Steve McQueen sabe a la perfección cómo diseñar productos que sean capaces de insertarse con éxito tanto en el circuito de premios y festivales independientes (Hunger) como en el espacio del cine mainstream (y, en el camino, ganar tres Oscar, como lo hizo con Doce años de esclavitud). El tipo tiene el ojo y el olfato entrenados para filmar y recoger los intereses del momento, pero no en el sentido en que lo hace un intérprete atento, que detecta y expresa lo que la época no sabe o no dice de sí misma; lo suyo se parece más bien al trabajo de un recopilador algo perezoso, alguien que junta y mezcla lo ya conocido y ofrece un objeto de eficacia probada. Viudas es un caper film que toquetea el género y lo vuelve un vehículo apto para escenificar temas de actualidad como el rescate del estereotipo de la mujer fuerte, que debe valerse sin ayuda de hombres en un mundo de reglas masculinas; el resurgimiento del racismo, ahora en clave barrial; la reducción de la política a una guerra ciega por el poder que tiene en la desigualdad su condición misma de posibilidad. Nada nuevo, todas cuestiones con las que es fácil encontrarse si se agarra un diario o se mira un noticiero, y de las que se escucha hablar a stars en discursos de la Academia o en actos anti Trump. En este sentido, Viudas es cine de gueto, una película que parece realizada a la medida exacta de la comunidad hollywoodense y de la imagen que sus integrantes gustan hacerse de sí mismos.. Pero resulta que Viudas es algo más que este compendio bienpensante de lugares comunes. Es, antes que nada, una relectura del caper film semejante a la que hacen del western los hermanos Coen en Temple de acero: en los dos casos hay un género fuerte, de gran robustez, que resiste a los manoseos de unos realizadores que parecen incapaces de apropiarse plenamente de esas fórmulas vitales. La estrategia, en uno y en los otros, es similar: se trata de tomar las convenciones elementales del género para dinamitarlo, consumirlo desde adentro, despojarlo de su potencia hasta reducirlo y domesticarlo. McQueen lo hace mezclando géneros casi opuestos: el tipo se sirve del caper film apenas como mapa narrativo elemental, una guía que en realidad conduce a las tierras de un melodrama sobre una mujer que lo pierde todo y debe rehacerse a sí misma. El recorrido incluye vistas de una intriga política deslucida y breves pasajes de una película de gángsters. Previsiblemente, la mezcolanza no permite que funcione del todo ninguno de esos elementos, pero lo que más sufre es el caper, del que no queda prácticamente nada. La preparación del golpe dura apenas unas escenas muy breves, lo mismo que su ejecución, tal vez la más rutinaria y sumaria que se haya visto en una sala de cine. El resultado no sorprende: después de todo, el caper film es un género especialmente feliz, que ofrece un espectáculo generoso de persecuciones veloces y momentos de gran precisión narrativa, por lo general sostenidos en una multitud de personajes carismáticos. Viudas le niega al espectador incluso el placer de seguir la preparación y la discusión del plan, verdadero corazón de cualquier caper que se precie, que acá es triste y poco entretenida. Y, sin embargo, mientras se asiste a esa película de robo exangüe, algo pasa: el director filma de cerca a Viola Davis y la tragedia de Veronica resulta tangible, se sienten su dolor y su desesperación, el miedo ante el peligro que la hace reaccionar como un animal amenazado. De alguna manera, Davis se las arregla para portar una angustia demoledora y sostenerla en cada escena con muy pocos recursos, a veces solo con la mirada, otras con la rigidez que parece cruzarle el pecho y los hombros. McQueen, incapacitado para cumplir con los rigores del género, demuestra a pesar de todo que es un director inteligente, capaz hasta de alguna que otra sofisticación, y con un talento evidente para elegir a sus intérpretes (es notable, por ejemplo, el aprovechamiento de los casi dos metros de Elizabeth Debicki). Todo lo que no comprende de la película de robo lo compensa con el retrato desgarrado de su protagonista. Aunque también es cierto que ni Davis ni sus compañeras pueden hacer milagros: la ambivalencia entre caper film y melodrama prueba ser inestable y la película se deshilacha sin remedio. Así las cosas, Viudas logra un tono y una fuerza que se sobreponen a los cálculos y a las torpezas del guion, una potencia subterránea que alcanza a mantener unido ese conjunto improbable. La confirmación de esa fuerza un poco accidentada llega abruptamente en el final, cuando McQueen le dedica el último plano a Davis. Un plano hermoso, elegante, que transmite una emoción inesperada, en el que parece condensarse toda la nitidez y afectividad del cine clásico. Un momento inventado, seguramente, arrancado de otra película, un truco de prestidigitador que deja ver el talento desparejo del director.
