Es prácticamente imposible hacer una mala película sobre los personajes creados por Dumas. O mejor, se puede hacer una mala película que igual sea entretenida y cuente con buenos personajes. Los tres mosqueteros en versión Paul W. S. Anderson no es una mala película pero muestra problemas cuando quiere elaborar un discurso sobre los valores, el amor y el coraje. Esos problemas surgen sobre todo debido a la pobreza de muchos diálogos y líneas. Se sabe: Anderson nunca se distinguió por filmar grandes guiones, pero en su cine, lo que los diálogos no alcanzan a construir es repuesto por personajes bien delineados y por una atención puesta en los climas. El director de Mortal Kombat es principalmente un narrador de ambientes que se mueve con comodidad por cuanto género transite. Se nota en Los tres mosqueteros y su aire de aventuras clásico mezclado con ciencia ficción a lo Verne, o en la manera en que la película amalgama esos géneros con un estilo que oscila entre el respeto por la época y el anacronismo modernista (ver los gadgets que usa Milady de Winter o el peinado de Buckingham). Sobre esos pilares y las interpretaciones es que sostiene la última película de Anderson: Cristoph Waltz tiene a su cargo a un Richelieu pérfido y excéntrico que parece hecho a su medida; Orlando Bloom compone a su primer personaje interesante desde la primera entrega de Piratas del Caribe; Mads Mikkelsen hace un villano traicionero e inmoral y demuestra que los personajes malvados y carismáticos (y tuertos) son su especialidad (recordar al de Casino Royale); Luke Evans desgrana una actuación justísima como Aramis, quizás el personaje mejor logrado de toda la película. No importa qué tan malos sean muchos de los diálogos o las vueltas del guión si esos tipos y otros (como el gran Ray Stevenson, que le pone el cuerpo a Portos) son los que se cargan al hombro el relato. Incluso Logan Lerman como D’Artagnan puede hablar un montón de paparruchadas y salir bien parado gracias a su frescura de galancete juvenil y temerario. Las escenas de acción varían: cuando Anderson deja que sus personajes muestren sus habilidades de espadeo sin demasiados cortes, los combates funcionan visualmente gracias a coreografías y técnicas de esgrima pocas veces vistas en una película de aventuras. O sea, cuando el director confía en el peso de sus protagonistas más que en el vértigo del montaje, la película gana. Algo similar ocurre con la enorme cantidad de géneros y estilos que maniobra Anderson: comedia, tragedia, acción, intriga palaciega, espionaje, bélico, romance, relato de iniciación, etc.; cuando la película hace descansar el peso de esa batería de propuestas sobre las interpretaciones, el cóctel funciona a pesar del cruce caótico y desprolijo, como si los personajes estuvieran suturando el magma de referencias que ensaya la película. Ese parecería ser el conflicto interno principal de la película: apostar todo a la cantidad y la yuxtaposición o confiar en sus criaturas. Hay momentos en que Los tres mosqueteros no puede detenerse y necesita redoblar la propuesta constantemente: si aparece un barco volador que surca los cielos y es la nueva arma potencial de guerra de la época, entonces hay que poner otro barco más grande y más mortífero y, como frutilla del postre, una flota entera de estos que se dispone a invadir toda una nación. Como muchas películas que se saben débiles a la hora de construir un universo consistente, la película de Anderson opera siempre por acumulación: más géneros, más estilos, más conflictos, más acción (con más enemigos cada vez). Fuera de generar un pastiche con algunos buenos momentos y otros pésimos, Los tres mosqueteros pareciera no atreverse nunca a contar solamente la historia de los personajes del título y del recién llegado D’Artagnan; unas pocas pinceladas dispensadas a cada personaje alcanzan para pintarlo durante el resto de la historia sin buscar relieves o detalles nuevos. Así, tosca, petardista, la película de Anderson camina una cuerda flojísima de la que se cae en más de una ocasión: cuando no está concentrada en los desempeños individuales de los actores, Los tres mosqueteros tiene poco para ofrecer. Y eso tomando en cuenta que el guión parece dibujar temas que no son del todo aprovechados. Por ejemplo, la fuerza de los personajes femeninos que suelen ser las artífices de su propio destino sin importar las barreras morales que haya que demoler o las consecuencias que se deban pagar, como en el caso de Milady de Winter. O la relación entre el rey y la reina que la película utiliza solamente como un instrumento para construir tensión y de los que se burla con sorna relegándolos a los confines de la comedia romántica más tonta. También está la tecnología: Los tres mosqueteros, a pesar de construir una época ambigua en la que un barco volador puede aterrizar en un palacio de Versalles fielmente reconstruido, no aprovecha el choque para pensar algo de la técnica de ese mundo. Estos y otros son los temas que Anderson esboza apenas pero nunca se interesa por indagar, y esa falta de curiosidad seguramente sea el signo más evidente de la comodidad y las falencias de su película.
