A María Karina … como si no bastasen los ojos// sin el revés de la imagen (Poemas de Egarim Mirage, Graciela Yáñez Vicentini) La repetición de lo que cada uno aprendió con la mamá y el papá es algo fallido. Tener todo programado es fallido Breve miragem de sol La mirada de Fabrício Boliveira y los múltiples sonidos fuera de campo nos interpelan en el transcurso de Breve miragem de sol (2019) de Eryk Rocha. La tristeza y el cansancio en sus ojos saltones nos inquietan hasta el final, aun si más de la mitad de los planos están grabados de noche o madrugada por las andanzas como taxista del personaje que el actor interpreta. Eryk, hijo del legendario artista Glauber Rocha (Antonio das Mortes, Deus e o Diabo na Terra do Sol), escoge los códigos ficcionales para esta obra a diferencia de sus películas anteriores. Queramos debatir o no las diferencias difusas entre este registro y el documental, el propio Eryk lo hace dentro del guion, el cual co-escribió junto a Fabio Andrade y Julia Ariani. Por ejemplo, el taxista le dice a los primeros pasajeros que se llama Juvenal. Si bien luego podemos suponer que miente por cómo se desenvuelve la dinámica entre ellos, algunas noches después le dice a Karina (Bárbara Colen), otra pasajera, que se llama Paulo. Confiamos en esta respuesta por la química entre ambos, pero la duda ya está instalada en nosotros como espectadores: quién es y quién dice ser este conductor nocturno. Esté inspirado directa o indirectamente en hechos reales, los guionistas borran los límites entre la anonimia de un taxista y un personaje ficticio con nombre claro. Pero tampoco nos confunden en el ínterin. Eso resuena desde el primer plano de la película. Gran parte consta de acercamientos subjetivos desde el punto de vista del conductor o de los pasajeros. La cámara en mano tiembla y la mirada de Boliveira nos conduce entre las sombras. Solo cuando consigue a Karina (Bárbara Colen), él articula sus penas y su cuerpo se nos vuelve más asible a nivel visual. Desde ese momento, se nos muestra con algunos planos medios el contraste entre las paredes blancas en el apartamento donde vive y su cuerpo. Como gran parte de la historia transcurre en el auto, tienta recordar a ciertos conductores del cine como el de Taxi Driver o El sabor de la cereza para los cuales el carro es un aliado taciturno y no solo una fascinación mecánica. Pero aquí hasta la violencia está adormilada a diferencia del clásico de Scorsese. Y los compañeros de viaje no son diurnos como los presentes en el de Kiarostami. En ese sentido, el diseño sonoro de Edson Secco está enfocado en las noticias de la radio, los mencionados audios y la música compuesta por el propio Edson. Como si se tratara de certezas tan apesadumbradas como la oscuridad de la noche, los sonidos acentúan la soledad del personaje de quien poco a poco nos vamos enterando de cómo vive aislado su rol paterno. Uno de los últimos audios que él le hace a su hijo es clave en ese sentido. La película halla finalmente una forma callada de complicidad con la entereza de Karina. Cuando le confiesa a Paulo que no sabe si quiere ser madre, el guion no solo considera las decisiones previas de estos personajes sino su postura frente al futuro. En medio de las sombras nocturnas, los ojos de Bárbara Colen son sinceros en su duda por el cansancio y su decepción como enfermera. Ahí la mirada ya no es la cercana ilusión de Paulo. Ahora es la certeza del otro en el espejo retrovisor. Y es también la que nos ha conducido en un entorno caleidoscópico por sus voces, sonidos y protestas cotidianas.
