La vida y todo lo demás Siempre ocurre lo mismo cada vez que aparece una nueva adaptación cinematográfica de Mujercitas (Little Women, 1868/ 1869), el clásico de Louisa May Alcott que supo combinar la literatura infantil con los recursos más clásicos del melodrama y de aquellas novelas alegóricas de cadencia cristiana: como el libro se mueve en el terreno del folletín naturalista y no adopta en ningún momento la futura estructura paradigmática del cine, basada en un desarrollo in crescendo alrededor de uno o dos ejes explícitos, lo que siempre tenemos es una colección de viñetas aisladas que retratan el crecimiento de las hermanas March durante el Siglo XIX, planteo que puede exasperar a muchos espectadores -sean masculinos o femeninos- por la evidente sensación de que no ocurre nada particularmente memorable en la historia y sólo se acumulan episodios un tanto prosaicos que hacen a la cotidianidad de aquella época, lo cual por cierto fue en primera instancia el objetivo central de la autora. Si se acepta este carácter familiero cotidiano sin demasiada pompa que recorre el trabajo, también se podrá disfrutar de las distintas películas que intentaron capturarlo dentro de una serie de traslaciones que llega hasta la presente Mujercitas (Little Women, 2019), la segunda obra como directora en solitario de la actriz Greta Gerwig luego de la excelente Lady Bird (2017). Esta séptima adaptación cinematográfica no va mucho más lejos en términos cualitativos que las anteriores, siendo la de 1994 de Gillian Armstrong el mayor punto de referencia, pero consigue un retrato ameno de la cotidianeidad de las adolescentes y su círculo de afectos en un contexto social en el que las féminas no podían trabajar ni votar ni moverse con verdadera independencia en ningún ámbito público si no era con el beneplácito de alguna figura masculina ocasional, un esquema de comportamiento que se filtra en una trama que incluye simplificaciones en cuanto a la identidad de cada muchacha. Jo (Saoirse Ronan) es el álter ego de Alcott/ Gerwig, una chica que quiere ser escritora y tiene un carácter fuerte que la lleva a boicotear los estereotipos de la sumisión femenina, Amy (Florence Pugh) resulta algo narcisista y choca mucho con Jo, Meg (Emma Watson) disfruta de la vida doméstica y es la más conservadora de las cuatro, y finalmente Beth (Eliza Scanlen) es tímida y suele ayudar a los necesitados de Concord, en Massachusetts. Utilizando de telón de fondo a la Guerra Civil Norteamericana, el relato sigue el derrotero amoroso, familiar y hogareño de las adolescentes con una figura paterna ausente y dos matriarcas principales, la progenitora pobre Marmee (Laura Dern) y la tía rica Josephine (Meryl Streep). Si bien la protagonista tácita es Jo, la narración tiene rasgos corales y hasta se podría decir que el personaje de la señorita rebelde termina en ocasiones opacado por Amy a raíz de un triángulo amoroso en diferido entre las dos chicas y el amigo de la familia, Theodore “Laurie” Laurence (Timothée Chalamet), un joven vecino que vive en compañía de su adinerado abuelo, el Señor Laurence (Chris Cooper), y que primero le pide casamiento a Jo -quien pronto lo rechaza- y a posteriori a una Amy que termina aceptando. Más allá del inefable fallecimiento de Beth por escarlatina y de los vaivenes del corazón de las muchachas, los cuales por supuesto incluyen el engendrar a su propia descendencia, el devenir retórico se mantiene relativamente tranquilo porque el guión de Gerwig respeta los acontecimientos de la novela de Alcott, decidiendo mecharlos de manera algo entrecruzada pero sin llegar a una reescritura radical u original. Sin lugar a dudas los dos elementos más interesantes de esta nueva adaptación son el muy buen desempeño del elenco, sobre todo de una Florence Pugh excepcional que ya pudimos ver en Lady Macbeth (2016), Luchando con mi Familia (Fighting with my Family, 2019) y Midsommar (2019), y el final, cuando la realizadora incorpora un poco de sarcasmo metadiscursivo a través de la homologación explícita entre Jo y Alcott con motivo de la negociación de la publicación de la novela entre el personaje de Saoirse Ronan y el editor de turno, el Señor Dashwood (Tracy Letts). A pesar de que ya no hay facetas por descubrir en un trabajo literario tan visitado y de por sí poco proclive a una traslación realmente abarcadora o representativa, el opus de Gerwig es bastante digno en su pantallazo por la vida mundana y todo lo demás que la circunda…
Una cura utópica Y por milésima vez nos topamos con una película que nadie pidió y que Hollywood nos enchufa gracias al facilismo del marketing masivo para lelos, ese verdadero fetiche de la industria cultural planetaria de nuestros días: la flojísima Dolittle (2020) vuelve a confirmar la maldición que padece en el séptimo arte el personaje del título creado en 1920 por el británico Hugh Lofting, en esencia un doctor que puede hablar con los animales, y en este sentido sólo basta con recordar -primero- aquel mamarrachesco e interminable musical de 1967 protagonizado por Rex Harrison que casi fundió a la 20th Century Fox y -segundo- aquella horrenda realización de 1998 con Eddie Murphy que no se decidía entre el tono narrativo familiar o la catarata de gags escatológicos descerebrados propios de la comedia mainstream más hueca, para colmo desencadenando cuatro secuelas igual de espantosas. Ahora le toca a Robert Downey Jr. ponerse en los zapatos del médico y explorador, un actor norteamericano extraordinario que viene de robar una década entera con la bazofia de Marvel y que parece que por fin colgó los guantes de Tony Stark/ Iron Man en función de la muerte del personaje en Avengers: Endgame (2019), aquí ofreciendo un desempeño pasable orientado a su faceta “contenida” -sin gesticular demasiado ni ponerse en el rol automático de reventado o canchero- y con un acento inglés medio freak que nos recuerda a la distancia la amplitud interpretativa de sus años mozos. La premisa recupera el contexto original de los libros de Lofting, la Era Victoriana del Reino Unido, y descarta el trasfondo colonialista con tintes racistas para dejar sólo los componentes vinculados a los relatos de aventuras y cierta estructura paradigmática de las fábulas infantiles símil cuento de hadas. Si bien todavía tenemos a un lindo surtido