Todos conocemos la feria de La Salada, incluso los que nunca estuvimos ahí. La televisión (a través de los noticieros y programas de investigación) y el boca a boca fueron los principales canales mediante los cuales nos fuimos enterando de la existencia de la feria. Bueno, resulta que, gracias a esa cualidad propia del cine de develar zonas grises o directamente vedadas del mundo, de golpe caemos en la cuenta de que no conocíamos nada. Hacerme feriante traza un recorrido increíblemente abarcativo, que va desde la historia de La Salada y su pasado de balneario hasta la actualidad y el día a día de la feria. Su carácter de mercado abiertamente ilegal (el tema que privilegiaron los medios de comunicación) es velozmente corrido a un lado por d’Angiolillo: a través de un texto subido en internet y filmado, la denuncia internacional del enorme volumen de irregularidades comerciales es contrastada y en cierta medida equilibrada por un testimonio anónimo (también conseguido en la red) que trata a los responsables de la denuncia de “transas” y “corruptos”. Despachado así de rápido el asunto, la película puede dedicarse libremente a esbozar un trayecto histórico por la laguna ubicada en el partido de Lomas de Zamora que, según parece, estaba destinada desde sus comienzos a ser una geografía populosa en constante movimiento y expansión, como lo muestran las imágenes de archivo de los tiempos del balneario, y también a la exploración del predio y del complicado sistema que lo mantiene operando. Desde el carácter infinitamente laberíntico que constituyen las instalaciones, hasta el equilibrio endeble que parece sostener unidos a los ocupantes de los puestos frente a las autoridades (una asamblea caótica es la máscara democrática que se le adosa a la toma de decisiones, claramente impulsada por los administradores), La Salada se revela como un lugar rico en contradicciones y detalles insólitos, un espacio que de a ratos parece regirse por reglas propias, diferentes a las del resto de la sociedad. Es llamativo como el director, si bien bajo la distancia segura del documental, practica una suerte de acercamiento a ese mundo tan particular ya desde los títulos del comienzo, cuando la película se apropia de la estética de los afiches de películas truchas. Ese acercamiento puede apreciarse también en una inspección que no busca el impacto fácil o el detalle pintoresco sino los signos de un fenómeno social irreductible en su complejidad y riqueza: el enorme y artificial colorido que exhibe el paisaje; el tránsito imposible y a altas velocidades de los carritos que reparten mercadería entre los puestos y que circulan casi mágicamente por entre la gente y por los estrechos pasillos de los puestos; la apertura nocturna de la feria, un momento calculado y ensayado hasta el hartazgo que, debido al gigantesco caudal de gente que llega en oleadas a los puestos, de todas formas resulta inmanejable; la imagen de los micros vacíos aparcados de cualquier manera , como si el estacionamiento se hubiese convertido en un espacio desregulado, sin normas; las diferentes negociaciones entre algunos feriantes y el intendente, escenas antológicas que despojan de cualquier posible atisbo de grandiosidad el ejercicio de la política, etc. Todo esto y más era lo que no sabíamos de La Salada, la feria que gracias al cine, incluso los que nunca estuvimos ahí, ahora conocemos mejor que antes.
Es difícil hablar mal de El Avispón Verde. No es que la película sea ni remotamente buena, pero la última de Gondry transpira bondad, amor, cariño. Por eso, aunque me enoje bastante esa predisposición del cine estadounidense a reírse de todo y a derribar cuanto mito le sea posible, la verdad es que El Avispón Verde es, a fin de cuentas, una comedia sobre dos amigos muy distintos el uno del otro que salen a la calle a jugar con disfraces. ¿Cómo, eso ya no lo había hecho Kick Ass? Sí y no, porque allí el justiciero Dave estaba prácticamente solo, y porque Kick Ass era, en el fondo, una tragedia. Entonces, El Avispón Verde es la primera película de superhéroes que se ríe del género pero que lo hace sin cinismo; algo raro, si lo pensamos, porque las parodias actuales tienden a la burla despiadada más que a la risa amable. Sin embargo, superado con elegancia ese intríngulis, la película de Gondry tiene unos cuantos problemas: el otrora gran Seth Rogen acapara todo el maldito guión hasta que aburre y molesta (el tipo es coguionista y coproductor); las escenas de acción son largas y pirotécnicas y terminan cansando, lo dejan a uno exhausto con tanta cámara que se mueve, tanto ralenti y tanta visión súperhumana-poderosa-luchadora-atemporal-grossa de Kato (el chino parece que ve la vida como si estuviera adentro de un videojuego; igual no digo que eso esté mal eh, solamente que Gondry abusa mucho del recurso). Christoph Waltz se mandó a hacer un villano a medida como si se tratara de un traje y se nota que el papel de Chudnofsky le calza de maravilla, pero, al igual que lo que pasa con el Britt de Rogen, en las escenas con Chudnofsky pareciera que Waltz está haciendo su propia película, sin que su personaje dialogue con el resto del film (cuando se cruza con el Avispón el choque tan esperado es apenas un gag predecible y que no funciona, la prueba definitiva de que Rogen y Waltz estuvieron demasiado ocupados durante toda la película en demostrar sus dotes personales para la comedia y no miraron mucho qué pasaba alrededor suyo). Cameron Diaz viene a ser una suerte de especialista en periodismo que le enseña a Britt los ribetes de la profesión, pero la verdad es que su personaje no sale del estereotipo de la rubia tarada que está fuerte y que ¡oh, sorpresa! puede hilar dos o tres frases de corrido sobre política, aunque a veces diga alguna que otra barrabasada indignante como cuando le explica a Britt que le conviene ir a cenar con el presuntamente corrupto Scanlon y llevar un micrófono oculto porque “eso es periodismo”. Cada vez que la pienso de nuevo, El Avispón Verde me resulta torpe, pavota, falta de ideas y, sobre todo, muy aburrida. Pero incluso con todo eso en mente, creo que el cariño que muestra Gondry para con sus personajes es lo que la salva del oprobio absoluto. El amor (de Gondry, en este caso) es más fuerte y, más allá de todo lo fea que me pueda parecer la película, elijo quedarme con el comienzo de la relación de Britt y Kato, cuando los dos hablan mal del recientemente fallecido James Reid (padre de uno, jefe del otro) y se revelan como cómplices en sus reproches, con los momentos en que Kato le ofrece sus inventos a Britt como si fueran chiches con los que se puede salir a jugar a la vereda, o con la escena en que se muestra el café made in Kato que toma Britt a la mañana: un café con crema que tiene el dibujo de una flor (o una planta, no importa, lo que cuenta es que ¡el chino dibuja con la leche en el café!) que se hace con una máquina complicada y gigante construida especialmente para ese propósito. Un café que parece riquísimo, seguramente el mejor café con leche de la historia del cine.
