“No hay nada menos propio que el nombre propio”, reflexiona Amado (Hugo Arana). Y probablemente esto sea muy cierto en el caso de Delicia (2017). Porque, ¿qué tienen que ver los nombres Amado y Felisa con estos dos personajes solitarios y protagonistas de la historia? Si se llaman así, ¿por qué están solos? Con esto pareciera jugar con leve torpeza la película. Felisa, interpretada por Beatriz Spelzini, llega a un pueblo de Argentina para ocupar un puesto de enfermera. Allí, el director del hospital le encontrará un sitio donde vivir. Amado posee dos casas colindantes: una ocupada por él y la otra, deshabitada. A cambio del alojamiento, le pedirá ayuda en las tareas de su casa. Felisa acepta y al presentarse ante él, descubrirá que Amado es ciego. La película parece carecer de rumbo por los fundidos a negro tan reiterativos. Sin embargo, la soledad trazada por el guión de María Laura Gargarella con ambos personajes y entre quehaceres en silencio, distracciones de música taciturna y espaciados diálogos, enriquece ciertas escenas. Hay gestos en el rostro de Beatriz Spelzini que recuerdan a la Meryl Streep de Los Puentes de Madison (The Bridges of Madison County, 1995). Se suele decir que las comparaciones son odiosas, pero cierta mirada, cierto jugueteo de insatisfacción con los labios, al comienzo de la película, hacen recordar que ambos conflictos entre soledad y confort espejean por momentos. Hay un encanto en los encuentros nocturnos entre Felisa y Amado. El silencio donde los cuerpos saben de la presencia del otro es una complicidad que Spelzini y Arana manejan con atino. Si bien Arana no deja mucha marca con su interpretación de la ceguera, mitificada por cómo interactúan los demás pueblerinos con él, la química entre ambos actores principales tienta la constancia de la mirada por saber qué ocurrirá. Donde se enreda el guión es en el melodrama de la hija y el nieto de Amado. Abusa de la casualidad de ciertos encuentros para mantener en movimiento la trama. La actuación de Marina Glezer pasa desapercibida en contraste con la presencia de Spelzini, pero cumple su cometido como el resto del elenco. Y lo que nos regalan Gargarella y Mangone es un final sencillo como este amor a oscuras y de risas cómplices donde lo que vale es la mirada de Spelzini. Un final así deja con ganas de algo más, al mismo tiempo que le da perspectiva a la intimidad del filme.
Mm ba ba de Um bum ba de Um bu bu bum da de La presión empujándome hacia abajo Presionándote como ningún hombre lo pidió Bajo la presión que derrumba un edificio Que separa a una familia La que echa la gente a la calle” “Al final, todos estamos buscando lo mismo”, dice ella en la conversación en un bar berlinés. “Los talentos están sobrevalorados”, dice esta mujer altamente talentosa en las artes de ataque y defensa, y de moda también. Lo que dice y su manera de atacar a sus contrincantes, puestos en contexto con el estilo de la película, hablan de una suerte de heroína. ¿Habría que ver en la violencia despiadada que retrata el filme una manera de sobrevivir en un mundo de engañados y engañosos donde ella no encaja? Es el terror de saber De qué trata este mundo De ver a algunos amigos Gritando <<Déjennos salir>> El rezo de mañana me eleva La presión sobre la gente, la gente en la calle ¿De qué trata ésta que algunos llaman la John Wick (2014) versión femenina? Charlize Theron interpreta a una agente entaconada de la CIA e interrogada por una misión en Berlín para recuperar el cadáver de su ex novio. La película se sitúa en los días previos a la caída del muro, aunque de entrada se empeña en no importarle esa parte de la historia. La caída del muro es una excusa para darle contexto a la trama. Es una excusa como lo es también cuando se mete en el cine para confundir a quienes la persiguen porque, lo sabemos, ¿qué mejor sitio para escondernos de la realidad que una sala de cine? Acaso cada excusa esconde algo más profundo de lo que se evade. Okey Pierdo el tiempo – golpea mi cerebro por el piso Estos son los días donde nunca llueve pero todo se empapa La emoción de la película