Otra tumba subacuática Los submarinos, en términos cinematográficos y en lo que respecta al canon narrativo más simple, suelen ser sinónimo de suspenso claustrofóbico ya sea por el constante peligro de hundimiento, por el fantasma de morir aplastados debido a la presión y/ o por la posibilidad de que los tripulantes enloquezcan y comiencen a reventarse entre ellos, más allá de lo que ocurra en el exterior y las inclemencias marítimas de turno. Ahora bien, otra dimensión desde la cual suele ser encarado este “medio de transporte”, uno por cierto homologado a un arma enorme/ dispositivo de espionaje, es la de la tragedia lisa y llana porque es uno de los pocos vehículos -junto a las aeronaves, por ejemplo- en los que no existe margen para las fallas porque al menor problemilla en diseño, construcción, puesta a punto o manejo todo se irá al demonio con una rapidez inconmensurable y de seguro nadie saldrá con vida. No muy lejos a nivel conceptual de la explosión y el hundimiento del ARA San Juan del 15 de noviembre de 2017, hoy tenemos un retrato de la catástrofe del K-141 Kursk del 12 de agosto de 2000 en medio de una mega misión de entrenamiento, la más grande movilización a la fecha de la Armada Rusa desde la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en 1991, un claro ejemplo de abandono, incompetencia, estupidez y negligencia similares a las del submarino argentino y la lacra macrista que lo puso en el agua: Kursk (2018) es un trabajo correcto y no mucho más escrito por Robert Rodat, a partir de un libro de Robert Moore, y dirigido por Thomas Vinterberg, el gran realizador danés de La Celebración (Festen, 1998), Dear Wendy (2005), Submarino (2010), La Cacería (Jagten, 2012) y Lejos del Mundanal Ruido (Far from the Madding Crowd, 2015). El film entrega un pantallazo sencillo -y quizás un poco mucho sentimentaloide- del desastre militar, causado por controles defectuosos sobre un torpedo obsoleto y en mal estado que estaba perdiendo peróxido de hidrógeno, su combustible, el cual al entrar en contacto con el cobre de los tubos de lanzamiento terminó provocando una primera explosión y dos minutos después una secuela cuando comenzaron a estallar las cabezas de los otros torpedos, un panorama apocalíptico que mandó al Kursk al fondo marino destruyendo gran parte de los compartimentos aledaños a la sala de torpedos y obligando a una veintena de los 118 hombres a bordo a encerrarse esperando un hipotético rescate. La trama explora la dignidad e inventiva de los tripulantes encabezados por Mikhail Averin (Matthias Schoenaerts), una figura de autoridad de nivel medio, la patética soberbia de un gobierno ruso lerdo e hiper inepto a cargo de Vladimir Putin, la frialdad paranoica del mando militar de Vladimir Petrenko (Max von Sydow), y la angustia/ desesperación de los familiares de las pobres almas atrapadas, representados sobre todo por Tanya Averina (Léa Seydoux), esposa de Averin y típico personaje femenino de relleno que no aporta casi nada. Si bien el desempeño de Vinterberg resulta impecable y consigue imágenes poderosas en cuanto a esa tragedia a la que nos referíamos al inicio, lo cierto es que el esquema retórico es excesivamente hollywoodense ya que pretende abarcar más de lo necesario con un montón de escenas de ese afuera que hasta incluye un trasfondo etnocentrista anglosajón poco disimulado -la película está hablada en inglés, además- a través de la intervención en el rescate de las tropas británicas del Comodoro David Russell (Colin Firth). Si se hubiese dejado de lado el melodrama familiar y los “no salvadores” extranjeros, optando por una perspectiva 100% rusa y militar, la obra podría haber trepado por sobre tantas propuestas parecidas gracias a la obtusa negativa de la administración a la asistencia foránea, los problemas que atravesaron los tripulantes y la situación pesadillesca en general de esta tumba subacuática, triste parábola tanto de los gastos exorbitantes en defensa por parte de los países centrales como de la indolencia de los estados modernos para con estas torres maquiavélicas de naipes que pretenden esgrimir cuando les conviene o cuando su egoísmo considera que hay que sacar a pasear las “joyas” acumuladas del patrimonio nacional…
En la oscuridad En lo que atañe al entramado hollywoodense los thrillers policiales se suelen diferenciar mucho de sus homólogos jurídicos porque mientras que los primeros gustan de centrarse en la investigación del delito y la búsqueda a veces pírrica del responsable principal, los segundos en cambio están consagrados a una lucha dialéctica que en términos prácticos viene a reemplazar el “juego” previo del gato y el ratón, ahora enfrentando a las huestes del Estado (la fiscalía) contra el sospechoso y su abogado defensor (el sector privado) dentro de una locura altisonante de carácter kafkiano que se condice con las payasadas legales -y sus mil vueltas de tuerca- de las sociedades modernas, siempre prestas a volcar la balanza de la justicia hacia el bando más rico/ poderoso/ influyente en el imaginario público en pos de impunidad o conveniencia, amén de una desidia que siempre aparece en el horizonte social. Asimismo