Hay algo en la manera en que se desenvuelven las circunstancias en El sonido de los tulipanes que produce cierta desconfianza. Desde la primera toma, todo parece demasiado calculado en cómo son desarrolladas las sub-tramas. Y las actuaciones no ayudan a asirnos a escenas específicas. El melodrama de Amanda Busnelli, por ejemplo, resulta exagerado. Sus lágrimas no parecen más que una imposición. La película además juega a referirse indirecta pero obviamente a los medios nacionales (NT por TN o Paladín por Clarín, ambos con tipografías y colores similares), y hay sugerencias sobre las problemáticas actuales porque se basa en una época de crisis. Esto le da a la película un aire engañoso de urgencia que no puede sostener. Hay incluso una escena de juego entre abuelo y nieto que nos propone visualmente una estrategia entre los personajes: el nieto hereda los conocimientos del abuelo. Es aquí donde la propuesta resulta más interesante: en cómo se adentra en las complicaciones del entramado político. De todas maneras, la fotografía no deja a un lado la composición de planos interesantes. Una muerte o una noticia sirven de catalizador y de aviso para lo que se nos viene. Una y otra vez, la cinematografía cuida los planos aunque no se sepan aprovechar los actores para escenas mejor resueltas. El melodrama no resulta convincente y la severidad de los personajes no sirve más que para explayarse en el histrionismo impostado de los intérpretes. A pesar de los diversos intentos que lleva a cabo la película por componer un conflicto, cae en la relación con films que resuelven con muchísima más fuerza problemas morales y familiares incrustados en la corrupción. Por carencia intencional o indirecta, es difícil no pensar en Una separación cuando vemos la dinámica de padre e hijo a través de un parabrisas roto. Pero siquiera una alusión efímera a aquella obra da ganas de verla de nuevo o rellenar los matices faltantes en esta trama con los del guión de Farhadi. Por otro lado, la musicalización de la película desentona en varios momentos. La banda sonora está forzando el melodrama de la familia dividida pero que lucha por un bien social común. Probablemente tenga mucho que ver con las actuaciones tan poco convincentes de casi todo el elenco. La búsqueda del protagonista no convence, ni por el lado del típico periodista desencantado con las historias que consigue porque está decepcionado con su propia trama familiar; ni por quien encarna tal búsqueda. Hay además un giro final que hace todo demasiado conveniente para la resolución de la trama. Es aquí donde se notan las costuras del guión. Y a partir de ese momento las circunstancias se vuelven previsibles y, finalmente, lo que provoca es reírse sin quererlo. Si al menos los actores pudieran sostener las escenas con su presencia, todo fluiría mejor. Pero no puede surgir convicción de una trama repleta de lugares comunes que no llegan a buen puerto. Los paralelismos entre la película y la política actual se agotan y están dispuestos nada más para el fluir de una trama calculada, mas no orgánica.