¿Cómo contar la persecución, la locura colectiva, el genocidio? Cualquier buen documental sobre hechos de esa magnitud propone, conscientemente o de manera tácita, la misma pregunta. La respuesta que parece encontrar Rithy Panh es demoledora: frente a la violencia orquestada desde el Estado no queda otra cosa que la resistencia a través del relato en primera persona del pasado. En La imagen perdida no son Camboya ni los sobrevivientes del Khmer Rouge los que recuerdan, sino únicamente Panh, es su voz (interpretada por un narrador) la que, desde el off y en singular, evoca y recompone el genocidio ocurrido en su país, como si hubiera que desconfiar de cualquier clase de memoria comunitaria o de reparación institucional. El director se toma su tiempo para relatar el horror de los campos de trabajo a los que fueron a dar él y su familia tras el ascenso del comunismo: el hambre, los abusos y la muerte son narrados con una serenidad y una calma sorprendentes. Dos motivos insisten a lo largo y ancho de la película: una imagen desaparecida (la infancia) cuya búsqueda pareciera motorizar el film en su conjunto, y la niñez que, a mediados de la vida, repite el director como si se tratara de una letanía, vuelve (“la infancia es un estribillo”). Panh ocupa un lugar ambiguo desde el cual asume una voz dividida entre el balance y la madurez del adulto y la inocencia y el estupor de un chico. Cuando repite irónicamente las consignas oficiales que proclaman las supuestas las victorias comunistas o que justifican la “reeducación” de los campos, el discurso del director adopta para sí un visible aire de ingenuidad, como si fuera un niño el que reaccionara frente a los hechos: el efecto es desestabilizador y uno tiene la impresión repentina de que muchas zonas oscuras de la Historia quizás no debieran contarse de otra forma. El recurso de los muñecos hechos en arcilla que no se mueven, como si vivieran para siempre atrapados en el ámbar del tiempo, permite una exploración del pasado despojada de cualquier clase de solemnidad o furia, aunque acá tampoco se está en el terreno frío y distanciado de Noche y niebla o de Shoah, sino en el ámbito siempre personal y afectivo de la memoria individual. El universo creado en arcilla dialoga con las imágenes de archivo: la película empalma el relato acerca del deterioro físico de Panh y de su familia en los campos con la figura de Pol Pot como si uno y otro, las víctimas y el líder sanguinario, fueran los polos emotivos sobre los que gravita la memoria del director. Justamente, la propia memoria, parece sugerir Panh, es un asunto de distancias: temporales, espaciales y éticas pero, también, estéticas; el segmento dedicado a su hermano y su banda, que toca canciones pop y rockanroleras, resultan intolerables para el carácter nacionalista del régimen y su defensa de lo autóctono. A la par del autoritarismo y las vejaciones que padecen los internados, el relato suma también los eslóganes y las metas delirantes que, tanto en Camboya como en muchos otros países, impuso el comunismo y que, acota como al pasar pero con justeza el narrador, fueron vistas con buenos ojos en el exterior por figuras públicas de la talla de Sartre. La película avanza y el retrato del país, con sus matanzas, atropellos y decadencia, toma la forma de una aventura desquiciada que misteriosamente alcanzó a convencer a muchos, los suficientes como para mantener aceitada la maquinaria del Estado durante años. A la maldad despiadada de los líderes del partido y de sus fanáticos debería contestárseles, podría decirnos Panh, con el recuerdo sereno pero firme de los crímenes, restituyendo la escala humana que el plan de exterminio estatal había obturado. En la narración, las atrocidades son presentadas como semejantes sin importar si la víctima es la madre del director o una desconocida que agoniza embarazada en la cama de un hospital: todos reciben una atención similar por parte del relato, como si la injusticia los hermanara y les restituyera la singularidad que el Estado trató de arrebatarles. El relato de Panh barre su infancia en los campos de trabajo y recorta de la confusión y la agitación de esos años víctimas singulares, concretas, quizás como un acto de rebelión frente a la despersonalización organizada por las autoridades. De ese magma de recuerdos hay que rescatar siluetas, contornos, rasgos mínimos que permitan reconstruir el retrato borroneado de las víctimas, menos para reclamar justicia (la mayoría de los responsables ya están muertos o son ancianos) que para levantar una especie de monumento fílmico.
La mirada de los otros El silencio es un cuerpo que cae se presenta como el retrato de un hombre elusivo. La voz en off de la directora trata de reconstruir la figura del padre con los materiales que tiene a mano: filmaciones hechas por él, entrevistas a familiares y amigos, fotos viejas, recuerdos de la infancia. Jaime muere en 1999, pero el motor de la película no es tanto la pérdida como un misterio: la familia recuerda al fallecido y entre ellos flota algo no dicho, alguna información que todos esquivan con denuedo. La película revela enseguida el dato y reconfigura la intriga: Jaime era gay, pero un día conoció a Monona, se casó y tuvo a Agustina. El misterio cambia de lugar: ¿qué fue lo que lo empujó a un cambio tan grande? Luego: ¿cómo sobrellevó su nuevo rol de esposo y padre, lejos de los amigos y de la vida nocturna del pasado? La pesquisa de El silencio es un cuerpo que cae se va toda en develar ese enigma. Pero las respuestas, si las hubiera, llegan desfasadas: Néstor, pareja de Jaime, muere un día antes que Freddy Mercury; de las integrantes de Las Kalas, grupo de teatro frecuentado por el padre, solo una acepta hablar frente a la cámara (algunas fallecieron); la familia se resiste a comentar el asunto. En el camino, Comedi halla los retazos de un mundo perdido que persiste a duras penas en la memoria triste de los sobrevivientes: los testimonios sugieren una época de plenitud interrumpida por los códigos de las organizaciones políticas (sobre todo de la izquierda), la dictadura y el sida. Qué habrá pasado por la cabeza (y por el cuerpo) de Jaime como para cambiar de vida de un momento a otro. La película mantiene las incertidumbres: los interrogantes que se formula Comedi no esperan una respuesta final, sino que funcionan como vías para indagar, para aproximarse al costado desconocido, extraño, del padre. La directora utiliza grabaciones hechas por Jaime (parece que el tipo filmaba todo): eso le imprime a la película un punto de vista dislocado; una buena parte de la evocación del personaje se construye a partir de su punto de vista, como si el hombre mismo estuviera observando desde algún lugar inaccesible. En muchas grabaciones aparece Comedi muy chica y el recurso sugiere una nueva forma del recuerdo: sostener la memoria de los seres queridos mirando a través de sus ojos, fijarse en cómo nos miraban.