el campo del suspenso judicial o courtroom dramas apuesta intermitentemente a la defensa del inocente, al batallar por la condena del culpable y/ o hasta en ocasiones a jugar con las expectativas casi siempre bien literales y torpes de los espectadores, como en el caso de las maravillosas anomalías Anatomía de un Asesinato (Anatomy of a Murder, 1959), de Otto Preminger, y La Verdad Desnuda (Primal Fear, 1996), de Gregory Hoblit. Lamentablemente Buscando Justicia (Just Mercy, 2019) se ubica muy lejos de aquellas debido a que nos ofrece una versión bastante pobre de la rama militante antiracista en particular, trabajando sobre terreno político ya ganado por la comunidad afroamericana dentro de Estados Unidos en otra de esas jugadas sobre seguro que tanto adora el aparato cultural mainstream de nuestros días, adepto a subrayar una igualdad que nadie cuestiona. Más allá del detalle contextual oportunista, esta película escrita y dirigida por Destin Daniel Cretton cuenta con un desarrollo de lo más lerdo y un metraje excesivo de 136 minutos que giran alrededor del comienzo de la práctica profesional de Bryan Stevenson (Michael B. Jordan), un joven abogado graduado de la Universidad de Harvard que se dedica a darle representación legal a reos que pueden haber sido falsamente acusados o condenados, a presidiarios pobres que no tuvieron una defensa digna, a cualquiera que se le haya negado un juicio justo y en especial a los condenados a muerte en el Estado de Alabama, todo mediante una organización sin fines de lucro llamada Iniciativa para la Justicia Equitativa (Equal Justice Initiative). Inspirado en las memorias de Stevenson, el film toma como caso testigo al de Walter McMillian (Jamie Foxx), un negro que a fines de la década del 80 del siglo pasado espera ser ejecutado por el homicidio de una mujer blanca a pesar del enorme volumen de evidencia que lo exonera y que el único testimonio que fue utilizado para la condena vino de parte de un prisionero para nada fiable, Ralph Myers (Tim Blake Nelson). Se podría decir que no sólo Cretton y su coguionista Andrew Lanham se toman demasiado tiempo para presentar el caso sino que lo hacen desde un tono gris monótono que confunde seriedad con chatura dramática y carencia de verdaderos giros o sorpresas en el devenir retórico. Por otro lado, el desempeño de Jordan, Foxx, Nelson y Brie Larson como Eva Ansley, la socia de Stevenson en tamaña faena, es correcto y en general se agradecen las buenas intenciones de fondo vinculadas a denunciar las múltiples humillaciones de turno y a echar luz sobre los rincones más oscuros del sistema judicial estadounidense y todas las personas olvidadas que estos esconden, dentro del marco de una clara militancia en contra de la pena capital en el país del norte. El director redondea alguna que otra escena lograda como por ejemplo la de la sumaria electrocución de Herbert Richardson (Rob Morgan), otro morador del pabellón de la muerte como McMillian, no obstante el mejor trabajo de Cretton continúa siendo Short Term 12 (2013) porque Buscando Justicia cae en la misma medianía de I Am Not a Hipster (2012) y El Castillo de Cristal (The Glass Castle, 2017).
Acción en la mediana edad Bad Boys para Siempre (Bad Boys for Life, 2020), el último y lamentable producto de la franquicia iniciada con aquella ópera prima bobalicona de Michael Bay de 1995, nos retrotrae a la época en la que el susodicho recién salía de las comarcas de la publicidad y los videoclips y todavía era una incógnita -para algunos ingenuos incluso una promesa- dentro del cine de acción más pomposo, esos años que abarcaron tanto su mejor película en términos concretos, La Roca (The Rock, 1996), con Sean Connery, Nicolas Cage y Ed Harris, como esta mixtura de segunda mano entre dos de las realizaciones decisivas del campo de las buddy movies de las décadas del 80 y 90, Un Detective Suelto en Hollywood (Beverly Hills Cop, 1984) y Arma Mortal (Lethal Weapon, 1987), por supuesto sin que Will Smith y Martin Lawrence logren alcanzar la química en pantalla de Mel Gibson y Danny Glover ni mucho menos la sagacidad todo terreno del joven e incendiario Eddie Murphy. Así como Bay pronto tiraría a la basura toda esperanza que se podría haber depositado en él con la espantosa trilogía de films que vino luego de La Roca, aquella compuesta por Armageddon (1998), Pearl Harbor (2001) y Dos Policías Rebeldes 2 (Bad Boys II, 2003), los ahora directores por encargo Adil El Arbi y Bilall Fallah, un dúo de cineastas belgas, venden su alma a Hollywood y entregan un producto un poco mejor -aunque no mucho- que los dos primeros eslabones de la saga, fundamentalmente reemplazando las caóticas fotografía, edición y mezcla de sonido del acervo estándar de Bay con un enfoque bastante más tradicional y reposado, pero desde ya manteniendo todos los clichés de las comedias de acción y un metraje extenso hiper innecesario y redundante, como si cada “giro” del relato o el patético desarrollo de personajes no pudieran verse a kilómetros a la distancia bajo la estructura de siempre de las parejas disparejas y los malos más malos bajo el sol de Miami. A simple vista pareciera