viene brindada por las escenas de persecución en auto y la relación entre Lorraine y Delphine. La química entre ellas, más allá de la atracción física latente, entrama una complicidad que se convierte en el centro de la película. Entre matices de rojo y lluvia para retratar su relación, se dicen palabras delatoras de su enmascaramiento como agentes. “Cuando dices la verdad, tu mirada cambia”, le precisa Delphine a Lorraine. “Gracias por decírmelo para no volver a hacerlo”, responde. En este mundo de engañados luchando por desengañarse, ellas parecieran las más claras o quienes luchan por más claridad. Al final, si bien la película cae en la facilidad de los sueños como disparadores para mantener la trama en movimiento, el centro es Charlize Theron. Desde su rostro gélido en apariencia hasta sus tacones rojos, desde el ingenio del personaje para atajar las impertinencias de sus interrogadores hasta la atención en el vestuario negro y blanco que entalla su figura esbelta, no importa que no sea su mejor actuación. Dejemos el afán comparativo para otro momento. Su presencia tan sugerente y ciertas miradas hacia Delphine la convierten en una heroína con estilo, éste mismo que la película tiene con la edición tan enérgica de Elísabet Ronaldsdóttir y la fotografía de Jonathan Sela que emula la novela gráfica The Coldest City en la que se basa. Puede que todos busquemos lo mismo sin que siquiera lo sepamos, a fin de cuentas. Lorraine parece saberlo o eso delata su sonrisa. Como el eco de la voz de Freddie Mercury en la canción “Under Pressure”, este eco perdido que pide darnos a nosotros mismos más oportunidades y “por qué no podemos darnos amor darnos amor darnos amor”, secretamente Lorraine lucha sólo por su propia causa aunque sólo a veces dependa de los golpes para ello.
Si la educación está vinculada al poder, acaso lo que queda es el humor para desestabilizar las posibilidades hegemónicas en cada proceso educativo. O esto parece plantear La Maestra (Ucitelka, 2016). El filme retrata el conflicto en una escuela en Checoslovaquia, durante 1983, donde María Drazdechova (Zuzana Mauréry), una nueva maestra, supedita la educación a favores que le hacen los padres de los alumnos. Poco a poco, esta actitud de imponer colaboraciones a costas de educar genera desgaste en los padres y humillaciones directas por parte de la maestra a sus alumnos. Lo curioso de la película es que, a través de la música compuesta por Michal Novinski y de algunas actuaciones, caricaturiza con ciertos matices la situación manipuladora para generar risas detrás de la grave actitud de la maestra. Así, se genera cierto suspenso tras la decisión de cada personaje y seguimos con atención la trama narrada en saltos temporales entre una reunión de la directora del colegio con los padres para hablar sobre el asunto, las clases con la maestra y la dinámica familiar de tres alumnos. La gravedad de una de las acciones de María ponen a prueba la complicidad entre estos tres alumnos. Sabemos, o creemos saber, que la educación no se trata nada más de una lección bien aprendida. Ni siquiera depende nada más de la relación entre la maestra con el alumno. También tiene su efecto la relación de los alumnos como conjunto. Y es aquí donde la complicidad, no precisamente entre el Partido Comunista y la maestra, sino entre los tres alumnos, mueve la película al terreno del drama. Si el peinado encopetado y el vestuario de María Drazdechova remarcan sus costumbres anticuadas, la actuación de Zuzana Mauréry enriquece el personaje a ratos cuando no lo envilece con su gestualidad exagerada. Hay momentos donde ella hace creer a los padres de su soledad indefensa, en vez de burlarse con su actuación de una maestra así de abusiva. Al final, cabe la pregunta de si la formación de una persona depende de los favores de quienes la rodean, de la constancia con la que responde a su motivación, o de una conjugación de ambas. La película opta por matizar la posible respuesta con humor negro que, si bien aligera la seriedad, aplanan las decisiones en las que se ven (so)metidos los personajes.