Es una lástima que Michelangelo Infinito no confíe más en el acto de documentar audiovisualmente la obra del escultor y pintor Miguel Ángel Buonarotti. Los segmentos dedicados a su arte no sólo alcanzan límites trascendentales por la naturaleza insondable de sus creaciones. Bajo una luz donde el detalle es amplificado para nuestro deleite como espectadores, el film ausculta las pinturas y esculturas de este hombre renacentista a la manera de un descubrimiento que no había ocurrido antes y no volverá a ocurrir. Incluso para los visitantes de su obra, será imposible ver esta con tal nivel de precisión como ocurre en la sala de cine. También es una experiencia esclarecedora por el análisis del narrador. Las indagaciones expuestas durante estos pasajes no son escupidos en una cantinela de términos eruditos. Más bien escuchamos una voz que se enfrenta a un misterio, este mismo que estamos observando. El narrador nos quiere despertar frente al descubrimiento de una obra magna donde el arte nos permita captar al ser humano como semejanza con Dios, aunque no en plena igualdad. Como los dedos que casi se tocan mas nunca lo hacen en la capilla Sixtina, el arte de Miguel Ángel pone una lupa en el misterio de la vida terrenal, pero sin desentrañarlo del todo. Probablemente sea por esto que las reflexiones del artista y uno de sus biógrafos, interpretadas respectivamente por Lo Verso y Marescotti, resulten tan cansinas. No se siente orgánico con respecto a la narración y explica con tremenda torpeza el proceso del creador. Entorpece incluso el ritmo del documental con respecto a los pasajes enfocados en las obras. Además, los actores están supeditados al narrador como una manera de justificar esos segmentos, cuando sabemos que una actuación se sostiene por sí sola. No hace falta contraponer la ficción con la aparente realidad efectiva. En cambio, quisiéramos escuchar más esta voz que casi nos susurra la certeza de una trascendencia, a medida que la cámara detalla las pinturas con suma elegancia. Ni siquiera la música le hace justicia al despliegue visual, reconocido con un premio David Di Donatello por sus efectos especiales. Por momentos, tenemos notas que nos aturden la experiencia en busca de la mentada grandeza. Y durante otras pocas escenas, la banda sonora magnifica esta sensación de descubrimiento Estamos, como cada vez menos, ante una película que celebra el ritual de ver imágenes en pantalla grande no como un espectáculo, sino como un enigma. Tanto la obra de Miguel Ángel como parte del acercamiento del director y los guionistas nos invitan a este evento a medio camino entre la belleza, el asombro y la inquietud por aquello que nunca terminaremos de conocer. Y es en la sala de cine donde se sella esta experiencia.
No se comercializa la madre Tierra, se convive con ella. Chaco nunca apresura la sensación de urgencia sentida mientras vemos lo que ocurre. No hay pasos en falso con el ritmo. El proceso de denuncia está precedido por la contextualización de lo que significan estas tierras para el Paraguay y el ecosistema en general. Estamos frente a un documento sobre la importancia de las tierras, sin la necesidad de un tono condescendiente ni manipulador por parte de las realizadoras. La situación por sí sola es compleja: un hombre es dueño de unas tierras en el Chaco que están siendo deforestadas para fines lucrativos. Las convierte en reserva natural para que sea ilegal cualquier intrusión en esas hectáreas. Él además no es el único dueño de esa área. Otro hombre hizo un negocio turbiocon el propietario anterior y adquirió su parte. Lo que se viene es una batalla donde nunca se pierde el norte, aun con la amenaza de que se pierdan las tierras. En cualquier caso, el perjudicado no va a ser el dueño sino la fauna, la flora y los pueblos originarios del Chaco. Es admirable que la película no tenga un discurso pre-escrito sobre la situación. Bastan los pasajes en los que se detiene en la naturaleza de la reserva o en cómo atiende a los diversos intentos de Daniéle por preservar algo que le es propio en la legalidad pero le pertenece al medio ambiente. El documental evita con mucha claridad lo panfletario, si bien da demasiadas vueltas con el proceso judicial para empaparnos de la situación. Por otro lado, hay dos sensaciones que pueden ser contrastantes pero fluyen para tener una perspectiva completa de Daniéle y su búsqueda. Las tomas de desplazamientos grabados desde la parte delantera del auto brindan la impresión de que estamos en un viaje solitario y sin horizonte claro. Y las correspondencias virtuales, por Skype, entre él y sus amigos o conocidos, son un registro de consejos y apoyo a pesar de la distancia. Ambos estados, uno de movimiento y el otro de quietud, trazan un panorama sin certezas en el que podemos identificarnos porque los realizadores están aprovechando las perspectivas básicas de cualquier proceso: quien padece la incertidumbre y quienes lo acompañan. No es azaroso que muchas veces lo veamos a él frente a una computadora: es ahí donde surgen las respuestas de otros amigos o las suyas propias al proceso.La laptop se convierte en una cómplice o una confidente de su situación. Al final, esta es una lucha de un hombre que, aun en las de perder, acude al registro que le permite una película para dar cuenta de, por un lado, los procesos ocurridos en la reserva Arcadia; y por otro, su particular camino de insistencia para salvaguardar lo que a fin de cuentas es su responsabilidad. Hay cierta postura ética que la película bordea delicadamente, sin mencionarla puesto que habría empobrecido al resultado final. Basta el empeño de los realizadores como una manera de hacerse cargo a pequeña escala de una situación grave, todavía cuando sepamos que el destino del mundo está lejos de la perseverancia de un solo hombre.
