Un método peligroso. Stuart Blumberg toma tres historias vinculadas entre sí como punto de partida de su ópera prima. La de Adam (Mark Ruffalo), Neil (Josh Gad) y Mike (Tim Robbins), todas atravesadas por las compulsiones sexuales sufridas por los tres personajes, que asisten a las mismas reuniones de sexoadictos y son “padrinos” unos de otros, ayudándose mutuamente a continuar la lucha diaria contra su enfermedad. Una lucha que parece de nunca acabar, porque para ir superándose a sí mismos deben abstenerse de todo, hasta de masturbarse. Pero el verdadero eje de la película no es la adicción -que podría ser al sexo o cualquier otra cosa- sino la superación personal y el grupo de personas que sirven de sostén durante el arduo proceso. Una suerte de comunidad que está dispuesta a responder llamadas de ayuda a cualquier hora del día, siempre listos para dejar todo y salir corriendo a evitar que algún personaje tenga sexo. Los de Gracias por Compartir son seres atormentados por adicciones de las que no pueden recuperarse del todo. Personajes que tocan fondo, que viven al borde de la recaída, que reinciden, mienten, tienen prohibido el acceso a internet o a un televisor y no pueden viajar en subte. Entonces, el sexo se convierte en un problema y ya no existe ni la sana diversión para estos pobres personajes. Por lo tanto, no hay normalidad posible para ellos. Son hombres enfermos tanto cuando recaen como cuando no. Así, la película se torna -al igual que sus personajes- un poco inestable e impredecible, oscilando entre la falta de definición en cuanto al tono y la disparidad de las actuaciones. A pesar de estar siempre muy por encima del resto, Gwyneth Paltrow no parece encajar del todo en ese universo. Junto con los problemas de tono y de actuación, surgen los de guión y dirección con escenas melodramáticas que bordean la inverosimilitud e incluso parecen forzadas para encajar con las situaciones requeridas por el guión, lo que hace que estemos todo el tiempo conscientes de los mecanismos de la fórmula y no podamos empatizar con ningún personaje. En parte, porque además son seres que pueden cambiar sus actitudes de un minuto a otro y realizar acciones que jamás hubiésemos imaginado que harían hasta ese momento. Incluso la película se encarga de impedir que logremos -si se quiere- comprenderlos o compadecerlos, porque nunca ahonda en lo que lleva a esos personajes a contraer sus adicciones. El cine mainstream hollywoodense se ha encargado de demonizar últimamente el hecho de llevar una vida sexual activa normal dentro de una sociedad, con ejemplos que van desde Shame hasta Entre sus Manos. La libertad sexual es vista como algo peligroso, hasta el punto en que cualquier personaje que lleve una vida sexual libre es un adicto al sexo o tiene un problema. Lamentablemente, la ópera prima de Blumberg no se distancia de estos ejemplos y termina siendo no más que un muestrario de diversas adicciones y formas de lidiar con ellas, rociadas de un puritanismo aleccionador patológico.
