Al comienzo de Mi obra maestra, Arturo (Francella) le habla directamente al público y explica encantado lo que le fascina de Buenos Aires: más allá de que la ciudad no tenga ningún peso en la historia, ese comienzo algo cándido deja en claro que se está en un universo diferente al de las películas de Mariano Cohn y Gastón Duprat, con sus mundos poblados de criaturas más bien ruines y despreciables. El cambio es muy notorio e imposible de ignorar; la salida de Cohn de la dirección tal vez tenga que ver, pero eso no nos importa. El caso es que Mi obra maestra parece querer volver sobre lo hecho por El artista, del dúo Cohn-Duprat, pero para hacer algo muy distinto: la película de 2008 retrataba el mundillo del arte local y lo mostraba como un entorno envilecido que legitimaba el cálculo y la estafa haciéndolos pasar por grandes logros; Mi obra maestra, en cambio, apuesta a una sátira amable que se contenta con invocar algunas caricaturas que se asocian inmediatamente al arte contemporáneo, como el galerista chanta, el artista solitario o el crítico presumido. No hay restos de la famosa malicia de los personajes del cine de Cohn-Duprat, ni tampoco de la crueldad con la que los directores suelen castigar a sus protagonistas (Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo es básicamente eso: un infernal dispositivo de tortura narrativa). La pregunta es: ¿Qué queda de ese cine? ¿No es esa crueldad lo primero de lo que uno se acuerda cuando habla de sus películas, sea a favor o en contra? ¿Qué queda de El ciudadano ilustre, por ejemplo, sin su gente de pueblo pequeña y miserable que asedia sin descanso al escritor por todas las vías imaginables? ¿O de El artista, sin la crapulez del enfermero que toma dibujos de un viejo incapacitado, los hace pasar por propios y engaña así a un montón de seres más bien grises e ignorantes que se tienen a sí mismos por gente refinada? La maldad en el arte está subvalorada, tiene mala prensa. Cohn y Duprat lo entendieron ya desde Televisión Abierta, invento audiovisual sin precedentes que se construía sobre un pacto inédito: permitir a las personas salir en televisión y entregarse de buena gana al peor de los ridículos. La propuesta se completaba, claro, con el visto bueno de los espectadores, que aceptaban mirar un espectáculo degradante muchas veces consciente y planificado, y otras no tanto. El interés que generó en su momento El artista se debió en buena medida a la malicia con la que los realizadores se acercaban al mundo del arte y a sus entretelones. La empresa funcionaba mayormente porque ese mundo, aunque apareciera simplificado, respiraba y era reconocible. En Mi obra maestra, al contrario, el uso del estereotipo ahoga cualquier posible verosímil: por ejemplo, la pelea entre Renzo y un crítico, que empieza con una falsa cordialidad que enseguida da paso a un forcejeo e insultos, resulta increíble; en ese momento se nota que la sátira prácticamente pierde sus coordenadas, la película ya no habla de las figuras del artista y del crítico, sino de dos monigotes insostenibles. La marchand amanerada que compone Andrea Frigerio es una caricatura imposible: tiene más de Cruella de Vil que de tipo social. Esos excesos alejan a la película de cualquier comentario concreto: ya no hay sátira, a lo sumo quedan algunos estereotipos golpéandose unos contra otros; una comedia farsesca que busca la risa sin ofender a nadie. Hay una montaña de guiños al arte argentino, desde que los cuadros que pinta Renzo sean en verdad los de Carlos Gorriarena hasta el gesto desesperado de Renzo de escribirse “fin” en la mano, como lo hiciera Alberto Greco antes de suicidarse. Pero esos guiños, en vez de anclar el retrato, más bien certifican la bondad del proyecto: se puede remitir a esos hitos del arte local justamente porque la sátira no demuele, no ataca, sino que mira con candidez. Arturo, al comienzo, dice de Buenos Aires algo así como que es una ciudad que se puede amar y también odiar, y que es esa contradicción lo que la vuelve única. Una frase hecha, caracterización aplicada mil veces a esta y otras ciudades del mundo. Mi obra maestra inicia con ese lugar común como si estuviera explicitando un contrato con el público: esta es una película que decide moverse por las aguas del lugar común, trabajar el relato y la comicidad desde ahí, partir de materiales conocidos, familiares al espectador. El problema es que el proyecto revela sus límites enseguida: del relato y de los protagonistas no importa mucho nada, nada muy malo puede pasarles y lo malo que les sucede no tiene grandes consecuencias (de todas formas, los principales giros narrativos ya estaban anunciados impúdicamente en el trailer); la comedia funciona a medias, depende casi exclusivamente de la gracia dispar de Brandoni y de Francella y del talento de los dos para la puteada subrepticia; a la trama principal se le