Cuentapropistas de los suburbios Durante los últimos años se han estrenado varios policiales duros que se desarrollaban en la ciudad de Boston, en el estado de Massachusetts, y que compartían numerosos rasgos en común, por lo que a esta altura ya se ha comenzado a hablar de un subgénero que engloba películas tan diversas como Río Místico (Mystic River, 2003), Los Infiltrados (The Departed, 2006) y La Isla Siniestra (Shutter Island, 2010). Luego de la maravillosa Desapareció Una Noche (Gone Baby Gone, 2007), el insólito Ben Affleck continúa firme por el buen camino y vuelve a sorprender con otra historia hardcore de marginales al filo de la ley que hoy nos llega bajo el lamentable título de Atracción Peligrosa (The Town, 2010). La obra en cuestión aglutina algunos leitmotivs de las “caper movies” -opus centrados en atracos- que vienen siendo reproducidos sin grandes modificaciones desde Casta de Malditos (The Killing, 1956) del genial Stanley Kubrick: una banda conformada por personalidades antagónicas, un “trabajo” final antes del retiro, frustraciones de todos los colores, problemas enraizados en el universo femenino y la angustiante posibilidad de ser capturados. De hecho, la propuesta presenta en paralelo el accionar del grupo de ladrones y la persecución por parte de los agentes de la policía y el FBI, ambas facciones recorriendo desesperadamente las calles de Charlestown, cuna barrial de la mayoría de los criminales. Como en los otros representantes de esta vertiente contemporánea del film noir, aquí tenemos mucha crudeza suburbana, un ritmo narrativo sosegado, detalles slang, balaceras esporádicas y un tono realista que no se anda con vueltas en lo referido a la construcción del contexto y el delineamiento de personajes. En la primera escena vemos cómo una cuadrilla comandada por Doug MacRay (Ben Affleck) y su mano derecha James Coughlin (Jeremy Renner) asalta en tiempo record un banco y toma de rehén a la pobre gerenta de la sucursal Claire Keesey (Rebecca Hall). Una vez libre, descubren para su desconcierto que vive en el mismo vecindario y rápidamente deciden vigilarla por temor a ser reconocidos. Mientras que Doug se pasa de la raya enamorándose de la mujer, el jefe de los federales Adam Frawley (Jon Hamm), con la asistencia local de Dino Ciampa (Titus Welliver), va cerrando el cerco alrededor de la pandilla. Más allá de la sutil fotografía de Robert Elswit y la compacta edición de Dylan Tichenor, sin dudas dos aliados de peso, el director de por sí supo redondear con singular maestría un relato agridulce que recupera la meticulosidad de su opera prima aunque en esta oportunidad relajando la tensión melodramática: así la orientación mainstream, una estructura indefectible y el cambio de tópico reemplazan la pesadez existencial del pasado y acompañan a un convite tan clasicista como eficiente. Debemos destacar el desempeño del elenco en su conjunto, con una mención especial para la revelación absoluta de Vivir al Límite (The Hurt Locker, 2008), el extraordinario Jeremy Renner (también se agradecen las participaciones de Pete Postlethwaite y Chris Cooper). Sin embargo resulta innegable que el que se roba la función es el mismísimo Affleck, quien para variar entrega una interpretación estupenda en la línea de las recientes Hollywoodland (2006) y Los Secretos del Poder (State of Play, 2009). El actor/ guionista/ realizador no sólo se redime artísticamente sino que además apabulla con magníficas secuencias de acción basadas en el escabroso devenir de estos cuentapropistas sardónicos símil Michael Mann…
Los abductores del nuevo milenio El interrogante inicial, uno de esos típicos espasmos que se derivan de los prejuicios del “sentido común cinéfilo”, plantea lo siguiente: ¿realmente David Fincher dirigió una película sobre la génesis de Facebook, una suerte de tragedia griega pero situada en el contexto de la Universidad de Harvard? La afirmación que acarrea la respuesta no llega a dimensionar los alcances del proyecto en su conjunto ya que estamos ante un opus que se posiciona de inmediato y con una fuerza arrolladora entre lo mejor del año. De hecho, aquellos reparos que aparecen en función de las entendibles suspicacias no hacen más que incrementar la