No sé qué tendrá Austria, pero un país que ha dado a Adolf Hitler, a Josef Fritzl y a Michael Haneke es de temer. Hay algo oscuro, una desviación mental que llega a límites que uno no puede imaginar. No sé si se puede analizar psicológicamente a todo un pueblo (tiendo a creer que no), pero no son pocas las películas austríacas perturbadoras y enfermas. Está también Ulrich Seidl, director de la trilogía Paradise, de Dog Days y de Import Export, todas películas en las que el sexo, digamos, no convencional, hace avanzar la trama. Y es el nombre de Ulrich Seidl el que vemos primero en los títulos de Goodnight Mommy, película que se estrenó hace dos años en el Festival de Venecia, pasó el año pasado por nuestro BAFICI y recién hoy llega a los cines. Tarde pero seguro, porque aunque está disponible en buena calidad para bajar, es recomendable verla en pantalla grande, a oscuras, dejándose absorber por las imágenes. Decía que aparece Seidl porque es el productor de esta ópera prima de ficción de Severin Fiala y Veronika Franz. Dos chicos, hermanos gemelos (interpretados con una madurez impactante por Lukas y Elias Schwarz), juegan en los alrededores de una casa de campo. Esa primera secuencia, previa a los títulos, dicta el tono de lo que vendrá: una puesta en escena rigurosa -con mucho cuidado de cuándo y cómo los personajes entran y salen del plano- y una música y sonido que contribuyen al ambiente de terror. Intuimos que algo les va a pasar a esos chicos indefensos. Cuando entran a la casa vemos que viven solos con su madre (Susanne Wuest) que tiene toda la cabeza vendada. No sabemos bien por qué: una operación o un accidente; tampoco sabemos qué hay debajo del vendaje. Pero los hermanos pronto empiezan a sospechar que esa mujer no es su madre. Goodnight Mommy es una película de terror bastante clásica desde lo estructural -hay un par de vueltas de tuerca muy inteligentes- pero que tiene el toque austríaco justo de perversión para resultar más terrorífica que la media. Fiala y Franz tienen un dominio perfecto de la historia y de la puesta en escena, saben adónde quieren ir y pasean de las narices al espectador. No es casualidad que se destaque también el director de fotografía Martin Gschlacht: Goodnight Mommy nos da miedo con unas imágenes precisas, cuidadosamente planeadas. Jugadas de pizarrón. Esto es, claro, hasta la última parte, que… bueno, mejor no decir nada. Vienen estrenándose últimamente grandes películas de terror. A La bruja y Avenida Cloverfield 10 ahora se le suma Goodnight Mommy. Quizás sea la mejor, aunque eso se puede discutir. Lo que no se puede negar es que es, por lejos, la más aterradora de las tres.
Disparates y extorsiones “Avenida Cloverfield 10” es una sorprendente opera prima de Dan Trachtenberg. Hace quince días se estrenó La bruja, una película de terror a la que sus detractores le endilgan peyorativamente el mote de qualité y a la que otros ven como el mejor estreno de terror en mucho tiempo; en todo caso, se trata de una película de ese género tan fatigado que resulta singular y diferente. Hoy se estrena otra película de terror que, sin una aproximación tan esforzadamente artie y más cercana a los tópicos clásicos del género, logra como resultado algo aún más original que el de La bruja. El cine de terror está vivo y nos sigue regalando muertos. El caso de Avenida Cloverfield 10 es extraño, porque es una falsa secuela de Clovefield, la película de found footage tan exitosa de 2008 con guión de Drew Goddard y producción de J.J. Abrams. El proyecto era pequeño, un guión de los casi debutantes Josh Campbell y Matthew Stucken que cayó en manos de la productora de Abrams y en el proceso de producción se les ocurrió transformarlo en parte de la incipiente franquicia de Cloverfield. Michelle (Mary Elizabeth Winstead) tiene un accidente en su auto y se despierta herida, encadenada a una pared en un sótano desconocido. El captor es un tipo que parece estar loco, Howard (John Goodman). Dice que él la rescató de su accidente y que no pueden salir porque hubo un ataque alienígena y el aire está contaminado. En esa especie de búnker hay otro hombre que también está herido. Emmett (John Gallagher, Jr.) también está ahí refugiado. ¿Es otro secuestrado? ¿Es otro de los captores? ¿O es verdad que hubo un ataque alienígena? La película cabalga entre el thriller de encierro con tres protagonistas, uno de ellos un psicópata, y la ciencia ficción de invasión extraterrestre al estilo