suma un personaje secundario (un chico español) que nunca termina de integrarse a la narración y que la película somete a un cambio de roles estruendoso (de comic relief pasa a ser centro moral y, después, se transforma en amenaza). Cerca del final se siente más que nunca que el plan inicial no conduce a ningún lado: en una muestra póstuma de Renzo, Arturo muestra un video que el artista habría grabado poco antes de morir. En el video, Arturo solo dice banalidades, aunque con mucho énfasis, sobre cómo las personas trabajan como esclavos para poder ser libre brevemente durante las vacaciones, o que un país que se sienta a ver cómo veintidós millonarios corren detrás de una pelota está perdido. Lugares comunes que tienen como fin sustentar un engaño de grandes proporciones tramado por los protagonistas, es decir, un engaño que ocurre dentro de la ficción, pero que a fin de cuentas no se diferencia mucho de las cosas que dice Renzo el resto del tiempo cuando está en su casa, por ejemplo, sobre los empresarios o los reyes. La operación queda a la vista: la sátira pierde su referencia y la película ya no habla de nada ni de nadie, no comenta el mundo, apenas si se limita a poner en funcionamiento los mecanismos de una estereotipia cómoda. Si el mundo del arte ya había sido filmado sin piedad por películas anteriores (por El artista, pero también por la más reciente The Square), en Mi obra maestra ese mundo se convierte en un conjunto de coordenadas etéreas que sirven para contar una fábula amable que no molesta, que no ofende, que no discute. Los que durante años le reprochamos a Cohn-Duprat la malignidad de sus películas nos equivocamos: ahí había un proyecto inédito en el cine argentino que al día de hoy no parece haber generado descendencia (salvo por algún trabajo en el que pueda intervenir el dúo, como Hora día mes, de Diego Bliffeld). Subestimamos las potencias de la maldad y ahora vemos que el cine que queda sin ella es infinitamente menos interesante.
Empieza el día y la luz sacude las sombras que cuelgan en el estudio de Eduardo Stupía. La cámara de Miguel Baratta no encuentra a un genio creador sino a un artesano que modela pacientemente sus materiales. Cuando observa el armado de un collage, la película parece adherir a la vieja tesis de que no hay nada parecido a la inspiración o a la pureza de la invención, sino ensamblaje de cosas ya existentes. Los planos se entretienen persiguiendo los trazos sinuosos de grafito: en el papel no se ve ninguna figura reconocible, pero la mano de Stupía ataca segura y sin dudas, dibuja y sombrea como si estuviera siguiendo algún plan de acción secreto, inaccesible a nosotros. Cuando es entrevistado, Stupía habla con claridad y sin enredar las palabras, con la serenidad del artista seguro de su lugar y su proyecto. Mientras tanto, la cámara recorre el estudio atestado de objetos y herramientas; ese espacio de trabajo, casi como un personaje silencioso, informa tanto o más sobre el dibujante que su propio testimonio.
Es de madrugada y Mercedes Morán está sentada en el living, sola y a oscuras. Darín se levanta y la va a buscar; no sabe bien qué le pasa pero lo intuye: el hijo que se fue a estudiar afuera, la crisis de los cincuenta, el hastío cotidiano y otros lugares comunes. Los dos hablan y durante minutos no hay nada parecido a un chiste, el diálogo es más bien triste, pero en la sala varias personas se ríen, sobre todo con las líneas de Darín. Pasa lo mismo en otras escenas: Darín está parece amargado sin remedio, pero de todas formas se escuchan risas y hasta alguna carcajada perdida. Una de dos: la figura de Darín ya construida dentro y fuera de la ficción se impone al relato trayendo un efecto cómico propio y produce un reflejo pavloviano en algunos espectadores: “aparece Darín y dijo algo, seguro será algo gracioso, por las dudas me río”; o, también, la película maneja con mucha dificultad la ambigüedad de tonos sin lograr con demasiado éxito la comedia ni el drama al punto de que se confunden los registros. A favor de la segunda opción (y en defensa de los espectadores de la función en la que estaba yo), hay que decir que apenas unos minutos antes, una escena que buscaba explícitamente hacer reír tuvo un éxito escasísimo: Darín y Morán se quedan solos después de la partida del hijo y lo que debía ser una tranquilidad algo melancólica se transforma en un momento incómodo que deja asomar las grietas de la pareja. El momento quiere ser cómico, mostrar la soledad accidentada del matrimonio, pero algo pasa, nada está bien, ni los chistes ni la tensión entre los dos. Es raro, porque Juan Vera filma la escena en planos largos y distantes que no se parecen en nada al sistema televisivo de otras comedias similares (que tratan de suplir la falta de pericia con un plano contraplano rutinario). O sea, que el director piensa sus materiales, los dispone buscando