El objeto algo disperso que presenta Las Cinéphilas es una especie de ocasional cofradía de señoras que van al cine: mujeres mayores, solas, sin obligaciones, con tiempo libre. Este clan secreto de viejas se extiende por todo el mundo, la directora María Álvarez encuentra integrantes en Buenos Aires, Mar del Plata, Uruguay y España. Se arraciman en torno del cine con programas diferentes: una elige qué ver guiándose por el gusto (ya no le interesan Rossellini y Bergman), otra pasa el tiempo diseñando complicadas estrategias para aprovechar el Festival de Mar del Plata que harían pasar vergüenza a cualquier crítico profesional. La película demuestra un talento notable para extraer la gracia de sus entrevistadas, pero a pesar de todo en las imágenes se cuela un tenue aire lúgubre. Una escena muestra una sala superpoblada de ancianas: ¿es la vejez la que las empujar en masa a participar de ese ritual espectral? Tal vez sea que el cine nunca perdió su dosis de artefacto mortuorio, de fantasma que convoca insistentemente a los vivos.
El cine argentino, sobre todo el post NCA, siempre preocupado por el realismo, pocas veces supo entregarse a las libertades del juego. Las películas de Matías Piñeiro y de Alejo Moguillansky fueron dos felices excepciones a esa regla. La vendedora de fósforos, de Moguillansky, parece querer dialogar directamente con el cine de Piñeiro: los gustos, los personajes, los conflictos y los universos de uno y otro se funden hasta que ya no se sabe bien dónde empieza uno y termina el otro. La preparación de una ópera contemporánea es el puntapié inicial de un disparate alegre donde se cruzan los temas de la pareja, la infancia y el arte. Todo es ligero en el mejor de los sentidos: los personajes se desplazan sin restricciones por el espacio y hablan musicalmente. La cosa empieza cuando a un director le encargan la dirección de La vendedora de fósforos, de Helmut Lachenmann: ese punto de partida empuja a los protagonistas a un frenesí de actividades que incluyen ensayos, escribir, asistir a una pianista y cuidar de una nena. El director se rompe la cabeza, aunque sin demasiado éxito, para imaginar una puesta que se ajuste a las necesidades de esa ópera imposible. A pesar de los contratiempos, nadie parece pasarla mal en esta comedia de enredos sobre las formas de convivencia entre trabajo y familia. La película se muestra fascinada con sus actores, desde la presencia siempre luminosa de María Villar hasta la pequeña Cleo, que pareciera hacer de ella misma. Como Piñeiro y las bougueroteadas de La princesa de Francia, Moguillansky entiende que la mejor manera de acercarse al arte contemporáneo “complejo”, a veces “prestigioso”, es desacralizándolo, tomándoselo en solfa. Al mismo tiempo, la película describe los ensayos de la orquesta apelando a un registro documental que presenta el mundo fascinante de la preparación de una obra con decenas de músicos donde, entre otras cosas, pueden surgir discusiones sindicales imprevistas. Lo real se cuela con toda su carga política en esta película sobre el artificio y la felicidad de la creación.