A Mitzi El Amateur (el que practica la pintura, la música, el deporte, la ciencia, sin espíritu de maestría o de competencia) conduce una y otra vez su goce (amator: que ama y ama otra vez); no es para nada un héroe (de la creación, de la hazaña); (…) es –será tal vez– el artista contra–burgués. Barthes por Barthes El trato amateur en ciertos momentos actorales y en el diseño de sonido de Hacer la vida no impide que sus siete personajes centrales estén finalmente liberados de las represiones mostradas de forma visual. En este sentido, los colores y la composición de los planos sostienen el cuidado a irregularidades presentes en la sociedad bonaerense retratada. La vuelta a Barthes no es solo una postura retórica ni teórica. También la percibimos durante la película y desde la primera escena en el audio que hace la ucraniana (Raquel Ameri) por celular. Las palabras y la mirada vidriosa de Raquel en ese primer momento y en su lengua materna se combinan con un “te amo” en español. Esta muestra de múltiples acentos idiomáticos a lo largo de la obra concuerda también con el retrato de minorías liberadas de ciertos yugos. Después se manifiesta visual y progresivamente en las tonalidades azules del diseño de producción, como las paredes donde ella y Mercedes (Florencia Salas) viven debido a una contingencia. La paradoja de que la propia obra refiera el personaje de Ameri como La Rusa incluso en los créditos aunque es ucraniana, se convierte en una contradicción con Mercedes, que es tucumana y vive cierto nomadismo como aquella, pero sí tiene nombre. A pesar de eso, el plano medio de Raquel a espaldas de la cámara y viendo hacia la piscina mientras una niña nadadora está por lanzarse al agua, plantea una geometría de sus deseos sugerida visualmente en el techo del recinto donde ambas se encuentran. Lástima que el vidrio que las separa se remarque aún más en el diálogo de la profesora de natación que le compra café y se empeña en llamarla rusa. Sabemos que la extranjería es insalvable, sí, pero los trazos gruesos también desentonan. Es válido entender en ese punto la falta de matices en las escenas histriónicas como una agenda de corrección política para que sean visibilizadas las irregularidades sociales. No minimicemos por esto la complicidad y la empatía entre tales historias cotidianas. Al final, los planos en más de una ocasión muestran a varios de los personajes como atravesados por las líneas horizontales al fondo de su entorno a pesar de las rudezas expresadas en sus diálogos. De esta manera, la impresión amatoria de la realizadora tiene el alcance de retratar las relaciones humanas en el cruce de ficciones desde lo laboral, familiar, sexual y económico. Este no es un logro menor de la obra puesto que en su guion entrama las desigualdades de todo vínculo manifestadas en las de toda comunidad. Observemos la manera de mostrar el sexo en cada una de las parejas, por ejemplo, y hasta la ausencia de intimidad y más represión entre Mónica (Victoria Carreras) y Sergio (Darío Levy), quienes manifiestan tener más ingresos económicos. Podemos achacarle falta de matices al guion, pero hay hallazgos incluso en las conversaciones pos coito. No por tal inclusión la película pretende un cierre salvador para todos. Pero con Lucy (Bimbo Godoy) hay una liberación del núcleo familiar más inestable y venido a menos aunque su madre sea la dueña de la residencia donde ocurre la historia. Son ella y su hijo quienes poseen una esperanza efectiva. Debido al sobrepeso bien asumido desde el personaje y encarnado por la actriz, el descalabro familiar se compensa así desde el cuerpo propio. Para los demás, sobre todo los pudientes, la realizadora propone al menos que convivan con sus grietas y desconches. Gracias al plano americano final, ella simboliza sin juicios la aceptación de los desbarajustes de los estratos más integrados en esta pequeña comunidad bonaerense que se las arregla de las mejores maneras, aunque no sean las únicas, para lidiar con sus ilusiones artísticas o imposiciones sociales. Y así, Gabriela (Luciana Barrirero), otro de los personajes, consigue hacer shows de cabaret aunque no sea su mayor deseo como actriz y a Mónica (Victoria Carreras) solo le queda reírse cuando la mascota de su marido destroza las muñecas embarazadas que ella teje. Así, es oportuna esta compensación poética por el propio maltrato de ambos hacia Mercedes, quien trabajaba limpiando en la casa de ellos.
El eterno huérfano ¿Quién? … el bicho ese (Demián Dantander y Franco González, La Creciente) Escasean las palabras dichas en La Creciente (2019) de Demián Santander y Franco González. A cambio de ello, contrasta lo significativo de otros efectos en el diseño sonoro de Arian Frank. Tales efectos, junto con la cámara en mano, ponen en relieve un conflicto en el protagonista evidenciado en las varias preguntas que le hacen a lo largo de la obra. No ha transcurrido ni media hora de película y ya distintos personajes circunstanciales le han preguntado “qué hacés acá”, “qué onda vos”, “¿sos de por acá?” y “de dónde sos”. Él mismo formulará varias preguntas y se quejará de tantas inquisiciones. Estas dudas consiguen respuesta aunque no estén verbalizadas. Matía (Cristian Salguero), el protagonista, se encuentra a la deriva. Esto ya nos lo mostró un primerísimo primer plano en su secuencia inicial nadando en el río. Pero también lo sugiere un plano contraplano cuando él consigue una pequeña casa de lata donde vivir. Su reacción ante el descubrimiento tiene de fondo el cielo y los árboles sin copa, como si él perteneciera a la naturaleza de forma inevitable aunque intente lo contrario. Ya vimos una toma similar, sin los árboles, en los primeros minutos. ¿Qué hacemos entonces con su deriva? Atendamos al canto de los pájaros, el mugido de las vacas o el jadeo del perro perdido. El protagonista sobrevive a su entorno como lo hacen o no estos animales y más allá de las dudas