Escupiré sobre tu picnic. Ajuste de cuentas con los tiempos que corren, el Oso Yogi no es más el personaje pícaro pero inocentón de los dibujos de Hanna-Barbera sino un consumado cultivador del quilombo y mentiroso crónico que no puede parar de robar las canastas con comida de los visitantes del parque Jellystone. Sin embargo, esa mirada desencantada no se derrama sólo sobre él, porque pareciera haber algo de justicia en los planes maquiavélicos de Yogi; a fin de cuentas, la gente que va al parque lo hace de manera apenas esporádica, como si fueran allí únicamente para satisfacer su cuota mínima e indispensable de contacto con la naturaleza (por lo menos eso nos cuenta el guardabosques Smith, que ve cómo se le desmorona el parque). Ese es el gran tema de la película: tenemos que proteger los espacios verdes para poder habitarlos una o dos veces al año y sentirnos vivos, naturales, comulgando con la vida animal… aunque sea por un ratito. A esas familias americanas tipo que van a pasar su rato salvaje del mes entre los árboles del parque, Yogi les afana las canastas con el almuerzo y les arruina el picnic, les escupe el asado (o la parrillada, o la barbacoa, que son las cosas que hacen en Estados Unidos). Claro, el problema es que tampoco él ni su fiel patiño Bubu son muy salvajes que digamos: roban comida en lugar de salir a cazar, para lo cual fabrican complicados artilugios que se les terminan volviendo en su contra, como le pasa al Coyote con el Correcaminos (de esos dos personajes se pudo ver un corto en 3D feísimo al comienzo de la función). El único personaje que realmente parece tener alguna dosis de animalidad es Rachel, la documentalista que se interna en zonas exóticas y convive con sus criaturas como si fuera una de ellas. Rachel resulta ser el espécimen más salvaje de la historia, como si el guión nos hablara de los peligros que trae el acercarse en exceso a los dominios de la naturaleza: “si se hacen muy amigos de los bichos y las plantas, pueden terminar como ella”. El otro extremo son los políticos sin escrúpulos (personajes simpáticos, hay que decirlo) que no reparan ni un segundo en talar el bosque de Jellystone con tal de ponerse en el bolsillo la elección para gobernador. Entonces: osos que piensan y hablan y hasta tienen aspiraciones de ser famosos, o mujeres rubias que se comportan como bestias, gruñen y actúan como un tigre de Bengala. Con lo natural, nos dice la película de Eric Brevig, el único diálogo más o menos exitoso que puede entablarse es el que ponen en práctica los irregulares y fugaces visitantes del parque: vamos un fin de semana, nos comemos unos sándwiches en las mesitas de madera, hacemos la digestión a la sombra de algún arbolito y nos volvemos a la ciudad felices y plenos, o algo así. Y volvemos el año que viene. Fuera de esa mirada chata y cómoda, El oso Yogi da muestras de una insospechada decencia cinematográfica: Yogi y Bubu no acaparan el relato sino que le dejan espacio a los otros personajes, los dos son bastante cómicos y su relación soporta unos cuantos buenos chistes, el guardabosques Smith tiene algún que otro chispazo de humor, Anna Faris (que hace de Rachel) exhibe una belleza con salpicones de bestialidad que la hacen una freak adorable (siempre dije que Anna Faris era lindísima, y ahora parece que de a poco, muy despacito, la mujer se va corriendo de su lugar de tonta de capirote en el que supo encasillarla la serie de Scary Movie), lo digital convive de manera más o menos armónica con los actores de carne y hueso, los villanos son tan malos y cínicos y guachos que nunca terminan de generar (por suerte) ninguna clase de comentario serio sobre la política y el estado del mundo. Una curiosidad: T. J. Miller está desaprovechadísimo otra vez, haciendo un papel de novato que quiere quedarse con el puesto de su compañero, exactamente igual al que tiene en Los viajes de Gulliver. A pesar de los puntos que se anota la película, a los que crecimos mirando y leyendo (porque también había historietas) al Oso Yogui (sí, Yogui, con la “u”) nos debería quedar una sensación un poquito amarga después de ver al nuevo Yogi piola, rápido para el engaño, inventor inverosímil y tan necesitado de ganarse el cariño y la admiración del público del parque. Mi memoria no es de las mejores pero el Yogui que yo recuerdo era más bonachón que vivo, más pícaro que calculador, más tontolón que astuto. Para mí, Yogui vivía en el bosque muy contento, y con eso le alcanzaba, pero ahora resulta que es un ladrón compulsivo con aspiraciones de celebridad que no se conforma con canastas de picnics, también se chorea, entre otras cosas, una máquina expendedora de bebidas y hasta el buzón con las donaciones de los visitantes. Menos mal que todavía nos queda Bubu, la más o menos inmaculada voz moral de la película, el Pepe Grillo peludo, con jopo y voz finita, siempre listo para sacarlo del abismo al desubicado de Yogui y ponerlo de nuevo en sus cabales. Gracias por seguir siendo el mismo, Bubú, y por devolverme, aunque sea por un rato, al Yogui buenazo de mi infancia.
