Bueno, ya podemos confirmarlo: Un Santa No Tan Santo (Bad Santa, 2003) no fue para nada un accidente, Glenn Ficarra y John Requa están lo suficientemente trastornados como para entregar otra propuesta agridulce de tendencias anarquistas. Más allá de la maravillosa apología de los marginados sociales, resulta sorprendente que semejantes peripecias hayan ocurrido en realidad: la película marca el regreso de Jim Carrey y Ewan McGregor a lo más destacado de sus carreras, denuncia la infinita estupidez del ciudadano promedio y a fin de cuentas se impone como una de las mejores comedias del año…
En las tinieblas El terror ha sido, es y será un género cinematográfico maravilloso porque las películas en cuestión -a rasgos generales- casi siempre son anomalías revulsivas, profundamente pesimistas, van directo al grano, no se extienden en su duración y en especial no le deben un final feliz a nadie (todos sabemos que allí los seres humanos son retratados como la peor escoria que haya pisado la tierra). La excelente El Descenso (The Descent, 2005) fue sin dudas uno de los mejores exponentes de la década, una propuesta muy lograda que comenzaba como un thriller claustrofóbico basado en el desarrollo de personajes para de a poco virar hacia una carnicería de enormes proporciones, ejecutada con garra y maestría. Luego su realizador, el británico Neil Marshall, confirmó sus dotes con la enérgica Juicio Final (Doomsday, 2008), en este caso una bomba de adrenalina que combinaba sin ningún tipo de tapujo las legendarias Fuga de Nueva York (Escape from New York, 1981) y Mad Max 2 (Mad Max 2: The Road Warrior, 1981). Ahora es momento de ceder la silla de director al experimentado montajista Jon Harris: de hecho, El Descenso 2 (The Descent: Part 2, 2009) es su más que eficaz opera prima. Rescatando el arte perdido de construir buenas secuelas, aquí entrega una obra interesante que adopta la premisa narrativa de la ya mítica Aliens (1986) de James Cameron, aquel retorno recargado a la “escena del crimen”. Aunque se ubica varios escalones por debajo del original, el film sintetiza la esencia dramática del conflicto y dosifica los arrebatos de violencia. Una vez más el imponderable festival gore dice presente, las criaturas mantienen la batuta y por suerte no hay signos de mojigatería o retrocesos estilísticos para contentar a un público mainstream no acostumbrado al baño de sangre. La historia hasta recupera aquella querida tradición de continuar en el punto exacto donde terminó la anterior: dos días después, hoy Sarah (Shauna Macdonald) padece amnesia y es obligada por el Sheriff Vaines (Gavan O'Herlihy) a volver a la terrible cueva para colaborar en la búsqueda de sus compañeras desaparecidas. Conviene aclarar que el guión de James McCarthy, J. Blakeson y James Watkins, éste último el máximo responsable detrás de la apabullante Eden Lake (2008), no ofrece novedades significativas pero a cambio elige el camino relativamente humilde de definir los componentes centrales del convite, explotarlos a pleno y no magnificar los acontecimientos primigenios, evitando originar una bola de nieve que la mayoría de las veces suele desbaratar el verosímil. Por supuesto que regresan las formulaciones nihilistas sobre el devenir de las tinieblas, la execrable naturaleza humana y sus destellos esporádicos de piedad, esos que cuando la esperanza ya se esfumó llegan con ánimo de salvar las papas…
Con El Rati Horror Show (2010) Enrique Piñeyro regresa a la estructura formal de Fuerza Área Sociedad Anónima (2006) y de paso se impone como una suerte de Michael Moore argento y “en cámara lenta” (su estilo didáctico y esa cadencia meticulosa al hablar no permiten otra expresión). Concretamente reincide en el documental de denuncia con vocación militante, aquí en pos de la liberación de Fernando Carrera, una víctima más de la inoperancia de la policía, el corporativismo judicial y la nunca bien ponderada idiotez de los medios de comunicación. El realizador adopta el rol de fiscal, juzga a todas las partes involucradas y utiliza una voluminosa artillería de recursos cinematográficos para poner de manifiesto los distintos niveles de corrupción dentro del aparato represivo del Estado y el sistema encargado de impartir justicia. Complicidad y encubrimiento son las respuestas habituales cuando las cosas no resultan como han sido planeadas: los documentalistas de nuestro país deberían aprender de este verdadero prodigio del género, a ver si algún día abandonan esos proyectos irrelevantes sobre burgueses patéticos…