Señales y tantas otras, pero la clave está en que no sabemos cuál de las dos películas estamos viendo casi hasta el final. Esto hace que, de alguna manera, estemos viendo las dos al mismo tiempo, y el guión de Josh Campbell y Matthew Stucken juega con inteligencia tocando las teclas de cada uno de los géneros alternadamente, para desorientarnos. Pero si hasta el último punto de giro la película viene resultando ingeniosa, es en los últimos diez minutos en los que explota por completo. Avenida Cloverfield 10 se transforma en otra cosa, ambiciosa, disparatada y, sin temor al ridículo, llega a un final que promete mil secuelas. En un punto, parece un extraño caso de reboot después de una primera película exitosa. Quizás el único punto flojo sea John Goodman, uno de esos actores que portan el sello de cool (como Bill Murray) y que están perfectos en comedia pero que en este caso no termina de transmitir sensación de amenaza, pese a que por momentos el director -también debutante- Dan Trachtenberg juega con esa ambigüedad entre el psicópata y el gordo tierno. Lo cierto es que le falta unas cucharadas de psicópata. Mary Elizabeth Winstead, en cambio, es la heroína que esta película necesitaba, y, si continúa la franquicia, tiene todo para convertirse en la Teniente Ripley del siglo XXI.
Fantasías animadas Jon Favreau vuelve a demostrar su talento para el espectáculo con una versión extraordinaria de ‘El libro de la selva’. Los cuentos de los dos volúmenes de El libro de la selva, de Rudyard Kipling, publicados a fines del siglo XIX, fueron adaptados varias veces al cine. Las películas más importantes fueron la de Zoltan Korda protagonizada por el adolescente indio Sabu en 1942 y la versión animada de Disney de 1967, pero tuvimos que esperar a bien entrado el siglo XXI para que esas aventuras lleguen al cine con la emoción y el nervio que merecían. Es todo mérito de Jon Favreau, uno de esos directores a quienes se les nota el disfrute en cada plano, un disfrute que nos contagia. Favreau es un tipo que pone todo su talento al servicio del espectáculo, de la aventura. Es el responsable de las dos primeras Iron Man –la primera, de 2008, fue la que dio comienzo al Marvel Cinematic Universe, nada menos- pero también de las delirantes Elf, el duende y Cowboys & Aliens. Ignoren los puntajes de Metacritic: son todas grandes películas, muy superiores a la media. Acá Favreau echa mano a una animación excepcional que logra un hiperrealismo en los movimientos y en las texturas de los animales, un poco a la manera del tigre de Bengala de Una aventura extraordinaria pero perfeccionado. Y para interactuar con todos estos animales, un hallazgo: Neel Sethi, un chico de 12 años debutante, encantador y con el physique du rol perfecto para interpretar a Mowgli, el huérfano criado por lobos en la selva india. Ya desde el principio la película exhibe el ritmo frenético que va a sostener en su mejores momentos de acción: Mowgli corriendo por la selva, flanqueado por los lobos, y la cámara moviéndose para maximizar la ilusión de velocidad y un montaje que no resulta en cortes excesivamente abruptos ni en planos demasiado cortos. Hay secuencias que son tan emocionantes como hermosas. La historia, si bien es muy sencilla, con apenas dos o tres acontecimientos y pinceladas dibuja situaciones que Favreau y su equipo pueden aprovechar al máximo. El tigre Shere Khan (voz de Idris Elba) amenaza al lobo Akela (Giancarlo Esposito) y le pide que entrege a Mowgli porque cuando crezca será un hombre y los hombres son nocivos para el ecosistema de la selva. Akela se niega, y la pantera Bagheera (Ben Kingsley) decide sacar de ahí a Mowgli y llevarlo a la aldea de los hombres. En el camino, Mowgli se encontrará con el oso Baloo (Bill Murray), que lo ayudará. Un poco por la animación tan lograda y otro poco porque las voces están a cargo de tipos que de esto saben (también andan por ahí Scarlett Johansson y Christopher Walken), pero sobre todo porque las situaciones y los diálogos están planteados con una precisión extraordinaria, los personajes nos conmueven, nos preocupa su suerte, los queremos y también los odiamos. Shere Khan es, sin dudas, el villano del año. Esta versión de El libro de la selva confirma, por si hacía falta, el talento de Jon Favreau para el espectáculo, y también es la demostración de que la efectividad de ese espectáculo depende de la cámara, del montaje y de unos efectos especiales que se noten lo menos posible.
