Se sabe dónde se comienza pero no se sabe a dónde se va ¿Multiplicar la frecuencia de cortes en el montaje simboliza vitalidad en una película? Ilse Fuskova (2021) muestra esto técnicamente gracias también a lo versátil de la artista homónima. Ilse narra con calidez sus tantos oficios mientras los planos y las ubicaciones de la cámara en mano multiplican distintas maneras de verla. Al comienzo la obra registra esta proactividad de Ilse reunida con la asociación Conciencia Solidaria por su nonagésimo cumpleaños. Y más de cincuenta cortes en menos de cuatro minutos son el preámbulo celebratorio para las escenas posteriores. En ellas, la activista les narra a las entrevistadoras, incluida Feijó, la Alemania donde “todos tenían que ser nazis”. También habla de sus años como azafata en Buenos Aires, su primer matrimonio, sus colaboraciones en diversas revistas, y sus relaciones lésbicas. Entre muchas anécdotas, Santa Ana y Feijó también muestran el material de cuando la invitaron al programa de 1990 de Mirtha Legrand. La afamada conductora entrevistó a Ilse junto a otras figuras del mundo queer. Visualmente los amarillos anticuados de Legrand contrastan con el tono auténtico de sus preguntas. Y la bufanda violeta de Fuskova remarca la claridad de sus respuestas y la estridencia visual del set. Hallazgos audiovisuales como este son reforzados por el uso de material de archivo en medio de collages que están narrados con humor y precisión investigativa. Sin embargo, los montajistas Flavia del Lucca y el mismo Santa Ana distraen el discurso de las entrevistadas por esa frecuencia tan reiterada de los cortes y el orden de algunos segmentos. Esta propuesta termina contradiciendo la franqueza de Ilse y la calidez de las entrevistadoras. Porque en contraste con el discurso de activistas como Adriana Carrasco, quien la acompañó en su vida política, las primeras participaciones de María Laura Rosa oponen lo mundano de Ilse. Probablemente su lenguaje académico distraiga, y llega tarde la escena donde esta investigadora de la obra de Fuskova profesa el afecto por la artista. Tal desorden estructural sabotea su claridad política, afectuosa y por lo tanto memoriosa. Tienta poner en contexto lo desprolijo de la obra con la delicadeza técnica de aquel documental Grete Stern, la mirada oblicua, estrenado hace cinco años. Estaba enfocado en la fotógrafa que compartió con Fuskova estilo artístico y mencionada también acá. Sin embargo el problema en esta ocasión es de montaje, no de cuidado visual. Y persiste con una coda redundante sobre el legado de Ilse cuando fácilmente la obra pudo cerrar con la escena previa donde ella lee en voz alta un texto sobre enfrentar la vejez.
Los créditos iniciales y la primera escena de Caperucita roja (2019) plantean dentro y fuera del plano simultaneidades temáticas y estéticas. Mientras aparecen los logos del INCAA y de la productora Antes Muerto Cine, oímos una voz pueril en son de juego. Al fondo se oyen varias mujeres hablando. Su madre la quería con locura, y su abuela aún la quería más. “Caperucita roja”, Charles Perrault Segundos luego vemos a la niña sentada en el piso mientras todavía se oyen las voces fuera de escena hablando de algo roto. Ella peina su caballo de juguete y la cámara la contempla a media altura. Esta perspectiva y las diagonales en el plano formadas por el espejo y el armario de la casa advierten que la obra será no un cuento inocente sino más bien una reflexión sobre la infancia y la juventud desde las épocas vitales posteriores. Por esto surge una tierna y pícara complicidad cuando vemos de dónde provienen las voces de esa primera escena. Los distintos tonos de voz integran a un grupo familiar reunido en torno a la memoriosa abuela que recita, entre olvidos y aciertos, “Barba Azul” y “Blanca Nieves”. Sus hijas y nietas leen en voz alta los ajados y remendados ejemplares. Entre ellas se cuenta Tatiana Mazú, la directora. En ese plano secuencia de casi cinco minutos también habrá voces por fuera de la imagen. Esta y otra escena al final serán las únicas con una duración tan prolongada. Así brindan pistas para prepararnos a una obra plena de detalles en general. Además acá todas las versiones están reflejadas a nivel técnico. Para esto la cámara de Joaquín Maito, con quien ya ha trabajado Mazú antes, hace movimientos puntuales y, en algún instante de los casi cinco minutos, incluye los rostros de las cinco mujeres en escena. Esto nos indica que cada voz tendrá su valor momentáneo, si bien el centro de todo el documental será Juliana, la abuela, sentada aquí en una esquina. Tatiana la aprovecha en sintonía con las figuras ambivalentes que fueron Caperucita y el lobo en las versiones clásicas de Perrault y los hermanos Grimm. Sus recuerdos narran una infancia apenas rearticulada en esta obra por lugares y objetos en escena mientras su voz cuenta y susurra los excesos familiares del entorno. La emigración, su