un resultado cinematográfico o, por lo menos, evita a conciencia las soluciones más perezosas, pero así y todo la escena es poco efectiva: falla el timing, los personajes no encajan uno con el otro, los actores no se integran. Es el primer signo de lo que está por venir: una comedia de rematrimonio donde nada funciona demasiado bien, con un guion repleto de arbitrariedades narrativas, con un desequilibrio evidente de las actuaciones y, para colmo, con una duración imposible (más de dos horas). Varios de esos problemas se anuncian al comienzo y se condensan en torno de los protagonistas. Por ejemplo, Darín hace de Marcos, un profesor de literatura latinoamericana, intelectual sensible y levemente comprometido, que en una clase realiza un compendio rápido de los temas que deben interesarle a un escritor de Nuestra América (Marcos dixit), solo para descartar enfáticamente el “tedio” (Darín, un actor capaz de volver verosímil cualquier línea de diálogo que le tiren por la cabeza, acá está evidentemente incómodo, algo muy extraño de ver: ni él puede ponerle el cuerpo a ese momento). Poco antes, Ana (Morán) resume brevemente los escritores que le interesan al marido: están Rulfo, García Márquez y otros. Lo del tedio, en parte, se justifica narrativamente: después de todo, es el escollo al que se enfrenta la pareja una vez que le hijo se va de la casa. Pero, entonces: ¿por qué, cuando empieza la película y Marcos le habla a la cámara, el tipo está leyendo y citando un pasaje de Moby Dick? El pasaje y la idea del libro señalizan la entrada al relato y su tema: ¿no había un libro de un escritor latinoamericano que pudiera cumplir el mismo rol? Más adelante, Marcos insiste con que necesita tener todo en orden y eso le granjea una pelea con una novia, pero unas escenas antes el personaje no sabía dónde estaba el detergente y solo después de mucho buscarlo lo encuentra en medio de un montón de trastos de cocina en un lugar imposible. Así, hasta el infinito: el tipo va a una primera cita en un bar con alguien que conoció online, y como la película lo quiere mostrar incómodo e inexperto, lo viste con una remera gris grasienta y una campera, como si recién se levantara de dormir, mientras que antes, cuando todavía vivía con Ana, el hombre gastaba camisas elegantes solo para estar en la casa leyendo en el sillón. Lo mismo corre para otros personajes como el de Jean Pierre Noher, que primero le dice a Morán que es un solitario empedernido que busca la soledad (por eso fracasó su matrimonio), fanático del orden y de la rutina, y apenas unas escenas después, sin que medie transformación de ninguna clase, resulta que el tipo está conviviendo con Ana y muy contento. Etcétera. No se trata de errores pequeños que se cometen al pasar, sino de fallas que atentan contra la credibilidad del universo de la historia y que vuelven poco creíbles a los personajes, simples vectores de un relato y nunca criaturas de las que uno puede sentirse lejos o cerca. En este sentido, los puntos fuertes son las irrupciones de los personajes secundarios, ya sean amigos, citas o parejas ocasionales: Luis Rubio, Andrea Politi y Juan Minujín están exagerados y caricaturizados, son estereotipos que buscan una risa fácil; una comicidad que procede por shocks, por apariciones fulgurantes y no por la elaboración sostenida en el tiempo. Cosa que está bien y que consigue las mejores risas de la película, pero que atenta contra el trabajo sobre los protagonistas y su construcción más larga que intenta volverlos tangibles mientras se mueven todo el tiempo entre la comedia y el drama. La película es incapaz de alear esos dos registros y además es afecta a los subrayados, como cuando Marcos está apurado porque llega tarde al trabajo (se entiende en un segundo: el tipo es impuntual) y Ana le señala gravemente su impuntualidad, que no puede ser, que siempre lo mismo: pero ya habíamos entendido todo con los movimientos nerviosos de Darín, no necesitábamos que nos remarquen lo mismo desde los diálogos, también. Al revés, la película no sabe cómo marcar el paso del tiempo, seguramente el recurso más interesante del guion: Ana y Marcos se separan y el relato narra sus peripecias amorosas a lo largo de varios años. La premisa permitía una enorme cantidad de juegos temporales y dramáticos, pero la película no aprovecha nunca eso, al punto que se pierde noción del paso del tiempo, solo nos enteramos de los años que transcurrieron desde la separación con algunos diálogos dispuestos con ese fin: un personaje le informa sumariamente al otro que ya van equis cantidad de años desde el divorcio. Como fondo de todo esto, lo que se dibuja es la creencia en la comedia como un género de poca monta que puede ejecutarse sin demasiada planificación, total uno va al cine a pasar un buen rato, a entretenerse, y lo demás no importa mucho, son detalles, minucias de guion.