En el cine estadounidense hay varios Anderson: están Wes, Paul Thomas, Paul W. S… No vamos decir cuál es el Anderson bueno: que cada uno elija el que prefiera. Pero también hay más de un Wes Anderson: está el director con un estilo inmediatamente reconocible, el autor, el que tiene una racha de películas algo escuálidas desde Viaje a Daarjeling y con un universo cada vez más infantilizado que parece haberse transformado en apenas un catálogo de planos simétricos y colores pasteles. Y está el otro, el que desde Fantástico Señor Zorro reencuentra en la animación la vitalidad de su obra previa, donde las historias son algo más que fábulas tristes filmadas en piloto automático. Pasan dos o tres planos de Isla de perros y Wes Anderson (el Wes Anderson el bueno) se sacude de un golpe la puerilidad forzada de sus últimas películas. Tres chicos hechos en stop motion, pero más reales y tangibles que los protagonistas de Moonrise Kingdom, tocan instrumentos de percusión y anuncian el comienzo de la historia; un presentador narra un mito de origen con imágenes de un tapiz y anticipa un un gusto evidente por la planitud, por la mostración del artificio. Pocas películas usan la animación de manera tan lúdica como Isla de perros, mezclando técnicas y haciéndolas convivir en el espacio de una misma imagen. La decisión va de la mano con el tono deadpan, marca indeleble del director que aleja al espectador, lo pone a resguardo de cualquier posible identificación y lo lanza todo el tiempo contra las imágenes y los sonidos, le recuerda que el cine es también eso, cuerpos (aunque sean animados) que se mueven de un lado para el otro, fondos chatos y sin profundidad, amasijo de técnicas, mescolanza de colores, superficies de placer. En esa propuesta se condensa la alquimia andersoniana: esos mundos visiblemente construidos, con sus cimientos expuestos, contra todo pronóstico, conmueven. Desde Viaje a Daarjeling y su sentimentalismo forzado, a Anderson se lo siente incómodo al momento de producir emoción y abundan los golpes de efecto y el abuso del drama, al punto que sus películas se vuelven manieristas, pecan de autoconscientes, hacen andersonismo de segunda. Solo con su premisa, Isla de perros barre todo eso. La animación le confiere a la historia una potencia inusitada: uno está perfectamente situado en la ficción en cuestión de segundos. El director no necesita forzar nada, el punto de partida (un chico que viaja a una isla de muerte a buscar a su perro) ya provee una notable cartografía sentimental. La película puede filmar (animar) cualquier cosa con gracia, como cuando se muestran los resultados de un experimento científico y el director recuerda por qué es un maestro del ritmo, ya no un autor que reproduce sus tics con complacencia, sino un artesano capaz de imbuir de elegancia y belleza cualquier material.
El cine americano es conocido por criticarse a sí mismo, pero la primera Deadpool era algo más que eso: Hollywood comentándose sin complacencias, sin solemnidad, pensándose a velocidades casi lumínicas mientras descargaba chiste tras chiste sobre las convenciones del cine de superhéroes y de los blockbusters en general, sobre la industria y el lugar a veces ingrato que se le da al público. El espectador de Deadpool tenía que trabajar más de la cuenta procesando una montaña de guiños lanzados hacia el género y el cine mainstream; las referencias eran menos una manera de apelar a la memoria emotiva que de concretar el proyecto de una película que fuera pura superficie sin dobleces, un baile permanente de cuerpos coloridos, coreografías y proezas imposibles: la profundidad, si es que tal cosa existe, parecía decir el director Tim Miller, queda para las películas como Batman: El caballero de la noche asciende o Batman vs Superman: El origen de la Justicia; películas serias, graves, que creen que con el cine no alcanza, que además hay que comentar solemnemente el mundo. Desilusión, entonces, porque a Deadpool 2 el cine tampoco le alcanza. O, mejor dicho: en Deadpool 2 el cine ya no piensa, el humor no sirve para nada que no sea sostener un torrente de gags autorreferenciales. La primera Deadpool era irreverente, la segunda es solo infantil: la tonelada de referencias populares no pide más que el simple reconocimiento de la cita, no hay mucho para hacer más que eso. Wade está desconsolado y dice que al menos todavía les queda Bowie; su amigo le miente y le dice que sí, que todavía les queda Bowie. Comedia precaria: me río porque sé algo que el protagonista ignora, porque tengo apenas una referencia (obvia, gruesa) más que él. Y así toda la película: una seguidilla interminable de puestas en abismo, de cosas “meta” que gastan su frescura en cuestión de minutos; Deadpool diciendo que esto que vemos es una película; que él, como Wolverine en Logan, va a morir; que los X-Men son así o asá, etc. Hay dos o tres momentos muy buenos, como el de las piernitas o el descenso en paracaídas, en los que la película explota con inteligencia su universo y detiene por un rato la catarata de referencias, pero son pocos. Cada película disimula sus carencias como puede. Deadpool 2 necesita hablarle directamente a su público todo el tiempo, volverlo un compinche poco agraciado que se ríe con estímulos elementales, que se contenta con apenas reponer unos cuantos guiños más o menos automáticos. Con el cine ya no alcanza, ahora hay que apelar a la complicidad, hacerle creer al espectador que sabe solo porque pudo unir algunos datos sueltos. La trayectoria de la franquicia es similar a la de Guardianes de la galaxia: primera película notable, de escala masterpiece, cine popular en todo su esplendor; segunda película escasa que fagocita lo construido en la anterior y no agrega nada nuevo, nada interesante, y solo se limita a revolear chistes autorreferenciales, a “romper la cuarta pared” (como se decía antes, cuando esas cosas todavía podían resultar novedosas). La autoconciencia hace tiempo que dejó de ser algo disruptivo: mostrar el artificio no significa nada, en todo caso hay que ver qué hace cada película con eso; si lo toma para criticar con inteligencia el cine mainstream desde adentro, sin destruirlo, potenciándolo, multiplicándolo varias veces por sí mismo, o si lo usa apenas como una vía para dirigirse al público y desviar la atención de la pobreza cinematográfica del conjunto. Deadpool 2 no piensa y tampoco le interesa demasiado que su público lo haga.
