No entiendo a la gente que iba al cine semanalmente y ahora no ve ni siente nada con las películas Uno pensaría que la cinefilia es una actividad pasiva que consiste en consumir películas a diestra y siniestra. Imaginemos a una persona, tal vez desde su infancia o adolescencia (dependiendo del grado de su compensación), sentado en una butaca e iluminada o sorprendida por lo que ocurre en la gran pantalla de cine. Un cine en concreto da cuenta de que la cinefilia no es del todo pasividad. El cinéfilo también hurga y construye, sea por azar o a plena conciencia. Muestra de ello es el tesón del señor Omar José Borcardpor construir no una, sino dos salas de cine para, una vez más, compensar una pérdida: la demolición del cine de Villa Elisa en los ochenta. El tamaño de la compensación dependerá de la edad en que el cinéfilo se da cuenta de que el cine es un lugar donde puede resguardarse y arriesgarse al mismo tiempo. Pocos lugares pueden ser tan dicotómicos como una sala de cine, donde podemos escoger una película de comedia y sorprendernos, luego de una lágrima que podríamos incluso negar, de que esa estrella de cine también puede sufrir, así sea ficcionalmente y solo por un instante. Y el ejemplo de una comedia no es fortuito. En la programación del cine Paradiso que el señor Omar regentaba están incluidas Kung Fu Panda (2008), Legally Blonde 2 (2003) y Dos Tigres (2004). La conciencia de que una escena esclarecedora para un alma puede venir de cualquier flanco es plena y en absoluto tacaña. Esto hace que la pasión de Omar sea digna de una atención poco frecuente. Porque pasión y cinefilia se retroalimentan en esta vida planificada y enfocada en difundir cine, en compartir el movimiento emotivo de una imagen. Y el documental rastrea esta construcción con un interés, incluso en su making of. La pasión por el cine nunca se estanca en Omar, o no es esto lo que le interesa a la película. Puede pasar por preguntas, por obstáculos y por trabajos que diluyen el motor del cinéfilo. Nada más palpable que la urgencia de dinero para que la pasión sobreviva. Pero no: el cine no es un negocio, es un modo de que el alma subsista, permanezca. Dicho así puede pecarse de romanticismo, pero incluso el reconocimiento de cuántas veces le recomendaron a Omar que dividiera la primera sala para alquilar habitaciones, con un “no” como respuesta en todas ellas, es una muestra de que todavía existen islas en medio de la humanidad. Tales islas son focos en las que lo tradicional, lo que viene cocinándose desde hace décadas y aun siglos, es un incentivo para que la percepción se ponga frente a un espejo y sea simbolizada apenas por un instante. Si bien el documental no ahonda en tal proceso espéjico, sí rastrea la construcción obrera de los cines como si se tratara de hacer una cartografía de la cinefilia. Como diciendo: en tal punto, fueron convocadas personas por diez años en busca de esa escena que moviera siquiera mínimamente una fibra de su ser apelmazado y rutinario. En tal otro punto, volvieron a ser convocados por el mismo hombre seres humanos que mantuvieran la inquietud por la imagen posible, la imagen que nos sorprenda como a cada uno de nosotros, cinéfilos, nos ha bofeteado un gesto, un silencio, un corte, una nota que nos reafirme el porqué nos procuramos cada cierto tiempo un paréntesis a la vida. Y como todo rastreo cartográfico, la película también es un rastreo amoroso de los orígenes cinéfilos de Omar. Desde evocar en qué lugar del cine viejo de Villa Elisa se sentaba hasta mostrar su afición por Palito Ortega, este hombre nos muestra su día a día. Como si en algún momento elidido del film hubiera ocurrido el proceso inverso de La rosa púrpura del Cairo (1985): ahora es el cinéfilo quien entra en la pantalla. La diferencia es que acá no hay pretensiones de estrellato; el hombre recorre el pueblo en carro para repartir las entradas de las funciones y difunde la información de las películas en su programa radial. Al final, el amante de cine es un ser en expectativa. Se mantiene a la espera de que comience la película, de una sorpresa. Independientemente de que esa sorpresa se produzca o no, habrá ocurrido una comunión con dos, diez o cien espectadores al mismo tiempo. El cinéfilo es un ser paciente, mas nunca pasivo. Y no paciente en el sentido clínico del asunto. Nada más alejado, aunque la psicología nos quiera hacer creer otra cosa. Es paciente porque en la espera sabe que habrá un detalle, central o nimio, que lo haga respetar la sala a oscuras como si fuera el feligrés que acude a la misa dominical, cansado de su fe, pero consciente de que el dolor frente a la incertidumbre nos puede volver generosos con los demás en algún punto.