Una manera de saber si una película es buena o no puede ser el medir las ganas que nos contagia de entrar en su mundo y habitarlo a la par de sus personajes. Poco distante para ser el futuro y demasiado esperanzador para tratarse de una distopía, el tiempo de Gigantes de acero es un presente apenas distorsionado por el auge de un nuevo deporte con grandes robots que se baten a duelo de manera incansable (y digo “apenas” porque las peleas de robots, aunque chiquitos, ya existen y hasta se pasan por televisión). Habría que preguntarse por los motivos de esta necesidad implacable de los personajes de pelear, de derribar al otro; una respuesta posible tiene que ver con las condiciones que rigen la sociedad de Gigantes de acero, muy parecida a la nuestra como para tocar la ciencia-ficción: todos los personajes, desde Charlie y Bailey hasta Max pasando por la tía y su marido rico, se paran frente a los demás en relación con el dinero. Charlie necesita plata para alimentar su sueño de ser un campeón de peleas de robots, Bailey para que no le cierren el gimnasio que perteneció a su padre y Max no se sabe bien para qué la necesita pero, cuando descubre que su padre (al que acaba de conocer) aceptó cuidarlo por un tiempo sólo a cambio de dinero, inmediatamente le pide la mitad de la suma y le ofrece irse y dejarlo tranquilo. Cuesta creerlo, pero Gigantes de acero probablemente sea la película que más habla de dinero que se haya podido ver en mucho tiempo sin servirse del tema para desgajar alguna clase de comentario aleccionador sobre las desigualdades económicas de una sociedad (alcanza con ver el camión en el que vive Charlie y compararlo con la mansión de la tía de Max). Este anhelo por el vil metal (y Gigantes… es una película sobre metales) se convierte en el motor de una supervivencia desesperada que no repara en los obstáculos que se emprenden para sostenerla: para Charlie primero y para Max después, se trata de subsistir cotidianamente mientras se lucha por alcanzar una meta casi imposible. No importa vivir en un camión, alimentarse a base de comida rápida, tener que escapar constantemente de acreedores o ir a robar partes de robots a un basural mugroso de noche y con lluvia: las ganas de cumplir un sueño justifica todo eso y mucho más. Tan simple y tosca como el Charlie de Hugh Jackman, Gigantes de acero sabe construir maniqueísmos funcionales a una historia que no le teme a las convenciones ni pretende ser novedosa o realista: la película de Shawn Levy es acerca de héroes y villanos, de fracasos y triunfos, de vínculos que se establecen de manera ruda y áspera. Un padre y un hijo desconocidos se vuelven amigos y compinches de ruta antes de llegar a hacerse cargo de la relación que los emparenta; tiene que transcurrir toda una película para que Charlie y Max se asuman efectivamente como padre e hijo. Una línea divisoria bien nítida separa a los buenos de los malos o, en todo caso, a los que salen a pelearla de los que la tienen servida, a los que necesitan ganarse el respeto de los demás a las trompadas (metálicas y de las otras) de los que buscan mantenerlo cómodamente a través del dinero. Pero por si todavía quedan dudas, Gigantes de acero no es una imprecación contra las inequidades del capitalismo. Más bien al contrario, porque la película cuenta el trayecto de dos personajes que quieren cruzar la línea y pasar del otro lado y agarrar como se pueda, aunque sea a los manotazos, todo el dinero, triunfo y prestigio posibles. Todo esto se cuenta sin ningún atisbo de filantropía ni aspiraciones de cambiar el mundo: nada de deseos de hacer el bien, ayudar al prójimo o ejercer alguna clase de denuncia moral. Es sobre todo en este sentido que Gigantes de acero se parece a la saga de Rocky, en el hecho de ser una épica meramente individual, bien americana, pero por eso mismo también singular, personal. Encontrar un lugar en el mundo es a la vez encontrarse uno y a los que quiere, descubrir que se tiene familia y animarse a reconstituirla, aprender que después de cada caída siempre hay que levantarse (Charlie tiene mucho de personaje cassavetiano). Claro, nada de lástima tampoco: si el guión de John Gatins exhibe un respeto notable por sus criaturas, eso lo hace más que nada porque los trata de manera digna y sin concesiones, sin ninguna piedad. Se ve en el personaje de Max; la referencia más dramática a su madre recién fallecida se produce cerca del final cuando dice: “Mom was cool, she was the coolest”. Max no cuenta con tiempo para llorar su pérdida, en cambio, tiene que adaptarse y moverse rápido para seguirle el paso a Charlie, y eso muchas veces incluye extorsionarlo (Max amenaza con tirarle las llaves del camión a la alcantarilla) o quedarse sin dormir (entrenando y arreglando a Atom, su robot) y sin comer. El chico desarraigado que compone Dakota Goyo no es un nenito débil que busca la compasión de los demás sino, como su padre, otro orgulloso con hambre de victorias capaz de cualquier cosa con tal de hacerse valer. En el universo de Gigantes de acero, la mejor (o la única) forma que encuentran Charlie y Max de ganarse algo del respeto que decía antes es hacer subir al ring un robot que hallan enterrado bajo el barro en la parte más baja de un basural; un robot sparring que fue diseñado y creado para recibir puñetazos, para soportar las piñas de otros robots sin defenderse. Dejar de aceptar los golpes de los demás para empezar a propinarlos, en eso se resume el entrenamiento de Atom y la épica toda de la película de Levy.