Los viajes de Gulliver me decepcionó, mucho. A pesar de que el avance no prometía demasiado, yo creía que podía ser una buena película, incluso una gran película. Por lo menos así lo dictaba la premisa con una historia que se dedicaba a explotar al máximo el cuerpo de uno de los cómicos norteamericanos más físicos en mucho tiempo: Jack Black. Sí, es verdad que en el horizonte de la Nueva Comedia Americana también están el gigante Ferrel, el deportista Sandler o el gordito Hill, por nombrar algunos cómicos que también construyen su actuación desde lo físico, pero siempre hubo algo difícil de explicar en la interpretación de Jack Black que lo distanció de los estereotipos más comunes. Rechoncho pero no gordo (“chubby”, en inglés, sería la palabra justa para definirlo), freak y a mucha honra, adolescente capaz de ver por los pliegues de la madurez de otros personajes, humillado pero siempre altivo y belicoso, fiaca aunque con una energía contenida que liberada hacía estallar la pantalla en mil pedazos. Y los viajes de Gulliver iba a ser la película que aprovechara plenamente ese cuerpo anfibio y poderoso, pero al final, lo físico se reduce solamente a un par de ideas simplonas que se repiten a lo largo y ancho de la historia. Black es gigantesco, los liliputienses son chiquitos; tomando esos elementos como punto de partida, la película juega siempre a lo mismo: poner en cortocircuito esos dos tamaños distintos y mostrar el desfase entre el gigante y los hombres pequeñitos. Poca cosa, la verdad. Fuera de eso, de a ratos hay escenas con canciones de rock totalmente gratuitas, como si el director nos estuviera diciendo: “che, miren que esta es una película de Jack Black, hay rock y el tipo hace que toca la guitarra en el aire”. Pero no alcanza. Para colmo, la película relee el libro original desde un lugar bastante feo. En Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift lo que primaba eran la sátira a personajes y temas de la época y la referencia a gobernantes, cuestiones de política y otras naciones. Pero si Swift ponía en tela de juicio al mundo de su tiempo a través de una fábula con un costado fantástico, el director Rob Letterman hace exactamente lo contrario. Más allá de las idas y vueltas del guión y de sus lecciones (el personaje de Black enseña, los liliputienses aprenden, después pasa al revés, etc.) la película se apoya en Liliput como si fuera un trampolín ya no para criticar el mundo conocido del que viene el personaje de Black (un mundo construido sobre el trabajo asalariado en donde el bienestar depende casi exclusivamente del puesto laboral que se ocupa) sino para enaltecerlo, como si al final el regreso de los personajes a Manhattan estuviera teñido de una irritante autoafirmación de sus ideas y de su visión de las cosas. Era claro que no hacía falta seguir al pie de la letra la propuesta del libro de Swift. Después de todo, el escritor interpelaba a una minoría de lectores capaces de decodificar con éxito el montón de referencias camufladas a la sociedad de la época (quizás esa rabiosa actualidad sea lo que hoy hace de su lectura una experiencia críptica y aburrida), mientras que la película le habla a un público masivo, y por eso las referencias ya no cumplen un rol satírico sino más bien uno que oscila entre la parodia y la cita, como se ve con Titanic, Avatar, Kiss, X-Men orígenes: Wolverine, Transformers, Star Wars, etc. Es decir, que muchos de los cambios que hace la película en relación al libro son necesarios. Pero que la crítica de la sociedad y la política se convierta en un saludo complaciente a la época, eso ya da cuenta de otra cosa muy distinta a un ajuste de propuestas. Más bien parece el cierre obvio de una película tibia y complaciente que nos dice que el mundo en el que vivimos es el mejor de los mundos posibles, y que a fin de cuentas uno se realiza subiendo de puesto en la oficina.
