Por lo menos sesenta hachazos le da un hombre a un árbol en Rajasthan antes de tumbarlo al comienzo de esta coproducción entre Argentina e India. Ese conteo parecería una obsesión si descuidamos el hecho de que ya desde los créditos iniciales en negro, se escucha el efecto sonoro del hacha cortando el tronco. Y los montajistas Santiago Esteves y Camila Menéndez luego continúan narrando visualmente esta tala con apenas seis cortes. Los siete balidos fuera de campo de unos chivos circundantes avisan el ataque a esta naturaleza. Esta arbitraria repetición numérica resalta de forma triple los caprichos técnicos del hombre como individuo, primero cuando vemos a través de un plano medio al talador en la séptima toma. También entendamos aquí al hombre como parte de una comunidad consciente. Esta impresión la brinda el niño corriendo mientras ocurre la tala y las voces pueriles fuera de campo preguntándole “qué haces” y “de nada sirve decírselo”. A nivel narrativo veremos más adelante lo innecesario de esta actividad por la relación desproporcionada entre el esfuerzo del hombre y lo improductivo de esto para la naturaleza. “Obtendrías más dinero sembrando árboles que cortándolos”, le dice Shyam Sunder Paliwal a otro talador. Y la ausencia de mujeres en esa primera escena da cuenta de una contradicción con el título de la obra, con las mujeres que veremos caminando de espaldas a la imagen en la siguiente toma, con las dilatadas conversaciones posteriores y con el cuidado de los árboles defendido en Piplantri. Mientras la película progresa, el diseño sonoro acentúa la calidez de unos efectos también presentes en la primera escena: el canto de los pájaros. Así, la tala queda atrás y la calidez de las voces femeninas adquieren más presencia a modo de conversaciones prolongadas donde descubrimos entre ellas alianzas económicas, educativas y maternales. Para la obra, la palabra es un vehículo donde también los hombres promueven el cuidado del entorno y una desesperación acelerada como lo expresan los indios cuando ocurren injusticias. De esta manera no es casualidad que ambos realizadores se repartan labores claves para enhebrar lo significativo de la obra, no solo desde la dirección y el guion. En su séptima obra como directora de fotografía, Camila recurre a la ambigua vivacidad de ciertas tonalidades. Así, los blancos de la mina de mármol acompañan el ruido persistente de las excavaciones y de una forma similar las vestimentas con matices claros de algunos entrevistados le brindan una sensación de cambio a la siembra de árboles o la búsqueda por la igualdad de tener hijos e hijas. Y a medida que termina la obra, los fucsias, anaranjados y violetas aparecen con más recurrencia junto con los amarillos y rojos de los sari vestidos por Kala, Bhavari o Leela. Por su parte, los travellings aquí afianzan a los personajes comprometidos a tales cambios. Con estos movimientos frontales de cámara las hermanas también se acercan a comunidades de mujeres en llanto o a las desconsoladas porque sus suegros las cuestionan por parir más niñas. La variedad de los matices amarillos o rojos por ejemplo permiten que estos colores simbolicen alegrías, tristezas, amores o lutos más profundos que la tala en negro del comienzo. Al final, si tomamos en cuenta la procedencia argentina de los realizadores y parte del equipo técnico, no debemos entender como deslices ciertos movimientos abruptos de la cámara y mucho menos la aparente contradicción en dos escenas de música. La decisión de subtitular el canto final de los hombres mas no el de las mujeres y niñas sugiere de forma sutil que dentro del contexto de la obra, el canto femenino es un acto intraducible como el cantar de los pájaros, al menos para nuestra cultura hispanoamericana.
