La trilogía que no fue La serie de ‘Los juegos del hambre’ tiene una historia y un cast extraordinarios pero se resiente al partir en dos la última entrega. Adivino en la trilogía de Suzanne Collins el epítome de la literatura young adult: una heroína adolescente, un triángulo amoroso, un futuro distópico, analogías políticas simplificadas (pero no tanto), multitud de personajes secundarios con los cuales encariñarse y villanos atractivos. La historia puede parecer un poco traída de los pelos al principio pero pronto nos rendimos a sus leyes y a medida que avanza se va profundizando. La adaptación cinematográfica fue de las más taquilleras -tercera de la historia en promedio por película- y catapultó a Jennifer Lawrence al Olimpo de las estrellas jóvenes. Con el estreno de Sinsajo -El final-, se completa la serie. ¿Qué se puede decir acerca de una película condenada al éxito? La ví en una avant premier con una falsa Effie Trinket tirando besitos y adolescentes rapadas y tatuadas al estilo Cressida. Durante la función, hubo risitas en algunos momentos y aplausos en otros. Pero veamos. El problema principal de Los juegos del hambre es que transformaron una trilogía en un cuarteto por esa costumbre de partir en dos la última entrega. Las trilogías tienen una lógica interna, una estructura firme, el principio-nudo-desenlace llevado a la narración de largo aliento. No es casual que las dos primeras entregas sean las mejores de la serie, las que respetan la estructura de una historia bien pensada y construida. Las dos últimas -las dos partes de Sinsajo-, que tendrían que haber sido una sola mucho más sintética y potente, se transformaron en eternas cuatro horas con veinte minutos que ni siquiera están divididas de alguna manera muy lógica. En Sinsajo entra en escena la presidente Alma Coin (Julianne Moore), líder de los rebeldes, que necesita de nuestra heroína Katniss Everdeen (Lawrence) para estimular la rebelión, derrocar al dictador Snow (Donald Sutherland) y restaurar la democracia en Panem. El arco dramático está claro y ese es el punto de partida. Pero esta segunda parte de Sinsajo no tiene un comienzo, el arco dramático se corta y pierde potencia el plot twist del final (uno de los momentos en los que el público adolescente, que quizás ya había leído las novelas, aplaudió). Hay que pensar que Los juegos del hambre tiene un cast de lujo. Además de Moore, Lawrence y Sutherland están Woody Harrelson, Philip Seymour Hoffman (en su último papel), Stanley Tucci, Lenny Kravitz, Toby Jones y Amanda Plummer en las diferentes películas. La historia es extraordinaria y los recursos estan todos a disposición, pero este último capítulo doble se desinfló y en particular esta segunda parte: Harrelson ya perdió el encanto de la primera película, las apariciones de Hoffman debieron reducirse al mínimo por razones de fuerza mayor, y Stanley Tucci -de lo mejor de la serie- aparece en alguna escena muy secundaria. También Effie Trinket (extraordinaria Elizabeth Banks) apenas pasa a marcar tarjeta. Más allá de todas estas cuestiones, hay un par de secuencias que funcionan muy bien, y hacia el final todo cobra un sentido y se adivinan las virtudes de la trilogía literaria y de la trilogía cinematográfica que no fue. En resumen: queremos saber qué pasa, queremos saber si Katniss asesina a Snow, si se queda con Gale o con Peeta, si la democracia puede ser restaurada en Panem. ¿Qué se puede decir de una película condenada al éxito? Quizás una observación: la entrega final de la serie young adult más taquillera de todos los tiempos recibió aplausos tibios por parte de sus fans más acérrimos a tatuados.