que Smith todavía no superó el halo narrativo de la deficitaria Proyecto Géminis (Gemini Man, 2019), sin duda la peor película de Ang Lee, porque en Bad Boys para Siempre continúa esquivando las balas de una versión más joven y veloz de él mismo aunque en esta oportunidad latina, hablamos del villano mexicano Armando Armas (Jacob Scipio): el guión de Chris Bremner, Peter Craig y Joe Carnahan divaga alrededor de lo que el mainstream entiende como la crisis de la mediana edad de los señores, con el Detective Marcus Burnett (Lawrence) convirtiéndose en abuelo y optando por el retiro cuando ve cómo acribillan en la calle a su compañero Mike Lowrey (Smith), de lo que éste eventualmente se recupera al punto de comenzar a investigar quién es el que osa atentar contra la vida del “policía estrella” de narcóticos de la Florida, precisamente ese Armas que viene de liberar a su madre de prisión, Isabel Aretas (Kate del Castillo), una mujer que supo encabezar un cartel junto a su hoy fallecido marido. Así las cosas, resulta evidente que Aretas guarda un encono especial contra Lowrey y por ello, además de utilizar a Armando como un sicario que se carga a los uniformados responsables de su encierro, pretende que su ex amante sufra largo y tendido, circunstancia que a su vez provoca que ambos protagonistas unan fuerzas para detener a la dupla de malvados de la nación vecina. La película es todo lo elemental y poco imaginativa que se puede esperar y lo mejor que puede decirse de ella es que ni Lawrence ni Smith pasan vergüenza con sus cincuenta y tantos años y que las escenas de acción son menos confusas, estúpidas y descabelladas que sus homólogas de antaño, aquellas que tenían estampado el “sello Bay” de la mediocridad fanática del gigantismo para lelos. Bad Boys para Siempre vuelve a confirmar que la fórmula basada en la premisa “personaje bufonesco/ familiero/ sensible” (Lawrence) y “personaje canchero/ mujeriego/ adusto” (Smith) está en crisis en el cine hollywoodense desde hace mucho tiempo, a lo que se suma el doble hecho de que aquí está desperdiciado el interés romántico de turno de Lowrey, Rita (Paola Núñez), y que la muerte del Capitán Howard (Joe Pantoliano), asesinado por Armando en plan francotirador a la mitad del film, nos deja sin una verdadera tercera pata de peso sobre la cual sostener los estereotipos. Los realizadores ya habían demostrado en Image (2014), Black (2015) y Patser (2018) que saben encarar thrillers remanidos aunque más o menos eficaces y una vez más vuelven a hacer lo mismo sin mayor horizonte que el abultado cheque hollywoodense, por lo menos explicitando que es mucho mejor un vehículo tonto para estrellas old school como el presente que la catarata impersonal de CGI de tantos productos masivos de hoy en día…
Caminando el suelo oceánico A pesar de que evidentemente Amenaza en lo Profundo (Underwater, 2020) se parece a mil películas previas, lo cierto es que hoy en día casi no existen productos potables de terror y ciencia ficción orientados a entretener y punto, algo que se traduce en una eterna crisis creativa que ni siquiera sabe ofrecer aquella clase B amena de antaño para pasar el rato. Este film de William Eubank combina por un lado la estructura narrativa de Alien (1979), la cual inspiró diversas facetas de muchísimas obras posteriores -claustrofobia, inteligencia artificial, especies carnívoras por descubrir, etc.- en un espectro que va desde Galaxy of Terror (1981) y Forbidden World (1982) hasta las recientes Pasajeros (Passengers, 2016) y Life (2017), y por otro lado la coyuntura retórica marítima/ submarina cercana a El Abismo (The Abyss, 1989), otra comarca que abarca opus varios que van desde Leviathan (1989) y DeepStar Six (1989) hasta aquellas Agua Viva (Deep Rising, 1998) y Virus (1999). El guión de Brian Duffield y Adam Cozad no anda con rodeos en la sencillez de su planteo y nos sitúa en la Fosa de las Marianas, donde el engendro capitalista de turno -una empresa llamada Industrias Tian- montó una serie de bases submarinas para encarar una perforación de siete millas de profundidad en pos de rapiñar recursos naturales. Apenas comienza el metraje se produce un terremoto que destruye parte de la Estación Kepler, provocando una brecha de presión muy peligrosa que obliga a los pocos sobrevivientes a abandonar el lugar y tratar de llegar -vía una parada intermedia- a otra edificación subacuática más o menos lejana, la Estación Roebuck, con vistas a encontrar cápsulas de escape en funcionamiento o por lo menos pedir ayuda a la superficie. Desde ya que en el trajín los futuros cadáveres recibirán una misteriosa señal de auxilio y pronto descubrirán que no están solos allí abajo, todo cortesía de unas criaturas lovecraftianas que parecen proliferar con la venia de Tian. Eubank, hasta ahora un director indie que había dirigido las mediocres Love (2011) y The Signal (2014), entiende rápido que aquí no hacen falta introducciones larguísimas y que la experiencia se sustenta en el aislamiento, la desesperación, el suspenso y todos esos detalles que pueden salir mal y de seguro saldrán mal, incluso ahorrándonos la jerga redundante científica y hasta