En los planos iniciales de Criada parece revolotear el espíritu (cinematográfico, se entiende) de Lisandro Alonso. La película muestra a Hortensia, su protagonista, mezclada con el paisaje y compenetrada en su rutina de una forma tal que es imposible no pensar en Misael, el hachero de La libertad. Pero a los pocos minutos se hace presente la civilización a través de un llamado de teléfono (inimaginable en la película de Alonso), y el parecido se acaba bruscamente. De allí en más surgen personajes que van a ir pintando a Hortensia desde diferentes lugares: sus patrones, vecinas e hijo (del que solamente escuchamos su voz, por teléfono) arrojan pequeños y breves rayos de luz sobre el personaje, como si Hortensia fuese un enigma a elucidar. En uno de esos momentos, cuando se comenta lo poco que gana Hortensia por su trabajo esforzado, el personaje deja ver un matiz de tristeza que antes se intuía pero que no se había llegado a materializar. Así, Hortensia se exhibe en todas sus miserias pero solo de a ratos, porque el resto del tiempo el personaje permanece apagado y sin exponerse demasiado. Criada sabe acompañar a su protagonista sin ceder a ninguna clase de explicación (por ejemplo, del pasado de Hortensia se sabe nada más que fue adoptada por la familia para la que trabaja y nada más), aunque en algunos pasajes cae en la tentación del exceso, como cuando se escucha una ruidosa y muy fuerte música extradiegética que sale de la nada, o cuando se intercalan calculadamente planos de la luna tapada por las nubes. Allí la observación rigurosa que practicaba Córdoba se quiebra y la película pierde su equilibrio, aunque estos deslices no alcanzan a eclipsar un documental como Criada. Córdoba encuentra una buena historia y sabe seguirla con nervio y respeto.
Llama la atención lo desestabilizante que resultan algunas películas para la crítica. Noches de encanto es una de esas películas: su absoluta e irreflexiva suscripción a los clichés de un género en franca decadencia es algo que la mayoría de los críticos señalaron como condenable, muchas veces tildándolo de incapacidad narrativa o de un intento de subestimar al espectador. El camino al infierno está lleno de buenas intenciones o, en el caso de Noches de encanto, de lugares comunes; por lo menos eso nos dijeron la mayoría de los críticos. Pero en esa avidez por derribar lo obvio, lo que queda en evidencia es la estrechez del que escribe, su imposibilidad de acoplarse a una propuesta cinematográfica específica, la de una película que no quiere pensar un género sino que solamente aspira a ejecutarlo ciegamente, tocando sus cuerdas más conocidas y livianas. Acostumbrados a que el cine se muestre autoconsciente, notoriamente reflexivo sobre sus materiales, dispuesto siempre a reírse de sí mismo y a transparentar sus mecanismos, las películas que se aferran con uñas y dientes a un género muchas veces nos dejan mal parados: nos resultan inocentes, anacrónicas o simplemente estúpidas. Noches de encanto no es ni por asomo una buena película, pero no lo es por varios motivos distintos de los nombrados arriba, que fueron los que puntearon la mayoría de las reseñas. Es más, hasta podría decirse que el acartonamiento declarado de la película de Steve Antin es su arma más eficaz: cuando apuesta con más fuerza a la sofisticación tilinga y artificial o al despliegue en serie de los clichés más grasosos posibles, Noches de encanto cumple y por momentos hasta se muestra viva, robusta. Uno de los puntos flacos de la película es la histeria de los personajes y la pacatería sexual (no hace falta que cojan en pantalla, me banco la elipsis, ¡pero cojan de una vez!), algo cada vez más frecuente dentro del cine estadounidense y que a esta altura parece un definitivo signo de los tiempos. Sin embargo, lo que vuelve irredimible a Noches de encanto es su impericia a la hora de filmar el baile. Las coreografías aparecen infinitamente fragmentadas en planos que duran no más de un segundo (o dos, si las que están en pantalla son Christina Aguilera o Cher) negándole cualquier posible peso real al baile. La explicación común para casos como el de Noches de encanto es que, como ya no hay gente que baile bien en el mundo del cine, los directores tienen que cortar los planos todo el tiempo para tapar esa falta de destreza. Pero ese argumento suena a nostalgia simplona con sabor a cine clásico: como nadie baila como Fred Astaire o Gene Kelly, entonces el plano general en un musical pierde su razón de ser. Me inclino más a pensar que la velocidad a la que se reproducen las imágenes en casi todos los géneros alcanzó también al musical. El resultado es una limitación total y absoluta de la libertad del espectador a la hora de elegir qué ver en pantalla: un torso, una cara, un culo, unas piernas, un plano de conjunto, de nuevo un torso; la película nos muestra todo el tiempo lo que ella cree que queremos (tenemos) que ver sin que podamos nunca elegir qué mirar por nosotros mismos. Por ejemplo, podríamos interesarnos por una bailarina secundaria perdida en el fondo del escenario o por la forma de bailar de Aguilera, pero Steve Antin no nos deja recorrer a gusto el escenario y su elenco porque nos impone siempre su recorte atomizado y velocísimo del show. El problema más grave de Noches de encanto no es su falta de autoconciencia o la manera en que Antin suscribe a todos y cada uno de los lugares comunes del género en su vertiente más acartonada, sino el poco respeto que exhibe para con la inteligencia del público (“como no sabés qué hay que mirar, yo te lo señalo”) y hacia los cuerpos arriba del escenario, mutilados salvajemente a través del montaje.