Lejos de Dios Ganadora en Sundance, ‘La bruja’ es una película de terror muy particular que a pesar de no ser del todo efectiva, resulta fascinante. La bruja viene haciendo mucho ruido desde que el año pasado su director, el debutante Robert Eggers, ganó un premio en el Festival de Sundance. Es cierto que se trata de una película de terror bastante especial y que su estreno comercial a cargo de una distribuidora de las llamadas majors (United International Pictures) es una excelente noticia, pero ¿hasta qué punto es una película satisfactoria? El título inicial dice “The VVitch”, así escrito con la grafía del inglés antiguo, y un subtítulo: “A New England Folktale” (Una leyenda popular de Nueva Inglaterra). Eggers es consecuente y parece fascinado -y nos logra trasladar esa fascinación- por ese ambiente rural de la américa pre-independencia del siglo XVII, repleto de supersticiones y con las acusaciones de brujería pendiendo como una espada de Damocles sobre gran parte de las mujeres. Una familia vive en una cabaña al borde de un bosque. Ellos son William y Katherine (Ralph Ineson y Kate Dickie) y sus cinco hijos: la adolescente Thomasin (Anya Taylor-Joy), el niño Caleb (Harvey Scrimshaw), los mellizos Mercy y Jonas (Ellie Grainger y Lucas Dawson) y el recién nacido Samuel. Están exiliados luego de haber sido excomulgados de por la iglesia. Thomasin saca a pasear a Samuel, el bebé, y casi delante de sus ojos el bebé desaparece. Sin mucha esperanza, William va a buscarlo al bosque. ¿Se lo llevó un lobo? No parece posible. Katherine sospecha de su hija y la paranoia empieza a envolver a esa familia en la locura. ¿Qué hay en ese bosque? ¿Dios los ha abandonado? ¿En donde -o en quién- acecha el Diablo? Desde lo metafórico, es imposible no pensar en El exorcista y en la idea de que la pubertad en una adolescente pueda atraer a lucifer, o quizás que la posesión no es otra cosa que una metáfora de la entrada de una adolescente en la plenitud sexual. Pero Eggers, narrativa y estéticamente, va para otro lado. En primer lugar, privilegia el suspenso y el terror sustentado en climas y en lo desconocido. Ahí donde la película de William Friedkin era un festival de sangre y sacrilegio, La bruja es todo sutileza y drama. El problema es que La bruja es una película de terror -un par de momentos de sobresaltos clásicos lo atestiguan- pero la mayor parte del tiempo lo dedica a construir un ambiente que en casi ningún momento se traduce en sustos o en miedo. Es como si quisiera ser una película de terror artie, como si desdeñara los trucos del género. No sorprende, entonces, que llegue precedida por un runrun festivalero. Y efectivamente es atrapante y encantadora (en el sentido de que produce encanto, embrujo), es peculiar y permanece en las retinas, tiene dos o tres imágenes que no se suelen ver en el tan trajinado cine de terror, pero en ese camino sacrifica efectividad. Seguramente La bruja dividirá aguas. Estarán los que vean en ella una película de terror muy superior al promedio, y estarán los que la vean como una película que en su ambición por despegarse de lo usual, pierde la capacidad de asustar. En un punto, ambos están en lo cierto y voy más lejos: si ignoramos los dos o tres momentos más claramente de terror, queda un extraordinario y original drama siniestro y fantástico.