“Sólo come y disfruta el silencio”, le dice un compañero de prisión a Ozzy. La comida podría ser también, además de alimento, una suerte de complicidad que desata afinidades. ¿Acaso anhelamos la libertad o sólo una impresión aparente de ella? Ozzy: Rápido y Peludo (2016) trata de la familia Flyn que tiene un perro de raza Beagle llamado Ozzy. La familia se va de viaje y se ven obligados a dejarlo en un aparente hotel con todos los lujos, sin sospechar que el dueño en realidad maltrata a las mascotas que son hospedadas ahí. Surge así, más que el deseo y el plan de escape ideado por el compañero de celda de Ozzy, una muy buena relación canina. Aunque la película acentúa el valor de la amistad como factor cómplice, fracasa en parte porque ubica su resolución en un discurso contradictorio de Ozzy: la libertad está evocada por los collares como objetos de liberación. Acaso sea cierto que el vínculo entre la mascota y su dueño sea una complicidad similar a la que se entrama entre los perros en la prisión. Los collares también evocan la historia de cada mascota y la manera como es humanizada la fidelidad de los animales a través de sus nombres y los objetos con los que los rodeamos. Los amantes de los perros posiblemente vean que ciertas razas caninas están retratadas según las relaciones que se entablan a lo largo del filme. Así, el jefe de la prisión es un macilento San Bernardo al que le cae mucha baba del hocico. Y el compañero de celda de Ozzy es un simpático teckel, comúnmente llamado perro salchicha. La película se afianza en ello, si bien la animación no permite explorarlo del todo. De todas maneras, la ingenuidad de algunos chistes y los detalles de la animación también retrasan el ritmo del filme. Los matices asomados por las relaciones caninas se pierden porque los chistes consisten más en torpezas de los personajes. Y la animación delata el artificio técnico. La animación computarizada en esta película carece de la atención al detalle de los objetos y personajes trabajados. Probablemente sea en el detalle de la comida donde resida la agudeza del guión. También la mamá fracasa en prepararles tostadas, y no quemadas, a su familia. Como si en esta torpeza de la comida o el comentario que le hacen a Ozzy en la prisión se descubriera que las mascotas buscan las maneras de aliviar las tensiones familiares.
“¿Usted cree que todo es fácil? Nada es fácil”, le dice Moacir en un punto de la película a Tomás Lipgot. Podría plantearse que todo germen creativo proviene de la dificultad. O esto asoma en Moacir III: trilogía de la libertad (2017). La tercera parte de esta trilogía sigue la vida creativa de Moacir dos Santos (no confundir con el jazzista Moacir Santos ni con el futbolista Moacir Rodrigues do Santos, aunque hay un guiño futbolístico en los créditos). Está situada después de que el cantautor saliera del hospital psiquiátrico Borda y fuese descubierto como el cantante de profunda voz que ya habíamos escuchado en el largometraje Moacir (2012), también de Lipgot. Este nuevo documental retrata la vida de Moacir entre conversaciones grabadas e incisos musicales que éste interpreta y actúa. Se puede decir que Moacir mismo co-dirige junto con Lipgot la película con sus propuestas de cómo llevar a cabo tales incisos. Éstos están interpretados por el cantante como una suerte de personajes simbólicos dentro del personaje que hemos estado viendo; personajes en tanto propuestas teatrales que va llevando a cabo Moacir. Por un lado, tales idas y venidas entre conversaciones e incisos que muestra la película entorpecen el ritmo de la misma. De a ratos, el filme pareciera existir para poner en escena las fantasías creativas del dúo creativo Lipgot y Moacir. Por otro, le dan gracia a cada puesta teatral porque de esa manera el espectador sabe de dónde proviene cada resultado. Mentira no es que los procesos creativos dan muchas vueltas antes de concretarse, pero también es cierto que, en este caso particular, a ratos se pierde el hilo conductor por el beneficio de estas fantasías donde la música tiene la mayor vitalidad. La voz de Moacir y cada microhistoria se imponen por encima del aparente propósito del documental. En este sentido, lo que termina resonando más es la manera cómo se plantea que la libertad se la forja cada uno en pos de un riesgo y de una necesidad que siempre, sea una profesión o una vocación, es creativa. Basta escuchar las canciones para darnos cuenta, a través de su voz y las letras, una vitalidad que compensa la soledad del desamor.