Freaks and Geeks. La expansión del universo Marvel es simultánea a la cantidad de personajes que se suman película tras película, dejando atrás la figura del héroe que lucha contra el crimen de forma individual para asentar la idea de grupo y a su vez cruzar a estos superhéroes unos con otros, incorporando cada nueva subtrama dentro de otra, como si de muñecas rusas se tratara. Y tal como pasa en los cómics. Pero encarar ese traspaso a la pantalla grande, de forma industrial y a la vez artística, es algo riesgoso y extremadamente difícil de lograr, porque requiere más que un técnico. Este proceso requiere de un director con una visión y una sensibilidad particular. Por eso, cuando este milagro del cine sucede, obsequia grandiosas películas como Capitán América y el Soldado del Invierno, Los Vengadores, X-Men: Días del Futuro Pasado y el último ejemplar que nos convoca, dirigido por James Gunn. Porque al igual que Los Vengadores, Guardianes de la Galaxia se toma su tiempo para darle a cada uno de sus personajes el peso dramático que le corresponde a nivel historia y el tiempo que merece en pantalla. Gunn articula su película alrededor de la cultura ochentosa y se pone el traje de anfitrión de un gran baile que incluye una fuga de prisión al ritmo de The Piña Colada Song. Entonces, estamos ante una película que además de ser generosa, tiene un corazón gigante y una sensibilidad épica que apuesta a echar raíces en los pequeños detalles. Gunn retrata la historia de cinco outsiders, perdedores, mercenarios, héroes subversivos: Peter Quill, Gamorra, Drax, Groot y Rocket, quienes marcados por sus respectivos traumas, han dejado sus vidas congeladas en determinada época. Gunn deja esto bien claro mediante el objeto-símbolo que elige para construir al líder del grupo: un cassette. Con Come and Get Your Love de Redbone marcando el tono de la película sobre los créditos iniciales, el protagonista -cuyo héroe es el Kevin Bacon de Footloose- baila mientras Gunn nos imprime para siempre en la retina las imágenes que serán a partir de ahora definitivamente inseparables de cada uno de los temas que conforman una de las mejores bandas sonoras del año. La música ocupa un rol tan importante que hasta el enemigo se construirá en base a lo que significa para el protagonista. Por eso, no será considerado villano solamente quien oponga su fuerza contra el objetivo de Star Lord; sino todo aquel que no comparta su “código McCormack” de vida. Gunn puede darse el lujo de sobreponer su sensibilidad a la estructura de la película para explorar qué nos sucede a nivel sensorial con el choque entre los efectos especiales y la banda sonora repleta de clásicos de los ochenta. De ese cruce galáctico resurgen como una alteración genética todos los héroes clásicos del cine y nuestros cerebros comienzan a tejer conexiones mientras vemos a Zoe Saldana en la nave al lado del "Capitán" o lejanos tintes de una Oz futurista en Xandar. Lo realmente novedoso de la película es el uso que hace James Gunn de sus referentes de la cultura pop, que al entrar en contacto con su propia visión del mundo y del cine, crean algo único: la esencia de la película, que se encuentra en ese carácter de recuerdo encapsulado, ese rebobinado constante que inconscientemente realizamos una y otra vez y que Gunn sabe cómo despertar. Cómo traer nuestros recuerdos del pasado y revivirlos para darles incluso más vigencia y fortaleza, de la forma que lo hace al comienzo, con planos que nos retrotraen al inolvidable inicio de Los Cazadores del Arca Perdida. Guardianes de la Galaxia viene a ser una bisagra entre dos dimensiones (pasado- presente) que se propone -y logra- trasladar al espectador al pasado mediante el futuro del cine. Es cine digital relleno de cinta magnética y James Gunn, el guardián del orbe más poderoso del universo: nuestros recuerdos.
Damas en guerra. Lo nuevo de Nicholas Stoller como director se traduce en una comedia ciclotímica, por momentos ingeniosa pero un tanto dispersa, que naufraga cuando se estanca en una suerte de planicie visual y narrativa durante los monólogos a cargo de Teddy (Zac Efron) o la repetición de un chiste hasta agotarlo, como sucede con el del airbag, que en una primera visión resulta explosivo e inesperado (aunque lo hayamos visto en el trailer), pero luego la reiteración termina por desgastarlo. Como una suerte de híbrido entre Proyecto X, el microuniverso de Kevin Smith y esa cualidad de cine prismático-antropológico que abarca todas las etapas atravesadas por un ser humano, símil Apatow, Stoller -al igual que la figura central de la NCA- explora las zonas oscuras de esa institución denominada “familia” en tono de comedia fumona, alocada, lisérgica y escatológica. Por eso Mac (Seth Rogen) y Kelly (Rose Byrne) tienen sexo como los personajes de Apatow: de manera ridículamente incómoda, azotada por la rutina y la pérdida de la pasión post paternidad. Así como Pete y Debbie abrían Bienvenido a los 40 con una escena de sexo frenético en la ducha, Buenos Vecinos comienza con la