómo puede explicarse sino esa voladura prácticamente gratuita en términos narrativos (pero visualmente impresionante) del centro de Londres, y que encima sucede sin ninguna clase de consecuencia real para los personajes y la historia. Es que la preocupación por las causas y los efectos es algo que le corresponde a otro cine, a uno preocupado por las obligaciones con el realismo y la actualidad mundial; pasarlas por arriba sin mucho cuidado es un lujo (y un arte) que solo unas pocas películas que juegan pueden darse.
El despertar de la criada La nana es veloz, económica, no da puntada sin hilo (para decirlo en un lenguaje doméstico acorde al tema), consigue rápidamente lo que se propone. El comienzo deja ver el pulso cinematográfico del director Sebastián Silva, aunque todavía sus intenciones no sean claras: algunos indicios apuntan a un rancio cine de tesis que, en este caso, versaría sobre los cortocircuitos que se dan al interior de una familia de clase media alta chilena y la mucama que vive con ellos. Un par de subrayados iniciales, como la enemistad velada entre Raquel (la nana en cuestión) y Camila (la hija mayor) o la despreocupación afectada de la madre, llevan a pensar que lo que sigue es una condena más o menos explícita. Pero enseguida la película se pone en movimiento; el director sigue a los personajes (sobre todo a Raquel) con una cámara en mano temblorosa pero ágil, tratando de captar los intercambios cada vez más áridos y cortantes entre los habitantes de la casa. El guión anuncia un fresco de Chile que felizmente nunca se concreta, y en sus mejores momentos hasta amaga con meterse en el terreno del thriller. El malestar subterráneo de la protagonista descoloca el relato hasta que ya no queda nada de ese primer comentario social. O, en todo caso, se puede decir que La nana comenta la sociedad chilena de manera oblicua, sin caer en lugares comunes ni en machaques, apostando a una crispación dramática antes que a un discurso obvio acerca de la posible hipocresía de una clase media acomodada. Lo mejor de todo aparece cerca del final, cuando la película realiza un giro capaz de sorprender hasta al espectador más atento. La nana cambia, muta y, lo más importante, se reinventa: Sebastián Silva abandona decididamente cualquier aspiración de sociología y se reconcentra en su personaje central. Raquel es observada con una luz distinta y, bien lejos de la condena y el cinismo del cine con pretensiones de agudeza política, la película se torna amable y se colma de una calidez inesperada. Ahora todo lo que importa es que los problemas se resuelvan, ya no se espera un estallido que termine quién sabe cómo (esto no es La ceremonia), solo hay que acompañar a un personaje maltrecho en su (re)aprendizaje de las cosas sencillas, de todos los días, que van desde el sexo y un saludo telefónico de Navidad hasta el hecho de tener una amiga. Las familias se reúnen, los comensales festejan y una Nochebuena partida en dos es el escenario en que, en apenas un par de planos, La nana sella el perdón y el vínculo entre los personajes; todo a la distancia y con el silencio de una cocina vacía que, ordenada y sin Raquel, es como un páramo desolado.