Como buena obra hija de su tiempo, La epidemia, una remake de The Crazies, la legendaria película de George Romero, se las ingenia para expresar una sensibilidad de época y a la vez hacer buen cine de terror. Pero antes de pasar a La epidemia (también producida por Romero), algunas diferencias entre la versión original y la remake. En la película de Romero el Mal tenía un rostro bien definido: el ejército, sus altos mandos, los burócratas encumbrados en el gobierno y hasta el presidente eran los responsables del accidente aéreo que liberaba el virus Trixie en el pueblo de Ogden Marsh y de las posteriores medidas tomadas para evitar su propagación. Para los personajes la salvación consistía en escapar del radio de acción militar y llegar a otro pueblo cercano, aunque el final dejaba abierta la posibilidad de que el virus habría cruzado el perímetro establecido por el ejército y se habría esparcido por el resto de los Estados Unidos. En cambio, en La epidemia, el ejército, más salvaje e inmoral todavía que el que imaginara Romero, es un enemigo sin cara y que aparece construido como una amenaza rápida y fulminante, una máquina de exterminio sin vacilaciones de ningún tipo. Al mismo tiempo, no se sabe nada de otros órdenes de poder que pudieran balancear la omnipotencia militar, pero sí, como queda establecido desde el principio, que existe un dispositivo de vigilancia a nivel planetario capaz de verlo todo desde alturas estratosféricas, ya sea un pueblo como el de Ogden Marsh o un grupo de personas que huyen por el campo. En esas diferencias (aunque hay otras) se condensan las distintas visiones de las dos películas. En los 70 The Crazies todavía podía enjuiciar al orden político y militar porque la película estaba lidiando con funcionarios, superiores, presidentes; es decir, con personas. En cambio, ya en pleno siglo XXI, para La epidemia no hay un poder humano con el cual dialogar, lo único que queda es intentar escapar de sus brazos interminables, entonces la película se concentra en las estrategias de supervivencia de los personajes más que en una crítica política. Esa postura queda clarísima en la escena donde el grupo se cruza con un general que viene al pueblo a ayudar en la desinfección: cuando empieza a hablar, uno de los personajes lo mata sorpresivamente, como si la película no quisiera o no pudiera escuchar lo que el militar tiene para decir. En medio de la avalancha de remakes y de películas que parecen no entender absolutamente nada del género, el terror estadounidense se muestra cada día más pobre, lánguido y falto de ideas. Brevemente: más estúpido. Algunas pocas películas rompen con esa mediocridad general y nos dicen que el terror todavía puede hacernos sentir miedo sin sustos fáciles, perturbarnos y hasta hablarnos del estado del mundo. Algunas de esas películas excepcionales pertenecen a autores reconocidos como el propio Romero o el recientemente recuperado Raimi, pero muchas otras son películas chicas y con poca difusión. El año pasado fue Portadores: compacta, sólida, dura, sin concesiones, terror que interpelaba al espectador de igual a igual, que lo hacía revolverse en su butaca de manera leal, sin sustos a traición, Portadores pasó sin pena ni gloria por la cartelera local. Este 2011 empezó con La epidemia, otra película chica pero fuerte, de pulso firme, con el nervio suficiente para regodearse en la crueldad y la violencia siempre sin perder de vista a los personajes y su drama (vean la escena con las personas atadas a las camillas y el infectado que las atraviesa una a una con un rastrillo). Como en Portadores o La carretera (que no es cine de terror pero tiene varios puntos en común con las películas nombradas), el peligro sirve de prueba moral que tensa al máximo la concepción del mundo que tiene el protagonista, en este caso, el sheriff Dutten (un cada vez más cumplidor Timothy Olyphant): ¿qué hacer después de haber visto que un grupo de soldados salidos de la nada puede asesinar a sangre fría y con total impunidad a los amigos más queridos, o luego de haber visto a esos amigos convertirse en monstruos por obra de un virus y volverse capaces de cualquier cosa? Como en esas dos películas, La epidemia se juega en la puesta en crisis de una línea de conducta que se revela como incompatible con los tiempos que corren; bien lejos de las películas moralistas que apuestan a elaborar una enseñanza, en La epidemia, La carretera y Portadores se da cuenta de las dificultades de llevar una existencia moral en mundos que se resquebrajan sin remedio (y que se parecen bastante al nuestro). Antes que de una lección, esas tres películas abordan el relato de un fin, o, en todo de caso, el fin de un relato: el de un hombre dispuesto a ceñirse a una forma de comportamiento, preocupado por algo más que la supervivencia inmediata y fisiológica. Fuera de algunos sustos innecesarios, La epidemia es capaz de construir con pericia un universo (el de los pueblos del interior estadounidense) para después hacerlo estallar y perseguir implacablemente a sus criaturas para asesinarlas sin piedad. La tragedia de Ogden Marsh cala hondo porque la película pinta un pueblo y un drama que son mucho más que una seguidilla de clichés y, por eso, una parte de la bronca y el odio de los protagonistas por ver su pueblo arrasado y a sus vecinos masacrados alcanza a tocarnos y a involucrarnos en la historia, algo que el género parece que viene olvidando en los últimos años: fuera del miedo, los monstruos y las vísceras, el poder hacernos sentir a la par de sus personajes, introducirnos dentro de la historia como partícipes sensibles y no como meros observadores ajenos de un espectáculo sangriento. Eso, el invitar al público a compartir una experiencia de igual a igual con sus criaturas, es algo cada vez más difícil de encontrar en una película de terror, y La epidemia lo hace con lealtad pero también con dureza porque la situación que les toca vivir a sus protagonistas es cruel y terrible, como en las mejores películas de terror.