frente a necesidades básicas (hambre) o económicas (trabajo). Aprovechar plenamente la fauna para simbolizar la soledad de estos personajes no solo pasa por hilar la anécdota del carau con los efectos sonoros o el trabajo de pastoreo y traslado de vacas y ovejas. También la fotografía de Eric Elizondo y el montaje de Emiliano Rodríguez sorprenden en la cristalización de estos sentidos. La obra se las arregla para que el fondo de los planos en constante movimiento hable de las inquietudes de sus personajes y no solo de forma unívoca. Dos escenas a la mitad de la película dan cuenta de cierta llaneza que nos anticipa el final aunque sus matices sean valiosos. Un almuerzo con Matía, el “Correntino” (Héctor Bordoni), su hija y Gustavito (Facundo Aquinos), el otro trabajador, subraya en exceso el predominio del padre sobre aquellos tres. La puesta de todas maneras aprovecha la tonalidad amarilla de la cortina para recordarnos una escena anterior con el cenital de los amantes en cama, ahora sentados frente a frente. La siguiente toma usa menos diálogo y es más potente en su contraste audiovisual: los mencionados amantes están en una lancha, en un plano general y en medio del río repleto de plantas que les impide deslizarse. Ella bromea “no tenés isla”. El sentido metafórico de la expresión es evidente (a él le falta experiencia) pero el literal apela a carencias en distintos niveles. Un plano secuencia de dos minutos ejemplifica la independencia que estos amantes buscan. Mientras ella limpia un pescado con cierta tirantez y él la aborda después de una noche de laburo y joda, los dos manifiestan las pequeñas concesiones necesarias en una convivencia (“solo te pido que no bardeés más de la cuenta”), ella le advierte sobre su padre agresivo quien lo contrata a él, y juegan sexualmente. La cámara se mueve tosca como lo hacen en la rutina todas las relaciones de poder capaces de que la violencia no se imponga. Que la película resuelva estas dinámicas con la muerte empobrece sus planteamientos. Al develarnos el nombre de Gaby (Mercedes Burgos) poco antes de que huya, se nos está planteando un karma familiar apresurado. Es difícil entonces no imaginar otro camino: ella estará toda su vida huyendo de la figura paterna y la posibilidad masculina de reconciliación estará escindida por el temor. No hacía falta matar a alguien para que se evidenciara esta orfandad contextualizada en una isla del río Paraná. Tampoco era necesario supeditar la independencia de Gaby a fantasmas previsibles mucho antes de la muerte de Matía.
Debería inquietarnos no solo como espectadores sino también como sociedad que un realizador como Todd Haynes (Carol, Far from Heaven…) tome las riendas del thriller para hablar de algo en apariencia pedestre. Sus búsquedas recientes han tendido a los melodramas del alma norteamericana. Tomemos en cuenta además que el tema central de esta ocasión parte de un artículo escrito por Nathaniel Rich en el New York Times sobre los efectos dañinos del teflón en los seres vivos*. Lo central es que la inquietud está afianzada discursivamente en la obra no como un prejuicio sino por cómo se desenvuelve en el nivel visual. Consideremos para ello que más del 90% de los planos de El precio de la verdad están marcados por líneas verticales y horizontales. Esto no es una mera repetición geométrica. En una de las primeras tomas, la seguidilla de cortinas en la firma donde trabaja Rob Billott (Mark Ruffalo) nos sugiere un drama encubierto pero con las tonalidades poco cálidas de una oficina de abogados. Las líneas enfrentadas en varios momentos posteriores nos muestran a un protagonista arrinconado por su necesidad de proteger al indefenso Tennant (Bill Camp), el primero que notó los efectos medioambientales de la empresa Dupont sobre su granja en West Virginia. Pero ese mismo exceso nos genera desconfianza en las linealidades cronológicas que marca el guion con respecto al seguimiento de los casos investigados desde los 70s por Rob. Haynes es tan minucioso en esto que cuando llegamos al tramo final de los años 2000 y caemos en cuenta de que la investigación no progresó en esa época, el simplísimo cambio gráfico en la fecha anual sobre un fondo negro descoloca. Y de hecho ya la película nos ha preparado a la impersonalidad de los procesos judiciales cuando descubrimos el alcance letal del químico C8 en los trabajadores de DuPont. En voz de Mark Ruffalo y mediante reacciones de Sarah, su esposa embarazada (Anne Hathaway) y con un montaje alterno, tal descubrimiento progresa como una perturbación en el parto de ella, en su jefe (Tim Robbins) y en él mismo. Así como esta simultaneidad significativa consolida la desconfianza en lo lineal, la firma de Haynes también está matizada en el hecho de que ese químico vendido como una maravilla para las amas de casa, no es tal cosa. Que él no recurra a teorías conspirativas sino a una atención a la ignorancia indiferente de los directivos de Dupont es un acierto a buscar responsables y no echar a la suerte las decisiones de sus personajes. Y si se le puede achacar con razón a la película que tambalea por ciertos actores o escenas exageradas en el nivel técnico como cuando a Rob le da una embolia, reconozcamos que son detalles menores. Cuando ruedan los créditos a quienes pone en primer lugar es a las personas que padecieron directamente las consecuencias de estos experimentos. Son ellos quienes aparecen como hitos en la historia, entre ellos Bucky Bailey, quien nació con una malformación facial debido a los experimentos, y Barry G Bernson. Si creíamos que Haynes solo desmontaba géneros de la cinematografía para hurgar en los conflictos humanos de las minorías raciales o sexuales, ahora desmonta una gran corporación desde el lado más humano. Lejos de la indignación o el sentimentalismo, hay un detalle clave para intuir esto: la circularidad visual. Detallemos los cortes de cabello sobre todo de los personajes