La precisión de la historia Dentro del conjunto de películas acerca de la lucha contra el terrorismo, cada vez más complejas, ‘Máxima precisión’ es menor pero inteligente. El título en inglés de Máxima precisión es Good Kill. La traducción puede parecer sencilla (“Buen asesinato”) pero no refleja lo que significa realmente: “good kill” es lo que murmura Thomas Egan (Ethan Hawke) cada vez que logra matar a un objetivo en su pantalla, como si de un videojuego se tratara. Pero no es un videojuego, aunque lo parezca: Egan pilotea drones que matan seres humanos de verdad a 7 mil millas de su hogar confortable en Las Vegas. Un poco a la manera de Francotirador, la película de Clint Eastwood, pero llevado al extremo: Egan no mata, como Chris Kyle, a una distancia de metros; está en la otra punta del planeta y sus víctimas son casi irreales. Pero también Andrew Niccol, el director, parece más obsesionado que Eastwood en subrayar las contradicciones morales de su héroe, y también introduce una capa de sentido acerca del progreso tecnológico y sus consecuencias, que sin dudas es su marca en el orillo. Recordemos: Niccol fue el guionista de The Truman Show, su película debut fue Gattaca y también dirigió El señor de la guerra. Un mundo cuyos avances tecnológicos generan nuevos conflictos morales que no terminamos de saldar. Y Máxima precisión es un poco una síntesis de esas tres películas y quizás la más redonda y apasionante de Niccol. Se extraña, eso sí, la potencia que podría haber tenido si además de apuntar a la angustia de Egan hubiera puesto sus fichas también en la tensión del combate. Es cierto que, por la naturaleza de su trabajo -en resumen: por no estar físicamente en el teatro de operaciones- la tensión posible se reduce bastante, pero esto es cine y el montaje puede hacer milagros. Hay algo de Vivir al límite y La noche más oscura -las últimas dos de Kathryn Bigelow- pero no les llega a los talones en cuanto a puesta en escena. Máxima precisión es más que nada una película de guión, terreno en el que evidentemente Niccol se siente más cómodo. Hay algunos hallazgos de puesta, pero lo fascinante es la historia, los personajes -en particular el de Zoë Kravitz, la pilota compañera de Egan, más rebelde que él- y la relación de Egan con su familia, a la que intenta mantener al margen de su trabajo pero que, previsiblemente, termina por sufrir las consecuencias. (Algo de Francotirador también hay acá, pero es todo menos sutil, más claro.) Si bien estamos en la “era de ISIS”, hace tiempo que en el cine y en la TV norteamericanos el tratamiento de la “guerra al terror” se ha complejizado. Además de todas las películas ya mencionadas, está la serie Homeland, y podemos recordar Samarra -como se conoció acá Redacted, la de Brian De Palma-, que en conjunto forman un “corpus” extraordinario que seguro algún estudiante ha tomado para alguna tesis. Dentro de ese panorama, Máxima precisión es una película menor pero inteligente, original y consciente de sus limitaciones y de sus virtudes.
Bond no es para siempre El espíritu de James Bond ya no está en las películas de Bond: ‘Spectre’ no logra transmitir la sensualidad y el humor que alguna vez tuvo la serie. En el principio fue James Bond. Cuando los productores Harry Saltzman y Cubby Broccoli compraron los derechos del personaje de Ian Fleming y contrataron al inglés Terence Young para que lo traslade a la pantalla grande, seguramente no imaginaron que sería el comienzo de una serie que llegó ya a las 24 películas en medio siglo y, sobre todo, que creo un estilo de espías cool, con aventuras y humor, sensualidad y chicas en bikini. En Dr. No, Young logró transportar la historia de los '50 al swinging London de los '60 y fabricar con el escocés Sean Connery una estrella, y con la suiza Ursula Andress una bomba sexual emergiendo de una piscina en un traje de dos piezas. Pero pasó más de medio siglo y la serie parece haber tomado un camino equivocado o, al menos, no estar pudiendo aprovechar sus virtudes intrínsecas adaptándolas a los usos y costumbres de hoy. La idiosincrasia Bond ya se extendió a otras películas que la representan con mucho más ingenio y talento. La última película, la número 24, es Spectre. La primera secuencia -anterior a los títulos- promete mucho: es un festival de ideas con un helicóptero fuera de control sobre una multitud en el DF mexicano. Aunque sólo a un borracho se le pudo haber ocurrido encargarle esto a Sam Mendes, que también dirigió la anterior Operación Skyfall pero es reconocido por Belleza americana y es un tipo que no tiene la habilidad para manejar escenas “grandes”. De todas formas, la originalidad del concepto supera la ejecución torpe y la cosa parece que puede funcionar. Después viene la escena de títulos que siempre es una estrella en las películas de Bond -empezando por aquella famosa creada por Maurice Binder desde adentro del barril de una pistola- y nos encontramos con otra decisión digna de un ebrio a cargo de un estudio cinematográfico: la canción “Writing’s on the Wall” de Sam Smith no sólo no pega con la secuencia de títulos -que es extraordinaria si le sacamos el sonido- sino que es un anticlímax total respecto de la secuencia anterior. Para ese momento ya sabemos que hay algo que no funciona y todavía quedan más de dos horas de película, porque además de todo Spectre