Más allá del encadenamiento comercial… De antemano puede resultar increíble pero en nuestro amado terror recientemente se ha cortado la racha de “películas bobas para adolescentes” y hemos tenido no una sino dos obras que le escapan a un esquema sustentado en automatismos expositivos, recursos formales vetustos, protagonistas carilindos y una vacuidad extrema. La primera de estas bienvenidas excepciones se intitula The Cabin in the Woods (2011) y se mueve en el terreno escabroso del comentario satírico para con aquellos arquetipos primordiales del subgénero, funcionando en términos prácticos como un “meta- teen” muy irónico y eficaz...
Mi venganza esquizoide Sin lugar a dudas dentro del ámbito cinematográfico la llamada “toma secuencia” es uno de los recursos formales que más trabajo, dedicación y planeamiento requiere por parte de los responsables máximos del film en cuestión, siempre una mixtura heterogénea de singularidades superpuestas que incluye al realizador, el guionista, el director de fotografía y el equipo técnico en general. Elementos tales como la ausencia de cortes, la utilización extensiva de travellings, la construcción sincrónica de la escena y un continuo retórico de insospechadas proporciones son los rasgos característicos de un mecanismo enunciativo que algunos consideran innecesario y otros reservado sólo a los virtuosos del séptimo arte. Obviando la eterna discusión del narcicismo de los cineastas, hoy podemos esbozar una mínima tipología al respecto: por un lado tenemos las obras que juegan con la ilusión y van introduciendo cortes de manera más o menos solapada en la línea de la primigenia La Soga (Rope, 1948) de Alfred Hitchcock, por el otro están los intentos de edificar una suerte de ballet meticuloso símil El Arca Rusa (Russkiy Kovcheg, 2002) de Aleksandr Sokurov, y finalmente lo más probable es que nos topemos con “propuestas parciales” que se jactan de incluir por lo menos una toma secuencia a lo largo de su desarrollo, como ocurre con Ojos de Serpiente (Snake Eyes, 1998) de Brian De Palma y sus extraordinarios minutos iniciales. La profusión de los “falsos documentales” masificó el uso del subterfugio en el terror aunque en este caso orientado hacia las cámaras en mano, la escasa iluminación y el “atajo” del empalme cuando la pantalla se ennegrece por completo, lo que por cierto suele ser un pivote estándar del subgénero. Respetando este paradigma de representación, aquella pequeña maravilla intitulada La Casa Muda (2010) descollaba no tanto por su ejecución sino más bien por cómo el director Gustavo Hernández había conseguido que el recurso pasase desapercibido en el contexto de un relato centrado en una venganza esquizoide con fuertes reminiscencias del slasher norteamericano y el J-Horror de fantasmas furiosos. Nuevamente la remake hollywoodense pretende copiar escena por escena a la original sin llegarle ni a los talones: La Casa del Miedo (Silent House, 2011) es un producto sin alma, tan redundante como carente de ideas. Si bien sobrevivieron las sutilezas y el tono melancólico, Elizabeth Olsen no posee la frescura amateur de Florencia Colucci, la trama suaviza el episodio desencadenante del trastorno psicológico y hasta se reduce la duración de planos fundamentales de la realización uruguaya; todas alteraciones prototípicas para “adaptar” el devenir al supuesto gusto/ temperamento del público estadounidense. En vez de profundizar en la desazón, el convite sólo entrega inercia y automatismo comercial…