El cine argentino nunca tuvo una tradición de cine apocalíptico, y Los santos sucios no es la película que vaya a inaugurarla: si bien en el tercer trabajo de Luis Ortega reconocemos convenciones, iconografías y hasta el clima propio del género, también es cierto que esos rasgos funcionan más bien como tics, a la manera de gestos insistentes pero faltos de la sustancia que les dio cuerpo. Y eso no es malo, porque Los santos sucios, más que contar una historia, lo que hace es recorrer un camino. Ese camino, a no engañarse, es el verdadero centro de la película. Los edificios derruidos e invadidos por los plantas, las casas que no sirven como refugio (en Los santos sucios pareciera no haber espacios privados, íntimos, seguros; todo es intemperie), las rutas por las que esporádicamente pasan soldados a velocidades casi lumínicas sin que sepamos su destino ni su misión, las calles vacías u ocupadas por coches rotos y podridos, el campo y los árboles que en los límites de la ciudad se extienden hasta donde llega la vista; todo conforma el paisaje que alimenta la fiebre de los personajes y que, como ocurría con el cine negro y sus ciudades en decadencia, oficia de gran protagonista de la película. Ese protagonismo de los espacios es lo que determina el carácter de trayecto más que de relato ceñido a alguna clase de temporalidad o de progresión narrativa. Queda claro desde el principio que en Los santos sucios el tiempo es un recuerdo del pasado y un dato imposible, que se deshace en la cotidianeidad eterna en la que están inmersos los personajes. Una campana hace las veces de reloj comunal y, como dice Berry a sus compañeros, se trata de un acto épico, casi de heroicismo, el tratar de ordenar la vida (por lo menos la vida terrible que llevan ellos) dentro de un marco temporal. Ese recorrido geográfico y ubicado por fuera del tiempo, decía, es lo que habilita a Ortega a servirse de los rudimentos del cine apocalíptico sin hacer una película de género. Si bien hay un grupo de personajes que entablan relaciones, chocan entre sí y algunos hasta cambian, el relato opta siempre por la desconexión, dentro de las escenas y entre los mismos personajes. Signo de la locura que los acecha, muchos de los diálogos que mantienen parecen monólogos alternados, una falsa conversación en la que cada uno construye al otro como público y no como interlocutor. Allí es donde se perciben las primeras debilidades de la película: en la sobreactuación de Urdapilleta, Martina Juncadella o del propio Ortega; en el convencionalismo de algunas frases que impacta de lleno con la irreverencia y frescura de otras, como cuando Rey le ordena caprichosamente a Cielo: “haceme cucharita”. Lástima que esa línea luminosa esté colocada en el medio de una escena harto común, que aspira a poner en crisis el género solamente con el histrionismo de Urdapilleta (Rey) y los arranques infantiles de Ortega (Cielo) Será por eso que Los santos sucios, más allá de lo que nos sugiere la importancia conferida a los personajes en el título, tiene que ser vista como una película de lugares, una serie de imágenes del fin del mundo que aparecen habitadas por un grupo humano irregular, desparejo y contrahecho, que funciona mejor cuando sus integrantes están callados. Berry es la excepción porque su habla impostada, de un acento extraño y siempre en desfase con la urgencia del sobrevivir cotidiano que asedia a los demás (no por nada Berry es el que toca la campana, el que les devuelve la sensación del tiempo a sus compañeros) es la apuesta más libre de Ortega, donde la película se muestra respirando con total libertad, bien lejos de los moldes de un género o de las exigencias de un cierto tipo de diálogo. Berry puede hacer que cualquier línea suene bien porque él (Berry -Rubén Albarracín- o el que dobla su voz, Oscar Alegre, no sabría decirlo) se ofrece como una criatura acinematográfica, ignorante por completo de la historia del cine y sus convenciones verbales. En cambio, Urdapilleta y los otros se nota que vieron películas, que saben cómo se habla en el cine, en el género y que conocen su repertorio de frases y palabras, y por eso sus esfuerzos por desmantelar ese habla son un lastre, porque están demasiado conscientes de su saber y de la necesidad de olvidarlo o destruirlo; Berry, en cambio, nunca supo qué hay que decir en una película ni cómo hacerlo, y su voz, entonación y lo que dice son una bocanada de aire fresco, una banda de sonido nueva, inquietante y poética. A fin de cuentas, Los santos sucios es una película sobre la poesía, que trata de las formas posibles de extraer la belleza de un yuyo movido por el viento o, como en el largo plano inicial, de una pared carcomida y descascarada. El mundo en vías de extición del cine apocalíptico es el lugar perfecto para que la cámara de Guillermo Nieto explore las costuras salientes de la vida moderna ahora expuestas al ojo, pero cuidado, porque el optar por contar ese mundo no alcanza para hablar de una película de género. Los santos sucios es una película dispar, felizmente deforme en un sentido faviano, sin temor al qué dirán, sin miedo al exceso ni al ridículo. Esa libertad se percibe en la gran mayoría de los planos y de los diálogos de la película, pero también en el rechazo evidente de las exigencias de una película apocalíptica: los personajes no se enfrentan a ningún peligro concreto (los soldados son una amenaza lejana e incierta) y la subsistencia, aunque de manera desconocida, parece estar asegurada. Lo único de ese cine que permanece y que cruza como un rayo la película de Ortega es la necesidad de llegar a un destino; o sea, Los santos sucios fija su atención en la acción geográfica del género y no en su devenir narrativo. Como en La zona de Tarkovsky (que se siente como una fuerte influencia para Ortega), los personajes vagan sin un rumbo fijo y la película se juega en esas derivas. El mundo derrumbado es susceptible de explorarse sin necesidad de estar escapando de enemigos ni de buscar comida para no morirse de hambre. Faltos de un villano al que combatir o de la amenaza de algún fenómeno natural, los personajes de Los santos sucios se revelan como espectadores privilegiados que asisten maravillados, irritados, locos o simplemente mudos, a la vida después de la civilización y el cine de género.
