Publicada en la edición impresa de la revista.
Siempre nos quedaba París. Una sola frase, una sola línea de diálogo al principio de la película amenazaba con condensar y anticipar todo lo que podía venir después: un embajador norteamericano en París le pregunta a su ayudante si sabe con cuál de las dos secretarias se está acostando un ministro francés. El joven responde “con las dos, señor”; acto seguido, siendo la única persona en la habitación, el embajador espeta una línea para la cámara, como buscando la complicidad con el público: “¡Dios, amo a los franceses!”. En ese gesto tosco de cancherismo cinematográfico podía llegar a traslucirse una eventual visión del mundo nada original: París como un lugar exótico, en el que los franceses son amantes de profesión. Por suerte, ese comienzo no es más que un amague, y el director Pierre Morel rápidamente se encarga de dejar bien en claro que Sangre y amor en París mira a esa ciudad desde una óptica distinta, casi como operando un pintorequismo al revés: la torre Eiffel es mostrada en sus rincones menos explorados (hay una muchedumbre que desayuna de pie como en cualquier local de comida rápida), los suburbios parisinos más transitados son barrios pobres y peligrosos llenos de pibes chorros, asesinos, narcotraficantes y terroristas (si, hay todo eso), lugares frecuentemente exóticos para el cine (un restaurante chino, por ejemplo) son filmados de manera corriente como intentando despojar de su aura de misterio a ciertos territorios cinematográficos. De alguna forma, ese gusto por todo lo bajo y podrido de París lo inicia la llegada del exageradamente estereotípico Charlie Wax, agente norteamericano que parece venir a colonizar París con el cinismo y la ordinariez estadounidenses como sus armas más devastadoras. Si la mayoría de las actuaciones de la película son tibias y sin nervio, el Wax de Travolta, más allá de su ideología repelente, es un personaje casi antológico, enviado para destruir a patadas la corrección del género e instaurar su reinado soez, machista y con olor a hamburguesa de McDonalds. De todos los rasgos que Travolta le imprime a su Charlie Wax, probablemente el más impactante sea la forma de moverse: el agente estadounidense es grandote, torpe y bruto pero también ágil, habilidoso y preciso; de las escenas de acción, filmadas de manera confusa y a veces ininteligible, lo más interesante es el despliegue físico de Wax, espectáculo aparte que justifica la visión de tanto tiroteo horriblemente editado. Lecciones imperialistas. Pero la presencia de Wax es tan fuerte que la película se va a encandilar con su figura y va a empezar sospechosamente a darle siempre la razón, incluso cuando el agente le diga a su aprendiz (después de asesinar a una mujer a sangre fría de un tiro en la cabeza) que su novia y futura esposa es una terrorista internacional. No es que ese giro imprevisto no sea viable en el guión, pero lo que molesta es el mal sabor de boca que deja el cierre de esa escena (que podría traducirse en palabras así: “Wax tenía razón”). Regodearse en la muerte de los villanos es algo que se puede dejar pasar por su carácter de convención genérica, pero que la película elija ponerse del lado de Wax después de semejante asesinato (y se pone de su lado porque hace la vista gorda y nunca condena semejante hecho) es grave y debería ser el punto en que el espectador necesariamente se distancia de la historia y los personajes. Una cosa es la decisión de hacer que todos los orientales que aparecen en el film sean narcos o pandilleros, y todos los árabes fanáticos incurables (el gesto funciona como provocación pero también como quiebre de la corrección política) pero otra muy distinta es apoyar el asesinato y la persecución en nombre de una vaga e indefinida guerra contra el terrorismo. Si Morel al menos se atreviera a discutir con Wax y los poderes que representa, a ponerlo en cuestión, Sangre y amor en París quizás habría sido una película muy rescatable en su postura irreverente. Pero desde la escena en que Wax le revela a su compañero el engaño de su mujer, el film produce un asco moral que va a ir creciendo a medida que avance la historia, hasta el final con el reencuentro del joven y su ex novia, cumbre máxima de estupidez e irresponsabilidad ideológicas en la que se percibe hasta un grosero intento de lección ética, una especie de adoctrinamiento imperialista.