Si hubiera que caracterizar el cine de Rosendo Ruiz habría que decir que cada nueva película suya parece tratar de despojarse de casi todo lo hecho por las anteriores, como si la reiteración del estilo, piedra basal de la teoría de autor, fuera algo de lo que hay que escapar buscando siempre nuevos caminos. A pesar de eso, la diversidad de la filmografía de Ruiz deja ver algunas insistencias: el gusto por el género, el interés por todo lo que sea joven, las remisiones a la historia del cine (siempre como fuente de placer) y el encanto de sus protagonistas, en especial de los más chicos, que se mueven con una fluidez y una gracia difíciles de igualar. Esa vitalidad está ausente en Casa propia, que aparece desde el comienzo dominada por una amargura infrecuente para el director de De caravana. El relato sigue a un profesor de secundario que vive con su madre enferma de cáncer, tiene una relación inestable con su novia y pelea con su hermana y el marido para que le den una mano con los cuidados de la madre. Gustavo Almada le imprime a su personaje un fastidio que deja al espectador en un lugar incómodo: el relato propone acercarse a un protagonista irascible que resulta ser el principal artífice de sus desgracias. El guion trabaja una estructura recurrente: Ale se siente bien, por una vez todo parece haberle salido bien, y el tipo va y hace algo que arruina todo. Una cena familiar da lugar a una pelea de pareja, una visita al geriátrico termina con el hijo gritándole a la madre enferma; un amigo le comunica que ganó una beca con un cuento que, acto seguido, Ale reclama como propio. La seguidilla de escenas refuerza esa lógica y genera una expectativa: ante cada momento de plenitud uno no puede evitar preguntarse cuál será el próximo error de Ale, de qué manera va a equivocarse, qué medios va a encontrar esta vez para perpetuar su infelicidad. En Casa propia falta la alegría de las otras películas de Ruiz, el vigor de sus personajes. También faltan los chicos, aunque algunos aparecen de tanto en tanto mostrando la ebullición de un universo ajeno al de Ale y a su vida de cuarentón que vive con la madre. La primera escena es reveladora: de noche, un grupo de chicos pasa el tiempo en la calle. Toman fernet, andan en moto, se cargan, desafían, cuentan alguna novedad, hacen planes (están entre ir a bailar o ir a ver una banda). Están frente a la casa de Vero, la novia intermitente de Ale (pero eso se va a saber después). Pasados varios minutos, un hombre irrumpe en la vereda, golpea la puerta, le abren, entra; algo ocurre adentro y el hombre sale entre insultos y llevándose una mochila. La escena transcurre en el fondo del plano ocupado por los chicos, que comentan la pelea entre chistes y se ríen de Ale, personaje que el guion todavía no presentó, pero que la película ya mira sin demasiado cariño. La escena es reveladora, entonces, porque la puesta en escena y la convivencia de esos dos mundos (el de los chicos, el de los adultos) permite leer la secuencia a la luz de la filmografía del director, como si alguna de sus películas anteriores (Tres D o Todo el tiempo del mundo, tal vez) observara Casa propia, la película que está empezando, y lo hiciera con cierto desencanto, adelantando el abismo que se abre entre la libertad y la calidez del espacio que habitan los chicos y la ingratitud y la frustración que rigen la vida de los grandes. La solidez extraordinaria con la que el director resuelve cada escena y la caracterización notable de Ale que hace Gustavo Almada no disimulan el mecanismo un poco cruel que organiza la película, donde el personaje, un tipo resentido e incapaz del más mínimo aprendizaje, no hace otra cosa que hundirse cada vez más.
El mundo ancestral del campo. Los males más silvestres se curan con remedios caseros y con rituales pasados entre generaciones quién sabe desde cuándo, excepto por lo que los habitantes de El Dorado llamando “el espanto”, una convalecencia que ataca a mujeres después de haber sufrido un susto profundo. Solo un viejo hosco y ermitaño parece conocer los secretos de una cura poco convencional. La película de Martín Benchimol y Pablo Aparo captura la vida de un pueblo con un registro que hace convivir las formas del documental con recursos de la ficción. La película traza una frontera muchas veces imperceptible: la trama y la presencia evidente de algunos gags hacen pensar en un guiño al mockumentary, pero las maneras, los testimonios y el entorno de los entrevistados sugieren una autenticidad atávica imposible de fingir. El espanto juega con esa incertidumbre mientras trata de develar una dimensión desconocida de lo rural para el cine argentino.