Iluminaciones No intenso agora es una película construida a partir de fragmentos filmados encontrados, muchos de ellos anónimos, que revisa el período de agitación y movilizaciones que rodeó al Mayo Francés. Las imágenes registradas por la madre del director durante un viaje a China le permiten a João Moreira Salles inscribir su propia biografía y la de su familia con los avatares de la Historia: mientras en Francia las protestas se acumulan y ganan el apoyo popular, la madre viaja a la China de Mao, menos interesada en la actualidad política que en conocer una realidad ajena a la suya. Moreira Salles lee textos escritos por la madre que en algunos casos se complementan con las imágenes y en otros las explican, pero el resto del tiempo el director conjetura sobre el viaje y el choque que debe haber supuesto para una mujer occidental el ser recibida por guardias rojos y pasear por la ciudad acompañada de chicos que recitan y bailan sincronizadamente consignas partidarias. El método de Moreira Salles, mezcla de desciframiento e interpretación, de registro y de elaboración de hipótesis, propone un acceso singular a la verdad de los hechos: hay que aprender a leer en las imágenes los signos esquivos de una época a contramano de lo que dictan las historias oficiales. No intenso agora despliega su sistema sobre una gran cantidad de material filmado que retrata acontecimientos diversos relacionados mayormente con las revueltas estudiantes del 68, la invasión soviética de Checoslovaquia y la represión policial. En todo momento se cuelan las esquirlas insólitas de los sucesos, detalles desechados por la memoria del siglo: la teatralidad de las apariciones públicas, sobre todo televisivas, de Daniel Cohn-Bendit; la mirada furtiva de un habitante de Praga que pervive en un rollo sin título y que muestra desde una ventana, casi escondida, a los tanques que avanzan por las calles y a los soldados que entran por la fuerza a una casa vecina; el lamento fugaz de una chica que llora durante el entierro masivo de un estudiante brasileño asesinado por la policía: el director se interesa por ese llanto solitario en medio de una larga serie de imágenes donde solo parece haber lugar para la protesta y las proclamas encendidas. No intenso agora, a su vez, hace dialogar esos testimonios con toda clase de películas encontradas, entre ellas de aficionados y de origen universitario. La rareza del material, sin embargo, no clausura la potencia narrativa, más bien al contrario: el relato que hace el director acerca de la vitalidad y el hundimiento de los grandes movimientos de protesta de los 60 aparece contado por participantes sigilosos, como si todos los que miraron esos sucesos a través del lente de una cámara (fotográfica, de cine, de televisión, amateur) conformaran una suerte de coro anónimo al que se le encarga la tarea de narrar una historia sobre las derrotas. Ya controlados los levantamientos estudiantes y obreros en Francia, un plano largo muestra una escena frente a una fábrica: los trabajadores acaban de votar, ganó la opción de poner fin a la huelga. Una mujer llora y se niega a entrar mientras un sindicalista y algunos compañeros tratan de convencerla recordándole las mejoras que acaban de conseguir (pero para ella se trataba de cambiar mucho más que eso). Un estudiante se suma a la discusión y apoya a la chica, aunque los demás no parecen prestarle demasiada atención. Moreira Salles encuentra en una decisión de puesta en escena, probablemente inconsciente, una elección que deja entrever un viraje político fundamental: la cámara muestra al estudiante y rápidamente lo deja fuera de cuadro para volver a la mujer y a los trabajadores; el encuadre trasluce, sostiene el director, la pérdida definitiva del