Caminé tanto que empecé a caminar por el aire Pasan varios minutos de Un continente incendiándose para que escuchemos la voz de algún ser humano. Y cuando ocurre, no es ni siquiera una palabra, sino una suerte de llamado matinal que pareciera dispuesto a despertarnos del letargo frente a la expectativa de que las palabras guíen la imagen. Sería fácil decir que el documental se sitúa en la Patagonia y rastrea la vida de Mercedes Muñoz, una mujer solitaria que cuida su rancho y los animales que viven ahí. Pero esto no basta. La crudeza palpable en el retrato del día a día de esta mujer nos permite sentir que el director está apelando a la soledad de sus días y que, a partir de esta ausencia, conocemos algunas de sus experiencias pasadas. En ese sentido, no es gratuito que lo primero que escuchemos sea esa suerte de llamado que hace ella misma (¿a los animales, a la naturaleza desolada?). El canto será uno de los motores de la película como una manera de buscarle un ritmo a la soledad. Y Zeballos emprende por su cuenta una búsqueda poética entre la escasa narración y ciertos fragmentos del entorno que está filmando. Lo curioso es que este esbozo de poética no resulte distante. Más bien le brinda intimidad al documental, haciendo tan cercana la figura de la mujer que esta parece un pasado remoto personificado en una abuela. Por momentos, la película alca mlnza tanta ternura que esta mujer podría ser un familiar cercano del realizador. Y ternura acá no quiere decir empalagarnos por lo emotivo, sino una conciencia del dolor que nos brinde una alegría fugaz. Como reflexiona la escritora Victoria de Stefano en sus diarios: “La ternura es un amor con dolor, con temor; temor ante lo que pueda sucederle a los que amamos. En la ternura rogamos por la inocencia, por todo lo que ella tiene de incauto y desprevenido”. ¿No son estas impresiones las que nos dejan la mirada de Mercedes? Como si se tratara de una elegía del porvenir incierto, la música de Lola Linares acompaña los pasajes donde están presentes las reflexiones sobre el cine o lo vital. Es posible que esta sea la decisión más tradicional en la película, lo que le brinda un ritmo fragmentario pero poco amalgamado. Dentro de la historia y fuera de ella, la música se convierte en un soporte ocasional para que las imágenes encuentren un asidero. Y aún en el vasto silencio terrenal y las contadas veces que Mercedes canta, el documental crea un vínculo con ella, con lo que conocemos de ella y lo que ignoramos. En medio de la rutina totalmente ajena a lo citadino (miramos con pudorosa atención cómo despluma una gallina degollada), los traspiés de la película en cuanto al ritmo la convierten en una experiencia similar a detallar una piedra: en apariencia indescifrable, hay rasgos que nos permiten, ya no entenderla, sino palpar qué la hace térrea e imperfecta.