No existe tal cosa como un manual de ética cinematográfica, pero de escribirse algún día, tendría necesariamente que condenar el recurso sobre el que gravitan muchas de las últimas películas de terror mediocres y sin ideas: la búsqueda traicionera del susto mediante un golpe de sonido y la inclusión repentina de una imagen shockeante (aunque la mayor parte del trabajo siempre lo lleva a cabo la banda sonora). El terror es más que el generar sustos fáciles, automáticos; también es crear climas, atmósferas que inviten al miedo, a sumergirse en un mundo terrible, con reglas diferentes a las de la vida cotidiana. Cuando una película de terror echa mano en más de una ocasión a ese tipo de recurso, claramente se está ante un director que es incapaz de construir un universo personal consistente (es el caso de Samuel Bayer, que proviene de la realización de videoclips y tiene en su haber Until It Sleeps de Metallica y Bullet with Buterfly Wings de Smashing Pumpkins, entre otros), que solamente busca una respuesta inmediata, un sobresalto calibrado, confundiendo así el miedo más genuino con el impacto cinematográfico de la peor calaña. De igual manera, tampoco son lo mismo el shock típico del gore y el alarde técnico que permite la tecnología digital: si todavía hoy los viejos zombies de George Romero de la década del 70 y 80 impresionan mucho más cuando devoran vivo a alguien que todas las volteretas y cortes que recibe una de las víctimas de Freddy Krueger en la remake de Pesadilla en la calle Elm, es porque hoy el cine de terror mainstream, salvo contadas excepciones (Rob Zombie, por ejemplo), apuesta más al despliegue de toda una batería de efectos digitales y se olvida de la plasticidad que fue marca registrada del gore desde sus inicios en la clase B; la visión de un montón de zombies arrancando y devorando las vísceras de una persona en El día de los muertos es impresionante por el componente increíblemente físico de la escena, mientras que la chica asesinada en sus sueños por Freddy, bañada en sangre y con heridas puramente digitales, sufre una muerte limpia, aséptica, que está lejos de conmocionar con la fuerza del gore más tradicional. Esa falta de decisión, ese no arriesgarse a contar una historia de manera firme, segura, también se puede apreciar en otros pasajes de Pesadilla en la calle Elm, remake del clásico de Wes Craven e intento tardío de reflotar la franquicia de Freddy. Adolescentes impolutos que duermen juntos pero no tienen sexo, un asesino de chicos (Krueger) que en esta remake es oportunamente convertido en abusador (¿será que en estos tiempos signados por la corrección política un pedófilo resulta más perturbador que un asesino de niños?), un chico emo que se pasa la película con cara de deprimido (hace acordar al emo de Capusotto) y que en lugar de drogarse, como hacían los jóvenes del género en otras décadas, toma pastillas con receta que compra en la farmacia (si es que el farmacéutico decide vendérselas, claro), un villano que es puro one-liner y pose cool impostada pero carece absolutamente del carisma y la presencia actoral de su antecesor, una chica que se mete en la bañera pero oculta prudentemente sus encantos a la cámara, etc. Todo en la película de Bayer es medianía, pobreza, corrección; no hay nada que escape a la mediocridad aburrida del film. La remake de Pesadilla en la calle Elm es un recorrido mecánico e insulso por una historia que tiene poco para contar, y en el que casi nada alcanza a disfrutarse fuera de alguna muerte con un poco de nervio y un par de frases simpáticas de Freddy.
