La posibilidad de una película ‘La chica danesa’ empieza como una atractiva comedia picaresca pero termina contando la historia de su protagonista como si fuera un trámite Los antecedentes de La chica danesa no podían ser peores: el director era el inglés Tom Hooper, responsable de las anodinas y oscarizadas El discurso del rey y Los miserables; su protagonista, el insoportable Eddie Redmayne, también inglés, que componía uno de esos papeles que requieren más histrionismo y dominio corporal que actuación propiamente dicha, como hizo en La teoría del todo. Y para colmo esta vez ni la Academia le había sonreído a la película: sólo Redmayne y su coprotagonista Alicia Vikander competirán por el premio, además de un par de técnicos. Es decir: se esperaba (yo esperaba) una película prolija donde se lucirían los directores de arte y vestuaristas, donde Redmayne insistiera en hacernos creer que actuar es ser un gimnasta gestual y que contara una historia real cuya seriedad e importancia obligaran a no cuestionar demasiado la manera en que estaba contada. Debo decir que La chica danesa es todo esto, sí, pero que todo esto en principio no es tan malo. La historia es la del pintor Einar Wegener y su matrimonio con Gerda, también pintora. Un día Gerda le pide a su marido que se ponga unas medias y zapatos de mujer para hacer de modelo para un cuadro y, cuando lo hace, Einar siente un placer y una plenitud que nunca había sentido antes. Se da cuenta de que le gusta vestirse de mujer. Esta primera mitad de la película es atractiva: cuando Redmayne navega entre Einar y Lili (su alter ego mujer) y la Gerda de Vikander, con su sensualidad un poco andrógina, le sigue el juego, La chica danesa es una especie de comedia erótica y picaresca, prolija pero en el buen sentido, original y chispeante. Más para quien, como yo, desconocía la historia real en la que estaba basada. Pero a partir del segundo acto la película se pone seria, fiel a la vida real de quien terminó siendo legalmente Lili Elbe, la primera transexual que se sometió a una cirugía de cambio de sexo. El personaje de Vikander -lo mejor de la película- pierde relevancia, Redmayne se entrega del todo a buscar su Oscar -que probablemente este año no gane- y la prolijidad de Hooper se transforma en hastío, como si todos, él y nosotros, ya supiéramos el camino que va a recorrer la película pero hubiera que cumplir con el trámite de terminarla. La chica danesa termina pareciendo un esmerado telefilm LGBT al que no le falta siquiera la leyenda final de que “Lili Elbe se transformó en inspiración para el movimiento transgénero”, aunque la potencia de la primera parte, esa posibilidad de una película, nos esmerila todo el resto y cualquier intención que haya tenido Hooper de contar una fábula edificante se pierde por completo, por suerte y por desgracia. Por suerte, porque las fábulas edificantes no me interesan. Por desgracia, porque sin eso entonces no queda nada.
Volver al barrio Daniel Burman regresa con ‘El rey del Once’ a las historias y la geografía de sus primeras películas, terreno en el que más cómodo se siente. Uno de los recuerdos más felices de mi biografía cinéfila pertenece a una noche de marzo del año 2004 en el Auditorium de Mar del Plata. A pesar de que durante un festival de cine todos los días se parecen entre sí, recuerdo que era domingo y se proyectaba por primera vez en el país El abrazo partido. La película venía de recibir en el Festival de Berlín el Premio del Jurado y el Oso de Plata para Daniel Hendler, su protagonista. Era ya la cuarta película de Daniel Burman; las otras tres no