sorpresa -y por supuesto la admiración- para con un cineasta extraordinario. Si de juzgar los componentes individuales del convite se trata, sin lugar a dudas el primero que merece ser considerado es el guión de Aaron Sorkin, un pantallazo formidable que salta con una prodigiosa comodidad del campo de los altos estudios norteamericanos y el microambiente de las fraternidades a las diferencias de género, los límites concretos de la amistad, la lujuria como motor máximo del vivir, las trampas que destruyen el sendero y los múltiples juegos políticos detrás del simple acto de hallar una impensada mina de oro. Basándose en el libro de Ben Mezrich The Accidental Billionaires, Sorkin redondea un relato genial y abarcador acerca de una de esas burbujas que tanto fascinan al capitalismo. La secuencia del comienzo establece el ritmo a seguir: es el año 2003, Mark Zuckerberg (Jesse Eisenberg) y su novia Erica Albright (Rooney Mara) mantienen una discusión antológica que gira sin rumbo fijo alrededor de una infinidad de oposiciones cognitivas y de apreciación general. El resultado va más allá de la ruptura casi automática y el ataque de misoginia posterior, con apenas unas horas frente a su computadora el joven consigue hackear numerosos sitios intra- facultades, robar fotos a mansalva y crear una irreverente web en la que los hombres pueden elegir a la más linda de sus compañeras. Lo que sucede a continuación está marcado por los sinsabores del éxito y la memoria reciente del fracaso… Con un pulso frenético fundado en una puesta en escena maravillosa, situaciones que rebosan inteligencia y diálogos en extremo hilarantes, el film desarrolla los cruces tanto verbales como judiciales entre Zuckerberg y el que fuera uno de sus mejores amigos, Eduardo Saverin (Andrew Garfield), con motivo del funcionamiento y pronta expansión de Facebook. Uno es soberbio y el otro más humilde aunque la disputa se convierte en algo serio recién con la llegada en carácter de asesor de Sean Parker (Justin Timberlake), nada más ni nada menos que el creador de Napster. Esta verdadera cumbre de abductores del nuevo milenio está retratada con una perspicacia suprema y un humanismo encantador. Ahora bien, el otro gran pleito, que a su vez habilita continuos flashbacks, es el de Mark con los gemelos ricachones Cameron y Tyler Winklevoss (Armie Hammer) y su socio Divya Narendra (Max Minghella), un equipo que en un principio lo tentó para sumarse a un esquema de rasgos exclusivos. Precisamente de esta manera se divide la historia según su tono circunstancial: mientras que los intercambios con los hermanos están volcados hacia la comedia, durante la agitada audiencia de conciliación con Saverin prima la vertiente trágica y la profundización de una crisis latente. Un elenco conformado en su mayoría por ilustres desconocidos aporta la intensidad dramática necesaria para que la magia sea universal. Sin embargo uno podría preguntarse en dónde encontramos exactamente la mano de Fincher en una realización como Red Social (The Social Network, 2010): pensemos en la secuencia de la competencia de remos, el hecho de optar por un único actor para interpretar a ambos Winklevoss o la misma selección musical (desde Ball and Biscuit de los White Stripes hasta Baby, You´re a Rich Man de los Beatles). Apoyado en la bella fotografía de Jeff Cronenweth y una inspirada banda sonora a cargo de Trent Reznor y Atticus Ross, el director construye una pequeña obra maestra que vuelve a ser un signo de sus tiempos, una síntesis cultural que además se erige como un hito cinematográfico a superar en el futuro…
Luego de la interesante Control (2007), aquella biopic sobre el líder de Joy Division Ian Curtis, Anton Corbijn bordea el paso en falso en la apenas correcta El ocaso de un asesino (The American, 2010): este retro thriller setentoso sufre principalmente de un guión lleno de estereotipos y en segundo lugar de un George Clooney al que ya le conocemos todos los manierismos de su “formato taciturno”. Aún así el holandés se las arregla para imponer una estética elegante y muy sexy, en especial gracias a la participación de la descomunal Violante Placido. Resulta una incógnita el futuro de este afamado realizador de video clips...