Iron Man es uno de los pocos superhéroes cuya versión cinematográfica consigue sostener una visión crítica del mundo sin por eso ceder terreno a ningún mensaje de corte moralista como ocurre, por ejemplo, en las X-Men con la integración social o en la primera Hulk con la ciencia y el militarismo. A diferencia de esas películas, en los que el discurso es recargado y grave y a veces hasta desplaza al universo del cómic original, en Iron Man 2 el comentario sobre la tecnología y la sociedad es transparente y se maneja siempre dentro de los límites del género, aunque sin perder nunca espesor ideológico. Mientras que en Batman, el caballero de la noche (la mejor película de superhéroes de todos los tiempos), Christopher Nolan se circunscribía al marco político de la ciudad y lo utilizaba como metáfora de toda una nación, Jon Favreau habla de un país con nombre y apellido (Estados Unidos) pero su mirada hace foco en la construcción de un imaginario moderno, en cómo se produce sentido en la actualidad a través de los medios de comunicación, el espectáculo y el culto a la tecnología. La supremacía de las empresas Stark y la fascinación del público con su heredero, Tony/Iron Man descansa fuertemente sobre la idea de show de masas, como deja bien en claro el comienzo de la película cuando un carismático y altamente egocéntrico Tony Stark alecciona a su auditorio sobre los logros alcanzados por Iron Man y la importancia de sus acciones a la hora de fundar una paz internacional (o, lo que es casi lo mismo, acrecentar la superioridad militar y táctica estadounidense). Pocas películas de género demostraron una habilidad similar a la de Iron Man 2 para decir, tan frontal y lúcidamente, que en el presente la política se dirime en el campo de los medios masivos, y que el formato privilegiado tiende a ser cada vez más el del show, de espectáculo televisivo (es muy fácil trazar conexiones entre el dispositivo montado por Tony Stark y Showmatch). Que Tony, un personaje apasionado pero a la vez condicionado por la tecnología (necesita de un núcleo de energía incrustado en su cuerpo para seguir vivo), que ostenta sin ningún tipo de reparo su riqueza y su modo de vida (siguiendo con las conexiones, Ricardo Fort parece a veces – sobre todo durante sus performances en Showmatch- un fracasado aspirante a Tony Stark), sea aclamado masivamente y elevado casi a la categoría de nuevo mesías hi-tech, es solamente una dirección de crítica posible que propone Iron Man 2, ahora la segunda mejor película de superhéroes hasta la fecha. Lo interesante de Iron Man 2 es que el comentario sobre la modernidad funciona de manera traslúcida pero no grosera, sin perder nunca de vista la historia. El Tony interpretado por Robert Downey es carismático, atrapante, y no podemos menos que acompañarlo en su lucha por encontrar un lugar en el mundo. Ese lugar es, desde la primera película, una zona inestable a la que no es fácil arribar: el equilibrio para Tony es una extraña mezcla de amor desenfrenado de sus seguidores y la construcción de un mundo mejor; contribuir al equilibrio planetario al mismo tiempo que recibe el crédito de la sociedad por hacerlo. Eso lo convierte en un personaje oscilante, de caras múltiples al que nunca llegamos a conocer del todo (de ahí también la fascinación que genera): detrás del Tony público, egocéntrico, sobrador y cautivante hay otro miserable, vacío, que no termina de hallarse a sí mismo. Casi en el medio de ambos surge otro, el que se pone el traje de Iron Man y se convierte en una persona plena, completa, con un objetivo definido y preciso. Por eso resulta tan perturbadora la escena en que Tony hace el ridículo bajo las ropas de Iron Man: ese es el momento de oscuridad más pronunciado del personaje, en el que lo vemos tocar fondo de la manera más terrible. Llamativamente, cuando el traje ya no puede salvarlo (como ocurría en la película anterior), Tony gana en densidad, se vuelve un personaje todavía más rico y cargado de contradicciones que debe enfrentarse a un mundo que le es hostil, y debe hacerlo como hombre y no como máquina. Otro punto fuerte de la película de Favreau es el increíble despliegue visual que ensaya. Viendo a este Iron Man, reconstruido con pericia digitalmente en cada detalle, movimiento o brillo metálico, es inevitable pensar en el artificial y esponjoso Spiderman, que nunca acabó por ser un superhéroe corpóreo y creíble, del mismo mundo que el nuestro. Dudo de que vaya a encontrarme a Iron Man en alguna esquina de Floresta, pero al menos tengo la certeza de que su existencia en la pantalla es verosímil, y que, a pesar de que Favreau esté falseando la realidad, lo hace de manera creíble. Ese anclaje fuerte de Iron Man 2 en una suerte de algo que podríamos llamar, a falta de un nombre mejor, “realismo digital”, es lo que le confiere a las escenas de acción una potencia y una fuerza como nunca antes se habían visto en una película de superhéroes: el director apuesta a la velocidad y espectacularidad, y los combates de Iron Man, tanto como sus proezas solitarias (por ejemplo, el vuelo y aterrizaje en el escenario al principio de la película) devienen verdaderas hazañas cinematográficas en las que a veces es difícil