El barbarismo es una cuestión de moral. A pesar de ser por lejos la más fiel de todas las películas sobre el personaje creado por Robert Howard, a la última Conan: El bárbaro le fue bastante mal en todos lados, y con motivos. Pero hay algo de la remake/precuela dirigida por Marcus Nispel muy rescatable, y es el hecho de haber entendido al personaje mejor que todas las adaptaciones anteriores. Conan: El bárbaro, Conan: El destructor y El guerrero rojo (esta última en realidad toma a Red Sonya –un personaje que pasó muy brevemente por las páginas de Howard pero que fue desarrolado por Marvel– y cuenta entre sus filas al príncipe Kalidor, un cuasi-clon de Conan), las tres de la década del 80, a pesar de ser buenas películas de aventura y fantasía, tropiezan con la misma piedra: en manos de los directores John Milius y Richard Fleischer, Conan es un guerrero violento pero noble y con una moral firme y bien definida, que lo lleva a arriesgar la vida por otros. Se sabe que la fidelidad no es patrón para juzgar una adaptación, pero es que esas tres películas perdían de vista el costado más interesante del personaje: su casi total amoralidad y búsqueda personal insaciable de gloria y riqueza. Esa dimensión es la que recuperan Marcus Niespel y su protagonista Jason Momoa, porque este Conan versión nuevo milenio es una máquina de supervivencia y venganza que no conoce más que la satisfacción de los propios apetitos. Nada de altruísmo ni deseos de ayudar a otros, nada de galanterías toscas con las mujeres: el Conan de Niespel es un asesino que no sabe de cuidados femeninos y que, en el caso de cruzarse con una mujer, lo más probable es que se la lleve para el lecho al hombro o que la utilice descaradamente para conseguir un objetivo personal. En Conan: El bárbaro no hay mucho más que el tratamiento original del personaje y las escenas de combate con Momoa filmadas de manera pésima que, sin embargo, dejan degustar una buena variedad de coreografías con sabor a nuevo. Los movimientos y técnicas que despliega Momoa pintan a un Conan terriblemente salvaje y arrogante capaz de servirse de cualquier recurso con tal de ganar una pelea. Cuando el montaje torpísimo de la película lo permite, se pueden entrever imágenes de combate cuerpo a cuerpo fugaces pero intensas. Algo llamativo de las escenas de espadeo es que, de a ratos, se le suele dar lugar a un gore bastante atípico para una película fantástica. Desde el principio, cuando se narra que Conan nace en un campo de batalla (literalmente), la película muestra cuál será su camino posterior: la madre del protagonista (embarazada y con mucha panza) es herida de gravedad y pide ver a su hijo antes de morir; su marido realiza algo así como una cesárea sin anestesia y le muestra a un Conan bebé arrancado de su útero. La escena, de una violencia tremenda, es seguramente el parto cinematográfico más sangriento y revulsivo de los últimos tiempos. El otro punto fuerte de la película es la resistencia ante las imposiciones de género de la época. En un tiempo en que la corrección política dicta que, so pena de ser tildado de misógino, las mujeres tienen que aparecer en la pantalla sí o sí como fuertes, decididas, independientes y, muchas veces, superiores a los hombres (véanlo al Aragorn de Peter Jackson, un caballero que se pone casi al servicio de un personaje femenino de una manera que haría avergonzar a Tolkien –cuya obra es señalada desde hace décadas, claro, como misógina), este nuevo Conan es un maleducado y bruto que no mide sus modales ni ante la presencia de una sacerdotisa heredera de un linaje legendario (y mucho menos de una hechicera malvada, a la que sin dudar habrá de cortarle medio brazo de un espadazo). Hay algo fresco en esa irreverencia que nos hace tomar distancia del personaje pero sin dejar de reconocerle algo de coraje por no doblegarse ante los mandatos genéricos del presente. Además, si al guerrero interpretado en los 80 por Arnold Schwarzenegger le reprochaban su individualismo y sed de conquista por tratarse supuestamente de una apología del neoliberalismo reaganiano, este nuevo Conan es todavía más reacio a relacionarse con las personas