La primera escena de este documental sobre el pueblo judío de Moisés Ville, en Santa Fe, da dos pistas claves para rastrear la búsqueda de los directores y guionistas. Un viejo atraviesa de izquierda a derecha un plano fijo ambientado en un pastizal arrasado y lo sigue un perro rengo hasta la mitad del camino, donde la perspectiva coincide con un árbol verdoso a varios metros de distancia. Con una sola imagen, se nos está planteando que la simetría y el movimiento humano están signados por la carencia. Y Cherjovsky y Serber nos proponen que la manera de observar esto es con la quietud que será el signo de la película. Poco a poco descubriremos que el viejo es Ingue, a quien está dedicada la obra. Uno de los aspectos fascinantes en La Jerusalem argentina, y que se va haciendo central a medida que transcurre el documental, es el silencio desde el cual es observada la rutina en Moisés Ville. Las pocas entrevistas a los responsables del museo o las escasas conversaciones citadinas que escuchamos apenas contrastan con la gran cantidad de tiempo dedicado a observar el movimiento y los eventos característicos del pueblo, sea en conmemoración a los 125 años de fundación que cumple, sean los preparativos, o sea la rutina previa o posterior a estas celebraciones. En tal silencio observador, nunca inquisitivo, podría leerse una postura religiosa de parte de los realizadores del documental. Como si el artista en su rol social detallara las costumbres enmarcadas en un pueblo judío, al mismo tiempo que le da perspectiva con respecto a lo evidenciado en tales manifestaciones: las torpezas que ocurren en eventos públicos (como los globos que no vuelan aunque el discurso previo los ensalzaba como metáfora de un futuro próspero), lo kitsch de conciertos y concursos de belleza aún como representación de la cultura (un señor canta My Way en español mientras en otro salón se lleva a cabo el concurso de la reina del Festival de Cultura de Moisés Ville); la tranquilidad de la rutina cotidiana que parece mostrar poco pero donde aparecen las casas, oficinas y, en fin, los lugares frecuentados por estas personas. A fin de cuentas, ese silencio es oportuno para detenerse en la pregunta que hace Eva Guelbert, una de las pocas entrevistada en escena: ¿Qué valor tiene la tradición que le es legada a las próximas generaciones del pueblo? Atender a la pregunta no significa obligar una respuesta, sino poner en relieve lo observado durante poco más de una hora: reuniones por diversas razones, aunque todas girando en torno al modo de vida quedo en Moisés Ville. Otro detalle que destaca varias veces durante el documental es el contraste entre los lugares ocupados por los residentes del pueblo y los lugares solitarios. Hay escenas donde la diferencia es palpable: el plano donde el lugar de reunión está vacío o siendo preparado para la celebración por unas pocas personas y el plano siguiente donde está ocupado por los invitados. Si bien este tipo de contrastes no es novedoso y da cuenta del desarrollo de los eventos más sencillos, también connota la manera en que la tradición se sostiene a lo largo de un instante y cómo esto se puede transpolar a un patrimonio de 125 años desde la fundación del pueblo. Como si los lugares que dejamos atrás fuesen fragmentos de una identidad apenas intuida en las costumbres cotidianas.
¿Basta la preocupación como respuesta a las masacres por las que han pasado los qom? Según Chaco, no basta para nada. A medida que transcurre, Chaco se va convirtiendo en un documento de denuncia, con todos los aciertos y desaciertos que ello conlleva. Por un lado, estamos ante la documentación de un grupo étnico que está limitado geográfica e históricamente, sobre todo porque los registros de la vida de los qom son muy acotados y los ancianos ya no recuerdan tan bien su pasado. Por otro lado, al emprender los directores un comentario contra los maltratos provenientes de varios gobiernos, la película adquiere un matiz de urgencia que sin duda contribuye al interés. Como si estuviéramos visitando una zona de Argentina -zona sociolingüística, étnica- quetá a punto de desaparecer. Como hacía El señor de los dinosaurios (2018), estrenada a mitad de año, Chaco recurre a la animación para relatar parte del pasado de los indios qom (venganzas entre los wichi, emboscadas de los blancos hacia la etnia, etc.). Esto le brinda otra perspectiva a la película, como si se tratara de un diálogo entre historia y presente. Es fácil ponerse del lado de los indígenas, en vista de su referida indefensión y de que han sido cercados, literal y simbólicamente, en un territorio mucho más pequeño del que les pertenece. Así, resulta relevante la alegoría que cuenta uno de los ancianos entrevistados casi al final de la película, sobre ser hormigas frente al monstruo que obstaculiza su puerta. Este solo momento remite a la humildad y a la inteligencia requeridas para atacar a un contrincante mucho más grande que ellos. Al terminar de ver la película, hemos escuchado los testimonios de varios indígenas, quienes alternan entre español y toba como quien se ha tenido que adaptar sin más opciones. El documental logra momentos de profunda reflexión sobre la identidad indígena, sea dejando preguntas abiertas a unos jóvenes desprevenidos sobre cuál es la diferencia entre un indígena y un blanco, sea con los relatos sobre las luchas emprendidas por parte de los qom a lo largo de la historia, y que siguen presentes en la actualidad de manera más velada.