de animales parlantes, la que motiva la historia es la misma Reina Victoria (Jessie Buckley), quien cae enferma y desencadena el periplo reglamentario del héroe y sus amigos otrora salvajes en pos de una cura semi utópica que se halla en una isla lejana en la que el susodicho no es precisamente bienvenido. Todos los clichés del caso dicen presente: desde el vamos está Tommy Stubbins (Harry Collett), el joven aprendiz que admira a Dolittle, a su vez el mismo protagonista hace lo que puede para terminar de abandonar un encierro/ luto de siete años a posteriori del fallecimiento de su esposa Lily (Kasia Smutniak), y finalmente aquí nos encontramos con la friolera de tres villanos, el Doctor Blair Müdfly (Michael Sheen), el Rey Rassouli (Antonio Banderas) y ese tal Lord Thomas Badgley (Jim Broadbent), uno más anodino y esquemático que el otro. Como era de esperar, la pretendida comicidad está apuntalada en los intercambios entre las criaturas de CGI y los seres humanos y sinceramente el planteo deja mucho que desear gracias al sustrato pueril y remanido de los sketchs, remates y latiguillos verbales. Las secuencias de acción, por otro lado, se ubican un poco más alto a nivel cualitativo de lo que uno podría haber esperado a priori porque apuntan a reemplazar las pavadas vertiginosas del cine actual con un espíritu old school homologado a los relatos de piratas y de odiseas marítimas en general. A pesar de que se agradece el discurso ecologista destinado a que se deje de considerar a los otros seres vivos como posesiones, comida o blancos para unos muy mal llamados “deportes”, uno no puede evitar sentir vergüenza ajena por el pobre director y guionista Stephen Gaghan, aquel de Reglas de Combate (Rules of Engagement, 2000), Traffic (2000), Syriana (2005) y El Poder de la Ambición (Gold, 2016), hoy sin duda vendiendo su alma a Hollywood por una propuesta tan fallida como intrascendente…
La falacia de la escalera social En ocasión de Parasite (Gisaengchung, 2019), sin duda una de las mejores películas de lo que va del Siglo XXI, su director y guionista Bong Joon-ho regresa a sus obsesiones temáticas de siempre, en especial la inequidad, la exclusión, los abusos, la inoperancia, los secretos y la posibilidad de resistencia social, todos tópicos que ha examinado de manera muy detallada y sardónica en sus otras propuestas, las recordadas y también excelentes Barking Dogs Never Bite (Flandersui gae, 2000), Memories of Murder (Salinui chueok, 2003), The Host (Gwoemul, 2006), Mother (Madeo, 2009), Snowpiercer (2013) y Okja (2017), distribuida por Netflix. A diferencia del fundamentalismo de Hollywood en cuanto a los géneros clásicos y la ausencia contemporánea de un mínimo interés vinculado al ardid de introducir ingredientes novedosos que nos rescaten de la mediocridad de la era de las franquicias, el cine asiático en general y el surcoreano sobre todo continuamente tienden a amalgamar géneros a priori dispares sin necesidad de mayores justificaciones formales y amparándose en una valentía artística que casi siempre redondea muy buenas transiciones entre los diferentes registros; algo que aquí vuelve a ocurrir porque de hecho el realizador se pasea -vía ciclos narrativos sucesivos- por la comedia negra cuasi costumbrista, el thriller de invasión de hogar, el drama de corte comunal, los vericuetos del horror y hasta las parábolas de odios acumulados a lo largo del tiempo y en función de pequeñas faltas de respeto que terminan apuntalando esas ganas locas de querer cargarse a la contraparte en plan de justica social, suerte de diminuta reparación/ compensación que trabaja sobre el campo individual lo que no puede hacerse sobre el colectivo, a escala de todo el sistema. La película en sí cuenta con dos partes bien marcadas y es de esos opus de los que conviene no dar demasiadas precisiones acerca de su trama desde la base del relato en adelante, por lo que sólo explicitaremos cómo Bong da forma a los cimientos de la historia: Kim Ki-taek (Song Kang-ho) es la cabeza de un clan de Seúl que en conjunto vive en la miseria, ha pasado por un sinfín de trabajos, sobrevive como puede armando cajas de cartón para una pizzería y gusta de robar señal de wifi a los vecinos de arriba del departamento en el que viven, una especie de sótano muy pequeño que da a la calle a la altura del suelo. La familia, que se completa con la madre Choong-sook (Jang Hye-jin) y dos hijos que ya terminaron el colegio secundario y también están desempleados, el varón Ki-woo (Choi Woo-shik) y la chica Ki-jung (Park So-dam), encuentra un filón laboral inesperado cuando un amigo de Ki-woo, Min (Park Seo-joon), le propone recomendar al muchacho como reemplazo de sí mismo en calidad de tutor de inglés de la hija de un matrimonio de la alta burguesía compuesto por el marido Park Dong-ik (Lee Sun-kyun) y la mujer Park Yeon-kyo (Jo Yeo-jeong), padres asimismo del revoltoso purrete Da-song (Jung Hyun-joon) y la susodicha adolescente, Da-hye (Jung Ji-so). Ki-woo consigue el puesto de profesor de inglés y mete en la lujosa casa de los Park a su hermana Ki-jung bajo el mote de docente encargada de implementar una “terapia artística” sobre el hiperquinético y pintorcillo ocasional Da-song. La chica sigue la cadena y hace despedir al chófer de la parentela dejando su bombacha en el asiento trasero del auto, así la pareja contrata por recomendación a Ki-taek, quien sin haber conducido nunca un bello Mercedes Benz de inmediato se convierte en el reemplazo. Choong-sook, el último eslabón de la familia Kim en ingresar a la residencia de los Park, amerita un plan mucho más minucioso porque lo que los flamantes empleados pretenden es intercambiarla por la actual ama de llaves de la morada, Moon-gwang (Lee Jung-eun), una mujer que “sobrevivió” al cambio de dueños del inmueble porque fue la gobernanta del propietario anterior, nada menos que el arquitecto que concibió la casa, un profesional famoso llamado Namgoong que se las recomendó en su momento a los Park: gracias a que comienza una relación romántica con su alumna Da-hye, Ki-woo se entera que Moon-gwang es alérgica a la pelusa del durazno y aprovecha el dato para que su padre, el cual lleva al supermercado y trae a Yeon-kyo con el Mercedes Benz, simule haberla encontrado de casualidad en un hospital y haber escuchado que está