trabajo como costurera y finalmente la relación con su nieta presentan posturas contrastantes. Porque la abuela también fue y es lobo, y hay un plano general donde visualmente ella lo parece mientras camina colina abajo. La escena a semioscuras casi al final se puede hilar con aquel plano secuencia. En la penumbra de un apagón, la abuela y Tatiana conversan sobre las costumbres actuales y tocan el tema del aborto. Así como la escena está cortada en varios planos y ya no comprende un solo corte como la primera, el tema llenará de silencios su conversación y el encuadre de sus cuerpos se cerrará cada vez más. El casco vestido por la también artista visual brinda la iluminación y también nos indica múltiples sentidos. Tatiana ilumina por cuestiones prácticas para distinguir el espacio y a la vez ahonda con preguntas y anécdotas en una incomodidad crucial con respecto a su abuela. El problema vendrá luego, cuando la realizadora quiera forcejear sus inquietudes políticas y partidistas en un relato que prometía ser sobre la memoria y la dificultad de las versiones. Que la realizadora opte por incluir sus posturas puede ser una válida y valiosa reacción frente a aquella incomodidad de su abuela. Pero este radicalismo quiebra la agudeza de aquella primera secuencia y la fiereza cómplice en la complejidad de los vínculos. “Había una vez una adorable niña que era querida por todo aquél que la conociera, pero sobre todo por su abuelita, y no quedaba nada que no le hubiera dado a la abuelita” (“Caperucita roja”, Wilhelm y Jacob Grimm) Así, las cabezas cortadas por el encuadre, los tonos rojizos, las narraciones, los videos caseros, los susurros, los cantos y cuadernos nos preparan emocionalmente con el montaje de Josefina Llobet. Las sobreimpresiones posteriores constatarán de a poco que en cada perspectiva del relato está lo intuido y no dicho. Pero el final casi sabotea el íntimo activismo femenino de la obra cuando Tatiana viste una caperuza roja frente a un exangüe lobo partidista como el macrismo.
“… encontrar respuestas puede ser tranquilizador, pero en la vida y en el cine me gustan más las preguntas, las que incomodan y nos obligan siempre a pensar otras formas de vivir y de hacer cine” (Vagnenkos en entrevista para Télam). Hay paradojas, homonimias, ironías y sentidos ocultos a lo largo de Dorados 50, ‘una comedia documental’ de Alejandro Vagnenkos y Víctor Cruz. Las tres primeras están manifiestas desde el título y subtítulo de la obra recientemente estrenada en salas bonaerenses y en la plataforma de streaming de CineAr Play. Ahora puede verse en Vivamos cultura. El documental trata la inquietud de Vagnenkos por su pronta llegada a la cincuentena de vida. Cuando transcurren las primeras escenas en el médico y el gimnasio, se vuelve obvia la primera ironía: dorados no parecen sus años vividos. Y luego de que él acude en busca de consejo a su psicoterapeuta y a Carlos, amigo poeta, el valor del afecto profesional y sus palabras precisan contradicciones anímicas frente a aquella actitud inicial. Y en vista de que lo verbalizado no es fianza para cumplir objetivos vitales, la confusión de Alejandro frente al discurso poético y al psicoterapéutico impulsa la obra a convertirse en un making of. Las respuestas audiovisuales a la pregunta de Carlos “qué hay en el amor” son conseguidas como si se tratara de ensayos teatrales y no como verdades definitivas. Las entrevistas a parejas con cincuenta años de relación son grabadas en el escenario de un teatro y con la cámara desde los tras bastidores. Para tener respuestas pareciera que están enfocándose solamente en los matrimonios entrevistados. Mas Vagnenkos incluye también comidas con sus amistades, la manera de verse a sí mismo y las dinámicas casi de hastío entre él y Cruz para afianzar lo que hay de gracioso en toda disparidad. Es ahí donde aparece el sentido inesperado. Estas puestas en escena buscan lo que hay de inmedible en las relaciones, aquello sin-cuenta y su valor agregado por invisible. Entonces vemos que para sentir lo errático de toda gestualidad amante son coherentes la improvisación, el diseño sonoro abarrotado de Francisco Seoane y hasta la descuidada corrección de color de algunas tomas. Esos tres elementos ejemplifican que el registro es una reconstrucción azarosa del pasado, ajeno por su distancia. Desde tal reelaboración técnica es trabajado un vínculo, sea con uno mismo, con otras personas o sí, con esta película. Cruz y Vagnenkos se suman aquí a realizadores contemporáneos y coterráneos como el Matías Szulanski de Ecosistemas de la costanera sur (2020). En obras como estas dos, la gracia y los imprevistos de llevar a cabo una idea en cine arriesgan la estética del registro al dejar a propósito los descuidos técnicos. Y mientras Szulanski aprovechaba lo ambiguo en el uso de los géneros para su “documental”, este dúo prefiere enfocarse en la insospechada emotividad de la ironía.