habían sido muy buenas, aunque tampoco del todo malas. Se adivinaba la intención de pintar un universo y un propósito que en aquel momento se oponía tanto al cine industrial como al Nuevo Cine Argentino, pero ninguna había sido totalmente satisfactoria. El abrazo partido era perfecta. Al menos eso me pareció en aquel momento. Supongo que influyó positivamente esa función repleta con un público entusiasta, pero sobre todo mi identificación con el protagonista, un judío porteño de veintipico. Suelo condenar los juicios de ese tipo pero cuando son inevitables alguna virtud hay: Burman tuvo la capacidad de describir un mundo con exactitud y gracia, y no es que me cautivó porque ese mundo fuera el mío -o no sólo- sino que porque era el mío pude notar hasta qué punto estaba reflejado con precisión. Después Burman siguió por la misma senda, explorando a los mismos personajes, a esas familias neuróticas judías de clase media enfrentadas a los cambios inevitables que trae el paso del tiempo. Pero en algún momento se aburrió, o vaya uno a saber qué otra cosa le pasó, pero intentó abordar otro tipo de historias y se asoció al guionista Sergio Dubcovsky: Dos hermanos, La suerte en tus manos y El misterio de la felicidad fueron películas rengas, con cuyas historias Burman no se sentía del todo a gusto, y encontró su límite. Quizás el talento que tiene para pintar su aldea sea el que le falta para pintar la aldea de otros. Por eso es una excelente noticia la llegada de su décima película, El rey del Once, en la que vuelve al barrio, literal y metafórico: el Once y su fauna, los jóvenes (ahora treinteañeros) neuróticos, las relaciones padre-hijo y hombre-mujer. Burman vuelve a contar prácticamente la misma historia que en El abrazo partido, como si El rey del Once fuera un reboot del Burman Cinematic Universe en el que Alan Sabbagh le inyecta frescura al personaje de judío atribulado que tan bien construyeron entre Burman y Hendler en la década pasada. El protagonista se llama otra vez Ariel y es un economista que vive en Nueva York con su mujer bailarina. La película empieza cuando viaja a Buenos Aires para visitar a su padre y presentársela. Pero su mujer se retrasa y termina viajando solo, y su padre no aparece, apenas lo llama por teléfono y le pide que le haga favores para su fundación de ayuda en el barrio. “En un rato voy, pero haceme tal gauchada”, le dice una y otra vez, y Ariel lo hace y se va mimetizando con el paisaje. Su mujer aparece cada vez más lejana, en el otro hemisferio, y conoce a otra mujer misteriosa, Eva (Julieta Zylberberg), que no habla porque hizo votos de silencio. Burman no sólo gana al volver al terreno conocido; se nota que la excursión a mundos extraños y, quien sabe, la edad, le dieron una seguridad y una solvencia que antes no tenía. El guión de El rey del Once es redondo como los mejores exponentes del cine clásico y a la vez sutil, con más de una subtrama que funciona como nota al pie para enriquecer la historia principal, con vueltas de tuerca sencillas pero sorprendentes, personajes secundarios que son un verdadero hallazgo -sobresalen Marcelito Cohen y, en una sola escena inolvidable, la Mumi Singer de Dan Breitman- y todo está retratado con una cámara movediza e íntima digna de un veterano de mil batallas que no necesita ostentar virtuosismo pero que tampoco resuelve las tomas con simples planos y contraplanos. El rey del Once es una comedia con un humor judío exquisito que detrás del velo de una historia costumbrista narra los problemas existenciales de un joven que no sabe de qué lado del mundo echar sus raíces.