enferma de tuberculosis, por lo que la Señora Park pronto decide despedirla por miedo al contagio de todo el clan. Con la entrada de Choong-sook en el domicilio se cierra el primer acto del film ya con los espejos sociales bien definidos y las cuatro relaciones de aparente complementariedad finiquitadas, léase Ki-taek/ Dong-ik, Choong-sook/ Yeon-kyo, Ki-woo/ Da-hye y Ki-jung/ Da-song. La segunda mitad de la propuesta se mete con una doble sensación de peligro, por un lado la que surge de la misma necesidad de los Kim de tener que aparentar frente a los Park ser servidores ascéticos, pedantes y experimentados de la oligarquía empresaria (el Señor Park es CEO en una compañía llamada Another Brick y gana fortunas y su esposa, una tontuela igual de crédula y snob), y por otro lado la que aparece de improviso bajo la sombra de la competencia intra clase (otros lúmpenes desesperados pretenden ocupar el rol de los Kim). El guión de Bong y Han Jin-won va pasando de la comedia de integración paulatina de los comienzos a ese tono posterior cada vez más oscuro y sobrecargado, síntoma de que a los miembros de la estirpe protagónica no les queda otra que caer en el crimen para sacarse de encima a la competencia y hasta ejercer justa venganza sobre unos Park que pueden llegar a ser en verdad repugnantes de la mano de su catarata de soberbia, caprichos, estupideces varias y un asco/ antipatía apenas disimulada hacia sus empleados, en el desarrollo retórico simbolizada de manera muy clara mediante el malestar que siente Dong-ik ante el olor corporal de Ki-taek; aroma que se debe al hecho de vivir hacinado junto a los suyos en ese semi sótano con aires lejanos de vivienda y plagado de cucarachas, desde el cual ven una y otra vez cómo los borrachos del barrio suelen orinar detrás de un contenedor de basura que da justo a una ventana de la habitación donde comen. La referencia al parasitismo del título juega con la ambigüedad y con la distancia que separa a la superficie de lo que ocurre en realidad, empezando por esos Kim que se sirven de la ingenuidad de los Park para luego dejar explícito que los verdaderos explotadores -porque detentan el poder del entramado capitalista- son los Park, en especial durante la gloriosa carnicería del final y su denuncia del egoísmo y la falta de apego a la vida del prójimo por parte de la alta burguesía, esa que cuando las papas queman siempre opta por sacrificar a sus “esclavos útiles” asalariados, incluso a los que se piensan a sí mismos unos pasos por delante de la horrenda patronal (la picardía a la hora de sobrevivir como sea de las clases populares, condensada en Ki-taek, su mujer y su prole, eventualmente muta en rencor por la desigualdad y el atropello de fondo). Más allá de las diferencias de turno entre los sujetos individuales, en donde más se destaca el film de Bong es en el análisis de la falacia de la escalera social, en términos prácticos la noción -cual zanahoria colgada adelante del burro- que el emporio del capital le pone enfrente al pueblo para que acepte su destino de bajezas y su existencia subyugada en función de la promesa de un ascenso futuro -casi por arte de magia- dentro de la estructura general de la pirámide social plutocrática, eterna justificación conceptual que se mueve en el campo de la cultura y habilita enfrentamientos como el aquí retratado en pos de hacerse de los pocos puestos laborales disponibles en un sistema que hace rato reemplazó al trabajo por la dialéctica de la especulación, las apariencias, los engaños, la levedad y el dinero que genera dinero ya sin ninguna intervención humana, por lo que paradójicamente los bípedos se transforman a ojos de los bípedos en estorbos para sus ambiciones ya que hoy casi nadie desea lidiar con la voluntad del otro, sus exigencias y el marco jurídico que dice ampararlas desde la hipocresía. A la par de poner en primer plano la banalidad de las clases altas y las ingeniosas estrategias que las capas populares suelen implementar con el fin de disfrutar de una mínima revancha contra esos parásitos que -con suerte- pueden llegar a arrojar unas moneditas/ sueldo a cambio de vidas entregadas al grito de “por favor, explótenme”, la realización además subraya los puntos en común entre familias de enclaves comunales opuestos pero con un andamiaje muy semejante, uno quizás orientado a la afectación hiper ridícula y otro más volcado al rebusque pero ambos similares a escala de su quid intrínseco, detalle que se suele pasar por alto en fábulas de ensimismamiento clasista como la presente. Todo lo hecho por el elenco es prodigioso y se agradece en especial el regreso del querido Song Kang-ho, con quien Bong ya había trabajado en Memories of Murder, The Host y Snowpiercer, un actor sublime que se acopla de maravillas a la progresión narrativa de la que echa mano el director para construir su sátira política, económica y social de impronta sutilmente solapada, por momentos parecida a Nosotros (Us, 2019) de Jordan Peele aunque sin aquellos automatismos -simpáticos pero bastante reduccionistas para con el contenido ideológico concreto- del cine de género hollywoodense. Recurriendo a una puesta en escena compleja y claustrofóbica que afortunadamente evita todo planteo de índole teatral en relación a la disposición de la acción dentro de la mansión modernista de los Park, sede de buena parte del metraje y de las batallas y el suspenso angustiante del segundo acto, Parasite señala el hambre, las contradicciones y el absurdo de la dependencia general entre órdenes sociales contrapuestos que se detestan de manera recíproca sin darse cuenta que uno no existiría sin el otro; en esencia debido a que hablamos de un aparato público de generación de pobreza endémica y fortuna de lo más altisonante, una que termina en manos de un puñado de psicópatas -o imbéciles, como en este caso, considerando las pocas luces de los Park- que concentran y controlan el grueso del poder nacional en el contexto de regímenes occidentales y orientales posmodernos proclives a hacer de la democracia una parodia de sí misma que condena a la indigencia a la enorme mayoría de los mortales a través de la ausencia absoluta del Estado, casi siempre cómplice por desidia del martirio y/ o garante de un condicionamiento cultural tendiente a la sumisión colectiva ad infinitum.