dura dos horas y media. La película falla también en sus personajes secundarios: el villano Christoph Waltz y la chica Bond Léa Seydoux son perfectos en los papeles -aunque Waltz villano ya quedó quemado desde Bastardos sin gloria- pero acá no se lucen, no tienen diálogos picantes, ni escenas en las que puedan brillar. Lo de Seydoux es casi milagroso en el mal sentido: la despojaron de todo sex appeal. La elección del henchman Dave Bautista, una de las revelaciones de Guardianes de la galaxia, es muy buena, pero no le dieron ni una línea de diálogo. Es como si hubiera hecho el camino inverso: primero un mudo forzudo en Spectre, y después un forzudo con un twist humorístico en Guardianes. Pero no, Spectre le disminuyó el registro. Fue imposible no recordar dos muy buenas películas de este año: Misión imposible: Nación secreta y El agente de C.I.P.O.L. Ambas son claras deudoras de James Bond -MI5 hasta tiene a su protagonista femenina emergiendo en bikini de una pileta- pero logran, cada una a su manera, transmitir el humor, la sensualidad y la originalidad que tuvo en su momento Dr. No. Sin dudas Christopher McQuarrie y Guy Ritchie son mucho más capaces para este tipo de películas que Sam Mendes, pero el problema es previo y está en la gente que eligió a Mendes, la misma gente que eligió la canción de Sam Smith, los vestidos feos de Léa Seydoux y que fue incapaz de cortar la película para que, por lo menos, dure 90 minutos.
El heroísmo y la patria ‘Puente de espías’ es un relato fascinante y perfecto con un héroe clásico y una mirada extraordinaria sobre los conceptos de patria e individuo. Hace un año y medio se dio a conocer la noticia: los hermanos Coen iban a escribir el guión de una película de espías ambientada en la Guerra Fría, la iba a dirigir Steven Spielberg y la iba a protagonizar Tom Hanks. En ese momento dije: ya es un 10. Esa película ya existe, se llama Puente de espías y se estrena hoy en Argentina. ¿Es un 10? Las expectativas eran demasiado altas. ¿Cómo podrían convivir el clasicismo optimista de Spielberg con el humor negro -o gris- de los Coen? En primer lugar, hay que decir que el guión es de un tal Matt Charman y que los Coen sólo lo revisaron y pulieron. Se pueden encontrar huellas de los hermanos en algunas líneas de diálogo agudas y quizás en una segunda o tercera visión puedan encontrarse otros rastros, como si de una excavación arqueológica se tratara, pero Puente de espías es una típica película de Spielberg de principio a fin. La historia está basada en un hecho real y se puede dividir en dos partes claras. Al principio amaga con ser una película de juicio y después pega un volantazo y entra de lleno en el género de espías. James Donovan (Tom Hanks) es un abogado especialista en seguros al que Spielberg presenta es una escena extraordinaria como un experto en esgrima verbal: Donovan es nuestro héroe y ese es su poder. Los jefes del estudio donde trabaja le encargan un caso atípico: tiene que defender a Rudolf Abel (Mark Rylance, a quien le pongo fichas para el Oscar), un espía ruso. La defensa es una cuestión formal como para hacer honor al carácter democrático norteamericano, pero lo cierto es que en plena Guerra Fría un espía ruso es el peor de los criminales y hasta el juez que lo va a juzgar sabe de antemano que no queda otra que condenarlo. Pero Donovan se toma su tarea en serio y está decidido a defenderlo de verdad, aunque se transforme él mismo en un enemigo de la sociedad y su propia familia sufra las consecuencias. En su novela El impostor, Javier Cercas define al héroe como alguien que dice no cuando todos dicen sí y esa acepción es la primera que me vino a la mente al ver el devenir de Donovan. Nuestro héroe le dice que no al juez, a su mujer, a sus jefes, incluso a su defendido, para seguir su camino, su misión. Pero después el héroe entra en su aventura: se va del mundo corriente y entra a una región de maravillas sobrenaturales. La cita es de Joseph Campbell, célebre mitólogo que famosamente definió al héroe, y en este caso la región de maravillas sobrenaturales es la Berlín partida en dos por el muro, que es espejo del mundo partido en dos, y las “fuerzas fabulosas” a las que se enfrenta no son otras que las de los dos gobiernos o regímenes. Ahí empieza la segunda parte de la película, en la que Donovan tiene que negociar con espías orientales el intercambio de prisioneros. Tal vez por lo apasionante de la primera parte, esta segunda palidece un poco en comparación. Está lejos de ser mala o regular o incluso estándar: Spielberg es un genio que maneja el relato como pocos, Donovan es un personaje extraordinario y hay dos o tres escenas de esas que es imposible encontrar en otras películas. Pero pienso en Argo, por ejemplo, y a este capítulo de espías le falta un poco de la tensión que podria haber tenido y de la que Spielberg es tan capaz. Creo que Puente de espías sufre de lo mismo que sufría otra película de guerra (no fría): Nacido para matar, de Stanley Kubrick, con esa primera parte ultraintensa y una segunda más convencional. Más allá de esta pequeña salvedad, que de todas maneras no empaña una narración que avanza con seguridad y parsimonia, Puente de espías es una película fascinante y perfecta acerca del heroísmo, la patria y los efectos que los gobiernos, como Dioses griegos, ejercen sobre los individuos.