femeninos y qué rol representan. Como si las curvas nos acercaran al desengaño, muchas víctimas y la propia Sarah tiene un corte circular que alivia su gestualidad. Y sus actitudes nunca se victimizan ni cuando nos enteramos de que dejó a un lado su carrera como abogada para ser ama de casa. No olvidemos que en otras películas de Haynes los rostros enmarcados en círculos nos hablan de soledades en busca de su propia protección como Cathy y su pañoleta lila, y el corte masculino de Therese. De todas maneras, en caso de que desestimemos la película por sus tropiezos, mínimo dejemos a un lado el llamado a la indiferencia y el carácter tóxico de la expresión “ponerse un traje de teflón” como si un anti resbalante fuese mágico o la ignorancia nos salvara. Como cierra la película, el 99% de los seres humanos tenemos el químico en el organismo. Así que la indignación y la indiferencia son vacuas frente a enfermedades que ha creado químicamente el ser humano y ante las que hace caso omiso. * https://www.nytimes.com/2016/01/10/magazine/the-lawyer-who-became-duponts-worst-nightmare.html?0p19G=3248
Por lo menos cuatro elementos en Unidos, dirigida y co-escrita por Dan Scanlon (Monsters University), nos sugieren que nos detengamos en el hecho de que la familia Lightfoot consigue sentidos ocultos a partir de lo que tienen en su rutina y así llegar a lo que les hace falta de su pasado. Estos son: las tonalidades azules, el rol del hermano mayor, la madre en sus elasticidades formativas, y la voz y la mirada como articulaciones vitales. Algún apático puede señalar con acierto que ya la compañía de animación en 3D ha tratado antes algunos de estos elementos, pero aquí las diferencias invitan a este acercamiento al tema fundacional de Pixar: la familia en la era posmoderna. En principio, el color azul de la piel de este núcleo familiar de elfos es más pálido con respecto al azul de Tristeza en Intensamente (2014), el de Sully en Monsters, Inc. (2001) y no es tan vivaz como el de los cielos en las Toy Story (1995-2019). Recordemos que los tonos azules pertenecen al ámbito de la melancolía, así que no es descabellada la sugerencia por parte del diseño de personajes de que los Lightfoot han continuado su vida a pesar de la muerte de la cabeza de la familia. El detalle de que precisamente los cabellos, signos orgánicos de identidad, tengan azules más acentuados y cortes excéntricos ya nos está hablando de una aventura necesaria no solo porque la historia comienza el día del cumpleaños 16 de Ian, el protagonista. Ya antes se había incluido ausencias paternales en la mencionada saga de juguetes, pero sin hablarlas frontalmente. La relación de los hermanos resulta novedosa dentro del marco de lo que nos ha acostumbrado la compañía de la lamparita saltarina. Ian, hijo menor, acepta que su hermano Barley ha hecho las veces del padre en vista de la muerte de este cuando ellos eran niños. El guion nos sorprende en un punto y forcejea la desconfianza entre ambos a cuenta de los conocimientos en magia del mayor. E inicialmente podemos creer que esto es un capricho por parte de los guionistas. De todas maneras, la lupa en los matices de este vínculo sirve para conscientizar la tirantez juguetona y desconfiada de toda hermandad. Las figuras maternas han tenido la capacidad de estirarse desde Elastigirl (Holly Hunter) en Los Increíbles (2004-2018) hasta Elinor (Emma Thompson) en Valiente (2012). Si en la primera era un superpoder incluso físico, en esta ocasión los guionistas aprovechan con humor la cotidianidad de Laurel (Julia-Louis Dreyfus), la elfa madre, para defender a sus hijos como cuando pelea con un dragón de diseño bastante ingenioso y al ritmo de la música que ella escucha haciendo aerobics cada mañana. Quien solo quiera ver ahí empoderamiento femenino y corrección política, recuerde que los cuerpos maternales de Pixar no son precisamente aerodinámicos como lo es el preconcepto del poder y mucho menos toda madre en la realidad efectiva está dispuesta a unir fuerzas con un ser como la Mantícora (Octavia Spencer) que deja su puesto de encargada en un restaurante temático para volver a sus raíces del peligro mitológico y mitomaníaco. Y si nos empeñamos en el empoderamiento, hagámoslo de raíz: Pixar contrata nuevamente a una actriz respetada no solo por su edad como Julia Louis Dreyfus para confiarle el rol de una madre enérgica y flexible en sus alianzas más monstruosas Todo esto nos lleva finalmente a la voz y la mirada. Bastante se ha dicho que la compañía de animación ha trazado una filmografía donde las emociones tienen un valor preponderante. Esto es una superficialidad si mínimo no precisamos el rol de la tristeza en su trayectoria. Reconocible como un motor que encauza lo estancado, no leamos esta emoción acuosa nada más en el sentido metafórico. Observemos atentísimos cómo Ian cede su necesidad de hablar con su padre para que sea su hermano quien se reencuentre con la figura paterna. Ahora, cuando ocurre el encuentro entre primogénito y padre, no hay movimientos en la toma hacia el punto de vista de Barley. La imagen del reencuentro desde la mirada de Ian a lo lejos está enmarcada por escombros. Entonces el protagonista se convierte en espectador quieto y callado de un reencuentro filial del otro con su padre ausente. La mirada de reconocimiento releva la voz como conjuro mágico. Y a nosotros espectadores se nos está sugiriendo que si cedemos al llanto, reconocimos que crecer duele. Si miramos sin lágrimas, ya hemos crecido. Al final, la película confía tanto en la escritura del pasado (la historia y la magia) como en la del futuro (listas), si bien tiene conveniencias visibles en el guion para poner en marcha sus sentidos hacia lo venidero. A quienes por momentos nos parezca que las emociones transmitidas a través de la historia están templadas, es porque cierto sentimentalismo entorpece las sutilezas más pertinentes de la película.