Godard pertenece al selecto grupo de directores de los que parece haberse dicho y escrito todo: cada nueva película llega a nosotros blindada por un montón de argumentos escuchados una y mil veces. Es muy difícil, sino imposible, encontrarse con una idea nueva sobre su cine, con algo no dicho. Por lo general, las películas de Godard van a parar a ese campo de batalla trazado desde hace décadas por seguidores y detractores: cada estreno suele activar casi automáticamente las posiciones más duras de uno y otro bando. Tampoco es cuestión de adoptar una postura relativista ni de intentar ponerse por encima de esa discusión, pero no estaría mal que Godard fuera corrido de esas coordenadas un poco binarias y sin grises. El espacio que media entre las caricaturas de genio último del siglo pasado y del presente y de prestidigitador que repite siempre los mismos trucos sugiere la existencia de una obra personalísima que fue moviéndose a la par de la Historia del cine buscando un lugar estético y político acorde a su época (a sus épocas), reinventándose a sí misma de manera radical varias veces; para bien o para mal, pocos directores tienen una filmografía semejante para mostrar. El libro de la imagen, que pudo verse el lunes 10 de septiembre en la apertura de la nueva edición del FIDBA, sigue la estela de los últimos documentales-ensayos del director. Como en Film socialisme y, sobre todo, en Adiós al lenguaje, de lo que se habla es del intento de pensar ya no a partir de ellas, sino de pensar en imágenes, proyecto nada original, seguro, pero que Godard viene sosteniendo desde hace más de una década con un empeño singular. Los temas de Godard vuelven una vez más, aunque esta vez no haya actores ni restos de algún relato perdido que le sirvan de soporte: es con filmaciones intervenidas, con los fragmentos de películas, con found footage, que la película dice cosas del mundo. Cosas que, por otra parte, con diferentes énfasis y matices, Godard viene diciendo más o menos desde Sin aliento: que Occidente es un conjunto ruinoso devorado por sus contradicciones, que la desigualdad es una condición del capitalismo (y no su consecuencia indeseada), que la rebelión pone en marcha una gestualidad inmemorial a través de la cual los desclasados se realizan, que hay que desconfiar de la palabra y de otros inventos del hombre, que se puede construir una especie de filosofía a partir de fragmentos dispersos de la literatura y del cine. En este sentido, Godard encarnó como pocos la figura del autor elaborada por él mismo y por sus compañeros de Cahiers du Cinéma: para los redactores de la revista, el auteur se diferenciaba del artesano por el hecho de sostener una visión del mundo clara que debía expresarse en términos estilísticos. La fascinación del autorismo como perspectiva conducía a buscar las insistencias ideológicas más allá de los cambios estéticos: por ejemplo, el conjunto de creencias de John Ford podía rastrearse en sus westerns, pero también en películas menos personales como El delator o Las viñas de la ira. En el autorismo duro, entonces, las ideas permanecen más o menos iguales a sí mismas; lo que cambia, a lo sumo, son las formas: los géneros, los relatos, los procedimientos. En el cine de Godard también. Adiós al lenguaje, su película anterior, proponía un anclaje en la materialidad del mundo que en El libro de la imagen parece disiparse. Acá no hay nada parecido al perro que paseaba por bosques y ríos y en el que el director parecía encontrar tanto un insumo fílmico como un elemento en el que depositar un resto de calidez. La nueva película funciona exclusivamente a base de imágenes que en muchos casos están intervenidas o son modificadas frente a los ojos del espectador, por ejemplo, cambiando el formato (de pantalla ancha a 4:3 o al revés). Estos recursos, que no son nuevos en Godard, se potencian y transforman la película en un objeto que no parece mantener lazos directos con el mundo, como si el director lograra que el cine, un arte del registro, haga metafísica. El barco y los pasajeros de Film socialisme, tangibles, nítidos, parecen haber sido filmados hace décadas. Godard, siempre afecto a pensar con juegos de palabras, con argumentos contradictorios, con grandes máximas, en El libro de la imagen parece más etéreo que nunca: abundan las afirmaciones severas sobre cualquier cosa, por ejemplo, sobre Occidente y Oriente, sobre Europa y el mundo árabe, al punto que pareciera que la película trata de dejarle servido a su público un montón de conceptos vacíos para que cada uno los complete con sus prejuicios como mejor le plazca. Máximas incomprobables ganan rápidamente la escena, como que en la cultura árabe todos son filósofos y que se piensa mejor porque se tiene más tiempo, porque la experiencia del tiempo es diferente de la de Europa. Esas frases no buscan tanto producir una imagen del mundo como invitar al espectador a que vea allí reflejada la suya. Godard, como cualquier gurú, también debe contentar mínimamente a sus fieles. La generalidad va de la mano con el tono lúgubre de la película, que ya estaba muy presente en Adiós al lenguaje. El pesimismo sobre el estado del mundo, sumado a la voz un poco tétrica de Godard, dibujan un paisaje fúnebre que a veces suena un poco forzado: se sabe, de todos modos, que el desencanto queda mejor que otras actitudes, que el gesto de decretar la ruina tiende a ser visto con buenos ojos. En sintonía con el clima de derrota generalizado, El libro de la imagen es una película sin gente, de una escala no antropológica: se pueden ver personas en los fragmentos filmados, a stars de Hollywood escenificando gestos en imágenes gastadas por el uso, pero se trata solo de eso, de registros del pasado que bien podrían pertenecer a otra civilización. Se tiene la impresión de que falta el cuerpo, algo que no ocurría en Adiós al lenguaje, con la pareja a la que el director filmaba en la casa de ella muchas veces desnudos, en posiciones imposibles y movimientos inéditos, como si tratara de reinventar la corporalidad, de descubrir gestualidades que nadie hubiera puesto en un plano antes. Es consecuencia, también se siente la falta de una dimensión importante de su cine, la de la cotidianidad, la de los actos banales que en sus películas solía funcionar como un elemento de contraste con las grandes ideas; algo que en un texto muy conocido sobre La chinoise Ranciére caracteriza como un programa godardiano dedicado al reaprendizaje de las cosas simples. La chinoise era un poco eso: el intento de llevar a las imágenes el ideario político y social del maoísmo alternando las grandes proclamas con los gestos cotidianos, casi automáticos, como el del militante expulsado de la organización al que se entrevista sobre el final en una habitación derruida mientras el chico toma un café con leche con tostadas. Hay un cierto malestar que produce El libro de la imagen, una desazón que excede el comentario sobre la actualidad que hace el director y que seguramente esté relacionado con esa falta: como si el cine de Godard hubiera quedado rengo, hubiera perdido contacto con el mundo y sus habitantes y ahora solo quedaran el pensamiento en mayúsculas, las máximas altisonantes, un desencanto exagerado que se construye sobre frases generales y a partir de juegos de manipulación de la imagen y del sonido ya vistos y escuchados muchas veces. “Siempre estaré del lado de las bombas”, dice cerca del final la voz tenebrosa de Godard; una afirmación que se sostiene apenas con la intromisión esporádica de explosiones a todo volumen y con la que cuesta acordar o discutir porque las palabras no tienen un correlato material, porque el flujo de las imágenes visiblemente intervenidas no remite más que a sí mismo.
