Botas lejanas La última película de Dreamworks no hace más que confirmar lo que ya se sabía: las creaciones del estudio dependen exclusivamente de la gracia, la simpatía y la robustez narrativa de los protagonistas, porque los films no tienen mucho para ofrecer fuera de eso. Se nota especialmente en Gato con botas, donde la enorme cantidad de persecuciones, corridas, chistes y vértigo general parecen estar en función de tapar el vacío que aqueja a la película. ¿De qué habla el cine de Dreamworks, en particular la saga de Shrek y Gato con botas? ¿De la parodia, de la necesidad de burlarse de los relatos de otra época, de romper el protocolo narrativo de los cuentos de hadas? Con suerte, hay momentos en los que los personajes aportan algo de emoción y nos invitan a creer en lo que pasa en la pantalla, pero esos momentos son contadísimos y pierden relevancia frente al resto del guión, que se encarga de recordarnos constantemente que este es un cine interesado en la destrucción mucho más que en la creación de relatos. Esa propuesta básica, chata, aburrida y pretendidamente canchera intenta sostenerse sobre una montaña rusa de conflictos y velocidad que no conducen a ninguna parte más que a la evidencia del propio mecanismo: no hay nada detrás, sobre, por encima o alrededor de esas imágenes frenéticas que no sea su propia aceleración hueca. Uno pensaría que el mejor y más importante personaje por lejos de la saga de Shrek debería alcanzar para apuntalar uno de esos grandes artefactos de parodia y rápidez que son las películas de Dreamworks, pero no. Esta vez, acaso por las imposiciones de la forma precuela (a esta altura, casi un género en sí mismo), el gato simpático, artero y querible de las cuatro Shrek es apenas otra caricatura de las que suele barajar el estudio; este felino no tiene ni un cuarto del corazón del más soso personaje de Pixar. Sus mejores intervenciones son las que lo muestran interrumpiendo su papel de prófugo de la ley para despuntar gestos y comportamientos de gatito, por ejemplo, cuando después del encuentro con Humpty Dumty y mascullando quejas, el protagonista ve una luz reflejada en el suelo y se lanza desesperado a capturarla como cualquier gato de entrecasa. Después de las dos entregas de Kung Fu Panda (seguramente las películas más sentidas y menos cínicas de toda la factoría Dreamworks) y con el antecendente del gato en las Shrek, estaba permitido ilusionarse con esta nueva película del estudio. Pero la cosa sigue siendo más o menos la misma: si bien no se está frente a la ramplonería absoluta de las películas del ogro verde, Gato con botas no pasa de ser otro producto típico de Dreamworks que concibe el cine como una galería de burlas dirigidas a las historias de otros tiempos y que, mediante el vértigo de unas imágenes que son pura prisa y apuro sin un destino real, aspira a cubrir su falta de imaginación y de fe en sus criaturas.
De eso no se habla La mala verdad atrasa como tres décadas. En la película de Miguel Ángel Rocca, salvo por chispazos muy breves, todo es impostación, subrayados, solemnidad; si alguien dijera que La mala verdad fue realizada en los 80, excepto por rasgos de época como los autos, nadie notaría la diferencia. No es raro que la temporalidad de la película sea difusa: fuera de los coches, y teniendo en cuenta que el relato transcurre en una casa, colegio y librería viejos y tratados con una estética de corte antiguo, no hay muchos signos que hablen del presente, como si el director buscase abiertamente que la identidad de su película se diluya y no ancle en ningún momento histórico específico. El guión pretende instalar la ambigüedad como tono definitivo: un abuelo que parece bueno y afectuoso esconde un secreto terrible; una madre cariñosa es increíblemente rígida y exigente; una maestra comprensiva se desentiende de lo que le pasa a una alumna con problemas. Pero ese intento de opacidad se derrumba facilmente frente a los señalamientos groseros que operan la banda de sonido (omnipresente, eterna comentadora de lo que ocurre), los diálogos y hasta los encuadres (se abusa sin límites del primerísimo primer plano, quizás en el intento de arrancarle algo de emoción a una historia pobre y llena de obviedades). Se juega al misterio al tiempo que constantemente se le brindan al público señas vistosas para comprender y anticipar el conflicto principal. Pasa con algunos personajes que se quedan