y por eso lleva a cabo su búsqueda de manera solitaria, pidiendo ayuda a otros solo cuando es estrictamente necesario y separándose de ellos apenas superado un obstáculo. Esa frescura, por otra parte, está asfixiada en otras zonas del personaje, por ejemplo, en el hecho de que su mejor amigo sea un guerrero negro gordito que viene a cumplir el rol típico de comic relief; si hay un personaje negro tiene que ser bondadoso y cómico, podría rezar una de las máximas del cine norteamericano de cualquier época. Seguro que esta nueva entrega de Conan es bastante peor que las anteriores de Milius y Fleischer, películas de fantasía épica de pura cepa que, más allá de los enormes problemas que demostraban, confiaban en Hiperboria (el mundo primitivo creado por Robert Howard) lo suficiente como para que sus películas lo recorran y vuelvan el escenario de sus aventuras. Nispel, en cambio, se olvida de la aventura y apuesta todo a una película de acción y venganza que tiene muchas de las fallas del cine estadounidense actual (personajes unidimensionales, montaje veloz que pretende tapar las costuras de una terminación desprolija, alegorías simplonas que refieren de manera confusa al imperialismo y la resistencia de naciones periféricas, etc.) pero que es capaz de leer mejor que nadie al personaje de Howard: pirata, ladrón, traicionero, irrespetuoso, sádico, el Conan de Nispel es infinitamente más fiel en su astucia e inmoralidad sin límites que el que intentaron retratar otros directores.
D-Humanos es un proyecto coral coordinado por Pablo Nisenson en el que participan cineastas con una trayectoria nutrida en temáticas sociales y políticas (Mariana Arruti, Carmen Guarini, Andrés Habegger) y otros cuya obra gira alrededor otros intereses (Ulises Rosel). El mosaico de cortos es amplio y con una gama de propuestas amplísima y puntos de vista excesivamente distantes. Por ejemplo, es difícil imaginar un diálogo entre Informe sobre la inequidad, el corto de Nisenson que abre la película, con Baldosas de Buenos Aires, de Carmen Guarini. Mientras que Nisenson ensaya una polarización gruesa con pretensiones de cientificidad (dos chicas, una de buena posición económica y otra que vive en la villa, son confrontadas en sus hábitos, comportamientos y respectivas constituciones físicas) y no hace más que confirmar una situación desesperada por todos conocida (que la pobreza y la miseria implican para quienes las padecen un daño fisiológico y mental irrecuperable), la búsqueda de Guarini transita otro rumbo. La directora y productora, avezada como pocos cineastas en la disciplina de la observación, filma la instalación de baldosas conmemorativas de desaparecidos durante la dictadura en el barrio de Caballito. Su cámara barre todo el proceso: desde los testimonios públicos de familiares y vecinos y la preparación material de las placas hasta su colocación final. Para Guarini la emoción tiene que surgir de una mirada austera que no recurra a golpes de efecto (como primeros planos o música extradiegética). A diferencia del corto de Nisenson, Baldosas de Buenos Aires carga con toda la belleza y la denuncia de una ambigüedad casi programática: a veces el susurro puede ser mejor vehículo para la memoria que un grito. El corto de Guarini habla en voz baja y con pocas palabras, la directora confía en sus imágenes y en el pulso de la edición lo suficiente como para no buscar nunca el impacto discursivo. La imagen final, que replica a la vez que resignifica la inicial, es el ejemplo perfecto de la potencia cinematográfica de su propuesta: colocadas las baldosas, la gente camina sobre ella sin mirarlas. Esa imagen no destila indignación ante la ignorancia de los transeúntes que pisotean las baldosas, al contrario, muestra un nuevo estado de cosas difícil de poner en palabras por su enorme carga poética: esas baldosas ya no son monumentos separados del mundo por la solemnidad del recuerdo sino que participan con toda su materialidad del devenir cotidiano; están integradas a la rutina de la ciudad, a la vida de la gente, y ese pisar constante, más que un atropello, se parece a un acto de comunión, a un nuevo ritual de la memoria.