¿Quieres ser John Malkovich? fue sorprendente: sin dudas su historia, a la que el adjetivo que mejor le cabía era el de “original” en el sentido más profundo y cabal del término, era la virtud mayor de una película que después sí contó con la pericia de Spike Jonze en la dirección y la habilidad de un puñado de actores que se prendieron en el juego. Después Kaufman se sintió obligado a redoblar la apuesta de la originalidad pero sin la sorpresa se transformó en un plomo: historias demasiado retorcidas en las que uno podía imaginar al propio Kaufman sentado en una mesa inventando delirios. De la misma manera que suele ser más talentoso el director que logra ocultarse detrás de su creación sin desaparecer por completo, Kaufman me hizo notar que puede existir el guionista demasiado ansioso por encandilarnos con sus vueltas de tuerca y sus historias esforzadamente complejas. Y con esa desconfianza por Kaufman entré a ver Anomalisa, una película que ya desde el título es “rara” porque además está hecha en stop motion -animación con muñequitos- pero el mundo que retrata no es imginario sino que es el nuestro: vemos la llegada del escritor Michael Stone a Cincinnati para dar una charla, el aeropuerto, su viaje en taxi, su llegada al hotel. Y es rara, también, porque salvo la voz de él que es la de David Thewlis, todo el resto de los personajes -incluídas las mujeres- están interpretados con la voz de Tom Noonan. Pero más allá de estas cosas, que nos ponen en alerta y en estado de curiosidad desde el principio, la historia que nos cuentan es sencilla: Stone está en un breve viaje de trabajo y sabemos que no está conforme con su vida amorosa -tiene una mujer y un hijo a los que no quiere demasiado- y quiere aprovechar la visita a Cincinnati para reencontrarse con un viejo amor. La película transcurre en su mayoría en esa misma noche, en la que Stone conoce a una mujer que le va a parecer la llave a una vida diferente. Y esa mujer, Lisa, está interpretada por Jennifer Jason Leigh en un laburo tan sorprendente que bien podrían haberla nominado al Oscar sólo por poner su voz acá en lugar de por poner su cuerpo para que la golpeen en Los ocho más odiados. Hacia el final, Anomalisa sufre de algunas “kaufmaneadas” un poco innecesarias, pero no se pierde en esos laberintos. El resultado es una película tierna pero no ingenua, con más de una escena memorable -Lisa cantando “Girls Just Want to Have Fun” tiene pasta de clásico- y un humor que no nos hace reír a carcajadas pero nos dibuja una sonrisa ancha, menos explosiva pero más duradera.
La primera escena de Carol da la impresión de que estamos viendo una película empezada: un hombre se encuentra de casualidad con una conocida en el bar del Ritz a comienzos de los años '50; la joven está sentada con otra mujer, unos años mayor, y adivinamos que las dos estaban en el medio de una conversación trascendental para sus vidas. La película empieza in medias res, y la interrupción del hombre da por terminada esa charla. Se adivina que ahí termina algo intenso. Esa escena enigmática marca el tono del resto de la película. Como en la teoría del iceberg de Hemingway, Todd Haynes empieza contando una historia en la que la clave no está expresada. Pronto adivinamos -al comienzo todo es adivinar- que esa primera escena fue un prólogo y que la siguiente ocurre tiempo antes, en el verdadero comienzo de la historia. Carol Aird (extraordinaria Cate Blanchett) es una mujer lesbiana que tiene una hija pequeña y se está separando de su marido. En una tienda conoce Therese Belivet (Rooney Mara, también extraordinaria), una vendedora unos años más joven. A Carol le gusta Therese y Therese, que tiene un novio, siente curiosidad por esa señora atractiva y que parece encararla con decisión y una libertad sorprendente para la época. Pero nada de esto se “dice”, Haynes nos lo va comunicando con detalles: miradas, roces de una mano que se posa demasiado tiempo sobre otra y diálogos esquivos. Esto es un toque de distinción pero también es central al meollo de la historia: los homosexuales, más aún si eran mujeres, debían ocultarse en los años '50. Y aunque Carol tiene una actitud bastante abierta y decidida -se va a separar del marido y no le oculta que tiene relaciones con mujeres- todo siempre se hace puertas adentro. Las lesbianas que vemos son como fantasmas que recorren los bares, las oficinas y las tiendas, a quienes nadie ve realmente salvo nosotros, los espectadores, gracias a la lente que nos coloca enfrente Haynes. El resultado es elegante y singular. Carol es un melodrama menos exacerbado que la sobresaliente Lejos del paraíso y más contundente que la miniserie Mildred Pierce, pero que tiene muchos puntos de contacto con ellas: protagonistas fuertes que deben sobreponerse a la represión social de la época en que les tocó vivir.