La reunión del diablo tenía una premisa más o menos prometedora: un grupo de personas atrapadas en un ascensor es acechado por algo que no se sabe bien qué es pero que el título local (y el todavía menos sutil título original) ya permiten adivinar. Los cinco se empiezan a conocer unos a otros al tiempo que son lastimados y hasta asesinados sin quedar nunca en claro quién es el responsable. Así contado, tenemos entre manos una película de terror dura y claustrofóbica, que además nos coloca alternativamente en el lugar de cada protagonista y nos hace partícipes de sus respectivos miedos y sospechas. El problema es que La reunión del diablo no se contenta con esa historia, es decir, no quiere o no puede quedarse encerrada en el ascensor junto a sus personajes, y necesita salir afuera. Gran parte de la película de John Erick Dowdle transcurre también en el resto del edificio, sobre todo en la cabina de vigilancia desde la que los guardias y un detective (encargado improvisadamente de resolver el misterio de los asesinatos) observan los hechos a través de la cámara de seguridad del ascensor. Signo del poco respeto que la película muestra hacia la inteligencia del público, La reunión del diablo utiliza ese otro espacio (el de la cabina) para elaborar constantemente un comentario de lo que ocurre en el ascensor, como si para darse una idea cabal de lo que está pasando el espectador necesitara de las explicaciones de los guardias y del detective, observadores como nosotros del show de violencia y muerte que se ve por la cámara. En esas escenas, el guión (basado en una idea de Shyamalan) acaba con cualquier posible interpretación por parte del público; las lecturas de los hechos insólitos del ascensor podrían ser muchas pero, pareciera decirnos Dowdle, la lectura final tiene sí o sí que ser una sola, la que nos propone (o nos impone) la película. Ese forzamiento es el que tira abajo todo el potencial de la premisa inicial, porque en esos momentos, cuando los personajes de la cabina discuten sobre las posibles causas de la hecatombe, el guión instala una idea de moral aburrida y pesada que encaja cada personaje y cada acción en el craso esquema ético de la película. Por ejemplo: las conexiones entre los personajes, imposibles, imprevistas e impresentables, que hacen las veces de una suerte de remedo de vuelta de tuerca, son un caso concreto de la sumisión del guión a esa idea de gran mecanismo que obtura las posibilidades del punto de partida inicial, que se abría a un sinfín de juegos narrativos. Religión de estampita, castigo diabólico y redención más o menos instantánea; si por lo menos Dowdle se atreviera a reventar algo de la rigidez moral de la película, esos tres elementos podrían conformar un cóctel explosivo. Pero el guión es más fuerte: la tortura física y psicológica aplicada a las víctimas del ascensor solamente puede llevarse a cabo trazando como horizonte lejano e ideal una moral con tufillo a cristianismo. Es decir, no es el cine el que castiga a los personajes (para eso hacen falta películas con coraje) sino la Religión, el Diablo, la Culpa y demás sandeces, todas con mayúsculas.
Machete para presidente Cinemarama nunca fue pródigo en polémicas. Aunque más de una vez publicamos dos textos que hablaban bien y mal de una misma película, no se dio el caso de que un redactor le responda a otro explícitamente con un texto. Esta vez yo estoy tentado de contestarle a David y a su nota sobre Machete, concretamente sobre algo que allí se dice. Mi texto le responde al suyo pero también a otros, incluso a varios que rescatan a Machete por motivos que para mí están equivocados o son insuficientes. 1. La búsqueda de imágenes nuevas no tiene por qué ser un trabajo que se le imponga a todas las películas. Más allá de la dificultad de la tarea (Barthes derribó en parte el mito de la originalidad con “La muerte del autor”, y ya Herzog, en su aparición en Tokyo-Ga en los 80, señalaba el problema de encontrar lugares que nunca hubieran sido filmados), en muchos casos esa exigencia es incompatible con el cine que se tiene entre manos, por ejemplo, el de género, que se juega mucho más en el terreno de las convenciones y su despliegue que en el del registro del mundo. Robert Rodriguez hace cine de género, y para su factura echa mano a una buena parte de la historia del cine de acción y aledaños. No habría que confundir el libre manejo de las herramientas que pone a disposición esa historia genérica con la cita muchas veces fácil o la referencia cinéfila gratuita. Con esto no estoy haciendo un juicio de valor sino marcando diferencias: Rodriguez no es Tarantino. Claro, Rodriguez nunca va a hacer una película como Bastardos sin gloria, pero pedirle que la hiciera sería como exigirle que su cine explore el mundo con una intención de capturar imágenes nunca vistas como lo haría, quizás, un director de una búsqueda como la de Herzog. Ojo, que para el cine la observación no es solamente ir a la caza de esas imágenes; si pensáramos eso, estaríamos dejando afuera de los cánones de la crítica a más del noventa por ciento de la historia del cine, empezando, por tirar un ejemplo, con todo el clásico norteamericano (John Ford se cansó de filmar Monument Valley, y encima parece que lo filmaba siempre igual). 