el típico adalid militar y/ o personaje fascistoide canchero que en tantas propuestas semejantes resulta ser el insoportable protagonista. En la tradición de aquellos exploitation del pasado -aunque en esta ocasión con un presupuesto digno- que exprimían al máximo a su estrella, hoy el film aprovecha a la Norah de Kristen Stewart, una ingeniera mecánica, con vistas a colocarla en el corazón mismo del relato sin forzar las cosas y gracias a una naturalidad que esquiva el feminismo hollywoodense de cotillón y pone el acento en los monstruos y la amenaza permanente de la presión de la Fosa de las Marianas. Amenaza en lo Profundo cuenta con un atractivo diseño de producción y una maravillosa fotografía submarina a cargo de Bojan Bazelli, dispara algunas simpáticas cámaras lentas ochentosas, no nos bombardea con chistecitos idiotas cada cinco segundos e incorpora al genial Vincent Cassel como el Capitán Lucien, la máxima autoridad en lo que atañe al grupito de -no por mucho tiempo- sobrevivientes. La película se beneficia mucho de la idea bien mundana -léase sin esa aburrida basura tecnológica que resuelve todos los problemas- de caminar el suelo oceánico hasta la Estación Roebuck, logrando una progresión dramática veloz y sin baches que nos regala un desenlace muy sólido y a toda pompa que denuncia la codicia capitalista de siempre a la vez que construye una gesta de supervivencia tan simple y previsible como elocuente y eficaz en su atmósfera asfixiante. Por una vez los CGIs no se comen a la realización sino que están al servicio de una trama estereotipada aunque afable.
Trapitos sucios de la derecha El Escándalo (Bombshell, 2019) es una de esas películas capaces de generar reacciones un tanto extremas que dependerán de la inclinación política de cada espectador: hablamos de un retrato de la expulsión de 2016 de Roger Ailes de la cúpula de Fox News, o mejor dicho de cómo un conjunto de hombres repugnantes acosaron sexualmente a un conjunto de mujeres repugnantes dentro del contexto de la cadena televisiva de noticias más repugnante de los Estados Unidos, en esencia un bastión de la derecha republicana más conservadora, racista, beata, probélica, capitalista salvaje e hipócrita del país. Así las cosas, todo se reduce en el visionado a espantarse por lo sucedido en tono neutro, tomar partido por alguno de los bandos representados de la industria de la desinformación -esa que funciona como un arma de destrucción masiva a escala planetaria- o simplemente alegrarse por la tendencia de esta fauna masculina y femenina -todos millonarios y farsantes cíclicos- a canibalizarse entre sí. La película resulta correcta y no mucho más porque arrastra diversos problemas narrativos, no redondea un desarrollo de personajes coherente y cae por debajo de The Loudest Voice (2019), una excelente miniserie de siete capítulos de Showtime que fue protagonizada por Russell Crowe como Ailes y que supo cubrir el mismo tópico (y hasta lo expandió mucho, yendo más atrás en el tiempo). Si bien todos sabían de la cultura corporativa sexista de Fox News y que el asunto abarca a todos los hombres con poder trabajando en la cadena, el que terminó siendo el “chivo expiatorio” fue nada menos que el CEO, el execrable Ailes, aquí representado por un genial e irreconocible John Lithgow, frente al cual tenemos los casos de tres mujeres que sufrieron en algún punto malos tratos o la clásica cosificación bajo la excusa de tener que plantarse delante de cámaras, las reales Megyn Kelly (Charlize Theron) y Gretchen Carlson (Nicole Kidman) y la joven ficcional Kayla Pospisil (Margot Robbie). El guión de Charles Randolph, aquel de La Gran Apuesta (The Big Short, 2015) y La Vida de David Gale (The Life of David Gale, 2003), deja claro que los empleados de Fox News conocen perfectamente la mala fama de la empresa -sensacionalismo, tendencias fascistas y órgano de prensa del Partido Republicano de por medio- y que las mujeres acusadoras son odiadas por buena parte de las propias mujeres de Estados Unidos, en especial porque Kelly y Carlson fueron presentadoras/ conductoras muy reconocidas a nivel popular de distintos segmentos y programas del canal (Pospisil ocupa el lugar de la señorita nueva que trabaja en producción, posee un background fanático religioso y arrastra un lesbianismo reprimido, algo así como una neoconservadora ingenua y un poco caricaturesca que se “sorprende” cuando Ailes le pide en su despacho que se levante la pollera más y más). En otro de esos casos de un cómplice con delirios de grandeza que fue decisivo a la hora de verduguear en pantalla a latinos, negros, asiáticos, musulmanes, pobres, embarazadas y homosexuales, entre muchos otros grupos vulnerables, estas victimarias descubren su rol de víctimas a medida que pierden el favor de los ejecutivos hombres por el detalle de estar envejeciendo o directamente ser mujer, considerándolas irrelevantes, decorativas o inútiles frente a los poderosos intereses que se juegan a diario en el macro entramado político norteamericano. A caballo del ascenso de Donald Trump y la consolidación de la misoginia yanqui, el film examina la paradoja de tener por otro lado