La nuca de Marion Cotillard Los hermanos Dardenne vuelven a retratar a la clase trabajadora con cámara en mano, pero esta vez en una historia con aires de thriller. Los hermanos Dardenne no inventaron esto pero transformaron el recurso en su marca personal: su cine es un cine de nucas. La cámara en mano sigue a los personajes, que invariablemente caminan y hablan, hablan y caminan. Generalmente son mujeres o niños, siempre frágiles, pero con los años su cine se volvió más luminoso, sin perder la melancolía. Su película que más me impresionó sigue siendo Rosetta, la primera que ví y la que los lanzó al mundo con la Palma de Oro en Cannes ‘99. Sin dudas fue por la novedad y la rigurosidad de una película que funcionaba como un mazazo. Pero los Dardenne se fueron complejizando con el correr de las películas sin abandonar nunca su poética y llegaron, creo yo, a una síntesis con Dos días, una noche. Al cine de nucas, de personajes frágiles y diálogos realistas en apariencia sencillos y vulgares, se lo carga con una historia mucho más redonda que en otros casos, que tiene una progresión dramática más definida y que funciona casi como un thriller. Algunos incluso la compararon con A la hora señalada o Doce hombres en pugna. ¿Los Dardenne haciendo cine de género? No, tanto no. Pero en Dos días, una noche hay un personaje que tiene un objetivo claro y un tiempo breve para cumplirlo (adivinaron: dos días y una noche, un fin de semana). Se trata de Sandra (increíble Marion Cotillard, nominada al Oscar por este papel), una mujer que después de una licencia por enfermedad es despedida de la fábrica donde trabaja. Su jefe les propuso a sus compañeros la posibilidad de echar a Sandra y que cada uno cobre un plus de mil euros por hacer el trabajo que ella hacía. Hubo una votación: sólo dos votaron a favor de que Sandra conserve su trabajo y los otros 14 optaron por el plus de mil euros. Ese viernes Sandra convence a su jefe de que vuelvan a hacer la votación el lunes, y el fin de semana recorrerá la casa de cada uno de sus compañeros para convencerlos de que voten por ella y renuncien a los mil euros extra. En un principio, la premisa parece un poco tirada de los pelos y uno adivina que la cosa puede ir para el lado de películas del estilo de Recursos humanos o El empleo del tiempo: una mirada crítica al mundo de las relaciones laborales. Pero claro, con un punto de partida bastante sesgado y artificial. Quiero decir: no es muy común que un jefe haga elegir a los empleados entre un aumento de sueldo o un compañero. Pero los hermanos Dardenne no son ningunos tontos y la película usa ese argumento apenas como anzuelo para darle a Sandra un propósito y a la película una tensión. La crítica está implícita -como en todas sus películas, siempre pobladas por personajes de la clase trabajadora- pero el conflicto tiene escala humana: al final los temas son el individualismo y la solidaridad más en el sentido amplio que en el contexto de una fábrica y de relaciones laborales. Pasaron casi quince años de aquel verano en que ví Rosetta en una sala del Abasto. Cinco películas después, los Dardenne mantienen la coherencia de una forma asombrosa y, si bien ya no sorprenden ni son tan contundentes, sus películas son más complejas, más ambiciosas y, en el caso de esta última, más amigable.