Atrapados en Kansas Una decadencia también puede ser anunciada con los materiales más sofisticados. Podría decirse de Oz, el poderoso que llega un año tarde, porque sin problemas pudo haber sido estrenada con La invención de Hugo y El artista y, junto a ellas, haber competido en el Oscar 2012 y su clima de “amor por el cine”. Las tres, distintas, se parecen en algo importante: dan cuenta del agotamiento de un lenguaje que, de una forma u otra, no puede evitar mirar hacia su propio pasado y hablarse a sí mismo. El trío, también, no solo tematiza el cine sino que también juega sin pudor con sus formas. En cierta medida, se trata de un estertor coordinado, como si las tres, cada a su manera, se hicieran eco de las mismas tensiones y el mismo desgaste, que consiste básicamente en adoptar una postura melancólica y añorar los comienzos, cantar a la inocencia de las primeras películas (y de los primeros espectadores), manifestar que el cine supo hacer del mundo un lugar mejor. Aunque sea por omisión, lo que estas películas dicen es que el cine ya no sirve para nada que no sea el cine mismo, y que si alguna vez hubo un intercambio dinámico, real entre los dos lados de la pantalla, hoy ese diálogo está truncado; las películas están condenadas a monologar, ya no hay camino que comunique Kansas con Oz. Decíamos materiales sofisticados. Oz, el poderoso es un catálogo de prodigios digitales, hasta el punto que China Girl, la muñequita de porcelana, debe ser uno de los personajes más increíbles que jamás se hayan animado. Sam Raimi crea un universo de cero y lo expande indefinidamente: Oz revela una tras otra sus capas de colores, plantas y paisajes. No hay imposibles en materia de imagen; si la estética hace acordar a Alicia en el País de las Maravillas, el cuidado puesto en la construcción de ese mundo y en cada uno de sus detalles supera por lejos la tosca invención de Tim Burton. Por otra parte, la batería digital que pergeña el director se sustenta a sí misma con bastante coherencia: Oz, el poderoso habla del espectáculo como engaño, como artificio, y la puesta en escena lo expresa en cada plano (sí, se nota el abuso del digital; es algo buscado, intencional).Entonces, el discurso de la película y su forma parecen estar adecuados armónicamente uno con el otro, pero no así con el relato. Cuánto más profundo y matizado se muestra Oz, más chatos y faltos de relieve resultan los personajes. La mayoría es lineal, no cambia demasiado porque tampoco presenta desde el principio ninguna clase de tridimensionalidad; incluso el embustero-de-buen-corazón que trata de componer James Franco deja entrever su bondad desde el principio, como si el actor fuera incapaz de convencernos de la mentira que supuestamente creen los personajes (así, el falso mago se mantiene siempre más o menos igual, un aburrido pillo de gesto amable). La tierra que produce el director de Evil Dead funciona como un espejismo: parece un lugar maravilloso, pero es inalcanzable porque no hay personajes que sirvan de vehículos para recorrerla. Uno llega a Oz como espectador que mira, nunca como un aventurero que, a la par de los protagonistas, habita ese país. El cine exhibe un poco ostentosamente la que seguro sea su capacidad más fundamental: la creación de mundos. La exhibe porque, al no haber personajes con verdadera carnadura con los que podamos identificarnos o sentirnos cercanos, la película no invita al espectador a entrar realmente ese país. Como si eso no fuera poco, Oz, el poderoso tiene la ocurrencia (no sé si la idea proviene de los libros de Frank Baum) de hacer del cine un elemento pivote en la trama, la herramienta con la que el protagonista puede liberar a sus amigos de la tiranía de las brujas. Oscar es poderoso solo a través de un artefacto que proyecta imágenes en movimiento; así consigue acometer su más grande y mejor engaño, que es lo mismo que decir que, en realidad, el único verdadero poderoso del film no es realmente el protagonista sino el cine. El efecto general de Oz es centrífugo, la película se auto señala constantemente expulsando al público de la trama. Por caminos muy distintos, lo que Oz, el poderoso, La invención de Hugo o El artista acaban por postular es algo similar, al menos en principio, al proyecto de las vanguardias y los movimientos de loa años 20: el cine se basta a sí mismo, no requiere de ninguna apoyatura narrativa, lo que importa son la imagen y sus valores intrínsecos. En el film de Raimi, obvio, hay personajes y un relato bastante tradicional, pero el desinterés y la falta de cuidado que la película deja entrever para con ellos acerca a Oz más a un experimento audiovisual (el diseño y puesta a punto obsesiva de una tierra creada digitalmente) que a una verdadera narración. Por momentos, los personajes parecen solo unos puntos de fuga con la única función de realzar los paisajes de Oz, como si fueran apenas una excusa para que la máquina del cine justifique se propio mecanismo.