saber qué está realmente delante de la cámara y qué no, gracias al cuidado puesto en el trabajo con los efectos digitales. Aunque la gran virtud de Iron Man (las dos) probablemente sea el tono ameno y de comedia que proponen ambas películas. Si algo hace que el género de superhéroes sea pobre es su falta de predisposición para el humor y para reírse de sí mismo: en su gran mayoría, estos relatos ofrecen varios pasajes cómicos que están desperdigados por el guión para balancear la gravedad general que las aqueja el resto del tiempo. Por eso, Iron Man quizás sea la primera comedia de superhéroes, la película que rompa algunas de las peores constantes del género (que todavía es joven pero ya parece cristalizado, clausurado, como si llevara décadas de existencia) y le inyecte nueva vida. Pagar una entrada para ver Iron Man 2 es ir a ver una película de superhéroes, pero también es asistir a la consolidación definitiva del que probablemente sea uno de los comediantes más importantes del momento, Robert Downey. Batman, el caballero de la noche, la primera gran película de superhéroes de la historia, no era una comedia sino un oscuro fresco político y social, un retrato amargo de una época en que los sistemas que sostuvieron a la sociedad durante décadas parecen estar llegando a su fin (así lo deja en claro el Joker, un loco suelto que pone en jaque a toda una ciudad y sus bases morales de un día para el otro). Iron Man es la apertura del género a la comedia, a un tono más ligero que sin embargo es capaz de elaborar un discurso crítico sobre la modernidad, donde nunca falta espacio para el humor, ya sea sutil y ajustado o grosero y hasta ordinario (de nuevo, ver la escena de la fiesta en la que Tony se emborracha con el traje de Iron Man puesto). El cine de superhéroes ya tiene a sus primeros grandes baluartes, tenebroso uno, humorístico el otro: solamente queda ver si esas películas son las iniciadoras de una verdadera madurez genérica, o solamente un par de films extraordinarios que lograron escapar de la lógica chata que es marca registrada del género.
Viendo la película de Brizzi, uno no sabe con qué enojarse más, si con la imbecilidad de los personajes, las pruebas y condenas a las que los somete la historia, o el trazo grosísimo con que está delineado el film en general. De todo el conjunto que integra el reparto, probablemente el más miserable sea el personaje interpretado por Silvio Orlando, al que le perdonamos todavía menos el ridículo por el hecho de haber sido una de las caras más reconocibles del cine de Nanni Moretti. Luca, juez que alecciona sobre el cuidado de los hijos a una pareja que tramita un divorcio, no sólo resulta patético en su trabajo sino también en su vida personal, que después de su propio divorcio se reduce a irse a vivir con su hijo adolescente, bailar y cantar Sex Bomb y ponerse remeras de La naranja mecánica o The Misfits. Pero el papelón constante de Luca es solamente la punta del iceberg, porque Brizzi, tal vez en la creencia de que la comedia no es más que griterío, exageración y sátira ramplona, va a ir incrementando notoriamente el nivel de idiotez a tal punto que escenas que en otra película alcanzarían para rechazarla de plano, en Todos tenemos un… ex (al tratarse de una película coral) integran una especie de verdadero sistema estúpido, en el que las partes se encuentran estrechamente relacionadas y funcionan como contrapunto de las demás. Así, la escena en que la hija de Andrea le pide a su padre un preservativo (un chico la espera en la habitación de arriba) y éste, totalmente superado por la situación, se lo da aclarándole que es retardador (lo que produce unas sonrisas burlonas tanto en el chico –que le agradece- como en la hija), entabla un diálogo particular con la despedida de soltera en la que un montón de mujeres se ponen histéricas cuando el striper se desnuda o con el momento en que se descubre el cuaderno de notas de la homenajeada, en el que califica numéricamente el desempeño sexual de sus amantes. Entonces, la potencia sexual se convierte en vara (metáfora fálica a un lado) con la que medir y juzgar a los personajes: al cínico y seductor Andrea se lo pone en vergüenza mediante el preservativo, y al cura Lorenzo (único “diez” del cuaderno) se lo ensalza sorpresivamente, como si ese dato solo tuviera necesariamente que iluminar al personaje con una luz distinta. De la misma forma, el comentario sobre la cobardía de Paolo frente al acoso del ex de su novia, Davide (que además de policía es corrupto y extorsionador) está conectado con la incapacidad de Marc de seguir a su novia a Nueva Zelanda y, a su vez, la relación prácticamente imposible y minada por los celos y la distancia de ellos (sobre todo de él, que es al que más se lo ve sufriendo) se parece en cierta medida a la adoración que repentinamente Andrea profesa por su ex mujer después de enterarse de su muerte: los dos, Marc y Andrea, por uno u otro motivo, tienen a sus respectivas mujeres como objetos de deseo inalcanzables, y la adoración que les profesan (Marc acabando de armar el rompecabezas que ella no pudo terminar, Andrea hurgando en las cosas de la fallecida e intentado redescubrirla) los convierte en dos personajes