Exhibicionismo de talento ‘Revenant: El renacido’ es una película intensa que podría haber sido mucho mejor si Iñárritu no se empeñara en que creamos que es un genio. Iñárritu nos cae mal. Su ego es demasiado grande y evidente. Su actitud de artista mexicano en Hollywood se acerca a la parodia. Podría ser un personaje de Capusotto y de hecho ya tiene su parodia en Twitter. Probablemente esté equivocado en casi todo lo que piensa y seguramente lo piensa con el énfasis de quien se cree un genio. Casi siempre estos defectos se dejan entrever en sus películas, en algunas más que en otras. Revenant: El renacido, su sexto largometraje, es quizás la película más refractaria a su ego, aunque de ninguna manera sale totalmente indemne. A diferencia de lo que hizo en Birdman, su película anterior, Iñárritu no nos taladra en Revenant con sus opiniones acerca de nada, aunque él haya dicho que su película “es un comentario sobre cómo esa época (siglo XIX en los Estados Unidos), que ha sido pintada como del individualismo, como el heroico sueño americano, fue en realidad una historia de enorme codicia, de increíble explotación”. Es recomendable no leer sus declaraciones, no escucharlo y no mirarlo. El argumento de Revenant es el más sencillo, por lejos, de todas sus películas. No es una historia coral ni cuenta miserias demasiado elaboradas, más allá de pasiones básicas como la venganza y la supervivencia. En resumen y sin develar demasiados detalles de la trama, se trata de un cazador moribundo (Leonardo DiCaprio) que tiene que enfrentarse a los peligros de la naturaleza para no sólo sobrevivir, sino llegar al fuerte más cercano y ejecutar una venganza. Pero la película no sólo es larga (dos horas y media), también es intensa, extrema y no ahorra crueldades. También se regodea en el virtuosismo técnico, sin llegar a la exageración de Birdman pero poniendo bien en primer plano la mano de Iñárritu y del director de fotografía, su compatriota Emmanuel Lubezki, que está a un paso de ser el primer DF en ganar tres Oscars consecutivos. Puede ser un ejercicio interesante comparar la secuencia del ataque indígena con la del desembarco en Normandía de Rescatando al soldado Ryan. Las dos se parecen en su extensión, en la crueldad de las imágenes y en la proeza técnica de lograr sumergirnos en la violencia tumultuosa de una batalla. Pero en los movimientos de cámara y en el montaje se adivina que Spielberg tiene el pudor de ocultarse, mientras que Iñárritu es un exhibicionista. Spielberg se avergüenza de mostrarnos ese horror, pero lo tiene que hacer; Iñárritu lo disfruta. Es un detalle, porque esa secuencia del ataque indígena es igualmente extraordinaria, y el puntapié inicial para zambullirnos en un mundo fascinante y brutal, y en una historia que avanza con parsimonia pero firmeza. Pero no es un detalle cuando en los momentos culminantes Iñárritu sucumbe a su ego y hace una de más, como el delantero que la complica a dos metros del arco para exhibir su habilidad. Y a diferencia del fútbol, en donde todos los goles valen uno, esa ostentación de virtuosismo le quita brillo a una película que podría haber sido mucho mejor. Iñárritu está al borde de ganar un segundo Oscar consecutivo -aunque la victoria de La gran apuesta en los PGA puso en duda esa posibilidad- y corre el peligro de terminar rindiéndose del todo a su lado oscuro, a su narcisismo, a su necesidad obstinada de que lo reconozcan como un genio. Y no es un genio, es apenas (y nada menos) que un tipo muy talentoso con algunas ideas equivocadas.