¿De dónde provienen estas leyendas que tantas veces escuchamos de niños y en boca de nuestros tíos o padres para asustarnos momentáneamente? El Silbón: Orígenes (2018) procura dar respuesta a ello partiendo de la historia homónima, nacida en los llanos del estado de Portuguesa, Venezuela, y que después se esparciría por Cojedes y Barinas hasta ser difundida en algunas zonas de Colombia. La película, reciente ganadora del 19º Festival Buenos Aires Rojo Sangre y de tres premios en el Festival de Cine Venezolano, desarrolla dos tramas al mismo tiempo. Por un lado está el origen de El Silbón con Ángel, un niño maltratado por su padre, Baudilio (Fernando Gaviria), quien estuvo acompañado por la brujería en su propia infancia. Por el otro está Martín (Yon Henao Calderón), quien lucha contra la maldición del fantasma que merodea a su hija. Si hay algo que guía la propuesta audiovisual de El Silbón es la fotografía. Con insistencia, Gerard Uzcátegui nos sugiere el sentido de cada personaje dentro de la leyenda de este ser que anuncia su presencia con un silbido in crescendo y prolongado antes de atacar a su víctima. Los árboles y sus sombras tienen un fuerte significado a lo largo de la película, y no sólo porque sea una leyenda terrorífica. En torno a un árbol Ángel (Vladimir García y Martín Márquez) pasa sus ratos libres imitando a los zamuros, Y bajo un árbol su padre lo castiga. El guión toma la referencia de este elemento presente en una de las versiones de la leyenda original y saca provecho para brindarle un leitmotiv a la historia. Lamentablemente hay elementos que juegan en contra. En principio, la irregularidad de la dirección de actores permite que haya escenas casi risibles por la falta de convicción en la manera en que ellos dicen algunas líneas. Por otro lado, ninguno de los personajes secundarios tiene una historia que atrape el interés. Todos están al servicio de la leyenda, y cuando el film se detiene brevemente en detalles, como en las madres de los niños, las escenas no parecen orgánicas a la historia central. En el fondo de la propuesta se advierte una gran obra de suspenso. Esto queda evidenciado poco después de la mitad cuando finalmente se devela el surgimiento de “El Silbón”. A favor de la persistencia del suspenso tenemos una edición que intercala la masacre causada por el sanguinario ser con las insistencias del padre para eludir la maldición que rodea a su hija. También la ya mencionada fotografía, que nos brinda planos inquietantes. Pero eso no basta para que resulten creíbles las participaciones de gran parte del elenco. Al final, el film de Bermúdez cae en los sustos fáciles, a diferencia de La casa del fin de los tiempos (2013), que inauguró el género de terror en el cine venezolano. Aún así, retrata con cierto tino una leyenda del llano, zona muy rica para situar estas historias de aparecidos, similares a los casos tan sonados que el locutor Porfirio Torres solía narrar en la radio caraqueña de décadas pasadas con su voz cavernosa. Al final, el miedo también nos hace comulgar con nuestro pasado particular y el común a los demás ciudadanos.
¿Cuáles son las consecuencias de un romance entre personas de religiones diferentes? Esto es lo que busca responder Muayad Alayan con su segundo largometraje de ficción, ganador del Premio del Público y de una mención especial en el Festival de Rotterdam de este año. La trama de El affaire de Sarah y Saleem (2018) se desenvuelve sin muchas sorpresas, excepto alguno que otro detalle cerca del final. El conflicto dado por una relación sexual entre Sarah, una judía casada, y Saleem, un árabe también en matrimonio, parece una situación grave por partida doble: el asunto político-religioso, que la película da por sentado, y que se trate de un affair y no de una relación formal. Los guionistas se las arreglan casi por completo para que las casualidades ocurridas hacia el final parezcan orgánicas a la trama. El problema es que no hay una química muy llamativa entre los actores, ni escenas memorables visual o discursivamente, excepto la toma que cierra con mucha fuerza el film. Lo más resonante es cuando Bisan (Maisa Abd Elhadi) habla con Saleem, su esposo tras las rejas y ya con el hijo nacido, con el fin de aclararle qué tiene decidido ella para el futuro de los tres. La sensatez del personaje se traduce en la actuación más franca de la película, donde no hay un gesto falseado por la exageración. Otro momento importante, pero brevísimo, es cuando Sarah se entera de la reubicación de su esposo en el trabajo. Al fondo, sin necesidad de primeros planos, la hija estaba jugando con ella y exclama: “¡Perdiste! ¡Perdiste!”