humillación sexual característica del cine de Apatow: la pareja protagonista intenta tener sexo delante de su hija recién nacida, mientras la pequeña los mira fijamente a pesar de no entender lo que está sucediendo. La confirmación de que Mac y Kelly ya no son jóvenes llegará con la mudanza de sus nuevos vecinos: la fraternidad Delta Psi liderada por el macho alfa, Teddy. Es que Mac y Kelly son los padres exhaustos que eran Pete y Debbie en Ligeramente Embarazada, esos que se quedan dormidos en el suelo mientras se preparan para una salida nocturna que nunca llegan a concretar. Son dos jóvenes fiesteros atrapados en los cuerpos de unos padres treintañeros y se rehúsan a crecer, a madurar, y por eso viven en una constante lucha contra el tiempo. Es que ser padres primerizos de treinta y tantos no es compatible con ser cool en el film. Como bien indica el slogan publicitario del poster estadounidense, “familia vs. fraternidad” es el enfrentamiento al que asistiremos durante 97 minutos. Buenos Vecinos mantiene el tono realista asociado a la idea de una pareja que acaba de tener un hijo y cómo su vida tal cual la conocían ya no existe. Así como a Debbie en Ligeramente Embarazada le negaban la entrada a un boliche por ser “vieja”, el líder de los Delta Psi, no invita -en principio- a sus nuevos vecinos a enfiestarse con ellos. Pero estos padres no se comportarán como personajes de su edad y todo el tiempo estarán revelándose contra el comportamiento que la sociedad impone como el correcto. Pero, al igual que en las comedias de Apatow, cuando uno comienza a rascar la superficie queda al descubierto un fondo extremadamente conservador; lo que no sería un problema. De hecho no lo es en las comedias de Apatow. Pero sí lo es aquí, sumado a la imprecisión del guión en cuanto al timing, lo que produce una pérdida de agilidad en los diálogos. Es que el guión de Andrew J. Cohen y Brendan O´Brien no es lo suficientemente ingenioso ni posee la profundidad y la sensibilidad de Apatow para narrar, pero sí un talento algo discontinuo, que funciona como una suerte de entremés hasta que aparezca otra genialidad de la comedia.
El caso de Amapola es el de aquellos films que incitan a la risa pero que no pretendían hacerlo. Zanetti se toma en serio una película de aspecto visual de cuento de hadas solemne e incoherente, pero el efecto es el contrario al buscado por el director. Es que no hay ni una sola cosa que esté bien en Amapola. Ni una que funcione. Nadie le dijo a Zanetti que en los cuentos de hadas también existe algo que se llama coherencia y/ o verosimilitud dentro del relato. Ya en los primeros minutos de la película es posible detectar el -intento- de realismo mágico y ver a Amapola como una prima de Un Cuento de Invierno. Como ella, tiene saltos temporales, reconstrucción de época y una serie de situaciones ridículas tomadas seriamente una tras otra sin ningún tipo de criterio narrativo. Ok, sin ningún tipo de criterio a secas. El desastre es tal que en medio de la lamentable exposición de una historia de ¿amor? entre Amapola (Camilla Belle) y un chongo que llega a las orillas del río, remando y sin remera (después vestirá una camisa leñadora), está Shakesperare dando vueltas con Sueño de una Noche de Verano (para que quede claro que se está hablando de magia y fantasía); y para colmo vemos sucesos histórico-políticos como la muerte de Eva Perón, el golpe de 1962 y la Guerra de Malvinas mostrados de la manera menos ingeniosa de la historia del cine: a través de un televisor. Sí, todos a través de un televisor. Ni hablar de las horribles pestañas postizas de Belle y su delineado hecho por una maquilladora con Parkinson o de las escenas ridículas e innecesarias de transición, las sobreactuaciones o la participación de Geraldine Chaplin en una película de este nivel de grasada. Esos son solo detalles. Ahora, hablemos de una película que costó alrededor de 10 millones de pesos en la que absolutamente todos los actores -argentinos o no- están horrorosamente doblados, con una falta de sincro en los labios que es lastimosa a los ojos, sobre todo en las escenas en las que los personajes cantan ópera. Una buena película no necesita de una conferencia post proyección que explique cuán buenos son los actores que vimos en pantalla. Señor Zanetti, haber tenido el privilegio de trabajar con gigantes de la industria cinematográfica no significa ser uno. Estamos ante una narración que divaga, que no tiene claro de qué habla y que carece de un clímax, que no cuenta ningún cuento: un director que afirma haber visto toda la historia del cine en un cineclub debería poder llevar a cabo la tarea de contar un cuento. Pero, ¿qué se puede esperar en pantalla de un director que en la conferencia de prensa -más bizarra aún que la película- afirmó que “Amapola no es una ópera prima, porque una ópera prima la hace alguien de 25”? Pues Amapola solamente puede verse como una comedia inconsciente y totalmente ridícula de principio a fin, realizada de manera torpe. Sin duda, el peor estreno del año.
