Héroes del celuloide La fase inicial de la historia de Hollywood, en esencia centrada en las tres primeras décadas del Siglo XX, estuvo vinculada al mercado interno norteamericano y a los años del “vale todo” en materia del contenido de los films, período asimismo hermanado a la etapa muda, a la construcción del star system y a una suerte de experimentación progresiva -siempre dentro del marco comercial de los grandes estudios- con las posibilidades del nuevo medio, insólito avant-garde mainstream que se reproduciría en la coyuntura de la TV de los 40 y 50. Todo cambia con el crack de 1929 y la introducción del sonido a partir de The Jazz Singer (1927), film de Alan Crosland, así por un lado la Gran Depresión le dio un enorme espaldarazo a Hollywood porque de golpe se convirtió en la industria cultural escapista por excelencia, permitiendo al público efectivamente evadir sus muchos problemas diarios, y por el otro lado la posibilidad de escuchar las voces de los intérpretes finiquitó el proceso de espectacularización de los productos masivos de turno, las películas, las cuales a partir de aquel momento pasaron de ser una “atracción de feria” (los espectadores del ciclo mudo gritaban y reían a viva voz en las salas, como si fuesen testigos de un show circense) a una obra de arte hecha de una vez y para siempre que reclama rauda veneración (el silencio del público moderno lo sintetiza a la perfección, al igual que el concepto yanqui de amalgama entre arte y producto multitarget). No es de extrañar que en el período de transición entre las propuestas mudas y sus homólogas sonoras aparezca el Código Hays (1934-1968), un sistema de censura acordado por los grandes estudios para limitar el contenido exhibido al público en lo que atañe a sexo, violencia, alcohol, religión, crimen, insultos y desnudos, una jugada puritana/ conservadora que cierra la fase del mercado interno semi exclusivo y abre la exportación mundial aunque siempre con yanquilandia como primera plaza de venta, de allí que se quiera dar una imagen de perfección en los dos frentes, el local y el foráneo, con el objetivo de fondo de eliminar todas aquellas libertades formales e ideológicas de antaño. Mucho antes de la reestructuración del Código Hays en tanto arma de purga del macartismo y antes de la crisis de la industria cinematográfica de mediados del Siglo XX, relacionada a la aparición de la televisión como competencia fundamental, el surgimiento del primer cine independiente y el desmantelamiento a partir de 1948, por decisión de la Corte Suprema de Justicia, de la red monopólica de distribución/ exhibición de los grandes estudios, por entonces dueños de sus propias salas con la intención de controlar todo el recorrido de los films desde la producción hasta la llegada a los espectadores, fue precisamente a finales de los años 20 e inicios de los 30 que la industria cultural estadounidense por antonomasia, la del séptimo arte, resolvió que era más barato “crear” nuevas estrellas para este flamante formato sonoro, uno que fue aprovechado vía un enorme volumen de musicales, que gastar dinero “readaptando” a las estrellas mudas al nuevo contexto, más allá del hecho de si la voz de turno era considerada lo suficientemente robusta -hombres- o seductora -mujeres- para el mercado sonoro, de allí que en la mayoría de los casos de los “héroes del celuloide” ya evanescentes, en sabias palabras del querido Ray Davies de The Kinks, se utilizase para su despido la excusa de que su estilo y habilidad ya no se acomodaban al proto naturalismo requerido, más realista con respecto al histrionismo de los años mudos. Babylon (2022), de Damien Chazelle, trata infructuosamente de analizar esta fase de transición pero cae en el mismo terreno del pastiche posmoderno, trasnochado, artificial y sin pies ni cabeza -sobre Los Ángeles y su fauna, que es la misma de cualquier otra metrópoli del capitalismo- de Inherent Vice (2014), de Paul Thomas Anderson, Under the Silver Lake (2018), de David Robert Mitchell, Once Upon a Time in Hollywood (2019), de Quentin Tarantino, y desde ya La La Land (2016), el otro bodrio de un Chazelle cuya única película realmente interesante fue