Todos a cubierta Si bien no es precisamente una coyuntura del todo popular dentro del enclave del cine de terror, las barcos han sido sede de diversas películas más o menos memorables que van desde las excelentes El Triángulo (Triangle, 2009) de Christopher Smith y Barco Fantasma (Ghost Ship, 2002) de Steve Beck hasta las entretenidas Virus (1999) de John Bruno y Agua Viva (Deep Rising, 1998) de Stephen Sommers, un mini catálogo del séptimo arte reciente que ha sabido aprovechar la aislación paradigmática de alta mar y los enigmas que esconde una vastedad acuática transformada en amenaza. La Posesión de Mary (Mary, 2019) es un representante bastante endeble del rubro aunque -vale aclararlo- se torna algo disfrutable porque sintetiza todas las características de la clase B de antaño, esa que más que sólo copiar al mainstream en esencia prefiere moverse en un universo de reglas propias y plagado de desniveles que se condicen con los pocos recursos y cierta torpeza de fondo. La Mary del título alude a un velero que arrastra una maldición por su antiguo mascarón de proa con forma de sirena, unas señoritas considerabas las “brujas del mar” dentro de la trama: a posteriori de una introducción que nos aclara que todo lo que veremos se explica por el accionar de unos puritanos que mucho tiempo atrás apartaron a una hechicera de sus hijos y la ahogaron en el mar, por ello mismo el alma condenada de la mujer anda por la inmensidad celeste con ganas de llevarse a los purretes de quien sea que ose aventurarse en el océano, la historia en sí comienza con el relato de Sarah (Emily Mortimer) ante la Detective Clarkson (Jennifer Esposito) acerca de la desaparición de su esposo David (Gary Oldman) y de su socio/ amigo Mike (Manuel García-Rulfo) en un periplo que el primero encaró como un “festejo” por haber adquirido el barco para utilizarlo como crucero para turistas, después de que apareciese flotando vacío y con la tripulación previa desaparecida. Desde ya que la maldición de a poco carcome las vidas de todos los que supieron pisar cubierta, empezando por Tommy (Owen Teague), el novio de la hija adolescente de David, Lindsey (Stefanie Scott), quien ataca a su suegro con un cuchillo y termina abandonado en tierra. Más allá de los clásicos sobresaltos por pesadillas y hechos insólitos en medio de la oscuridad, la sirena fantasmagórica símil J-Horror tomará posesión de la hija pequeña del matrimonio protagónico, Mary (Chloe Perrin), y del mismo Mike, desencadenando la esperable violencia a bordo de la embarcación. Sinceramente ni Michael Goi, un director de fotografía con una amplia experiencia televisiva reconvertido en realizador, ni Anthony Jaswinski, un guionista cuya única verdadera obra interesante sigue siendo Miedo Profundo (The Shallows, 2016) del gran Jaume Collet-Serra, consiguen rescatar a la propuesta de una medianía algo mucho deslucida a pesar del excelente elenco de turno y una premisa grata. Como decíamos antes, la película cuenta con todos aquellos rasgos de la clase B de otras épocas, a saber: latiguillos quemados del género en cuestión (curiosamente los jump scares están bastante bien ejecutados pero se ven venir a kilómetros a la distancia), una buena dosis de inoperancia en algunos apartados concretos (la fotografía marítima del propio Goi es correcta pero la edición de Jeff Betancourt rankea como flojísima), un sutil encanto trash y bien inverosímil (la misma Detective Clarkson le dice a Sarah que podrían haber bajado del barco o cambiar la dirección hacia la cual el espíritu los estaba llevando) y la presencia de grandes actores en los papeles principales (Oldman y Mortimer desde hace rato se han sumado a la lista de profesionales que trabajan en producciones de bajo presupuesto como la presente para variar un poco con respecto al gigantismo del mainstream mundial). A decir verdad La Posesión de Mary podría haber sido mucho peor de lo que es y a pesar de sus múltiples inconsistencias y un final hiper fofo que se pasa en su pretensión minimalista, el film no cae en el ridículo involuntario y a nivel del desarrollo dramático cumple con una inusitada dignidad porque consigue que simpaticemos por los personajes y su derrotero…
Es sólo plata, no amores Mientras que el grueso del cine mainstream internacional opta por un tono narrativo símil policial hardcore -o dominado por un nerviosismo de cadencia taciturna o impiadosa- cuando se trata de encarar una caper movie, léase uno de esos films de asaltos planeados al dedillo por nuestros adalides de turno, El Robo del Siglo (2020) se decide en cambio por un sustrato más light vinculado a las obras de pareja dispareja y de una comicidad que se ubica entre lo inocente y lo canchero, aunque sin descuidar los preparativos de uno de los robos más célebres de los anales criminales argentinos, el del 2006 del Banco Río. Centrándose en Luis Mario Vitette Sellanes (Guillermo Francella), el inversor y “ladrón profesional”, y Fernando Araujo (Diego Peretti), el gran ideólogo detrás del asunto, la trama del opus de Ariel Winograd homologa la jugada retórica en cuestión con el mismo trasfondo de lo más picaresco del saqueo, sin duda un exponente muy colorido y eximio de la “viveza criolla”. El mega hurto es famoso no sólo por su extraordinaria logística y por el suculento botín de millones y millones de dólares, jamás determinado del todo porque lo que se abrió fue la colección de cajas de seguridad de la sucursal de Acassuso, en San Isidro, de la entidad bancaria, sino también por cómo los señores se mofaron de -y dejaron completamente en ridículo a- los inútiles representantes de la ley vía una jugada que se sirvió de los vacíos de seguridad de los turnos diurno y nocturno, haciendo que en la sumatoria de ambos resulte posible el asalto con la bóveda abierta por la luz del día y las alarmas de noche antiboquetes desactivadas, las correspondientes al subsuelo del edificio. Como en toda heist movie que se precie de tal, el devenir retórico abarca un mínimo desarrollo de personajes previo al inicio del proyecto delictivo y un buen trecho dedicado al robo en sí, amén de un epílogo que nos aclara el destino de cada uno de los involucrados a posteriori del glorioso atraco. Como decíamos con anterioridad, los cómplices son varios pero el guión de Alex Zito y el propio Fernando Araujo concentra sus energías en Vitette Sellanes, un veterano del hampa que había caído muchas veces preso por robar montos bajos y que contaba con el dinero necesario para el equipamiento, y en Araujo, un obsesivo del “trabajito” que planificó cada detalle con vistas a dar la sensación a las autoridades de estar frente a un robo express que salió mal para distraerlos mientras vaciaban tranquilos las cajas de la bóveda, asimismo con el hilarante remate de escaparse a través de un agujero en una de las paredes del subsuelo que daba a un colosal sistema de desagüe de la zona. Winograd construye una propuesta muy disfrutable y eficaz en lo referido a mantener elevada la tensión todo el tiempo y saber combinarla con chispazos cómicos que están apuntalados en esencia en antiguos engranajes del cine de género y en elementos varios del costumbrismo argentino y su clásico grotesco. Peretti, Francella y Luis Luque como el negociador de la policía están muy bien, con el resto del elenco acompañando dentro del típico esquema general del séptimo arte vernáculo elevado por un presupuesto generoso, cortesía de varios jugadores de peso del mercado audiovisual oligopólico argentino. La película enfatiza la singular heroicidad de nuestros protagonistas vía el inefable argumento de “ladrón que roba a ladrón, cien años de perdón”, mucho más en este caso por aquella memoria emotiva del “corralito” del 2001 y la misma condición usurera extrema del sistema bancario/ financiero local, el único sector del país siempre favorecido a lo largo de la triste historia de la república desde el fin de la última dictadura genocida y el fluir de la democracia subsiguiente, en la que cada gobierno actuó como garantía de negociados, matufias e impunidad ad infinitum. El Robo del Siglo apenas si incorpora el remanido recurso del ambivalente vínculo familiar de los atracadores, aquí únicamente mediante la agitada relación de Mario con su hija, y recupera aquella genial nota que los hombres le dejaron a los uniformados, “en barrio de ricachones/ sin armas ni rencores/ es sólo plata, no amores”, poniendo de manifiesto la autoconciencia ideológica...