Por lo menos tres contradicciones técnicas hacen de El mundo entero (2020) una obra tan irregular como fascinante es su personaje central Francisco Piria (1847-1933). La película de Sebastián Martínez muestra las diversas perspectivas de este “empresario” a partir del balneario Piriápolis, su obra cumbre. Como si se tratara de un coleccionista mostrando sus logros en breves episodios, una réplica en miniatura de sus creaciones precede cada segmento. En este recorrido se pretende que la voz narradora del propio Martínez no sea omnisciente. Ella acompaña las imágenes junto con las voces de los entrevistados. Luego ya avanzada la película los conocedores aparecen en escena. Con estas voces más estudiadas se nos muestra quién era Piria. Su formación como alquimista, comerciante estrafalario, dueño de un periódico y escritor crea un caleidoscopio de tantas máscaras como nombres tenía*. La interrupción constante del material de archivo con imágenes actuales y las reflexiones de los historiadores nos invitan a dudar de estos conocimientos como documento único. Ejemplo de esta duda es presentar los hechos de forma no cronológica. A Martínez y la coguionista Valeria Groisman tampoco les basta con solo mostrar las excentricidades de Piria. Construyó un castillo, dos hoteles y un ferrocarril. Además tuvo una cantera que producía 120 mil adoquines al año y una bodega que proveía 360 mil litros de vino anual. Como señala una entrevistada, si este hombre perdía el tiempo era fracasando pero para lograr lo deseado. Varias de estas entrevistas incluyen instantes donde quienes hablan en escena todavía no están preparados para “expresarse con propiedad”. Por momentos este simple sabotaje a lo confiable de la voz conocedora le brinda a la obra cierto carácter informal. El problema viene desde el comienzo cuando la banda sonora resalta la búsqueda alquímica de Piria con sorpresas y sentidos ya articulados por el narrador o presentes en la imagen. Su uso redundante entonces no da lugar a la parte invisible con la que vinculan la alquimia tan promulgada por el fundador uruguayo. Los efectos sonoros buscan evocar cierto misticismo y en dos ocasiones el narrador habla mientras se nos muestran en escena líneas que se supone deberíamos leer. Además, frente a la grandilocuencia de tomas áreas, cortes abruptos y movimientos de cámara repetitivos, la dualidad alquímica queda relegada a encuadres cuidadosos y una atención a la perspectiva femenina de esta vida ejemplar. De esta manera, la firmeza en las palabras de la arquitecta Marcela Nacarate o los silencios de la tataranieta de Piria son aprovechados a modo de intuiciones fiables. Lo dicho por ellas se sustenta con los recorridos geográficos por Piriápolis. Se trata de intuiciones frente a esta vida un tanto misteriosa. Pero es así como el realizador muestra sus claroscuros. Por esa misma razón de recordarnos las piezas faltantes, el exceso de recursos termina mellando los momentos más relajados de la obra. Con su cuarto documental, Martínez nos explica con reiteraciones narrativas y técnicas a un hombre enfocado en sus búsquedas. En el camino, su acercamiento grandilocuente olvida brindar más espacio a los descuidos de esta imaginación insaciable, aunque haya atisbos de incluirlos.
El mar siempre me trae recuerdos de la guerra También a mí me trae recuerdos de cuando era joven El retrato templado de la vejez como un acervo de ambivalencias nos brinda calma al terminar ¡Que vivas cien años! (2020). Esto se sostiene durante la obra con tres elementos: el trabajo cuidadoso de los planos, cierta distancia cómica hacia los personajes mayores de ochenta años, y el contraste de las tonalidades verdes y negras como inquietudes remotas. Estos “cuentos documentales” parten de un detalle. Cada vez que aparece un personaje, nos indican su nombre y edad, sean jóvenes, adultos o viejos. Estas etiquetas de identidad pueden verse en principio como una distracción paradójica cuando la obra pretende liberar la vejez de juicios. Sin embargo, también entendamos esta fijación nominal y etaria como uno de los pocos intentos del realizador Víctor Cruz a documentar cierta fidelidad de estas vidas junto con la mención tipográfica de las tres regiones donde está ambientada: las selvas de Nicoya (Costa Rica), Cerdeña (Italia) y Kohama (Japón). Ya en esta época incluso la teoría cinematográfica lo reconoce: debido a las estrategias discursivas del documental, su registro de la realidad es una construcción, más allá de la mayor o menor fidelidad pretendida. Lo interesante es cómo aquí la puesta en escena brinda la reflexión de que la edad también es una conveniencia social donde si acaso los niños pueden huir de ella. Para remarcar la buscada vitalidad, la película aprovecha la llaneza de la banda sonora. Con canciones simples como la de la fuerza de seguridad costarricense, “Volare” de Domenico Di Mugno y Franco Migliacci, y “Come on and dance Kohama Island” interpretada por KBG 84, propone una liviandad respetuosa hacia la vejez mientras los vemos montar a caballo, tejer o pilotear una avioneta. Como si se tratara de edades donde la alegría y la actividad física son igual de válidos como la tristeza, los chistes sexuales y la autoconciencia de que llegar más allá de los ochenta años es un karma disfrutable. Víctor halla maneras de que esta postura complaciente no se convierta en un mensaje moral. Ejemplo