Vos sos el Darío Fo del subdesarrollo Un actor en el escenario representa a un hombre en su posición asidua los sábados por la tarde. Es una posición forzada, sentado y de pies en puntillas, que le permite hablar de cómo lo admira su mujer. Se trata de un fragmento de Potestad, actuada por Eduardo Pavlovsky. La selección, en apariencia, da cuenta de que éste no será un acercamiento tradicional a la obra del actor, dramaturgo y psiquiatra. No debe serlo considerando sus oficios y profesiones. Notamos en estos fragmentos una corporalidad que ensaya y reflexiona sobre el cuerpo. Sus gestos y la invisibilidad frente al otro, sea la pareja o sea el público que lo observa desde la oscuridad, delatan que para Pavlovsky el teatro no era lenguaje sino acontecimiento, vida. Como exponen los entrevistados, su búsqueda no era ya intelectual, sino plenamente corporal. Y es esta defensa la que propulsa gran parte del documental, por encima de cierta simpleza en la obra de Miguel Mirra. La vigencia del dramaturgo como un hombre que ejerce su función en el mundo desde una micro-política es un aspecto fascinante apenas mencionado en el documental. El arte es lugar, ya no de enunciación, sino de manifestación del mundo. El problema es que el propio film no puede sostener esto y lo que empezaba siendo una compilación de material para explorar la vida y obra de Pavlovsky desde distintas perspectivas, se va convirtiendo en un acercamiento más lineal de entrevistados que hablan sobre la poética de él y su universo de personajes. Hay momentos donde una sola escena, como el ensayo de los padres y el puré en Variaciones Pavlovsky, permiten entender esta suerte de vitalidad teatral, por encima de un lenguaje o de unos códigos particulares y limitantes. Sin embargo, el abordaje que toma uno de los entrevistados frente a este ensayo es el de la decodificación, lo que allana el humor de la circunstancia absurda por sí sola: un hijo ya adulto está impedido por la discusión aniquiladora de sus padres para ver si lo siguen alimentando con puré. La discusión recuerda a la de madre e hija en Sonata de otoño (1976). Son dos medios y relaciones filiales diferentes, pero bien sabemos que toda la obra de Bergman se alimenta del teatro. Y en ambas circunstancias, hay un tercero, también familiar, que se ve aniquilado corporalmente por esta pelea verbal de un egoísmo exacerbado. El humor proviene en ambos casos de lo descarnado, de una risa nerviosa con la que deseamos huir de estas escenas, aunque las hayamos vivido en persona. Al final, la película se convierte en un reconocimiento a la obra de un autor inquieto. Nunca conforme con una sola profesión, ni siquiera con una sola función dentro de su proceso creativo; Pavlovsky es asociado, dentro y fuera de cámara, con los grandes dramaturgos del absurdo, pero siempre con un pie firme en el carácter político y psicológico del arte. Como ocurría con Salvador Benesdra, el protagonista de Entre gatos universalmente pardos (2018), estrenada hace unas semanas en la cartelera argentina, en Pavlovsky psique y polis también son fundamentales para entender la literatura y el arte como procesos profundamente vitales donde lo intelectual es un instrumento para alcanzar lo orgánico. Ambos participaron de forma activa en la sociedad y trazaron una obra, muchísimo más extensa en el caso de “Tato”, donde delimitan el rol político del hombre sin caer en lo panfletario.