Destino demoníaco La industria cinematográfica contemporánea tiende a ocultar su falta de originalidad -y su pereza, a decir verdad- mediante la triste estrategia de volcarse a cierto fundamentalismo segmentado que se dedica a reproducir todos los estereotipos posibles de tal o cual género o subgénero con vistas a captar -oh, sorpresa- al espectador más perezoso, ese que no tiene mucha idea de nada y que lee a la cultura en términos utilitaristas homologados al entretenimiento más burdo. El terror sufre en especial por este estado de cosas porque todo lo anterior está asimismo relacionado con el lavaje pueril general, léase la ausencia de sexo y violencia explícita en los productos mainstream, nada menos que dos de los ejes centrales de la comarca de los sustos porque sin el erotismo y la efervescencia gore lo que queda es un suspenso que lamentablemente tampoco suele ser administrado con eficacia hoy en día. La Hora de tu Muerte (Countdown, 2019), ópera prima en el campo de los largometrajes de Justin Dec, sintetiza todo lo que está mal en el horror industrial de nuestro presente porque hablamos de un film que jamás consigue salir del déjà vu cíclico, ahora ofreciéndonos una premisa que gira alrededor de una misteriosa aplicación para celulares, la Countdown del título original en inglés, que predice con exactitud el momento de la muerte de cada persona, informando sus años restantes, días, horas, minutos y segundos. El núcleo del relato es una bella y joven enfermera, Quinn Harris (segunda incursión en la gran pantalla de Elizabeth Lail), quien se baja la app de pura curiosidad -sus compañeros de trabajo y un paciente la nombran- y así descubre que le quedan menos de tres jornadas de vida, típica excusa para jump scares cronometrados y poco imaginativos que aburren casi de inmediato. En esencia estamos frente a un esquema retórico que combina la fórmula de Destino Final (Final Destination, 2000) y aquel terror tecnológico que comenzó con El Círculo (Ringu, 1998) y su remake yanqui La Llamada (The Ring, 2002), lo que para colmo nos deja muy cerca de lo hecho por Takashi Miike en la temáticamente similar Llamada Perdida (Chakushin Ari, 2003), un opus que también tuvo su versión hollywoodense, la flojísima Una Llamada Perdida (One Missed Call, 2008), y que se sustentaba en unos protagonistas recibiendo mensajes de voz de ellos mismos en el instante de su fallecimiento, junto con la esperable info temporal del deceso a través del registro interno. Aquí no falta ningún cliché: Quinn tiene una hermana menor llamada Jordan (Talitha Eliana Bateman), comparte camino con un interés romántico que también padece la maldición, Matt Monroe (Jordan Calloway), y recurre a una figura de autoridad acerca del tópico en cuestión, el Padre John (P.J. Byrne), el cual le pasa el dato de que todo el asunto está vinculado a un demonio, Ozhin, que viene a reclamar las almas de aquellos que osan esquivar su destino de muerte. Definitivamente lo único interesante de la propuesta se reduce a la subtrama del acoso sexual que sufre la chica en su trabajo cortesía de su jefe directo, el Doctor Sullivan (Peter Facinelli), un señor bien psicópata que pasa de insistir e insistir con el “acercamiento” -a pesar de la negativa de Harris- a acusarla él de molestarlo ante las ingenuas autoridades del nosocomio de turno, provocando que la suspendan. Sin embargo todo en la película de Dec es de una pobreza rutilante debido a que al director y guionista no se le cae ni una idea novedosa en lo que respecta a las escenas de supuesta tensión, el remanido diseño de Ozhin y fundamentalmente lo que podría hacer la protagonista para contrarrestar la amenaza que se cierne primero sobre ella y Matt y a posteriori sobre Jordan (tenemos soluciones obvias y fallidas como cambiar de celular, hackear la aplicación y realizar un paradigmático rito místico/ religioso, amén de fijar en el horizonte la misión de “quebrar” la condena vía el paradójico acto de morir antes de que finalice el conteo). La Hora de tu Muerte es otro producto deficiente más de un mainstream proclive al facilismo comercial oligofrénico…
La amistad como salvoconducto Todos aquellos espectadores que aún duden sobre la capacidad del Tom Hanks veterano de interpretar roles que lo saquen del modelo reduccionista del “norteamericano promedio” a lo James Stewart o Cary Grant, terminarán descubriendo en la prodigiosa Un Buen Día en el Vecindario (A Beautiful Day in the Neighborhood, 2019) que el señor de hecho puede componer de maravillas a un freak, a una anomalía, a una figura elusiva de por sí que no se parece a nada: este diminuto film de Marielle Heller retrata nada más y nada menos que una amistad, sin duda uno de los viejos tesoros de la humanidad que casi nunca recibe en el séptimo arte un tratamiento tan profundo como el presente, en este caso volcado a describir la cercanía paulatina entre Fred Rogers (Hanks), un legendario educador y conductor de TV de un programa para niños, y Lloyd Vogel (Matthew Rhys), un periodista de la revista Esquire que pasa del cinismo a tomar conciencia de cuánto se puede hacer en el día a día para controlar -o hasta anular- el enojo o angustia que cada uno arrastra por esto o aquello. La película se basa en un artículo de Tom Junod, Can You Say… Hero?, y toma como máximo punto de referencia a la relación real entre los dos protagonistas, con Vogel/ Junod recibiendo en 1998 por parte de su editora, Ellen (Christine Lahti), el encargo de entrevistar a Rogers y escribir una nota de 400 palabras. A pesar de que el reportero tiene fama de duro al momento de crear perfiles de distintos individuos que se cruzan en su camino y por ello mismo se dispone a “desenmascarar” al entrevistado como una evidente farsa, al hombre le termina resultando muy difícil comprender al Rogers de carne y hueso porque delante y detrás de cámara es la misma persona, en esencia un “misterio con patas” que no tiene nada que ver ni con la sociedad circundante ni con la televisión de fines del Siglo XX, esa que no ha cambiado demasiado durante el transcurso del nuevo milenio (su programa más célebre y longevo, Mister Rogers’ Neighborhood, se transmitió desde 1968 hasta el 2001 en la TV pública de Pittsburgh, Pennsylvania, adquiriendo fama nacional a lo largo de las décadas). Vogel, quien viene