este feminismo de mujeres poderosas que resulta tan estéril, reduccionista y ortodoxo como el mismo sexismo que lo inspiró, haciendo que caigan figuras horrendas como Ailes pero en simultáneo fortaleciendo a payasos como Trump y dejando en su lugar al resto de la basura capitalista ultra manipuladora comandada por Rupert Murdoch (el gran Malcolm McDowell) y similares. Los 109 minutos son excesivos debido a que el opus de Jay Roach, célebre por las sagas que comenzaron con Austin Powers (1997) y La Familia de mi Novia (Meet the Parents, 2000), da demasiadas vueltas para construir a los personajes y le cuesta interrelacionarlos, sin embargo el análisis del panorama político y mediático estadounidense ofrecido es muy interesante, en especial considerando la pobreza del Hollywood actual en materia de películas para adultos en serio. Sin llegar al nivel de la extraordinaria Regreso con Gloria (Trumbo, 2015), su obra previa, aquí Roach ventila los trapitos sucios de la derecha descerebrada y marketinera de nuestros días y hasta consigue de manera casi involuntaria denunciar la estupidez de esa izquierda oportunista y descafeinada que pretende centrarse en placebos como el género sexual para obviar las injusticas a nivel económico, social y cultural que genera el sistema capitalista…
Muros derribados Nicolas Pesce es la más reciente víctima de la tradición hollywoodense de incorporar a directores del circuito independiente de su país o importarlos desde geografías lejanas, no como una estrategia para oxigenar el sistema de estudios sino más bien como un “recurso” destinado a tratar con realizadores maleables dando sus primeros pasos en el mainstream, cobrando suculentos cheques y sobre todo aún no asqueados por cómo funciona el esquema marketinero y bobalicón de la industria cultural desde la década del 80 del siglo pasado hasta nuestros días. El neoyorquino había dirigido con anterioridad la maravillosa The Eyes of My Mother (2016) y la fallida aunque bastante interesante Piercing (2018), sin embargo para su tercer proyecto decidió apartarse de sus orígenes y sucumbir en una entrega de una franquicia que pasó a mejor vida desde hace muchísimo tiempo, la de The Grudge/ Ju-On. La Maldición Renace (The Grudge, 2020) es el producto deficitario de turno y -como tantos otros del Hollywood contemporáneo- nunca se decide del todo entre ser una continuación o un reboot de la saga que creó Takashi Shimizu con aquella andanada de películas que todos conocemos, hablamos de los dos directos a video del 2000, la dupla japonesa orientada a las salas de cine de 2002 y 2003 y la correspondiente remake norteamericana y su secuela, El Grito (The Grudge, 2004) y El Grito 2 (The Grudge 2, 2006). Pasando por alto a El Grito 3 (The Grudge 3, 2009) y adoptando lo que se dio en llamar el formato de “sidequel” con vistas a cubrir una historia paralela a la del film del 2004, ahora la trama nos vuelve a presentar una narración en mosaico con distintos grupos de personajes que se mueven entre ese año y el 2006 y quedan atrapados por una retahíla de circunstancias de lo más azarosas. El guión de Pesce se sostiene en jump scares poco inspirados, un tono taciturno y una estructura repleta de saltos innecesarios en el tiempo como si a esta altura del partido todavía se pudiese generar suspenso en torno a qué está sucediendo luego de nueve films nipones y cuatro estadounidenses: en esencia todo sigue igual en esta combinación entre los latiguillos de la casa embrujada, los fantasmas vengadores y esas posesiones que tienen mucho de ilusiones inducidas por los espíritus psicóticos en cuestión, no obstante Kayako Saeki -la señorita tenebrosa que acecha a quienes visitan determinada casa de Tokio- aquí es reemplazada casi por completo por los espectros de los que padecen esta maldición en cadena que se traslada a Estados Unidos y cobra víctimas entre la fauna de incautos que desconocen que los muros entre las tierras de los vivos y los muertos han sido derribados. Sin duda lo mejor de La Maldición Renace es su extraordinario elenco, con luminarias de la talla de Andrea Riseborough, Demián Bichir, Lin Shaye, John Cho, William Sadler y hasta Jacki Weaver, pero ni siquiera semejante seleccionado nos salva de una previsibilidad irreparable que llena a la propuesta de momentos soporíferos y/ o redundantes al extremo. Las evidentes buenas intenciones de fondo de Pesce y su cruzada bien ingenua en pos de construir algo valioso o profundo no derivan en una nueva pátina de vitalidad para la franquicia y -aún peor- caen por debajo de exploitations más autoconscientes y eficaces como Sadako vs. Kayako (2016), la mixtura deliciosamente ridícula entre los universos de The Grudge y The Ring/ Ringu. Hoy por hoy el cansancio claramente terminal de los sustos cronometrados se hace muy patente, las poses dramáticas no convencen a nadie y la falta de verdaderas sorpresas señala un estancamiento mortuorio porque las dos obras originales, Ju-On (2000) y Ju-On (2002), jamás pudieron ser superadas en términos artísticos por ninguna de las remakes o continuaciones dentro de un lote destinado al olvido inmediato…