sin palabras cuando tienen que hacer referencia al posible abuso sexual de la protagonista: esa huída del lenguaje está forzada, es pura sobreactuación que, en vez de aportar densidad dramática a las escenas, evidencia el tratamiento teatral y grandilocuente. No entiendo el por qué de la gran cantidad de críticas positivas que recibió La mala verdad. Una posible explicación es el tema elegido: son varios los críticos que hacen alusión a la decisión de abordar el abuso infantil como uno de los grandes méritos de la película dentro del contexto del cine argentino, que nunca privilegió esa temática. Suena demasiado obvio pero parece que hace falta decirlo: con un tema se pueden hacer muchas cosas, no hay temas mejores que otros sino formas distintas de contar que moldean y dan cuerpo a un tópico específico. Decir que La mala verdad es una película buena o necesaria (como lo hicieron muchos críticos) es el equivalente de lo que ocurría en los 80 con el cine que refería de una u otra forma a las aberraciones de la dictadura y era defendido por su supuesto valor social, histórico, etc. Con algunas buenas actuaciones (Carlos Belloso; Norman Briski; Ailín Guerrero, la protagonista, sorprende con una gran interpretación), La mala verdad no deja de ser cine hecho en automático y con pocas ideas que apuesta a tocar fibras sensibles de manera fácil y que parasita un tema grave para despertar una cómoda indignación en su público.
Las acacias es sobre moverse. Sobre moverse y el tiempo, porque cualquier desplazamiento implica dejar atrás espacio y tiempo. Lo llamativo de la película de Pablo Georgelli es que está hecha en presente y en pasado sin que el futuro sea una dimensión que se contemple realmente. Se percibe en los insistentes planos del interior del camión, cuando la cámara encuadra a los personajes siempre contra un espejo retrovisor que muestra el paisaje ya recorrido. Entonces, están el presente más puro (los personajes que viajan) y el pasado que se proyecta en los espejos de cada puerta. Cosa rarísima en una película de viaje, casi no hay planos de la ruta a recorrer, como si Las acacias estuviera interesada exclusivamente en indagar esas líneas temporales sin mirar hacia adelante (los pocos planos de la ruta parecen funcionar casi como una declaración de intenciones, como si el director estuviera diciendo que puede filmarlos pero que elige activamente no hacerlo). Este esquema estético dialoga con la información que se tiene de los personajes. Poco se sabe del futuro próximo de Rubén y Jacinta: él es camionero y tiene que hacer una entrega de madera, además de transportar a Jacinta desde Asunción; ella viaja a Buenos Aires para probar suerte pero no tiene idea de lo que va a hacer cuando llegue. Se trata, entonces, de centrar la mirada en gestos, movimientos fugaces, impostaciones del cuerpo; esa es la manera de conocer a los personajes que ofrece la película. Como si la observación de la realidad fuera una continua pregunta disparada hacia la materia, una pregunta que se formula en presente pero que siempre, necesariamente, habrá de ser contestada en pasado, como los coches que surcan el espejo retrovisor de Rubén. Quizás es por eso que la película pierde tanto cuando Rubén se ablanda y empieza a cuidar a Jacinta y Anahí, su beba. Porque el vínculo entre ellos se torna cada vez más claro y pierde el misterio del comienzo: la relación empieza a resolverse en el terreno del lenguaje y los diálogos fallan, no representan a los personajes como lo hacían sus gestos o miradas al vacío. El problema más notorio es el cambio de Rubén: su amabilidad e interés repentinos surgen de golpe, casi sin haberse esbozado antes. El final, cargado de dramatismo y tensión, que hasta remite al final de Más corazón que odio, parece hablar de otra película muy distinta de la del principio, que opta por una línea sentimental fuerte y que cifra su apuesta en esclarecer el estado de ánimo de su protagonista. Por primera vez, el futuro aparece como una proyección de un vínculo posible entre los personajes; Georgelli comienza a explorar esa dimensión apuntalado en el deseo de Rubén. Pero la primera parte ya había establecido otra concepción del cine muy distinta. No hay un pasaje fluido entre las dos mitades, el desbalanceo se siente como un problema narrativo (y estético) que signa una película mucho más débil y falta de ideas de la que se prometía al principio.
