Es llamativo que estando muy lejos en el tiempo de películas como Pizza, birra, faso, Mundo grúa o Silvia Prieto, el cine argentino sigue dando cuenta de nuevas lenguas, inexistentes para la mayor parte de la producción nacional. Los protagonistas de Plan B están impregnados del barrio y la calle pero hablan muy distinto de los personajes de las primeras películas de Caetano y Trapero. Marco Berger le imprime a su película una sonoridad distinta, única: los personajes se expresan con una claridad envidiable, casi no se comen las eses y hasta formulan ideas difíciles en oraciones complejas. Lo increíble es ver (escuchar) el tono de arrabal que tienen sus diálogos: los tiempos de las frases, las cadencias de las palabras y las oraciones suenan a barrio puro y duro, a esquina, pero sin caer en el lugar común de “hablar mal” para que lo dicho nos resulte conocido. Junto a la claridad en el habla, en Plan B todo parece conjugarse para dar con una lengua completamente nueva, que en términos de consistencia podría ubicarse a la par de las de cineastas como Gonzalo Castro y Matías Piñeyro, otros dos directores que también realizan un cine de la palabra (Plan B incluso parece hacerse eco de Lavallol, aquella película maldita vista en el Bafici 2008). Además, Plan B cautiva con buenos recursos: hay personajes sólidos y conflictos trabajados con pericia en un guión que avanza lento pero firme, haciendo de cada quiebre dramático una verdadera explosión narrativa. Pero detrás de todo está el idioma: si Plan B se comporta por momentos como una comedia, lo hace gracias a la mezcla de desfachatez y cuidado que los personajes depositan en cada diálogo. Y si Plan B funciona también como drama, es justamente porque las pocas frases que se escuchan en las escenas más tensas cargan con el peso de toda una película, y consiguen generar el suspenso y la densidad dramática necesarias pero siempre sin caer en grandilocuencias. En algún momento de su historia, el cine y sus pensadores condenaron al diálogo por considerarlo teatral y poco o nada cinematográfico; en la actualidad, varias de las películas más frescas e interesantes del cine argentino están hechas a base de palabras, de frases, de charlas. Castro, Piñeyro y ahora Berger parecen llevar a otro nivel un modelo de cine surgido hace más de una década por directores tan ricos y diversos como Trapero, Caetano y Rejtman. A más de diez años de la explosión del Nuevo Cine Argentino, todavía hay un cine local joven que pide, por sobre todas las cosas, ser escuchado.
Desde la primera escena, en El recuento de daños se aprecia una increíble sofisticación en la construcción de la imagen que se percibe sobre todo en el manejo inteligente del encuadre que aprovecha el off para generar suspenso, la mirada atenta a las superficies de las cosas, y la rara capacidad que demuestra la directora para manejar el movimiento dentro del plano imprimiéndole un dinamismo particular a los objetos (como un coche que viene por la ruta desde el fondo, que en su primera y lejana aparición no es más que la luz proveniente de sus faroles). Hay mucho de sinuosidad que se siente también en otras escenas, como las que transcurren en la casa (el piano, por ejemplo, cobra unas dimensiones estéticas impensadas gracias al trabajo del fotógrafo Gerardo Silvatici) o en el uso del fuera de foco para los planos exteriores de la fábrica. Lástima que en ese universo noctámbulo, hecho de tragedias silenciosas e incertidumbres amenazantes, el guión no alcance a trazar una línea narrativa igualmente potente: los diálogos no siempre suenan bien (en La extranjera, el trabajo anterior de la directora, prácticamente no se hablaba), la información sobre los personajes escasea o llega a destiempo, y algunos momentos (como una pelea que se insinúa sin llegar a materializarse) están forzados y el impacto acaba por diluirse en la apatía general del relato. El recuento de los daños es una película estrictamente para ver, con un universo visual densísimo que invita a ser recorrido lenta y placenteramente, pero a la que no se le puede pedir mucho a la hora de contar. Excepto, claro, cuando se narra estrictamente a través de las imágenes, como ocurre en la brillante secuencia inicial.