de ello es el resoplo del caballo en la escena luego de que termina la canción tan sospechosamente luminosa de la policía. También lo es la de KBG 84 cuando vemos que fue subida a YouTube. Ambas son muestras de que estos motivos de alegría están exagerados a propósito. A su vez, la serenidad audiovisual en los tres segmentos hace contrapeso al “buen” humor. La obra nos invita a esta dinámica con la ya mencionada presencia de los árboles a lo largo de estos tres relatos documentales y la del agua, sobre todo en el segmento japonés donde Tomi San y su amiga están paradas frente al mar. Tal balance anímico de alguna manera nos interpela: dónde quedan la templanza y el “mal” humor en las valoraciones hechas hacia nosotros mismos y los demás. El mencionado muro que las separa del océano recuerda a un plano general de Yasujiro Ozu (60) en Cuentos de Tokio (1953). En este, un leve contrapicado muestra el límite entre la calle y el mar con los dos padres de la familia sentados en el muro que atraviesa la imagen como una diagonal, mientras ellos ven hacia el horizonte. Esta referencia es válida solo si recordamos que el clásico nipón atravesaba la vejez por los estragos de la guerra así como estas dos mujeres nonagenarias vivieron ese fantasma bélico. Pero Wim Wenders (75) lo aseguraba ya en su diario fílmico Tokio Ga (1985). De esa cultura contemplativa poco queda en el Japón de ahora. Y por su parte, el muro en ¡Que vivas cien años! forma un ángulo recto, no lineal, y tampoco hay contrapicado. Con este leve triángulo dirigido al mar, la coproducción ítalo argentina nos invita más bien a enfrentar los pasados de sus personajes desde su contradictoria vitalidad y no solo desde la “extrema ternura” tan apuntada por algunos críticos o lo sugerido en principio por el mismo afiche.
“… y ojo con no convertirnos nosotros también en símbolos”, advierte el periodista y escritor Dante Leguizamón a los dieciséis minutos de Una historia de la prohibición (2020). Y por lo menos dos paradojas impiden que la obra cumpla esta advertencia. Por un lado, la película de Juan Manuel Suppa Altman y Martín Rieznik ignora casi por completo las voces externas a la penalidad o la historia, como entrevistar a profesionales de otras ciencias sociales. Esto sería un capricho de rigurosidad por culturizar un consumo. Pero tampoco olvidemos que ya incluso la “antipsiquiatría” y el psicoanálisis han dado cuenta de que las drogas no son prohibidas nada más de un control legal gubernamental o estatal. Y ayudaría para poner en contexto el caso de Eric Sepúlveda fuera de la criminalidad. Leguizamón se refiere en la escena antes mencionada a lo complejo de convertir a Eric, detenido en Córdoba en 2016 por posesión de aceite de cannabis, en un abanderado de la marihuana y que de esta manera la ley lo siga persiguiendo hasta convertirlo en un chivo expiatorio. Pero el recorrido histórico del documental, armado en un montaje alterno entre el siglo pasado y el proceso actual, dan por hecho que sus espectadores sabemos de antemano los beneficios y problemas de las drogas psicoactivas, o que conocemos otras detenciones como la de Sepúlveda. Por otro, no hay una contraparte informativa sobre el consumo problemático. A favor de esto, se podría razonar que ya se demonizan bastante las drogas como para que el documental lo detalle. Su interés va más hacia la libertad individual ejemplificada en Eric. Pero los realizadores tampoco muestran otros casos aunque digan que Eric no es el único. En entrevistas a medios uno de los directores reconoció que les interesaba un documental enfocado solo en la prohibición. Si los espectadores ya conocen este enfoque, el visionado se vuelve redundante más allá de cierta atención técnica y detenerse en el contraste actual entre las medidas gubernamentales en Argentina y Uruguay. Incluir esta postura legal del país limítrofe puede no ser novedoso, pero sí sienta un precedente audiovisual. Así se podría incentivar la libertad terapéutica de cada individuo. Un gran acierto de la obra evidencia la burocracia para entrevistar a las autoridades federales vinculadas con el proceso de Eric. Estos vericuetos además se ejemplifican en un paseo de Martín Armada por el recinto y sus llamadas infructuosas para terminar a modo de consolación, grabando el ejercicio de allanamiento del cuerpo policial. Así vemos el espectáculo antes que el diálogo frente al urgente desorden. Llama la atención que la obra apele a la historia lejana como documento fiel e incuestionable donde el control gubernamental diezmó la libertad de los individuos en múltiples ocasiones. Los mismos realizadores pierden muchas oportunidades para sustentar la libertad del consumo. Más allá de las palabras del funcionario uruguayo y el ejemplo de cómo vive Eric, la obra se convierte en un panfleto camuflado contra la prohibición, sobre todo la heredada de Estados Unidos. Al final, la obra a estrenarse en CINE.AR este 1º de septiembre, detalla los vericuetos legales de casi todo el siglo pasado en tomados por los gobiernos de Estados Unidos, Argentina, Brasil y Colombia. Pero lo hace con un contexto tan tímido de otras áreas humanas que la pregunta es inevitable: cuál es el verdadero contrapeso de las ciencias y las artes frente a las drogas para los realizadores quienes han trabajado antes el tema y están recurriendo ahora a un medio artístico para contar su perspectiva.