Línea Pepsi Batman vs Superman es una película vetusta que pone dificultosamente en marcha el universo cinematográfico de DC, rival de Marvel. A partir de cierto momento -puede que a los treinta o a los sesenta minutos- Batman vs Superman: El origen de la justicia deja de tener arreglo y nos entregamos a recibir a cuentagotas algunos momentos ingeniosos, algunas imágenes valiosas. Durante esa marejada de tomas y escenas ya inconexas, hay una: Superman (Henry Cavill, más que de acero, de madera) arrastra algo gigante, creo que era la nave espacial en la que vino a la Tierra pero puede que fuera otra cosa, con una cadena. Esa mole de acero extraterrestre inconcebiblemente grande y perceptiblemente pesada avanza milimétricamente y Superman tensa sus músculos y hace muecas de esfuerzo superhumano. Como cuando un terapeuta te pesca en un fallido y te hace notar lo que verdaderamente sentís mientras hablás de algo aparentemente intrascendente, esa escena me activó la sinapsis embotada y recién ahí pude ver lo que estaba viendo: una película gigante y pesada que avanzaba lentamente y con dificultad, arrastrada por un boludo, inútilmente. Eso es, a grandes rasgos, Batman vs Superman. Respecto del subgénero de películas de superhéroes -¿es un subgénero o un género? Si es un subgénero, ¿cuál es su género madre? ¿La acción, la ciencia ficción?- podría a esta altura escribirse todo un libro, pero probablemente sería aburridísimo. (Seguro se han escrito, me niego a chequear esto.) Kevin Feige de Marvel encontró la fórmula de la Coca Cola y crió una generación de obsesos con problemas de diabetes. Y recién ahora que Feige está tratando de cambiar la fórmula para seguir vendiendo, viene DC -su rival- y saca la línea Pepsi. Marvel y DC son los Ford y Chevrolet de los cómics, los Oasis y Blur, los batata y membrillo. Después de que DC puso en el radar del “cine serio” (pongamos doble, triple comilla) a los superhéroes dándole Batman a Christopher Nolan, Marvel empezó a tramar cual científico villano un plan para conquistar el mundo. El Marvel Cinematic Universe ya no se proponía darle un personaje a un creador para que le pusiera su impronta (como sucedió con Nolan, Tim Burton y -ni olvido ni perdón- Joel Schumacher) sino que inventó una serie de películas interrelacionadas, con easter eggs desperdigados, todas demasiado parecidas entre sí pero que funcionaban en gran parte por la prolijidad, por el plan a largo plazo, por la cantidad de estrellas simpáticas entregadas a ese juego tonto y liviano (Robert Downey Jr. a la cabeza) y por el capital simbólico de los cómics atrás. El Marvel Cinematic Universe está tratando de mantenerse a flote, pese a su irritante uniformidad y reiteración, gracias a algunas pinceladas de humor y a dejar de tomarse en serio. Un poco eso fue Guardianes de la galaxia. Y este año también apareció Deadpool, película que si bien está basada en un personaje de Marvel le pertenece a Fox y a la franquicia de los X-Men y es la primera película de superhéroes totalmente autoconsciente y paródica. ¿Hacia dónde puede ir el género de superhéroes después de una película como Deadpool si no es hacia la muerte o, al menos, la hibernación durante largo tiempo? Pero recién ahora DC está intentando emular a su rival con un universo extendido de películas con personajes que se repiten. Batman vs Superman es la segunda, que le sigue a la muy mala El hombre de acero y que sienta las bases para lo que vendrá: Suicide Squad, Wonder Woman, Justice League, The Flash, Aquaman y más. En resumen, DC está intentando marvelearla justo cuando Marvel está tratando de cambiar, y para colmo lo hace sin copiar lo mejor: el humor, la liviandad, el colorido y las estrellas simpáticas. Acá no hay nada de lo bueno de Marvel y para colmo todo parece un poco a destiempo, una película que nació vieja, vetusta y herrumbrosa, como esa cosa que no me acuerdo qué es que arrastra Superman con una cadena. Cavill es de madera, el Batman de Ben Affleck parece una estatua de La Ñata y el Lex Luthor del esforzado Jesse Eisenberg es irritante. El problema, en un punto, lo dejó al descubierto los títulos de Deadpool: se nota demasiado la formulita, se nota que Eisenberg es “el villano loco”, que Amy Adams es “la chica”, y todo es moroso, sin ingenio, como para cumplir, pero para colmo con un ropaje de épica al que contribuye la música bigger than life de Hans Zimmer. Es imposible ver Batman vs Superman con virginidad inocente porque las redes sociales arden con fanboys y fangirls que debaten hasta el hartazgo cada pieza de información que los ejecutivos de las compañías arrojan como maíz a las gallinas. La pegada de Marvel transformó a DC en la hermana sin talento, en la Nati Pastorutti, en la Javier Calamaro de las franquicias cinematográficas de cómics. DC es la que todos aman odiar, es la que recibe las cachetadas, como el Nino de Santiago Segura en Muertos de risa. Y Marvel es el Bruno de El Gran Wyoming, el que gana siempre y humilla al compañero. Pero los dos, Bruno y Nino, Marvel y DC, son las caras de una misma moneda. Se necesitan mutuamente y al fin y al cabo no son más que un dúo de bufones que transpiran la camiseta para que las muchedumbres se entretengan y los enriquezcan antes de que, inevitablemente, sean olvidados.