Whiplash (2014), ya que tanto Guy and Madeline on a Park Bench (2009) como First Man (2018), sobre Neil Armstrong, también se quedaron en una medianía bastante insulsa. El protagonista es un mexicano con grandes anhelos y dispuesto a renunciar a su identidad en pos del “sueño americano” del enriquecimiento a toda costa, Manny Torres (el correcto Diego Calva), joven que en 1926 empieza trabajando como asistente en las fiestas/ orgías/ comilonas organizadas por ejecutivos u oligarcas de Hollywood, como Don Wallach (Jeff Garlin) y Bob Levine (Michael Peter Balzary alias Flea, de los Red Hot Chili Peppers), los jefazos de Kinoscope Studios que tienen que encargarse del cadáver de una actriz, Jane Thornton (Phoebe Tonkin), que muere de sobredosis de cocaína después de una sesión de urolagnia que implicó orinar sobre un actor obeso, Orville Pickwick (Troy Metcalf), lance que duplica el caso de Virginia Rappe, asesinada en 1921 por Roscoe Arbuckle. Torres se enamora de una aspirante a actriz de clase baja, Nellie LaRoy (esa hiperbólica Margot Robbie), y es apadrinado en Kinoscope por Jack Conrad (Brad Pitt haciendo de sí mismo), un galán del cine mudo inspirado en John Gilbert, lo que genera un crecimiento desigual porque LaRoy se transforma en una estrella reconocida luego de reemplazar a Thornton en un rodaje mientras el azteca continúa en diversos roles de asistente y sin poder declararle su amor idealizado, sin embargo con el advenimiento del cine sonoro la chica es considerada descartable y el que asciende es Manny, a quien se le asigna tareas de productor y director a caballo de un intento fallido de reflotar la carrera de Nellie, quien opta por una actitud bien autodestructiva denunciando la hipocresía de la alta burguesía hollywoodense y apostando y debiéndole dinero al mafioso James McKay (Tobey Maguire). Conrad, un mujeriego que también es ninguneado en Kinoscope, queda atrapado en la depresión mientras desfilan por la pantalla otros personajes secundarios, en sintonía con Sidney Palmer (Jovan Adepo), un trompetista negro, Fay Zhu (Li Jun Li), una cantante de cabaret y escritora de intertítulos de films mudos, Robert Roy (Eric Roberts), progenitor lastimoso de Nellie, y Elinor St. John (Jean Smart), periodista de chimentos símil las nefastas Louella Parsons y Hedda Hopper. Chazelle no se anda con sutilezas e inunda el relato de mierda, meadas, drogas, bacanales, juergas eternas, cadáveres, un elefante, soberbia, decadencia moral, narcisismo a mares, vómitos, sadomasoquismo, un cocodrilo y hasta un comedor de ratas cual espectáculo de la Edad Media, no obstante la dinámica del shock resulta muy bobalicona porque el film en sí, que toma su título y muchas de sus anécdotas de Hollywood Babylon (1959), clásico del periodismo bombástico y semi ficcional de Kenneth Anger, no pasa de un retrato grotesco, vacuo y demasiado previsible del costado menos glamoroso de Los Ángeles, para colmo despersonalizándolo todo y pretendiendo que nos importe este popurrí estereotipado de fenómenos. Muy lejos cualitativamente de la similar y tontuela Singin’ in the Rain (1952), de Stanley Donen y Gene Kelly, de lecturas valiosas cercanas al Nuevo Hollywood como The Day of the Locust (1975), de John Schlesinger, The Last Tycoon (1976), de Elia Kazan, Valentino (1977), de Ken Russell, y S.O.B. (1981), opus de Blake Edwards, y del pelotón de epopeyas de los 50 sobre la temática de la corrupción y el maquiavelismo en la industria cultural y de la información, pensemos en All About Eve (1950) de Joseph L. Mankiewicz, Sunset Boulevard (1950), de Billy Wilder, In a Lonely Place (1950), de Nicholas Ray, The Big Knife (1955), de Robert Aldrich, A Face in the Crowd (1957), de Kazan, Imitation of Life (1959), de Douglas Sirk, y Sweet Smell of Success (1957), de Alexander Mackendrick, Babylon no es graciosa, desconoce el trash astuto, abusa de la caricatura burda e histérica y roba por demás al Russell contracultural y al Robert Altman de MASH (1970), Nashville (1975), The Player (1992) y Short Cuts (1993). Chazelle incluye marcas autorales, como la sobredimensión de la música, el humor negro y la esquizofrenia narrativa, sin embargo la única escena que funciona en serio es aquella socarrona del primer set sonoro de 1928 y los anacronismos banales muy pronto cansan, como la diversidad étnica, los bailes sensuales, las puteadas, las mujeres con poder y hasta las lesbianas que nunca conocieron el clóset…