El faro del fin del mundo El Polonio podría ser un documental si no fuera porque sus directores parecen más interesados en lograr algo parecido a un ensayo sobre la locura y la angustia. Natalia, después de haber perdido a su beba de tres meses y separarse de su pareja, se muda de Montevideo a Cabo Polonio y la película la sigue a ella y a unos pocos personajes secundarios durante su vida cotidiana durante el cese de temporada. La desolación del lugar solo es comparable a la fiereza de los vientos y el frío que azota a sus habitantes, aunque algunos (como Natalia) se autodenominen como “pacientes”. Ese clima inhóspito, sin las bondades de los servicios más básicos (entre otras cosas, falta luz eléctrica), es una suerte de espacio terapéutico en el que las personas libran una batalla constante contra sus fantasmas. Algo de la aridez de esa tierra les sirve de consuelo o los ayuda a curtirse, a prepararse para encarar mejor los dolores de su existencia. Aunque a diferencia de las historias de personajes ermitaños, esta vez el alejarse de la civilización ya no alcanza para mitigar el sufrimiento: Natalia recorre una enorme distancia para llegar a su sesión de terapia semanal al tiempo que toma psicofármacos y escucha asiduamente unas grabaciones del gurú Marahashi. Para los pobladores de Cabo Polonio, encontrar un poco de paz y calma es una misión titánica en la que todos los medios son válidos: medicina, autoayuda, remedios, sentir los golpes de la naturaleza más cruda; todo vale con tal de escaparle al recuerdo del pasado y la ansiedad de estar vivo. No cualquiera vive en Cabo Polonio, y los que eligen mudarse allí, cuenta Natalia, son seres quebrados, partidos por el dolor y que anhelan desesperadamente algo de sosiego. No debe extrañar, entonces, la presencia constante de los perros y la atención que la gente les dedica: los personajes parecen ver en los animales una suerte de fuga de sus miserias, como si el hacer chistes o señalar el comportamiento juguetón de los perros los hiciera olvidarse momentáneamente de sus propias penas. Sin embargo, la película nunca es complaciente con ellos; al contrario, los directores siempre respetan su decisión de vivir en ese lugar y no operan desde la puesta en escena ninguna clase de comentario enaltecedor. El Polonio se limita a observar a sus personajes sin intervenir en sus rutinas ni comentar sus acciones, salvo para acentuar la desolación y dureza del paisaje que pueblan. El faro que alumbra un mar desierto y nocturno parece ser el motivo visual que mejor caracteriza el lugar: erguido en medio de la tempestad, solitario, repite ciegamente una señal disparada hacia ninguna parte.
Publicada en la edición impresa de la revista.
Espacios compartidos Como UPA, una película argentina, Antes del estreno también narra los entretelones de un proceso creativo. Pero a diferencia de la película codirigida junto a Camila Toker y Tamae Garateguy, en el segundo largo en solitario de Giralt la preparación de una actriz para el estreno de una obra y los pormenores de la escritura de un guión de su marido son mostrados sin cinismo, sin búsqueda de sordidez. Antes del estreno se coloca bien cerca de sus personajes y los sigue durante largos planos secuencia que acentúan la extrañeza de las escenas; Giralt no utiliza a sus protagonistas para exponer un estado de cosas patético (como en UPA…) sino que ellos, en tanto criaturas complejas y misteriosas, constituyen el centro de la película. El trío familiar compuesto por Juana, Román y Lili son observados en busca de imágenes nuevas, frescas pero también desconcertantes. El aire enrarecido de la casa y sus habitantes se potencia por la increíble duración de las planos, y también porque Giralt realiza breves intervenciones con ralentis que señalan gestos y movimientos en apariencia sin mucha importancia narrativa pero que magnifican a los personajes y sus detalles más mínimos. Prender un cigarrillo, agitar un vaso, preparar la comida; conocemos a los protagonistas a través de sus gestos recurrentes y no por informaciones acerca de su pasado. El clima extraño se establece desde el vamos