El deseo de un niño Desde fines de la década del 90 hasta nuestros días, con una por hoy mítica cancelación de por medio a manos de la Fox, Padre de Familia (Family Guy) ha representado algo así como la superación -tanto temática como formal- de Los Simpsons (The Simpsons), la tira por antonomasia de la posmodernidad cosmopolita. Lamentablemente con la partida de Matt Groening para el desarrollo de Futurama luego de muchos años de un arduo derrotero ascendente, el show entró en una profunda decadencia que arrastra hasta la actualidad: aquella progresión centrada en tramas inteligentes de raigambre moralista fue dejando paso a colecciones de gags huecos desperdigados entre estereotipos y cameos de celebridades. Fue en ese período en que apareció Seth MacFarlane, el otro gran responsable de que la animación para adultos no desapareciera del mapa televisivo: Padre de Familia y su correlato directo, American Dad!, propusieron un esquema mucho más corrosivo y críptico en donde el devenir narrativo es continuamente interrumpido por pequeñas escenas que constituyen “notas al pie” irónicas en lo que se conoce como el recurso del “cutaway”. De a poco sus creaciones ganaron el estatuto “de culto” y se aseguraron un espacio en la grilla, lo que a su vez derivó en la generación de una enorme expectativa cuando se supo que el estadounidense había decidido incursionar en el terreno cinematográfico con una comedia. Conviene aclarar que Ted (2012), el resultado final de semejante aventura, funciona en términos prácticos como un capítulo estándar de sus producciones aunque extendido a un poco más de una hora y media de duración, circunstancia que establece desde el vamos un criterio singular de representación dramática: la obra en cuestión mantiene una perspectiva por demás sardónica que combina con sagacidad elementos diversos como un ritmo pausado, una estética naturalista, múltiples citas culturales, un humor irreverente y una actitud de permanente confrontación. Como era de esperar tratándose de MacFarlane, el film deja entrever una fuerte obsesión con la década del 80 y su querida ciencia ficción. La historia es por demás simple y gira alrededor de la amistad entre John Bennett y un oso de peluche llamado Ted: todo comienza cuando John, siendo apenas un niño, recibe como obsequio de navidad a Ted y pide un deseo que de inmediato se hace realidad gracias a la mágica intervención de una estrella fugaz. Así es como el amasijo de felpa cobra vida y se transforma en su mejor amigo, lo que nadie podía presagiar era que el dúo, llegada la supuesta “adultez”, se volcaría hacia un hedonismo drogón carente de responsabilidad y sentido común, el coletazo del renombre que en su momento les trajo aparejado el milagro. Desde ya que su novia Lori no ve con buenos ojos tanta procacidad, vagancia e inmadurez. Aunando los inter-sketchs de Padre de Familia y una estructura relajada símil American Dad!, la película se sustenta en la sátira para con el “american way of life” haciendo eje en los hilarantes diálogos entre Mark Wahlberg y MacFarlane (John y Ted, respectivamente). El director y guionista construyó una propuesta caótica pero eficiente, capaz de despertar carcajadas en determinados instantes de crudeza freak (en especial está muy lograda la secuencia de la fiesta con un Sam J. Jones cocainómano). Mientras John se comporta como Peter Griffin y Ted como una versión chabacana del inefable Brian, el convite se luce en lo que respecta al desarrollo de personajes y la ejecución concreta de la premisa principal…
La felicidad y el cloroformo. A lo largo de su carrera como realizador Jaume Balagueró ha construido un andamiaje sólido dentro del cine de horror como prácticamente nadie en habla hispana: alejado del desparpajo sardónico de Álex de la Iglesia y los enroques sutiles de Guillem Morales, ejemplos característicos de los dos extremos del abanico, el catalán fue convirtiéndose de a poco en un adalid -casi fundamentalista- del género, un verdadero experto a la hora de apuntalar el devenir narrativo a través de una estructura de tensión in crescendo, detalles de humor negro y desenlaces que siempre prometen una vuelta de tuerca. Su primer opus en solitario luego de Rec (2007) y Rec 2 (2009), ya sin Paco Plaza, no podía ser la excepción. De hecho, en Mientras Duermes (2011) nos topamos con un regreso a los climas opresivos de Los sin Nombre (1999), su extraordinaria opera prima, aunque en esta ocasión atizados por tendencias voyeuristas y distintos chispazos de parodia social en función de las necesidades de contenido de los thrillers de “invasión de hogar”: homenajeando en buena medida al Roman Polanski de Repulsión (1965), El Bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968) y