¿Acaso Dios sea ruso? Esto parece plantear Paraíso (Rai, 2016), la última película de AndreiAndrei Konchalovsky, desde una perspectiva sosegada de la Segunda Guerra Mundial. Tres personajes narran su punto de vista del estallido vivido entre los años bélicos. “Me odio cuando temo”. Así se confiesa Olga (Yuliya Vysotkaya) en este plano medio fijo que, entre una fotografía de grises pálidos, nos va mostrando su desesperación. Olga, aristócrata rusa perteneciente a la Resistencia Francesa, cuenta su sobrevivencia y sus vínculos con Jules, un colaborador francés, y con Helmut, un oficial de alto rango de la SS. De alguna manera, ella tienta a estos personajes, se enamoran cuando se cruzan en distintos momentos de su vida. Ahora, el verdadero pivote de Olga -y, en realidad, de la película-, es el cuestionamiento de la propia identidad nacionalista de ellos tres. A través del filme, que se desencaja e interrumpe las narraciones, Konchalovsky golpea con frecuencia el discurso de las tres voces. ¿Desde dónde narran? La fotografía rigidiza sus gestos. Pareciera que hablan desde una cárcel. Visten ropas de tonos claros. Se confiesan, se cuestionan. ¿La cárcel del alma? Está la sugerencia evidente de que hablan desde el paraíso. Si es así, no es el paraíso engañoso del superhombre que pretende ser Helmut, sino desde la mujer religiosa que es Olga. “¿Quién le escribe a una mujer que no responde?”. El filme -ganador del León de Plata a Mejor Director en la edición del año pasado en Venecia y Mejor Guión en el Festival de Mar del Plata-, es una carta a tres voces, más que sobre la guerra, sobre la identidad. Se podría pensar que hay una predilección a la visión rusa porque santifica a Olga, una suerte de ángel que entrama vínculos a través del sufrimiento que vive. Si la película falla, es más porque ésta subraya la inocencia de Olga y olvida los matices que había mostrado antes. Emigrar no despoja a los personajes de lo que fueron. Más bien reafirma lo que son ahora que hablan desde este limbo. Queda preguntarse, y no por relativizar, cuál país sale mejor parado si consideramos aquellos tiempos y éstos. La profundidad del alma rusa permanece plena en la película cuando Helmut menciona sus lecturas desesperadas y discusiones con sus camaradas, además de los intentos de Olga por salvar a los dos niños que rescató. Ahora, ¿nos salva la literatura o nuestras acciones? Es aquí donde el filme no opta por las medias tintas. La identidad se forma por las acciones y no sólo por las lecturas.