La gran prueba. De todas los estrenos del 2014, si había uno que quería que me gustara con todas mis fuerzas y por sobre todos los otros, era A Million Ways to Die in the West o Pueblo Chico, Pistola Grande -sí, siempre sutiles- de Seth MacFarlane. Quería que me gustara por muchas razones. No sólo porque el director, co-guionista, productor y protagonista de la película me cae muy bien, sino porque mis expectativas post Ted eran muy altas y todo lo que el tipo hace me parece fresco e increíble y agradezco que una de las razones por las que el mundo es más hermoso es porque existe un comediante como él. Pero a la hora de sentarme a escribir una nota sobre la película, me encuentro esforzándome por recordar la primera escena después de los títulos en rojo sobre el paisaje fordeano. Y cuando me di cuenta de lo mucho que me costaba eso, recordé que al llegar a mi casa luego de la función, apenas podía recordar alguno que otro chiste de la película. Algo que no pasaba con Ted, de la que hasta el día de hoy recuerdo escenas completas y me sigo riendo. Pero riendo fuerte, a carcajadas, de esas risas que nos hacen llorar y nos dan dolor de panza de la felicidad. Es que comparar a Ted con A Million Ways… es hablar sobre la diferencia entre reír y sonreír. Ahí donde las aventuras del oso arrancaban lágrimas de felicidad, la verborragia en carne y hueso de Albert Stark en el Oeste deja apenas -y solo por momentos- entrever una sonrisa. Es que Stark es el Doc Brown teletransportado al Oeste en 1882. Totalmente fuera de lugar. El “padre de familia” se mete con el padre de los géneros estadounidenses, de hecho, el primer género cinematográfico estadounidense: el western, que nacía allá por 1903 de la mano de Edwin S. Porter. Sería injusto comparar A Million Ways... con Blazing Saddles primero porque si bien el grandísimo Mel Brooks fue el iniciador de este tipo de parodias referenciales, sus estilos son completamente diferentes y sus visiones parten desde lugares y épocas diferentes. Segundo, porque MacFarlane apela a la cita inmediata, ligada al “ahora” que vivimos. Pero lo que realmente las separa es que A Million Ways… no es más que una seguidilla de ideas ingeniosas. Muy buenas ideas por cierto, pero mal implementadas. No es que falte acción, ni peleas, persecuciones, robos, cabalgatas, indios -con escena onírica de por medio- y toda la iconografía del western mezclada con el universo MacFarlane: chistes sobre pedos, diarrea, porro y cultura pop. Todo eso está. Entonces, ¿qué es lo que no funciona? MacFarlane sabe contar historias. Pero, ¿sabe contarlas visualmente? Allí reside el mayor problema de A Million Ways… y es simplemente que le falta cine. Las escenas más divertidas son aquellas en las que el director juega con nuestro imaginario colectivo sobre el género, pero la película parece estar hecha con cierta vagancia, como si la hiciera de taquito. Podría haber sido concebida como una serie de sketchs o episodios de una serie y no habría diferencia. MacFarlane es un genio de las voces y escucharlo haciendo chistes es lo más cercano a la felicidad que podemos experimentar. Pero verlo, no tanto. En carne y hueso, el actor no puede sostener sus planos que luego de unos segundos comienzan a pesar como un extenso y fallido monólogo de stand up, sumado a su falta de carisma en la pantalla. Pero lo que no tiene de carisma le sobra de ternura. Lo que no significa que no recordemos más un vestuario de Charlize Theron que un chiste de él. De hecho, son más ricas las actuaciones y las historias de algunos de los personajes que lo rodean, como la relación entre Anna (Theron) y Clinch (Neeson) o la de Edward (Ribisi) y Ruth (Silverman). Ésta última es también la que más explota su potencial. MacFarlane sabe sacar algo gracioso de cualquier cosa, de eso no hay duda. Pero para volver a reír a carcajadas, de esas que duelen en el estómago, habrá que esperar la segunda parte de las aventuras del oso parlante o, como le dijo el cacique de los apache a Stark, tendremos que “tomar drogas en grupo”.