Creeríamos que la decisión por fotografiar a las entrevistadas en tonalidades grisáceas oprime los sentidos de Niña mamá, de Andrea Testa, desde el comienzo de su obra. Pero creyendo esto omitimos un detalle fundamental. Las figuras de estas mujeres ni veinteañeras y ya en proceso de embarazo o de parto, están enmarcadas dentro del plano por puertas o paredes al fondo. Este detalle nimio en apariencia habla de las posibilidades que está dejando la realizadora en su documental. Si bien no son puertas ni ventanas abiertas, la naturaleza simbólica de estos objetos permite el pensamiento de que estas niñas hechas mujeres por la fuerza de las circunstancias están buscando abrirse con alguien o siquiera consigo mismas. Y si el problema es que la película dependa en exceso de las narraciones de estas entrevistadas en planos fijos, la quietud de la cámara nos perturba o tendría que hacerlo frente a su desolación. Porque se muestran francas con respecto a sus propios deslices, el rol de víctimas está muy lejos de ellas mas no del engaño. Como su situación ya es de por sí grisácea y la fotografía insiste en esta paleta de tonos, lo que era inicialmente una atención a la expectativa se topa, hacia la mitad del relato, con los laberintos burocráticos del servicio público. Las voces femeninas que consultan a estas niñas madres, de hecho, están fuera de campo aunque expresen empatía. No olvidemos tampoco que hay tomas fijas como la de la madre agitándose mientras habla de los distintos engaños por los que pasó y las razones por las que prefirió darle su bebé a una amiga para que lo cuide mejor. Escenas como esta y una a continuación donde una chica de quince años, siguiendo consejos de la médica, considera la opción de abortar, muestran que los elementos técnicos de la película están templando una gravedad cotidiana no en pos del autoengaño, sino de cómo se enfrentan los deslices propios y ajenos desde la anonimia. En esas escenas específicas y al contrastar las posturas de ambas entrevistadas ante la cámara, vemos cómo se ponen en perspectiva las circunstancias agravantes más allá de lo que nos puedan conmocionar las condiciones lamentables frente a la torpeza de sus novios y las decisiones desacertadas de ellas. En sus respectivas escenas, casa una está de perfil pero a la primera la vemos a tres cuartos y con el rostro de frente; la otra desde la nuca pero auralmente firme en su postura. Es fácil concluir que la también guionista y productora está dándole rostro a estas madres por imposición mientras deja a la medicina en el nivel de voces firmes en su empatía y su alianza tácita. El abismo se siente en el hecho de que las entrevistadas están solas en sus respectivos planos como lo están sus miradas y sus narraciones. Sin música y con cortes precisos en el montaje, el ritmo del documental hilvana decisiones tomadas a partir de desengaños bastante cotidianos y más profundos que lo que escuchamos en las voces.