Devaneos del amor felino Las últimas propuestas argentinas de animación digital habían dejado un gusto muy amargo en la boca, especialmente en todos aquellos que deseamos que alguna vez el género despegue y se afiance por estos horizontes aunque sea reproduciendo modelos foráneos (un mínimo de constancia alcanza y sobra). Obviando la desastrosa Plumíferos (2010) de Daniel De Felippo, los bienintencionados Norman Ruiz y Liliana Romero entregaron Martín Fierro (2007) y Cuentos de la selva (2010), dos obras fallidas, mientras que Gustavo Cova hizo lo propio con Boogie, el aceitoso (2009) y la presente Gaturro (2010). ¿Pero en qué estado nos encontramos exactamente? Se podría decir que superamos la prueba en lo que respecta al apartado formal, un nivel significativo que depende del presupuesto y la imaginación de los realizadores. Si bien Cova resulta tan anodino como en la malograda adaptación de la historieta de Roberto Fontanarrosa, aquí por lo menos levanta la puntería visual y ofrece un film prolijo que sustenta con eficacia la dialéctica entre fondos y personajes. Las penosas asimetrías que surgían al combinar dibujos tradicionales y CGI quedaron en el pasado, condenadas al baúl de los anacronismos fútiles. Como estamos hablando de una coproducción conviene señalar que la asistencia en esta oportunidad llegó vía México, de seguro la parte responsable de la armonía plástica de la película y su pedigrí apto para la exportación. La puesta en escena y la estructuración general de las tomas son los rasgos más sólidos de Gaturro; en una segunda línea se superponen su interesante amplitud cromática, la precisión de los movimientos y la profesionalidad de todos los actores involucrados (por suerte las voces mantienen el equilibrio y no nos topamos con las típicas desproporciones de los intérpretes locales). Sin embargo los éxitos no logran eclipsar la infinidad de problemas que arrastra el guión: ya viene siendo hora de que dejen de justificar los clichés más huecos y la ausencia de novedades con el asunto de que “nos dirigimos a niños chiquitos”, como si este argumento explicase la idiotez de los que estampan la firma (o quizás piensan que los verdaderos idiotas son los pequeños). El relato apenas si sigue el derrotero del protagonista en pos de volverse un gato televisivo para conquistar a su amor inalcanzable, una minina histérica llamada Agatha. La paupérrima creación de Nik se destaca sólo en materia de animación…
Una pyme del demonio Y por vigésima vez nos topamos con una propuesta alicaída de “found footage”, otro falso documental que en este caso combina las posesiones demoníacas de El Exorcista (The Exorcist, 1973) con la estructura prototípica de Holocausto Caníbal (Cannibal Holocaust, 1980), por supuesto modelo El Proyecto Blair Witch (The Blair Witch Project, 1999). Concretamente el resultado final se ubica en un nivel intermedio entre la muy interesante Actividad Paranormal (Paranormal Activity, 2007), sin dudas el techo del subgénero, y Contactos de cuarto tipo (The Fourth Kind, 2009), quizás el peor representante del pelotón. A decir verdad la película tiene un comienzo prometedor en el que somos testigos de la “crisis de fe” del reverendo Cotton Marcus (Patrick Fabian), un ministro evangélico con un largo historial de servicios religiosos. Lo curioso del asunto es que el hombre tiene una suerte de “pyme de exorcismos fraudulentos” basada en la administración de placebos a personas que dicen estar poseídas, muchos truquitos y verborragia florida de por medio. En un tono bastante cínico, el film pretende registrar su último trabajo previo al retiro: desde ya que la adolescente que surge del azar parece necesitar métodos un poco más drásticos… La primera parte está orientada a parodiar levemente algunos rasgos característicos del mockumentary, en especial la organización del verosímil y las reacciones habituales de los espectadores. El principal responsable de que las buenas intensiones no lleguen más lejos es el mismo guión de Huck Botko y Andrew Gurland: de hecho, el alemán Daniel Stamm dirige con una envidiable pulcritud pero la falta de originalidad y la sumatoria de clichés terminan jugándole en contra a un proyecto que en reiteradas ocasiones amenaza con despegar para luego volver a caer en una versión light de los clásicos derroteros del pasado. Más allá de los apuntes cómicos, el pulso sostenido y la correcta actuación de Fabian, todos elementos que se agradecen de sobremanera, la segunda mitad del convite anula los logros anteriores debido a la pobreza específica de la producción, una fotografía un tanto hueca y la chatura interpretativa del resto del elenco (con la anodina Ashley Bell a la cabeza como la víctima en cuestión). Para colmo durante sus minutos finales El último Exorcismo (The Last Exorcism, 2010) se transforma en una mixtura demacrada de las legendarias El Bebé de Rosemary (Rosemary´s Baby, 1968) y El Hombre de Mimbre (The Wicker Man, 1973).