El Inquilino (Le Locataire, 1976), Balagueró articula un relato clasicista que sorprende al obviar las obsesiones sexuales y plantear en cambio una motivación de índole existencial, aclarando desde el inicio que la “noble causa” está sepultada bajo la superficie. Por supuesto que la historia ha sido visitada en otras oportunidades aunque pocas veces con este nivel de eficacia e inteligencia: César (Luis Tosar) es un conserje servicial y expeditivo que detrás de una fachada afable esconde una depresión arrastrada desde muy lejos. Asqueado por la sandez y el miserabilismo de los burgueses patéticos que tiene por “jefes”, el señor considera que sufre de una incapacidad crónica para “ser feliz” y canaliza dicha situación en el seguimiento de Clara (Marta Etura), sin dudas la vecina más simpática del edificio. Ahora bien, el meollo de la cuestión radica en la botellita de cloroformo del protagonista y sus constantes incursiones nocturnas en el departamento de la pobre chica. Así como los arquetipos idiosincrásicos dictaminan que la mujer paulatinamente desarrolla una compulsión orientada a “agradar” y los hombres a intentar “lucirse”, cuando se traduce la ecuación comunitaria a los resortes del suspenso por lo general pasamos a los terrenos del sadismo de propensión fetichista, en el caso del hombre/ victimario, y del “objeto del deseo” lustroso pero hueco al fin, en el caso de la mujer/ víctima. El guión de Alberto Marini, con quien Balagueró ya había trabajado en Para Entrar a Vivir de la excelente saga televisiva Películas para no Dormir, exacerba el dualismo apelando al bello recurso hitchcockiano de centrarse en el punto de vista del villano, ese gran baluarte del enigma. Resulta alarmante que cada vez tengamos menos ejemplos de films -macabros de verdad- que ofrezcan “el sentir” del psicópata, en la balanza maltrecha del panorama actual prevalecen la cobardía y el automatismo berreta (existen cientos de convites narrados desde los labios de la víctima y/ o los pies del encargado de la cacería). Mención aparte merecen la maravillosa labor de Luis Tosar, aquel temible Malamadre de Celda 211 (2009), y el retorno del genial Carlos Lasarte, entregando otro porteño intolerante de clase media. El director administra con mano maestra los engranajes de la trama y en el trayecto consigue una obra exquisita acerca de la misoginia y la búsqueda de la más perversa felicidad…
Un dybbuk en la familia El paulatino empobrecimiento del terror cinematográfico a nivel mainstream es un hecho por demás aceptado de un tiempo a esta parte: durante la última década Hollywood no ha dejado de producir films extremistas que se regocijan ya sea en la flagelación de la carne (el llamado “porno de tortura”), o en su opuesto exacto, la inmaterialidad de fantasmas y espíritus asesinos (los resabios destilados del J-Horror), dejando en el olvido a los puntos intermedios y al resto de las “soluciones negociadas” vinculadas a las sutilezas formales, la progresión pausada y los recursos temáticos del ayer. La mera reutilización de clichés no es el inconveniente principal, sino el poco alcance de los mismos y su vacuidad específica. Por suerte cuando todo parece estar perdido en ocasiones surge una pequeña excepción que sin llegar a descollar por sus aportes circunstanciales, por lo menos plantea una mínima posibilidad de cambio u ofrece caminos alternativos y/ o complementarios a lo que hasta el momento venía siendo el patrón estándar de representación dramática. Este es precisamente el caso de Posesión Satánica (The Possession, 2012), un eficaz exponente del querido “terror fetichista” centrado en objetos con maldiciones antiquísimas, una cadena de propietarios adeptos al placer cuasi sexual que les genera el contacto con sus pertenencias y la imponderable catarata de desafortunados “accidentes” que padece el entorno inmediato. En una suerte de mixtura soft/hebrea de Hellraiser (1987) y El Exorcista (The Exorcist, 1973), la historia gira alrededor de las tribulaciones de Em Brenek (Natasha Calis), quien además de sufrir el divorcio de sus padres