Si leo con placer esta frase, esta historia o esta palabra es porque han sido escritas en el placer (…) Pero ¿y lo contrario? ¿Escribir en el placer, me asegura a mí, escritor, la existencia del placer de mi lector? De ninguna manera. (El placer del texto, Roland Barthes) Se suele desestimar con facilidad una película porque es “aburrida”. Tal aburrimiento usualmente está vinculado a que la trama carece de interés para el espectador o porque la película es lenta. Y en estos casos, quienes responden dejan muy en claro que la falla es del film, nunca de uno mismo. Se necesitarían varios párrafos para detenernos en la imagen del aburrido, un ser que pareciera no tener más destino que la inercia sin ánimos. Y es un error además asumir que si a alguien le aburre una obra, será porque quien la hizo estaba aburrido al momento de crear tal producto. Ahora, cuando el espectador dice “tal película me aburrió”, confiesa frontalmente la verdadera falla del proceso: uno mismo. Por diversas condiciones que van desde el ánimo hasta la ignorancia, un film puede ser impertinente para un espectador en un momento dado y, en otro, venir como anillo al dedo, incluso a pesar de sus falencias. Escoger una película es un acto de azar, aún para quienes gustan de conocer todos los detalles de la historia antes de verla. En este punto, hay que reconocerlo: hacer una introducción así para cualquier película no puede ser prometedor. Pero si de algo sale victoriosa Candomberos es de dos cosas. Por un lado, se exime de sus propias preconcepciones iniciales sobre cómo abordar el documental. Las llamadas “cabezas parlantes” en este caso son músicos que ven el hecho artístico de una manera más vivencial y, dentro de las entrevistas, hay sorpresas como uno que toca el candombe mientras habla para ejemplificar los distintos ritmos que pueden surgir de un solo instrumento. Por otro lado, está la certeza de que, teniendo tantas situaciones para mostrar, si surge el aburrimiento en alguna escena, queda constatado que es por falla del espectador, quien no está en sintonía con lo visto. La película pasa de una perspectiva histórica del surgimiento del candombe en Uruguay, a los ensayos actuales en el barrio de La Boca, sin dejar a un lado las palabras de músicos e historiadores que viven y piensan este género desde muchos aspectos de su vida: la creación de los tambores, las comparsas y encuentros entre los músicos. El documental explora así un modo de vida que, de no ser por esta obra, no podríamos conocer sino por fragmentos en YouTube. Si es cierto que el aburrimiento proviene de un miedo al vacío, el registro de esta vida otra nos acerca a un mundo donde la música es consustancial con el resto de los elementos. Donde ya el mar es música, como decía uno de los entrevistados aludiendo a los orígenes del candombe en Uruguay. Y hay veces que esto es más importante que la cadencia parsimoniosa de una película, de su abordaje tradicional o de su progresión irregular.
El detalle más fascinante de Yo, mi mujer y mi mujer muerta es su manera de representar los recuerdos a través de imágenes proyectadas en las paredes de la casa de Bernardo, el viudo. Puede que sea un recurso poco ingenioso, pero está llevado a cabo con delicadeza. Ocurre apenas dos veces, lo que genera una impresión de que es en la casa donde están resguardados los recuerdos más íntimos de una familia. Los recuerdos no son aquí una ilusión, como tampoco lo es la presencia de la difunta, sino la certeza fehaciente de un hogar. La ausencia da pie a la memoria más profunda, sin importar que se caiga en lo meloso. Por otro lado está la franqueza emocional de Oscar Martínez. Con él, la comedia pareciera recaer en el pesimismo frente a ciertas situaciones. De todas maneras, Martínez es maleable para acertar una mirada de complicidad o goce en medio de las situaciones confusas. Se nota que los guionistas están queriendo sorprender al espectador con la posible vida secreta de la recién fallecida, pero Martínez apela con su actuación a la fidelidad, como en la escena donde rehúye hablar más de lo necesario en su jubilación. Puede que en términos de guión se le quiera dar un final satisfactorio a las metas del personaje, pero el rostro del actor deja entrever cierta carencia en su discurrir. A la película le hacen mella el ritmo y los giros previsibles. No dura más de hora y media, pero a medio camino flaquea con la búsqueda de las verdaderas andanzas de la esposa. La huida de la rutina es una oportunidad placentera para que el protagonista se permita lujos inalcanzables, drogas recreativas y el encuentro con un español pícaro que hace la contrapartida a su pesimismo. Pero estamos ante circunstancias absurdas y excéntricas a las que el director quiere sacarles el jugo para hacer reír a toda costa. Y el esfuerzo sólo llevará al descubrimiento dramático. No es un detalle menor el título de la película. A fin de cuentas, el protagonista siempre estuvo por delante de su esposa. Probablemente por eso no tenía idea de muchas situaciones o actitudes, y todo termina siendo una reafirmación profesional donde la familia está en un segundo plano de sustento y calidez.