La novia vestía de negro. Angelina Jolie y sus pómulos -filosos como cuchillos, nunca antes tan prominentes- son los protagonistas de esta película que viene a responder aquello que el clásico animado de 1959 dejó inconcluso: ¿por qué la estilizada villana de La Bella Durmiente maldice en su cuna a la hija del rey Stefan? La respuesta se hizo esperar unas cuantas décadas, pero ahora Disney devela el misterio y nosotros volvemos a ser niños de nuevo, como si hubiésemos resuelto un acertijo. Maléfica es el alma de esta película que lleva su nombre. Pero en la reversión de Stromberg no es ninguna bruja. Hasta podríamos decir que no es tampoco una villana. Ni una víctima. Maléfica es simplemente una mujer a la que bajar la guardia le significará un daño irreparable, una quemadura que arderá casi hasta el final. Jolie toma el mando de la pantalla con un vestuario que parece salido de una convención de comics, para convertirse casi en una dominatrix absoluta cuando le dice a Stefan “me gusta cuando rogás, hacelo de nuevo”, o para robarse el plano escondida detrás de ese bosque azulino o caminando por los oscuros pasajes del palacio. Maléfica se incrusta un poco más profundo de lo que cualquier cuento de hadas llevado a la pantalla grande en los últimos años se adentró. Jugando con los roles de la mujer y los del bien y el mal, le da una vuelta de tuerca al clásico cuento de hadas y, continuando la línea de Frozen, cambia el paradigma de la princesa tradicional para transformarse en una historia cruel y terrible, en donde la fortaleza emocional de Maléfica se convertirá en su arma mortal. Un personaje que habla sólo lo suficiente y al que Stromberg sabe cómo filmar para que brille como una diosa. Si bien nadie opaca a Jolie, Elle Fanning despliega un encanto envidiable como belleza opuesta a la de su “hada madrina” y el personaje de Diaval, a veces sidekick y otras comic relief, cumple cada una de sus funciones con el timing adecuado y ni un minuto de más en pantalla. El amor aquí no tiene nada que ver con la llegada de un príncipe ni con vivir felices para siempre. En Maléfica pasa por otro lado: por el amor filial que, según el mensaje de la película, es el único amor verdadero posible. Sin embargo, Stromberg -con una larga carrera como supervisor/ diseñador de efectos especiales, artista conceptual y diseñador de producción en películas de gran escala- es consciente de que aunque sea en una sola escena, debe entregar la espectacularidad que el estudio y el público demandan, y esa es la única escena que desentona con el resto: la de los humanos y los seres mágicos en pleno acto de combate. Porque en ese momento la espectacularidad se pone por encima de la historia sin demasiada coherencia, cuando en la mayor parte de la película son la historia y su protagonista los que están por encima de todo y de todos. Y digo la protagonista -y no Angelina Jolie- porque uno de los desafíos más grandes a los que tuvo que enfrentarse Stromberg fue que la actriz no se comiera al personaje sino que se perdiera en él, para luego entregarse a nosotros. Los efectos de maquillaje a cargo de Rick Baker -ganador del Oscar por su trabajo en Un Hombre Lobo Americano en Londres- resucitan con un aire gótico la oscuridad detrás de los cuentos de hadas. Y como en todo cuento de hadas hay magia, pero a no confundirse. También hay dolor, traición y desilusión.