Clyde (Jeffrey Dean Morgan) y Stephanie (Kyra Sedgwick), debe lidiar con un dybbuk, un “alma condenada” según el folklore judío, al que accidentalmente libera cuando abre una misteriosa caja obtenida en una de esas típicas “ventas de garaje” norteamericanas. La modificación en el comportamiento de la niña y una presencia más que abundante de polillas trastocarán la existencia del clan al nivel de tener que acudir a un rabino para resolver el asunto al que hace referencia el título del convite. Con un pulso narrativo cercano al suspenso y un interesante desarrollo de personajes, la película supera al promedio industrial contemporáneo porque dosifica los sustos de manera inteligente y evita la gratuidad gore. Por momentos pareciera que el realizador Ole Bornedal trató de construir una actualización respetuosa del humanismo clasicista de La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone), emulando aquellos microclimas familiares que entraban en crisis a partir de la aparición de algún imprevisto fantástico. Ese quiebre en la previsibilidad hogareña, un ataque intracorporal y los avatares de la redención son los ejes de una propuesta que sabe administrar el catálogo de estereotipos del que se nutre…
Sobre el diseño del comportamiento En tópicos como el presente conviene sincerarnos y reconocer desde el vamos que la sola idea de una suerte de reboot/ relanzamiento de la franquicia centrada en el adrenalítico agente Jason Bourne no parecía de antemano un proyecto auspicioso sino más bien otro de esos ensayos contextuales de un Hollywood cada vez más impaciente y con menos ideas originales en su haber: si bien algo de ello efectivamente hay, para sorpresa de muchos la obra resultante rebosa de dinamismo y sobrepasa cualquier tipo de expectativa acumulada, sea ésta positiva o negativa. Con elementos de spin-off, el guión ofrece un “relevo” víctima de un operativo en pos de atar los cabos sueltos que desmadró el hasta ahora protagonista. Vale aclarar que estamos ante un film muy ambicioso que por un lado se abre camino en tanto homenaje respetuoso a la senda trazada por el dúo Matt Damon/ Paul Greengrass en las excelentes La Supremacía de Bourne (The Bourne Supremacy, 2004) y Bourne: El Ultimátum (The Bourne Ultimatum, 2007), y que por el otro funciona como un replanteo estilístico que pretende correr en paralelo explayándose en las consecuencias indirectas de los eventos pasados. Conservando el tono realista, la perspectiva de izquierda militante y la crudeza progresiva, la película acerca su devenir hacia el terreno del espionaje clásico y revive aquella valentía que denunciaba los atropellos perpetrados por la “policía mundial”. De hecho, la trama hace eje en el intento por parte del Departamento de Defensa y la CIA orientado a masacrar a prácticamente todos los “participantes” que conforman el inefable programa militar sobre el diseño del comportamiento y la construcción de súper-soldados. Ahora es el agente Aaron Cross (Jeremy Renner) quien padece la típica lógica de la serie, el “esperar al próximo sicario circunstancial” con vistas a deducir cuán cerca están los esbirros estatales en la cacería. Así las cosas, Cross une fuerzas junto a la Doctora Marta Shearing (Rachel Weisz) para salir con vida del hostigamiento y eliminar una trágica dependencia a fármacos que el susodicho arrastra a causa de la “intervención genética”. El realizador Tony Gilroy, responsable de Michael Clayton (2007) y Duplicidad (Duplicity, 2009) y guionista histórico de la saga, abandona la cámara en mano y la edición entrecortada de Greengrass para virar hacia el suspenso sustentado en la dosificación de la información, la violencia furtiva, la profusión de flashbacks y la carismática presencia de Renner, un gran actor ya visto en la extraordinaria Vivir al Límite (The Hurt Locker, 2008). El Legado Bourne (The Bourne Legacy, 2012) supera a Identidad Desconocida (The Bourne Identity, 2002) gracias a un desarrollo dramático atrapante y un desenlace muy enérgico en Manila que está a la altura de los mejores momentos de la por hoy tetralogía…