¿Hasta dónde la herencia familiar es una asignatura pendiente con los antepasados que nunca se termina de aprobar? Lobos narra la historia de una familia que intenta pagar una deuda para desligarse de los negocios turbios donde estaban inmiscuidos. Que el final sea tan tajante da cuenta de que no hay medias tintas con la familia aun en estas relaciones tan difusas. En la película de Durán parecen estar desarrollándose al mismo tiempo dos registros que no terminan de cuajar. Por un lado, está la historia familiar de retirarse a pescar y evocar el pasado, allí una cinematografía embellecida nos hace pensar en la familia que no fue o dejó de ser. Por otro, está la historia de los negocios turbios entre el padre, el hijo y el yerno que cae en los lugares comunes sin descubrir nada nuevo en esta oportunidad. El primer tono de Lobos se apodera de la segunda parte de la historia, pero ya el director nos venía dando pistas de lo que estaba por ocurrir. Marcelo y su cuñado se esconden en la casa de campo de la familia. Los recuerdos y la tranquilidad se apoderan de la trama para darle lugar a lo que dejó de existir: un refugio filial. Es ahí donde el film funciona mejor. La ambigüedad de carácter en Luciano Cáceres le brinda la posibilidad de ser un policía arrepentido con los vínculos de su padre y su cuñado, vengando además las injusticias cometidas en contra de su familia. En su mirada hay una energía taimada que jalona hacia ambos lados: la bondad posible y la crueldad sin aspavientos. Toda su rutina corporal incluso es la de un hombre que pretende recuperar cierta cordura aunque sus ojos sugieran la mirada del ausente. Su calma al caminar y la distancia al hablar dejan una inquietud constante cuando aparece en escena. Si al final la película flaquea, es porque no le brinda más tiempo a este personaje. Los giros previsibles en la trama de la familia caída en un círculo vicioso no permiten que la historia fluya. Los personajes principales confían en los más sospechosos. Hay destellos de cierta química entre Daniel Fanego y Anahí Gadda, pero todo resulta sacado de tramas que ya hemos visto antes donde había mayor atención a los detalles y menos giros truculentos.
Entre gatos universalmente pardos comienza en medio de una casa a orillas de la playa. Es una casa a merced del viento y la soledad. A medida que transcurre el documental, nos damos cuenta de que la vida y obra de Salvador Benesdra es como este hogar aislado. Él mismo se ha convertido con el tiempo en un autor de culto por su obra tan breve pero que marcó a una generación con su escritura y sus posturas intelectuales. Por un lado, el documental se beneficia de construir las distintas máscaras del escritor. Se alude a las amplias aristas de su novela El traductor por el frente político y el amoroso, conocemos al Salvador que estudiaba Psicología, al erudito que sabía siete idiomas, al Salvador escritor, al político y al amante. Cada testimonio da cuenta de las máscaras de Benesdra sin temor a proveer detalles sobre sus crisis profundas. Pero, por otro lado, esta diversidad de máscaras termina por retratar un panorama irregular en ritmo y en alcance. No está mal que la investigación haya sido separada en diez capítulos y un epílogo. Esto le brinda claridad al resultado. Pero hay momentos, como la conversación en el capítulo IX, que no parecen llevar a un sitio muy certero sobre la figura de Salvador. Ya la película deja de correr suficientes riesgos al acudir a las “cabezas parlantes” para indagar en un autor fascinante. ¿Para qué además incluir un debate que no da muchas luces sobre este? Es una lástima que el documental no cuide más los aspectos técnicos para entrevistar a los vinculados emocional o laboralmente con el escritor de El camino total, una suerte de libro de autoayuda a contracorriente. Este descuido podría leerse como el desenfado propio en la vida de Benesdra, relatado por varios de los que dan testimonio. Pero no deja de ser una distracción. Por ejemplo, pese a las tantas fotos donde él aparece (imágenes que siempre resultan un disparador para hablar de lo perdido), varias de ellas las vemos dos veces, lo que les resta el encanto y la precisión de la primera vez. El documental de Finvarb y Borenstein aprovecha el material de archivo y no