Peligro de sobrecarga Y al final Sly recuperó su dignidad, levantó unos lindos billetes en el camino y volvió como debería haber vuelto desde un principio. La tercera es la vencida sencillamente porque Los Indestructibles (The Expendables, 2010) no tiene nada que ver con las últimas dos entradas en franquicias que ya estaban muertas desde hace muchísimo tiempo: mientras que Rocky Balboa (2006) fue un pretendido "cierre" al que le faltaban ideas y desarrollo, Rambo: regreso al infierno (Rambo, 2008) por su parte funcionaba como una desastrosa remake de todo lo realizado hasta la fecha, más el plus de una inexplicable tendencia shockeante que incluía violencia y vejaciones infantiles. Por suerte no tenemos que lamentar una nueva e innecesaria bastardización de lo que en un primer momento fue algo en verdad valioso, Rocky (1976) y Rambo (First Blood, 1982) no se lo merecen porque en su época fueron obras interesantes que plantearon preocupaciones históricas de la derecha estadounidense. ¿Pero exactamente qué se puede esperar de este regreso del otrora omnipotente Sylvester Stallone, ese ilustre representante de los extremos más reaganianos de la década del ’80? A diferencia de los tristes balbuceos de los ‘90, aquí el señor pone toda la carne al asador y demuestra un mínimo de sentido común al corregir los errores del pasado: si bien no llega a la altura de sus primeros trabajos, sin dudas los más coherentes de su errática carrera, por lo menos evita caer en los bajos fondos de los despropósitos anteriores y hasta en ocasiones alcanza el nivel de la “segunda línea” de sus años dorados, con un tono similar a películas fascistoides aunque simpáticas como Cobra (1986), Halcón (Over the Top, 1987) y Tango & Cash (1989). En esta oportunidad la excusa para la masacre de turno es la “misión” de unos mercenarios motoqueros que involucra rescatar a una mujer, derrocar a un dictador latinoamericano y eliminar a su “dueño”, un ex agente de la CIA dedicado al narcotráfico. Por supuesto que con semejante trama uno no puede andar exigiendo profundidad narrativa o sentencias altisonantes acerca de política internacional. Más que un manifiesto personal sobre un modus operandi que ha marcado al género de la “acción excesiva” para siempre, Los Indestructibles es la embestida sincera de Stallone contra el Hollywood actual y su aburrida pasteurización de la violencia: sin eufemismos de por medio, literalmente son 103 minutos de “como hoy en la industria son todos unos maricones, este pequeño panfleto retro les demostrará que el público sigue amando la carnicería”. Lejos de la enorme catarata de salvajadas y estupideces de Rambo: regreso al infierno y asistido por un seleccionado de colegas y entusiastas, ahora Sly modera la virulencia estilística, redondea mejor su discurso melancólico y en especial encuentra un escalafón intermedio desde donde lanzar sus dardos contra el establishment que le destrozó el ego rebajándolo a producciones independientes. Sin embargo la propuesta en sí no es tan auspiciosa como su dimensión ideológica: aunque durante la realización se encendió la luz de “peligro de sobrecarga”, el legendario actor- guionista- director continúa preso de sus clásicos inconvenientes vinculados a la edición, el verosímil y los personajes secundarios. Hasta en los convites más leves éstos son factores que se deben colocar a la par de las escenas estrambóticas: aquí se notan demasiado los CGI baratos, la ausencia de sorpresas y el poco aprovechamiento de un elenco que incluye a Jason Statham, Jet Li, Dolph Lundgren, Mickey Rourke y Eric Roberts (más un hilarante cameo de Bruce Willis y Arnold Schwarzenegger). A pesar de algunos diálogos forzados y una evidente torpeza en el montaje, estamos ante un film inofensivo, tan limitado como eficaz. Stallone tiene razón en cuanto a la desaparición de la testosterona y el gore en el cine de acción: su voz ajada y alternativa resulta pertinente en el contexto contemporáneo.