Juntos son dinamita… Indudablemente si hay algo que le falta al Hollywood contemporáneo de estereotipos inofensivos y relativismo a toda prueba, no así a las industrias cinematográficas periféricas, es aquella “súper acción” recargada que caracterizó a la década del 80 y a buena parte de la del 90. Esa violencia gratuita de rasgos gore y tendencia fascistoide fue dejando paso a nivel mainstream a otro tipo de “intensidad dramática”, en buena medida una reformulación paulatina y destilada de la anterior aunque ahora volcada hacia la parafernalia tecnológica, la obsesión con las tomas objetivas irreales, la estructura paradigmática del thriller de espionaje y una edición por momentos caótica que gusta de correr a la velocidad de la luz. Desde ya que la marginalidad en el contexto actual de figuras de antaño como Sylvester Stallone no es precisamente un secreto, no obstante nadie podía sospechar que esa camarilla de desplazados formaría algo así como un “sindicato de actores olvidados” para construir una celebración -entre jocosa y desproporcionada- de aquellas producciones que los llevaron a la fama 30 años atrás. Así las cosas, Los Indestructibles (The Expendables, 2010) fue un proyecto valioso de espíritu retro que supo abrirse camino entre tantos films llenos de estrellitas carilindas que dejan de lado la testosterona y la furia asesina en pos de satisfacer al público infantil, los adolescentes, las mujeres y los señores de corazón blando. La secuela de aquel éxito de taquilla reúne nuevamente a un elenco de infaltables absolutos de las “masacres en continuado” que incluye a Stallone, Jason Statham, Jet Li, Dolph Lundgren, Randy Couture y Terry Crews (hasta nos topamos con una mayor participación de Bruce Willis y Arnold Schwarzenegger). La historia, por su parte, parece ratificar con ironía este “estado del arte”: todo gira alrededor de un operativo de venganza destinado a ajusticiar a Vilain, personificado por Jean-Claude Van Damme, luego de que el susodicho le clavara un cuchillo en el pecho con una patada voladora a la más reciente incorporación del pelotón de mercenarios, un jovencito con un amor francés y muchos sueños a futuro. Si bien se extraña a Mickey Rourke y definitivamente la ausencia de novedades le juega en contra al opus de Simon West porque deja al descubierto la endeblez de un guión plagado de diálogos bobos e incoherencias varias, a decir verdad el encanto de Los Indestructibles 2 (The Expendables 2, 2012) reside en esa misma violencia hueca y el simple placer de ver a estos ídolos avejentados matar a militares aún más maquiavélicos que los estadounidenses. Con un hilarante cameo de Chuck Norris y un MacGuffin circunstancial centrado en unas toneladas de plutonio de la ex URSS, la película entretiene dignamente pero podría haber sido muchísimo mejor con una trama más pulida y escenas de acción más sanguinarias…
Una nación de monstruos Sin lugar a dudas pocos cineastas contemporáneos reúnen el conjunto de requisitos necesarios para encarar un proyecto tan enajenado como Abraham Lincoln: Cazador de Vampiros (Abraham Lincoln: Vampire Hunter, 2012), algo así como una relectura histórica en clave de terror a cargo de Seth Grahame-Smith, un verdadero especialista en novelas sustentadas en conceptos ridículos que terminan convirtiéndose en best sellers. Así las cosas, fue el realizador ruso Timur Bekmambetov quien encabezó la inefable adaptación cinematográfica y definitivamente decidió reincidir en muchos de sus rasgos estilísticos. Combinando una vez más la violencia extrema en cámara lenta y un tono narrativo relativamente desquiciado, la película continúa el camino trazado por las también bizarras Guardianes de la Noche (Nochnoy Dozor, 2004) y Guardianes del Día (Dnevnoy Dozor, 2006), aunque sin el éxito de aquellas: quizás el principal problema de esta suerte de “propuesta clase B con presupuesto” lo encontramos en la morosidad autista del guión, responsabilidad del propio Grahame-Smith. Mientras que la idea matriz pide a gritos un pulso satírico, el convite en cambio entrega una seriedad hueca que le juega muy en contra. La trama gira alrededor