La esperanza es lo último en morir... Para juzgar una película de las características de Resident Evil 4: La Resurrección (Resident Evil: Afterlife, 2010) resulta fundamental tener presente uno de esos principios que la crítica afirma conocer pero que casi nunca subraya: a diferencia de lo que ocurre en el cine, en el universo de los videos juegos las secuelas suelen ser bienvenidas porque en ellas es común encontrar una multiplicación de protagonistas, una mejora considerable en el motor gráfico y un macro apuntalamiento en lo que respecta a los controles del usuario. Lamentablemente la pantalla grande reclama además una narración que sustente el periplo. Así las cosas, la franquicia cinematográfica en cuestión comenzó bajo la batuta de Paul W.S. Anderson y en buena medida a posteriori no hubo modificaciones significativas: todos los films de la saga fueron escritos en solitario por el inglés y sólo Resident Evil 3: La extinción (Resident Evil: Extinction, 2007) se alejó a consciencia de la pauta a fuerza de introducir un cierto espíritu de “western apocalíptico” cercano a Mad Max (1979) y Escape de Nueva York (Escape from New York, 1981), cortesía del veterano Russell Mulcahy. La propuesta retoma el final del eslabón previo y se adentra en la búsqueda de supervivientes. En la primera escena presenciamos cómo los clones de Alice (Milla Jovovich) destruyen las instalaciones en Tokio de la Corporación Umbrella: por supuesto que el villano de turno escapa sin dejar rastros aunque no sin antes inyectarle un suero que neutraliza los efectos del “Virus T” y la convierte en un ser humano normal. Cuando nuestra heroína llega a Arcadia, en Alaska, con la esperanza de reunirse con sus compañeros del pasado, descubre que el lugar está desierto y no hay ninguna ayuda a la vista. Pronto la señorita se marcha y eventualmente termina atrapada en otro torbellino infernal de zombies malhumorados. Si bien aún estamos ante una obra en extremo derivativa y con un desarrollo de personajes mínimo, a nadie le importan estos detalles debido a que la historia funciona apenas como una excusa para compaginar una serie de secuencias de acción en cámara lenta; basadas sobre todo en coreografías rimbombantes, muchísimos disparos y esa prototípica esencia de las consolas. Con más garra que intelecto y participaciones de Ali Larter de Heroes y Wentworth Miller de Prison Break, Anderson se las arregla para construir un cóctel industrial standard que lo continúa situando como una versión corregida de Michael Bay…
Sobre las guerras de liberación Si bien podemos afirmar con plena justicia que el tópico “Ernesto Guevara” está agotado de sobremanera, quizás todavía faltaba un documental sincero que recorriera sin exabruptos y con vocación televisiva aquella senda insurgente que con el tiempo ha alcanzado proporciones míticas. En lo que respecta a la ficción el cierre definitivo al tema llegó de la mano de Steven Soderbergh y su mega biopic independiente Che (2008), dividida para su estreno internacional en El Argentino y Guerrilla. Allí un extraordinario Benicio Del Toro sacaba a relucir todo su histrionismo en función de un trabajo verdaderamente antológico. Ahora es el turno de Tristán Bauer y su también ambiciosa Che, Un Hombre Nuevo (2009): adoptando la estructura de los documentales expositivos y siguiendo el clásico derrotero de las biografías de personajes públicos con final trágico (típico inicio mortuorio y de ahí hacia atrás), el marplatense vuelve a contar la misma historia de siempre con la excusa de aportar algunos minutos de material inédito principalmente cortesía de Aleida March, viuda de Guevara. Hablamos de grabaciones caseras, escritos varios, archivos, fotos desconocidas y un rollo de 8 milímetros con la última visita a sus padres y hermanos en Punta del Este. La investigación central estuvo a cargo de Carolina Scaglione, quien junto al director dedicó más de doce años a recopilar información y distintos registros con el fin de ampliar el espectro visual y sonoro del convite. Aunque en términos del contenido no hay novedades significativas que merezcan ser señaladas, semejante tarea de exploración dio sus frutos por lo menos en lo referido al apartado formal: queda claro que tanto viajar por Argentina, Perú, Bolivia y Cuba sirvió para acumular suficiente “materia prima” como para que la propia voz del protagonista narre su férreo porfiar revolucionario y antiimperialista. Lejos del fervor de la estampita popular de izquierda o del demonio contradictorio que censura la derecha palurda, el “Che” de Bauer es un idealista que hizo de la disciplina y el afán de justicia un estilo de vida, un hombre riguroso en su lucha política pero también apasionado y temeroso como cualquier otro. El tono grandilocuente y sesudo no cae en la celebración hueca ni descuida sus inquietudes teóricas, la relación familiar, su vertiente artística y las crónicas de los combates. Con un excelente desempeño en restauración y montaje, el film se sumerge de a poco en esas guerras eternas de liberación nacional…