Feminismo modelo Hollywood Aves de Presa (Birds of Prey, 2020), algo así como un rip-off de la lamentable Escuadrón Suicida (Suicide Squad, 2016), es uno de esos productos del mainstream contemporáneo que consiguen la cada día más frecuente “proeza” de hacer agua por todos lados ya que literalmente resultan ultra deficitarios: el film pareciera querer ser una comedia de acción de aire ochentoso/ noventoso y enmarcada en un feminismo cool, sin embargo de cómico no tiene nada, las coreografías de las peleas son rutinarias y todo el mejunje posmo vetusto símil publicidad y videoclips empantana el relato y banaliza a las mujeres masculinizadas que le dan vida (hablamos de la edición hiperquinética, las sobreimpresiones, la música popera boba, las one-liners demacradas, los saltos temporales y una sobredosis de voz en off explicativa, tendiente al facilismo retórico de no narrar y sólo remarcar lo evidente). Precisamente, el feminismo modelo Hollywood de nuestros días -en términos concretos el proveniente de la redituable pata del cine de superhéroes, la acción y aledaños- se asemeja a lo que ya pudimos ver en Terminator: Destino Oculto (Terminator: Dark Fate, 2019), léase una multitud innecesaria de autorreferencias, unas señoritas homologadas a machos con vagina como si eso fuese una superación ideológica de algo y finalmente un elenco repleto de actores y actrices de los más variados orígenes étnicos con el objetivo de satisfacer los diferentes nichos del mercado global en una ecuación en la que no pueden faltar el latino, el negro, el asiático, la adalid blanca flaquita y este empoderamiento femenino de cotillón que reconfirma los clichés al trasladarlos de la figura masculina a su equivalente del otro sexo, sin que medie adaptación alguna o se cuestione cualquier faceta de lo establecido a priori. La historia es el único gran “chiste” de la película y pasa por recuperar un diamante que le fue robado a Roman Sionis alias Black Mask (Ewan McGregor), el capomafia de turno de Ciudad Gótica, por una ladronzuela de guante blanco llamada Cassandra Cain (Ella Jay Basco), lo que motiva que el hombre le encargue a Harley Quinn (Margot Robbie) la misión de dar con la joya y traérsela a cambio de no matarla por una infinidad de faltas de respeto -o algo así- del pasado. Como la chica se acaba de separar del Guasón, ya no cuenta con la protección tácita del susodicho y se convierte en blanco de maleantes que atacó, golpeó u ofendió a lo largo de su relación con un supuesto “príncipe del hampa” que aquí no hace acto de presencia y parece languidecer en favor de ese Sionis todopoderoso que tiene de ayudante a Victor Zsasz (Chris Messina), su sicario estrella adepto a despellejar. Quizás los dos mayores pecados de Aves de Presa sean el dar por sentado el hipotético carisma de la protagonista y su séquito y la omnipresencia de ese tono caricaturesco, baladí y redundante que recorre todo el metraje, como si la fascinación escénica se generase automáticamente y los remates de las situaciones y diálogos escapasen del terreno de lo intrascendente y superficial con el sólo hecho de desearlo o meter un poco más de sonrisas y/ o cámara lenta en las secuencias de acción. A decir verdad da vergüenza ajena ver a dos intérpretes muy talentosos como Robbie y McGregor tratando de sacar adelante personajes que nacieron muertos en el patético guión de Christina Hodson, ese que la directora Cathy Yan para colmo entierra con los latiguillos visuales y sonoros mencionados: como sucede con gran parte del cine industrial actual, la oquedad de la obra y su pose canchera forzada se estrellan con los magros resultados artísticos, la pobreza del armado retórico general y en especial un discurso que se maquilla de ambicioso pero cae en infantilismos permanentes…
Triste llamada a escena Se podría caer en la tentación de afirmar que hoy por hoy sólo Hollywood está obsesionado con proyectos biográficos de las más variadas figuras del mundo del espectáculo, casi siempre pertenecientes a la música, la televisión y/ o el séptimo arte, sin embargo semejante aseveración ya no es del todo exacta porque las diferentes industrias culturales del enclave audiovisual de cada país del globo también han echado mano de una fórmula que a priori parece ganadora: nos referimos a la estratagema de simplemente tomar a una estrella más o menos reconocida por el público masivo de antaño -el cual, por cierto, es el mismo de la actualidad aunque menos segmentado por el marketing idiota- y construirle una narración alrededor que funcione como un retrato de su carrera a nivel macro, de su devenir personal o de una conjunción de ambos rubros pero haciendo hincapié en un período etario concreto. A veces el asunto deriva en éxito y en otras oportunidades cae en uno de esos atolladeros de nuestro tiempo vía la incapacidad de resumir y las pocas verdaderas ideas novedosas de fondo de obras como la que nos ocupa, Judy (2019), una biopic sobre Judy Garland que comienza prometiendo un desarrollo más o menos tradicional y preciso acerca de sus últimos meses de vida, no obstante el planteo pronto termina licuándose debido a que el film a posteriori abraza una dinámica teatral