Bombshell nos tienta a ver los casos de acoso sexual como reportajes hechos por las mismas mujeres que los padecieron. Y son dos los elementos que sostienen esta idea en la obra de Jay Roach, aunque ciertas decisiones de montaje impidan la confianza total en su propio guion. Por un lado, las actuaciones de Charlize Theron, Nicole Kidman y Margot Robbie precisan las feminidades solitarias de sus personajes protagónicos. Tal soledad la evidencian estos porque finalmente se sinceran sobre los episodios de acoso padecidos. Y cuando lo hacen, ocurre a través de sus teléfonos móviles o apenas con miradas cómplices en el lugar de trabajo. Por otro, el maquillaje diseñado por Kazu Hiro delata la problemática de sexualizar en demasía a la mujer. Él y todo el departamento de maquillaje enrarecen la belleza de las actrices para desnudar sentidos ocultos en las dinámicas de todo trabajo. Reincidamos en lo que ya varios saben. El guion de Jay se basa en el descubrimiento de casos reales de acoso sexual ocurridos en el canal Fox News a lo largo de varias décadas. Los ataques provenían directamente de Roger Ailes, fundador de la cadena de noticias donde ejerció varios cargos durante su trayectoria. Roach no difumina las acusaciones de sus protagonistas. Si detallamos el vestido de Theron con los colores de la bandera norteamericana en una de las primeras escenas, entendemos que es como si Megyn Kelly comandara su propio programa especial para televisión sobre lo ocurrido. Y en tal especial, cada una de las tres mujeres tienen un segmento. La presentadora Gretchen Carlson (Kidman), por ejemplo, dedica un programa a mujeres que vayan a la oficina sin maquillaje. Y vemos de hecho el rostro de la propia Nicole Kidman en plano medio y evidentemente sin adornos cosméticos. Y así como su personaje está en proceso judicial, el tramo de Theron lo presenta ella misma mientras todavía está dentro de la cadena televisiva. Por su parte, la sección de Kayla Pospisil la interpreta Margot Robbie desde las novatadas de su personaje, quien desea un puesto prometedor. Ahora, recordemos por un momento que cada una de estas actrices rubias cuenta ya con una filmografía de más de diez años. Ello comprueba que han sorteado prejuicios por partida doble en su carrera. En este sentido, el término “she uglied herself up” (o se afeó) le sonará a varios lectores. El mismo Denzel dijo al anunciar el triunfo de Kidman en pleno 2002: “by a nose: Nicole Kidman” cuando ganó por Las Horas. Si consideramos que fue una carrera reñida ese año, entonces también consideremos que la nariz de Kidman había sido gran tema de conversación junto con su triunfo profesional pos divorcio del galán Cruise. Incluso en programas de televisión ante Oprah Winfrey. La propia Charlize lo hizo al año siguiente cuando se convirtió en el ‘monstruo’ de Aileen Wuornos, mujer condenada a muerte por asesinar a sus violadores. No olvidemos tampoco que ella ganó reconocimientos, así como Margot los recibió por I, Tonya hace dos años. No le valió la estatuilla como a las dos anteriores, pero fue una de las productoras. O sea, estas son mujeres que ponen su rostro y su dinero en lo que creen. Lo cierto entonces es que el maquillaje de ellas y, en realidad, de todo el elenco funciona también en un nivel metadiscursivo para el objetivo de Bombshell. Si alguien niega la firmeza de sus carreras, aceptemos que nos han brindado actuaciones francas con respecto al rol femenino en la sociedad. De esa manera cosmética en apariencia, la también productora de Bombshell Charlize está fijando posición sobre cómo funcionan las dinámicas de toda sociedad. Porque a partir del maquillaje diseñado por Kazu Hiro, se afianza la idea de que las feminidades del ser humano y, más aún, las de las mujeres, necesitan sortear con sutileza las arbitrariedades de toda relación poderosa. Si dudamos de esto, pueden bastarnos tres pruebas. El triunfo en el Óscar de Kazu Hiro el domingo pasado, donde reconoció y agradeció a Charlize, emocionada desde la butaca. Luego, en la conferencia posterior frente a periodistas y redactores, Hiro descartó una de las preguntas sobre su procedencia japonesa porque él rechaza la sumisión aparente de su cultura. Y finalmente, ahí mismo aludió a su necesidad de caminar para mantener su trabajo. Así como al Ailes de la vida cotidiana, una enfermedad consanguínea le impedía precisamente desplazarse con facilidad; sintamos entonces que toda premiación es, no sólo pomposidad, galanes y tacones. También es agradecer y reconocer en vivo y directo, a pesar de los tropiezos técnicos en los que puede caer cualquier ceremonia política.
La coherencia sostenida por todos los elementos de El Príncipe nos conduce hasta un final mesurado en su emocionalidad. Los factores de raíz para ello son los movimientos de cámara, las actuaciones y la música. El sosiego en el uso de estos se basa en el guion de Sebastián Muñoz y Luis Barrales. Detengámonos en cada elemento. Desde el comienzo, Muñoz (también director de la pieza) nos indica con un plano detalle en movimiento que la violencia es la que va a poner en marcha la historia. Se trata del cadáver de un hombre gravemente herido en la yugular del que brota sangre. Si observamos con atención, también las escenas posteriores de ternura entre hombres están mostradas con movimientos breves de cámara, de menos de diez segundos de duración. Si buscamos sentido, sabemos que es indispensable notar cuáles movimientos son a la izquierda y cuáles a la derecha. Por detalles como estos, la película amerita más de un encuentro con ella. Ahora, vayamos más allá de los números y los movimientos. Muñoz nos está