1. Algo hay que reconocerle a Toy Story 3: que pudiendo haber optado por la tragedia más descarnada para contar el final de la trilogía, la película apuesta todo el tiempo al humor, como si se resistiera a caer en la tentación de la gravedad fácil. La serie, que arranca en el 95, siempre tuvo un aire fordiano en el sentido de que sus relatos trataban sobre comunidades que se veían amenazadas desde el exterior. En la segunda, la más oscura y melancólica de las tres películas, el gran enemigo podría decirse que era ni más ni menos que el capitalismo como forma de organización de la sociedad, mientras que en la tercera los juguetes circulan libremente y cambian de manos sin que haya dinero de por medio. Superado ese obstáculo monetario (que era el gran peligro de la segunda entrega), el grupo ahora se enfrenta a otro problema: Andy crece y ya no quiere (o no puede) seguir jugando. Y es que los juguetes están hechos para jugar, se realizan en el mundo cuando son, para decirlo de alguna manera, “jugados”: el no ser objeto de deseo de ningún otro chico equivale a decir que pierden su razón de existir. Esa idea, compuesta por dosis iguales de filosofía y sentido común, es la que atraviesa la película y signa el conflicto de los personajes: ir a parar al ático de Andy y salvarse de los peligros de afuera (pero al mismo tiempo ser olvidados y renunciar a realizarse) o salir y enfrentarse al mundo exterior, arriesgarse con otros chicos. Su viaje a la guardería local, donde siempre aceptan juguetes usados, tiene todos los accidentes y peripecias de un éxodo: los personajes, liderados por Woody y su fiel lugarteniente Buzz, deciden probar suerte en el nuevo territorio de la guardería, que por momentos toma la forma de una tierra prometida de la que les llegan, como ecos lejanos e inciertos, comentarios de asombro; un lugar donde los chicos juegan todo el día, todos los días, siempre. 2. El comienzo es uno de los momentos más recordables de toda la producción de Pixar: los personajes aparecen inmersos en una historia que se nota forzada, acomodada a las convenciones del cine y los relatos populares y en la que se narran aventuras inverosímiles con héroes y villanos. Ese relato imposible está suturado de manera grotesca pero maravillosa, como dejando ver todos los signos de una lógica extraña pero no por eso menos luminosa: se intuye que ese relato es uno surgido del universo del juego, no obstante la película se toma muy en serio lo que pasa, sin revelar hasta el final su carácter de fantasía. También la escena que le sigue tiene que ser de lo mejor que Pixar haya creado: Andy crece y la película lo muestra a él y a los juguetes, su relación de amor y la desconexión cada vez más evidente. Los planos de Andy jugando dejan ver el raro brillo, difícil de elucidar, que tienen los mejores trabajos de Pixar, cuando se habla de un mundo que se acaba pero que alguna vez fue un lugar feliz y pleno; la despedida de Sulley y Boo, la muerte de la señora en Up y de la madre en Buscando a Nemo, son otros momentos parecidos en intensidad y belleza. 3. Es una lástima que Toy Story 3 no pueda mantener el clima de fiesta sino apelando a recursos que de a ratos se revelan como fáciles y repetitivos, similares a los que caracterizan a los productos de Dreamworks. Mucha acción y velocidad, una cantidad enorme de chistes, referencias constantes al mundo actual, parodia simplona de recursos del cine, personajes que son objeto constante de burla (como Barbie y Ken, dos que bien podrían haber salido de alguna película de Dreamworks y que nada tienen que ver con el historial de los personajes pixarianos). De nuevo, es muy rescatable el intento de no caer, en esta última entrega de la serie, en la tristeza y la solemnidad que bien podrían haber sido el clima general de la película, pero la forma en que Toy Story 3 esquiva eso es problemática porque Lee Unkrich echa mano a una batería de recursos que le son ajenos tanto a la trilogía como a la producción de Pixar en su totalidad. El humor se vuelve liviano y chato, y un chiste como el de Buzz bailando flamenco y hablando en español se explota hasta el cansancio y sin demasiadas ideas: la propuesta es reírse de Buzz y su españolada repentina una y otra vez, hasta el final de la película. 4. Habría que desconfiar siempre de la solemnidad, pero todavía más cuando se la siente gratuita y encima se la ve en una película de Pixar que, hasta Wall-E, había logrado sortear con mucha elegancia la seriedad en su versión más aleccionadora. En el final de Toy Story 3 esa solemnidad pesada y acartonada aparece de nuevo: hay una escena que está contada pura y exclusivamente desde la grandilocuencia, apelando todo el tiempo de manera excesiva a las emociones del público, como si ese final ganara en peso sólo por su valor lacrimógeno y sensiblero y no por lo que se está contando (que ya de por sí era bastante emotivo). Ahí es donde la película se muestra más débil que nunca, cuando se la nota grave, esforzada, ya sin esa liviandad torpe pero en cierto sentido más noble que la había caracterizado hasta el momento. 5. Darle un cierre a la serie de Toy Story era difícil y también, quizás, hasta innecesario, pero lo terrible es que se lo haya hecho de manera efectista y cínica (ver el trabajo con la parodia alrededor de muchas historias que no lo pedían, como las de Lotso y Chukles). Siempre es cuestionable el fragmentar una película, dividirla en sus momentos buenos y malos, pero con muchas no queda otra opción: en Toy Story 3 no se puede obviar el principio con la escena del tren y las imágenes de Andy creciendo, pero tampoco el humor burdo, la burla fácil a los géneros, los chistes repetitivos, la acción constante y forzada o la gravedad del final.