débiles, incompletos, con los Brizzi intenta sin éxito de elaborar una trama romántica (con Marc) y melodramática (con Andrea). Este funcionamiento sistémico es muy propio de las películas corales, en particular en las que se esboza alguna clase de denuncia social (Traffic, las de Iñárritu, Camino a la redención, el traspié de Linlater Fast Food Nation) o románticas (Realmente amor, El día de San Valentín). También en Todos tenemos un… ex, el mecanismo efectista del relato coral se resuelve en las conexiones imprevistas entre personajes: de repente nos enteramos que uno es pariente/amigo/amante, etc de otro, y eso constituye una suerte de mini vuelta de tuerca, de las que estos relatos suelen estar plagados. La película de Brizzi no es la excepción, y en cierta forma esas relaciones ocultas entre personajes que se descubren progresivamente están en sintonía con los temas que amalgaman las diferentes historias, como la condena o consagración sexual, o la devoción por mujeres que son inaccesibles. Todo esto no sería algo tan negativo si la película de Brizzi no fuera una serie de viñetas indignantes en las que el director no repara en utilizar los métodos más viles para conseguir algo de emoción, ya sea carcajadas mediante el grotesco más torpe, o tristeza a través del melodrama más deshilachado.
La edad del pavo. Es la primera vez que veo una película con Robert Pattinson: me interesaban Crepúsculo y Luna nueva pero por motivos varios no llegué a verlas en su momento. El batifondo crítico y por parte del público que acompañó a esas películas me hacía esperar de Recuérdame y de Pattinson algo muy diferente de lo que me terminé encontrando. En Recuérdame no estaba ni el nuevo galán cinematográfico que pretenden los fans ni el carilindo de actuación paupérrima que denunciaba la crítica. Más bien lo que había era un actor (encarnando a un personaje que, se ve, está escrito para su lucimiento personal) con algún que otro costado interesante, y que de a ratos alcanzaba a cobrar una cierta presencia cinematográfica. Se nota, sí, el peso de su figura en la película, la que parece tenderle todos los puentes posibles al actor para que Pattinson se dé el panzazo actoral del año (o al menos lo intente). Es una pena que la película le deje todo servido en bandeja al protagonista, porque la mayor parte del tiempo Tyler no es más que un triste estereotipo de sí mismo: chico rico que quiere conocer la dureza de la vida, galán solitario que rehuye la compañía femenina como si de un retiro espiritual se tratase su existencia, amante del conocimiento pero no de las instituciones (va a las clases de la universidad como oyente), etc. Pattinson se la cree, sobreactúa más de la cuenta y es increíble ver cómo, de manera consciente o no, de a poco la película se le vuelve en contra: el padre (Pierce Brosnan) que tanto odia resulta ser un personaje bastante accesible, sus escarceos amorosos lo dejan en evidencia como un histérico de aquellos, y su rebeldía general se revela más como un capricho adolescente que como una verdadera toma de posición. Esto se ve con claridad en la escena en que Tyler va a la oficina de su padre a recriminarle que no estuvo presente en la exposición de su hija: el tono de los reproches del joven resultan infantiles cuando no directamente bobos, y la actuación de Pattinson en particular es exagerada, malograda y genera una distancia insalvable entre el personaje y el público; no es que el personaje de Brosnan me caiga bien, pero al final tenía ganas de que le pegara un bife, aunque nomás sea por mequetrefe. Y hablando de bifes, se nota mucho cómo la película trata de convertir a su protagonista en víctima cuando, poco después de la escena en la oficina, Pattinson es a) abandonado y cacheteado (¡y cómo!) por Ally, y b) humillado, golpeado y asfixiado (sí sí, asfixiado) por el papá policía de Ally. Como si el último refugio del personaje fuera la condescendencia y la lástima, la película lo somete a toda clase de torturas físicas y psicológicas, pero la sensación de fondo es que es el propio Tyler el que busca ese sufrimiento en más de un arranque sadomasoquista. Cómo un avión estrellado. Es llamativa la alternancia en la relación entre protagonista y película: como ésta le extiende la mano o lo deja tirado y expuesto, según su antojo. Quizás el final, que solamente por su intrascendencia (no sea cosa que le demos mucha importancia, tampoco) no llega a ser uno de los más ridículos y abyectos del cine reciente, se pueda leer como un ajuste de cuentas definitivo para con Tyler: justo cuando el chico estaba arreglando su vida, viendo a su padre tal cuál es, haciéndose cargo de su relación con Ally, justo ahí, ¡pum! Resulta que la oficina del padre en la que se encontraba Tyler quedaba ¡en una de las torres gemelas! Y que la fecha es ¡11 de septiembre! La película no sólo le propina el chirlo final al protagonista, sino que a la vez trata de erigirlo en una suerte de mártir de ocasión; si lo vemos como un gesto final de indulgencia, un último deseo cumplido a destiempo, a Tyler al menos se le concede el estatus de verdadera víctima, esa en la que trató de convertirse por sus propios medios sin éxito durante toda la película.