El problema de Hitchcock es que no se atreve realmente a nada. Sascha Gervasi produce un Hollywood y un Alfred plásticos y pintorescos que son pura impostación, y cuando uno supera el estupor de hallarse frente a ese universo de cartón digital, comprende que allí están los materiales en bruto insospechados para hacer una buena película. El Hitchcock de Hopkins, siempre de gesto exagerado y nunca una persona de carne y hueso, parece empujar la película hacia el absurdo y la comedia: Hitchcock se pasea por en su casa vestido de traje y le habla a Alma, su esposa, como si estuviera en el trailer de una de sus películas. Sigilosamente, el film de Gervasi se vuelve inestable, poco respetuoso con la figura real y, por eso mismo, atractivo e intrigante, hasta que el guión opta por un camino más predecible: la crisis matrimonial, que acaba con el delirio que se venía insinuando alrededor del thriller y el terror (Psicosis parecía contaminar lentamente el relato), inclina la historia hacia la seguridad del drama de pareja y de un tono que se quiere realista. De ahí en más, lo único que queda esperar son los retruques filosos de Helen Mirren, alguna anécdota simpática sobre la filmación y poco más que eso; la película elige explicar el rodaje de Psicosis como una suerte de catarsis de big Alfred y la psicología, que antes era prácticamente burlada (Anthony Perkins es contratado para hacer de Norman Bates cuando cuenta que estaba enamorado de su madre y quería que su padre muriera), pasa a ser el esqueleto que sostiene la película. El asesino Ed Gein imaginado por Hitchcock pierde su peso cuando el guión lo corre de la zona de desquicio inicial y lo vuelve algo así como la parte oscura del realizador, el murmullo del instinto que hay que acallar (antes, aunque imaginario, era un igual suyo, otro loco como él). Finalmente, la débil voluntad del comienzo de copiar la época y a sus protagonistas pierde impulso y del facsímil original solo son dignos de recuerdo la interpretación de Scarlett Johansson y su Janet Leigh, muy parecida en la voz, corte de cara y busto turgente.
Un mundo nuevo El adjetivo por excelencia (a veces por pereza) que suele acompañar indefectiblemente el nombre de Paul Thomas Anderson es, sin dudas, “ambicioso”. Pero casi ninguna de las notas que lo utilizan se toman el trabajo de explicar en qué consiste esa supuesta ambición, descuentan que el lector sabe de qué se habla. En todo caso, se la describe apuradamente como la voluntad del director por contar la historia de personajes bigger tan life, o por cierta monumentalidad de su puesta en escena. Salvo por Petróleo sangriento, en general no comparto esa idea: creo que Magnolia es una película pretenciosa antes que ambiciosa, y que lo que mueve a Noches de placer y Embriagado de amor no es ambición sino interés por los personajes y la búsqueda obsesiva de una forma adecuada para narrar sus desventuras. En The Master la cosa cambia. No noto esa ambición tan mentada en la elección del relato ni en la manera en que la película elabora una estética acorde con su tema, sino en la propuesta un poco silenciosa (pero nunca secreta o inaccesible) de reinventar la imagen, de prácticamente aspirar a resetear el ojo. Todo sucede a un nivel bastante primario en el que la mirada le gana a cualquier reflejo mental, a tipo de reflexión: el agua del comienzo (y que habrá de repetirse, como un leit-motiv extraño a la narración), celeste, cristalina, que se abre en cámara lenta por el paso de una lancha, resulta subyugante y ofrece un placer solo visual que se resiste a toda clase de interpretación posterior. El protagonista atormentado, Freddie Quell, lejos de estar inmerso en un mundo terrible, oscuro y siniestro, se encuentra rodeado de un sol cegador, colores vivos y es presentado en un paisaje casi de ensueño: una playa donde soldados estadounidenses, tras conocerse el fin de la guerra, se dedican despreocupadamente a jugar, divertirse y emborracharse. El malestar de Freddie no necesita subrayados, alcanza con hacerlo surgir en medio de ese paraíso. Anderson nos obliga a reacomodar la percepción; la desesperación no se enmarca con claroscuros ni tinieblas sino con los contornos de un brillo y una paleta artificialmente hermosos. El director se enamora de su personaje y de su actor, y no puede parar de filmar su cara, de encuadrarlo e iluminarlo de la mayor cantidad de maneras posibles: la película parece querer redescubrir las posibilidades fotográficas del rostro, y no se cansa de recorrer el relieve de los rasgos demacrados y complicados de Joaquin Phoenix, el destello de sus ojos agotados, el pelo grasoso y escaso que corona su cabeza afiebrada. Lo mismo vale para su interpretación: la gesticulación