Mucho porro y poca chispa Proyecto Ultra tiene un cast extraordinario y una historia atractiva, pero su director no logra construir una película a la altura de sus ambiciones. Uno de los grandes estrenos de este año fue Kingsman: El servicio secreto, una película que podría resumirse como “James Bond en versión comedia”, cuyas virtudes pasan, sencillamente, por estar repleta de ideas visuales que logran el objetivo constante de asombrar. Proyecto Ultra participa de esa especie de subgénero de comedia de espías, con el plus de un cast extraordinario, pero carece por completo de ideas que rellenen esa estructura. Claro: Nima Nourizadeh no es Matthew Vaughn. Hace tres años se estrenó Proyecto X, la primera película del inglés Nourizadeh. Igual que ocurre con Proyecto Ultra, esa ópera prima tenía ecos de otras películas pero carecía de ideas, con el agravante de que echaba mano al recurso del found footage. Como se puede ver en su segunda película, ese recurso ocultaba la incapacidad de Nourizadeh para llevar adelante un relato con chispa y sin trucos. Pero vamos a Proyecto Ultra. Mike Howell (Jesse Eisenberg) es un fumón fracasado y con problemas psiquiátricos que vive con su novia Phoebe Larson (Kristen Stewart), pero en realidad es producto de un experimento de la CIA: él no lo sabe, pero fue programado para matar. El agente Adrian Yates (Topher Grace) decide acabar con el experimento, es decir, asesinarlo, pero su rival Victoria Lasseter (Connie Britton) quiere impedirlo. Para eso, “activa” a Mike, que sin saber por qué de pronto es capaz de pelear y manejar armas y descubre que su novia no es sólo su novia: también es una agente asignada para vigilarlo. Además de Grace y Britton andan por ahí Walton Goggins, John Leguizamo, Bill Pullman y Tony Hale, un verdadero seleccionado de actores que no sólo son excelentes sino que además portan esa característica un poco difusa pero incuestionable que es la de ser cool. Es que Proyecto Ultra tiene pretensiones de cool, como otras películas de las que bebe Nourizadeh: es el caso de la propia Kingsman y de Supercool, modelo principal de Proyecto X. Pero, a diferencia de ellas, no lo es. Es que para eso no alcanza con diagramar un guión de modelo cool sentado en una mesa, hay que tener talento o, al menos, sensibilidad y gusto para construir el relato con escenas atractivas y diferentes. El desaprovechamiento de tipos como Tony Hale -Buster en Arrested Development y Gary en Veep- o Walton Goggins -Shane en The Shield y Boyd Crowder en Justified- es apenas uno de los problemas que tiene Proyecto Ultra, quizás el más molesto y notorio, pero que son producto del problema principal: la falta de ideas y la confianza excesiva en los elementos sueltos, en el esqueleto. Basta compararla con Kingsman o incluso con El agente de C.I.P.O.L., que si bien no es estrictamente una comedia, tiene un tono juguetón que la hace sexy e irresistible. Proyecto Ultra, al lado de ellas, es convencional y anodina. Hay que decir, para ser honestos, que no todo está tan mal: Proyecto Ultra es una película decente, con una historia atractiva, ritmo firme y alguna que otra escena sugerente. Además está Kristen Stewart. Pero es imposible no verla añorando lo que no fue, percibiendo que la ambición de Nourizadeh no quedó plasmada en la película. Este director inglés de ascendencia iraní proviene del mundo de los videoclips -trabajó con Franz Ferdinand, Hot Chip y Lily Allen, por ejemplo- y tiene un problema: conserva de ese mundo la pretensión cool pero no las herramientas para consumarla.