apoyo que la clase obrera brindara a los estudiantes. La película adquiere un ánimo decididamente fúnebre: no se trata solo del fracaso de los grandes movimientos de cambio, sino también de la calidad misma del registro, de su carácter de fragmento perdido, olvidado, del grano y el desgaste que anclan las imágenes en un tiempo lejano. El director escruta obsesivamente esos materiales precarios desde una posición transversal: menos que las aglomeraciones de manifestantes, la performance de los líderes jóvenes o las pompas oficiales, importa rescatar los pequeños gestos, actos casi invisibles que no parecen haber hecho su entrada a la historia de las imágenes. Un (tal vez) estudiante arroja algún elemento contundente realizando una torsión espectacular que recuerda enseguida a un lanzador de disco; la chica brasileña que llora, la única en medio de una masa enardecida; otra chica, francesa, atiende el teléfono de algo que parece un centro de estudiantes y, entre las risas cómplices de sus compañeros, trata de tranquilizar a una madre que llama para saber dónde está su hijo que no vuelve a la casa desde hace dos días. Su sonrisa y la frescura de todo su rostro sugieren mejor que cualquier otra cosa la vitalidad de la juventud y la disposición para las grandes acciones. El tema de No intenso agora no es la Historia y sus vaivenes, sino esos gestos diminutos y luminosos que condensan el brillo de una época con el fulgor conmovedor de lo que está condenado a desaparecer, pero que sin embargo, de alguna forma, sobrevive.
Intriga internacional A películas como la de Luis Bernárdez se las llama falsos documentales (o mockumentary), pero de Los corroboradores habría que decir que se trata abiertamente de un thriller: en ningún momento trata de hacerse pasar por verdaderos los hechos, sino que desde el comienzo se usan los recursos del documental para dar forma a una trama que incluye misterios, una investigación periodística y una conspiración centenaria. Los corroboradores es una de esas películas discretas que se apropia del cine para ponerlo patas para arriba y hacerlo jugar. Suzanne, una periodista francesa, viaja a Buenos Aires para encontrarse con una fuente local que promete revelarle la historia secreta de una logia dedicada a replicar París en la capital argentina. El contacto falta a la cita y la protagonista debe seguir por sí sola una serie de pistas desordenadas y reconstruir la trama que rodea a “los corroboradores”, integrantes de la elite rioplatense que a finales del siglo XIX se complotan con la corona francesa para consumar el proyecto de anexar Buenos Aires a ese país. La película alterna entre el registro amenazante del thriller y los testimonios de especialistas que aceptan el juego ante la cámara con total seriedad (salen, entre otros, Rafael Cipollini y Carlos Altamirano, este ultimo visiblemente divertido con la situación). Bernárdez fabula una traición nacional de aires cosmopolitas que tiene como principal teatro de operaciones la influencia del estilo francés en la arquitectura local. Suzanne prosigue en su búsqueda y las develaciones sucesivas incrementan felizmente el delirio de los hallazgos: por ejemplo, muchos edificios de Buenos Aires no serían imitaciones fieles de modelos franceses, sino las construcciones originales que habrían sido trasladadas desde Francia como parte de un oscuro proyecto ejecutado entre el gobierno oligárquico y la monarquía. El tono lúdico de Los corroboradores, sin embargo, no disimula la potencia estética que supone el servirse de los mecanismos documentales del cine para imaginar otras historias (o Historias), para inscribir en la trama de las cosas un pasado de intrigas y planes secretos, para inventar conspiraciones internacionales.