El comienzo de Kick-Ass es una muestra de cómo la industria norteamericana ve al género de superhéroes: cristalizado, gastado, un terreno apto para la parodia más tonta posible. Aunque esto no es algo que aparezca por primera vez en Kick-Ass: películas como Hancock o la pobrísima Una película de superhéroes ya ponían en cuestión las convenciones y temas del género. Las películas de superhéroes tuvieron una escalada meteórica en el panorama cinematográfico estadounidense (toneladas de cómics y personajes fueron adaptados a la pantalla grande en poco más de una década) y es por lo menos curioso que, justo en el punto más álgido del género, cuando se ponen en marcha los mecanismos industriales de autodepuración (como la parodia), sea también el momento de un evidente crecimiento estético y narrativo: para atestiguarlo están las dos Hellboy, Batman inicia, El caballero de la noche, Iron Man 1 y 2. Y no se trata de películas crepusculares a la manera de lo que ocurre con Más corazón que odio o Un tiro en la noche respecto del western; al contrario, las películas nombradas antes hablan más de un nuevo comienzo que de un final porque abren caminos y permiten imaginar horizontes posibles para un género que, hasta la llegada de Christopher Nolan, Guillermo del Todo y Jon Favreau, amenazaba con extinguirse sin dar sus mejores frutos. Pareciera que hay un desfasaje entre los tiempos de maduración de un género en relación a los de la industria y su capacidad de producir y reciclar. Hollywood no puede esperar a que el cine aprenda a contar historias nuevas como las de superhéroes, así que apuesta por la explotación rápida y sin riesgos: hay que sacar la mayor cantidad de películas en el menor tiempo posible, y si esas películas dejan ver un desgaste, enseguida se les pasa por el cuchillo de las parodias estilo Scary Movie. Por suerte, aunque el género muestre signos evidentes de agotamiento, empiezan a perfilarse sus primeros autores: Nolan, del Toro, Fravreau, los tres son responsables de algunas de las mejores películas de los últimos años. Por suerte, esa parodia fácil que se mencionaba arriba dura bastante poco en Kick-Ass: los chistes ramplones sobre el cómic y los superhéroes son pocos, cada vez más aislados y funcionan casi como pasaje, como invitación a sumergirse en el mundo del film. La de Matthew Vaughn es una película adolescente en el mejor de los sentidos: Kick-Ass cuenta la historia de Dave, un chico al que no le va bien con el sexo opuesto (ese parece ser su único problema) y que, de un momento a otro, decide probar suerte convirtiéndose en superhéroe. Lo valioso de la película es que, tanto las acciones de Dave como las de otros personajes, nunca son explicadas del todo: sabemos algo de los motivos de Dave e intuimos algo de sus razones, pero el guión nunca termina de transparentar del todo qué lo empuja a comportarse como lo hace. Algo similar pasa con Big Daddy y Hit-Girl: es claro que los mueve la venganza, pero de a ratos los dos parecen fuerzas ciegas que se resisten a las reducciones de la psicología. Ambos son inverosímiles, y lo exagerado de su misión (y de los medios que emplean para llevarla a cabo) los desplaza hacia el campo de lo increíble y de la ficción, bien lejos de las explicaciones con pretensiones de realismo. De a poco, la parodia del principio se revela como accesoria y deja paso a un humor que sí, es autoconsciente y trabaja sobre la materia misma del género, pero que siempre se ríe a la par suyo y nunca de él. El tradicional sidekick del protagonista es reemplazado por dos amigos medios bobotes que se la pasan deconstruyendo los cómics de superhéroes y hablando de tener sexo; la pérdida trágica de algún ser querido que marca a fuego al protagonista y lo empuja hacia su deber de superhéroe brilla por su ausencia (Dave cuenta que su madre muere de manera inesperada aunque no terrible, sin responsables a los que culpar); algunas de las razones de Dave para calzarse el traje de Kick-Ass están a la vista (como ser querido por los demás o ayudar a gente en problemas) pero en el personaje se nota una zona gris que nunca llega a abordarse del todo, dejándole una dosis de misterio que es uno de los puntos más fuertes de la película (los superhéroes suelen tener las cosas bien claras, y las películas se encargan de traslucir los motivos de sus elecciones); la torpeza de Dave a la hora de pelear contra los villanos pone en cuestión el tipo clásico del superhéroe, que echando mano ya sea a poderes, técnicas de combate o tecnología, siempre tiene las armas necesarias para luchar contra el mal (Dave no las tiene, y eso, además de colocar al género patas para arriba, signa la épica del personaje). Cerca