La vida no siempre es bella Una madre secuestrada cría a su hijo en cautiverio en ‘La habitación’, una película dura y potente que va mucho más allá de lo que uno se imagina. “Hoy tengo cinco años. Tenía cuatro anoche cuando me fui a dormir a Armario, pero cuando me desperté hoy en Cama ya tenía cinco, abracadabra.” Así empieza, enigmática, la novela de Emma Donoghue en la que está basada La habitación. Es enigmático, por un lado, el punto de vista, el de un niño de cinco años. Son enigmáticos también los sustantivos en mayúsculas: es que el mundo de Jack (Jacob Tremblay) es el de una habitación en la que vive con su madre Joy (Brie Larson) desde que nació, y cada rincón, cada centímetro, cada objeto cobra la importancia de un pequeño barrio. Joy está secuestrada hace siete años, una situación con ecos de casos reales como los de las austríacas Natascha Kampusch o Elisabeth Fritzl, y dio a luz a su hijo Jack fruto de los abusos sufridos a manos de su captor. La película, igual que el libro, empieza el día en que Jack cumple cinco años y ese origen no es antojadizo. Joy educó a Jack en la creencia de que el mundo es esa habitación, de que aquella claridad que se filtra por el tragaluz pertenece al espacio exterior y que las imágenes que se ven en la televisión no son más que figuras y dibujos en una pantalla. Pero Jack está creciendo y Joy le empieza a contar la verdad: hay un mundo allí afuera y ellos están secuestrados. El verdadero punto de partida de la película es ese: cuando Jack empieza a comprender la verdad, una verdad que puede ser la llave de la supervivencia o incluso de la libertad, en una especie de proclama opuesta a aquella, ominosa, de La vida es bella. “No me gusta esta historia”, exclama Jack entre lágrimas. “Pero es la historia que te tocó”, le contesta su madre. La puesta en escena del irlandés Lenny Abrahamson es extraordinaria y logra expresar con primeros planos la idea de que esa habitación es todo el mundo visto con los ojos de Jack. Y los diálogos inteligentes y ajustados de Donoghue (ella adaptó su propia novela) nos van transmitiendo la asfixia cuando Jack (junto a nosotros) empieza a entender que está encerrado. Conviene no adelantar mucho lo que ocurre en las dos horas de película, pero no quiero dejar de señalar que la trama va mucho más allá de lo que uno se imagina. Cuando la película parece estar terminando, en realidad está empezando. Y esto, que en circunstancias normales se puede parecer bastante al tedio, en el caso de La habitación es fascinante. Los casos reales en los que se inspira la película son tan horrorosos como inescrutables. La curiosidad que despiertan puede parecerse bastante al morbo pero también tiene su razón de ser. La dupla Abrahamson-Donoghue consigue el milagro de explorar unas cuantas aristas peligrosas sin esquivar ningún detalle pero sin caer tampoco en la truculencia, y la película va pasando del thriller claustrofóbico al policial y al drama y cada cuerda es tocada con destreza y afinación. Pero hay otra dupla que tiene tanta o más responsabilidad en este éxito narrativo que la de director y guionista: es la de los actores. Brie Larson (es factible que gane el Oscar) y Jacob Tremblay llevan adelante unos personajes complejísimos que atraviesan situaciones inusuales y que van cambiando con el correr de los minutos. Y lo hacen con una delicadeza asombrosa, usando todos los recursos de sus cuerpos. Muy probablemente estos trabajos prodigiosos se deban al menos en parte a la guía precisa de Abrahamson y también a los detalles lúcidos de la historia que construyó Donoghue. Lo cierto es que entre todos lograron una película potente y dura que consigue desentrañar algunos misterios que leídos en las páginas de los diarios parecían impenetrables.
No te tenemos miedo En la semana previa al aluvión de películas del Oscar, ‘La cabaña del diablo’ es una propuesta floja que puede ser ignorada sin inconvenientes. Como todos los años, entramos en un agujero negro de estrenos anterior al aluvión de películas que suenan fuerte para los premios Oscar que van a venir a partir de la semana que viene: Steve Jobs, La gran apuesta, Joy, el nombre del éxito, Los ocho más odiados, La habitación, El renacido y varias más. Un agujero negro salpicado por películas de terror que quedaron arrumbadas en las oficinas de alguna distribuidora, que las estrena así nomás porque, por más malas que sean, el género alguna gente lleva al cine. Se sabe: algún placer siempre hay en ver sangre falopa. Pero todo tiene un límite y si bien no es necesario ser Dario Argento ni Stanley Kubrick para pergeñar una película que nos proporcione algunos sobresaltos, se precisa aunque más no sea un poquito de dedicación y de respeto. No es el caso del catalán Víctor García y su película La cabaña del diablo, un intento flojísimo de cine de terror