La impotencia de los inocentes Desde hace mucho tiempo que no nos encontrábamos con una propuesta de género tan refrescante como Enterrado (Buried, 2010). Esta extraordinaria coproducción entre España, Estados Unidos y Francia fue realizada casi por completo por un equipo hispano comandado por Rodrigo Cortés, aquí entregando su segundo largometraje a posteriori de la correcta Concursante (2007). A primera vista pareciera que con semejante título ya está todo dicho en lo referido a la trama del film, sin embargo aún falta una aclaración fundamental: el protagonista de turno padece de una enfermedad congénita que podríamos denominar “nacionalidad norteamericana”, esa lamentable dolencia cuyos efectos curiosamente sufre el resto de la humanidad y sólo muy de vez en cuando el portador. Los minutos iniciales plantean el contexto general de la experiencia: Paul Conroy es un camionero estadounidense que despierta dentro de un ataúd de madera, sepultado vivo debajo de una enorme cantidad de tierra. El hombre trabaja para una de esas empresas responsables de la “reconstrucción” de Irak luego de la invasión de George W. Bush y compañía. Así las cosas, pronto utiliza su encendedor para descubrir que su margen de maniobra se reduce a las dimensiones del féretro y las posibilidades que brinda un celular ubicado a la altura de sus pies. La película lleva el minimalismo formal al límite de ni siquiera recurrir a flashbacks o bifurcaciones argumentales, dos de los recursos más empleados a la hora de amenizar ambientes perentorios de una claustrofobia esencial. El asunto tan poco feliz de que nos “confundan” -por impericia o a voluntad- con un cadáver ha sido explotado en innumerables ocasiones por el cine, en un trayecto terrorífico que va desde la primigenia El Entierro Prematuro (Premature Burial, 1962) hasta la reciente Kill Bill: Vol. 2 (2004). En esta oportunidad el encargado de interpretar a la víctima no es otro que Ryan Reynolds, una verdadera sorpresa considerando su paupérrimo currículum hasta la fecha. El actor está maravilloso en el rol precisamente porque no le exige demasiado y su semblante de “ciudadano promedio” calza perfecto en el leitmotiv del proyecto, vinculado a las repercusiones del accionar imperialista de las potencias globales (los captores tienen una simpatiquísima pyme especializada en secuestros de contratistas). Si la historia crea un verosímil apremiante que desespera al espectador, obviando con inteligencia atajos estereotipados, sin dudas es mérito absoluto del tándem compuesto por Cortés, su director de fotografía Eduard Grau y el guionista Chris Sparling. Más allá de la labor particular de Reynolds, el dinamismo visual juega un papel muy importante en el desarrollo narrativo de un thriller de horror de estas características, tan pesadillesco como ingenioso. En síntesis, Enterrado es un prodigio inigualable en cuanto a puesta en escena, intensidad dramática y aplicación concreta de los principios que regían la obra del gran Alfred Hitchcock: a través de un cinismo de fructíferas inclinaciones políticas, el film analiza la hipocresía estatal, el hambre de lucro y la triste impotencia de los inocentes…
La Leyenda de los Guardianes (Legend of the Guardians: The Owls of Ga'Hoole, 2010) no es más que 300 (2006) pero en versión ATP, con búhos y políticamente correcta (o algo así…). A pesar del preciosismo visual y los millones de dólares invertidos, la torpeza narrativa de Zack Snyder impide que la trama vaya más allá del prototípico “viaje iniciático” y toda esa galería de clichés vetustos. Otra decepción del director y van…