El cine de acción trabaja para volver creíbles las proezas de sus protagonistas siempre enfrentados a ejércitos de enemigos o a situaciones con peligros imposibles. Rascacielos hace lo opuesto: Rawson Marshall Thurber tiene que conseguir que el personaje interpretado por The Rock parezca vulnerable, tarea nada sencilla si se sigue un poco la filmografía del tipo, sobre todo de sus últimas películas, donde puede vérselo midiéndose con amenazas cada vez más espectaculares (en Rampage, por ejemplo, el hombre participa de una pelea entre monstruos gigantes que diezman una ciudad entera). Para que la fórmula de cine catástrofe funcione, el director tiene que despojar a The Rock de su aura de héroe indestructible y humanizarlo. La solución llega desde el guion y consiste en incapacitarlo y en secuestrar a su familia: tras una operación con rehenes fallida del FBI, Will Sawyer pierde una pierna y debe cambiar de vida. Años después, la historia lo encuentra en Hong-Kong trabajando como asesor de seguridad para un magnate que está por inaugurar la torre más alta del mundo. Ni bien se inicia el ataque, el protagonista es traicionado por un amigo, su familia queda cautiva en el edificio y Will debe volver al lugar para rescatarlos (en toda la premisa se sienten ecos de otras películas de Dwayne Johnson: de Terremoto: La falla de San Andres, donde hacía a un rescatista que se movía entre derrumbes; y de El infiltrado, donde era sometido a un conjunto de restricciones realistas –no realizaba hazañas, no disparaba, no le pegaba a nadie– y terminaba herido y con muletas). No es que eso alcance para contener la personalidad expansiva de Dwayne Johnson, pero al menos se lo transforma en un héroe más cotidiano, de este mundo, que no anda por ahí aplicando llaves de sueño en plan autoconsciente y diciendo: “That’s a big arm, don’t fight it”. Lo que sigue, entonces, es el despliegue habitual de hazañas físicas a lo largo de una torre de doscientos veinticinco pisos tomada por terroristas: una Duro de matar tamaño XL, digamos. La película levanta el relato en torno a The Rock y a su familia (comandada por la madre cuarentona que hace Neve Campbell, que sigue igual de linda que hace años), con ocasionales momentos delegados en los villanos; imagino a los últimos directores que tuvieron que trabajar con The Rock como a esos jugadores poco agraciados que solo tienen que darle la pelota al 10 del equipo, que es el que queda a cargo las gambetas y los lujos. Rawson Marshall Thurber es un poco eso: le da pases a su protagonista, devuelve paredes y a lo sumo manda centros, pero no arriesga ninguna jugada, ningún brillo propio. En parte, el asunto es perfectamente comprensible: en algún momento de los últimos años, The Rock pasó misteriosamente de ser un actor efectivo aunque un poco tosco a construirse una presencia cinematográfica como pocos otros. Se trata del raro (y despreciado) talento de los actores que solo podrían trabajar en cine como Tom Cruise o Bruce Willis, personalidades que fulguran en las imágenes con una técnica poco vistosa pero contundente, lo contrario de lo que pasa con las actuaciones impostadas que reciben elogios inmediatos. Hoy en día es difícil que un plano que contiene a The Rock no se concentre totalmente en torno a su figura, a su cuerpo inverosímil: el hombre le roba protagonismo a cualquier compañero u objeto, incluso al espectáculo visual de una torre que se consume en llamas. Esto reverbera en los villanos, contraparte fundamental del género, que acá parece que no estuvieran: uno es un mercenario despiadado que busca venganza, otra una asiática que asesina a sangre fría y otro un falso business man que se infiltra en la torre y permite la entrada de los terroristas. Ninguno es un verdadero desastre, pero tampoco logran hacer algo por fuera de lo que dicta el estereotipo mínimo, como si lo que viéramos fuera apenas el grado cero del mal. La película descarga todos sus esfuerzos en el escape de Will y de su familia de las trampas, los derrumbes y el fuego que devoran la torre. The Rock sale del edificio y tiene que volver a entrar burlando el cordón policial: se le ocurre hacerlo trepando durante varios metros por una grúa (con una pierna menos), revolear su gancho hacia uno de los pisos elevados y desde ahí descender por un cable. Puro Dwaybe Johnson, piensa uno, mientras se dispone a disfrutar de la escena: después de sortear complicaciones, pelearse con policías y de lidiar con imprevistos relacionados con la física y la gravedad, The Rock salta, cae pesadamente, se agarra justito del borde, se corta las manos y los brazos y trepa al edificio. Acto seguido, se protege las heridas con cinta aislante. En apenas una escena, el hombre se llevó puesto entero el dispositivo narrativo que la película había construido hasta el momento: el marco de realismo que el comienzo trató de insuflarle a la película es barrido con la trayectoria de un salto imposible. Como todos los actores bigger than life, Johnson se impone a loa designios del relato y consigue que la película trabaje para él.