Custodia compartida empieza con un retrato gélido del sistema judicial francés. Un padre, una madre y sus respectivas abogadas se reúnen con una jueza para resolver la tenencia y las visitas del hijo. La película describe desapasionadamente los procedimientos del encuentro: las reglas de cortesía, los turnos para hablar, las estrategias argumentales de cada abogada. A su tiempo, padre y madre exponen brevemente sus motivos. El guion evita cualquier toma de partido y muestra por igual las razones de cada uno. La escena exhibe un notorio realismo: los personajes apenas parecen caracterizados y los diálogos fluyen naturalmente, como si la ambigüedad de lo real se impusiera por sobre los códigos del cine. Pero ese comienzo funciona en verdad como una pista falsa: después del altercado legal, el clima de la película se contamina hasta adquirir la forma de un thriller atípico. El conflicto de partida se presenta más o menos así: padre irascible (Antoine) reclama poder visitar al hijo (Julien) como respuesta al rechazo de madre manipuladora (Miriam) que inventa excusas para negarle el derecho. Los dos resultan igualmente humanos y arteros, ninguno parece mejor que el otro. La jueza dicta que el padre se lleve al chico con él fin de semana de por medio y pone en jaque a la madre y al hijo. Con esa anécdota elemental, propia de cualquier drama familiar, Xavier Legrand pone a funcionar una impresionante máquina narrativa capaz de registrar un peligro inminente en cualquier lugar, en cada pequeño gesto del padre, en cada reacción temerosa del hijo. El relato puede transformar cualquier espacio cotidiano en una trampa, empezando por el auto, donde Antoine abandona de un momento a otro la postura de padre cariñoso para confirmar las acusaciones de la madre: el tipo es violento, obsesivo, cualquier cosa puede lanzarlo a una espiral de furia. De ahí en más, el tono realista del principio da paso al aire opresivo del thriller. Cada situación cotidiana deja a Miriam y a Julien a merced de Antoine y de sus arranques de locura. El guion incrementa con cada escena los niveles de amenaza. Los pocos lugares seguros, como la casa de la familia materna o el nuevo departamento en el que viven (y que el padre desconoce), se vuelven blancos de Antoine y pierden su capacidad de refugio. El clima general se enrarece: Antoine tiene uno de sus ataques cuando descubre la zona en la que queda el nuevo departamento de Miriam y obliga a Julien llevarlo ahí. Cuando llegan, Julien le da una dirección falsa y, en un descuido del padre, sale corriendo. La persecución, aunque breve y a plena luz del día, posee un nervio infrecuente. Con el pánico del hijo, que hace lo que puede para no develar la dirección, y con la furia del padre, ahora multiplicada por el engaño, Legrand extrae de la escena una tensión insoportable. Más tarde, en la fiesta de la hija, todos parecen seguros y contenidos: el padre no está, prometió no venir; el tumulto de gente es garantía de seguridad para la familia; la alegría del momento los hace olvidarse de la odisea cotidiana. La música y la algarabía le permiten al director filmar un momento de plenitud reforzado por la elegancia de un plano secuencia que captura la felicidad generalizada. Pero incluso allí, en el espacio menos pensado, el relato sugiere la inminencia de un riesgo: el ruido no deja escuchar los diálogos, pero los susurros insistentes entre la madre y su hermana, que se mueven nerviosas de un lado al otro, anuncian alguna amenaza silenciosa; en cuestión de segundos, el festejo se transforma en momento de alarma. El desenlace produce una tensión insospechada: Miriam y Julien sufren el ataque final de Antoine de noche y a oscuras. En ese momento, la película prácticamente adopta las formas del terror y hace visible algo que antes solo se sugería de manera subterránea: Antoine no es tanto un hombre irascible como un monstruo terrible. Ese anclaje fuerte en los géneros certifica que la opera prima de Legrand funciona en sus propios términos. El despliegue ostensible de los recursos del thriller cancelan felizmente cualquier posible comentario social, cualquier denuncia altisonante.