“… antes de la aparición de Resnais en el ámbito cinematográfico mundial, ya Julio Cortázar escribía un cuento en donde se jugaba con el tiempo de la misma manera que yo lo he hecho en La cifra impar, respetando no a Resnais sino a Cortázar” (David Oubiña citando a Antin en el libro Manuel Antín) En Cortázar & Antín. Cartas iluminadas (2018), el foco es, como ya delata el título, el vínculo manifiesto entre ambos autores en las misivas que se escribieron durante más de dos décadas. Durante esos años, el primero vivía en París y el segundo en Buenos Aires aunque se vieron en persona esporádicamente. Estas son cartas lúcidas por el afecto y la agudeza mancomunada de ambos artistas en pos de su creación cinematográfica. A través de ellas vemos los pareceres, acuerdos y discrepancias en los proyectos donde trabajaron juntos. Cinthia V. Rajschmir escoge los tres acercamientos de Antin a la obra de Cortázar: Intimidad de los parques (basada en “La continuidad de los parques” y “El ídolo de las Cícladas”), La cifra impar (basada en “Cartas a mamá”) y Circe. Los tres guiones estuvieron bajo la revisión c del autor. Cinthia rescata el reconocimiento mutuo entre Antin y el narrador nen las palabras “de haber sido yo escritor, habría sido Cortázar”. También hurga en él deteniéndose en Graciela Borges, la protagonista de La cifra impar (1962). En específico lo ejemplifica la escena del espejo censurada antes de su estreno. Borges además la repite en la actualidad. El problema en el documental de Rajschmir viene con las maneras múltiples y contrastantes de mostrarnos estas cartas. Ninguna potencia su merecida atención. Por ejemplo, en una escena es visible de forma translúcida una de las correspondencias mecanografiadas con el mar al fondo y leída en voz alta por alguno de los entrevistados. Tantas voces lectoras y recursos técnicos en torno a los textos impiden concentrarnos en la confianza que ambos autores se expresan. Esto es tan claro que la posproducción resalta las líneas dichas en voz alta. Ya por sí solas son legibles en el plano, si bien tardamos en conseguirlas. Hay dos obras de estos últimos años donde las cartas son, como aquí, la evidencia de vínculos afectivos, filosóficos y geográficos: Miró. Las huellas del olvido (2018) de Franca González y la coproducción de Paraguay y Argentina Un suelo lejano (2019) de Gabriel Muro. Aunque las relaciones similares y diferentes darían para un texto mucho más detallado, en las tres coinciden las cartas como parte de inquietudes actuales donde estos documentos entraman la dinámica audiovisual de la obra y ya no solo los vínculos entre personajes históricos. El traspié recurrente con la manera de mostrar las correspondencias en Cartas iluminadas no obstaculiza otro genuino hallazgo. Aquí la memoria conforma una búsqueda como ocurrió en la amistad creadora de Cortázar y Antin. En la escena más conmovedora, la actriz Dora Baret, protagonista de Intimidad de los parques (1965), recuerda un momento significativo que la moviliza hasta llorar. Si bien la escena tiene un corte abrupto, sabemos también que son abruptas las emociones. Y esos pocos segundos hablan del poder ambivalente y restaurador de la memoria. Este solo instante en escena nos permite reflexionar sobre la desolación memoriosa frente a la distancia entre lo que fue y ahora es cada individuo. También así vemos cómo la memoria restituye a la entrevistada por su capacidad evocadora y a los espectadores para que seamos partícipes de esta intimidad significativa más allá de lo público.