La agudeza discursiva en Ecosistemas de la Costanera Sur (2020) aprovecha incluso la pandemia actual para ejemplificar los alcances del cine. Que además logre esto sin perder el absurdo tan presente en las obras previas de Matías Szulanski, hace que su autoconciencia no caiga en pedantería ni didactismo. La película nos da pistas de su carácter inclasificable desde el comienzo cuando el actor Fabián Arenillas come un chori mientras cuenta los datos básicos sobre la creación de la Costanera. A partir de ahí, más miradas contribuirán a crear diversos ecosistemas. Para ello, Szulanski comparte la labor de guion con Vladimir Vallejos y el montaje lo deja en manos de Melissa Waismann. En cinco de sus obras previas, ejerció tales funciones a solas. Por otro lado, es muy clara la intención de los guionistas de recapitular el cine contemplativo, el experimental, los géneros cinematográficos, el diarismo, las entrevistas e incluso dar cuenta del falso documental como muestra la última parte de la obra. Pero en realidad la mutación de este proyecto en conjunto también reflexiona sobre el cine desde sus imágenes en particular. Dos tomas ejemplifican de una manera sencilla que Szulanski ya con la fotografía cree en y crea con esta obra un cine donde la imagen es la cita de otros autores sin necesidad de postureos. En el capítulo donde Paulo Pécora trabaja con la actriz Inés Urdinez, una toma general incluye la cabeza de Pécora en el extremo inferior del plano. Así entendemos que toda composición, sea documental o ficticia, proviene de un individuo al límite de su obra. Matías viene de trabajar en ficción pero ya en Astrogauchos (2019), lo tentó la historia verídica al menos para burlarse de ella. La segunda toma significativa, también un plano general, surge cuando el rostro de Franco Sintoff está bloqueado visualmente por la pantalla de su computadora mientras trabaja en su corto de terror. Aunque esta y aquella no son tomas consecutivas y tampoco se trata de los mismos realizadores, sí son cónsonas con la identidad que ellos deciden perder, incluso en el proceso documental, en pos de obras que den cuenta de lo buscado para que el espectador rearme las pistas. La película repiensa con humor el cine desde distintos ámbitos. De esta manera, Vallejos y Zsulanski incluyen además de la filmación de ese corto dirigido por Sintoff en torno a El Reservito (una supuesta criatura que merodea la Costanera Sur); la muestra de esta obra de género en una proyección de cortos y la posibilidad de un libro escrito por el propio Sintoff. Así, Szulanski sugiere una idea mancomunada de cine experimental. Si bien este suele realizarse con un equipo escaso, pandemia mediante o no; lo cierto es que todo arte se alimenta del diálogo con otros realizadores, artistas y espectadores. Cualquiera aseguraría que no hay nada nuevo en esta propuesta y es cierto. Ya ello lo plantearon las teorías de recepción. La coda de este documental o la cola de esta rara avis (según qué juego aceptemos) es un hombre bailando sobre un asado. Así, Matías se burla de cualquier certeza teórica así como, en palabras del propio narrador, la Costanera es “otra prueba de lo que Argentina no ha podido ser” a pesar del aguante de su cine.