Perdiendo el equilibrio ‘En la cuerda floja’ es un paso en falso de Zemeckis, que no logra transmitir la tensión dramática de una historia fascinante. Sobre En la cuerda floja van a leer y escuchar elogios al trabajo visual del 3D y esto es rigurosamente cierto: pocas películas en los últimos tiempos han usado el 3D en forma tan eficaz. Pero también es cierto que esa es su única virtud y que aparece en pocos momentos de la película, sobre todo al final. Y para una película de poco más de dos horas, tiene sabor a poco. La historia es fascinante -y verídica- pero tiene algunas complejidades para ser trasladada a la pantalla grande. Philippe Petit es un artista callejero y equilibrista francés que un día de 1974 se obsesiona con extender una cuerda sobre las recién construidas Torres Gemelas y cruzarlas haciendo equilibrio. Para eso junta a un grupo de ayudantes con los que se infiltra en los edificios todavía en obra, y prepara el escenario para su acto, su “golpe”, como él lo llama. El propio Petit cuenta la historia en Man on Wire, un documental dirigido por James Marsh (el de La teoría del todo) que ganó el Oscar en 2009. Esa película es extraordinaria por varias cosas, pero sobre todo por la elocuencia de Petit, que narra los hechos con gracia y seguridad. Marsh le pone dramatizaciones, fotos y otros testimonios, pero el corazón de la película es Petit. En la cuerda floja está lejos de la tensión dramática y de la sorpresa que transmite Man on Wire. La relación me hizo recordar a la de La secretaria de Hitler y La caída. El documental de André Heller y Othmar Schmiderer tenía como único elemento el relato escalofriante y cadencioso de Traudl Junge, la secretaria del Führer que sólo con sus palabras pinta el ambiente de los últimos días en el búnker nazi. La caída, más allá de la excepcional composición de Bruno Ganz, no alcanza ni de casualidad a empardar el tono y el ritmo del documental. Hay una diferencia, que se repite en la dupla Man on Wire-Sobre la cuerda floja, entre el relato narrado por su protagonista -con todo el efecto de realidad que eso conlleva- y el relato “dramatizado”. Lo que sí tiene En la cuerda floja, para asemejarse un poco a su compañera documental, es una narración en off a cargo del Petit ficcional que es Joseph Gordon-Levitt. El problema es que Gordon-Levitt hablando con acento francés parece Pepe Le Pew y aunque muestra cierta agilidad y ligereza de movimientos, da toda la sensación de que se sacrificó eficacia en favor de parecido físico. Los hechos son parecidos. La historia se asemeja a la del robo a un banco, los distintos engranajes del plan se van ensamblando y cada personaje secundario cumple su rol. Pero, curiosamente, es la película de ficción la que no aprovecha las ventajas que le da la naturaleza de la historia. Ningún secundario es atractivo -se lleva el premio al personaje insulso y sin sentido la pobre Charlotte Le Bon, interés romántico de Gordon-Levitt- y el encanto de la aventura no se ve reflejado por la narración. Por eso es una lástima que sean tan breves las escenas que sí se destacan y con las que Robert Zemeckis claramente se siente cómodo: las que aprovechan el 3D para transmitirnos las alturas que desafía Petit. Sacando una escena breve cerca del comienzo, en la que lo vemos al equilibrista practicando a un metro del suelo entre dos árboles y que nos hace ilusionar con que toda la película sea así, lo bueno llega al final, cuando Petit realiza su acto. La última escena es sutil y emotiva, pero no hace más que poner en relieve (en 3D) la película que no fue. A veces una historia es tan apasionante que cualquier agregado la arruina. Podemos ser benévolos y pensar que eso ocurrió, o quizás que Zemeckis dio un paso en falso y fue incapaz de transmitirnos la pasión de ese francés loco y hermoso.
Hace varios años ya que Woody Allen parece estar gagá y sus películas piden a gritos no ser tomadas en serio. Pero cada tanto mete un pleno y nos desorienta. A la bochornosa seguidilla de Que la cosa funcione, Conocerás al hombre de tus sueños, Medianoche en París y A Roma con amor le siguió la excelente Blue Jasmine y nuestra expectativa se renueva. El tipo tiene 79 años y dirigió 45 películas, todos hemos visto casi todas y ya le conocemos los yeites, las obsesiones, el ritmo de los diálogos, el estilo de los chistes. Para bien o para mal: este es Woody Allen, no va a dirigir una película en Marte o en el Lejano Oeste. Pero el argumento de Hombre irracional parece la parodia de una película de Woody Allen. Un profesor de filosofía alcohólico y depresivo que no le encuentra sentido a la vida (Joaquin Phoenix, insoportable) empieza a dar clases en una universidad de Nueva Inglaterra y una alumna optimista, inocente, joven y bella (Emma Stone) se enamora de él. Hay por ahí una colega madura que también se lo quiere coger (Parker Posey, desaprovechadísima) y está el novio de Stone (el inglés Jamie Blackley) que atraviesa la película como bola sin manija, en busca de un autor. Pero el nudo argumental emparenta a Hombre irracional, al menos superficialmente, con Crímenes y pecados y Match Point: hay un crimen. En Crímenes