narrando las convivencias y dinámicas entre hombres en una cárcel chilena durante el ascenso de Pinochet al poder. Y ese diálogo entre la violencia y la ternura masculinas es uno de los mayores logros de la película. Decimos que Sebastián muestra masculinidades conciliatorias porque los compañeros de celda de estos personajes disfrutan de la presencia de los otros. Juegan, bromean, duermen juntos, se abrazan. No lo ocultemos, también hay relaciones abiertamente homosexuales y planos detalle de miembros erectos. ¿Acaso existe alguna hombría discreta como para eludir estas decisiones de guion? Sebastián celebra al hombre a modo de ambigüedad y no de machismo. Para captar esto, contrastemos la primera penetración de El Potro (Alfredo Castro) a Jaime (Juan Carlos Maldonado) con la de este al primero. Aquella es en cama y ansiosa. Es una conquista apresurada. En la segunda, la desnudez explícita y la calma dan cuenta de una paridad que no pasa por lo etario. Ambos juegan a ejercer y ceder el dominio de sí con respecto al otro. Ahora, la película no rehúye de esta sexualidad cómplice y sin culpas, como tampoco se excede en las durezas de la anécdota. Es una adaptación difícil de la novela de Mario Cruz donde los giros de la trama lo marcan el sonido de golpeteos de celdas dentro o fuera del plano. Así como cada golpe es una pista en la historia, la naturaleza de los encuentros sexuales de los protagonistas también lo son. El deseo desaforado de El Príncipe está presente también en El Potro. Y son ellos dos quienes lo resuelven. La música, por su parte, nos anuncia desde el comienzo un melodrama. Y si estamos dispuestos a sacarle la connotación peyorativa a la teatralidad en el cine, nos encontraremos con una cámara que maneja con cuidado lo que hace cada actor en escena. Para esto, detallemos su dinámica en la celda, su relación con el espacio (Muñoz ya tiene en su haber varias películas como director de arte) y el vestuario que parece simple si no nos percatamos de su reflejo de las tonalidades espaciales (la escena ante el muro de la cárcel es el mejor ejemplo). La conciencia de cada uno de los elementos en la película vuelve irrelevante el hecho de que este sea el debut del director. Con mujeres a cargo del montaje, la música, el diseño de arte y la producción, esta obra financiada entre Argentina, Chile y Bélgica maneja con fiereza la idea de que ninguna hombría se exime de ambigüedades.
Que antes de los cinco minutos Los payasos ya nos ponga en escena a unos cuantos editores cinematográficos sugiere que lo visto a continuación será un tripeo reflexivo sobre el proceso de editar. Vemos entrevistas puntuales que hace Lucas Bucci, director del cortometraje que da nombre a la pieza, para escoger a un editor que monte el material de un viaje a Florianópolis en ocasión del Festival Short Cup donde compite su obra. Quien suela asociar lo “metadiscursivo” con algo demasiado serio ha olvidado el carácter lúdico de tales propuestas. Como si se tratara de alguien que se ve en espejos ad infinitum, Bucci incluye el rechazo de varios festivales grandes, incluidos el BAFICI y Mar del Plata. Y este desparpajo frente a las negativas va despejando el camino ampuloso de lo autorreferencial. En esta ocasión el viaje al festival es bastante laxo y Bucci quiere dejar eso en claro. El problema surge ahí mismo, cuando una de las editoras entrevistadas delata la pregunta básica de toda obra: “qué buscas filmar, cuál es tu objetivo en una sola frase”. La reacción de Bucci no es lo suficientemente clara: no sabemos si su mirada ausente y su silencio nos indican obviedad o duda posada. Y esto evidencia lo previsible que está por ocurrir. Se nos va a contar el recorrido de un fracaso. No habrá gente esperándolos en el aeropuerto y tendrán que compartir una habitación triple, entre otras nimiedades delatadas por ellos mismos al comienzo, a partir de la seguidilla de rechazos festivaleros. Todo esto hace más patético lo que vamos viendo. El fracaso más palpable, el de un dispositivo falseado a lo largo del documental, se acentúa una vez que declaran que deben ganar el festival, debido a la calaña tan baja de este. Y la posible ironía para retratar el nivel de mal gusto de estos perdedores es tan leve que no sirve para desmantelar la parafernalia engañosa tras los festivales, desde los más pequeños hasta los más grandes. El falseo de tal búsqueda recuerda, cada una desde su respectiva distancia, al docudrama For Your Consideration (2006), donde los personajes hacían de todo para obtener una nominación a un preciado premio. El problema es que Los payasos no tiene ni siquiera la maleabilidad gozosa para la ridiculez de una Catherine O’Hara. Ambas obras comparten un problema: van de frente y sin matices con esas instituciones del reconocimiento desesperado. La película tropieza sus momentos valiosos con escenas subsiguientes que resultan sin gracia. Por ejemplo, una visita a la playa en la que Jero Freixas, uno de los actores secundarios del corto, se muestra pedante y espeta que “si quieren que haga una escena, la hago”, bordea con muchos matices el límite entre la ficción y lo real. Por un lado, es un actor que está haciendo una escena en dos niveles (lo están grabando y está comportándose de forma malcriada), y en esta misma grabación pide además hacer una escena como actor y no como persona. Un recuerdo somero de las referencias teóricas sobre el teatro entre persona y máscara sellan este instante como un descubrimiento. Pero a la riqueza de estos segundos le sigue una escena en unas rocas donde ellos evidencian la pobreza del hecho de decir líneas sin naturalidad. Y el resultado