No pude ver Hermanos, la película de la danesa Susanne Bier en la que se basa el film del mismo nombre dirigido por Jim Sheridan, pero me la imagino bastante más rigurosa y mucho menos gruesa que la versión estadounidense, que sufre varias de las taras del peor cine mainstream: la música extradiegética, incluso cuando ayuda a establecer un clima particular, es invasiva y subraya una enorme cantidad de escenas; la voz en off es despareja y su única función es la de aclarar algunos pasajes al principio y al final de la historia para hacer más comprensible el relato; muchas escenas explotan sin reparo a dos nenitas y se aprovechan desvergonzadamente de sus caras, ya sea para construir humor (cuando juegan, se ríen o hacen puchero) o drama (lloran, se arrepienten, se angustian). La presencia casi constante de la música es algo que puede llegar a disculparse: varias canciones (sobre todo las del principio) están bien y, cuando acompañan ayudando a imprimirle algo de espesor dramático a las imágenes, la banda de sonido funciona. Incluso el uso excesivo de los primeros planos es algo que, al menos esporádicamente, suma: hay veces en las que Hermanos parece ser un documental del rostro bellísimo de Natalie Portman y una exploración de los gestos erráticos y las formas amenazantes de la cara del escuálido Tobey Maguire; se trata de imágenes que, en su belleza y deformidad respectivamente, se repelen y complementan a la vez. Pero los primeros planos de las hijitas del matrimonio Cahill (la pareja Maguire-Portman) ya son otro tema: no existe tal cosa como un decálogo de lo que puede hacerse o no en cine, pero todos saben (sabemos), al menos desde Truffaut, que hay imágenes que deben ser repudiadas porque apelan de manera traicionera a lo más profundo de nuestra sensibilidad. Así, decía el director de Los 400 golpes, hay cosas que no se pueden filmar, como chicos sufriendo o gatitos (no es de extrañar que Truffaut sea considerado el primero –aunque antes estuvieron Melville y Rossellini- que supo filmar chicos respetándolos y sin recurrir a golpes bajos). Sheridan, en un gesto marcadamente oportunista, recala demasiado en las expresiones de las dos nenas, las hace parecer tiernas y dulces hasta el extremo o se sirve de ellas como un disparador de las emociones más básicas (¿cuánta gente puede resistirse a la carita de una nena llorando y pidiendo disculpas?). Fuera de eso, que es insoslayable y condena irremediablemente a Hermanos, la película de Sheridan cuenta con buenos personajes y sus actores despliegan actuaciones muy rescatables: especialmente Tobey Maguire, que aunque tiene un papel que invita a una gran caracterización, consigue que en algunos momentos su interpretación se vuelva realmente tenebrosa; sin contar los estallidos del final, que seguramente constituyan la explosión actoral más impresionante del año. Lo cierto es que de no ser por los excesos de la música, las irrupciones a destiempo de la voz en off y el abuso descarado de las nenas, Hermanos podría ser una película más o menos correcta, entretenida y con algunas zonas oscuras interesantes.