del final, la parodia y la comicidad van a tornarse cada vez más negras: traiciones, asesinatos a sangre fría, venganzas que finalmente se consuman o torturas largas y terribles; el mundo de Kick-Ass se oscurece y deviene inhabitable, nos hace querer salirnos de él, escapar, irnos bien lejos de ese ambiente cargado de muerte e injusticia. La película, que al principio nos había invitado a zambullirnos en su historia, ahora nos muestra la otra cara de la parodia despreocupada de la primera parte: la violencia, el engaño y el dolor (sobre todo físico, que se siente en el cuerpo) restituyen algo del equilibrio que se notaba le faltaba al comienzo, por momentos demasiado dicharachero, demasiado optimista. La película se balancea y su mundo antes inofensivo y casi fantástico, en el que los malos eran castigados a sangre fría pero de manera justa y donde un chico común y silvestre que juega a ser superhéroe podía toparse con superhéroes de verdad, se enrarece hasta volverse amenazante y asemeja cada vez más al nuestro, en el que las acciones tienen consecuencias y donde convertirse en superhéroe no puede ser más que un sueño adolescente imposible. Cuando Dave descubre que es feliz y que ahora tiene mucho para perder la película pega un volantazo hacia el realismo y nos arranca violentamente del universo liviano y despreocupado que había construido hasta el momento. Crecemos de golpe y a los golpes; pasó el tiempo de jugar a los superhéroes. Maduramos a la par de la película y sus protagonistas, pero esa maduración es dolorosa y tiene un precio muy alto: después de Kick-Ass volver a creer en superhéroes parece algo imposible, incluso uno se pregunta cómo hicieron los superhéroes de todas las épocas para no pensar como Dave cuando se enamora y decide guardar el traje de Kick-Ass para siempre.
Hay una sola cosa que puede salvar a Al sur de la frontera de ser condenada por ignorante y torpe a más no poder, y es el hecho de que la película es susceptible de ser leída más como el descubrimiento personal del director que como un verdadero documental sobre los gobiernos latinoamericanos. El problema no es la toma de posición de Stone sino su limitadísima visión sobre el tema: salvo por algunas excepciones como Chile, Colombia o Uruguay (que no aparecen en la película), para el director América Latina es un bloque compacto y homogéneo de ideología “bolivariana” donde los países se levantan contra la opresión de los grandes poderes políticos y económicos del mundo (en especial Estados Unidos y sus organismos satélite, como el FMI). El panorama que pinta Stone es impreciso y maniqueo cuando no directamente equívoco: no hace falta estar demasiado al tanto de las realidades políticas del continente para entender que gobiernos como los de Chávez, Raúl Castro o los Kirchner difícilmente puedan ser encajados en una misma etiqueta ideológica. Stone fuerza los conexiones entre los países y el resultado es casi el de un libro de Historia de primaria, en donde todo aparece simplificado de manera burda para una comprensión rápida y segura. Además, al presentar a América Latina como un todo unificado, la película le resta a cada país sus particularidades (geográficas, políticas, sociales) y propone una visión anacrónica e idealizada: el continente viene a ser algo así como un resto colonial que se levanta contra la tiranía imperial (ahora estadounidense en vez de europea) como en una mala película histórica, con villanos y héroes carismáticos incluidos. El final, cuando Stone habla de Fidel Castro y lo compara con el personaje de El viejo y el mar, ofrece la clave de lectura necesaria para hacer un análisis más o menos correcto de la película: Al sur de la frontera no debe verse como un documental político sino como el descubrimiento (cómodo, parcial, a destiempo) de un tema por parte de su director. Las críticas nada nuevas lanzadas contra CNN y Fox News o el relato de cómo los medios masivos de Venezuela se pusieron del lado de la derecha durante el de golpe de estado realizado contra Chávez, son apenas el ingrediente político con el que Stone trata de imprimirle a su película un carácter militante y comprometido, pero el trazo grueso y las simplificaciones dejan expuesto al director como un pésimo comentador del estado de cosas del mundo. Así, la película también puede ser leída como otro discurso generado por los poderes a los que pretende atacar: la falta de conocimiento sobre los países recorridos y su intento de convertirlos en representantes de un supuesto movimiento bolivariano a escala continental (?) parecen estar en función más de una mirada exótica y pintoresca proveniente de esos poderes que de una opinión crítica sobre los mismos.