y pecados había una constelación de personajes que se conectaban formando una trama compleja. Se podía percibir al Dios-Allen moviendo los hilos de sus criaturas con una inteligencia suprema y una precisión insuperable de manera tal de hacer avanzar la historia y llegar a ese final amargo y cínico. En Hombre irracional, en cambio, hay sólo cuatro personajes principales y la historia avanza con una voz en off que explica lo que les pasa con frases de sobrecito de azúcar atribuidas a Kant y Kierkegaard. Me pregunto si ahora juzgo con cinismo las mismas cosas que a los 20 años me gustaban del cine de Woody Allen, pero recuerdo la célebre cita de Groucho y Freud al final de Annie Hall (“No pertenecería a un club que me aceptara como socio”) y su twist (“Es la broma clave de mi vida adulta en términos de mi relación con las mujeres”) y no puedo menos que lamentarme por esa palabrería barata seudofilosófica de películas como Hombre irracional. Antes Allen era sencillo y sabio, ahora se volvió bruto y pedante. Parece cansado, en piloto automático, como si escribiera cada escena de un tirón, sin darle una vuelta de tuerca ni una relectura, como si estuviera apurado por sacársela de encima, filmarla, estrenarla y ponerse con otra. Ahora está filmando su película número 46 y también cerró un acuerdo con Amazon para hacer una serie de 13 capítulos, toda una novedad. Viendo Hombre irracional parece imposible que algo bueno salga de todo eso, pero quién sabe. Puede que Woody Allen nos sorprenda otra vez. Ojalá.
Pura cháchara ‘Misión rescate’ cuenta una historia fascinante que se pierde en el palabrerío científico. No leí la novela en la que está basada Misión rescate, pero googleando un poco creo entender que en el texto del debutante Andy Weir ya están las virtudes y los defectos que se pueden ver en la película de Ridley Scott, aunque tal vez por la naturaleza del lenguaje cinematográfico en la película los defectos sean más notorios y molestos. Weir es un programador de computadoras, hijo de un físico y de una ingeniera eléctrica, fanático de Isaac Asimov y Arthur C. Clarke, aficionado a escribir historias de ciencia ficción. Varias editoriales le rechazaron el manuscrito original de The Martian, entonces lo publicó serializado en su blog. Después lo subió en formato ebook a Amazon por 99 centavos de dólar y llegó al primer puesto. Recién ahí las editoriales le llevaron el apunte y fue Crown la que se lo publicó en 2013 al mismo tiempo que la Fox compraba los derechos. La historia es fascinante y esa es su mayor virtud, que refleja muy bien la película de Scott. El Ares 3 está en una misión a Marte y una tormenta de viento y polvo obliga a evacuar. El botánico e ingeniero mecánico Mark Watney (Matt Damon) es abandonado por sus compañeros, que lo creen muerto. Pero Watney tiene apenas una herida superficial, y cuando despierta se encuentra solo en Marte, apenas protegido por la base que tiene oxígeno y comida para unos pocos días. Watney no puede comunicarse ni con sus compañeros ni con la Tierra y sabe que, aún si de alguna manera se enteran de que está vivo, una misión de rescate tardaría al menos cuatro años. Aparentemente la novela de Weir tiene mucha investigación encima y cada hecho y situación es no sólo verosímil sino correcta desde el punto de vista científico. El libro incluso abre con un mapa real de Marte y habría que leerla para ver hasta qué punto la jerga y la data eclipsan a la literatura, o si se trata de una moderna Moby Dick. En la película esta tensión se siente y por momentos sale derrotada. A diferencia de la película anterior de Scott, la confusa Prometeo, y también alejándose de la solemnidad pretenciosa de la otra gran película del espacio de los últimos tiempos, Interestelar, Misión rescate se propone como una fábula más llana y cordial. En realidad la película a la que se parece -y con la que pierde por goleada- es Gravedad: no hay mitología, no hay vueltas de tuerca, simplemente una historia apasionante que empieza, avanza y termina. Pero Scott y el guionista Drew Goddard -a quien queremos mucho por haber sido productor de Lost, director de La cabaña del terror y guionista de Guerra mundial Z- no se animaron a despojarse de todo el chamuyo científico de Andy Weir que sólo les importa a cuatro gordos con granos y así la película tropieza en más de una ocasión con diálogos demasiado explicativos que, para colmo, después son repetidos simplificados para mayor comprensión del público. Esto incluye, por ejemplo, que cada vez que los personajes chatean, dicen en voz alta lo que están escribiendo: escenas que resultan, al menos, ridículas. Después del estreno de Gravedad, el astrofísico Neil deGrasse Tyson “denunció” todas las inexactitudes científicas de la película. El director Alfonso Cuarón dijo que le parecían irrelevantes. Hacia el final de Misión rescate, hay una escena que parece calcada de Gravedad. No es casualidad que sea la mejor escena de la película, porque debajo de toda esa cháchara erudita está el drama potente de una historia buenísima protagonizada por un personaje vital y bien delineado que no necesitaba verdad sino verosimilitud.