Esto no es un golpe quiere restituir una épica olvidada durante muchos años por el relato oficial del gobierno anterior, que derramó al cine argentino y a la cultura en su conjunto una visión sesgada sobre la última dictadura y sus secuelas. Esa visión logró una elipsis impensada: volver creencia compartida que el ajuste de cuentas de la democracia con las atrocidades del Proceso empezó con el gesto de un presidente bajando un cuadro y con la reactivación de las causas por violaciones de derechos humanos. Ese recorte empobreció una historia de gestas civiles y lo redujo a unas pocas consignas afines al poder de turno, como puede verse en la cantidad de documentales sobre el tema producidos en la década pasada que eliden el Juicio a las Juntas y la escalada entre el gobierno de Alfonsín y los militares. ¿Cómo debería pararse el cine argentino frente a ese olvido de tantos años? ¿Cómo discutir con una postura adoptada en bloque y casi sin fisuras por toda una cinematografía? Esto no es un golpe sale del laberinto por arriba: evita cualquier polémica y opta por contar todo de nuevo. Pero tampoco se trata de empezar de cero. Desde el principio, la película le habla al público y apela a su recuerdo de Semana Santa de 1987, como si por esa vía afectiva pudieran recomponerse décadas de olvido audiovisual. Al igual que en sus otras películas, Sergio Wolf se hace cargo del punto de vista, pero a diferencia de lo que pasa en Yo no sé qué me han hecho tus ojos o Viviré con tu recuerdo, acá el director aparece más neutro, menos caracterizado, como si Wolf no fuera tanto él mismo sino un vehículo para introducir al espectador en la trama. Trama que, además, ya no supone un misterio a develar sino una memoria compartida: el paradero de una cantante que prácticamente se desvanece del mundo o la pérdida de material fílmico con la pista de audio de una última entrevista proveen casi por sí solos las dosis necesarias de suspenso. El levantamiento carapintada, un hecho fijado en libros de Historia y en el recuerdo de la gente, en cambio, supone la fabricación de una intriga, como si el objeto se resistiera a proveer cualquier clase de encanto cinematográfico y hubiera que forzarlo, sacudirlo, buscar en él zonas inexploradas, aprender a mirarlo de nuevo. La solución que la película encuentra a ese problema consiste en entrevistar a algunos de sus protagonistas y en tratar de reconstruir la gestación y el desarrollo del levantamiento. No hay académicos o especialistas que opinen, solo personas que participaron activamente de los sucesos y que reponen visiones diferentes: la de los militares de bajo rango, la de los mandos medios, la de los legisladores radicales, la del poder ejecutivo. ¿Cómo hacer cine con un hecho histórico sin caer en la rutina formal de un documental expositivo? Esto no es un golpe opta por poner en relato el plan secreto que condujo a la toma y explotar el nervio narrativo de los entrevistados (algo que depende tanto del montaje como de la suerte de toparse con gente que sepa contar). Por momentos, la narración conjunta de soldados y políticos, que detallan los movimientos y reacciones de cada bando, logra que uno se olvide de lo que sabe y que se interese por el relato que presenta la película, como si el cine, aunque sea por un rato, pudiera ganarle la partida a la Historia: el pulso de la película acaba por imbuir el tema con las reglas y la vitalidad de la ficción. En este sentido, la entrevista a Aldo Rico es uno de los puntos fuertes de la película. Sobrador que cautiva con su altanería y con una lectura del levantamiento hecha a la medida de su conveniencia, Rico aporta una personalidad fascinante en torno de la cual parece organizarse toda la película, conciente del material que tiene entre manos. No importa la opinión previa que se tenga de Rico, la expectativa que genera su próxima aparición es enorme: uno espera otra versión dudosa de los hechos, otro momento de malignidad, otra explosión de jerga militar fuera de contexto, otra explicación sobre sus recaudos exagerados ante presuntas trampas. Su figura hace pensar en la de algún villano de James Bond venido a menos que molesta y contradice por gusto a su interlocutor. Si hubiera que buscar una figura que funcione como contraparte de Rico, ese sería el general Alais: los fragmentos suyos que incorpora la película funcionan casi como comic relief hasta que el personaje adquiere un aire casi surrealista. La película conjuga los testimonios individuales con imágenes de archivo hasta que la reconstrucción de los cuatro días de Semana Santa adquieren una robustez impensada: el relato repasa desde los actos más pequeños hasta las grandes determinaciones del momento; las dudas de Alfonsín y de su círculo más cercano antes de mandarlo a Campo de Mayo tienen como eco una imagen pública, la de las oleadas de manifestantes que se dirigen hasta el lugar y ponen en peligro la capitulación. La decisión de darle voz a los políticos encargados de desactivar la operación tanto como a sus artífices es de una novedad extrema para el documental reciente, que tendió a silenciar el punto de vista de militares en casi cualquier tema (seguramente no sea casual que en esta misma edición del Bafici haya podido verse El hermano de Miguel, donde se filma el encuentro entre dos víctimas del caso Ibarzábal, asesinado por el ERP: su hija, Silvia Ibarzábal, y Miguel Dicovsky, que trata de conseguir información sobre su hermano Sergio, desaparecido durante el hecho. No hay reconciliación ni renuncia, pero sí un diálogo, la posibilidad de compartir un espacio común. Una escena así hubiera sido inimaginable hace poco tiempo). El efecto es el de una humanización general donde, salvo por los desplantes de Rico, no hay villanos ni héroes, sino hombres comunes movidos por intereses y enfrentados a una situación extraordinaria ante la que improvisan como pueden, ya sea ordenando a los medios sacar del aire las imágenes de la toma de Campo de Mayo o juntando militantes al voleo para enviar a los canales y que los filmen. Alfonsín aparece representado como un jefe que mueve con inteligencia el ajedrez político. Para Esto no es un golpe, la política es una cuestión de estrategia, astucia, sentido de la oportunidad; la épica es profundamente civil, republicana, la victoria de un sistema con sus recursos y no un asunto de líderes mesiánicos. Los discursos de Alfonsín del domingo de Semana Santa conmueven justamente por la estatura humana de su figura, por su fragilidad, por la proporción desmesura de la responsabilidad con la que se lo inviste. Entre los logros de la película se cuenta uno especialmente notable: el poder dejar en segundo plano, aunque sea durante un tiempo, la historia oficial para sumergir al espectador en el desenlace precipitado de la situación donde pareciera que el cálculo de los protagonistas puede fallar, que la sublevación puede contagiarse y extenderse, que todo puede salir mal. Las palabras finales del domingo, entonces, conmueven también porque el relato termina bien, porque hay algo que muy brevemente se parece a un final feliz, al menos hasta que los textos del epílogo nos colocan de nuevo en la Historia y sus vaivenes ingratos.