de la vida del decimosexto presidente norteamericano, siempre trastocando determinados “puntos de quiebre” de su devenir personal y trayectoria política en función de introducir -aquí o allá- a los temibles chupasangres. La primera mitad está centrada en su juventud, la muerte de su madre a manos de un señor con colmillos prominentes, su posterior deseo de venganza y el entrenamiento en el particular menester al que hace referencia el título; la segunda parte salta directamente a su gobierno y la Guerra de Secesión, ofreciendo la hilarante alternativa de un sur esclavista de neto corte vampírico. Si bien las dos “vocaciones” de Lincoln cuentan con un desarrollo en paralelo bastante convincente para lo que se podría esperar, el opus cae en las mismas torpezas de Se Busca (Wanted, 2008), la anterior aventura hollywoodense de Bekmambetov: así lamentamos la ausencia de salidas cómicas, la insipidez del derrotero dramático, un elenco que no consigue destacarse y ese cúmulo de escenas de acción que no son lo suficientemente gore ni alcanzan los estándares técnicos actuales. Uno termina deduciendo que -ganase quien ganase la Guerra Civil- siempre acabaríamos padeciendo la misma nación de monstruos…
Un poco de turismo extremo Mientras seguimos esperando la retrasadísima Area 51, el segundo opus oficial como director de Oren Peli y un proyecto que parece atrapado en un limbo producto de la disconformidad del estudio y la “necesidad” de refilmar escenas, hoy llega como consuelo la eficiente Terror en Chernobyl (Chernobyl Diaries, 2012), una realización que -como era de esperar- repite la fórmula de la archiconocida Actividad Paranormal (Paranormal Activity, 2007) pero en exteriores. Así tenemos sustos minimalistas basados únicamente en la ambientación claustrofóbica, la fotografía y los giros que va presentando la narración. Con semejante título no hay mucho que decir en cuanto al planteo inicial, sin dudas uno de los típicos catalizadores del género: un grupo de turistas norteamericanos está recorriendo Europa y durante la etapa ucraniana del viaje no tienen mejor idea que aceptar una propuesta de “turismo extremo” que consiste en ingresar ilegalmente a la ciudad fantasma de Prypiat, en la actualidad abandonada luego del desastre nuclear de 1986. Alertados de que no deben permanecer mucho tiempo en el lugar si no quieren sufrir los efectos del envenenamiento por radiación, los muchachos descubrirán que no están solos como creían. La película es respetuosa para con la tragedia y se destaca en el apartado formal no sólo por la inteligente utilización de las locaciones y por ser una de las pocas obras de “horror a cielo abierto”, sino también por su enfoque irónico hacia lo que sería el formato “obligatorio” -según los parámetros de nuestros días- para una experiencia de esta clase: si bien el film comienza como un clásico “falso documental” con jóvenes haciendo monerías mientras uno de ellos lo registra todo, el relato de inmediato corta a tercera persona aunque paradójicamente manteniendo un trabajo de cámaras similar al propio del mockumentary. Peli conservó el rol de productor y guionista y cedió la silla del director al debutante Bradley Parker, una movida que continúa por el camino del sarcasmo porque el señor es un especialista en efectos especiales: de hecho, el convite toma prestados elementos varios de Las Colinas Tienen Ojos (The Hills Have Eyes, 1977) pero sin la intervención del gore, el erotismo o la violencia. La economía técnica/ conceptual es la norma en una película en donde el peligro llega de tres frentes, léase una jauría de lobos hambrientos, la exposición a la radiación y esa infaltable camada de mutantes que gustan de raptar a los forasteros…