al entrar en la casa, una construcción pequeñísima rodeada de un enorme jardín que conecta sus espacios principales (el living-cocina y el dormitorio) mediante el baño: para ir de un lugar a otro hay que atravesarlo o pasar por afuera. No es raro que al principio se hable de la necesidad de Lili (la hija) de tener su propia habitación: Antes del estreno es sobre personajes que buscan espacios personales sin hallarlos, y se frustran, se irritan porque están todo el tiempo juntos, como pegoteados. Esa asfixia que rige en la casa se compensa con la apertura del jardín y las tomas largas y ágiles que hace Giralt saltando de un personaje a otro o cuando se demora en el caminar de uno de ellos. En esas escenas el universo de la película se expande; el fuera de campo se vuelve el gran protagonista que, desde el off y mediante sonidos y diálogos, da cuenta de las distancias que existen entre los personajes, incluso en el interior reducido de la casa. Por eso es que, a pesar de estar ubicado a menos de dos metros de ellos, Román no puede hacer nada cuando ve que Juana es tocada por Hernán; no importa la cercanía física real, la infidelidad flagrante de Juana parece suceder a kilómetros de allí y su marido se demuestra incapaz de detenerla. Claro, tampoco ayuda el hecho de que Román haya intentado hace pocos minutos besar a Cynthia, la mujer de Hernán. Por los motivos que sean, en los pocos y apretados ambientes de la casa, las distancias no hacen más que ensancharse. En medio de la pareja siempre está Lili fundando el apelotonamiento: ella es la que los junta y acerca, las que los pega con sus diálogos y movimientos (como la caída –¿accidental, calculada?– del árbol, con la que reúne momentáneamente a sus padres alrededor suyo). También Giralt la utiliza para suturar los abismos que se abren al interior de la pareja; el director sigue a la nena durante planos que conectan los mundos separados de Román y Juana, que en la práctica no pueden juntarse ni siquiera con un objetivo laboral en común (Juana, a pesar de ser una actriz reconocida, nunca fue convocada para ser dirigida por su marido). El gran acierto de la película es la capacidad de maniobrar esos conflictos sin regodearse en ellos, no buscar en las peleas del matrimonio quién sabe qué miseria propia de la creación artística. Al contrario, Giralt no solo apuesta por un universo extrañado y resistente a cualquier lectura condescendiente, también confía en el humor para pintar el cuadro de las calamidades cotidianas de la pareja. La comedia a veces negra e incómoda del director alcanza picos de maestría en el plano secuencia de la fiesta del sábado; la cámara sigue alternativamente a las tres parejas de amigos (es la noche de las infidelidades cruzadas) y encuentra sus mejores momentos en dos vómitos: cuando Román se entera de que Cynthia está embarazada, y cuando trata de llevársela lejos para que no vea a Hernán (su marido) calenturiento con Juana. Los vómitos de Román no solo marcan el tempo cómico de la escena, también funcionan por lo revulsivo de su irrupción (¿en cuántas películas se vio que un personaje vomite ante la noticia de un embarazo?). El humor despoja a la historia de cualquier posible gravedad. Como Lili, que recorre ligera los recovecos de la casa y la inmensidad del patio, Antes del estreno toca a los protagonistas y sus penurias con suavidad y respeto, haciendo de los momentos más dramáticos lugares de paso sobre los que levantar una poética alucinada de la cotidianidad. En este sentido, y a pesar de tratarse de un homenaje explícito a Cassavets, Giralt no podría ubicarse más lejos suyo: si en el cine del director de Opening Night lo extraño muchas veces surgía de un exceso de realidad, de un hiperrealismo que colmaba a los personajes y la puesta en escena, el realizador de Toda la gente sola parte de una mirada liberada de cualquier imposición realista que, por lo bajo, pareciera estar postulando que la realidad y el verosímil pueden compartir el mismo espacio que lo extraño y lo incomprensible. En ese cruce atípico e improbable es que surge la belleza inquietante de Antes del estreno.