El comienzo de Rojo es excelente. Bueno, tal vez no sea para tanto, pero uno igual se entusiasma: dos escenas, bien filmadas, que abandonan el retrato de época rutinario para construir situaciones misteriosas, cruzadas por una intriga subterránea, que inquietan y fascinan al mismo tiempo por su falta de legibilidad. Naishtat pareciera estar haciendo lo impensado: ubica su película en los 70, pero para contar algo distinto a casi todo el cine argentino: una historia transversal a la violencia política, la dictadura, la represión ilegal, los desaparecidos y, como para desfigurar todavía más el conjunto, hacerlo desde una mezcla de géneros y de registros. El director incluso se permite un raro lujo: la segunda escena da paso a los créditos mientras se ve caminar a la pareja protagonista hasta el auto, y el momento imita esforzadamente la estética del cine argentino de los 70, tanto musical como visualmente. Más entusiasmo, entonces: ¿se atreverá la película, entonces, ya no a contar una historia que transcurre en los setenta, sino también a replicar sus formas cinematográficas, derribando décadas de naturalismo y de denuncia mal filmados? Después del incidente del comienzo, la película logra una buena cantidad de momentos que deslumbran por el cuidado visual y por el enrarecimiento que parece colmarlos, y el entusiasmo, en consecuencia, crece: parece seguro que Naishtat rechaza los lugares comunes del cine argentino sobre los 70, que lo hace por la vía del extrañamiento y que opta por narrar la vida de un pueblito de provincia y de una familia típica desde unas coordenadas cinematográficas singularísimas. La perspectiva es tan extraordinaria que uno puede llegar hasta a barajar hipótesis biográficas: el prodigio seguramente se explique (pensamos) si se toma en cuenta la edad de Naishtat, y no resulta imposible imaginar películas que le sigan a Rojo, todas hechas por directores jóvenes que no hayan vivido ni se hayan visto afectados directamente por la dictadura; películas que, como Rojo, tomen la década y sus lugares comunes para contar historias nuevas, para probar cosas, para hacer cine, en suma. Hasta que, de a poco, surgen los signos de la violencia y del golpe de Estado inminente, y la película, olvidada ya del tono inicial, se vuelve un compendio improbable de los peores vicios del cine sobre la dictadura. La decepción es doble: Rojo pasa a engordar el catálogo sobredimensionado de películas sobre la dictadura, pero lo hace después después de haber prometido otra cosa mucho mejor. La incertidumbre del comienzo, fuente de una inquietud difícil de explicar, la misma que volvía a Historia del miedo una película inmediatamente distinguible, deviene una sátira ramplona: ya no hay misterio, solo lectura gruesa (otra más) de la época. El interventor de la provincia (que nunca se nombra) recibe a unos vaqueros norteamericanos que vienen a dar un espectáculo: todo en el encuentro es grosero y sobreactuado, al punto que la escena hasta tiene un buen timing para la comedia (gracias sobre todo a Alberto Suárez). Ahí uno duda, piensa que tal vez Rojo no haya abandonado de todo el tono un poco deforme del comienzo, que quizás, a fin de cuentas, se atreva a desmontar por la vía del grotesco el típico retrato del funcionario autoritario. Pero no, de nuevo, somos dejados con nuestros falsos pronósticos: ese grotesco no supone un enrarecimiento, sino que es el clima que de allí en más adoptará el relato. El misterio en torno del comienzo, que funcionaba como combustible de una propuesta experimental sin precedentes, por otra parte, es agotado y explicado: el altercado entre Claudio y un hombre enloquecido tiene ahora un marco narrativo que le da sentido y liquida cualquier incertidumbre; lo mismo vale para el plano inicial, donde se veía a un montón de personas vaciando parsimoniosamente una casa; la fuerza de ese plano es demolida por la explicación que le sigue después. Cerca del final, la película se degrada a una velocidad increíble: no solo no queda nada del tratamiento del principio, sino que el director pareciera esforzarse por transformar Rojo en otro retrato penoso, subrayado, de los 70, de esos que supieron poblar la cartelera local (en especial del Gaumont) la última década. La hija de Claudio resiste los avances de Santiago, su novio, y este la ve en los ensayos de teatro de la escuela muy cariñosa con un compañero. Como efecto de los celos, Santiago se vuelve un personaje oscuro que sale en auto con sus amigos y, al encontrarse a un chico de la escuela, lo interroga y amenaza. El reparto de rasgos resulta irrisorio: los del auto, pulcros, con pulóveres y engominados, autoritarios, soberbios, maltratan al chico de la calle, de rulos, con campera y jean, que lleva una guitarra. Santiago y sus amigos lo dejan y se van, pero el que maneja sugiere volver a buscarlo: vuelven, lo hacen subir con la falsa promesa de llevarlo a su casa; en la escena siguiente, una madre aparece desesperada en la iglesia porque su hijo no vuelve a la casa desde hace días. En pocas palabras: los celos y la alienación de Santiago y de sus compañeros, todos adolescentes, los transforma automáticamente en un grupo de tareas amateur que sale de noche a secuestrar y desaparecer hippies de pelo largo. Esas groserías se multiplican y resultan imposibles de enumerar. Otra escena difícil de soportar es la del show de Rudy Chernicoff, que invita a una espectadora a participar de un número de magia diciéndole “no me haga llamar al comando, señorita”. La chica sube, desaparece tras una puerta y el chiste del número reside en que los poderes del mago no alcanzan para traerla de vuelta. La película utiliza ese dispositivo para subrayar una vez más el sentido del relato, y tiene su momento más vergonzante cuando Chernicoff empieza a decir que la chica “no está más, despareció” varias veces. En ninguna de estas escenas hay algún resto de juego, de autoconsciencia que permitiera suponer que Naishtat, en vez de emplear seriamente esos recursos, se ríe de ellos, se los toma en solfa. Incluso el personaje de Alfredo Castro, un detective de gestos amanerados que promete recuperar algo del misterio del comienzo, se vuelve un insumo de la tosca maquinaria de sentido de la película. Por si quedaran dudas, el final llega con el acto escolar donde una maestra lee un texto sobre la importancia de los valores nacionales y donde se ve a los chicos representar La cautiva (recurso potente que, como el resto de los elementos, se transforma para peor: del movimiento hipnótico de los ensayos, el montaje pone el acento cada vez más en el rapto, gesto que se vuelve recurrente y que refuerza hasta el cansancio el tema del secuestro y la desaparición) El director hace varios primeros planos acusatorios de los asistentes, pueblerinos de clase media que convalidan de una u otra forma la violencia estatal (“che, parece que se viene el golpe”, le dice a Claudio su amigo justo antes de que comience la obra). La complicidad civil filmada con la misma factura imposible de las películas de denuncia de los 80, pero ya sin la conciencia respecto de los materiales propios que se evidenciaba al principio. Es poco común la carrera como director de Naishtat: de una película prometedora como Historia del miedo, que buscaba y encontraba (y sostenía, con éxito desigual) un tono singular, distintivo, pasa a otra como El movimiento, donde una voluntad de experimentar con las formas del cine se transforma enseguida en un ejercicio de estilo hueco, lleno de tics. Rojo podía ser la película que condujera al director nuevamente a las búsquedas de Historia del miedo, a la elaboración de una intriga puramente cinematográfica, al despliegue de una inquietud innombrable, al desarreglo lúdico de los géneros, pero resulta ser algo bastante peor: otra lectura complaciente de los 70 cuya rusticidad final no va en desmedro de sus ínfulas de sofisticación.