. La niña se está refiriendo al juego, pero sabemos muy bien que el guión está metiendo el dedo en la llaga, no porque la mudanza implique reubicar la rutina de ella sino también por lo que se avecina con su romance. A lo largo de la película sospechamos que todo, si no saldrá mal, se complicará. El final juega con esta sospecha y es mejor así. Llama la atención que el título original remita a “los reportes” sobre ambos protagonistas. La referencia hace pensar en la manera en que Una separación (2011), de Asghar Farhadi, nos presentaba a sus personajes principales desde el comienzo: a través de cómo eran fotocopiados sus documentos de identidad. Si bien es injusta la comparación puesto que la película de Alayan carece de la minuciosidad de aquella, nos hace pensar que para la ley somos poco más que documentos con los cuales son fichadas las vidas de las personas. Finalmente, ambigüedades como de qué manera Sarah y Saleem son descubiertos o la proveniencia del vínculo entre Saleem y las acusaciones son las que mantienen la trama en movimiento hasta un final a la expectativa de la decisión. Porque no importa lo que diga la ley, sino hacia dónde han llevado a estas mujeres sus propias decisiones.
Migrar es sólo una ilusión de progreso Se debe estar más atento de lo usual con las obras que cuestionan temas moralmente reprobables. La falta de matices en ellas puede tender a conclusiones sustentadas en criticar a partir de prejuicios, válidos o no, pero sin detallar las circunstancias específicas de cada hecho. No porque una película reproche la moralidad cuestionable de otra época, o siquiera la exponga, es una buena obra. Tampoco lo contrario: un film que exponga una conciencia aprobada por nuestros comportamientos actuales no es necesariamente una buena pieza. Impuros (2018) reúne dos temas explotados desde hace décadas: los judíos y la prostitución. Pero aquí hay un giro diferente en principio: investigar la trata de mujeres europeas hecha por los propios judíos en Argentina desde finales del siglo XIX hasta la década de 1930. Así, el documental indaga en el rol de este grupo social fuera del sufrimiento al que usualmente los vinculamos por lo vivido en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. En un primer nivel, los directores están cambiando el preconcepto de asociar a los hebreos con el dolor. El problema de esto es no “desdramatizar” las circunstancias ofrecidas por los realizadores en el segundo nivel. Muchos podemos entender la situación inquietante en la que se encontraron estas mujeres engañadas a casarse para luego ser prostitutas. Y en un momento clave para la violencia de género y la salud pública con respecto al aborto, resulta muy oportuno un documental que aborde este conflicto desde décadas y siglos pasados, como una suerte de antecedente. Sin embargo, ¿qué hay más allá de la moralidad que desvinculó a los judíos de los proxenetas que había entre ellos? El documental presenta, por lo menos, una posición en contra. Abraham Lichtenbaum, el mismo que pide “desdramatizar” la prostitución, cuestiona incluso la necesidad de indagar en la identidad de estas mujeres traídas desde distintos países europeos. Pero los realizadores de inmediato aprovechan la excusa de la vigencia actual, que de a ratos parece un tanto inconexa con el resto de la obra, para exponerla con Sonia Sánchez, una migrante activista que lleva el hilo dramático de la película. Ella visita el sector de los “judíos impuros” en el cementerio, entre quienes se encuentran lápidas anónimas donde se supone que están enterradas algunas de las prostitutas; reflexiona amargamente sobre este rol de la mujer y lee en voz alta las cartas de algunas de ellas. Por su lado, la música contribuye de una manera muy elegante a brindarle misterio a la época investigada. Es probablemente ella la que invita a ver la película hasta el final. Si bien hay pasajes dramáticos que desentonan, la mezcla de clarinetes, cello y contrabajo hacen pensar en la naturaleza subrepticia y diversa con la que funciona la historia a fin de cuentas. Finalmente, que varios de los investigadores señalen el gran alcance económico de estos judíos en la sociedad da cuenta de las conveniencias que se manejan entre los poderes de una ciudad. Estos proxenetas incluso mandaron a construir el cementerio en Rosario para poder ser sepultados ahí y tenían contactos en la policía para hacer la vista gorda cuando fuese necesario. Pero el documental carece de una propuesta diferente que brinde nueva luz sobre las bases inestables que fundaron la sociedad de hoy en día. Por el contrario, propone un somero repaso informativo que, eso sí, impulsa cambios en nuestra manera pasiva de ver la prostitución como un negocio.