2. Hasta acá llega la respuesta a la nota de mi compañero David, lo que sigue es un comentario de la recepción general que tuvo la película y un intento de generar una lectura distinta. Creo que uno de los mayores errores de las críticas de Machete (tanto de las que estuvieron en contra como de algunas otras que la defendieron) fue el no haber visto el fuerte gesto político que esgrime la película. En general, entiendo que una película es política cuando dice algo sobre el estado de cosas del mundo con ánimo polémico, con ganas de intervenir y hasta de operar un cambio, aunque ese cambio sea un programa de corte utópico. Obvio, ese decir tiene que enunciado de manera más o menos noble, leal. Machete habla de la situación de la frontera entre Estados Unidos y México, y se sitúa en uno de los pocos lugares desde los cuales se puede abordar el tema sin caer en el golpe abajo y la búsqueda de impacto berreta: el humor y el exceso. La maldad exagerada de los personajes que no quieren que la gente atraviese la frontera estadounidense y la heroicidad casi impoluta de los que luchan para ayudar a los que la cruzan, todo, el conflicto y sus protagonistas, es de una simpleza y un contraste hiperbólico que hace imposible el análisis sociológico. El humor es el otro puntal de Machete, y el momento más rabiosamente político y luminoso de la película corre por cuenta de un personaje secundario. Después de que Machete se metiera en la casa del villano Michael Booth solamente portando un montón de utensilios de jardinería, un guardaespaldas (Nimród Antal, el director de Depredadores) le dice algo así a su compañero: “¿te fijaste cómo uno ve a un mexicano con herramientas y automáticamente lo deja entrar a su casa?”. Ese chiste condensa toda la ideología y el credo de la película, y también ofrece una mirada del mundo que no por cómica o exagerada resulta menos crítica. La discriminación racial, las condiciones de marginalidad a las que se somete a los inmigrantes mexicanos (legales o no, poco importa), la xenofobia que impera en muchos sectores de la sociedad estadounidense, todo eso, que puesto en palabras suena tan cargado y aparatoso, está contenido y disparado con agilidad por la película en ese solo chiste de apenas una línea de duración. Rodriguez tiene la inteligencia de hacer política con chistes, sin solemnidad, pasándole el trapo a todos los chantas que pretenden erigirse en comentadores lúcidos y comprometidos de la actualidad mundial con historias altisonantes, plagadas de golpes bajos y abyecciones varias. Iñárritu es la figurita fácil, pero también están Guillermo Arriaga (que fue su guionista) y hasta un tipo de la talla de Richard Linklater hace una película deleznable como Fast Food Nation. Al final, no se trata del tema o de la posición que se tome, sino del lugar desde el cual se mira. Fast Food Nation es ideológicamente afín a Machete, pero los medios de los que se sirve para comentar la situación de la frontera mexicana son los que terminan haciendo de la película un ejercicio de crueldad y miserabilismo: agarrar a un montón de personajes y someterlos a cuanta penuria sea posible para después discursear acerca de lo mal que estamos, de que el mundo es un lugar terrible para vivir no importa donde nos encontremos (la vida no resulta mejor en Estados Unidos que en México), eso se me hace un comentario fácil y achanchado, cuando no directamente repudiable. 3. A esas películas cómodas, que apuestan a la denuncia correcta y a irritar de manera complaciente la sensibilidad del espectador, Machete les gana la pulseada, y no solamente por su decisión de enarbolar el humor y la exageración como armas a la hora de pensar un problema como el de la frontera mexicana. Otro de los fuertes de la película de Rodriguez es su capacidad para imaginar un escenario distinto gracias a la capacidad que tienen los personajes de hacer del mundo un lugar mejor, la existencia de una rendija por la que se cuela una promesa de felicidad y que no por chiquita deja de alimentar la esperanza de los personajes más duros y golpeados por la vida (como el mismo Machete). Se la podrá tildar de utópica, de inverosímil y demás epítetos, pero en Machete los personajes pelean desesperadamente por cambiar las cosas y lo consiguen, y si en el cambio que se opera en el senador John McLaughlin (el nombre suena bastante al de otro senador y republicano, John McCain) o en la guerra armada y caótica que se libra no alcanzamos a percibir un violento deseo de cambio y la elaboración de un discurso crítico que no escatima referencias precisas al mundo actual, es decir, si no sentimos la potencia de ese gesto político, bueno, quizá somos nosotros los que estamos filtrados por ese otro cine de mirada cínica, que nos golpea en lo bajo, rico en personajes sometidos y humillados hasta el límite de sus fuerzas y de su dignidad. Un cine lo suficientemente cómodo y calibradamente desencantado como para imaginar otro mundo, mucho menos para pelear por un cambio. Por ahí las películas alla Iñárritu nos calaron más hondo de lo que pensábamos. 4. Puede ser que ese cine, el que hace de la gravedad, la solemnidad y la pretensión de urgencia sus armas predilectas, en cierta medida nos haya adormecido, embotado, que nos haya convertido a su vez en espectadores descreídos que huyen de cualquier visión utópica del mundo o de cualquier representación no “realista”, en los términos de impacto televisivo (de noticiero, casi) en que esas películas entienden el realismo. En este sentido, Machete, con su factura genérica y nutrida imaginería de cine de acción, que no apela a la exhibición de la miseria con intenciones de reflejo fidedigno sino a la observación de un tiempo y un lugar a través del cristal deformante (felizmente deformante) del cine de acción, debería poder sacurdirnos, cachetearnos, restituirnos algo de la sensibilidad que esas otras películas nos vienen arrancando de a poco. Y, sobre todo, hacernos creer de nuevo en utopías, en que todavía se puede cambiar el mundo, aunque ya no se trate de acabar con las guerras y el hambre sino de dar a conocer lo que viene pasando desde hace tiempo en la frontera entre dos países.