Heroísmo y fragmentación social Vaya uno a saber cómo lo hace pero por quinta vez consecutiva el genial Christopher Nolan nos entrega una realización no sólo extraordinaria desde el punto de vista cualitativo sino además definitoria en cuanto a los límites concretos de lo que Hollywood puede llegar a ofrecer en términos de espectáculos para las masas. Al igual que Batman Inicia (Batman Begins, 2005), El Gran Truco (The Prestige, 2006), El Caballero de la Noche (The Dark Knight, 2008) y El Origen (Inception, 2010) antes que ella, El Caballero de la Noche Asciende (The Dark Knight Rises, 2012) es una película exitosa en múltiples niveles, una epopeya que interpela políticamente a su tiempo, desparrama cuestionamientos urgentes de todo tipo y a fin de cuentas calza perfecto en nuestras sociedades de injusticias flagelantes, estupidez estatal, solipsismo ciudadano y criminales con una cuenta bancaria gigantesca. A esta altura del partido podemos afirmar que uno de los rasgos característicos de la producción del británico, central a la hora de despertar esa devoción casi fundamentalista por parte de los fanáticos, es la severidad de los convites en su conjunto, ese tono narrativo entre grave, solemne y parco que resulta tan ajeno a lo que suelen ser los estándares de la industria cinematográfica norteamericana de la actualidad. De hecho, este es el meollo del asunto: la obra solitaria motivada por una lectura adulta y compleja de la realidad circundante inevitablemente se abrirá camino -por más que sea sólo para destacarse sin mayores consecuencias- en un contexto cultural en el que predomina el entretenimiento hueco bobalicón, el mismo que siempre pretende facilitar el escapismo del público a partir de representantes singulares paupérrimos que ni siquiera alcanzan a cumplir su cometido. Las primeras escenas dejan bien en claro la estructura coral y el pulso épico del film: luego de la “presentación en sociedad” de Bane (Tom Hardy) a través de una exquisita secuencia centrada en el secuestro en el aire de un físico nuclear, la acción corta a una Ciudad Gótica en paz que conmemora el octavo aniversario de la muerte de Harvey Dent y la desaparición del enmascarado, quien recordemos se hizo cargo de los asesinatos perpetrados por el ex Fiscal de Distrito. Mientras que el Comisionado Gordon (Gary Oldman) titubea acerca de la posibilidad de decir la verdad en un discurso y Miranda Tate (Marion Cotillard) pretende convencer a Bruce Wayne (Christian Bale) para que invierta en un proyecto de energía limpia, la bella Selina Kyle (Anne Hathaway) aprovecha la velada para abrir la caja fuerte del millonario, robar las perlas de su madre y extraer una copia de sus huellas digitales. A su vez el joven oficial de policía John Blake (Joseph Gordon-Levitt) sospecha que “algo” está por surgir de las alcantarillas y hasta descubre intuitivamente la identidad secreta de Wayne. Como ocurría en la entrada anterior, el guión vuelve a estar a cargo del propio Nolan y su hermano Jonathan, sobre una historia previa planeada junto a David S. Goyer, y reincide en tópicos como la necesidad del heroísmo en comunidades fragmentadas, el rol del habitante común frente a la crisis social, las características punzantes del terrorismo, el carácter despiadado de los sectores económicos, la inoperancia del gobierno, los caminos sinuosos de la venganza personal y la alternativa planteada por un orden anarquista. Hoy el relato sorprende profundizando en una situación caótica símil golpe de estado -incluidos tribunales populares y suspensión del marco legal- motivada por el afán destructor de Bane. Más allá de los señalados, en el maravilloso elenco nos reencontramos con Michael Caine, Morgan Freeman y Cillian Murphy en participaciones fundamentales (Matthew Modine es otro bienvenido “rescate” en la línea de Eric Roberts). Si bien El Caballero de la Noche continúa siendo la cúspide de la saga, esta tercera parte nos reenvía al dolor primigenio de Batman Inicia e indudablemente constituye otro triunfo absoluto de la inteligencia conceptual, la destreza técnica y el talento estratégico por sobre el mero negocio inerte sin el modelado meticuloso de la dimensión artística. No nos queda más que celebrar que semejante presupuesto haya caído en las manos apropiadas, que Nolan haya obtenido el visto bueno del mainstream y que la humanización del personaje central esté finiquitada: aquí Bane y Batman luchan con sus puños y el devenir del policial hardcore lo cubre todo.