“Vive rodeado de sombras. ¿A qué se dedica?”. ¿Cuántos directores son capaces de empezar una película con una línea de diálogo así, antes de que se vea a los personajes? Así empieza El azote, pero no se trata de algo nuevo para el cine de José Campusano. En sus películas siempre se presta una atención infrecuente a la manera en la que hablan los personajes: el director cimentó un estilo inmediatamente reconocible con protagonistas que se expresan con una elegancia y una precisión pocas veces escuchada en el cine argentino. La marginalidad que golpea y hunde a los personajes de Campusano nunca se transforma en una excusa para desligarse del trabajo con las palabras: al contrario, no importa qué tan pobres, miserables o malvados sean, todos hablan bien, con una elocuencia que parece salida de otro tiempo y lugar. Lo busque o no, Campusano termina discutiendo siempre con el modelo del primer Nuevo Cine Argentino y con el costumbrismo en general, o sea, con todo el cine que se escuda en la precariedad de sus universos para no tomarse el esfuerzo de cuidar el lenguaje (si los personajes hablan mal, lo hacen porque así lo quiere el estereotipo que fija cómo debe representarse al marginal). Esa decisión produce siempre un desplazamiento singular: la aspereza de los entornos y de sus criaturas se enrarece a través de los diálogos, como si el director renunciara expresamente al realismo y creyera que el cine no debe ser un mero registro de las cosas, sino una forma de mirar que moldea lo que encuentra y lo vuelve algo distinto de los dictados del sentido común. Lo que nos lleva de nuevo al comienzo de la película, un drama social situado en Bariloche que empieza con una vidente diciéndole al protagonista: “Vive rodeado de sombras. ¿a qué se dedica?”. Carlos es asistente en un centro de menores. Sus días se dividen entre su trabajo como director del lugar y una vida familiar accidentada junto a una madre postrada y a una novia con la que se llevan muy mal. El hombre disipa un poco la ingratitud cotidiana con visitas esporádicas a una amante y consultas a una adivina. El cine de Campusano siempre abrazó los géneros: en las afrentas y duelos, en los abusos facilitados por el poder, en la división más o menos nítida entre sujetos probos y malvados, en esa cartografía resulta imposible no ver las trazas del western, del policial negro, del drama de frontera. En El azote aparece, tal vez por primera vez, un elemento fantástico: existe la posibilidad de que las desgracias de Carlos provengan de alguna especie de maldición que anida en su casa y que envuelve a un compañero de trabajo. El guion sugiere la presencia de un mal pero no la certifica, la caída de Carlos y de los que lo rodean se produce por obra de ellos mismos. Es que la realidad tangible de los personajes está marcada por el desastre sin necesidad de recurrir a terrores de algún otro plano: los chicos que llegan al centro lo hacen en las peores condiciones imaginables, vienen de hogares devastados y arriban tras haber sufrido maltratos de la policía. El lugar es un oasis de contención que trata de revertir (o de demorar) la desintegración social que castiga la zona, pero el esfuerzo de los voluntarios no alcanza: los chicos se las arreglan para conseguir drogas y armas adentro del lugar con la ayuda de uno de los responsables del centro. De los altercados entre Carlos y los chicos Campusano extrae una tensión notable: los diálogos adoptan la forma de un enfrentamiento verbal que en cualquier momento puede devenir otra cosa, en cada palabra se juegan la sabiduría paternal y el tono hosco de Carlos contra la furia y el resentimiento de los chicos. Todo está siempre a punto de explotar, cada encuentro entre jóvenes, policía o parejas anuncia violencia, rencores, humillación. El protagonista está atrapado en los mecanismos de un sistema corrompido: el azote del título remite menos a un mal extraterreno que a la miseria que enloquece y ciega a los habitantes del lugar. El mundo de El azote, como el de las películas del director en general, se diluye y con él lo hacen los lazos sociales más elementales. Los encuentros y los gestos de los protagonistas dejan asomar pulsiones inmemoriales que desbordan los marcos institucionales endebles que sostienen a los personajes. Todo ocurre a una velocidad fulminante que rebasa los reflejos de Carlos y de sus compañeros del centro. Lejos de la sociología que implica el realismo, el cine de Campusano, con sus diálogos exquisitos y su registro actoral desfasado, a veces bressoniano, es una máquina de escenificar conflictos atávicos que estallan sin explicación y cuya causa se pierde en el torbellino de las acciones. No se sabe qué empuja a sus personajes al desafío, al señorío sobre otros, al envilencimiento: su cine está despojado de psicología, en cambio, la cámara captura automatismos, reflejos primitivos que se hunden en los confines de alguna memoria ancestral.