No es posible desacreditar la atenta maestría audiovisual de Emma (2020), reciente adaptación del clásico de Jane Austen. Sin embargo, la mirada pícara de Anya Taylor-Joy interpretando al personaje homónimo resulta muy incrédula para convencernos de que el amor de George Knightley (Johnny Flynn) pasa desapercibido. Hablar de sus grandes ojos de pupilas negras parecería un descuido menor de casting. Pero el detalle se reitera por los tantos primeros planos donde su mirada delata suma atención a su entorno. Además, el inicio de la obra es una breve oración que describe el carácter de Emma. Esto abre la posibilidad de intuir que la mirada de Taylor-Joy en la siguiente toma no basta para sentir lo descrito en palabras. Por lo menos tal decisión tipográfica no se repite de nuevo, sino para marcar las estaciones del año. Sin embargo la distracción ya está instalada en nosotros. De ese detalle se deslinda una pregunta más urgente: para qué revisitar en pleno siglo XXI esta obra desde un acercamiento de la época georgiana similar a otras adaptaciones. Ahora las relaciones humanas apelan cada vez más a la inmediatez virtual y ya en 1995 la historia fue adaptada a una secundaria privada en Beverly Hills para Clueless de Amy Heckerling, y un año después a los propios códigos temporales de la novela bajo la dirección de Douglas McGrath. Hoy en tiempos donde la galantería debe dialogar con el perreo y las aplicaciones de ligue, la reciente adaptación halla un gancho: la desnudez física y también emocional del protagonista masculino. Esto que algunos catalogarían con sorna como eye candy es aprovechado acá para efectos de historias usualmente conocidas como costume dramas. Al mostrarnos en los primeros minutos cómo el protagonista es vestido por sus sirvientes desde la entera desnudez y en un plano general del interior de los lujos hogareños, se nos está tentando a intuir cómo serán desvestidos estos protagonistas aunque no de forma literal. Este tipo de detalles visuales brindan una picardía que la adaptación homónima de 1996 de McGrath no tiene. En ella, la inocencia en los enredos amorosos no trasladaban dicho jugueteo presente en la escritura de Austen. Solo las actuaciones de Gwyneth Paltrow y Toni Collette junto con la música de Rachel Portman ilustraban cada tanto sus intereses sentimentales con cierta travesura. En la versión dirigida por Autumn de Wilde, el humor está acentuado en tantos niveles que por lo menos la obra lo matiza con la calidez en la actuación de Johnny Flynn. En ese sentido, hay varios elementos llamativos con los que ambas películas, ubicables en la plataforma Popcorn Time, contrastan. Por ejemplo, esta vez el padre de Emma (Bill Nighy) tiene menos diálogos pero su gestualidad es un comic relief. Quienes han visto otras películas con el actor, pillarán el humor usual de su trabajo. Por su parte, Denys Hawthorne pasa desapercibido como un padre más complaciente. En cuanto a los colores, ambas tienden a las tonalidades pasteles pero la predominancia de los rojos, verdes y amarillos en la de los noventa distrae la atención de los matices más sutiles. El personaje de Miss Bates adquiere más importancia en la nueva adaptación donde la interpreta Miranda Hart de manera puntillosa, si bien ambas mantienen la escena del altercado en un picnic donde se evidencia la crueldad de Emma con respecto a ella. En la más reciente, la fotografía de Christopher Blauvelt (el mismo DF de Dunkirk) invita a una mayor atención visual a los fondos que contextualizan a los personajes. Muchas líneas horizontales atraviesan los rostros o los enmarcan, recurso que ya utilizaron por ejemplo Ang Lee y Emma Thompson en su adaptación de Sentido y sensibilidad, también de 1995. McGrath, en cambio, hace a su protagonista menos atravesada por sus circunstancias e incluso enmarca a Gwyneth en un triángulo formado por el piano que ella toca ante a los invitados de una reunión, como si Emma representara una tríada entre sus talentos, emociones e intereses amorosos Finalmente, si bien el riesgo de McGrath en retratar la diferencia de clases termina siendo anticuado cuando unos pordioseros atacan a unas asustadizas Emma y Harriet, por lo menos lo incluye. En la nueva versión, la guionista Eleanor Catton solo lo menciona en diálogos y esto le quita riesgo a un pasaje que la misma Austen incluía en su obra. Tal omisión le impide hacer un hallazgo para poner en perspectiva al menos indirecta con esta actualidad todavía plena en desigualdades sociales.
Esotérico, del griego εσώτερος «de dentro, interior, íntimo» El hogar, la fauna y las voces fuera de campo son elementos recurrentes mas no exclusivos con los que Alex Piperno aborda la naturaleza misteriosa de sus historias. La diferencia entre su ópera prima Chico ventana también quisiera tener un submarino (2020) y sus tres cortos previos es la manera cómo aparecen tales aspectos para intensificar la ambigüedad del misterio. De hecho, narrar la sinopsis de esta coproducción presenta ya un reto por la multiplicidad geográfica. A bordo de un crucero en los mares de la Patagonia, Chico ventana (Daniel Quiroga), miembro de la tripulación, descubre un pasadizo bajo la cubierta del barco que lleva al departamento de Elsa (Inés Bortagaray), una joven en una ciudad latinoamericana. Paralelamente, en una zona rural de Filipinas, un grupo de campesinos descubre una caseta cerca de su campamento que comunica también con otra realidad. De las salas