Terror en internet ‘Eliminar amigo’ podría haber sido moderna y original si no se hubiera enamorado del truco de mostrar sólo la pantalla de una notebook. Ya pasaron quince años largos del estreno de El proyecto Blair Witch, la primera película importante en utilizar el recurso del found footage. Aunque se pueden señalar precursoras -la más reconocida es la italiana Holocausto caníbal, de Ruggero Deodato-, fue aquella película de fines del siglo pasado la que vino a sacudir un poco el género del terror con la idea ingeniosa de simular que lo que estamos viendo es un video casero encontrado por alguien. En estas películas no hay música -y si la hay es diegética, o sea, música que ponen los protagonistas-, simulan no tener montaje -pero obviamente sí lo tienen, aunque bastante sencillo-, siempre hay cámara en mano y los encuadres son simuladamente descuidados y desprolijos. Tienen dos objetivos, uno noble y otro no tanto. El noble: generar un efecto de realidad que asuste más, como cuando te contaban una historia de terror en un campamento como si fuera real; el no tan noble: exhibir el ingenio del realizador, que se encuentra ante el desafío de contar una historia, de desarrollar personajes, de crear climas, sin muchas de las herramientas del cine tradicional. Lo primero está bien, lo segundo es como obligar a Roger Federer a que juegue al tenis con las manos esposadas: puede que nos sorprenda con su habilidad para devolver unas cuantas bolas aún con esa dificultad impuesta, pero sería una habilidad más circense que deportiva. Y también, digamoslo, hay pocos cineastas que se puedan comparar a Federer. Desde ya, ninguno incursionó en el found footage. Pero Eliminar amigo va un poco más allá en la idea del found footage. Toda la película está narrada desde el escritorio de la notebook de uno de los personajes, que no casualmente se llama Blair (Shelley Hennig). La vemos chatear, googlear, usar Skype -así le vemos la cara, a ella y a los demás protagonistas-, entrar a YouTube, clickear en algún .mp3 -música diegética- y demás. Pero esto que podría parecer una vuelta de tuerca innecesaria al ya innecesario yeite del found footage -Federer está con las manos esposadas y la raqueta es de yeso y pesa un kilo-, tiene cierta justificación en el argumento. Se cumple el primer aniversario de la muerte de Laura (Heather Sossaman), que se suicidó víctima del bullying virtual. Durante una sesión de Skype entre Blair, su novio y tres amigos, llega un mensaje de Facebook desde la cuenta de Laura. ¿Alguien la hackeó o es la amiga muerta que vuelve para vengarse de sus victimarios? ¿Cómo contar una historia en donde los acontecimientos son likes de Facebook o comentarios en fotos de Instagram? La historia de Eliminar amigo ocurre en la internet de la misma manera que una película de Woody Allen ocurre en Nueva York y Star Wars en una galaxia muy muy lejana, y por lo tanto el artilugio no es antojadizo. Pero claro, Federer sigue teniendo las manos atadas -y el georgiano Leo Gabriadze tampoco es Federer- y aunque Eliminar amigo logra mantener el interés y la tensión con recursos mínimos durante sus 83 minutos, deja la sensación de que el techo para este tipo de películas es bajo. Por más justificación que haya en este caso, sigue habiendo escenas forzadas y la verosimilitud está colgada de un pincel. En suma: le caben las generales de la ley. Quizás si Gabriadze, su guionista Nelson Greaves y el productor Timur Bekmambetov no se hubieran enamorado del truquito, si le hubieran dado un lugar preponderante al mundo virtual pero no exclusivo, quizás si no se hubieran esposado las manos voluntariamente, estaríamos ante una pelicula moderna y original. Lo que hay es apenas interesante y un poco tonto.