Dar la cara. Hay algo del orden de lo inescrutable en la segunda película de Santiago Palavecino que le confiere un rigor formal y narrativo poco visto en el cine argentino. Como cualquier película que rechaza la psicología como medio para construir y explicar (que a veces es lo mismo que reducir) a sus personajes, La vida nueva aspira, en cambio, a la observación minuciosa, obsesiva. Los actores son barridos por la cámara como en busca de una verdad que, lejos de pensarse como interior, se concibe como superficial; no importa las motivaciones de los personajes sino sus gestos, sus reacciones físicas. En última instancia, la superficie de las cosas es lo máximo que puede aspirar a captarse: la película no hurga detrás de las mentes de sus criaturas sino que las presenta e interroga a la cara, como si sus cuerpos y movimientos alcanzaran para pensar un discurso posible sobre el mundo. Entonces, los personajes de La vida nueva dicen con acciones, hablan a través de hechos y decisiones de las que no participamos salvo en la puesta en práctica: ¿por qué Juan decide callar un crimen del que es testigo? Su argumentación, creíble o no, no está puesta en tela de juicio, lo que se indaga son las consecuencias de esa decisión. En este sentido y de manera muy curiosa, en medio de un programa netamente contemporáneo, La vida nueva riza el rizo y parece arañar la rudeza y la imperturbabilidad de los duros del cine clásico: personajes que no daban cuenta de sus actos, a los que no se los sumariaba según la psicología al uso; eso mismo que en más de un capítulo de Los Soprano, aunque con otras palabras, Tony elogia de Gary Cooper. A su vez, esa atención a las superficies de las cosas se materializa sobre todo en el trabajo con los rostros. Pocas películas argentinas recientes confían tanto en las caras de sus intérpretes como La vida nueva. A contrapelo del cine que no sabe construir emoción por otros medios y recurre de manera cómoda a la explotación del rostro, en los múltiples primerísimos primeros planos que pueblan la película, Palavecino desdeña cualquier tipo de sentimentalismo (eso sería usar a sus criaturas, servirse de ellas con fines puramente efectistas) y se concentra en recorrer unas caras que, a fuerza de una cercanía extrema, terminan configurando algo así como paisajes humanos. Martina Guzmán demuestra que, además de ser una de las pocas actrices argentinas capaz de soportar un primer plano de esas características, puede expresar una gama sutilísima de emociones contenidas que siempre parecen estar a punto de desbordarla. Al contrario de Juan (Alan Pauls), cuya contención amenaza constantemente con una explosión: de violencia, de bronca, de gritos. El problema surge con algunos diálogos. Quizás por el programa riguroso que ensaya Palavecino a la hora de observar a sus personajes, el habla se escucha siempre algo desencajada, y muchas líneas resultan torpes o fuera de tono. Pasa sobre todo en la escena de la lancha en la que Juan le dice a Laura lo que siente por ella: de tanto constituirse como un cuerpo opaco y ajeno a las emociones, las palabras dichas por Alan Pauls suenan a destiempo, como ecos de otra película distinta a La vida nueva. Podría pensarse que el director intenta realizar un despojamiento extremo de emotividad y le resta cualquier carga posible de exaltación a la interpretación, pero ahí está Laura para recordarnos que los personajes de la película también sienten y experimentan emociones aunque no las revelen abiertamente y la cámara los respete en su decisión de no comunicarlas. La tosquedad de varios diálogos arrastran a la película y uno espera que los personajes no hablen, que Palavecino confíe en sus actores lo suficiente como lo venía haciendo como para enmudecerlos y hacerlos hablar con la cara, con los gestos, con el cuerpo. En esos momentos de silencio es cuando La vida nueva roza una lucidez en la mirada que podría ser la cifra de un nuevo cine argentino (esta vez, sin mayúsculas) por venir.