sabotea el momento inmediatamente anterior o lo pone en perspectiva con respecto al hallazgo de aquel y la pose de este. De todas maneras, la paciencia frente a las divagaciones de los realizadores (a fin de cuentas, director, camarógrafo y actor están fungiendo a la vez de varios roles de la industria del cine) permite ver que el humor descubre detalles en la obra, como la escena con la periodista brasilera en la playa cuando el actor le toma la mano y esto desata una posterior confesión de su parte frente a sus compañeros y colegas. La película casi imperceptiblemente ha igualado las dinámicas de una producción, aunque no parece su búsqueda principal. Y en medio de esa aparente igualdad establece diferencias entre cómo se comportan un director y un actor. Sino, recordemos la escena de despedida de Florianópolis donde Bucci confiesa que no sabe si está preparado para volver a la realidad y, en contraste, el actor lee un texto que ha preparado en su celular. Para quien vea la película, en la sorpresa de esta escena basta una carcajada para caer en cuenta de que ella tiene ganancias escondidas en su dinámica. Ahora, los últimos quince minutos de la obra delatan el meollo del asunto: el problema de la recepción. No sólo se plantea por parte de los editores posibles (¿Espectadores a la manera de “lectores ideales”, como diría Eco? Sí, y más también) cuando ven partes del material en bruto y dan su impresión, usualmente desfavorable. También queda evidenciado el problema actual de las redes sociales. En el presente, Freixas es un influencer, o está cerca de serlo, con un video de Youtube donde discute con su pareja sobre el Mundial de Fútbol, mientras que Bucci y Sposato se rompen el cráneo sobre cómo montar una película que, entendemos, ya tiene varios años desde que se grabó. ¿La edición ha quedado atrás? No seamos catastróficos. El estreno en salas de Los payasos, a su levísima manera, echa luces sobre las posibilidades al menos inmediatas de que editar y montar una película sea un proceso digno de registrar en menos de setenta minutos y a pesar de sus lacerantes irregularidades. ¿Digno para qué? Para evidenciar que lo fundamental del trabajo de un montajista es el diálogo dilatado entre diversas perspectivas.
Mauricio Macri repite tres veces la palabra “cambio” en el discurso que escoge Andrea Schellemberg para comenzar su documental. Creeríamos que esta decisión es una peligrosa “bajada de línea” si además consideramos que la película se estrenó hace un par de meses en el MALBA. En ese momento, el presidente actual Alberto Fernández estaba por tomar el poder y el expresidente recibía fuertes cuestionamientos por haber fallado precisamente en esas propuestas de cambio. Ahora, con su estreno en el Gaumont, es necesario detenernos en lo que se encuentra al otro extremo de Los prohibidos: su final. Acudo a la “polémica” opción de referirlo a modo de spoiler porque Andrea contrasta el comienzo no solo con los últimos minutos de los que hablaremos a continuación. También lo hace con matices que se nos podrían escapar si no observamos con cuidado. Desde esa primera escena, la realizadora enfrenta al espectador. El comunicado se toma desde la placa televisiva “El presidente Mauricio Macri presenta las propuestas para consensuar las políticas públicas”. De esta manera, la selección del material apela incluso al espectador más desinformado. El azul celeste de esta placa nos llama, al menos inconscientemente, al final de la obra. Es entonces cuando una pared blanca delimita la reunión de Silvana Castro, bibliotecaria del Congreso de la Nación, con el funcionario, dando lugar a dos voces en off, esperanzadas aunque nunca fuera de la sensatez. Parecería fácil combinar en un análisis los colores de la bandera argentina al inicio y al cierre del documental. Como si el uso de estos tonos destacaran las sutilezas de la política. Y aun así, Los prohibidos también es una bisagra que sostiene las críticas al gobierno saliente con miras a lo que no debería repetir el entrante. Por ello la obra resulta oportuna, aunque por momentos nos parezca oportunista. Si eso queda como duda o puerta abierta, lo certero en el documental de Andrea es que quienes manejan los “documentos” son mujeres. Así, las figuras masculinas de poder que hablan al principio y al final de la obra se contrarrestan con las figuras de poder femeninas desde la biblioteca y la dirección de la película. En su cuarto documental, Schellemberg halla un diálogo entre las dicotomías del poder desde lo macro hasta lo micro. Si bien la búsqueda más fuerte es evidenciar los tropiezos graves del gobierno anterior, la directora no pierde de vista los matices entre poder y género. Un aspecto que recuerda al librito (no precisamente pequeño por su visión) Bibliotecas de Alberto Manguel es el recinto de los libros visto como un ser dinámico por los objetos que resguarda. Y si lo aplicamos al documental, Andrea no halla mejor ejemplo de ello que Silvana, una mujer que camina mucho según se muestra. No solo atendamos al diseño de sonido cuando tiene la reunión final, donde sus pasos se conjugan con las palabras de quien ejerce el cargo público. También observemos su presencia en marchas conversando con protestantes. Gracias a esta mirada es imposible pensar en una biblioteca como sitio de conocimiento pasivo. Para Manguel lo activo de la lectura comienza desde el lugar físico donde se lleva a cabo. Que él mismo haya sido director de la Biblioteca Nacional en años recientes dialoga directamente con Los prohibidos a modo de reconocimiento de estos cargos públicos como guardianes de lo registrable e histórico en la cultura.