Los caminos de Cuba (2019) no contextualiza lo anecdótico del arte caribeño con la revolución histórica tan mencionada desde el comienzo. Sin embargo, el recorrido geográfico del realizador Luciano Nacci descubre complicidades con sus entrevistados. La tibieza política, el uso excesivo de las llamadas ‘cabezas parlantes’ y un diseño sonoro ambiguo son problemas coyunturales. Funcionarían si Nacci hubiese hallado un vínculo entre el pasado del país y el presente del viaje hecho en 2016, año en el que murió Fidel Castro. De todas maneras, ese quiebre troncal no impide que la cámara atienda a las inquietudes de individualidades atravesadas visualmente por líneas curvas, perpendiculares o verticales al fondo del plano. Esta composición tan recurrente en el transcurso de la obra no es una paradoja frente a la liviandad revolucionaria, ni una casualidad estética. De hecho, cuando llegamos a los minutos finales de esta ópera prima estrenada este jueves en CINE.AR, entendemos que esas líneas componen una inquietud anímica sugerida mas no articulada hasta llegado el final. Cómo se define la felicidad en este país caribeño. La pregunta parece ligera, incluso lugar común. Pero las respuestas de los entrevistados inquietan. Son ellos quienes nos vienen hablando de sus trabajos, sus enfermedades y las costumbres que defienden pero ya están perdidas. Y ellos mismos niegan la existencia de la felicidad como un absoluto. Considerando que Cuba es tan asociada con la alegría caribeña, estas negativas sorprenden. Además el contexto histórico apenas está mencionado e ilustrado con fotos de archivo, por lo que no esperaríamos que la obra vire a estos paraderos de una felicidad incierta. Sorprende más todavía cuando el documental apenas bordea lo traumático del pasado revolucionario con un entrevistado que por decisión propia, no aparece en escena. Esto nos sugiere que las secuelas históricas siguen siendo vistas como un fantasma minoritario del que apenas intuimos su efecto. Si consideramos otro detalle de los fondos donde están los entrevistados, las crisis se vuelven más visibles en la obra. Casi todos los que hablan tienen una pared detrás, como contenidos o cercados no por lo que dicen, pero sí por su contexto. Ahora, todo esto se intuye en el nivel visual pero se difumina en el sonoro. La recurrencia de música, cantos de pájaros y tantas voces hace que se confunda la fuerza simbólica de estos planos. Incluso cuando el diseño de sonido opta brevemente por el silencio y graba la fisonomía de sus entrevistados luego de mencionar la muerte del ex líder Fidel Castro, tal decisión dura demasiado poco como para sugerir un descanso auditivo. Por momentos, parece difícil sacudirse la impresión de que Nacci está haciendo turismo de los logros revolucionarios. Aún si esta es su búsqueda, válida más allá de irresponsabilidades históricas; hay escenas donde se siente un interés genuino por las raíces de sus padres, origen que él mismo menciona como narrador.
“… antes de la aparición de Resnais en el ámbito cinematográfico mundial, ya Julio Cortázar escribía un cuento en donde se jugaba con el tiempo de la misma manera que yo lo he hecho en La cifra impar, respetando no a Resnais sino a Cortázar” (David Oubiña citando a Antin en el libro Manuel Antín) En Cortázar & Antín. Cartas iluminadas (2018), el foco es, como ya delata el título, el vínculo manifiesto entre ambos autores en las misivas que se escribieron durante más de dos décadas. Durante esos años, el primero vivía en París y el segundo en Buenos Aires aunque se vieron en persona esporádicamente. Estas son cartas lúcidas por el afecto y la agudeza mancomunada de ambos artistas en pos de su creación cinematográfica. A través de ellas vemos los pareceres, acuerdos y discrepancias en los proyectos donde trabajaron juntos. Cinthia V. Rajschmir escoge los tres acercamientos de Antin a la obra de Cortázar: Intimidad de los parques (basada en “La continuidad de los parques” y “El ídolo de las Cícladas”), La cifra impar (basada en “Cartas a mamá”) y Circe. Los tres guiones estuvieron bajo la revisión c del autor. Cinthia rescata el reconocimiento mutuo entre Antin y el narrador nen las palabras “de haber sido yo escritor, habría sido Cortázar”. También hurga en él deteniéndose en Graciela Borges, la protagonista de La cifra impar (1962). En específico lo ejemplifica la escena del espejo censurada antes de su estreno. Borges además la repite en la actualidad. El problema en el documental de Rajschmir viene con las maneras múltiples y contrastantes de mostrarnos estas cartas. Ninguna potencia su merecida atención. Por ejemplo, en una escena es visible de forma translúcida una de las correspondencias mecanografiadas con el mar al fondo y leída en voz alta por alguno de los entrevistados. Tantas voces lectoras y recursos técnicos en torno a los textos impiden concentrarnos en la confianza que ambos autores se expresan. Esto es tan claro que la posproducción resalta