Si no fuera por los aburridos e interminables diálogos acerca de la fe, la existencia del Diablo, los ángeles y la apertura de una puerta entre dos mundos, La profecía del 11-11-11 podría haber sido un exponente más o menos decente de cine de clase B. No es que Darren Lynn Bousman apele a guiños o que ensaye una búsqueda en esa dirección de manera evidente, sino que su película presenta tales niveles de precariedad en todos los rubros (guión, puesta en escena, efectos especiales) que, aunque de manera involuntaria, tenía potencialmente un cierto encanto “bizarro” (para definirlo con la etiqueta que muchas veces se utiliza para revalorizar películas malas que están mal hechas). Si al principio es fácil sospechar la pobreza material de La profecía…, ni bien arranca el relato Bousman se muestra como un artesano poco dado a las sutilezas y, sobre todo, como un director perezoso y falto de ideas. Se percibe en el que probablemente sea el recurso más (y peor) utilizado en todo el metraje: la aparición repentina de seres peligrosos o de otros personajes, acompañados del correspondiente estruendo en la banda de sonido. Sin embargo, si estas irrupciones revelan cada vez más el carácter cómodo y rutinario de la película, cerca del final ocurre algo llamativo: los demonios pierden lo poco de terrorífico que todavía conservaban y son exhibidos brutalmente por la cámara en toda la miserabilidad de sus disfraces. Es imposible no ver gente vestida con túnicas y caretas en vez de enviados horripilantes del más allá. Pero no solo eso. Un efecto similar se percibe en algunos momentos de la historia, por ejemplo, cuando uno de los personajes viaja de Estados Unidos a Barcelona sin otra excusa que acompañar al protagonista (al que apenas conoce de unas pocas charlas fugaces e informales). También hay un uso de la metáfora que asombra por su chatura pero que, al mismo tiempo, da cuenta de una desfachatez propia del cine de más bajo presupuesto: el protagonista se pregunta de manera altisonante por el sentido de su vida y los eventos de los últimos días mientras recorre ¡un laberinto! Se nota también en la insistencia con que se brinda y recupera la información (llega un punto en que si uno escucha decir una vez más “eleven eleven” le pueden entrar ganas de atravesar la pantalla y sacudir por los hombros a los actores y guionistas). La vuelta de tuerca final, que hasta pareciera aspirar a rendir un homenaje silencioso a En la boca del miedo, cumple con lo que se espera: el triunfo previsible del Mal sobre las fuerzas del Bien y la invasión de la Tierra. Lástima que ese cierre, que contaba con un sabor delicioso a clase B, no surta el efecto necesario: entre el abuso de los diálogos explicativos y la sobreinformación, los flashbacks que vienen a recordar escenas previas, la repetición de algunos recursos y la pobreza general con que se los pone en funcionamiento, el contexto pretendidamente sobrenatural y mítico pero pintado a las apuradas que se sirve de Barcelona como una ciudad exótica y rica en lo oculto; todo converge en una película que no es ni uno ni lo otro: ni cine de terror que recupera a los tumbos cierto espíritu de bajo presupuesto, ni thriller religioso con una densidad argumental más robusta.
Publicada en la edición impresa de la revista.
Estamos parodiando para usted. El problema de la secuela de Johnny English es el mismo que el de su antecesora: se saca a Rowan Atkinson del lugar seguro de la cotidianidad que habitaba con Mr. Bean y se lo coloca en una parodia de un género (el cine de espías, la serie James Bond) sin hacerle demasiados ajustes a su comedia. Bean y English se parecen en algo y es que los dos aspiran a ser uno entre los demás, a integrarse con el resto del mundo. Pero, a diferencia de lo que ocurría con el eternamente opaco, misterioso, inquietante e inabordable Mr. Bean, Johnny English es un personaje transparente del que conocemos absolutamente todo: sus deseos, sus metas, sus debilidades e incluso sus fortalezas. English queda delineado y agotado con unos pocos trazos y de allí en más nos reímos de la frustración del agente, de cómo sus acciones siempre están en desfase con sus objetivos y con lo que los otros esperan de él. “English quiere capturar a una asesina china pero ataca a una abuela que tiene el mismo vestuario”; así podrían resumirse casi todos los chistes de la película: English quiere A “pero” B, siempre. Esto no sería tan malo si la película contemplara en su programa algo más que la parodia más chata y aburrida. Johnny English recargado es apenas una burla de rutina aplicada sobre los lugares comunes más comunes del género a lo Bond: romance, autos de lujo, chicas despampanantes, gadgets, villanos exóticos. La operación básica de Oliver