de agarrarse a las piñas en la boda de su hermana Lorraine (Tammy Blanchard) y Todd (Noah Harpster) debido a que desprecia a su padre Jerry (Chris Cooper) por haberlos abandonado cuando su madre se enfermó y falleció, se sorprende de la actitud ante la vida de un Rogers al que nunca tomó en serio hasta ese instante, un señor flemático, paciente, reflexivo y profundamente sincero que no se regodea en la superioridad o la arrogancia, prefiriendo enarbolar postulados como el aceptarse a sí mismo, el privilegiar la paz a nivel cotidiano, el subsanar el dolor, el evitar la cultura del consumismo, el darle espacio al silencio y en especial el recordar cómo se era de niño con vistas a recuperar no sólo aquellas libertad y alegría sino también los atolladeros en torno a la adaptación social, el crecimiento y las inconsistencias del proceso en general, detalles fundamentales a la hora de la paternidad durante la adultez porque permiten calzarse los zapatos del hijo para nunca banalizarlo ni pretender acelerar un desarrollo arduo que sí o sí debe atravesar sus etapas. El guión de Noah Harpster y Micah Fitzerman-Blue trabaja muy bien el acercamiento de Lloyd y Fred ya que se mueve en el terreno de la sutileza narrativa y el respeto para con los personajes, construyendo un paralelismo entre ambos a escala de su ira solapada (el enorme odio de Vogel hacia su progenitor se complementa con unos ataques de rabia tácitos de su contraparte, signos mudos de una frustración que jamás vemos aunque se insinúa por comentarios sobre la “no perfección” de Rogers y la misma presencia de su esposa, Joanne, interpretada por Maryann Plunkett) y de su rol como padres (Lloyd está casado con Andrea -en la piel de Susan Kelechi Watson- y tiene un bebé que lo coloca en una situación de extrema inseguridad por el pobre modelo paterno que le brindó su ascendencia, a lo que se contrapone un Fred que cuenta con dos hijos mayores con los que en algún punto de su vida tuvo una relación complicada). Lo que podría haber sido un melodrama cargado de clichés muta en una pequeña epopeya honesta donde la comprensión es la única regla dominante. Las dos películas previas de Heller, The Diary of a Teenage Girl (2015) y Can You Ever Forgive Me? (2018), estaban bien pero aquí se supera por mucho a sí misma creando un film con una personalidad indie taciturna que amplifica su potencia retórica desde unos recursos formales escasos, sin jamás abusar de los diálogos y poniendo gran parte del peso en la genial interpretación de ambos actores centrales, unos Hanks y Rhys que exprimen todo lo que tienen para ofrecer los rostros, la postura corporal y las palabras y que se lucen en medio de la pedagogía de la sanación de Rogers y esta amistad entendida como un salvoconducto verdadero, no en tanto un patético latiguillo psicoanalítico o new age sino como una posibilidad abierta a enfrentarse con la furia internalizada y manejarla de una manera que no provoque daños a terceros ni a quien la padece. Muy lejos de esa basura del marketing contemporáneo que en ocasiones parece ser el único principio rector del cine mainstream actual, el opus de Heller resulta un insólito bálsamo de piedad y sabiduría…
Desastre en el callejón Cats (2019), escrita y dirigida por el inglés Tom Hooper, aquel de las atendibles El Nuevo Entrenador (The Damned United, 2009), El Discurso del Rey (The King’s Speech, 2010) y Los Miserables (Les Misérables, 2012), es una de esas películas que hay que verlas para creerlas, un despropósito de principio a fin en el que cada ingrediente está llevado al nivel del ridículo o el grotesco… y no precisamente buscados, de cadencia contracultural, sino simplemente consecuencias de una catarata de malas decisiones estéticas y demás que nos conducen a una suerte de tortura fílmica similar a la de otras supuestas “montañas rusas” del mainstream de nuestros días como los mamarrachos de superhéroes, un enclave también dominado por la dictadura del artificio digital, la falta de una mínima novedad en lo que sea y la obsesión con desplegar secuencias al azar de pretendida espectacularidad sin que medie algún dispositivo retórico unificador entre aquella nada de por allá y esta nada de por acá. La presente adaptación del tristemente célebre musical homónimo de 1981 de Andrew Lloyd Webber, catalizador del insoportable fetiche contemporáneo con los blockbusters teatrales exportables dirigidos a los turistas y al público familiero bobalicón, en vez de utilizar maquillaje para los personajes felinos apuesta a un híbrido espantoso entre CGI y actores de carne y hueso, a lo que se suma por un lado la nefasta decisión de reducir de tamaño a los protagonistas para “adaptarlos” a la escala de los gatos domésticos y por otro lado el hecho de que en lugar de crear una historia aglutinadora y coherente -al fin y al cabo estamos ante un producto hollywoodense supuestamente narrativo- se opta por mantener la “no trama” del musical original, presentándonos una colección de números/ cuadros aislados sin mayor lógica que el capricho del equipo creativo y desencadenando un hastío de lo más pronunciado por esta insensatez de fondo a nivel del diseño general y el relato. El asunto comienza cuando una gatita llamada Victoria (interpretada por la joven bailarina Francesca Hayward, con muy poca experiencia actoral a cuestas) es abandonada en Londres por su dueño y de inmediato conoce a los felinos Jélicos, una tribu de gatos callejeros que durante esa misma noche llevarán a cabo una ceremonia anual -en realidad una especie de competencia- para decidir quién de ellos disfrutará de una nueva vida vía un “ascenso celestial” de lo más difuso. En esencia lo que tenemos delante nuestro es un metraje de casi dos horas en el que se presenta a los distintos contendientes y se establece los dos extremos del esquema maniqueo de siempre, léase el malvado Macavity (Idris Elba) y el patriarca del clan, el Viejo Deuteronomio, que ahora resulta que es una hembra (Judi Dench). Hooper nos embarra en la cara sin cesar a estos maniquíes peludos con caras humanas y llena a la trama de tiempos muertos que sinceramente causan vergüenza ajena. Más allá del detalle de que el trabajo primigenio de Lloyd Webber ya era un mamarracho de por sí y lleva décadas de cansadora explotación alrededor del globo (ya lo dijo Roger Waters en It’s a Miracle del genial álbum Amused to Death de 1992, “el horrible material de Lloyd Webber dura años y años y años”), el film en particular es muy aburrido y no aprovecha el trasfondo kitsch de las mediocres canciones y puesta en escena originales, algo imperdonable tratándose de un planteo visual/ sonoro hiper pasatista como el presente en el que priman el baile y la música por sobre las inexistentes narración y dimensión conceptual. Los únicos puntos a favor están condensados en la interpretación de Memory, el hit histórico de Cats, por parte de Jennifer Hudson en el papel de Grizabella y en la mínima intervención de Taylor Swift como una Bombalurina que le canta sus loas a Macavity, sin embargo no alcanzan para salvarnos de este mega desastre en los callejones londinenses…