Casi ángeles. La historia de Evangelion se parecía en parte a la de Legión de ángeles: el animé escrito y dirigido por Hideaki Anno contaba cómo, en un futuro no muy distante, unas criaturas -llamadas “ángeles” por los hombres- eran enviadas una tras otra para destruir lo que quedaba de la humanidad. Esa amenaza, ciega e imparable, permanecía sin ser explicada a lo largo de toda la serie. Después de ver ese final increíblemente abierto, los fans se irritaron y reclamaron otro más explícito, así que Anno decidió iluminar un poco las zonas grises de la trama en las dos películas que siguieron a los capítulos para televisión. Solamente que las nuevas explicaciones no eran tales, porque las respuestas que ofrecía el director eran todavía más confusas y oscuras que los interrogantes originales. Vi Evangelion (la serie y las películas) dos veces, y cada vez que la recuerdo se me hace presente ese misterio insondable, el mismo que Anno se negó a elucidar con explicaciones tranquilizadoras. ¿Qué eran los ángeles? ¿De dónde venían? ¿Por qué querían destruir a la humanidad? Cuando pienso en estas preguntas me dan muchas ganas de ver Evangelion de nuevo: sé que no voy a encontrar las respuestas a esas preguntas, pero al menos puedo disfrutar tranquilamente de ese territorio narrativo incierto y ambiguo, perderme en el misterio trazado por Anno sin miedo a ser arrancado de allí por alguna explicación cómoda y esclarecedora. Tengo la certeza de que Evangelion no va a traicionarme como lo hizo Legión de ángeles. Esa traición se funda en el comienzo de la película, que promete muchísimo más de lo que el director Scott Stewart está dispuesto a cumplir. Michael, un ángel (este sí, ángel con todas las letras) cae del cielo en un callejón: la lluvia, la oscuridad y la podredumbre general remiten de manera sofisticada tanto al film noir como al cómic. Su misión se va revelando de a chispazos conforme avanza la historia: sabemos que está en la Tierra desobedeciendo órdenes superiores y que su objetivo es encontrar y proteger a una mujer embarazada cuyo hijo está llamado a convertirse en el salvador de la humanidad. Cuando Michael encuentra a Charlie en una estación de servicio perdida en el desierto, la amenaza no tarda en hacerse visible: miles de humanos poseídos por ángeles siguen el mandato divino de hallar a Charlie y matarla. Lo desmedido de la invasión y las palabras de Michael acerca de un “exterminio” hacen que la película cobre el extraño aire de una catástrofe de carácter sobrenatural. Ángeles monstruosos y sanguinarios se enfrentan al grupo de parias capitaneados por Michael que resisten atrincherados en la cafetería. Hasta acá, Legión de ángeles es rica en nervio, fuerza, buenos diálogos y personajes sólidos que, incluso a pesar de alguna caracterización demasiado estereotipada, podrían sostener de manera digna toda una película. La debacle empieza justo después. Cuando la primer oleada de ángeles asesinos termina y el guión decide tomarse un descanso de tanto disparo, griterío y masacre (lástima, porque todo eso no estaba nada mal) los personajes tienen la bendita idea de ponerse a compartir tragedias íntimas y traumas infantiles, y es ahí donde Legión… se quiebra definitivamente y cede a la tentación del discurseo grandilocuente. También es cuando el secreto que se adueñaba de la película es develado de manera burda por diálogos cada vez más explicativos y torpes que tiran por tierra todo el clima de intriga que Stewart supo construir hasta el momento. Allí Legión… deja ver sus verdaderas cartas por primera vez, y la desilusión es enorme. La película se vuelve acartonada y ridícula (véanlo sino a Kevin Durand haciendo a un histriónico ángel Gabriel apretujado en un payasesco traje con alitas) y se dedica a explicitar todo aquello de la trama que pudiera no quedar claro y a pulir las aristas de su discurso inicial sobre la religión (en el que un Dios guerrero y cruel está furioso con el hombre y ordena a sus ejércitos divinos un genocidio planetario) y las bondades ocultas de la humanidad. El cambio respecto al comienzo es impensado, y el volantazo que pega la película resulta intragable: Legión de ángeles vira del buen cine al mainstream más chato y correcto posible. La traición está consumada.