Había un banco que tenía el eslogan “un nombre es lo más importante que uno puede tener” y es cierto, aunque si llevamos esa idea a las películas o a los libros es más discutible: ¿cuánta importancia puede tener un título? Las mejores películas tienen títulos más o menos genéricos, descriptivos. Quizás sea porque un título singular ya predispone en cierta forma. Eso pasa con Me casé con un boludo, título que sin dudas ha dado que hablar y que yo -antes de ver la película- defendí con pasión. La palabra “boludo” es extraordinaria, polisémica y musical; “Me casé con un boludo” es un octosílabo perfecto; si ese boludo es Adrián Suar, nada podía salir mal. Pero el título tiene demasiada fuerza y se clava como una estaca en el primer punto de giro de la película, ese que está en el trailer (Valeria Bertucelli gritando entre llantos “¡Me casé con un boludo!”) y hace que toda la película gire en torno a ese momento, se vea absorbida por él. El argumento es interesante. Adrián Suar es un actor famoso y egocéntrico que está filmando una película con una actriz debutante e inexperta que es Valeria Bertucelli. Ella sale, a su vez, con el director de la película (Gerardo Romano), que la maltrata. Se enamoran y se casan un poco apresuradamente. En la vida cotidiana, ya lejos de las luces de los flashes de las revistas del corazón, Bertucelli descubre que Suar es un boludo. La película es una comedia romántica bien clásica, de formulita. Pero como pasa con las películas de fórmula, tienen que estar construidas sobre cimientos fuertes. Más allá de varias escenas de humor muy logradas (Suar me parece un extraordinario actor de comedia y a Bertucelli ya no hace falta elogiarla), conceptualmente lo que ocurre es bastante confuso. Sabemos que Suar es un boludo desde el principio, no sabemos por qué ella se enamora de él, tampoco sabemos por qué él se enamora de ella ni tampoco en qué momento él deja de ser tan boludo. Los tres actos de la película, como es lógico, están bien diferenciados. El primero (previo al “me casé con un boludo”) es entretenido pero un poco empalidecido porque ya conocemos de qué va el primer punto de giro. El segundo acto es el que venimos esperando desde que conocimos el título de la película y es el más prolijo, por decirlo de alguna manera. Y el tercero desbarranca definitivamente: como sucede cuando una película no está bien construida, esto adquiere notoriedad en la resolución. Así, el intento por hacer reir pasa más por cameos disparatados que por gags del guión (están Vicentico y Griselda Siciliani, parejas en la vida real de Bertucelli y de Suar), o por muecas de Bertucelli que por más buena actriz que sea necesita -como todas- una materia prima decente sobre la que pararse. Sin adelantar demasiado qué es lo que pasa, el golpe de timón del último punto de giro es tan arbitrario y tan obviamente destinado al lucimiento de la actriz, que me hizo rezongar. Sobre todo porque Juan Taratuto y Pablo Solarz (director y guionista) no son ningunos improvisados y tienen resto para hacer mejores cosas. En definitiva, Me casé con un boludo es una comedia que no debería ser desechada con displicencia como hacen con pereza los que no ven el talento de Suar ni la gracia de ese título. Pero lo cierto es que Taratuto y Solarz no pudieron, esta vez, construir una historia a la altura del material con el que contaron.