de máquinas a los salones lujosos de un barco, del vasto mar del fin del mundo a la densa selva asiática, del tradicionalismo al modernismo; la película se desplaza desde la paradoja de los planos fijos y hacia vínculos tan misteriosos como mundanos. De no ser por ciertas pistas o búsquedas, no podríamos ubicar geográficamente los tres sitios si bien se diferencian entre sí por los paisajes y los idiomas hablados. Piperno juega con un realismo a dos aguas entre lo social y lo fantástico pero catalogar su obra solo con uno u otro término es engañoso. Acá no hay monstruos aunque bien podría. Tampoco hay asesinatos ni embrujos, aunque es plausible para algunos personajes, sobre todo quienes llevan a cabo un ritual de sacrificio. Y hay clases sociales, campesinas y obreras atravesadas por una actitud de renuncia hacia su entorno más que por una denuncia activista. Seguramente por esta misma necesidad de franca huida se meten en pasillos a oscuras que como espectadores solo podríamos detallar en una sala semioscura. Tal vez ahí captaríamos mejor el homenaje que Alex está haciendo a la influencia del cine sobre sus espectadores: desplazarnos sin movernos, hacer alma sin que nos hayamos movido del asiento. Para semejante renuncia, los ángulos rectos y los planos fijos en la fotografía de Manuel Rebella aparentan visualmente una historia atenta a la realidad de cada personaje mientras el diseño sonoro de Lucas Larriera sugiere fantasías, maldiciones y fantasmas sin efectismos. También se refuerza la disociación de los personajes a través de los diálogos. Con frecuencia estos se oyen fuera de campo o es difícil observar quién en escena los está diciendo aunque se sobreentienda. Piperno ya ha utilizado estos recursos en sus obras previas. La diferencia esta vez también radica en el tratamiento extradiegético de las figuras animales. En sus cortos* la fauna estaba domesticada o aparecía como entorno aural. Por ejemplo, en Lloren la locura… el perro descubría el cadáver de la hija. Aquí a los animales del entorno sonoro (ladridos, cantos de pájaros y luciérnagas) se suma una serpiente solo enunciada que se esconde en la misteriosa caseta para devorar a los habitantes en el sueño de uno de los campesinos. Habrá también una ballena jorobada que solo veremos saltando por el reflejo de la ventana donde Chico se asoma a verla. La coincidencia de este rostro humano con el cuerpo animal vendrá a sugerirnos que lo sobrenatural está en los personajes como una necesidad intuida que casi nunca se muestra. Piperno quiere mantenernos en vilo mientras matiza con planos fijos las fantasías y embrujos. El realizador es tan riguroso en sus sutilezas que ni la repetición geométrica del plano distrae nuestras expectativas. A la vez que aprovecha de darle perspectiva al encuadre con diagonales, da la sensación de que cada lugar tiene una imagen alterna al punto de fuga que está en constante desplazamiento o disrupción. Así las líneas diagonales de las puertas, ventanas, pasamanos y pasillos indican un tránsito paradójico. Por un lado, la imagen fija invita a detallar los movimientos dentro del plano. Y por su parte, los efectos sonoros y los diálogos nos invitan a pensar en esos mundos alternos tendidos por las líneas. Algo similar ocurría en su corto Hola a los fiordos! donde una lejana canción de Adele ambientaba el humor melancólico de un pasajero a espaldas en un crucero bastante parecido al de la ópera prima Si por el carácter contemplativo o mágico queremos ubicar esta obra en una tradición similar a la de Apichatpong Weerasethakul, Lisandro Alonso o Pedro Costa como han sugerido algunos críticos; habría que hacerlo teniendo en mente la manera de Alex para dosificar el ritmo parsimonioso o los elementos fantásticos. Los vuelve cercanos en duración e inasibles visualmente haciendo que lo esotérico parezca por momentos un anhelo más que una certeza.
¿Se aprende algo de las tragedias en la Argentina? (La lluvia es también no verte) Graciela (Stela Galazzi) es docente a la espera de su jubilación. Rodo, su padre casi octogenario (Carlos Rivkin†), es bastante resolutivo aunque ella lo trata como si fuera su mamá. En medio de esa rutina planteada con travellings de avance y retroceso, contrasta el vínculo entre él y Sabrina (Valeria Correa), una mujer que lo visita cada tanto y vive en las calles aledañas a su apartamento. Graciela cree que son pareja y Limón / Lucía, la recién nacida de Sabrina, es hija de ambos. No hay etiquetas para esta dinámica y tal vez por ello la decisión de la cámara en mano acierta en tales escenas. Ya desde el inicio la propuesta audiovisual de Una casa lejos (2021) nos advirtió que algo siempre está fuera de alcance. Esto lo anuncia el efecto sonoro del tren en movimiento sobre las vías con la imagen todavía en negro. Y tal indicio de carencia será reiterado en varias ocasiones como cuando Graciela descuelga el retrato de Domingo Faustino Sarmiento en la oficina donde trabaja y se interesa por el rectángulo sin pintar desde hace tantas décadas. El plano general segundos después sugiere que esta profesora siempre tendrá en su cabeza lo faltante no solo en una institución educativa, también en su vida personal. Ese tipo de plano se repite en el cierre de la obra, cuando ella al aire libre ve fuera de campo. Esto puede sugerir que al menos los espectadores conseguimos junto al personaje un plano lleno de sentido a pesar de aquello faltante. Así Mayra Bottero quiere mantenerse a medio camino entre los problemas sociales y las complicidades comunitarias. La realizadora de esta obra que estrena hoy en salas comentó hace unos días en una entrevista el frecuente desprestigio hacia el melodrama, género donde ella ubica su obra. Si tomamos la reflexión del escritor mexicano Carlos Monsiváis al respecto*, cabe también considerar la pregunta del sociólogo Jesús Martín-Barbero “hasta qué punto el éxito del melodrama en estos países [latinoamericanos] habla del fracaso de unas instituciones políticas […] incapaces de asumir su densidad cultural?”