clásico que no asusta ni entretiene. Ni siquiera es mala al estilo disparatado clase B de muchas de estas películas. Un grupo de personas quedan atrapadas en una misteriosa casa en el medio de la selva colombiana por culpa de una tormenta. Allí vive un anciano que al principio parece que será el causante de los sustos, sobre todo cuando los recién llegados descubren que tiene a una niña cautiva en el sótano. Pero la cosa no va de psicópata pedófilo sino de espíritus sobrenaturales: la nena es un demonio que el viejo tenía encerrado por un buen motivo. Un poco en plan El exorcista -cuando el demonio habla a través de la nena lo hace igual que en la película de William Friedkin-, pero bueno, esa referencia no hace más que disminuir la película en comparación. Como se ve, la premisa es tan básica que un estudiante de cine se avergonzaría de planteársela a su profesor, pero ya sabemos que eso no importa: con poco más que eso, Sam Raimi se hizo un nombre para siempre en el cine. El problema es que García no tiene el talento de Raimi pero sobre todo es incapaz de reirse de lo que está haciendo, de ponerle locura. Los actores son un desastre pero no están desatados, se los nota contenidos e intentando ponerle el cuerpo seriamente a unos diálogos imposibles, mezcla de castellano e inglés. En el grupo están David (Peter Facinelli, lo recordarán por ser el padre de Robert Pattinson en la saga Crepúsculo), su novia Lauren (Sophia Myles), su hija Jill (Nathalia Ramos), el novio de esta, Ramón (Sebastián Martínez) y su cuñada Gina (Carolina Guerra). Todos personajes que en una introducción medio confusa amagan con tener personalidades definidas y relaciones complejas entre ellos pero que a medida que avanza la película terminan siendo apenas peones, extras que van cayendo uno por uno. La fotografía chata y oscura no puede haber sido resultado de un plan. Y todos estos problemas conspiran contra nuestra inmersión en la película, como si tuviéramos una aguja en la butaca y no pudiéramos pensar más que en eso, retorciéndonos incómodos y resoplando. Si por algún motivo en esta última semana del año alguien anda con ganas de meterse en un cine, aunque más no sea por el aire acondicionado, tendrá que prescindir del terror. Y si la prioridad es asustarse, lo mejor será buscar algún amigo con un LED bien grande, comprar unas cervezas y bajarse Creep o A Girl Walks Home Alone at Night, por poner dos ejemplos de películas infinitamente mejores que no se estrenaron en nuestro país. Ojo, también pueden bajarse La cabaña de diablo -incluso está en Netflix, en el catálogo de Estados Unidos- y comprobar con sus propios ojos que no estoy siendo exagerado.
Una nueva esperanza ‘El despertar de la fuerza’ se parece demasiado a 'Episodio IV’ pero sienta las bases de una nueva trilogía que promete ser la mejor. Suele decirse como si fuera una verdad tallada en piedra que la segunda trilogía de La guerra de las galaxias es muy mala. Volví a verla en estos días como precalentamiento para El despertar de la fuerza y no encuentro la manera de desmentir eso: realmente son flojas. El CGI exagerado, los diálogos horribles y algunos detalles estúpidos de la trama (la explicación científica de La Fuerza, la muerte de Padmé) nos hacen pensar que George Lucas la pegó una vez y después fue incapaz de estar a la altura de su propia creación. Pero aún así, la segunda mitad de La venganza de los Siths logró erizarme la piel. No es por la pericia de su director y guionista, mucho menos de sus actores -el inefable Hayden Christensen, Ewan McGregor y una Natalie Portman reducida a su mínima expresión-, sino por el peso de la historia anterior. Toda esa segunda trilogía parece existir en función de que veamos cómo Anakin Skywalker se transforma en Darth Vader y esas escenas son emocionantes a pesar de la torpeza con que están ejecutadas. Alrededor de esa máscara negra que desciende sobre el rostro quemado del futuro villano gira no sólo una trilogía de películas que sabemos de memoria sino además los treinta años de un mito popular y, para los que tenemos casi 40, toda nuestra infancia. Por eso la noticia de que Disney había comprado Lucasfilm y que J.J. Abrams se iba a ocupar de dirigir la primera de la nueva triolgía me esperanzó. Por un lado, porque Abrams es un director con talento para el cine de influencia clásica, como lo atestigua la spielberguiana Súper 8. Pero sobre todo porque el universo de La guerra de las galaxias necesitaba y merecía, además de una inyección de frescura, un plan a largo plazo, consistente, del que Lucas fue incapaz. El resultado es el esperado. Abrams borra de un plumazo la estética de la segunda trilogía y vuelve a la mugre polvorienta de la primera que fue la que sentó las bases de su éxito. La semilla de la idea original de Lucas siempre fue “un western en el espacio”, y la