“Pa’ mí que cuando uno se muere, se muere (…) Yo me fijo en los animalitos y nosotros somos animales”, dice Timoteo justo cuando acaban de armar la carpa para una de las presentaciones del circo. ¿Acaso la muerte merodee, desde el comienzo, esta escena de la carpa que centra entre líneas rojas y amarillas a Timoteo mientras surca por los cielos un pajarito casi sin que lo notemos? El documental procura responder la pregunta de si la dificultad de mantener el circo de Timoteo después de cuarenta años de existencia es un impedimento o un sencillo reto de la cotidianidad. Vemos la interacción entre sus integrantes, vemos cómo arman los fierros para cada uno de los espectáculos; todo esto visto desde la perspectiva de los detalles. No hay grandilocuencia en la narración, sino atención a lo que cantan y rezan los integrantes circenses. Cuando en la gira final presentada en el documental uno de los participantes canta en escena “Soy lo que soy” a medida que se va desnudando mientras los demás integrantes tararean la canción desde tras bastidores, estamos ante el reconocimiento de una trayectoria de vida. Si bien es cierto que la película tarda en tomar cuerpo por la narración en apariencia dispersa, al final hay un canto al oficio circense de este conjunto de hombres transformistas más allá de la posible ridiculez de hacerlo a la “avanzada edad” de algunos. Éste no es un documental para avalar su oficio, sino para reconocer lo celebrado en sus espectáculos. De a poco, entre risas, se va trazando el melodrama en el documental. En escena, uno de los participantes canta “Esa lágrima que brota en el fondo de mi corazón”, mientras Timoteo (René Valdés fuera de las tablas) reza a la virgen. Y en esta escena que alterna canto y rezo notamos como espectadores un quiebre en los chistes y recorridos vistos. Y así desembocamos, con cierto melodrama, al final lluvioso donde, entre silencios de los participantes y los ecos del show, descubrimos la inquietud que nos venía esbozando el documental a los espectadores. La salud va de la mano del arte. Lorena Giachino escamotea esta certeza cuando Timoteo gira incesantemente una botellita en sus manos se reúne con sus compañeros para hablar. El canto final de Timoteo del verso “El viento aquí se ha llevado un lamento de mi corazón” invita al sentido de que el arte, como el clima, expele los dolores del cuerpo.
¿No somos todos los seres humanos, en nuestras respectivas vidas, un poco obreros? Esto pareciera plantear la última película de Ken Loach que se estrenó esta semana en las carteleras argentinas. Somos obreros como Daniel Blake es un carpintero, no tanto del sistema, sino de lo que nos vamos labrando en vínculos entre los amores perdurables, las casualidades en la calle, los vecinos y los compañeros de trabajo. Yo, Daniel Blake (I, Daniel Blake, 2016) trata de las peripecias del personaje homónimo que da nombre al título de la película: Daniel Blake (Dave Johns); peripecias en el sentido homérico de la palabra: el anuncio de una enfermedad cardíaca por parte de la doctora de Daniel desencadena a la vez vínculos que fortalecen la camaradería entre vecinos y gente que consigue en el camino y su paulatino hastío del sistema inglés. En este sentido, el vínculo que más resuena es el que hace con Katie (Hayley Squires) a quien Daniel conoce mientras ambos esperan en el banco para ser atendidos. A ambos los sacan del banco alegando que “hicieron una escena” para que Katie pudiera ser atendida. Así empieza una amistad donde hablan de sus recuerdos mientras comen o comparten las labores hogareñas. Podría cuestionarse la película -ganadora de la Palma de Oro en Cannes 2016-, por caer en un sentimentalismo amilanado de que todo pasado fue mejor. Katie se ve envuelta en situaciones donde surge la duda de si son verosímiles con la trama, por ejemplo cuando roba unos artículos en el supermercado. Se puede entender su desesperación por el embrollo donde está metida sin necesidad de mostrar varias veces situaciones conflictivas. Esta misma sensación se genera cuando Daniel no vuelve a aparecer por un tramo de la película y Daisy (Briana Shann), la hija de Katie, va al apartamento de él y Daniel la recibe acobijado bajo una larga manta. Sin embargo, hay toques de humor a lo largo del filme que balancean el melodrama hasta llevar a la catarsis de la escena final. Esto permite pensar la posibilidad de que todo se está planteando como una realidad agridulce. Al final, Loach explora con atino las complejidades de cómo funciona la sociedad inglesa contemporánea, donde a las personas marginadas sí se les permite actuar, sólo que dentro de los intrincados parámetros del sistema.