Película con tres protagonistas policías a los que les va mal en la institución. Uno trabaja como encubierto desde hace mucho tiempo y quiere un puesto de oficina, otro tiene problemas económicos y el sueldo no le alcanza, y al último le quedan unos días para jubilarse y no se quiere arriesgar haciendo nada. De fondo, un Brooklyn de noticiero: peligroso, violento, con cocinas de cocaína, narcos y policías corruptos. El trazo grueso y convencional con que está delineada la ciudad se lleva bien con la pirotecnia general del guión: frases altisonantes, debates sobre ética policial y malas condiciones laborales, comentario social acartonado. En el medio, la puesta en escena de Fuqua hace lo propio: primerísimos primeros planos, tomas que panean de manera exagerada una habitación o un cuerpo, encuadres que muestran cruces y rosarios de forma insistente. Todo es búsqueda fácil de impacto, como si la historia no alcanzara y hubiera que sumar mucho exceso y discurso grandilocuente para sostenerla. La pretendida exploración que realiza la película de ese universo marginal se quiere presentar como descubrimiento, como denuncia de lo precario del estado de cosas de la ciudad. En medio del caos, los valores son puestos en crisis de forma tal que pareciera que lo que se aproximara fuera nada menos que el fin de los vínculos sociales como los conocemos: padres dispuestos a hacer cualquier cosa para cambiar la casa, amigos de toda la vida que se traicionan, policías que reniegan de la profesión por miedosos, jueces prepotentes y oportunistas. Fuqua se hace cargo de ese mundo que elabora, y a la hora de castigar a sus criaturas, es la propia película la que escarmienta a los protagonistas: dos de ellos son muertos por disparos imposibles desde el off. Después se conoce la identidad de los atacantes, pero en principio, esas balas anónimas son el castigo que el mismo Fuqua hace caer sobre sus personajes que, según el esquema ético propuesto por el film, deben expiar sus culpas. Uno sólo se va a salvar, el único que a los ojos del guión puede acceder a una especie de redención. A ese personaje la película lo deja irse entero, caminando hacia la cámara y mirando amenazadoramente al público, como si esa mirada fuera el signo de una prueba superada, una suerte de trofeo moral: el personaje juega según las reglas de la película y gana la partida. El director aspira a que ese simple y tosco mecanismo de premio-castigo alcance el status de lección, de sentencia grave, pero la película se desploma bajo el peso de su propia impostada solemnidad.