las líneas dichas en voz alta. Ya por sí solas son legibles en el plano, si bien tardamos en conseguirlas. Hay dos obras de estos últimos años donde las cartas son, como aquí, la evidencia de vínculos afectivos, filosóficos y geográficos: Miró. Las huellas del olvido (2018) de Franca González y la coproducción de Paraguay y Argentina Un suelo lejano (2019) de Gabriel Muro. Aunque las relaciones similares y diferentes darían para un texto mucho más detallado, en las tres coinciden las cartas como parte de inquietudes actuales donde estos documentos entraman la dinámica audiovisual de la obra y ya no solo los vínculos entre personajes históricos. El traspié recurrente con la manera de mostrar las correspondencias en Cartas iluminadas no obstaculiza otro genuino hallazgo. Aquí la memoria conforma una búsqueda como ocurrió en la amistad creadora de Cortázar y Antin. En la escena más conmovedora, la actriz Dora Baret, protagonista de Intimidad de los parques (1965), recuerda un momento significativo que la moviliza hasta llorar. Si bien la escena tiene un corte abrupto, sabemos también que son abruptas las emociones. Y esos pocos segundos hablan del poder ambivalente y restaurador de la memoria. Este solo instante en escena nos permite reflexionar sobre la desolación memoriosa frente a la distancia entre lo que fue y ahora es cada individuo. También así vemos cómo la memoria restituye a la entrevistada por su capacidad evocadora y a los espectadores para que seamos partícipes de esta intimidad significativa más allá de lo público.
Las tonalidades múltiples de Silvia de María Esteve incomodan porque son verdades subrayadas en la banda sonora de la obra. Parece fácil decir esto de buenas a primeras para defender la intimidad tan decidida de la directora, pero sabemos que lo íntimo surge de distintas perspectivas. Esto se nos muestra a través de varias voces ‘narradoras’ y la música operática del soundtrack. No nos damos cuenta de las incomodidades de estas voces al comienzo. Cuando en una de las primeras escenas habla una narradora fuera de plano, vemos una pantalla en negro justo después de un material de archivo ambientado en una playa. En este momento, la realizadora desahoga ciertos reproches hacia Silvia, su madre, aun en el día de muerte de esta. Los tropiezos emocionales de voces a oscuras se repetirán durante varios momentos de la película mientras se nos presenta esta vida familiar. Y es aquí donde cabe la duda de si se les puede llamar narradoras a mujeres que enfrentan las emociones como titubeos corales y no certezas sin cuestionamiento. Lo que viene de ahí en adelante es una obra de reconciliaciones entre todos los miembros familiares a partir de sus propias versiones de eventos claves. Y tales momentos son narrados por cada una de las hermanas pero no con la linealidad usualmente esperada. La certeza de lo complejo está manifestada en cómo el material de archivo se distorsiona no solo a nivel de imagen, sino también de voz. Un recuerdo es evocado desde diversas aristas. Así, cada una va tropezando sobre su propia versión a medida que se solapan las certezas de quien ha actuado erróneamente. Al final, Silvia es una película sobre los matices subrepticios de las familias. En este coro particular de voces se tensan el reproche y la reconciliación como ocurre en todo vínculo. Para llegar, el centro de la obra es indispensable: Scarlett O’Hara. La protagonista de Lo que el viento se llevó (1939) es el hito existencial de Silvia. Acaso como esta, Scarlett es un personaje que logra sus cometidos como un estandarte, no de su ego, sino de búsquedas imposibles en solitario. Una y otra vez se repiten durante el documental fragmentos del clásico hollywoodense en tonos unas veces rojizos, otras veces azulados. Estos repercuten en la historia y en el espectador a la manera de rezos de un credo enajenado, al menos en principio. Las voces sin rostro (todo se construye a partir del material de archivo) nos van dando a saber que Silvia era la esposa de un diplomático. Entendemos así que la identidad coral armada en la obra se aferra a la fiereza de Scarlett, una mujer que se sobrepone a la falsedad de ciertas apariencias propias o de otros. Sabemos que sin vestiduras tan monumentales como las del clásico de hace más de noventa años, hoy en día el drama llevado al extremo desconcierta. Pero la realizadora de Silvia está tan clara en esto que la voz de la autoría se diluye en distintas perspectivas femeninas, así como incluso actualmente se sabe que Víctor Fleming no fue el único director de Lo que el viento se llevó. Ya no es la voz afectada de Vivien Leigh peleando con su hermana y tomando conciencia de la guerra por los consejos en voz dulce y firme de Hattie McDaniel. Ahora son las hermanas Esteve reconstruyendo a coro una historia familiar venida a menos, con las desafinaciones y los desaciertos propios de toda fundación existencial, y sin un árbol ante el que se apele a Dios como testigo.