Parker es romper el género con pequeños desplazamientos pero sin llegar nunca a subvertirlo o a ponerlo realmente en crisis. No es necesario que la parodia sea subversiva o tenga como fin desmontar de arriba abajo el género con el que trabaja, cierto, pero tampoco que se convierta en una risa cómoda y repetitiva que se construye únicamente sobre convenciones no respetadas de manera tibia. Jonhhy English descansa sobre dos pilares: la parodia facilonga y la comedia deforme de Rowan Atkinson. Digo deforme porque el inglés hace humor no solo con el eterno desacuerdo en relación con la humanidad toda sino también con la plasticidad de su cara y de su cuerpo que se torsionan, giran, rompen, tensionan y demás violencias y mutaciones físicas. El problema es que esa deformación está al servicio de una premisa básica: el protagonista quiere ser como los otros pero no le sale. Es decir, que sabemos lo que quiere, podemos entenderlo y hasta identificarnos con él. Acá es donde se vuelve importante la comparación con el personaje que hizo famoso a Atkinson (al menos en nuestro país); nunca sabíamos qué era lo que buscaba Mr. Bean, intuíamos que tenía que ver con la adecuación a las normas sociales, con poder convivir con sus compañeros de especie, pero nunca accedíamos a sus verdaderos anhelos. Eso era lo que hacía de su personaje algo (una cosa, un ente, un monstruo) tan atractivo e irritante a la vez: nunca terminábamos de descifrarlo, Bean era siempre una incógnita. En cambio, y sin cambiar demasiado el tipo de comedia física y el desajuste que realizara con ese personaje, en la película de Parker Atkinson repite tics y actitudes de Bean pero dejando ver su psiquis, sin guardarse nada. English no causa gracia porque no inquieta, porque cuando lo conocemos un poco ya sabemos lo que va a hacer, podemos anticipar sus movimientos y sus errores. Entonces, la fórmula de Johnnie English podría resumirse más o menos así: personaje previsible y con pocos recursos humorísticos más parodia rutinaria y cómoda que se queda en el chiste fácil y correcto. Igual que la empresa que en la historia se dedica al espionaje de manera abierta y pública y ofrece sus servicios a la población (el eslogan es: “estamos espiando para usted”) convirtiendo la profesión en un servicio accesible, cómodo y sin misterios, la película de Oliver Parker hace algo similar con sus materiales: toma la parodia y la vuelve una operación de rutina, fácil, que se queda en la mera burla tímida de las convenciones más populares.
A Ud. no le gusta la verdad: 4 días en Guantánamo narra el caso del canadiense Omar Khadr, prisionero menor de edad acusado de matar a un soldado norteamericano. El documental se estructura a partir de las grabaciones del interrogatorio de cuatro días al que un grupo de inteligencia canadiense somete a Khadr. Los directores no se conforman con contar con ese material impresionante, expuesto recientemente por los tribunales de Canadá, sino que alrededor de las grabaciones suman testimonios de líderes de organizaciones de derechos humanos que compartieron el presidio de Guantánamo y Baghrar (donde los soldados americanos les aplicaban torturas terribles a los sospechados de terrorismo), abogados y psiquiatras, entre otros. El resultado es una película que no confía en las durísimas imágenes a las que tiene acceso y que necesita facilitarle a su público un comentario siempre esclarecedor que complemente mientras sobreexplica lo que las grabaciones por sí solas alcanzan a describir perfectamente. Muchos entrevistados hacen las veces de meros comentadores que no aportan más que su indignación frente al interrogatorio de Khadr. La película se regodea con los padecimientos de Omar al tiempo que pretende mostrarse objetiva; en la escena en la que el prisionero llama desesperadamente a su madre, los directores operan un zoom sobre la imagen de baja calidad de la grabación y la multiplican por cuatro hasta que lo único que puede verse en la pantalla es al prisionero sufriendo. Mientras tanto, se intercalan testimonios que explican búrdamente que el hecho de llamar a su madre significa que Omar está quebrado, que ya no puede resistir más, que está experimentando una especie de regresión. Los directores hasta se atreven a hacer ver esas imágenes a su propia madre y hermana y exhiben sus reacciones de manera miserable y efectista frente a cámara. Lejos de pelear por la causa de Omar, la película pareciera más bien estar parasitando su figura, como si se lo redujera a un mero sujeto al cual se puede agotar mediante la psicología y la lástima; los directores se sirven de su víctima para perpetrar una película abyecta que no se detiene ante nada a la hora de conseguir el apoyo a su causa y el favor del público.