Las películas de Peter Berg (las últimas, por lo menos) son objetos de un cálculo y una precisión infrecuentes. No me refiero a Battleship: Batalla naval ni a una buena parte de El sobreviviente, donde un tono exagerado y un poco grueso toma la escena, recordando por momentos a la épica hiperbólica de colores saturados del cine de Michael Bay. Milla 22: El escape, justamente, empieza como una película de Bay; un montaje acelerado yuxtapone dos líneas temporales: en una se narra el inicio de una operación de inteligencia, mientras que la otra transcurre después y tiene a uno de los protagonistas comentando retrospectivamente los hechos. El relato no devela el resultado de la misión y trata de jugar con ese misterio, pero las irrupciones de James Silva (Wahlberg), en tono canchero y dando cátedra sobre los mecanismos insondables del poder, arruinan cualquier posible intento de retratar el mundo material de los personajes; un mundo gobernado por el secreto, la tecnología de punta y una rígida jerarquía que la película introduce mal y a los tumbos porque todo el tiempo trata de darle espacio a Silva y a sus frases hechas. No se sabe bien qué busca el director con eso, por ahí escandalizar al espectador develándole un fragmento de la complicada trama de fuerzas en pugna que subyacen bajo la fachada de los Estados y la diplomacia. Una tontería con pretensiones, bah. La buena noticia es que de a poco, casi sin que nos demos cuenta, de esa película un poco atolondrada surge otra, esta sí, pareciera, del mejor Berg; una película que se fija con atención en la realidad física de sus personajes, en la tensión que los cuerpos y los rostros acumulan durante la misión, en los músculos que se mueven frenéticamente, en la liberación de energía y miedo que sobreviene al inicio de los enfrentamientos. Pero Milla 22 es como un caleidoscopio que deja ver cosas distintas en diferentes momentos: el grupo debe custodiar a un informante de la policía local que pide asilo en Estados Unidos a cambio de las coordenadas para encontrar cargamentos de cesio. Del suspenso del principio, el trayecto se se transforma en una trampa llena de peligros, disparos, bombas y vehículos: la violencia y la velocidad de la acción es tal que hace acordar a otra película, a Mad Max, que hacía de una persecución eterna un subyugante ballet de destrucción donde las imágenes, a fuerza de montaje y movimiento, devenían casi abstractas, como si lo que hubiera no fuera una serie de escaramuzas mortales en un desierto sino una colisión de formas, de planos y de sonidos. La adrenalina del conjunto es potenciada todo el tiempo por un Mark Wahlberg de una energía descomunal que parece haber aprendido con Bay a utilizar en su favor el desborde interpretativo como pocos (seguramente haya sido en Sangre, sudor y gloria, que seguro sea la película más libre y vital de Bay). El tipo vive nervioso y preparado para la acción, no se permite ni un segundo de respiro: el relato explica a su protagonista con un autismo infantil, pero más allá de este psicologismo, es sencillo reconocer en Silva a otros personajes interpretados por Wahlberg, todos soldados, policías o agentes exaltados, fuera de sí, que van sembrando el caos por las escenas. Berg, que viene trabajando con Wahlberg desde hace varias películas, sabe que ese registro actoral se adapta sin problemas tanto al drama como a la comedia y le regala al comienzo algunos gags para un breve lucimiento personal. Fuera de esos momentos, Silva pertenece a la insigne estirpe de los hombres fuertes solos y monotemáticos cuya vida gira exclusivamente alrededor de su trabajo: un plano fugaz, uno de los más inteligentes de la película, muestra velozmente a Silva en su casa mirando las noticias; el lugar es chico, solo hay un televisor y armas y gadgets revoleados por el suelo; al lado del televisor, un rifle quedó apoyado contra la pared. Una clase de narración: cómo contar la vida de un personaje solo con tres planos de su casa. Por algún motivo, Berg permite que aparezcan, además, brotes de una película de artes marciales algo torpe: las peleas a cargo de Iko Uwais, pobremente filmadas, con muchos planos que impiden que el actor haga sentir su destreza, confirman que el director está fuera de su territorio; las secuencias con Uwais revoleando patadas y acrobacias hacen pensar que alguna película como The Raid (con Uwais) se coló sin avisar en la trama del thriller de espionaje. La persecución termina, finalmente, con una buena dosis de realismo, sacrificios y combates espectaculares, pero es seguida por una vuelta de tuerca inconducente. Milla 22 está lejos de la precisión de obras maestras como Horizonte Profundo o Detroit: Zona de desastre (ignorada por la crítica local), pero la película exhibe sin embargo algo de la habilidad de Berg para volver creíble e interesante, que no es poca cosa, el universo inverosímil de estos tipos muñidos de las mejores armas y dispositivos tecnológicos del planeta.