Fiesta (sin) monstruo. Destino final es una fiesta del cine y, como pasa en cualquier fiesta, no se puede invitar a todo el mundo. La quinta entrega deja afuera a todos los que están en contra del cine “pochoclero”, que esperan que las películas de terror transmitan mensajes, que piden un tratamiento psicológico “profundo” de los personajes, que no pueden disfrutar sin más de una muerte a lo gore, que le reclaman verosimilitud a la historia. El director Steven Quale deja bien en claro a quién le está hablando ya en la primera escena: con apenas unos pocos planos, se presenta a Sam (el protagonista) y se plantean las relaciones que mantiene con amigos, novia, trabajo, etc. Esa presentación es velocísima y no tiene por objetivo más que brindar información pura y dura sobre el personaje: nada de relieves, matices o complejidad narrativa. La operación se repite con los otros personajes, incluso apelando a estereotipos como el trilladísimo de la chica inocente y algo tonta en permanente guerra con su contraparte cínica y medio putona. La película muestra las cartas ni bien empezada: lo suyo no es la utilización del terror para deslizar metáforas sobre temas importantes ni la construcción realista de caracteres sino la invención de un mundo y unas criaturas mínimamente creíbles (subrayo el mínimamente) que serán las víctimas de turno de la máquina asesina de Quale. Uno a uno se los va destrozando, partiendo en dos, mutilando, perforando, aplastando. Es casi como si la película misma estuviera realizada en gerundio: Destino final 5 es una suerte de movimiento constante de muerte y tortura que se interrumpe solamente con los inserts de una historia de jóvenes con problemas laborales y de pareja. Pero más allá de esos momentos de relleno, necesarios para la hecatombe que viene después, hay algo hermoso en términos pura y exclusivamente cinematográficos: si dentro del terror siempre, históricamente, se elogió el uso del suspenso por sobre la exhibición (el ejemplo citado hasta el aburrimiento es La mujer pantera de Tourneur), Destino final pega un giro último e incontestable dentro del género. Ya no hay un monstruo, un asesino, una creación del hombre, sino algo etéreo, inasible e incomprensible (aunque su forma de proceder sea en parte explicada) que aniquila de manera implacable. Con “la muerte” de Destino final (personaje invisible de aires metafísicos) no se puede dialogar o pelear, no hay comunicación posible; si se quiere salvar la vida, no queda otra que seguir sus reglas difusas y, muchas veces, quebrantables. Sin villanos a la vista ni la presencia agazapada de mensajes políticos, sociales o ecológicos (retirate, Shyamalan), el espectador de Destino final tiene enfrente suyo un banquete nada despreciable: puede reclinarse en su butaca y deleitarse durante una hora y media con muertes terribles, sangrientas e ingeniosas (y cómicas, también) sin temor a que el director venga a aguarle la fiesta con discursos sobre el estado del mundo, la esencia del ser humano, los orígenes de la maldad y demás lastres que son y siguen siendo moneda corriente dentro del género. Así que ya saben: a los que deseen sumarse al festejo, la cita es en el cine, el día y a la hora que quieran.
La política por otros medios Acreedora del Premio Especial del Jurado de la Competencia Internacional, y ovni que introduce la política universitaria en el cine argentino, El estudiante fue una de las más gratas sorpresas de este BAFICI 13. La acusación que muchas veces recibió el Nuevo Cine Argentino de una supuesta falta de compromiso político siempre fue torpe e infundada. La política es más que discursos, agitar banderas o vociferar consignas. El estudiante, que se pudo ver en la competencia internacional del último BAFICI, es una película que habla y practica la política por canales múltiples. Uno de esos canales es el hecho de elegir recorrer un mundo nuevo, el de la universidad, terreno desconocido para el cine argentino de cualquier época, ahora abordado y observado por Santiago Mitre sin ánimos reduccionistas: su cámara escruta pasillos, aulas, alumnos y docentes siempre con la conciencia de estar haciendo un recorte, sin intentar agotar la riqueza de su objeto ni hacer sociología fácil. Otra es la imagen que se construye de la militancia. Lejos del cine edulcorado de los 80, El estudiante entiende la política no como un ejercicio impoluto y meramente discursivo sino como una actividad corporal, diaria, constante. Meterse en la militancia universitaria implica conocer el barro, trazar alianzas, pactos, idear traiciones, anticipar movimientos. Las caras que filma Mitre dejan ver las huellas de ese desgaste: rostros cansados, demacrados, acostumbrados al café, al mate, al frío de las aulas de la UBA o a los amores fugaces. Por último, El estudiante actúa de manera política cuando elige contar una historia entremezclando género y modernidad. Relato iniciático, la película de Mitre encuentra su tono justo entre el nervio de los géneros y la libertad contemplativa y narrativa del cine contemporáneo. Mitre forja su película tomando lo mejor de cada universo sin preocuparse por atentar contra ambos. Personal, cruda, novedosa, El estudiante es, seguramente, felizmente, la primera película argentina en pensar la política con tanta altanería y lucidez.