¿Hasta dónde puede llegar el fanatismo por ver en pantalla grande a una actriz que amamos? Peppermint (2018) hace pensar en esto incluso en una época donde Internet facilita mucho la disponibilidad de un film, sin obligar a la compra de una entrada para verlo. Cinco años después de los asesinatos de su esposo e hija, Riley North (Jennifer Garner) emprende la venganza, no solo de quienes llevaron a cabo el acto; también de quienes permitieron el escape de aquellos. Si algo busca la visión de Pierre Morel es no ensalzar demasiado el compromiso social de esta justiciera. La película tarda en descubrir su rol defensor y, cuando lo hace, es por un tiempo breve y sin insistir en su bondad. En este sentido, Garner tampoco enternece con su presencia. La firmeza que muestra nos recuerda su actuación en la serie Alias (2001-2006), aunque en esta ocasión no tiene oportunidad de brindarle matices al personaje. La edición se empeña en retratar, de manera inverosímil, a una mujer invencible que ejecuta un plan sin fallas. Quienes hayan visto telenovelas venezolanas y colombianas se llevarán una divertida sorpresa y probablemente no quieran seguir leyendo este párrafo. El villano todopoderoso es interpretado por Juan Pablo Raba, galán frecuente en los culebrones de esos países. Acá es un mafioso mexicano que ordena el asesinato de la familia de North. Si bien su villanía es un lugar común hasta el punto de lo risible, resulta una de esas curiosidades ambiguas que mantiene el interés por seguir viendo la película para confirmar que se trata del actor que sospechamos. Los efectos reiterativos en la imagen y la pobre calidad de esta hacen del visionado una experiencia para tomar con poca seriedad. El impacto que buscan los típicos movimientos agitados de cámara ya ha sido probado antes, y sin éxito. A ello se suman situaciones incongruentes en el guión, como la actitud de la futura heroína cuando dan a conocer el veredicto del juicio o la impericia posterior de los matones para detener su fuerza vengadora. Si todo esto no lleva a la risa, mínimo genera bastante incredulidad. Al final no hay mucho que redima la película fuera de factores ajenos. El fanatismo por la presencia de Garner puede hacer la experiencia soportable; y es posible ver las referencias a otras vengadoras, por ejemplo, Jodie Foster en The Brave One (2007). Pero esto no nubla la certeza de que estamos ante circunstancias pobremente sustentadas, donde la vengadora y los villanos son indetenibles incluso para la policía y el FBI.
¿Qué diferencia hay entre el amor de un amigo y el de un amante? Muchos dirían que el sexo, pero Mi mejor amigo (2018) intenta ir más allá acentuando las ambigüedades entre ambas relaciones. Lorenzo (Ángelo Mutti Spinetta) es un adolescente tranquilo que vive con sus padres y su hermano menor en un pequeño pueblo de la Patagonia. Un día los visita para quedarse Caíto (Lautaro Rodríguez), el hijo de un amigo del padre. Habrá secretos a revelarse, pero también un vínculo especial entre ambos jóvenes. Hay algunos factores funcionando en contra de Mi mejor amigo, que participó en la Competencia Latinoamericana del reciente Festival de San Sebastián. Los personajes de reparto son una piedra de tranca importante en esta situación. No se trata de las actuaciones de Guillermo Pfening, Mariana Anghileri y Benicio Mutti Spinetta. De hecho, ellos le brindan cierta calidez y contrapunto a la historia como los padres y hermano del protagonista, respectivamente. Pero pareciera que el pasado de la pareja matrimonial, referido en varios momentos de la trama, no tiene suficiente peso para que las escenas fluyan o siquiera generen interés. En una escena la madre alude a su sacrificio en en el momento de mudarse al pueblo, y si bien percibimos en ella las ganas de referirse a la inutilidad de su marido, Anghileri sólo lo sugiere con una mirada. Otro de los elementos en contra es la actuación del protagonista. La intención de muchas líneas dichas por Ángelo Mutti está demasiado marcada como para dejar espacio a las sutilezas apuntadas por el guión. Y se entiende perfectamente que “Lolo”, como llaman a Lorenzo, es el típico personaje geek que peca