solo las fotos. Alternando con las entrevistas hay fragmentos de videos caseros donde Benesdra habla sobre diversos temas. No es muy fácil distinguir su rostro, aunque los subtítulos nos ayudan a entender sus palabras. Ante estos videos, pareciera que estamos observando a través de una puerta entreabierta que amenaza con cerrarse. Hay, finalmente, un punto fuerte a favor de la película: la curiosidad hilada minuto a minuto en pos de la lectura de la brevísima obra de Benesdra. El interés por leer sus dos libros va más allá del morbo que el documental hurga con sobriedad. Se trata de acercarse a una vida ligada al dolor psíquico, consciente, nunca evadido y mucho menos victimizado. Pocas veces adolecer es entendido como una circunstancia a la que se debe abrazar. Que el documental sea capaz de mostrar esta postura por parte del autor investigado y que exponga posiciones enfrentadas con su obra, así sea lateralmente, invita a una visión compleja.
¿Qué rol cumple el ser humano en medio de la naturaleza? Éste podría ser el punto de partida de la película de Óscar Catacora. Y las respuestas no son fáciles. Cuenta las vicisitudes por las que pasan Wiilka (Antonio Catacora) y Phaxsi (Rosa Nina), una pareja de ancianos que vive en el nevado Allincapac, arraigados a sus costumbres y creencias a pesar del abandono de su hijo. Cuesta no tener en mente Tokyo Story (1953) de Yasujiro Ozu viendo Wiñaypacha, pre-seleccionada como la candidata de Perú para el Óscar 2019. No es solamente que el realizador opte por planos estáticos, como solía hacer el director japonés a medida que afinaba más su estilo. Tampoco que muchas escenas estén filmadas a la altura del tatami como también lo hacía Ozu. Aquí, concretamente, los conflictos que enfrenta la tradición representada por los padres se acentúan con resultados demoledores. Ni siquiera hay hijos que llamen a sus progenitores. Solo advertimos la referencia al hijo que quiso desentenderse de la cultura y, por momentos, la esperanza de que regrese a visitarlos. Apenas están los animales de la granja que, además, van desapareciendo a medida que transcurre la historia. Y finalmente la presencia de la naturaleza aquí es muchísimo más palpable e inhóspita. La obra de Catacora lleva al extremo el contraste entre tradición y modernidad. Aquí los personajes dependen de su propia fuerza y sus costumbres para sobrevivir. Mientras más se intenta retratar las costumbres de esta pareja de ancianos, más la naturaleza se encargará de doblegar su presencia en un paisaje salvaje. Y la impresión que dejan las circunstancias es mayor precisamente porque el director opta por una cámara observadora y quieta. Como si en la quietud de la mirada se escondiera también lo perturbable de la naturaleza profunda. Hay lluvias torrenciales, hay predadores, hay enfermedades. Y, en medio de todo, la fidelidad y compañía de la pareja que nunca es enternecida ni almibarada. Hay un compromiso en su dinámica que parece casi dado por sentado, pero es tan firme como los embates naturales sin importar que los de ellos son gestos más pequeños. Aquí la naturaleza tampoco es el motor benevolente y pacifista que tanto se nos vende. Son condiciones a las cuales hay que adaptarse, acomodarse dentro de lo posible, o perecer. Hay una sensación opresiva a lo largo de la película que se traduce en la presencia constante de montañas y picos, y en detalles que la pareja de ancianos toman como mensajes a los cuales deben estar atentos. El canto de un pájaro es el llanto de un dios que anuncia una tragedia. La caída de una escultura es el fin de una vida. Estos momentos dan cuenta de las creencias todavía presentes como certezas en medio de la naturaleza, como si hubiera que decodificarla, no para domarla, sino para incluirse en ella. Decodificar es resignarse a un lenguaje inabarcable. A fin de cuentas, estamos ante una tragedia donde son los elementos naturales los que ejercen el cambio en el destino de los protagonistas. Resulta significativo que solo una vez podamos ver de cerca los rostro de estos ancianos; ello ocurre mientras ingieren coca. El resto del tiempo los vemos en planos más amplios, como si se nos sugiriera que ellos pertenecen a un entorno y este compone su identidad más profunda, de la cual son indivisibles.