Sorpresa: el cine argentino prueba suerte con la película de juicio, género que prácticamente desconoce. O eso parece, al menos, porque a pocos minutos de empezada, Acusada ya anuncia que lo que le interesa está en otro lugar, en el revés de un proceso judicial por un crimen, en la preparación y las restricciones y la cotidianeidad de una familia quebrada. Lejos de la espectacularidad de los alegatos y de las grandes declaraciones, Tobal investiga el clima denso de la casa de los Dreier: la película trata menos de la culpabilidad o del engaño que del encierro y de la pérdida del contacto con amigos, parejas y salidas, una trama de afectos e intereses que alguna vez constituyó el mundo exterior. El tema puede resumirse así: el detrás de escena de un caso de asesinato que puede ser un negocio y un show sensacionalista, como si una sentencia pudiera ganarse antes de tiempo en despachos judiciales y en los medios de comunicación. Pero, felizmente, el guion machaca poco con eso: en vez de ceder a la tentación de subrayar la duplicidad de los Dreier o de comentar en clave apocalíptica el papel de los medios, la película opta por tensar y explorar esos materiales; el director está menos preocupado por señalar la hipocresía y la construcción de una imagen pública que en observar el repertorio de gestos que circulan por la casa y por sus habitantes alienados. Una de las primeras secuencias sugiere con una economía poco común que el matrimonio pasa por un mal momento: Dolores habla con el padre, que está estirando con toda naturalidad una manta sobre el sillón, como si el acto de dormir ahí, lejos de la habitación, fuera un ritual ya interiorizado. La efectividad de ese plano fugaz, como la de otras tantas escenas, descansa en Leonardo Sbaraglia, que compone a un padre obsesionado con dirigir el rumbo del juicio; Sbaraglia está bastante más contenido que de costumbre y demuestra que estos personajes calculadores, algo grises y sin grandes aspiraciones se le dan bastante mejor que los otros. La película está hecha de pequeñas grandes actuaciones: ninguno se adueña de la escena, todos trabajan en función de la historia, como esos equipos de fútbol donde el juego en común se sobrepone a las individualidades. Se nota en las intervenciones de Fanego, que adopta el mismo aire maligno de siempre con una elegancia infrecuente en el cine argentino (no es muy distinto lo que hace en Él ángel). Lali Espósito, por su parte, parece adaptarse sin problemas a un papel diferente al de la chica gritona y nerviosa de Permitidos. Acá no están el registro hiperbólico ni la agitación de la comedia romántica, pero la actriz demuestra que puede ponerle el cuerpo a Dolores sin moverse mucho, con pocos gestos, trabajando más el silencio que la palabra. Previsiblemente, Dolores es el corazón de Acusada, el misterio que la película rodea y trata de magnificar pero sin develar, de mirar y atacar con primerísimos primeros planos cuidándose de no agotarlo, sin despojar al personaje del halo de incertidumbre que la acompaña desde los primeros minutos. Una metáfora algo obvia, pero efectiva, fija a Dolores: en su barrio, un puma habría sido visto por los vecinos que acto seguido intentan darle caza. La película hace un paralelo explícito entre el peligro no verificado del puma y la culpabilidad incierta de Dolores: el recurso podría dar lugar a un subrayado innecesario, pero la analogía tiene como efecto reforzar la imagen de la protagonista en los términos de un animal perseguido que siempre está a punto de ser arrinconado (también hay que decir que, en el final, la metáfora vuelve, pero ya no añade nada, más bien trata de sugerir un juego de sentido un poco zonzo, una veleidad más que un insumo narrativo). Al final, parece que los intereses de Tobal no podrían estar más lejos de la película de juicio: en vez de a las certezas morales y a los mecanismos legales, Acusada observa la manera en la que el juicio mismo se fija en el cuerpo y en la mirada de las personas afectadas por él, como pasa con las amigas de Dolores, ahora peleadas y divididas en bandos irreconciliables. En apenas un par de escenas se entiende que el juicio es lo menos importante: las secuencias duran muy poco, carecen de espectacularidad (las revelaciones del caso resultan tenues, el duelo entre abogados es amable) y pareciera que la película no sabe bien cómo imbuir de cine esos momentos. Es posible que el género sea, junto con la comedia, uno de los más difíciles: después de todo, hay que producir interés con una situación a priori aburrida donde un montón de personas comunes, sin grandes atributos, discuten sobre leyes y códigos procesales. El asunto podría verse justo al revés: que películas así capturen nuestra atención durante horas supone un oficio prodigioso aparentemente ignorado por todas las cinematografías del mundo que no sean la estadounidense. No importa, de todas formas, porque Tobal elude lo más que puede esas escenas y, en cambio, prefiere seguir a su protagonista en su vida cotidiana y en sus breves excursiones a la casa de la amiga asesinada. Los momentos poderosos suceden lejos del Tribunales y de los programas de televisión, como cuando al comienzo una amiga de Dolores va a buscar a un chico a una plaza para meterlo en la casa de los Dreier burlando la estrictca vigilancia del padre; la amiga dice que el chico y Dolores son amigos, pero en verdad se trata de un amante contrabandeado que debe llegar hasta la habitación de la protagonista para ayudarle a terminar con una racha de dos años y medio sin sexo. Ese breve momento condensa el suspenso y la tensión que falta en el juicio.