El contrato del pintor Afirmar que Peter Greenaway es uno de los cineastas más ambiciosos e inteligentes de las últimas tres décadas es quedarse un tanto corto. Su intrincada obra incluye un sinfín de lo que podríamos denominar “trayectos artísticos variables” -definitivamente no muy bien recibidos por el grueso de los mortales- como por ejemplo cuestionar con insistencia la hipocresía posmoderna, estimular el raciocinio de los receptores, manipular la imagen con intenciones vanguardistas, difundir el cinismo en su vertiente absurda, trazar paralelos con otras disciplinas, anular los prejuicios del sentido común, explicitar los mecanismos de representación ficcional y por supuesto construir un “todo complejo” que abarque tanto los quehaceres estéticos como las problemáticas del contenido. Semejante faena reaparece una y otra vez a lo largo de su carrera abriendo una multiplicidad de interpretaciones oblicuas. Como el deber máximo de la crítica cultural pasa por esbozar una genealogía del trabajo en cuestión, nada más acertado que analizar un opus que hace lo propio con la mítica labor de un tercero. En términos concretos nuestra “meta- apreciación” tiene su eje en una de las propuestas más recientes del realizador, Rembrandt´s J´Accuse...! (2008), la cual a su vez focaliza su accionar deductivo sobre La ronda nocturna o La ronda de noche, el afamado lienzo de Rembrandt pintado entre 1640 y 1642. Combinando registros tan diversos como el mockumentary, el thriller de época y los ensayos visuales, Greenaway nos presenta su “contrato de lectura” personal acerca del contexto, características, protagonistas e ideología de una creación tan ampliamente estudiada como la del holandés: aquí pone al descubierto los conflictos políticos del momento amparado en una audaz investigación detectivesca. La premisa básica de la película es que existió una conspiración para ocultar un asesinato y que los responsables fueron precisamente los retratados- clientes, el Capitán Frans Banning Cocq y el Teniente Willem van Ruytenburch: en función de ello el film adopta el rol de “fiscal” sistematizando los 31 misterios que ofrece el lienzo y haciendo gala de una erudición exquisita que recorre con meticulosidad los puntos álgidos de la “edad de oro” de los Países Bajos; un período en el que detrás de la fachada de la bonanza económica se escondían intrigas palaciegas, enormes desigualdades sociales, milicias en extremo elitistas, una nobleza decadente y sus turbios negocios bañados con sangre. Las superposiciones del video arte, el montaje paralelo, la puesta en escena teatral, la “musique concrète” y los travellings prolongados son algunos de los recursos de una fusión siempre experimental. Pero más allá de los datos históricos y la gama de interrogantes que plantea Rembrandt´s J´Accuse...!, todos de una riqueza incomparable si consideramos el alicaído panorama contemporáneo, quizás el componente más valioso viene por el lado de la misma metáfora cinematográfica que el director logra imponer desde el inicio, a saber: según Greenaway la sociedad occidental nunca dejó de privilegiar la cultura textual basada especialmente en la palabra escrita, aún por sobre la tan mentada “imagen posmoderna” y sus supuestos atributos ilimitados. El empobrecimiento del cine, siguiendo esta línea de razonamiento, se explica por la polución general de “iletrados visuales”, conductores y conducidos incapaces de escapar de la superficie y llegar al núcleo a partir de la deducción lógica. Una posible solución sería un enroque a favor de la imagen, sumado a un cambio macro en las actitudes. Así fases que parecían autónomas como la producción y el consumo recuperan su ligazón y pueden ser leídas como ciclos de un proceso analítico en el que resuenan distintos elementos constitutivos de los documentales reflexivos, interactivos y de exposición (el rostro y la voz de Greenaway unifican también la dicotomía restante). Al hacer manifiestos los dispositivos de la enunciación, tanto los propios como los del pintor, el inglés se mira al espejo de una pantalla con ecos pictóricos y cita con perspicacia aquel “Yo Acuso” de un Émile Zola exasperado por el Caso Dreyfus. En la coyuntura actual resulta irrelevante discutir la información, las aseveraciones y/o las pruebas enarboladas desde la más pura subjetividad: el centro estético está adherido a la dimensión temática y en ambos domina un discurrir crítico alejado del maquillaje mainstream y muy próximo a la obsesión científica. Mientras que la trilogía de The Tulse Luper Suitcases fue un proyecto demasiado difícil y 8½ Mujeres (8 ½ Women, 1999) no estuvo a la altura de sus mejores opus, aquí retorna a la cima de su carrera compaginando la estructura argumentativa de The Falls (1980), los rasgos formales de La Tempestad (Prospero´s Books, 1991) y el leitmotiv de la primigenia El contrato del pintor (The Draughtsman´s Contract, 1982). Rembrandt´s J´Accuse...! es un extraordinario complemento conceptual de Nightwatching (2007); obra de ficción a la que alude y que a su vez nos reenviaba a clásicos como Zoo (A Zed & Two Noughts, 1985), El vientre de un arquitecto (The Belly of an Architect, 1987), Conspiración de mujeres (Drowning by Numbers, 1988), El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (The Cook the Thief His Wife & Her Lover, 1989) y la bella Escrito en el cuerpo (The Pillow Book, 1996).