arena de Tatooine vuelve en la superficie de Jakku, y los uniformes de los Stormtroopers vuelven a estar sucios y abollados. El despertar de la fuerza es una película de aventuras en el espacio a la manera de la película original de 1977 pero con mayor pericia narrativa, un par de escenas que alcanzan una tensión importante y más humor que todas las otras seis películas juntas. Pero el peso específico de la historia y los personajes elevan esta película de aventuras correcta por sobre la media. Abrams y sus coguionistas Lawrence Kasdan -responsable de la historia de El imperio contraataca- y Michael Arndt -Toy Story 3, nada menos- se aprovechan de esto a la perfección, introduciendo nuevos personajes atractivos y usando con mesura y viveza a los anteriores. Quizás lo que resulte un poco perezoso sea la similitud entre la historia de El despertar de la fuerza y la de la primera película. Por momentos casi parece una remake. Hay un villano con máscara (Kylo Ren, Adam Driver) que es secuaz de un villano más poderoso (Snoke, Andy Serkis), una joven que sueña con la Resistencia (Rey, Daisy Ridley), un androide enviado a un planeta lejano (BB-8) y parentezcos sorpresivos. Pero más allá de este reparo, sin dudas es un gran comienzo de trilogía, que sienta las bases para una segunda película que probablemente sea aún mejor, ya despojada de la necesidad de diferenciarse de algunas cosas e imitar otras y con el comando de Rian Johnson, otro director muy promisorio -responsable de Looper – Asesinos del futuro, y uno de los mejores capítulos de Breaking Bad, “Ozymandias”-. Gracias Lucas, pero ya no te necesitamos.
Con estilo clásico ‘Los hijos del diablo’ es una ópera prima que encuentra en sus influencias de la vieja guardia del terror sus mayores virtudes. Los hijos del diablo es un ejemplo perfecto de película que, aunque cuya historia sea repetida y hasta cierto punto bastante tonta, funciona muy bien gracias al trabajo de su director (el debutante Corin Hardy) que echa mano de un arte lo suficientemente alejado del CGI como para resultar novedoso y creativo. No va a cambiar la historia del cine y quizás no colme las expectativas de los exigentes consumidores del género de terror, pero aún ellos deberán reconocer que está un escalón por encima de tanto descarte que se estrena en nuestro país y además pone en el mapa a Hardy, que ahora está abocado a la remake de El cuervo, la interesante película de 1994 de Alex Proyas. Como carta de presentación y también como película de terror en sí, Los hijos del diablo es auspiciosa. La premisa: un matrimonio va a una casa en el medio de un bosque con su hijo recién nacido. Él tiene que estudiar la flora del lugar. Un vecino medio raro y un poco amenazante -entre Perros de paja y La violencia está entre nosotros- les advierte que en el bosque hay algo raro. Por supuesto, ellos ignoran la advertencia y pronto un hongo extraño que él encuantra para analizar empezará a provocar situaciones sobrenaturales y amenazantes. Las virtudes son pocas pero marcadas: un crescendo dramático fuerte que resulta en una historia que va de menor a mayor y con un último acto extraordinario y unos efectos visuales cercanos a la imaginería de Guillermo del Toro, sin dudas una de las influencias principales de Hardy. Pero se pueden trazar rastros que van más atrás en el tiempo y que son, a su vez, influencias también de Del Toro: Ray Harryhausen, Dick Smith y Stan Winston. Estos nombres que aparecen en forma de agradecimiento en los créditos finales quizás sólo sean familiares para los obsesivos del terror y la ciencia ficción pero son fundamentales en el rubro: Harryhausen fue un prócer de la animación stop motion de los años '50 mientras que Smith y Winston fueron maestros del maquillaje en películas como El exorcista y Terminator, respectivamente. Todas estas referencias no son antojadizas ni tampoco resultan un catálogo de nombres para nerds afectos al enciclopedismo pop, sino que sientan las bases de una estética poco usual en estos días de películas que parecen estar hechas en serie, remakes, reboots y demás. Y aunque no les haya dado la nafta para que la historia también sea distinta, la sensación final que deja Los hijos del diablo coincide con aquella verdad que para mí está tallada en piedra: la forma importa más que el fondo. En el aluvión ridículo de películas que podemos ver, entre las que se estrenan en salas, las que hay disponibles en distintos servicios de streaming y las que sencillamente podemos bajar, es muy difícil separar la cuantiosa paja del escaso trigo y quizás por eso pueda parecer un poco exagerado mi entusiasmo por una película como esta. Pero aún señalando esta posibilidad y más allá de todo contexto y análisis, la ópera prima de Corin Hardy juega con los nervios del espectador con pericia. No es poco ni es tan común.