La imagen de un muerto es muy poderosa La devoción es una reverencia en gran medida invisible. Imaginamos por mucho tiempo que creer consistía en acudir a la misa dominical para escuchar el sermón del párroco y persignarse frente al ritual de la comunión, en medio de los feligreses. Pero Antonio Gil está apuntando a un vínculo más profundo con los santos, como si la fe se hubiese gestado inicialmente en los hogares. Aunque la pregunta ¿quién es Antonio Gil? recorre todo el documental, la búsqueda de Lía Dansker elide la respuesta fácil. Más bien aprovecha para hermanar ese interrogante con la inquietud por la manera en que el ser humano cree a partir de la palabra. Las narraciones de cada entrevistado tienden más hacia experiencias personales con el santo antes que a un acercamiento histórico Y la directora no opta por mostrar los altares de estos creyentes o sus casas, sino que construye una propuesta audiovisual para aludir a esta devoción íntima e invisible. Por una parte, sólo conocemos a los entrevistados por su voz. Escuchamos fragmentos de las que, imaginamos, fueron conversaciones sobre la experiencia de cada creyente con el Gauchito Gil. En cada voz intuimos una edad, un ritmo y una perspectiva precisas; pero prevalece la parsimonia acompasada con leves descubrimientos visuales. Hay voces que escuchamos mientras la pantalla está a oscuras. Son las experiencias más fervorosas frente al santo. De pronto uno siente que estas palabras son dichas en medio de una sala a oscuras, como si se tratase de una fe a ciegas que pronuncia un salmo. Probablemente asemejar la experiencia cinéfila con la fe pueda ser sacrílego para algunos, pero ya las posibilidades asomadas por estos incisos a oscuras, como paréntesis para remarcar la voz del creyente, son prueba fehaciente de que arte y religión están íntimamente ligados a la concepción de un ritual. Creer va más allá de ver. Es escuchar atentamente también. De hecho nunca vemos una imagen del Gauchito Gil, pero cómo no imaginarlo con cada una de las narraciones. Y ya que estamos ante la evocación de un santo, tenemos que verlo de una manera, o siquiera intuirlo. Para esto, Dansker propone un vaivén visual. Cada pasaje de voces está acompañado por travellings hechos en el pueblo de Mercedes, en la provincia de Corrientes. Algunos de estos movimientos van hacia la derecha. Otros van hacia la izquierda. Y unos pocos, los de las procesiones, van hacia el espectador. Así pareciera de pronto que estamos en una embarcación en medio de un oleaje persistente y donde hay una escultura del Gauchito Gil que se bambolea con las olas. No es una imagen fortuita ya que es un ritual muy frecuente en los pueblos religiosos situados cerca de las costas. Lo paradójico en el caso del documental es que deje esta sensación con rituales de tierra firme. Al final, la edición contribuye a esta idea de movimiento cíclico. Si bien la recurrencia demanda mucha paciencia, a medida que transcurre el documental se va manifestando una suerte de inconsciente colectivo en torno al santo Antonio Gil. Entre saludos a la cámara, el paso de carros, las procesiones y los eventos conmemorativos del gauchito; surge una complicidad de leves descubrimientos como si la rutina manifestara, entre la dinámica cotidiana, un vínculo con la manera de acercarse a esta figura. Algunas reflexiones de los creyentes, además, aprovechan para abordar la naturaleza comulgante de tal creencia. Como en un coro donde detallamos la voz y la mirada de cada integrante, Antonio Gil nos brinda el retrato a ciegas de una fe orquestada.