El gusto burgués por la evasión Si consideramos que Sin Retorno (2010) es la opera prima de Miguel Cohan, histórico asistente de dirección de Marcelo Piñeyro, uno no puede más que agradecer la buena voluntad del proyecto y la corrección formal con la que ha sido ejecutado (dos factores para nada habituales en el cine argentino contemporáneo, siempre sumergido en el pedantismo y la desesperación por cobrar a toda costa los subsidios del INCAA). Aquí el realizador cumple y dignifica aportando la profesionalidad necesaria para garantizar la armonía general: claramente la película funciona como un canto sensato a la pulcritud narrativa. Combinando el tono seco de los films norteamericanos de la década del ’70 y la estructura de las obras corales de los mexicanos Alejandro González Iñárritu y Guillermo Arriaga, la propuesta nos presenta en paralelo tres historias entrelazadas por un par de accidentes automovilísticos, un recurso a esta altura explotado en exceso pero que sigue vigente a nivel internacional. Federico Samaniego (Leonardo Sbaraglia) es un ventrílocuo que una noche arrolla sin querer la bicicleta de Pablo Marchetti (Agustín Vásquez), quien poco después es atropellado por el estudiante de arquitectura Matías Fustiniano (Martín Slipak). El joven llama a una ambulancia y esquiva lo ocurrido denunciando el robo del auto y abandonando el vehículo de inmediato. Lamentablemente Pablo fallece debido a las múltiples heridas sufridas y su padre Víctor (Federico Luppi) inicia una furiosa campaña en los medios de comunicación en pos de hallar al culpable: así Federico se transforma de la noche a la mañana en el “perejil” de turno y es condenado sin el más mínimo resquemor por el sistema judicial. Sin Retorno adopta un pulso de thriller con ribetes trágicos para colocar en primer plano el ideario y los comportamientos de cada uno de estos individuos. Que nadie se extrañe si el acento está puesto en la familia de clase media- alta de Matías: todos los miembros del clan vienen a representar esa clásica predilección burguesa por la evasión; desde su madre Laura (Ana Celentano), pasando por su hermana Luciana (Rocío Muñoz), hasta su padre Ricardo (Luis Machín). Cuando el victimario se quiebre y les confiese lo sucedido a sus progenitores, éstos rápidamente consultarán a un abogado, destruirán las pruebas incriminatorias y asistirán impasibles al linchamiento público de Federico. La sed de sangre de Víctor es el otro condimento determinante en la ensalada. Hay que señalar que el mayor mérito de Cohan pasa por la meticulosa dirección de actores en función de un equilibrio interpretativo de características excepcionales (recordemos las diferencias de edad dentro del elenco, las singularidades requeridas según el personaje y las numerosas escenas basadas en situaciones muy difíciles de transmitir con convicción). Quizás Sin Retorno no ofrece grandes novedades en cuanto al “desarrollo en mosaico” aunque para los estándares argentinos está más que bien: al igualar inquietudes existenciales y estímulos melodramáticos, se impone como un crudo retrato de la injusticia.
Secretos a la vera del lago El hasta ahora ignoto Guillaume Canet se impone como un realizador a tener en cuenta a futuro con su sorprendente segundo opus, No se lo digas a nadie (Ne le dis à personne, 2006). A pesar de la demora con la que llega a nuestro país, el film es un thriller romántico símil Alfred Hitchcock que se destaca del resto precisamente por la labor del francés: al combinar la clásica premisa del “falso culpable” y un tono de vocación melancólica, esquiva la catarata de estereotipos hollywoodenses y conduce la trama hacia el terreno de los laberintos cotidianos; sacando en el trajín chapa de “artesano”, uno de los pocos que todavía saben mantener la tensión sin caer en infantilismos, alicientes bobos o golpes bajos. Adelantar demasiado acerca de una película de estas características puede jugarle en contra debido a que sus méritos están vinculados más a la ejecución concreta que al disparador circunstancial (aquí la novela del norteamericano Harlan Coben). Sólo diremos que el guión de Philippe Lefebvre y el propio Canet comienza con una velada a orillas de un lago protagonizada por Alexandre Beck (François Cluzet) y su esposa Margot (Marie-Josée Croze). Pronto la alegría se disipa como consecuencia de un ataque relámpago: ella es encontrada muerta y él inconsciente. Ocho años después, el caso se reabre por el hallazgo de dos cuerpos y Alexandre empieza a recibir mails anónimos que parecen ser de Margot… No es para nada un hecho fortuito que la propuesta se haya alzado en 2007 con cuatro premios César, entre ellos mejor