El problema con los oficialismos Jojo Rabbit (2019) es la nueva realización de Taika Waititi, el gran director y guionista neozelandés responsable de Eagle vs. Shark (2007), Boy (2010), Casa Vampiro (What We Do in the Shadows, 2014) y Hunt for the Wilderpeople (2016), todos trabajos muy interesantes que dejaron en claro su cariño por el humor comunal, absurdo, irónico y de evidentes inclinaciones contraculturales más o menos solapadas, un rubro polimorfo que el mainstream hollywoodense prácticamente ha abandonado en un cien por ciento desde la década del 90 del siglo pasado hasta el presente. Aquí el señor se mete de lleno en un territorio que no había explorado hasta este momento, la sátira histórica, y el resultado es una maravillosa anomalía que resulta tan encantadora como freak, algo así como una cruza entre la disposición inconformista y políticamente incorrecta de El Dictador (The Dictator, 2012) y La Muerte de Stalin (The Death of Stalin, 2017) y las parábolas sobre el “arte” de crecer en medio de la barbarie en sintonía con La Vida es Bella (La Vita è Bella, 1997) y El Niño con el Pijama de Rayas (The Boy in the Striped Pyjamas, 2008), aunque sin dejar pasar la oportunidad de incluir algunas referencias aisladas -sobre todo en la segunda mitad del metraje- que parecen acercarnos en términos conceptuales al terreno bien escabroso de clásicos polémicos como El Tambor de Hojalata (Die Blechtrommel, 1979) y Portero de Noche (Il Portiere di Notte, 1974), en especial por las situaciones narrativas planteadas. El propio Waititi firmó el exquisito guión, inspirándose en la novela Caging Skies (2008) de Christine Leunens, y así nos presenta el devenir del personaje del título, Johannes “Jojo” Betzler (Roman Griffin Davis), un muchacho de diez años que vive en la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial y decide unirse a un campo de entrenamiento de las Juventudes Hitlerianas encabezado por el Capitán Klenzendorf (Sam Rockwell), donde es ridiculizado por sus superiores al no poder matar a un pobre conejo -de allí el sobrenombre pernicioso de turno- y pronto termina con su rostro desfigurado y una cojera cuando pretende lanzar una granada para demostrar su valía, la cual le estalla a escasos centímetros de su cuerpo. Obligado a pasar más tiempo en su hogar junto a su madre, Rosie (Scarlett Johansson), quien asimismo debe lidiar con la muerte reciente de su hija mayor por gripe y las acusaciones de deserción que pesan sobre su esposo, el cual estaba combatiendo en Italia y hace dos años que no se sabe nada de él, Jojo investiga ruidos en la casa y descubre de improviso a Elsa Korr (Thomasin McKenzie), una judía y ex compañera de colegio de su hermana que está escondida detrás de los muros de una habitación, todo bajo el amparo de una Rosie que milita en los círculos antifascistas y suele dejar mensajes en la calle en pos de una Alemania libre. Por miedo a una denuncia entrecruzada a la Gestapo que los condenaría a ambos, el niño y la adolescente se consagran a convivir y a conocerse entre sí. La esquizofrénica realización comienza sin medias tintas en el campo de la comedia negra/ política y paulatinamente va acercándose hacia el drama bélico, aunque esquivando esos golpes bajos gratuitos paradigmáticos del mainstream y siempre manteniendo el tono humanista y algo demencial que caracteriza a la obra del cineasta neozelandés. Más allá del interés que despierta el esquema retórico de por sí y el excelente desempeño del debutante Roman Griffin Davis, un hallazgo inconmensurable por parte de Waititi, la película cuenta con un glorioso popurrí de secundarios que incluye a los dos subalternos principales del borrachín Klenzendorf, Fräulein Rahm (Rebel Wilson), una instructora brutal del campo de entrenamiento, y Finkel (Alfie Allen), la fiel pareja homosexual del personaje de Rockwell, y los dos amigos fundamentales del protagonista, léase Yorki (Archie Yates), un jovencito regordete que también forma parte de las Juventudes Hitlerianas y eventualmente se transforma en un soldado infantil, y el mismo Adolf Hitler (interpretado por un Waititi de ascendencia hebrea que juega con el sustrato sardónico del asunto), en esencia un amigo imaginario de Jojo que hace las veces de una figura paternal sustituta que viene a asistir al muchacho cuando éste experimenta alguna crisis o simplemente no sabe qué hacer a continuación, sin duda un bufón que se asemeja mucho a los psicópatas reales de los que está llena la execrable caterva de las huestes dirigentes, tanto las civiles como las militares. Así las cosas, el purrete divide su tiempo entre conversaciones con Yorki y el buenazo de Adolf, las diversas tareas de propaganda en vía pública que le asigna Klenzendorf y un “estudio” acerca de los judíos tomando como caso testigo a Elsa, de la que se termina enamorando a pesar de que la chica dice estar comprometida con un joven llamado Nathan y le cuenta un montón de deliciosas ridiculeces que el niño cree, como por ejemplo que los hebreos viven en cuevas, son magos, tienen comportamientos similares a los murciélagos y hasta pueden leer la mente. El gran mérito de Jojo Rabbit se condensa en el hecho de que va más allá del progresivo descubrimiento mutuo entre los dos mocosos que habitan la residencia Betzler, el varón y la fémina, algo que ya ha sido trabajado en infinidad de ocasiones por el séptimo arte que pregona el respeto para con el diferente, porque el film vuelca casi toda su atención hacia la ortodoxia chauvinista