Hay algunas historias que da gusto contar y volver escuchar. Desde que la serie original de Mazinger Z terminó en 1974, hay una escena que insiste en el tiempo: un robot piloteado por un chico de pocas luces que se enfrenta a un ejército de enemigos más poderosos que él en un combate final. Alrededor de esa escena se produjeron largos, nuevas series, cortos y ahora otro largo, Mazinger Z: Infinity, que olvida lo hecho en la etapa Mazinkaiser para imaginar el mundo de la serie después de diez años del último ataque del Dr. Hell. Digo escena y no relato porque pareciera ser esa escena, incluso esa imagen, la del héroe condenado, superado en número por sus rivales, la que justifica la reinvención narrativa de cada nueva iteración de Mazinger, como si todo fuera una excusa para volver una vez más a ese momento límite con su carga dramática y afectiva. Mazinger Z: Infinity sobrecarga una explicación científico-filosófica que bordea el delirio: los diálogos lacónicos sobre la teoría cuántica de los universos posibles hace acordar más a Evangelion que al personaje de Go Nagai. A su vez, la mayoría de los personajes no parece haber sufrido grandes cambios, salvo por Koji, que ahora, siendo adulto, presenta un perfil inverosímil: el chico pendenciero y cabeza dura se transformó en científico (?) y cavila sobre la posibilidad de formar una familia con Sayaka (con la que ni siquiera está de novio). En el medio, se suma una nena-humanoide diseñada por los mismos creadores perdidos de Mikenes capaz de salvar o de hundir al mundo. Nada de esto importa, en verdad, porque todo funciona más o menos como el trampolín de ocasión para regresar a un momento, a un escenario, a una imagen: la de un robot a punto de batirse en un duelo imposible contra cientos de monstruos mecánicos. Además de esos cambios, Mazinger Z: Infinity toma distancia del humor absurdo de las últimas relecturas de la serie original: acá hay un retrato más o menos realista, donde la vida del instituto de energía fotónica tiene un contexto social e internacional con sus presiones y diplomacia. La destrucción generalizada adquiere un rasgo humano inédito: la gente sigue el desarrollo de la catástrofe y la inminencia de un nuevo ataque a través de las encuestas de la televisión y de las noticias de los diarios. Pero la película mantiene algunas coordenadas ineludibles como la de la línea de la comedia slapstick que traen Boss y sus amigos. Para distraer a los monstruos del Dr. Hell, un robot-impresora-3D gigante dirigida por dos científicos fabrica objetos (mayormente pelotas) que el robot de Boss arroja contra los enemigos sembrando una devastación impensada: la gratuidad de la escena es un reencuentro feliz con el recuerdo de la serie televisiva. Las batallas con los robots funcionan a la perfección a pesar de la amalgama de las técnicas del dibujo y de la animación tridimensional: la articulación de una y otra a veces resulta expulsiva, se notan las costuras, pero así y todo la película se las arregla para imprimirle una escala visual y sonora impresionante a cada choque de metales, rayos y explosiones. Mazinger Z: Infinity es un gran espectáculo, de esos que todavía solo puede proveer una sala de cine, en cierta medida similar al de Titanes del Pacífico 2, que la crítica rechazó aduciendo problemas narrativos, sin haber reparado casi en los placeres sensoriales sin igual que ofrecían las peleas entre robots y monstruos. Pero ya se sabe que muchos críticos ofician de script doctors improvisados: no ven imágenes ni escuchan sonidos, solo se fijan en el relato, son sommelier de guion. Mientras el crítico se entretiene inventariando incongruencias narrativas o puntos débiles de la historia, estas películas dedican todos sus esfuerzos a explotar el poder de las imágenes, su textura, su monumentalidad, porque entienden que el cine debe ser algo más que un relato prolijo, “bien construido”. Películas como Mazinger Z: Infinity y Titanes del Pacífico 2 desarman al crítico de guion y confrontan al espectador con las formas del cine, le recuerdan cómo era eso de ver y escuchar en una sala.
Todos los problemas del hombre surgen del hecho de no poder quedarse solo en un cuarto, dice más o menos una conocida frase de Pascal. En Cetáceos, en cambio, todo lo bueno que le pasa a Clara le sucede cuando sale del departamento al que acaba de mudarse con su marido, que está en Italia en un congreso. El universo conspira contra el encierro de Clara enviándole invitaciones a bares, fiestas, clases de tai chi, locales de comida orgánica y retiros espirituales. Elisa Carricajo compone a una mujer que parece un cuerpo en un permanente estado de disponibilidad: cualquier estímulo atrae su atención y la conduce por una deriva de actividades que la alejan del departamento, de sus obligaciones en la facultad y del eventual regreso del esposo. El mundo funciona como una excusa para huir de las responsabilidades y la película de Florencia Percia se mueve por él plácidamente, sin esfuerzo, con un ojo ágil, casi rejtmaniano, atento a los detalles más absurdos y encantadores de los lugares que habitan sus personajes.