. Para Mayra la respuesta al menos ficcional de ese fracaso puede ser la solidaridad entre los personajes. Ella le da relevancia a la complicidad social como lo hizo en su obra anterior La lluvia también es verte (2016) en torno a la tragedia en el local República Cromañón donde murieron 194 personas en 2004. Allí ella y su equipo reconstruían el accidente a partir de los testimonios de supervivientes y la voluntad de justicia y superación de agrupaciones ciudadanas. Ahora en su segunda obra podemos decir que Bottero replantea las preocupaciones sociales de los protagonistas a través de lo simbólico del plano y cierta estilización actoral. Las diferencias de ambas películas estarían en las decisiones técnicas de los montajes realizados por Valeria Racioppi quien aquí además hace un cameo como enfermera de guardia. Allá los cortes y los testimonios marcaban el sentido, aquí lo hacen los planos y lo no dicho. Aquellas actitudes solidarias que protagonizaron un cambio social en su ópera prima y en la historia reciente del país; pueden verse aquí en Rodo, y también con Graciela y Silvia (Alicia Muxo), su amiga del colegio y compañera de trabajo. Cierta rigidez del elenco en la manera de decir sus líneas distrae lo cálido de sus gestos. Pero la puesta en escena resignifica esos detalles para también hacernos sentir que si bien hay presentes temas sociales, lo relevante es la ilusión de circunstancias amistosas o personales para tantear esa casa lejana a la que Graciela quiere mudarse. Al final a ella le bastará la sensación de hogar presente entre quienes la acompañan sin necesidad de un afecto sexual. Otro ejemplo concreto de tal expectativa de casa está en el diseño de arte como la figura azul del globo aerostático en el buzo de Graciela cuando carga a Limón, la recién nacida de Sabrina. En la toma siguiente, su hija duerme con la cabeza apoyada en un cojín estampado con globos coloridos. En conclusión, no es casual que tanto en esta obra como la anterior, Mayra grabe a sus personajes en varias escenas delante de rejas, como si se sobrepusieran a las limitaciones sociales a pesar de tanta desolación institucional. En ese sentido Rodo se presenta aquí como el ser más solidario, a pesar de sus muchas torpezas como padre. Es él quien acompaña y apoya a Sabrina en su vida de calle. Y es él quien hace un cuarto para una niña que no es su hija ni nieta. Probablemente sea él el personaje más solitario de la obra lo que hace más amargo y significativo el hecho de que Rivkin, también activo en su vida profesional, no haya podido ver terminada esta película. Hay carencias imposibles de subsanar.
Puede decirse que el tema central de Akelarre (2020) es la mentira. Ana, Katalin, María, Maia y Olaider, las ‘brujas’ acusadas; reiteran en distintas ocasiones que la memoria y la cabeza mienten. Por su parte, el secretario del inquisidor señala y reflexiona sobre si es cierto que las brujas siempre usan la mentira. Y la misma coproducción insiste en volver ambiguas las certezas de si estas jóvenes son brujas o sencillamente mujeres perseguidas. Durante el año 1609 en el País Vasco hubo una caza de brujas, como las hubo principalmente en América y otras partes de Europa, por sus supuestos conocimientos de magia negra. Para el guion, Agüero y Katell Guillou se inspiraron libremente en “La bruja” de Jules Michelet, un estudio de las supersticiones en la Edad Media, y en el “Tratado de brujería vasca: descripción de la inconstancia de los malos Ángeles o Demonios”. Este libro del juez Pierre de Lancre narra sus vivencias durante la caza de ‘brujas’ en el País Vasco francés. Tal libertad narrativa está sostenida de principio a fin y posibilita reflexionar sobre la mentira como una línea fina pero definida entre la verdad, la ficción y lo real. Agüero atraviesa esos tres polos con la memoria, el acto de narrar y la ensoñación. En ciertas escenas, su propuesta estética reafirma con colores brillantes la vitalidad juvenil de las protagonistas. Los hombres reprimen insistentemente esta energía hasta el momento de la confesión y el ritual del Sabbat. Al comienzo estos inquisidores son caprichosos en sus maltratos y decisiones porque no hay pruebas para perseguirlas y nunca las habrá. Luego con las narraciones de ellas, en medio de sus forzados testimonios, las palabras poseen una vitalidad actoral y cinematográfica que podría ser una ilusión para efectos de la historia; un juego orquestado por estas jóvenes mientras están encarceladas. También el valor del canto en las torturas, interrogatorios y en la celda de la cárcel da cuenta de una energía que tiene que ver con la capacidad creadora de estas vidas y no solo con el placer de sus rituales como señala el cura del pueblo. De todas maneras, aquí la ficción no es el ambiguo juego engañado ni engañoso de por ejemplo La vita è bella (1998) o Birdman (2014). Estas