De Tangerine van a escuchar o leer por ahí que se grabó con tres iPhone 5 y que es la primera película que envió a consideración de la Academia de Hollywood a sus dos protagonistas transgénero para participar por los premios Oscar a la mejor actriz. Finalmente Kitana Kiki Rodriguez y Mya Taylor no quedaron nominadas -ya llegará el momento, es cuestión de tiempo- pero sí participaron de los Independent Spirit Awards, los Oscar al cine independiente, en donde Taylor se llevó el premio a la mejor actriz secundaria. De lo del iPhone 5 pueden olvidarse por completo. Tangerine no es una película con estética de home video ni desprolija ni abusa de la cámara en mano ni tiene una búsqueda excesivamente realista y cruda. Si bien el ambiente es el de las calles mugrientas de una zona poco glamorosa de Hollywood, hay algo de melodrama fino en los colores estridentes y la música trabajada. Sí resulta fundamental, claro, lo de las actrices. La película transcurre durante un día, vísperas de Navidad, en la vida de Sin-Dee Rella (Rodriguez) y su amiga Alexandra (Taylor), dos prostitutas trans. Sin-Dee acaba de salir de estar un mes en la cárcel y Alexandra le cuenta (se le escapa, en realidad) que su novio la engañó con otra, que para peor es mujer. Sin-Dee entonces va a buscar por toda la ciudad a la tercera en discordia. Por su parte, Alexandra recorre el barrio invitando a otras amigas trans al show que va a dar esa noche en un bar de por ahí. Y está también el tercer protagonista: Razmik (Karren Karagulian), un taxista armenio cliente de Alexandra que gusta particularmente de Sin-Dee y que tiene una familia con la que festejará Navidad esa noche. Tangerine está producida por los hermanos Duplass, responsables de varias películas del llamado mumblecore: un subgénero de comedia indie de bajo presupuesto y diálogos improvisados. La película de Sean S. Baker va por ahí, pero da un paso más allá, se despega del mumblecore en sus mejores momentos, cuando el melodrama le gana al realismo. El centro geográfico, el corazón de la película, es el show de Alexandra: el telón rojo y Sin-Dee pintándole los labios a Dinah (Mickey O'Hagan) después de fumar meth son momentos altos que no tienen nada que ver con el realismo sucio que la película amenazaba con mostrar. La película se para en un lugar delicado. No escamotea la verdad de la vida difícil de unas prostitutas trans -que además son negras, dato no menor- en una noche de Navidad, con la soledad, la homofobia y la pobreza; pero tampoco la dramatiza, a pesar de la música y los colores como elementos típicos del melodrama. Como en casi todas las películas, el tono es clave, y Tangerine se para en el centro: aliviana el peso de la melancolía con unos personajes divinos, queribles (incluso el taxista armenio), que no se detienen en ningún momento a sentir pena por ellos mismos.
Hastío en Bombay Una película de juicios que, apartándose de las convenciones del género, pierde toda la potencia que podría haber tenido. a acusación es una película que viene con la carga de haber ganado dos premios en el Festival de Venecia de 2014 y cuatro en el BAFICI del año pasado, entre ellos Mejor Película y Mejor Actor para Vivek Gomber. Es una película india pero que no tiene nada que ver con las miles que salen de la industria de Bollywood; nada que ver con el melodrama, los números musicales y el colorido. Casi como si Chaitanya Tamhane quisiera apartarse a propósito de ese cine, La acusación no tiene música incidental -aunque, curiosamente, si tiene un número musical, a su modo- y está contada con un naturalismo tan extremo que por momentos parece un documental sobre el sistema judicial indio. La historia puede parece sencilla pero contiene varias puntas a explotar. Narayan Kamble (Vira Sathidar) es una especie de cantante de protesta y activista social que es acusado de incitar al suicidio a un trabajador. Lo defiende Vinay Vora (Gomber), un abogado especialista en derechos humanos. El engranaje judicial indio los envuelve y las situaciones absurdas se suceden, a la vez que se plantean varios interrogantes referentes al arte, la censura y demás. La acusación es una película de juicio que le huye a la tensión dramática como si fuera un pecado y elige mostrar los tiempos muertos, detenerse en la vida cotidiana del abogado y de la fiscal, y cortar las escenas varios segundos después que lo usual. Es evidente que Tamhane busca retratar el sistema judicial indio como un engranaje kafkiano, absurdo y el hastío que muy probablemente sienta el espectador no es otra cosa que espejo del hastío de los protagonistas. También está claro que Tamhane desprecia el género “de juicios” y por eso intenta ir más allá, retratando no sólo el sistema judicial sino también el