del crío, quien compensa con sus propios esfuerzos -encima “santificados” por su representación psicológica de Hitler- las sospechas de cobardía que recaen sobre su padre, ese que por cierto jamás aparece -o reaparece, según la lógica del relato- en pantalla: aquí el nacionalismo y la adopción de las doctrinas que emanan de las cúpulas están empardados a una ceguera pueril que se niega a ver los caprichos, atrocidades e injusticias que cometen en nuestro entorno vital inmediato esos mismos adalides estatales que afirman que son los otros los responsables de aquello. Elevando la sombra del peligro que se cierne sobre Rosie y Elsa, especialmente de la mano de un agente de alto rango de la Gestapo, el Capitán Deertz (Stephen Merchant), Waititi complementa de manera perfecta el eje narrativo por antonomasia, esta reconversión ideológica de Jojo desde el fanatismo a la autocrítica consciente, que a su vez sintetiza el problema ineludible con los oficialismos y con los imbéciles en general que gustan de defender lo indefendible desde la moral derechosa que celebra el discurso de las clases dominantes, ese que pondera el inmovilismo social o -incluso peor- el ardid de modificar dos o tres cosillas banales para que nunca cambie nada en serio y los mismos oligarcas retengan sus múltiples privilegios. La propuesta también se suma a muchas obras más que relativizan las payasadas del Hollywood Clásico y del cine europeo comercial en materia de retratar a todos los germanos y/ o nazis como la representación de la maldad suprema, como si no hubiesen existido esas excepciones hoy ejemplificadas no sólo en el mocoso sino también en Klenzendorf, una suerte de burócrata descreído del régimen que hasta llega a proteger el secreto de Elsa y Jojo. Waititi edifica una película sincera y muy hilarante que indaga en las contradicciones humanas sin maniqueísmos y apostando a desarmar todo fundamentalismo autoritario para que los lelos fanáticos se queden sin sus argumentos y sin sus mascaradas violentas tendientes a concentrar más y más la riqueza y el poder público…
La revancha que nadie pidió Si bien supuestamente Jumanji: En la Selva (Jumanji: Welcome to the Jungle, 2017) era una secuela de Jumanji (1995) y aquella especie de “continuación conceptual” que fue Zathura: Una Aventura Fuera de este Mundo (Zathura: A Space Adventure, 2005), en realidad tenía mucho de remake no oficial y para colmo -como suele ocurrir en lo que atañe al 99% de los casos semejantes del Hollywood contemporáneo- caía por debajo de lo que tenía para ofrecer el opus original, ese que por cierto tampoco era una gran cosa ni mucho menos. El planteo metamorfoseaba el juego de mesa del título, correspondiente al libro ilustrado homónimo de 1981 del norteamericano Chris Van Allsburg, en un videojuego en el que los participantes accedían a una realidad paralela inflada marcada por alguna misión caprichosa en comarcas silvestres y la necesidad de elegir a un avatar que los represente. Así las cosas, ahora nos topamos con Jumanji: El Siguiente Nivel (Jumanji: The Next Level, 2019), una “revancha” que nadie pidió y que respeta al pie de la letra la fórmula hasta derivar en el mismo resultado, léase un producto que no llega a ser malo pero tampoco bueno, una vez más empantanado en una medianía sostenida en un equilibrio bien anodino de ingredientes positivos y negativos igualmente capaces de sacarnos del atolladero promedio del mainstream y de enclaustrarnos en la repetición ad infinitum de un esquema construido alrededor de las figuras protagónicas, cierta amplitud lúdica imaginativa y algo de comicidad típicamente autorreflexiva y de cadencia posmoderna/ algo cínica, donde los chispazos de simpatía que suele generar la trama -vía chistes, muecas o alguna reacción contradictoriamente humana- se diluyen con premura por la ausencia de sinceridad general. Como en Jumanji: En la Selva, todo se reduce a la química en pantalla entre Dwayne Johnson, Jack Black, Karen Gillan y Kevin Hart, los avatares principales de turno, en esta ocasión dentro de una historia más convulsionada en la que The Rock primero funciona como un envase vacío para Eddie Gilpin (Danny DeVito), el abuelo del protagonista de la primera aventura, Spencer (Alex Wolff), y luego para el mismo muchacho, Black hace lo propio primero para Fridge (Ser'Darius Blain) y después para Bethany (Madison Iseman), ambos amigos de Spencer, Gillan compone únicamente a Martha (Morgan Turner), la novia del protagonista, y Hart personifica primero a Milo Walker (Danny Glover), el amigo y ex socio de Eddie, y a posteriori a Fridge. La excusa narrativa pasa por las amistades de Spencer teniendo que ir a rescatarlo a Jumanji cuando el joven reconstruye el videojuego destruido en el final del capítulo anterior para regresar al ensueño y sentirse seguro de sí mismo en el cuerpo de Johnson, aunque el asunto termina en desastre porque no puede elegir su avatar -como ninguno de los otros personajes- y así va a parar a Ming Fleetfoot (Nora Lum alias Awkwafina), en esencia una mujer asiática que se especializa en pillaje. El nuevo villano, Jurgen, el Brutal (Rory McCann), está tan desdibujado como la “Joya Halcón”, el talismán de la fertilidad de Jumanji y el objeto místico que el susodicho le robó a los indígenas vernáculos y que nuestros héroes deben recuperar, algo que la película compensa en parte mediante los graciosos cambios de mando de los avatares y la misma obligación de The Rock y Hart de componer durante más de la mitad del metraje a dos ancianos con temperamentos opuestos, el gruñón Gilpin de DeVito y el apacible Walker de Glover, entre los que existe una disputa por un restaurant de antaño. Lamentablemente las escenas de acción dejan bastante que desear -en especial la de los avestruces y la de los monos- ya que están saturadas de CGI, son redundantes y el diseño de los animales se condice con la pobreza de todos los pretendidos “monstruos” del enclave hollywoodense de las últimas tres décadas, apenas una serie de estereotipos. Considerando que la propuesta está orientada a niños y adolescentes, hay que reconocer que Jumanji: El Siguiente Nivel podría haber sido mucho peor, por lo que se agradece el interesante desenlace y la insólita presencia de los dos Danny, hoy por hoy sin duda figuras legendarias del séptimo arte…