La crisis por la que atraviesa Estados Unidos ya tuvo sus primeras películas: Larry Crowne y Quiero matar a mi jefe. Incluso parapetada en las formas amables de la comedia romántica, la película dirigida por Tom Hanks habla casi directamente de una economía al borde del derrumbe que se cobra víctimas como Larry y las deja, entre otras cosas, sin trabajo y sin casa. En Quiero matar a mi jefe, en cambio, tanto Estados Unidos como la economía quedan fuera del relato pero solo a primera vista, porque se perciben como ecos insistentes que envían señales de alerta desde algún lugar lejano e impreciso. La premisa de la película es más o menos sencilla: tres amigos se enfrentan a jefes que les hacen la vida imposible y deciden planear asesinatos de manera cruzada al estilo de Extraños en un tren. Pero la anécdota, simplona, implica enorme cantidad de signos que, de manera silenciosa, constituyen el telón de fondo de la película. Ante los atropellos sufridos por parte de sus jefes, los protagonistas, ¿no pueden cambiar de empleo? ¿O buscar dentro de sus trabajos (los tres son privados) canales para poner en cuestión la autoridad de sus superiores? O, en última instancia, ¿por qué no acuden a alguna institución, estatal o no, en busca de ayuda? Nick, Dale y Kurt parecen contar solamente con dos opciones: soportar los abusos hasta los límites de la humillación o revelarse y matar a sus jefes. Entre los polos de la sumisión total y el crimen no hay zonas intermedias. El problema no es que el trío sea de armas tomar y rechace voluntariamente las medias tintas, sino que nunca se les cruza por la cabeza una verdadera alternativa: consultar a un abogado, llevar el reclamo a algún sindicato, formular una demanda a la justicia (el comportamiento de los jefes muchas veces se hunde en la ilegalidad). En esos momentos en los que los protagonistas deciden jugar a todo o nada es cuando se siente cada vez con más evidencia que la falta de opciones, en cierta medida, está reenviando a otra cosa, posiblemente un contexto, una situación política que los coloca en ese lugar de tensiones y los empuja a hacer lo que hacen. Si un jefe acosa sexualmente a su empleado (no importa que el jefe sea una Jennifer Aniston guarrísima) poniendo en riesgo su matrimonio y esa persona no tiene ninguna vía institucional para hacer un reclamo oficial y, para colmo, tampoco puede cambiar de trabajo, entonces hay algo en esa sociedad y en su manera de concebir las relaciones laborales (o las relaciones, a secas) que está a punto de colapsar. Ese estado de cosas, extremo, casi de suma cero, bien podría ser la cara visible de una crisis que en Quiero matar a mi jefe existe de manera tácita pero que igual alcanza a atenazar a los personajes, a dejarlos en un lugar de altísima vulnerabilidad social. Los momentos en los que esa crisis innominada se vuelve concreta, material, aunque no sea por más que durante unos pocos planos, es cuando los protagonistas acechan a los jefes en sus casas. Mientras que casi no sabemos nada del trío por fuera de su trabajo (y mucho menos conocemos sus hogares), la película elige mostrar todo el lujo y el confort de las mansiones de los jefes. Esa decisión implica todo una concepción del mundo: los asalariados del montón (incluso uno que puede llegar a vicepresidente como Nick) no cuentan con nada que valga la pena mostrar en detalle, ya sean parejas, casas, o hobbys. En cambio, de los jefes se puede saber todo eso y más (como sus alergias o manías persecutorias), porque ellos son los que están capacitados para la exhibición de su estatus, los que tienen algo para mostrar. En este punto es en donde la comparación con Larry Crowne se vuelve fundamental. Mientras que en Quiero matar a mi jefe el camino elegido es el del asesinato y, cuando las cosas salen mal, los protagonistas son salvados de manera casi milagrosa por un algo así como un GPS ex machina, en Larry Crowne existe una especie de proyecto social: para superar la crisis hace falta (re)aprender algunas cosas como el funcionamiento de la economía, hablar y relacionarse con los otros. En la película de Tom Hanks hay un programa democrático que se funda sobre todo en la responsabilidad individual y la tolerancia. Larry asiste a un curso de oratoria para hablar mejor y en eso podría cifrarse toda su responsabilidad civil y ganas de ser mejor sin buscar culpables o chivos expiatorios. Si los protagonistas de Quiero matar a mi jefe emprendieran un aprendizaje similar, quizás estarían en condiciones de comunicar con éxito las injusticias que sufren y de enderezar los atropellos perpetrados por sus jefes. Pero alcanza con verlo a Dale y sus múltiples tics y dificultades a la hora de formular una frase para entender que las criaturas de la película de Seth Gordon no están capacitadas para aprender nada.
Publicada en la edición impresa de la revista.