asociaciones serían mucho más arbitrarias si no fuera porque en las tres el rol de la ficción y la historia están vinculadas con la muerte. Además el acercamiento de Agüero tiende más al drama que otras películas sobre brujas donde los códigos del terror o la comedia impiden matizar la propuesta audiovisual. Y de las mencionadas antes, la sexta obra de Agüero conjuga una dinámica donde se prefiere resguardar la ambigüedad del final. Recordemos que en la premiada obra de Roberto Benigni el padre le mentía a su hijo en medio de la segunda guerra mundial para mantenerlo a salvo, algo éticamente cuestionable en varios niveles. Y en la de Iñárritu, aunque el protagonista se había suicidado con un salto por la ventana de la clínica, a los segundos su hija se asomaba para ver hacia el cielo con cierta alegría, remarcando la inferencia de que su padre habría volado como el superhéroe que él interpretaba en la ficción. Aquí ficción es una obra ambivalente de otra realidad para repensar la existente, no (auto)engaño a fuerza de seguir adelante como en aquellas películas. Al final, las jóvenes saltan por un acantilado bajo la tenue luz de la luna llena. No es posible distinguir si vuelan o si se suicidaron, aunque la llama de la antorcha apagándose puede sugerir muerte. A estas decisiones narrativas que nos hacen reflexionar sobre la fidelidad histórica, se suman las sugerencias de la propuesta técnica. Si cada corte del montaje de Teresa Font está resaltando más la construcción ficcional, la constancia frente a la mentira se puede observar incluso con los tantos cortes de escenas, casi excesivos en cantidad, como ocurre en los momentos de la cárcel o la danza final. También podríamos cuestionar la conveniencia de que los hombres terminen tentados por el encanto de ellas y el final ambiguo matice la crueldad eclesiástica que históricamente aniquiló a cientos de miles de mujeres en el medioevo. Pero las formas del cine tampoco están para defender o arremeter en bandada contra la historia oficial, sí al menos para recordarnos que el registro escrito de tales eventos es una recreación donde los poderosos dejaron documentados sus temores por ignorantes. Y esto lo cumplen Agüero y el equipo con su Akelarre.
Ceniza Negra (2019) despierta muchas preguntas a partir de la relación entre el título y la obra en sí. Por un lado, puede decirse que su paleta de colores tiende a los negros. En muchos planos Francisca Sáez Agurto, la dp, forma con los cuerpos del elenco, sombras estáticas en medio de la naturaleza o dentro del hogar de Selva (Smashleen Gutiérrez). Son siluetas fijas hasta que ella, de 13 años, y su abuelo (Humberto Samuels) corren para meterse en la playa en uno de los encuadres finales. También es negra la serpiente que Selva entierra al principio, negros son los cabellos de la actriz y varias de sus prendas. También lo son sus pupilas. Y aun así, la piel de los personajes tiende al caoba. Esto quiere decir que Sofía Quirós no propone un quiebre de la identidad. De hecho los acentos de los personajes son pistas para inferir dónde se ambienta la historia. Sin embargo, no se nos indica directamente. Por otro lado, en esta coproducción ambientada en Costa Rica, los movimientos de cámara se alternan entre planos fijos y en mano. En este alternar arbitrario la obra de Sofía, basada en su corto Selva (2017), insiste más en la incertidumbre que en las respuestas. Y la fragmentación visual podría sugerir la idea de las cenizas por tantos primeros planos o medios antes que de cuerpo entero. Ahora, esta incertidumbre no tendría que ser un problema. Sin embargo no se escuchan orgánicas las maneras como el elenco dice sus líneas. Entonces, para poner en perspectiva este detalle podemos observar que la obra propone en varias escenas la disociación de los cuerpos femeninos con respecto a sus voces. Desde ese no-lugar entendemos: estos personajes callan vivencias que solo sus palabras pueden reelaborar a medias, fuera del contexto visual. Y esta medianía es imputable a las limitaciones de la obra pero también a los límites de toda imagen audiovisual cuando se habla de fronteras geográficas. Sofía nos invita a saber esto porque ella misma es de familia costarricense y nacida argentina. En ese doble distanciamiento técnico y territorial, la desaparición paulatina de Elena (Hortensia Smith), la abuela de Selva, es un acicate a la pregunta dónde están sus padres. A modo de presencia cómplice, este vínculo le brinda ciertos asomos de realismo mágico a la historia. Pero Quirós no se conforma con ello y tampoco busca que nosotros lo hagamos. De haber sido este el caso, habría más respuestas sobre qué pasó con los vínculos inmediatos de Selva. Si el lector permite la arbitrariedad asociativa por un momento, la obra nos plantea una suerte de árbol genealógico sin tronco, como si en los rituales de Selva ella buscara sus raíces. Pero su presente sigue inconexo aunque ella acompañe a su abuelo. Qué significa entonces aislar estas feminidades. ¿La desaparición simbólica de padre y madre, las autoridades inmediatas, reconcilian lo femenino con el poder o la búsqueda de un lugar propio? Más que una respuesta, Sofía prefiere el movimiento visual de sus personajes y una liberación que no viene de la rebeldía, sino de la curiosidad ritual. Tal vez en los entierros que le celebra Selva a las serpientes hay algo de este enraizar la animalidad, el cambio de piel y lo escurridizo de todo espíritu solitario.