social. El problema es que el objetivo está tan claro desde el principio (concretamente: desde que el abogado se entrevista con el policía que le informa de los cargos contra su defendido) y la película se aparta tan poco de él, que lo que resta es sentarnos a observar al director llevar a cabo su tarea con el mismo hastío que siente el juez y la fiscal. Es probable que algunos encuentren fascinante ese mundo de juzgados, expedientes y funcionarios públicos; todo es fascinante si lo miramos con curiosidad. Pero al menos lo que a mí me pasó es que me pareció más fascinante la película que no fue, el caso concreto de un poeta acusado de incitación al suicidio. Esa película está, pero Tamhane la cuenta avergonzado de estar contando una historia que pertenece a una película de género. Los villanos de la película (el juez y la fiscal, digamos) se atienen a la letra dura de la ley y se alejan de la justicia. Tamhane se atiene a la letra dura de su plan y se aleja, así, de lograr una película todo lo interesante que el tema requería. Hay que decir también que la aversión que se nota que siente por los géneros es síntoma de una profunda ignorancia o, para ser más benévolo, de un deseo irracional de despegarse de la peculiar industria de su país.
Dos viejos indecentes ‘Juventud’, de Paolo Sorrentino, navega entre el ingenio y la berretada pero logra un par de momentos inolvidables. Si digo que lo mejor de Juventud son las participaciones de Roly Serrano y de Jane Fonda algunos podrán pensar que es un gesto de esnobismo de mi parte y otros se enterarán de esta manera que Serrano y Fonda comparten una película. A ellos, a los ex ignorantes, les cuento: Roly Serrano hace de un Diego Maradona obeso que camina con bastón y un tubo de oxígeno y tiene tatuado en la espalda el rostro de Karl Marx. Paolo Sorrentino viene de ganar el Oscar con La gran belleza y era de esperar que en su siguiente película se desatara por completo y se tirara de cabeza en esas escenas medio fellinianas (si somos benévolos) o subielescas (si somos malvados). Juventud está repleta de pavadas arbitrarias y surreales, momentos que caminan por la cornisa entre el ingenio y la berretada, pero no están en esos momentos los problemas de la película sino en los otros, en los pretendidamente serios, en los que la “trama” avanza y los personajes hablan. Porque los personajes hablan. Mucho. La película transcurre en una especie de resort de lujo en los alpes suizos. Ahí están los septuagenarios Fred Ballinger (Michael Caine) y Mick Boyle (Harvey Keitel), un director de orquesta retirado y un director de cine en decadencia, amigos de toda la vida. Un emisario de la Reina Isabel llega para pedirle a Fred que salga del retiro y dirija por única vez una orquesta en el cumpleaños del Príncipel Felipe. Por su parte, Mick está terminando de escribir el guión de su última película, que será su “testamento”, junto a un grupo de guionistas jóvenes. Andan por ahí también un actor joven (Paul Dano), la hija y asistente de Fred, recién separada o más bien abandonada (Rachel Weisz), el Diego Maradona del que hablábamos (Serrano) y algunos otros personajes más bien terciarios que le dan color a ese pequeño Universo. Es cierto que Juventud tiene por momentos un encanto notable gracias a las imágenes que Sorrentino imagina y logra plasmar con la ayuda de su DF de siempre Luca Bigazzi, y que además del pequeño estallido que ocurre cuando aparece para sus dos escenas Jane Fonda está el inmenso Michael Caine dotando a su Fred de una complejidad que no se percibe en los papeles y evitando -esto es fundamental- caer en el patetismo que por momentos la película amenaza con darle. Pero la película tiene dos caras. Además de estos momentos de ingenio, arbitrarios y que muchos pueden catalogar como “autoindulgentes”, surreales, subielescos o fellinianos, que podemos disfrutar o no (yo disfruté algunos) pero en los que hay cine, están los otros en los que los personajes hablan en discursos interminables, repletos de lugares comunes y aforismos sobre la vida, la muerte, la vejez y el amor, que parecen ser el corazón temático de la película pero la ahogan. Además de que no funcionan en sí, pertenecen claramente a otra película. Pero aún con estos problemas y con cierta cosa de viejo pajero y gagá que tiene Sorrentino (aunque anda por los 45 nomás), los momentos atractivos de Juventud van a quedar para siempre: Roly Serrano haciendo jueguitos con una pelotita de tenis hasta quedarse sin aire, Caine y Keitel discutiendo sobre una mujer que se cogieron (o se quisieron coger) hace más de cincuenta años y Jane Fonda diciéndole a Keitel “dejá de chuparme el culo” son los míos. Otros tendrán otros y quizás ahí esté, en definitiva, el encanto de Juventud.