Lo sabemos desde hace mucho y lo venimos repitiendo hasta el cansancio: el reciclaje es el signo definitivo de la posmodernidad. Vivimos en una época que está atravesada por un eterno volver a usar, que en cine se traduce en la realización de remakes y en el rescate de personajes, géneros, relatos, etc. Lo llamativo es que, incluso después de que durante todo el siglo veinte multitud de pensadores nos enseñaran que la originalidad es un quimera, que cualquier obra siempre es una puesta en relación de escrituras anteriores, una infinita y siempre inevitable reescritura, todavía hay muchas voces que se alzan de manera un poco cómoda contra esta operación amparándose en la creencia a ultranza de la originalidad. A esas voces le sirve que haya una película como Cowboys y aliens, que como digno representante de esa tendencia posmoderna se anima a convocar y mezclar no sólo géneros sino también convenciones, iconografías, mitos. Digo que le sirve porque la última película de Jon Favreau tiene problemas serios a la hora de hacer que todo ese enorme conjunto de elementos heterogéneos conviva de manera armónica. De a ratos se tiene la sensación de estar frente a un pastiche, donde la lucha cuerpo a cuerpo de un vaquero con un alienígena no se aprovecha dramáticamente sino que parece un mero juego de cruces improbables, como si la propuesta de la película fuera solamente el rejunte de esos elementos pero sin llegar nunca a proponer un diálogo consistente entre unos y otros. Rápidamente y con una pereza argumentativa notable, muchas críticas toman a Cowboys y aliens (aunque podría haber sido otra película) como la muestra cabal de la supuesta falta de ideas de la industria y del fracaso estético de la que, parece, ya es la operación discursiva fundamental de toda una época: el reciclaje. Pero lo significativo es que la película de Favreau tenía todo para ser un más que digno exponente de ese gesto reciclativo. Pasada la primera parte en la que se presentan a los personajes de acuerdo a los ritos del western más áspero y desencantado, el guión escrito a ¡diez manos! empieza a exhibir síntomas de una contaminación genérica que lejos de enriquecer la estructura del western la torna inestable y débil. Se percibe con la aparición de Percy Dolarhyde, el hijo del hacendado de la región que se cree con derecho a hacer toda clase de desmanes solamente porque su padre prácticamente dirige el pueblo. Pero el personaje interpretado por Paul Dano es más un adolescente conflictuado e inseguro propio del cine indie más comercial que de un western; lo mismo se puede decir del cantinero que compone Sam Rockwell, otra criatura extemporánea al género. Además de constituir una buena (aunque breve) escena de acción, la ruidosa aparición de los aliens con sus naves no hace más que complicar las cosas, porque ahora todos los personajes del pueblo se ven obligados a emprender una misión en común que les permita salvar a los seres queridos abducidos, y la convivencia interna del grupo, salvo por relaciones muy puntuales (como la del terrible coronel Dolarhyde con el chico), nunca termina de funcionar del todo y la película vira hacia una especie de cine catástrofe que no articula los dos grandes polos que (se supone) componen el relato: el Oeste y la invasión alienígena. Sin embargo, cerca del final, cuando el combate entre hombres y marcianos (y mujeres, y niños) empieza con todo, ahí la película gana en velocidad y fuerza. Pasa que en esos momentos de violencia, luchas a mansalva y deliciosas frases hechas, Favreau recupera como no lo hizo en toda su película el espíritu del cine B más sucio, desprolijo y hermosamente desprejuiciado. Ahí está la clave que el director y los cinco guionistas tardaron casi una hora y media en descifrar: un objeto como Cowboys y aliens pedía desde un principio ese desparpajo y exceso en lugar de la construcción de una narración sólida con personajes pretendidamente profundos. Cuando la película se sacude ese lastre y se despacha con todos los tiros, sangre extraterrestre y alianzas imposibles (grandes terratenientes norteamericanos peleando hombro con hombro junto a apaches y hasta una alienígena encubierta) la historia finalmente respira y araña un poco la alegría que todos los chistes forzados de Sam Rockwell y Paul Dano no pudieron conseguir. Ahí, en medio de horribles bichos destripados, cowboys asesinados de todas las formas habidas y por haber y siguiendo una trama absolutamente inverosímil (alienígenas que quieren colonizar la Tierra para extraer oro), salpicado por la vitalidad de una película que alcanza una cumbre cambalachística insuperable, a uno le entran ganas de explicarle a todos los que dicen que “ya no saben qué inventar” que todo ya está inventado, y que la felicidad muchas veces (si no siempre) está en saber mezclar en las dosis justas esas creaciones del pasado.