Paco tiene los mismos problemas que hacían de Rodney una película extremadamente pobre cuando no directamente nefasta: en el cine de Diego Rafecas hay un tono que recuerda al de los peores noticieros, y esto se trasluce en varias operaciones como la búsqueda de impacto a cualquier costo, la invitación a la reflexión fácil y hueca, la utilización de lugares comunes y de prejuicios más o menos extendidos, la exhibición (con aires de revelación, de descubrimiento indigno) de ambientes sórdidos y miserables, la creencia de que el interés se construye de forma cuantitativa a través del bombardeo de información y no de manera cualitativa poniendo atención en los detalles que hacen a una historia, la sanción de corte moralista, etc. También la velocidad, la estética de la imagen y los temas que se abordan conectan todo el tiempo a las dos películas con lo que podría ser un noticiero o un programa de investigación. La música, un poco ajena a ese mapa televisivo, es el único elemento que les imprime algo de poesía a sus films y los arranca, aunque sólo sea momentáneamente, de ese universo anclado en la actualidad y el tono periodístico: por más impresentable que fuera la escena de Rodney que transcurría en la iglesia en la que se escuchaba de fondo Villancicos de Peligrosos Gorriones, Rafecas al menos ensayaba una incursión más o menos personal en un terreno más cinematográfico. La buena noticia es que algo parece estar cambiando en Paco. Cuando la película no está ocupada en producir tensión con temas de actualidad como las cocinas de cocaína, el narcotráfico o el papel del poder político y el guión dedica más atención al grupo de personajes que está en la casa por problemas de adicción, allí Paco cobra un espesor narrativo que le hace ganar algo de corazón para la historia. A medida que vamos conociendo a los personajes (y que ellos se conocen entre sí) afloran rasgos y tics que van creando un clima muy especial alrededor del grupo y de los que lo coordinan, y salvo algún que otro personaje insalvable como el de Paco, que está construido con todos los clichés del héroe culpable y arrepentido (ver la discusión bochornosa que mantiene sobre la existencia o no de Dios), del resto muchas veces asoman criaturas densas y con más de un doblez narrativo que alcanza a sorprender, como Pablo “el indio” o la callada y enigmática Flor. Lo rescatable es que, a medida que avanza el metraje, la película gira cada vez más alrededor de la rutina de la casa y menos sobre el trasfondo político y de actualidad, por lo que Paco va perdiendo algo de la gravedad y la impostación de género del principio y deviene una película más humana, cosa que se respira sobre todo en la calidez de algunas de las escenas con el grupo. Me gusta ese volantazo pegado por Rafecas, porque si bien algunos personajes están exagerados y no despegan demasiado del estereotipo (como el de Guillermo Pfenning o Luis Luque), al menos se los siente vivos y con una historia para contar, alejados de las exigencias de la película coral alla Iñárritu que se esbozaba al principio. Cuando escribí sobre Rodney dije que en la película había momentos en los que parecía haber otro film que pugnaba por salir a la superficie y que dejaba ver, aunque más no fuera por una pequeña rendija, un horizonte cinematográfico mucho más rico y prometedor que lo que Rafecas quería hacer ver; en Paco ese horizonte se expande, crece y a veces casi hasta llega a desplazar al otro, ese mejunje miserable de cine televisivo, amarillista y con pretensiones de juicio moral. Quizás la próxima película de Rafecas nos ahorre todo esto y se juegue de lleno a contar una historia como la que late y se revuelve en Paco.