Al otro lado del mundo La última de las nominadas al Oscar en estrenarse, ‘Brooklyn’, también es la peor: un guión chato en el que se luce milagrosamente Saoirse Ronan. Todos los años hay alguna película berreta nominada a los Oscar. El año pasado fue La teoría el todo y en otros años incluso las berretas fueron las que ganaron, como pasó con El discurso del rey o El artista. Berretas en el sentido de que por ahí no sean totalmente malas pero están hechas sin pasión, sin nervio. Son correctas pero demasiado cuidadosas, demasiado fieles a la formulita. Este año ese lugar lo ocupa la irlandesa Brooklyn. Ambientada a comienzos de los años '50, Brooklyn cuenta la historia de Eilis Lacey (Saoirse Ronan), una joven que vive en un pequeño pueblo al sur de Irlanda junto con su hermana y su madre. Trabaja de vendedora los fines de semana a las órdenes de una jefa déspota, la típica vieja maledicente de los pueblos. Con toda la culpa por abandonar a su madre y a su hermana, y con todo el temor a lo desconocido, decide irse a probar suerte a Nueva York. Eilis consigue trabajo como vendedora en una tienda de Brooklyn. Su jefa es más buena -y más linda, y más joven- que la de Irlanda (no es otra que Jessica Paré, la Megan Draper de Mad Men) y pronto conoce a Tony (Emory Cohen), un joven descendiente de italianos del que se va a enamorar y la va a ablandar y relajar, además de unirla definitivamente a esa ciudad hasta ese momento extraña y demasiado grande. Promediando la película ocurre algo que es mejor no adelantar, una especie de deus ex machina al revés, pero que obliga a Eilis a tener que optar entre Brooklyn y su pueblo. Y eso es todo. Pero el problema no es tanto la simpleza de la historia sino la chatura con que está contada. Los personajes no son siquiera personajes, son nombres con cara que podrían ser aludidos por sus arquetipos: El Novio Bueno, La Hermana Abnegada, La Jefa Comprensiva. La relación entre Eilis y Tony carece de pasión y hasta de explicación: ¿por qué se enamoran? Lo único que podría hacer que nuestra atención se mantenga -¿la chica se quedará con el chico?- no funciona. No leí la novela de Colm Tóibín en la que está basada la película, pero resulta extraña tanta desidia en el guionista que la adaptó, que no es otro que Nick Hornby. Más extraño resulta que esté nominado al Oscar, aunque probablemente se lo deba a su renombre más que a su trabajo en particular. Los dos plot devices que hacen avanzar la trama (el que ocurre en la mitad y otro, cerca del final) son arbitrarios y tramposos y ejecutan la tarea sucia de darle a la historia la ilusión de que está contando algo. Lo cierto es que si la trama avanza de esa manera es porque es incapaz de hacerlo como debería: Eilis viaja de un lado al otro del mundo no como consecuencia de su viaje interior, de su evolución como personaje, sino por los trucos de un guionista -o escritor: puede que esto sea deficiencia de la novela- que uno imagina sentado en su computadora, bien entrado el siglo XXI, apurado por entregar el material con el correo del productor abierto en su gmail. Pero en el medio de todo esto, brilla con una luz cálida Saoirse Ronan, que logra encantarnos con un personaje que en los papeles tenía poco de dónde agarrarse. Es cierto que su evolución es torpe (pasa de tímida a extrovertida demasiado de golpe y con la sola excusa de su flamante relación, detalle que debería poner en alerta a l@s cazador@s de discursos machistas) pero sin una belleza fatal ni tampoco una arriesgada inversión corporal le da a su Eilis un aura cautivante.