La monja empieza con una referencia veloz a El conjuro: la historia precede por veinte años a la del matrimonio Warren y lo que estamos por ver parece que es una precuela. La referencia es veloz, en todo caso, porque enseguida queda claro que no hay dos películas más distintas que El conjuro y La monja: mientras que en la primera todo era solidez narrativa, madurez de los temas, elegancia formal, en la segunda solo queda un balbuceo hecho con lugares fuertes del terror pero mal trabajados. Los excesos del padre Burke a cargo de Demián Bichir anuncian el tono más bien grueso de lo que vendrá, pero sin el gusto por el desborde o la relectura genérica. En La monja no hay, por ejemplo, la sobreabundancia cinematográfica de películas como Evil Dead, que toman el género en clave lúdica y lo multiplican varias veces por sí mismo; al contrario, se nota desde el principio que el director se aferra a algunos clichés poderosos pero sin la más mínima pista de cómo se debe manipularlos. Abadía perdida en Rumania, monjas de clausura, un mal antiquísimo, un cura cazador de demonios: no puede pedirse mucho más que eso. Corin Hardy tiene ahí una mina de la que extraer todo el miedo y el suspenso y la atracción posibles, pero en vez de aprovechar esos materiales se limita apenas a hacer una caricatura imposible que puede rastrearse ya en la mueca exagerada de Bichir, un actor mejor dotado para la autoconsciencia de películas como Muerte en Buenos Aires que para las sutilezas del terror. Lo mismo vale para el francés que se cruzan por el camino, personaje sin la menor carnadura que no funciona ni como comic-relief. Taissa Farmiga es la única que sale más o menos bien parada: su actuación suma toda la fragilidad y la fuerza que Bichir y el otro no aportan. Pero el trazo grueso no se agota solo en el relato: el director no tiene idea de cómo producir miedo si no es con los tradicionales golpes sonoros y visuales, esos sustos baratos que un teórico (olvidé quién era) llamó “bus effect”. Recurso fácil, inmediato, que viene a suplir la falta de pulso cinematográfico, pero que al mismo tiempo subraya la impericia de la factura. La película quiere hacer de la abadía un lugar maléfico y amenazante, pero la primera escena importante después de la llegada de los personajes tiene involuntarios aires a lo Mel Brooks: el espíritu al que se enfrentan los protagonistas entierra vivo al padre Burke y la hermana Irene tiene que rescatarlo dejándose guiar por el ruido de una campanita conectada con el ataúd, que Burke hace sonar convulsionadamente. Resulta que el tipo, antes y después de ese episodio, habla con el demonio confundiéndolo con la madre superiora de la abadía: Burke es un reputado especialista en casos paranormales al que el Vaticano llama en situaciones como esta, pero el hombre no distingue a una anciana de un demonio. En otro momento, Irene está sola en la capilla y ve cómo de la estatua de Cristo se desprende una sombra que se arrastra por las paredes hasta llegar al espejo y develar su identidad: la idea, aunque hecha con medios digitales, hace acordar a los trucos de Méliès, a sus personajes y seres fantásticos apareciendo y desapareciendo de la imagen, o cambiando de estado entre cortes mal disimulados. La pavada generalizada tiene un momento culminante cuando se pone en marcha una vuelta de tuerca que revela que varios personajes nunca estuvieron allí. La monja ciertamente es una precuela de El conjuro, no solo en términos narrativos, sino en el sentido amplio del prefijo: algo previo, un objeto poco o mal formado, un apelmazamiento de imágenes y sonidos anterior al cine refinado de James Wan.
Contar una catástrofe en alta mar como la de A la deriva no puede ser cosa fácil: hay que saber dónde poner la cámara, filmar el mismo lugar desde diferentes ángulos, trabajar con pocos personajes; hacer cine con una situación escasa, digamos. Baltasar Kormákur tiene algunas ideas y se las ingenia para alternar entre los pocos espacios que le provee el escenario: el barco, un bote y el agua. El dispositivo narrativo es precario pero parece que funcionara: hay dos protagonistas y el guion se las arregla para dejar gravemente herido a uno y descargar toda la tensión sobre el otro, que ahora debe ocuparse de la supervivencia. La película adquiere una potencia impensada en esos momentos de balance, cuando Tami tiene que inventariar lo poco que les queda, racionar las provisiones, hacer arreglos al barco. El mundo diseñado por Kormákur se impone y exhibe una dimensión material fascinante: el director entiende que, como en toda buena película de catástrofe (incluso si se trata de una catástrofe de escala pequeña como esta), el esfuerzo físico de los personajes resulta tanto o más poderosos que el espectáculo de la destrucción y que cualquier posible intensidad del relato, así como el desgaste del cuerpo, el cansancio y las heridas pueden llegar a constituir una amenaza igual de peligrosa que un desastre natural. Lástima que Kormákur no confíe lo suficiente en su propia invención y recurra todo el tiempo a flashbacks que reponen los momentos previos de la trama cuando Tami y Richard se conocen, se gustan, empiezan a viajar juntos y aceptan el encargo que los conduce a la tormenta. Los saltos en el tiempo terminan de completar el retrato de los personajes, pero también debilitan el pulso de la supervivencia: por tratar de moverse por muchos lugares a la vez, la película pareciera no estar del todo en ninguno, ni en el drama de la catástrofe ni en la historia romántica. Ninguna de las dos líneas está mal, Kormákur se las arregla más o menos bien para narrar la unión un poco accidentada de sus personajes tanto como la desesperación posterior a la tormenta, pero el salto permanente entre una y otra cosa hace que la película pierda espesor. En la misma línea están los cambios de tono, porque A la deriva no es de esas películas de supervivencia plena, que se juega todo al nervio de la lucha contra la adversidad: Kormákur prefiere de a ratos un tono medio lúgubre, una sensación de derrota que aplasta a la pareja y que la deja medio entregada a su suerte. Ya la historia de amor es un poco triste a pesar del contexto más bien vital en el que se desarrolla: rincones exóticos del mundo donde un tipo medio depresivo que navega solo conoce a una chica que viaja sin rumbo y que subsiste gracias a trabajos pasajeros. El encuentro es menos una aventura que la reunión de dos seres quebrados. El pilar que le permite al director ir y volver en el relato y mantener un mínimo de cohesión es sin dudas Shailene Woodley, que hace de Tami. Woodley tiene una manera particularísima de dejarse filmar: la actriz se afianza con el tiempo, como si en cada nueva escena mostrara algo nuevo o nos hiciera ver alguna cosa que se nos escapó en la secuencia anterior. La mayoría seguro la recordemos de la trilogía de Divergente, con su pose oscilante de chica grande, de niña inocente pero segura de sus convicciones. Woodley no tiene las facciones de la mayoría de las star: ciertamente es muy linda, pero los rasgos esperables están como fuera de lugar, levemente desordenados, un desarreglo que le confiere una intensidad infrecuente a Tami cuando mira o habla o tiene un objetivo en mente; una belleza un poco tosca, un poco salvaje que resulta perfecta para el personaje. Y si las idas y vueltas en el tiempo y el choque de climas sugerían que la película no se sentía del todo segura con sus materiales narrativos, cerca del final el relato lo confirma con una vuelta de tuerca de esas que no vemos desde hace más o menos diez años. Curiosamente, no se trata de un artilugio de guion totalmente despreciable, sino de un efectismo moderado que podemos disculpar sin darle mayor importancia.