La casa de los niños felices Durante la última década ha surgido del cine surcoreano un puñado de realizadores que con el correr de los proyectos se fueron estableciendo como fuerzas creativas con una voz propia mucho más que interesante. En términos concretos cabe decir que directores como Park Chan-wook, Bong Joon-ho y Kim Ji-woon han aportado un espíritu de renovación como ya prácticamente no existe en el panorama internacional, estancado en una medianía que nos deja presos de los grandes apellidos y en buena parte anula las sorpresas o excepciones. De hecho, para ratificar esta aseveración hoy llega desde esas geografías la atrapante Hansel & Gretel (2007), película que participó en la edición 2009 del BAFICI. Como su título lo indica, estamos ante una reformulación del cuento de hadas germano registrado en el siglo XIX por los hermanos Jakob y Wilhelm Grimm. En este caso la premisa que desencadena la historia arranca más bien en el final del susodicho, esquivando con inteligencia la simple traslación del clásico: con la horrible señora en el horno, los chicos deciden no volver con sus padres y literalmente quedarse en la morada de la bruja acumulando suspicacia para con el mundo de los adultos. El segundo largometraje de Yim Pil-sung se centra en tres nenes que dominan al dedillo la fábula original debido a que sus experiencias en esta vida han sido bastante similares, por lo menos tristes y desafortunadas. El guión de Yim y Kim Min-sook comienza con el accidente automovilístico de Eun-soo (Cheon Jeong-myeong) en una carretera desierta que bordea un bosque. Con una novia embarazada de cuatro semanas y una madre enferma, el hombre apenas si logra salir del vehículo para pronto desvanecerse en un paraje rodeado de arboles. Al despertar descubre que anocheció y una nena llamada Young-hee (Shim Eun-kyung) se ofrece a llevarlo hasta su hogar con la ayuda de un farol. Allí se encuentra con un cartel de bienvenida a “la casa de los niños felices” y conoce a los dos hermanos de la pequeña, el mayor Man-bok (Eun Won-jae) y la menor Jung-soon (Jin Ji-hee), junto a dos adultos que afirman ser sus padres. Todo se complica cuando a la mañana siguiente intenta en vano hallar el camino de regreso hacia la ruta, así una y otra vez cual Hechizo del tiempo (Groundhog Day, 1993) termina donde comenzó el recorrido. La situación empeora al segundo día: luego de una discusión nocturna a espaldas de los jóvenes, el matrimonio desaparece dejándole a Eun-soo una nota en la que le solicita que “cuide” a sus hijos… En la línea de las recientes El Orfanato (2007) y El Laberinto del Fauno (2006), esta lúgubre fantasía sobre el maltrato infantil juega constantemente a dos puntas entre el egoísmo inclaudicable de los niños y los impulsos destructivos de los mayores, esos que brotan de las más terribles compulsiones. Amparado en el excelente diseño de producción de Ryu Seong-hie, Yim trabaja con paciencia y en forma cíclica la relación entre los hermanos y el huésped/ prisionero por un lado y la de éste último con su entorno/ cárcel por el otro. Como los protagonistas poseen “capacidades” diferentes, las cuales incluyen la telepatía, el animismo específico y la psicoquinesis; cada uno interpreta a su modo la faena de Eun-soo en pos de abandonar ese paraíso privado que los chicos han construido ajenos a la sociedad. La satisfacción de todos los involucrados peligrará a partir de la aparición de un villano fanático religioso símil La Noche del Cazador (The Night of the Hunter, 1955): la moraleja final golpea a puro rigor…