El título de la opera prima de Jimena Blanco refiere tanto al cambio de escenario que supone el viaje de las protagonistas (de la provincia a la capital) como a una estrategia fílmica que consiste en demorarse en la observación de los personajes y del mundo que los rodea atendiendo a sus zonas más recónditas. Al comienzo, la cámara captura el aire de una tarde de sol: la languidez, el tiempo que no pasa, las actividades que se encaran sin demasiada convicción, pero también el ánimo expectante de las cuatro chicas, la despreocupación de la adolescencia, la manera en que la espera se les fija en el cuerpo. El dispositivo de la directora es simple pero efectivo: en pocos segundos, la película logra trasladar a las imágenes el estado de las protagonistas. Paisaje, que transcurre en los 90, pertenece a ese grupo de películas que desde hace algunos años trata de recomponer la experiencia vital de una generación que el cine argentino parece haberse salteado, como si entre la producción industrial de los 90 y el Nuevo Cine Argentino que inicia alrededor del 2000 se abriera un abismo que algunos pocos directores tratan de restituir. La decisión de situar la historia en los 90 supone restricciones que modelan la historia: la más obvia de todas es la ausencia de celulares, que hace verosímil que las chicas se pierdan y queden incomunicadas. El resto es ingeniería narrativa, terreno donde la película se muestra muy poco hábil: la segunda parte, cuando las protagonistas escapan de la fiesta, vagabundean por el centro porteño y surgen conflictos y rencores cruzados, resulta bastante más mecánica y menos interesante que la primera, cuando el retrato del grupo le permitía a la directora detenerse en toda clase de detalles bellos, desde pequeños gestos (un brazo que se tensiona ante el peso del cuerpo, un pelo que se enreda como si fuera una telaraña) hasta la plenitud de grandes movimientos como el pogo en el recital o las caminatas con saltos y juegos. Esa primera parte es de una elegancia tal que la película puede permitirse reducir el relato a una acción elemental (el viaje) y dedicar el resto del tiempo a mirar a las cuatro actrices y a los objetos que las circundan: la directora se aproxima a ellas con pudor pero también con insistencia, consiguiendo en pocos minutos una cercanía notable. La cámara suele filmarlas de espaldas o de perfil, como si se dejaran de lado el rostro con sus emociones más estridentes y se optara por registrar los humores imperceptibles del cuerpo, como la mezcla de seguridad y de duda con la que se recorre una calle desconocida camino a una cita incierta.
Sicario, la primera, seguramente sea de lo mejor de Villeneuve: el tema del tráfico en la frontera entre Estados Unidos y México dejaba pocos resquicios para que el director hiciera un show personal de tiempos muertos, silencios y musiquitas ominosas, todas cosas que para mucha crítica suelen pasar por profundidad. Algo de eso no podía faltar, claro, pero la brutalidad del relato se imponía y evitaba que Villeneuve arruine la película (como lo haría después con La llegada y la secuela de Blade Runner, dos relatos potentes de ciencia-ficción que el director aplasta con su pomposidad habitual). No es que Sicario: Día del soldado se desprenda por completo de ese trabajo con los climas, pero lo de Stefano Sollima va por otro lado: un poco rústico, sin demasiado timing para narrar, pero con el ejercicio suficiente como para probar ideas con la cámara, el director explota bastante más que su antecesor el mundo material que rodea a los protagonistas y se preocupa menos por el desarrollo de los protagonistas. Los personajes son simples, vectores que se mueven en una única dirección y, como para no complicar demasiado las cosas, hablan poco o, mejor todavía, cuando hablan no revelan mucho, como si se comunicaran solo para intercambiar información esencial o darse órdenes unos a otros. Ahí se siente la mano de Taylor Sheridan en el guion, escritor de gran pulso con un universo narrativo poco variado pero, tal vez por eso mismo, robusto, firme: como en Sin nada que perder y Viento salvaje, acá también hay un puñado de personas desesperadas que persigue o escapa en un desierto (el bosque de Viento salvaje era eso, un desierto congelado). El fuerte de Sheridan claramente es la acción en medio de un paisaje agreste, el medirse con una naturaleza hostil, como lo sugieren, por contraste, las pocas escenas de Sicario: Día del soldado que transcurren en oficinas, donde el guion pone en boca de los personajes los peores diálogos imaginables: ministros sin escrúpulos, agentes del CIA despiadados, todo es un desfile interminables de caricaturas y subrayados con los que la película trata de comentar críticamente la política estadounidense. A Matt, el responsable de la operación, se lo ve muy poco cómodo en esa escena inicial, pero felizmente para él y para nosotros la película pone rápidamente en movimiento el relato, el personaje sale de cacería y adquiere un relieve inédito. La premisa no tiene mucho de nuevo: la historia cuenta el drama del tráfico de personas desde dos puntos de vista, el del CIA a través de un pequeño escuadrón, y el de Miguel, un chico mexicano que da sus primeros pasos en un cartel ayudando a cruzar inmigrantes por la frontera. Ese pacto salomónico