El plan B no es una comedia romántica cualquiera. Sí, es verdad que a primera vista tiene todo para ser otro exponente mediocre del género en su versión más ramplona, pero la de Alan Poul también es una película anómala, con fisuras múltiples por las que se cuela el mal gusto, la incorrección y hasta lo monstruoso. Esto se percibe ni bien empezada la historia, cuando Zoe (una Jennifer Lopez casi de plástico) después de haberse sometido a una inseminación artificial, sale del consultorio caminando con las piernas cruzadas, como con miedo a perder algo por el camino. El chiste es grosero, irreverente, y contrarresta con la tilinguería que chorrean las texturas brillosas y estilizadas de las que está hecha la superficie de la película. Entonces el conflicto ya está bien claro, y de allí en más El plan B va a oscilar de un registro a otro constantemente: a una caminata romántica por una granja le sigue Zoe teniendo un orgasmo solamente por rozarse un poco contra Stan (ella y su amiga ya nos habían contado que las mujeres embarazadas se ponen cachondas con facilidad); la escena más o menos típica del hombre incómodo acompañando a su mujer durante un ecograma se rompe en mil pedazos cuando el médico se da cuenta del desagrado de Stan y le dice muchas veces “vagina”, una tras otra, fracturando ese tono de comedia genérica e introduciendo una impensada reflexión sobre los materiales del film; en escenas que para otras películas vendrían a ocupar algo así como el momento de sofisticación, Poul se encarga de destrozar la elegancia que se venía anunciando mediante arcadas y vómitos, o con la imagen del vestido de Zoe (embarazada y embutida en un vestido ajustadísimo) rompiéndose en la parte del culo; la frecuente mascota tierna e inteligente es reemplazada por un perro que anda con un carrito (una especie de silla de ruedas canina) y que más de una vez se vuelve el blanco de los dardos envenenados de la película, como cuando Nuts se come y después vomita el test de embarazo de Zoe (dicho sea de paso, el del perrito de Zoe es el vómito cinematográfico más real que haya podido filmarse jamás) o cuando corriendo por el living se lleva puesta una pila de revistas sobre perros y Nuts literalmente vuelca; etc. Quizás el punto de quiebre de la película sea la segunda aparición de Stan, cuando en un primerísimo primer plano y casi mirando a cámara, les pregunta a Zoe y su amiga: “¿quieren probar mi queso?” (el personaje vive de fabricar y vender queso casero). Esa frase, casi disparada al público, funciona a modo de manifiesto, y es el momento exacto para que el espectador piense para sus adentros: “Toto, me parece que ya no estamos en Kansas”. Sólo que esta vez Toto anda en silla de ruedas y Oz se convirtió en una Nueva York en la que conviven de forma promiscua ferias de comida, autoritarios grupos de autoayuda para mujeres embarazadas y solas (pero “orgullosas”), parques públicos muy bien cuidados en los que se puede tener una cena romántica a la luz de las velas, locales en los que se venden unos panchos horripilantes y granjas bucólicas que quedan cerca de la ciudad con hombres en cueros y musculosos que manejan tractores bajo los rayos del sol. Lástima que Poul no se decida nunca a pegar el volantazo final y llevar a su película de manera definitiva por el camino del humor negro y la ordinariez. Porque cuando El plan B no está riéndose de los personajes o espetando chistes groseros, el film resulta insípido y hueco, un ejemplo fiel de la comedia romántica mal entendida, esa en la que campean los conflictos chatos, diálogos y moralejas acartonados y las canciones más feas. En este sentido, hay una verdadera cumbre de la chabacanería y la incorrección que es el parto de una de las chicas del grupo de autoayuda. Escena delirante, maleducada y rica en escatologías varias que, además de impresionarnos y contarnos que un nacimiento también puede ser algo aberrante, nos deja preguntándonos cómo habría sido El plan B si Poul se hubiera atrevido a construir su película por fuera de los límites a veces estrechos de la comedia romántica. ¿Habríamos estado frente a un nuevo monstruo de dos cabezas, una especie de P.J. Hogan meets Pink Flamingos? La imagen del nene que encuentra un soretito y lo esconde en su mano parece decirnos a los gritos que sí.
La última película de Christian Petzold maniobra con una extraordinaria habilidad ideas de género y narración por un lado, y de introspección y contemplación más ligadas al cine moderno por otro. Triángulo tiene toda la fuerza de un relato construido con firmeza a base de personajes que se revelan sólidos escena tras escena, pero además despliega una mirada que es la de una película netamente contemporánea, que escruta el mundo y sus criaturas pero sin recurrir a lugares comunes ni a psicologismos fáciles. Thomas y Laura son los dos personajes más observados por Petzold: sobre ellos (especialmente sobre Thomas) reposan largos planos que parecen estar a la caza de pequeños tics y nunca de gestos ampulosos o cargados de sentido. Algo parecido sucede con Laura: el guión le ofrece muy pocos resquicios para que se explique a sí misma y a sus actos, y cuando lo hace sus parlamentos no suenan demasiado convincentes y definitivamente no alcanzan a dar cuenta de las decisiones que toma. Laura termina siendo difícil de elucidar: ella, sus aspiraciones y sus deseos se nos aparecen solamente de a fogonazos y casi sin atisbos de psicología. Así, en el triángulo amoroso que se describe en la película de Petzold abundan los silencios y los diálogos breves, y a la par de Thomas, que irrumpe sin quererlo en la vida de la pareja formada por Ali y Laura, vamos aprendiendo a no confiar demasiado en la palabra y a tratar de leer a las personas a través de sus caras y gestos. Lo notable de Triángulo es que Petzold, a partir de este esquema, se las arregla para producir altas dosis de suspenso (elemento que por algún motivo no suele estar muy presente en el cine contemporáneo más intransigente) y la historia nunca pierde nervio, incluso en los momentos más calmos y contemplativos.