Ella nos mira ya desde la verdadera realidad de su rostro (“La abuela”) Impresiona la tanta emoción contenida en la ópera prima de Cristian Arriaga. Además esta no se desvía hacia el llanto fácil. De hecho apenas al final, llora solo Ledda Barreiro, una de las diez mujeres entrevistadas, fundadoras de la asociación Abuelas de Plaza de Mayo. El propio realizador respeta su fragilidad y le pregunta fuera de campo si quiere parar la grabación. Rosa Roisinblit, Ángela Barili, Sonia Torres, Aída Kancepolski, Emilie Flores, Buscarita Roa, Ledda Barreiro, Estela de Carlotto, Delia Giovannola y Bertha Schubaroff nos templan a la hora de narrar las desapariciones y reencuentros de sus familiares cercanos. Su entereza brinda una aceptación saludable frente a los dolores. Lucas Pérez, dp y camarógrafo, aprovecha la personalidad tras cada rostro sin recurrir a primerísimos primeros planos. En ellas no hay resignación como tampoco autoengaño ni condescendencia. Además como revela Torres, hay una necesidad terapéutica de saber qué les pasó exactamente a sus familiares desaparecidos hace más de cuarenta años incluso si no llegan a reencontrarlos en el resto de sus vidas. Arriaga cumple casi por completo tal necesidad testimonial. Sin el prólogo de pocos minutos de duración, toda la obra constaría de ellas hablando en dos planos y un formato de la imagen que brinda equilibro. Esta confianza en las narraciones de sí mismas junto con la dirección de fotografía brinda una calidez ambigua a la manera de ser de estas mujeres. Por un lado, su cercanía tan franca nos desgarra como espectadores que solo podemos imaginar los tormentos de sus vidas en medio de la dictadura cívico militar. Por otro, la calma incluso sonriente en algunas permite una reconciliación íntima frente a estas historias traumáticas. Por esto mismo, el prólogo escrito por Osvaldo Bayer y Arriaga atenta contra la claridad narrativa latente en las diez entrevistadas. La narración de Liliana Herrero viene a presentar con excesos literarios a abuelas que como mostrará el resto de la obra, no necesitaron de poses ni de palabras de otros antes que las suyas y las de sus aliadas. Incluso si creemos que estas imágenes iniciales introducen un símil de que las abuelas son como un puente entre la historia de un país y una familia, esto ya se podría ver con el título. Abuelas, así sin determinarlas a una plaza o un país, nos invita a escucharlas como raíces de una genealogía. Y en este sentido, no puede ser fortuito el “así” pronunciado en el prólogo, coincidente con un plano detalle de la tierra. Esta complicidad con las entrevistadas se ve además distraída con ciertas decisiones de montaje. Hay cortes constantes de plano medio a primer plano. Además ciertos efectos sonoros ejemplifican lo narrado por estas mujeres, como redundando en la fuerza de sus voces y la capacidad de nuestra imaginación. Algunas interrupciones abruptas en sus testimonios no concatenan sus alianzas con las otras narradoras. De todas maneras, su desahogo cuando cuentan las desapariciones de sus hijas y los reencuentros con sus nietos nos conduce a una sutil catarsis o la posibilidad de esta. Al final, la autoría de Arriaga sobre su obra como director, co-guionista, productor ejecutivo, montajista y diseñador de sonido, está presente también en la canción “Abuela” de los créditos finales. En ella también participaron Oscar Giunta, Ricardo Mollo, Nahuel Antuña, Gustavo Santaolalla y Montoya Carlotto. De haber delegado por lo menos el montaje en otras manos, la complicidad de estas abuelas sería más efectiva como lo ha sido en la vida cotidiana y la necesidad de contexto se afianzaría más allá de lo técnico.