El encuadre tan claro en Señales de humo (2020) contradice desde la primera escena el rol de los personajes frente a su entorno inmediato. La cámara de Mauricio Asial (también DP) nos permite ver desenfocados a dos hombres a través de la abertura de una pared de barro. A los segundos y paulatinamente, el foco cambia. La pared se vuelve borrosa y vemos a los hombres con mayor nitidez. Tal contraste es trabajado en detalle durante toda la película y se convierte en una de sus fortalezas. De una manera similar a como ocurre ese enfoque/desenfoque, el guion de Luis Sampieri nos narra dos situaciones: varias quejas telefónicas en Amaicha del Valle para reestablecer el servicio de internet y el periplo de Mario Reyes, arriero, y un ingeniero para instalar una antena. El detalle está en que ambas circunstancias no están vinculadas de forma inmediata y directa que lo reestablezca. Sea fuera de campo o a nivel tipográfico, el montaje del mismo Sampieri nos muestra un choque entre los paisajes tucumanos y las telecomunicaciones. A su vez, en múltiples ocasiones los mensajes de texto entre algunos habitantes son desplegados sobre los paisajes. Para ello, no recurren a tipografías discretas como pasa en series o películas. En estas la mensajería de los celulares es expuesta fuera del dispositivo pero en un tamaño proporcional a nuestra posible capacidad de lectura sin que esto nos distraiga en exceso del todo el plano. Aun así, no son pocas las veces que falla por un tamaño de fuente ilegible. En Señales de humo, los mensajes ocupan más de un tercio del cuadro. Esta decisión arriesga la armonía visual de tal manera que nos preguntamos: ¿dialogan la virtualidad y la naturaleza? ¿Qué relaciones hay entre grafía y paisaje? En el contexto directo de la obra, sí dialogan. Y en estos meses donde mucho cine lo vemos en pantallas de celular, esta propuesta se vuelve entonces metadiscursiva. Es cierto que esto último es una coyuntura momentánea y la idea inicial surgió hace siete años cuando Sampieri vivía en Catamarca, las salas de cine estaban abiertas y el internet apenas existía en las tierras de Mario. De todas maneras, su cuarta obra alcanza ciertos niveles de experimentación poética sin que estos se conviertan en la pretensión principal de sus búsquedas. Frente a las mencionadas decisiones audiovisuales, se anula la figura humana casi en todas las ocasiones y al mismo tiempo los mensajes se convierten en señales efímeras de una naturaleza que intuimos indómita, y a la que no le hace falta más tecnología que sus propias condiciones climáticas. En el contexto del día a día, virtualidad y naturaleza no pueden dialogar. Coexisten gracias o a pesar del ser humano. Es esta la mayor inquietud de la película y por ende, con su final en medio de la neblina caemos en cuenta de lo que se nos viene proponiendo a través de las quejas telefónicas en off por la falta de servicio. A medida que se imposibilita la instalación de la antena y la neblina cubre visualmente los planos finales como no lo pudieron hacer ni los mensajes de texto, el realizador concluye que esta comunidad estará siempre supeditada a los cambios climatológicos que las tecnologías actuales distraen. No será esta una conclusión novedosa si tomamos en cuenta lo mal parada que quedó y sigue quedando la humanidad frentes a las múltiples catástrofes naturales a pequeña o gran escala. De todas maneras, la calma visual de estos planos, fijos en su mayoría, y la inquietud narrativa aprovechan el dispositivo telefónico a modo de registro documental. Luis devela así el secreto a voces que todos sabemos: la telefonía nos distancia más de nuestro entorno y de nuevo el cine sale a tender un puente brevísimo entre ambos.