Don Quijote de Balvanera ‘Tras la pantalla’ es un documental sobre Pascual Condito, célebre distribuidor de cine argentino y personaje excéntrico de la industria. Todos los que tenemos alguna relación con el mundo del cine argentino conocemos a Pascual Condito y tenemos alguna anécdota delirante con él. Es de esas personas que uno mira y dice “con este tipo hay que hacer una película”. Pero no una película de ficción, porque lo interesante no es su historia de vida -aunque un poco también- sino su persona, su forma de hablar, su ropa, su presencia, su pasión, su entorno, su atmósfera. Pero, también conociéndolo, era difícil poder hacer un documental con él. Marcos Martínez lo logró. Condito es un distribuidor de cine. Para el que no lo sabe, un distribuidor es el nexo entre el productor de una película y las salas exhibidoras, los cines. Es el que se ocupa de la promoción de una película, el que la “defiende”, digamos. Su distribuidora, Primer Plano, es de las llamadas independientes, que compite con las majors como Warner, Fox y Buena Vista. Durante mucho tiempo, se dedicó casi exclusivamente al cine argentino. Tras la pantalla es un documental que retrata a Condito en su legendaria oficina de la calle Riobamba, atestada de fotos, VHS, DVD, afiches, papeles y toda clase de memorabilia. Hablando por teléfono, peleando precios con distribuidores extranjeros, discutiendo con sus hijos y empleados y debatiendo con diferentes personajes de la industria: directores, periodistas, productores, exhibidores. En poco más de una hora, la película logra entrarle a Condito por tres wines: la relación con sus tres hijos, los problemas de la exhibición del cine argentino, y su historia de inmigrante que encontró en el cine una fábrica de sueños cumplidos a medias. Sin voz en off ni entrevistas a cámara, con un trabajo que demandó años -el rodaje fue en 2008- y cuya historia seguramente podría ser materia prima de otro documental, Marcos Martínez logra algo muy difícil y bastante mágico: meternos en la vida de un tipo real como si fuéramos voyeurs, moscas casi invisibles revoloteando en su intimidad. Quizás por momentos se adivine cierta puesta en escena, en algunos diálogos que parecen poco naturales, pero en general Tras la pantalla tiene las mejores virtudes de los documentales: lograr con la materia prima de la realidad contar una historia con introducción, nudo y desenlace, con un protagonista y personajes secundarios, con tensiones, villanos y héroes. Es difícil para mí evaluar hasta qué punto una persona ajena al mundo del cine argentino pueda disfrutar una película así, interesarse por un personaje de este tipo al que no conocen previamente y cuya módica fama ignora. Es posible que la película les pase por al lado o bien todo lo contrario, que se sorprendan mucho más que uno, que lo conoce a Condito y que conoce historias mucho más disparatadas que cualquiera de las que aparecen en la película. Lo que es seguro es que, más allá de su contacto con la realidad, Tras la pantalla es una película sensible, cariñosa y divertida protagonizada por un héroe quijotesco y fascinante.