En algo se parecen Ridley Scott y Michael Mann: los dos tienen una capacidad muy llamativa para tocar fibras sensibles de nuestra era, sobre todo en lo relacionado con la tecnología y la política. Mann, elaborando una obra atenta como ninguna al aspecto técnico de la vida moderna, en especial en lo que hace a los métodos y costumbres de sus personajes, la mayoría de ellos profesionales inmersos en fríos mundos hi-tech; y Scott viene demostrando, desde Alien el octavo pasajero y Bladerunner, que su interés siempre gravita alrededor de los usos de la ciencia que pone en prática un poder inmoral y despersonalizado, al que sus personajes deben combatir y tratar de desmantelar. Coincidentemente, a los dos, Scott y Mann, no les salen muy bien las películas de época. Alí es la excepción manniana, mucho más cerca nuestro en una línea del tiempo que las fallidas El último de los mohicanos y Enemigos públicos, y algo parecido puede decirse de la gran Gángster americano de Scott. Gladiador, Cruzada y ahora Robin Hood tienen todas el mismo problema: les falta el dinamismo y la capacidad crítica de las mejores películas del director. Algo es seguro, Scott es un moderno y su cine no sabe mirar de otra forma: es por eso que en estas películas (especialmente en las dos últimas) uno de los conflictos principales es la forma en que se construye el poder y el reclamo de participación política de la sociedad, y sus protagonistas están atravesados por una conciencia republicana que es puro anacronismo. Y lo verdaderamente fallido no es la falta de fidelidad histórica, sino que esa mirada contemporánea que despliega Scott película tras película en sus relatos de época se siente tensada y endeble, como si el director estuviera incómodo y fuera de su terreno. Se siente con claridad en la pobreza de los diálogos o el trazo grueso y maniqueo con que están delineadas las fuerzas del bien y del mal. A Gladiador la salvaba un enorme e inolvidable Russel Crowe, que a fuerza de empuje se abría paso por una película que tenía poco más para ofrecer que un buen villano y una puesta en escena que era puro nervio a la hora de filmar la acción (otra cosa que emparienta a Scott con Mann). Pero en Robin Hood el director parece no decidirse a colgarle a Crow la mochila de su película, y el peso de la historia se reparte entre varios personajes que nunca alcanzan a imprimirle al film la fuerza necesaria para convertirse en algo más que una mera exhibición de vestuario, decorado y costumbrismo medieval. Para colmo, Scott desperdicia una historia que prometía ser una de las mejores del año: el relato de los comienzos de Robin Hood como héroe popular, todavía alejado del aura que le conferirían posteriormente la literatura y el cine. Este Robin (Longstride y no Hood) es un guerrero, un jefe militar que no se parece en nada al personaje en su versión más conocida, la del ladrón noble y pillo querible. Es increíble cómo se siente el peso de la épica de Longstride incluso estando rodeado de las tramas y las frases más torpes y a pesar de la insistencia subrayadísima y repetitiva que realiza el guión sobre la frase pretendidamente misteriosa de “levántate y levántate de nuevo, hasta que los corderos se vuelvan leones” (que irrita tanto como su elucidación final). Crow alcanza a levantar un poco al film solamente con su presencia, siempre gigantesca y tosca; a esta altura de su carrera, todo un coloso del cine. Pero poco puede rescatarse fuera de sus apariciones, el olor a maldad que desprende Mark Strong y algunas escenas de acción filmadas con un pulso netamente cinematográfico. En los bosques del siglo XIII un cineasta moderno y tecnificado como Ridley Scott puede perderse.