Shane Acker es un animador que presta una increíble atención a las texturas: hay veces en las que Número 9 se convierte en una película puramente física, inclinada sobre todo al trabajo con lo material. Ese cuidado puesto en el detalle de las superficies que componen el mundo desolado por la guerra de Número 9 hacen de la película de Acker una suerte de film microscópico que ofrece sus mejores momentos cuando se entrega a la exploración de la tela, la madera o el metal. Así, está bien que la película utilice mucho el primer plano: permanecer cerca de la acción es la mejor forma de estudiar el universo físico de los personajes, que al ser chiquitos parece que estuvieran más expuestos al contacto con la materia del mundo y entablaran una relación de otro orden con ella. El asombro que surge de la contemplación de un cierre metálico, de un entrelazado de hilo o del choque visual entre madera tallada y metal brillante (así son las manos de 9) se potencia todavía más al tratarse de una película animada: Acker reconstruye con minucia cada detalle, cada elemento que conforma el espacio vital en el que sobreviven 9 y sus compañeros, y de a ratos podría pensarse que se está viendo una película de stop motion, sino fuera por la fluidez y la enorme expresividad de los movimientos. Seguramente, el elemento de mayor dramatismo surja del contraste entre el enorme abanico de posibilidades que representa la visión microscópica de las cosas y la destrucción y el vacío interminables que azotan al universo de Número 9. Ese cambio de escala es aprovechado inteligentemente por Acker: así, se genera una suerte de desfasaje entre, por ejemplo, las fibras que componen cada uno de los hilos de los cuerpos de los personajes con el paisaje devastado y repleto de basura que se extiende hasta el infinito. 9 despierta en ese mundo destruido por una guerra humana (humanidad de la que, como en el principio de Wall-E, solamente quedan huellas), y la pregunta acerca de su vida y la de sus compañeros va a ser uno de los puntos de tensión más fuertes del film. ¿Por qué existen, qué tienen que hacer? Mientras la película mantiene esa incertidumbre, Número 9 resulta misteriosa y de una tristeza inconmensurable: la carencia total de certezas hace de la vida de los protagonistas una lucha cotidiana por la supervivencia a veces carente de significado. La muerte es sólo una amarga desaparición, un no estar acá que nada tiene de esperanzador descanso en otro mundo. Hay algo muy terrible en ese consumirse sin saber de los personajes que hace de la visión de Número 9 una experiencia dolorosa, casi angustiante. Ese tono entre melancólico y desconsolado es lo mejor que tiene para ofrecer la película de Acker, porque cuando el film se entrega a la búsqueda de acción y aventuras, el ritmo se vuelve forzadamente trepidante y la confusión se apodera de la pantalla. En esos momentos se huele algo de concesión a las exigencias del cine de animación más chato y mainstream (estilo Dreamworks, quizás), y el contraste con la historia que se venía desarrollando es tan grande que nos parece estar viendo otra película. Sin embargo, la velocidad y el caos gratuito de algunos de esos pasajes no alcanza a dañar la poética desplegada por Acker: pocas películas, animadas o no, pudieron arrancarle tanto dramatismo a un pedazo de hilo. Aunque todo esto ya podía verse (con un grado menor de detalle, seguramente debido a una cuestión de presupuesto) en el corto 9 del mismo director; con el plus que allí la ausencia de diálogos hacía que el clima fuera todavía más inquietante.
Pocas veces o ninguna se lo vio a Hugh Grant tan incómodo en un papel: exagerado, forzando los chistes, apenas una triste caricatura de sí mismo. No le creemos su amor por Meryl, su arrepentimiento, sus intentos de conquistarla nuevamente, ni siquiera la infidelidad que ella tanto le reprocha. Impresiona ver la tensión que acumulan los músculos de su cara, por momentos pareciera que le cuesta mantener levantadas las cejas, o que le va a dar un calambre en los pómulos de tan rígida que tiene la sonrisa. Como ese rostro laboriosamente fingido, también el guión trata con empeño de sostener un tempo de comedia que a los pocos minutos se revela imposible: los gags son cada vez peores, los remates no funcionan nunca, y la escena supuestamente más jugosa de la película (esa que nos prometía el trailer), con el oso que amenaza a Paul, dura poco y apenas si alcanzamos a reírnos de los excesos faciales de Grant (que esa única vez, por el peligro al que se enfrenta el personaje, sí se justifican). Sarah Jessica Parker está bonita, pero se la pasa quejándose del engaño de su marido la mitad de la película y termina aburriendo, y la confesión que hace sobre el final resulta inverosímil y no se condice para nada con lo que conocíamos del personaje. Para colmo la pareja tiene cero química, y tanto su romance como las peleas en las que se engarzan se notan demasiado falsas. Se sabe: para hacer una buena película romántica (o del subgénero de rematrimonio, como en este caso) no alcanza con tener a dos intérpretes atractivos y con chispa, hace falta un guión detrás, con personajes más o menos elaborados y que el dúo en cuestión funcione como una unidad, más allá de las capacidades individuales de cada uno. Marc Lawrence, responsable de la excelente Letra y música, en ¿… Y dónde están los Morgan? parece haberse olvidado todo lo bueno que supo hacer en aquella.