algo mucho estereotipada, redundante y plagada de secuencias descriptivas en las que no pasa prácticamente nada ni tampoco nos encontramos con diálogos interesantes que sustenten el hecho de enroscarse en cada uno de los lugares comunes de la existencia de una artista por demás célebre, de esas que reclaman mucho más que sólo basarse en una puesta de Peter Quilter del 2005, End of the Rainbow. La etapa aquí trabajada se reduce a los momentos previos a su fallecimiento el 22 de junio de 1969 a la temprana edad de 47 años, cuando la norteamericana partió hacia Londres para presentarse en el club nocturno Talk of the Town durante una seguidilla de cinco semanas, derivando en un óbito accidental a raíz de una sobredosis de su amplio surtido de pastillas. Ni el director Rupert Goold ni el guionista Tom Edge logran escapar del cliché del círculo vicioso en lo que atañe a esa triste espiral que todos conocemos de narcisismo, paranoia, alcoholismo, fracasos matrimoniales, problemas económicos varios, sobremedicación, inseguridad en cuanto a su look y abusos laborales adolescentes, en especial cortesía de la Metro Goldwyn Mayer, como si la mujer real -de hecho- hubiese sido en un 100% esta caricatura melancólica y muy decadente que vemos en pantalla, sin un instante de felicidad. La constante “llamada a escena” que padeció a lo largo de su trayectoria, cuando la fémina anhelaba la paz y un fluir familiar más reposado, está canalizada a través del rostro semi deshecho -y hoy reconstruido con prótesis y maquillaje- de Renée Zellweger, ella misma una intérprete torturada por los caprichos plutocráticos y algo mucho ridículos de la fama al punto de someterse a una andanada de cirugías que representan lo peor del sueño estético bobo del mainstream, léase la “obligación” autoimpuesta de negar la naturalidad y retrasar el envejecimiento cueste lo que cueste, una idea que provoca semblantes destrozados por superposición de intervenciones quirúrgicas: se nota a leguas que la actriz se identifica con el calvario de Garland y su estigmatización como la eterna protagonista de El Mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939), por ello su desempeño es muy bueno y honesto y su entrega vocal a nivel de las canciones consigue evitar el hundimiento definitivo del barco. Desde una abstracción -símil obra de teatro de medio pelo- que se siente pesada y sobrecargada de escenas que alargan el metraje sin mayor justificación, Judy intenta homenajear a la enorme fuerza de voluntad de la figura de turno aunque no puede maquillar sus múltiples baches dramáticos y la incesante repetición de las mismas situaciones paradigmáticas de siempre…
La paloma y el nerd A diferencia de lo que ocurría en décadas como los 70, 80 y 90, la animación mainstream del nuevo milenio prácticamente ha renunciado en un cien por ciento a las pretensiones artísticas y/ o a cualquier sustrato de innovación que se aparte de los cánones de siempre, de una forma similar a lo que ocurre con el cine live action y la omnipresencia de unos CGIs que también durante los últimos 20 años han caído en un terreno de mediocridad y redundancias. El enclave familiar bobalicón ha sido uno de los que más ha sufrido este achatamiento cualitativo en donde casi todas las películas destinadas a los niños se parecen cual signo de unos tiempos orientados a la falsa sensación de seguridad comercial que dan el marketing, la publicidad más hueca y esa segmentación fanática de públicos que pasa a controlar la faceta creativa y encima una y otra vez falla en garantizar la taquilla esperada. Espías a Escondidas (Spies in Disguise, 2019) se ubica en un terreno intermedio entre la banalidad promedio contemporánea de la industria cultural y una mínima intención de ofrecer algo un poco más valioso o memorable mediante la estrategia de recuperar un viejo ardid narrativo del séptimo arte, nada menos que el falso culpable, un recurso tomado del suspenso y del thriller de espionaje -centrado en un protagonista incriminado por esto o aquello y con la consiguiente misión de desenmascarar al verdadero responsable del crimen en cuestión- que aquí está volcado hacia la animación rimbombante hollywoodense de aventuras que en esencia funciona como un vehículo para explotar a las dos estrellas de turno, el estrambótico Will Smith, un eterno “chanta” del rubro actoral, y Tom Holland, conocido por interpretar a Peter Parker/ Spider-Man en la andanada de bodrios de Marvel. Sin ser la gran cosa pero tampoco un producto del todo fallido, esta ópera prima de Nick Bruno y Troy Quane es lo suficientemente ridícula y veloz como para que resulte amena la premisa de base, eso del agente secreto arrogante (Smith, por supuesto) debiendo limpiar su nombre convertido en una paloma por el invento de un nerd (el veinteañero Holland) que trabaja para la misma agencia de inteligencia que el primero, llamada “Honor, Confianza, Unidad y Valor”. Desde ya que el villano que incrimina al afroamericano (interpretado por Ben Mendelsohn) atesora una venganza personal y su carácter despiadado se traslada de manera literal a su cuerpo, en esta oportunidad con una mano robótica, una capacidad de