narrativo tiene un objetivo: mostrar un conflicto desde lugares múltiples, tal vez creyendo que la presencia de muchos puntos de vista trae consigo necesariamente diversidad de miradas. Digamos que ese comienzo no promete demasiado, a lo sumo garantiza el típico balanceo moral del cine políticamente correcto, donde las culpas por los males del mundo aparecen repartidas. Pero Sollima y Sheridan se toman en serio la premisa y hacen algo más interesante: acá no se trata de equiparar responsabilidades, de “escuchar las dos campanas”, sino de seguir a distintos grupos de personajes en una escalada de violencia y envilecimiento que hace imposible cualquier tipo de cercanía. Tanto de Matt como de Miguel se sabe poco y nada, la película apenas delinea una situación narrativa general para cada uno y con eso alcanza: el guion hace esfuerzos denodados para evitar las simpatías con los personajes y, en cambio, intenta por todos los medios que nos fijemos en la tensión con la que se mueven y miran, el aplomo de Matt y las dudas de Miguel, el orden terrible de cosas que los dos alimentan. Mientras uno se traslada a sus anchas por un mundo que domina a la perfección, el otro descubre las miserias de los migrantes y los beneficios de ingresar a un cartel. Todo lo otro, los políticos que mienten ostensiblemente en televisión o las reuniones secretas donde se traman acciones ilegales son relleno, parecen agregados escritos por algún aficionado a los statements panfletarios al que no le gusta mucho el cine. La potencia de Sicario: Día del soldado circula por las zonas más físicas de la película, como en la larga secuencia del convoy que atraviesa el desierto y es interceptado por toda clase de enemigos. Alguien de la Nouvelle Vague decía que se puede hacer una película solo con un auto, un hombre y una mujer; resulta que varios autos y algunos hombres armados también son condición suficiente para que un director levemente inspirado filme buenas escenas. Ahí también hay que reconocer el oficio de Josh Brolin, su facilidad extraordinaria para transmitir el nervio de la escena sin decir una palabra ni exagerar los gestos, algo de lo que es incapaz Benicio del Toro: sus silencios son de un calibre infinitamente menor, se sienten forzados, como si uno no pudiera evitar ver al actor en vez de al personaje. La película viene bien hasta que se acerca el momento de los desenlaces y se suceden pifias que incluyen nada menos que a una pareja sordomuda, una vuelta de tuerca inverosímil (o más de una) y una resurrección que parece sacada de Mad Max, una pasión de Cristo o algún otro drama desértico.
Algún día habrá que hacer la historia de películas como Ocean’s 8, que parecen tenerlo todo y sin embargo no pasan de ser objetos grises e insípidos, casi como si no existieran. El punto de partida promete mucho: actrices de primera línea todas juntas jugando a ser ladronas de alta gama en un caper film; el guion invierte lo necesario en comedia, incertidumbre y algunos giros narrativos, como para amenizar el asunto y que haya un poco de todo. El relato no para ni un segundo: salta de un personaje a otro, los sigue a lo largo de toda clase de preparativos y puestas a punto del robo. El golpe, previsiblemente, es un oasis de acción: puro movimiento, gente que va de un lado para el otro siguiendo una coreografía secreta que se nos revela con cada nuevo paso y cada nuevo peligro. Nada podía salir mal, ahí estaba el género con sus leyes y su eficacia, solo había que ejecutar con un poco de empeño la fórmula y todo listo. El director Gary Ross parece cumplir con todos los requisitos del caper con cierta pericia, pero algo falla. El humor, por ejemplo, que no funciona la mayor parte del tiempo, además de la relación entre las mujeres, que aparece desbalanceada (hay personajes de los que no se sabe nada y que deambulan por la historia apenas como proveedores de gags rápidos). El comienzo se vuelve interminable y solo resulta tolerable gracias a los intercambios entre Sandra Bullock y Cate Blanchett, que brillan cuando se juntan. La secuencia del robo está bien, es como si el género aportara por default el ritmo del que Ross carece, pero después sobreviene una investigación que tal vez sea la decisión más anticlimática que se haya visto en años (aunque ahí, hay que decirlo, aparece el detective que hace James Corden que consigue él solo todos los chistes que a la película entera no le habían salido hasta ese momento). En el final, el guion dispone dos vueltas de tuerca seguidas imposibles: una resignifica por completo a uno de los personajes más ambiguos (y, por eso mismo, más interesantes), y la otra es totalmente gratuita, un agregado narrativo que se emparcha sin mucha delicadeza y que prolonga por unos minutos más la tensión del golpe cuando todo ya se había resuelto. ¿A qué clase de cine pertenece Ocean’s 8, entonces? No es de las películas que carecen de recursos, ni de las que desconocen las reglas de los géneros (o que intentan subvertirlas), ni de las que tratan de inventar una cosa nueva y les sale mal. No, es una película distinta, por ahí más difícil de nombrar: un cine del esfuerzo mínimo, de la premisa elemental (“vean: un caper con mujeres”), sin ambición, del que no puede decirse que fracase porque para fracasar hay que arriesgar algo.