Música emigrada (Parte I) Al menos dos coproducciones en esta edición del festival se enfrentan con el hecho de emigrar dentro del mismo continente. Lina en Lina de Lima y Ulises en Ya no estoy aquí están compelidos por la extranjería latinoamericana. El meollo del asunto es que ni una ni otra martirizan a sus personajes ni los empoderan con autoengaño. Para esto, ambas recurren a la potencia de la música para hacernos entrar en sintonía con sus fluctuaciones existenciales. Por un lado, Lina de Lima (2019) retrata el día a día de una mujer (Magaly Solier) que se encarga de los quehaceres de una familia adinerada. Acompaña entre complicidades a la hija de ellos y supervisa las remodelaciones en la nueva casa a la que se mudarán. A la par, atiende desde la virtualidad a su hijo en Huancayo, compra los regalos navideños para su familia y hace los trámites para el pasaje a Perú. Hasta aquí, hemos descrito paralelismos con o preocupaciones presentes también en La Nana (2009) o Que Horas Ela Volta? (2015). Esta vez han sido traspolados a una mujer extranjera dentro de su propio idioma. La película nos va tirando pistas de que ella no se encuentra en Lima, si bien gran parte de su entorno podría pasar por tal. La mayoría de los planos son cerrados. Aquí es donde María Paz aprovecha los códigos de los musicales para mostrarnos, no tanto las evasiones de Lina, sino el goce por la identificación de sí misma dentro de un entorno casi ajeno. El detalle está en que tantos primeros planos estáticos nos hacen preguntarnos ”¿Dónde está el baile?”. Y Paz nos lo responde: en el tercer número musical, el primer plano es de unos pies bailando. Pero este detalle sigue estando fijo. La cámara de Benjamín Echazarreta orquesta así una identidad firme y gozosa, a pesar de las adversidades cotidianas. Ya no estamos frente a movimientos de cámara fluidos como en Cantando bajo la lluvia (1952) o los planos medios de Cabaret (1972), ni siquiera en los primerísimos primeros planos de Moulin Rouge! (2001) donde la emoción hace que ni los rostros quepan en la imagen. Paz quiere reconocer el rostro completo de la mujer limeña sin necesidad de espejos siquiera. Paz, también guionista de la obra, lleva esto hasta el extremo cuando se van cayendo los planes para que Lina viaje. Este giro tampoco es un impedimento para los placeres cotidianos. El desparpajo con el que Lina acepta tener relaciones sexuales con un hombre de Tinder ya había sido muestra de que no hay mal gusto en la película por su manera de mostrarlo. Ahora, en una escena posterior, Lina se resiste a romper el plástico de la cama en la que están teniendo sexo y, por esto, se pone en cuatro en el piso. Más allá de que Paz opta porque solo veamos las manos y los pies de estos amantes, cama de por medio, el trasfondo nos está hablando de una sumisión que no es enfermiza. Lina busca su propio ritmo, más allá del canto. En nuestra interpretación de la película, no olvidemos la primera toma de la cabeza de Lina ladeada sobre la ventana de un colectivo. La búsqueda principal de la protagonista es deslastrarse de obligaciones que le quitan tiempo como estos viajes adormilada. Los paralelismos musicales más evidentes de Lina de Lima con Ya no estoy aquí (2019), de Fernando Frías, los tocaremos a fondo luego. Por ahora, el detenimiento que hacen ambos realizadores con los dispositivos celulares nos tendrían que recordar al rescate emprendido por Celia Rico Clavellino hace unos meses en Viaje al cuarto de una madre (2019). No pocas veces demonizamos el uso exacerbado de estas tecnologías. Y el camino que desandan estos tres realizadores apuntan a que atendamos a su cualidad primera: herramientas de (in)comunicación. Entonces, así como Paz da pie a una serie de quiebres comunicativos desde el primer número musical; Frías también asoma salvedades donde la telecomunicación tiende puentes y, a la par, rastrea los abismos familiares en el entorno de Ulises (Juan D. García Treviño) cuando emigra a la frontera con Estados Unidos. El plano general donde Lin (Xueming Angelina) y Ulises están intentando entenderse con las manos mientras el tren atraviesa el plano al fondo es de una potencia similar a cuando Lina intenta comunicarse con su hijo por Skype. La diferencia está con que él ignora a Lina, mientras que Ulises y Lin se vuelven cómplices, así sea momentáneamente.