La espía que volvió del frío El australiano Phillip Noyce ha ofrecido un poco de todo a lo largo de su errática carrera: desde obras interesantes como Terror a bordo (Dead Calm, 1989) y Cerca de la libertad (Rabbit-Proof Fence, 2002), pasando por algunas correctas como Furia ciega (Blind Fury, 1989), El coleccionista de huesos (The Bone Collector, 1999) y El americano (The Quiet American, 2002), otras apenas rescatables como Juegos de patriotas (Patriot Games, 1992) y Peligro inminente (Clear and Present Danger, 1994), y no nos olvidemos de aquellos desastres mayúsculos intitulados Sliver (1993) y El santo (The Saint, 1997). Hoy regresa a la dirección con Agente Salt (Salt, 2010), un thriller de espionaje y acción bastante potable. Aparentemente en un primer momento el proyecto había sido pensado como un vehículo para Tom Cruise pero a posteriori el actor decidió bajarse por las similitudes con la franquicia de Misión Imposible. Allí es cuando tomó la posta Angelina Jolie y adaptaciones mediante llegamos a este producto que combina el ritmo frenético de la saga Bourne y la premisa central de la recordada Telefon (1977), aquella pequeña maravilla “clase B” del gran Don Siegel. La historia comienza con Evelyn Salt (Jolie), una agente de la CIA que finge trabajar en una compañía petrolera, en manos de tropas norcoreanas. Por insistencia de su futuro esposo, el gobierno norteamericano gestiona un intercambio de prisioneros. Pasada la tormenta, la señora está felizmente casada y lleva una vida apacible hasta que su superior, Ted Winter (Liev Schreiber), le encarga interrogar a un desertor ruso, Vassily Orlov (Daniel Olbrychski), quien promete suministrar datos importantes de inteligencia. Para su sorpresa el hombre le informa que intentarán asesinar al máximo mandatario ruso durante su visita a la ciudad de New York con motivo del funeral del vicepresidente estadounidense y como si fuera poco afirma que la encargada de llevar a cabo la tarea no es otra que una tal “Evelyn Salt”. De inmediato ambos quedan detenidos aunque Orlov pronto se las ingenia para escapar, a lo que nuestra protagonista responde en iguales términos. Con un guión del muy ambivalente Kurt Wimmer en el que no faltan vueltas de tuerca, persecuciones varias y muchos espías infiltrados, el film cumple de sobra en los rubros técnicos y entretiene sin esfuerzos en especial gracias a la ajustada narración de Noyce y la profesionalidad de la siempre excesiva Jolie, una experta en el trajín de sacar a la superficie los rasgos más viscerales de sus personajes (a diferencia de la mayoría de sus colegas que siguen jugando con muñecas, ella no tiene problemas en desnudarse, llorar de verdad o salir lastimada del set). Por supuesto que en conjunto la propuesta es derivativa y un tanto ridícula, sin embargo resulta agradable ver a una chica anti- James Bond volver del frío…
Atom Egoyan vuelve a entregar exactamente lo que se espera de él, ahora para colmo a años luz de las disertaciones con tufillo arty de Exótica (Exotica, 1994) y El dulce porvenir (The Sweet Hereafter, 1997): la primera mitad de Chloe (2009) se inclina al “melodrama sexy” para luego girar con desgano hacia un thriller demasiado inocuo. Más allá de las buenas actuaciones de Liam Neeson y Julianne Moore, aquí la que se roba el show es Amanda “ojos saltones” Seyfried componiendo a la prostituta del título. Las fantasías y el adulterio en general de los burgueses resultan muy rebuscados, pautados hasta el más mínimo detalle; los lúmpenes en cambio materializan todo delante del cónyuge y listo (así los hijos se van apilando en el fondo del hogar). Lo curioso del caso es que el film termina siendo tan anodino como el original francés Nathalie X (Nathalie…, 2003), en esta ocasión exacerbando una trama que una vez más combina los trayectos narrativos del porno soft con los típicas escenas de destape sesentoso y las “grandes sentencias” sobre la familia...