disfrazarse vía hologramas y hasta un cuerpo con otros detalles cibernéticos que le permiten controlar a un ejército de drones de combate con los que piensa destruir a todos los otros agentes a través de un ataque masivo a la sede central del organismo en Washington D.C. Para lo que suele ser el paupérrimo nivel de los chistes de estas comedias lights camufladas, se puede decir que la propuesta no pasa vergüenza y algunos sketchs son hilarantes por mérito propio, sobre todo exprimiendo las evidentes diferencias de la “pareja dispareja” protagónica, otro punto a favor porque la película opone de manera consciente el fetiche bélico del personaje de Smith al gustito por las soluciones pacíficas algo freaks de su homólogo de Holland (esta es la solución que encuentra el guión de Brad Copeland y Lloyd Taylor para mantener la espectacularidad de las secuencias de acción pero sin matar a nadie ni hacer volar todo por los aires). Como el Smith veterano -ya cincuentón- está mucho más abierto a la autoparodia en lo que atañe a su imagen, el asunto de la conversión a paloma está relativamente bien aprovechado en una obra hiper previsible y elemental que confirma el estatuto artístico remanido de la gran mayoría del Hollywood destinado a la masividad…
A través del baldío bélico Si bien por la muy avanzada evolución de los artificios digitales de hoy en día ya no se puede afirmar que las películas estructuradas en torno a una única toma secuencia sean el prodigio técnico de otras épocas, sí es cierto que reclaman un nivel de planeamiento mucho más elevado que el promedio habitual ya que deben evitar esa herramienta cinematográfica por antonomasia, el corte entre los distintos planos. En este sentido 1917 (2019), otro exponente más de esta querida autolimitación formal que plantea un permanente tour de force para el equipo creativo, está más cerca de La Soga (Rope, 1948), La Casa Muda (2010), Birdman (2014) y El Hijo de Saúl (Saul Fia, 2015), todos ejemplos paradigmáticos de tomas secuencias simuladas, que de films como Timecode (2000), El Arca Rusa (Russkiy Kovcheg, 2002) o Victoria (2015), especialmente considerando que hablamos de un trabajo gigantesco del cine mainstream anglosajón volcado a eliminar con CGI los cortes de turno. La obra es una propuesta bélica centrada en los grandes latiguillos de la Primera Guerra Mundial que combina la desilusión lírica para con la contienda en sí de Sin Novedad en el Frente (All Quiet on the Western Front, 1930), aquel fetiche inicial con las trincheras de La Patrulla Infernal (Paths of Glory, 1957) y el motivo de los mensajeros del último acto de Gallipoli (1981), ahora transformado en el eje de la historia mediante la misión de un par de soldados británicos, Blake (Dean-Charles Chapman) y Schofield (George MacKay), de avisar a sus colegas de que los espera una emboscada símil masacre. Bajo órdenes del General Erinmore (Colin Firth), los dos muchachos deben entregar una misiva al Coronel Mackenzie (Benedict Cumberbatch) para que cancele un ataque planeado debido a que llegó información acerca de la retirada de los alemanes a la llamada Línea Hindenburg, un sistema defensivo de trincheras, y la próxima arremetida contra 1600 soldados ingleses. El realizador y guionista Sam Mendes, aquel de las logradas Belleza Americana (American Beauty, 1999), Camino a la Perdición (Road to Perdition, 2002), Soldado Anónimo (Jarhead, 2005) y Sólo un Sueño (Revolutionary Road, 2008), y el director de fotografía Roger Deakins, colaborador de siempre de los hermanos Joel y Ethan Coen, se entretienen de lo lindo siguiendo los pasos de los protagonistas a través del baldío bélico del norte de Francia durante la primavera de ese 1917 del título, enfatizando el carácter personal del asunto porque entre los posibles faenados a corto plazo se encuentra el hermano de Blake, Joseph (Richard Madden). De las trincheras y la destrucción general de la doctrina de “tierra arrasada” pasamos a pequeñas escaramuzas con militares germanos, la muerte de uno de los muchachos, muchos escombros de edificaciones, algún que otro momento de quietud y la esperable angustia del tramo final en pos de detener la carnicería cuanto antes. Entre los puntos a favor se puede decir que la película efectivamente incluye un excelente trabajo técnico, es simple e intensa en su esquema retórico y se embandera en una suerte de retro pacifismo bien desarrollado que no cae en ninguna impostación, aunque por otro lado resulta innegable que cuenta con algunos baches narrativos, a veces se vuelve algo redundante y la música de Thomas Newman es demasiado pomposa en varias secuencias. De todas formas 1917 se abre camino como un film muy digno y cuidado que le permite a Mendes dejar atrás los fiascos de Skyfall (2012) y Spectre (2015), sus dos entregas para la franquicia de 007/ James Bond (Daniel Craig), esas que sin lugar a dudas se ubicaron muy lejos de la maravillosa Casino Royale (2006), e incluso le permite al británico disfrazar de gran epopeya histórica a una diminuta anécdota que le contó su abuelo, Alfred Mendes, cuando Sam era apenas un niño, sobre la importancia de la comunicación en el conflicto…