La crítica de cine en general, pero más todavía la argentina, tiene problemas con el cine bélico estadounidense, sobre todo con los soldados patriotas que viajan a otros países. Malas noticias para ellos: Tropa de héroes trata justamente sobre eso, sobre un puñado de soldados estadounidenses que viajan a Afganistán después del atentado contra las Torres Gemelas para ponerse en contacto con un líder de la zona y reforzar el combate contra los talibanes. La anécdota es demasiado buena: la misión de los tipos es servir de apoyo a los rebeldes proveyéndoles con ataques aéreos que diezman a los enemigos y dejan todo servido para un remate final rápido y económico. La tarea consiste en acercarse lo más que se pueda a la posición rival, obtener las coordenadas exactas del lugar y pedir el bombardeo. El tema mismo de la película son las explosiones y su producción, pero hablamos de explosiones precisas, coordinadas, quirúrgicas. La guerra como un asunto de laboratorio. La premisa es tan fascinante como poco cinematográfica: nada más alejado de la épica de la película bélica que esos cálculos sigilosos. El trabajo de Nicolai Fuglsig, entonces, consiste nada menos que en tomar esos materiales e imbuirlos con el nervio del relato agregando dificultades técnicas y errores humanos, o sea, sumando excusas para filmar enfrentamientos, actos de heroísmo y camaradería entre soldados.. La cosa sale más o menos. La película no narra particularmente bien: tiene a un montón de personajes poco o mal caracterizados de los que apenas se distinguen dos o tres. En ese puñado, a su vez, se percibe un desbalance actoral evidente: la dupla de Chris Hemsworth y Michael Shannon es imposible, no funciona nunca. Hemsworth tiene una presencia cinematográfica, eso es indudable, pero cuando habla o gesticula arruina todo: no sabe moverse o volver creíble ninguna línea de diálogo, cree que el drama de un soldado novato se resuelve agarrándose la cabeza o poniendo cara de compungido. Shannon, en cambio, es un monstruo, el hombre puede decir cualquier cosa e imprimirle una carga afectiva increíble, ya sea que se despida de su familia como cuando padece un dolor de espalda que lo deja postrado en plena misión. La película es perfectamente consciente de este desfase y por eso realiza notables esfuerzos para mantener a los dos personajes separados. Cuando están juntos, a su vez, Fuglsig hace todo lo que puede para neutralizar a Shannon: el dolor de espalda y la herida posterior parecen menos una concesión a los hechos en los que se basa la película que un recurso narrativo para mantener a Hemsworth en su lugar de protagonista. A eso se le suma una monotonía visual asfixiante. La película es toda gris, todo el tiempo, tanto de día como de noche. Gris como las montañas y la tierra, como si la imagen, en vez de explotar las propiedades naturales del lugar, hubiera sido dominada por el paisaje. Al director tampoco le va mucho mejor con las batallas: todas son más o menos parecidas, un amasijo de soldados, talibanes y polvo. La única excepción es el encuentro final, bastante logrado, cuando los protagonistas se enfrentan a un camión que dispara misiles sin parar y los tipos cargan contra los talibanes arriba de caballos esquivando tiros, misiles y tanques. Ese último tramo tiene una potencia evidente, pero tarda demasiado en llegar, más si se tiene en cuenta que el afiche y el avance vendían con insistencia la imagen prometedora de soldados haciendo la guerra a caballo en pleno desierto. El resultado es más bien pobre, una cosa a medio camino entre la espectacularidad del cine bélico tradicional y el interés por describir la materialidad de un mundo con sus procedimientos, es decir, ni Spielberg, de un lado, ni Peter Berg o Kathryn Bigelow, del otro. ¿Se imaginan qué cosa impresionante sería una película de Berg o Bigelow dedicada a mostrar el trabajo frío y repetitivo de soldados cuyo único trabajo consiste en trazar coordenadas y pedir ataques aéreos devastadores?