Gojira procesado por Hollywood. Mi primera impresión al salir de la función de Godzilla fue que por primera vez Hollywood le hace justicia. Pero con esto no me refiero a la película sino exclusivamente al lagarto gigante y su imponencia en la pantalla. Edwards sabe que una de las claves para que su aparición funcione es no develarlo demasiado rápido. Por eso, a la hora de presentarlo, el director está a la altura de todas las dimensiones: la de su aparición, la de nuestras expectativas y las del gigantesco reptil. Una de las principales diferencias entre éste y el de 1998 es, a primera vista, su gigantesco tamaño. Lo que comenzó en 1954 con un actor dentro de un traje de goma pasó a ser un dinosaurio digital. Un CGI XL y anónimo, sin personalidad. Lo que pasa tanto en la versión de Emmerich como en esta es que no podemos ni amarlo ni odiarlo. El Godzilla despertado por Hollywood no tiene ni el sentido alegórico ni la personalidad que emanaba el de Toho. En lo único que lo supera es en dimensión. Pero dejando de lado la espectacularidad del monstruo, gracias a los efectos especiales facilitados por la tecnología actual, Hollywood demuestra por segunda vez su incapacidad para crear algo mejor -cuando se trata del subtexto, eso que debería reptar bajo los efectos especiales- que su fuente de origen. Lo verdaderamente monstruoso aquí es que las remakes de Edwards y Emmerich pasan al ícono japonés por la procesadora de Hollywood, eliminando cualquier reflejo de sutileza posible, nivel de profundidad o simbolismo. Sin embargo, Edwards aporta un rasgo interesante: la radiación, fuente de alimento del bicho, no la buscará en Japón sino en los depósitos de basura nuclear de Estados Unidos. Lo que sería una metáfora hiladora de la película, si no quedara lavada por la pobreza de la propuesta.
Porque tenemo’ aguante… Presentada en la Sección Sportivo del 16 BAFICI, Mujeres con Pelotas expone las problemáticas que presenta el fútbol femenino en nuestro país, pero lo interesante es que sus protagonistas -las “Aliadas de la 31”- jamás son puestas en el lugar de víctimas sino que los directores se proponen registrar y denunciar a través de testimonios -de jugadoras, periodistas deportivos, entrenadoras, relatores y árbitros- la marginalidad de la disciplina femenina, que algunos hombres del ambiente definen como “fútbol torpe”, una versión infantil del fútbol masculino y hasta “fútbol de hace 70 años”. Pero realmente son los argumentos masculinos sobre esta cuestión de género los que atrasan siglos, porque la única diferencia entre un juego y otro radica en el período de preparación para realizarlo. Mientras los hombres comienzan a entrenarse a más temprana edad (siete u ocho años), a las mujeres les llega la posibilidad una vez alcanzada la adolescencia. Las “mujeres con pelotas” del título luchan contra todas las adversidades: su posición social, la discriminación, la alternancia de tareas domesticas con los entrenamientos, los prejuicios de sus padres al ver a sus hijas jugar a lo que ellos mismos tildan disciplina de “machonas”, para ganarse un lugar en un mundo machista. Pero lo llamativo de la película radica en su aproximación al machismo no como algo exclusivamente de hombres sino ligado al prejuicio generalizado, es decir, el machismo visto como una cuestión cultural y dentro de ella, la obligación de la mujer por tener que demostrar que sabe de futbol para luego ser respetada. Los directores plantean todo tipo de cuestionamientos y posturas que toma la sociedad ante las mujeres que corren tras la pelota. Sobre su orientación sexual, su comportamiento, su cuerpo y el rol social que deben ocupar. Pero ellas no se sienten menos femeninas por jugar al fútbol a pesar de la mirada burlona y libidinosa de algunos hombres que mientras ellas corren en la cancha, comentan “qué buenos culos”.