director y actor. Tanto por idiosincrasia como por sus inquietudes formales, No se lo digas a nadie resulta francesa hasta la médula aunque sin jamás descuidar los resortes del género: si por un lado hace alarde de esa “elegancia- marca registrada” a la que nos tienen acostumbrados los galos, por el otro se apodera de algunos motivos de los policiales negros para reformularlos con vitalidad y un gran olfato para el ritmo narrativo (los 131 minutos están aprovechados al máximo, por suerte sin lagunas que lamentar). Con el correr de la historia crece un “humanismo del corazón” de rasgos sutiles. Más allá del excelente desempeño de Cluzet, sin dudas la figura central del convite, cabe señalar que el elenco en conjunto funciona de maravillas e incluye participaciones de profesionales de la talla de Jean Rochefort, André Dussollier y Kristin Scott Thomas. De por sí la escena de la persecución justifica la visión del film: allí el cineasta a partir de recursos mínimos transmite la angustia necesaria para incomodar al espectador. Amparado en oscuros secretos familiares, muchas vueltas de tuerca y la ajustada fotografía de Christophe Offenstein, Canet se reserva con ironía un rol secundario y a fin de cuentas construye un rompecabezas complejo y meticuloso, baluarte del realismo más sofisticado…
En la codicia con corazón confiamos... Quizás pocos lo recuerden pero existió una etapa en la que Oliver Stone fue un cineasta muy importante dentro del sistema hollywoodense, tan oportunista y chapucero como interesante y vital. Hoy esos “años locos” forman parte del pasado: sin lugar a dudas sus grandes aportes de principios de los ’80 hasta mediados de los ’90 quedaron grabados -para bien o para mal- en la cultura estadounidense del período, no obstante casi todo lo que entregó a posteriori de Camino Sin Retorno (U Turn, 1997), su último film verdaderamente satisfactorio, no ha conseguido más que dejar un sabor amargo en la boca del espectador. De hecho, a partir de Un Domingo Cualquiera (Any Given Sunday, 1999) su carrera comenzó a hundirse como si el hombre estuviese seco en términos creativos y ya no tuviera nada más que ofrecer (por supuesto que también cambió el contexto, circunstancia fundamental para que sus planteos pasen de ser considerados “osados” al rechazo absoluto por “infantiloides”). Resulta innegable el lustro de decadencia que hemos dejado atrás: ni Alejandro Magno (Alexander, 2004) ni Las Torres Gemelas (World Trade Center, 2006) ni W. (2008) ni mucho menos sus documentales lograron recuperar el visto bueno general. Tampoco se lo puede condenar tan fácilmente por seguir intentándolo una y otra vez, siempre refritando motivos caros a su difusa ideología: primero fue la cinta histórica, luego el relato testimonial y a continuación una nueva biopic que pretendía cerrar su trilogía sobre presidentes norteamericanos caídos en desgracia. Considerando Wall Street: El Dinero Nunca Duerme (Wall Street: Money Never Sleeps, 2010), su cuarto “regreso” consecutivo, uno se ve obligado a concluir que el director debe estar desesperado por el respeto de sus colegas porque recurrir a una secuela de su clásico ochentoso es una jugada bastante triste. Sólo hace falta señalar que ya ni siquiera escribe sus propios guiones, en esta ocasión los anodinos Allan Loeb y Stephen Schiff tomaron la posta: así los diálogos y conflictos principales parecen una versión escuálida de aquellos que caracterizaron a la película original. La historia se centra en la tenaz venganza del agente bursátil Jacob Moore (Shia LaBeouf) contra Bretton James (Josh Brolin), a quien considera responsable por la muerte de su mentor Louis Zabel (Frank Langella). Para ello no tiene mejor idea que asociarse con el padre de su futura esposa, el recién salido de prisión Gordon Gekko (Michael Douglas). Precisamente lo único rescatable es la excelente labor del elenco, factor que mantiene el interés y suma varios puntos desde el inicio (no nos olvidemos de las participaciones de Eli Wallach, Susan Sarandon, Carey Mulligan y el simpático cameo a cargo de un avejentado Charlie Sheen). Stone abusa del pulso narrativo videoclipero y queda atrapado en una trama enclenque a la que le falta fuerza, encanto, novedad y/o un sustrato conceptual que vaya más allá de la premisa bobalicona de “con el dinero serás millonario aunque no rico”, léase “en la codicia con corazón confiamos”. El desenlace es la cumbre suprema del patetismo…