¿Cuál es la diferencia entre afinidad y complicidad? El Hijo de Jean (Le fils de Jean, 2016) esboza un fino límite y, con éste, ahonda en las relaciones entre todos los personajes. El secreteo, las confesiones y los recuerdos forman un cúmulo aparente de bienestar en estas relaciones. El filme detalla tales relaciones con decisiones cotidianas como el té que se toma Pierre (Gabriel Arcand) todas las mañanas, el hecho de que Mathieu (Pierre Deladonchamps) y Angie (Marie-Thérèse Fortin) sean lectores de novelas detectivescas; y los diálogos que surgen en torno a tales decisiones como el reconocimiento de que, incluso en la adultez, seguimos siendo un poco adolescentes. Lioret aprovecha la circunstancia de que Mathieu quiera conocer a la familia de su difunto padre para explayarse en el comportamiento de cada uno de ellos y, sobre todo, lo que deja entrever el abandono de los padres en general. Con un sencillo comentario de Bettina (Cátherine de Lean), el guión le da perspectiva al abandono paterno sin que sean victimizadas las mujeres e hijos abandonados, sino una dureza a la que éstos se sobreponen, sólo a medias, con el paso del tiempo. El resto de la película podría pasar desapercibida porque se detiene poco en la composición de imágenes significativas para condensar lo que buscan los personajes. Si no ocurre así, es por la agudeza con la que éstos están escritos y por actuaciones que nunca desentonan. Al final, es en el vínculo literario donde Mathieu y Angie se encuentran como lectores de crímenes ajenos, y en ese mismo vínculo, Mathieu vive lo que podría describirse como una historia detectivesca que lo descubre más como un espectador.
Hay ausencias que resuenan en Primero Enero (2016) como estas sillas sin ocupar o estos marcos sin puerta. Así, entre silencios, se va enhebrando una despedida con los sitios de la infancia a través de una lista de rituales sencillos. Podría decirse que el filme de Mascambroni tiene una trama demasiado sencilla: el viaje de despedida a la casa de veraneo del padre. Sólo que, en este caso, la sencillez enriquece la capacidad evocadora de las imágenes. Y cuando hablo de imágenes, es en el sentido audiovisual en conjunto, no sólo de la fotografía de Nadir Medina. Basta recordar el canto al árbol al que le cantan padre e hijo luego de haberlo trasplantado recientemente; canto que permanece mientras el padre tala otro “viejo aburrido” en la escena posterior. Este sencillo gesto hace que resuene la infancia como un cúmulo formativo donde huimos del dolor porque ya sospechamos su fuerza demoledora. O esa misma intuición de Valentino de hablar con los árboles mientras ellos rumorean un canto desde sus copas que se tambalean con parsimonia. Ahora, la fuerza de la película está en la escena de la cima de la montaña. Porque con este plano de la silueta pequeña de ellos dos, padre e hijo, ante el cielo con pinceladas de nubes, está sugerida la llegada de ellos a otra etapa de sus vidas. Hablan de la venta de la casa, de la posibilidad del padre de vivir cerca del colegio donde estudia Valentino, mientras el cielo parece inamovible. Pareciera que lo único que cambia son las voces de ellos con su acento cordobés, pero la luz también va cambiando sutilmente. En esta levedad, entendemos que estamos ante una etapa otra que será dolorosa, sólo que ninguno de los personajes se amilana con el dolor, como si el meollo de la vida estuviera en bordearlo. Como si con esta lista de cosas por hacer no hubiera que sufrir más de la cuenta por lo que queda atrás. Hay otros detalles que casi pasan desapercibidos, pero no, están ahí visibles. El primero es la conversación sobre Odiseo. Inicialmente es una referencia sobre la película Troya (2004), que padre e hijo parecen haber visto juntos. Pero mientras más habla el padre sobre Odiseo, mejor entendemos que también está aludiendo a la Odisea en sí y el pasaje sobre las sirenas. Este aviso breve entre padre e hijo le brinda a la ‘amiguita’ de Valentino un dejo de sirena a fuerza de no poder ser Penélope. El segundo detalle es la música. Con una presencia muy acotada, la composición de Jorge Nazar y Gerónimo Piazza nos va recordando esas pinceladas de nubes. Las pocas notas sugieren tormentas posteriores o descubrimientos brevísimos. No hay actuaciones memorables, pero decir esto implica no entender que sí son actuaciones que nos compensan en el recorrido por la infancia de ambos personajes. Basta con lo que nos es sugerido con pinceladas breves. La película participará en la Competencia Internacional del Festival de Cine de Friburgo en Suiza a partir de este 1º de abril.