de sabelotodo, pero hay algo impostado o inconvincente en su manera de decir gran parte de los diálogos. En contraste, las escenas más calladas las aborda con miradas llenas de ternura y preocupación. Es ahí donde funciona mejor la película: en sus silencios. Quienes estén buscando aquí un despertar (homo)sexual, se van a ver defraudados. Se trata más bien de un repaso a esta amistad llena de confesiones y leve cercanía física, como si una relación consistiera sobre todo en conocer a alguien a través de sus distintos ámbitos. La franqueza entre Lorenzo y Caíto es entrañable y es lo que finalmente pone en movimiento la dinámica: conocer al otro, no desde los prejuicios de los padres sino desde la capacidad propia de compasión por alguien que no ha tenido una vida fácil. Y esta apertura consiste, en principio, en la intimidad en la decisión de Lorenzo por compartir su cuarto para que Caíto pase sus noches de insomnio. Hay dos factores apoyando el fluir de la historia en contraste con la tibieza del film: los paisajes, hermosos aunque por momentos hostiles, donde ambos amigos entran en conflicto; y la música de Mariano Barrella con las canciones de Bersuit Vergarabat. Finalmente, la conversación entre madre e hijo sobre el “sentimiento especial” hacia el nuevo integrante de la casa es tal vez la mejor escena del film. En la ambigüedad de las respuestas por parte de Lorenzo y en la evasión de su actitud se encuentran los atisbos de lo que podría haber sido el relato: un giro de perspectiva que se nos brinda cuando logramos un vínculo valioso con otra persona.
“¡Arriba la birra!”, escuchamos en cierto momento del documental. A simple vista es un grito celebratorio de la preciada bebida. Luego entendemos que es un grito distintivo para estos investigadores aficionados del palíndromo, palabra o frase leída igual hacia delante que hacia atrás. El director de cine y palindromista Tomás Lipgot hace un recorrido por cuatro países para hurgar en su pasión por las palabras y frases reversibles. En el camino, encontrará muchas perspectivas al respecto, como el Club Palindromista Internacional e incluso un cortometraje enteramente palíndromo. Lo que hace tan apasionante el nuevo documental del realizador de Moacir III (2017) es el rastreo detallado de la afición a este juego de palabras. A través de su mirada, explorando la cotidianidad de esa cofradía, no estamos ante una convención de excéntricos que se reúnen para salvaguardar nimiedades, no. Estamos ante un rastreo amoroso fácilmente extensible a cualquier afición o hobby. Se trata, a fin de cuentas, de una oda a la pasión estudiosa por cualquier lenguaje: sea el de las palabras, el de los gestos, el de las imágenes e, incluso, el de la música. Y oda para Lipgot es juego, armonía y minuciosidad. El director reúne a estudiosos y aficionados del palíndromo para brindarnos diversas maneras de relacionarse con él. Hay quienes lo componen a diario. Otros publican poemarios exclusivamente formados por poemas palíndromos, y otros observan atentamente estas actividades con la cámara, mientras piensan reversiblemente en sus ratos libres. Lipgot traspola el espejismo del juego de palabras a la imagen, por momentos de forma literal, pero también en la estructura general de la película. Un detalle de la obra es que Lipgot pertenece oficialmente al club palindrómico que investiga. Por lo tanto, su observación no es desde fuera. Está indagando en sí mismo y se nota en su forma de abordar las situaciones. Cuando se somete a un escaneo cerebral para ver cómo funciona su mente al componer palíndromos, no solo lo hace desde la mera curiosidad sino también con la agudeza y la emoción de quien piensa el lenguaje (¿y el conocimiento?) a través de un espejo. Sin delatar mucho del final, pocas pruebas hay como esta de que lo visto hasta ese momento era apenas un preámbulo al goce de pertenecer. La película se convierte en una celebración a la afinidad después de ahondar en la perspectiva aficionada, científica y hogareña del palíndromo. Una celebración nunca estéril sino muy bien afinada con respecto a lo que significa conseguir un nicho desde el cual expresarse, así sea lateralmente.