exaltada de Phoenix, su lenguaje corporal errático y exagerado, sus accesos de furia repentinos y a veces impredecibles, sus risas inseguras y algo tontas; la película nos pide que pongamos en suspenso las nociones de actuación que tenemos, que nos olvidemos por un rato de lo que consideramos excesivo y de lo que entendemos por contenido. Nos pide eso porque The Master crea un mundo en el que Freddie y su figura torturada e impulsiva hallan un lugar sin desentonar con el resto, o desentonando justo en los momentos que hace falta, cuando en realidad ese es el papel que se espera que cumpla (el hombre angustiado y fuera de sí que compone Phoenix no tiene nada que ver con el griterío o la ampulosidad de malos actores como Sean Penn, que accionan sus descalabros emocionales en películas narrativamente estándar y que son incapaces de contenerlos, de encontrarles un lugar). Todo cobra un sentido distinto cuando Lancaster Dodd empieza a aplicar su tratamiento sobre Freddie. Ejercicios mentales y físicos, terapia, hipnosis, todo apunta a recordar fragmentos de memoria olvidados y a aprender de nuevo a conocer el mundo; indagar en el pasado más traumático y a la vez preguntarse por la calidad de los materiales que roza la mano. En la escena en que Freddie es obligado a caminar de un extremo a otro del salón, apoyando su mano contra una pared y una ventana y tratando de definir lo que siente mediante el tacto, el director devela su propuesta: el espectador es como el protagonista, llevado por la película a redescubrir a través del ojo el color y la luz de las cosas, su textura y sus contornos, todo a través de una imagen que, aunque cinematográfica, tiene como programa ser algo distinto del cine, al menos del cine que conocemos y de sus convenciones visuales. Así, la escena en que Freddie trabaja de fotógrafo funciona como alarde de virtuoso pero también como manifiesto: la gente posa esperando la foto y la película copia con una fidelidad y una minucia impresionantes una imagen obtenida en los 50’. Solo que un color excesivo y una luz demasiado fuerte que terminan por desencajar la mímesis, como si el director no estuviera tan interesado en la reproducción visual de una época como en la lenta deformación de la misma, y en el proceso invitarnos a mirar de nuevo, como si fuera la primera vez, esa estampa de la década del cincuenta que es y no es, que se parece pero que también es distinta. Así como Freddie toca muchas, muchísimas veces la misma pared al tiempo que debe describirla en voz alta, Anderson (cual Lancaster Dodd) nos ofrece el plano del agua en más de una ocasión, incluso cuando la narración no lo justifica. Esa agua es nueva, es hipnótica, no se parece ni se mueve como ninguna que hayamos visto en una pantalla de cine. Más allá del paralelismo, lo cierto es que Freddie es un desesperado y Dodd trata de curarlo con un método polémico que la película se abstiene de juzgar (es decir, que no condena pero tampoco aprueba), mientras que las intenciones de Anderson son otras. La famosa ambición del director, en The Master no se limita solo al retrato de una época o de un apócrifo fundador de la Cientología, sino que se cifra en esa voluntad de volver a descubrir las cosas del mundo, y junto con ellas también la mirada que las barre y el velo del cine, que las separa pero también las conecta en formas nuevas e impensadas.
Villegas es un exponente de esa tendencia post-Nuevo Cine Argentino que apuesta sus cartas a la observación reposada del mundo pero sin descuidar lo que se cuenta. El relato, que se ciñe moderadamente pero con libertad a las exigencias narrativas tradicionales, privilegia a los personajes y sus contactos por sobre el devenir de la trama. Esteban Bigliardi y Esteban Lamothe hacen a dos primos que vuelven a su pueblo natal para el entierro de un abuelo. La fórmula puede parecer un poco gastada pero Gonzalo Tobal la aprovecha bien: el viaje, que habrá de confrontar a los personajes con su pasado y con su presente, le sirve al director para descubrir a Pipa y Esteban en su calidad de antagonistas y criaturas desencajadas, fuera de su lugar. La memoria falla y los recuerdos de los dos ya no se encuentran, como ocurre cuando el dúo discute acerca de un restaurante al que los llevaba a comer el abuelo cuando eran chicos. Ya en Villegas, cada uno se mide con sus fantasmas (la música y el trabajo, uno; un casamiento inminente y una ex novia, el otro) y recuperan la complicidad de la infancia en un silo repleto de maiz, ocultos a la vista de los demás y cantando una zamba que los dos parecen recordar bien. En ese momento, cuando la memoria sella sus grietas, Esteban y Pipa recuperan al tiempo que pierden para siempre un pedazo enorme de sus vidas.