La melodía de Broadway. Los Muppets 2: Los más Buscados es, sin duda, una de las alegrías cinéfilas más grandes del año. Sí, cinéfilas. Porque ésta vez los Muppets se ríen de todo en el mejor de los sentidos, mediante el homenaje paródico a un sinfín de películas, personajes y actores que ya ocupan el lugar de íconos de la cultura. Se ríen de El Séptimo Sello, de Ingmar Bergman (¡!) y de los clichés y la iconografía de todos los géneros cinematográficos. Se ríen del Hollywood que, a la manera de una fábrica, produce secuelas sin darle demasiada importancia a las historias, pero esta vez los Muppets fallan a nuestro favor mientras cantan: “Y todos saben que la secuela no es tan buena”. Porque lo que hace relucir a esta secuela es su enorme capacidad y habilidad para reírse de sí misma, de la impopularidad de los Muppets y a la vez realizar una crítica a la industria cinematográfica. Si en la primera entrega los protagonistas eran el carisma de Jason Segel y la luminosidad de Amy Adams, quienes se robaban la pantalla, ahora las verdaderas estrellas del gran espectáculo audiovisual que James Bobin despliega ante nuestros ojos, son los propios Muppets. En este gran patio de juegos que propone el director, los famosos son invitados a jugar con los Muppets y no al revés. El primer número musical de la película arranca homenajeando al musical clásico de Hollywood y a las coreografías de Busby Berkeley con sus formas geométricas y sus efectos caleidoscópicos, para luego mutar en una película de espionaje y luego en una de aventuras y de acción que nos lleva por Alemania, Madrid, Irlanda y Londres como si estuviéramos viendo una de Jason Bourne. Pero por sobre todos los géneros que homenajea Los Muppets 2, el que más le pertenece y al que más ama es la comedia. Porque es difícil hacer reír, correr riesgos, ridiculizarse. La comedia exige una anestesia momentánea del corazón para que aislemos nuestros sentidos y luego podamos reírnos y volver a reírnos cuando escuchemos el eco de las risas en los otros, con quienes compartimos la experiencia. Ese ámbito festivo es lo más difícil de crear.
El que mucho abarca… Con la primera entrega de El Sorprendente Hombre Araña, Marvel había logrado darle otro enfoque al superhéroe que tiñe su ropa interior de azul y rojo. Momento que -dicho sea de paso- Raimi supo narrar a la perfección en la escena de El Hombre Araña 2 en la que mediante un montaje, la ropa interior blanca de Peter se mezcla con su traje en el lavarropas, como metáfora de la intromisión de su vida profesional en lo personal. Mark Webb, en la segunda entrega del superhéroe de calzas ajustadas, relata ese mismo momento pero de la forma más perezosa y menos agraciada del cine, cuando Peter y su Tía May pelean porque él quiere lavarse la ropa pero ella no lo deja; entonces verbaliza lo que Raimi era capaz de narrar mediante imágenes: “La última vez que la lavaste, teñiste todo de rojo”. El exceso y la suma de decisiones desacertadas, una tras otra, son la maldición de esta secuela, en la que dos de los cuatro guionistas contratados -Alex Kurtzman y Roberto Orci- ya habían llevado a cabo la difícil tarea de revivir franquicias como Star Trek y Misión Imposible, con excelentes guiones como resultado. Pero el de El Sorprendente Hombre Araña 2 ahoga con su rigidez la esencia del relato, que se desdibuja hasta perderse por completo en el amontonamiento de ramificaciones y subtramas que se despliegan hasta el final de la película inclusive. En él reaparece el villano que interpreta Paul Giamatti, totalmente irrelevante a nivel historia y comandando un rinoceronte transformer que bordea el ridículo. Con El Hombre Araña 3 de Sam Raimi pasaba algo parecido. La aparición de Venom era tan breve, por la enorme cantidad de bifurcaciones simultáneas del guión, que no llegaba a aportarle dimensión al personaje. Los (¡cuatro!) guionistas aquí se las ingenian para desviar, con sus acrobacias narrativas, nuestra atención de los problemas que surgen cuando se empieza a procesar la información visual y sonora, lo que genera una falta de desarrollo en las tramas abiertas (como decía antes, con la aparición del personaje de Giamatti). Pero es sólo cuestión de tiempo: llegado un punto, comienza a notarse la tensión de la escritura que cose las acciones y tramas, unas con otras sin dejarles espacio para respirar; algo que no es ciento por ciento responsabilidad de los guionistas, sino también de cómo es su traslado a imagen sonora en movimiento. Webb ha logrado reflejar la transformación de Peter Parker como nadie en la pantalla: de adolescente introvertido, torpe e invisible, a chico cool y carismático, algo a lo que nunca llegó Tobey Maguire. Pero si bien se nota en esta película un crecimiento y profundización de los personajes de Andrew Garfield y Emma Stone, a la hora de delinear a los villanos, no hay comparación entre la complejidad que presentaba el Doctor Octopus de Alfredo Molina en El Hombre Araña 2 de Raimi, y el Electro de Foxx.