La sustitución parental definitiva La tecnología hoy por hoy, por lo menos desde la perspectiva unilateral paterna, cumple el mismo rol que históricamente cumplieron los juguetes y el acto lúdico en general, hablamos de alejar a los niños y garantizar un mínimo momento de paz para los adultos, algo que tiene que ver con la naturaleza adictiva de lo digital, la displicencia y falta de serenidad en aumento de los progenitores, la sobreestimulación sensorial del Siglo XXI, la multiplicidad de tareas y obligaciones diarias, la paranoia/ el miedo a no poder cumplirlas y la madurez más temprana de los mocosos a raíz del combo previo, esquema que desarticula las fases clásicas del crecimiento biológico y poco o nada tiene que ver con la socialización en sí de los niños como preocupación parental de fondo, ésta considerada automática o “natural”, aún desde lo digital, y derivada de la centralización de los Estados modernos y la creación del sistema educativo, faenas relativamente recientes que divorcian al nene de su familia. El déficit de atención de los mayores, la dependencia tecnológica in crescendo y el carácter de por sí a veces insoportable de los purretes, bombas en potencia o “responsabilidades con patas” cada día menos atractivas en tiempos de un predominio del hedonismo más hueco y beligerante, son los ejes conceptuales cruciales de M3GAN (2022), film del neozelandés Gerard Johnstone, aquel de la muy disfrutable Housebound (2014), producido y escrito por James Wan, una propuesta que por cierto confirma el excelente nivel de calidad que están atravesando las obras del cineasta australiano de ascendencia malaya después de Maligno (Malignant, 2021), otra sorpresa rotunda que -al igual que la película que nos ocupa- supo retrotraernos a lo mejor de la Clase B de las décadas del 80 y 90, cuando la producción del terror era de lo más efervescente porque se acumulaban una enorme cantidad de propuestas de bajo presupuesto que no sólo resultaban imprevisibles sino que combinaban géneros a lo loco sin ese trasfondo “prolijito monotemático” del mainstream promedio estadounidense. Como si se tratase de un querido “directo a video” de finales del Siglo XX o comienzos de este nuevo milenio, M3GAN es una trasheada a la vez absurda, sensata y muy inteligente que sabe balancear a la perfección los ingredientes cómicos, terroríficos y de ciencia ficción mediante una historia de reemplazo afectivo/ intelectual en el hogar que tiene por núcleo a una muñeca de lo más particular, mixtura bizarra entre Chucky, Barbie, una sex doll, un típico personaje de manga/ anime y el look estándar de las divas del Hollywood de los 50, un detalle reconocido por el propio director cuando señaló que los modelos del caso fueron Grace Kelly, Audrey Hepburn y Kim Novak. El relato de base fue concebido por Wan y Akela Cooper y el guión final es de esta última, escritora televisiva que saltaría al séptimo arte mediante Hell Fest (2018), opus fallido de Gregory Plotkin, y la citada Maligno: luego de que sus padres muriesen en un horrible accidente de tráfico que también la tuvo como protagonista, Ava (Kira Josephson) y Ryan (Arlo Green), una nena llamada Cady (Violet McGraw) termina al cuidado de su tía materna, Gemma (Allison Williams), una ingeniera especializada en robótica que en este futuro ignoto trabaja para la empresa Funki, fabricante de juguetes de vanguardia, y tiene de jefe a un tal David Lin (Ronny Chieng), quien está obsesionado con la competencia y por ello la presiona para que entregue una versión más económica de los productos bobos más vendidos en vez de dejarla avanzar con un prototipo experimental bautizado M3GAN, acrónimo de Model 3 Generative ANdroid, efectivamente un robot destinado a convertirse en el juguete definitivo e incluso en sustituto de los adultos que velan por los niños. El desajuste hogareño es inmediato porque la nena está deprimida por la tragedia y Gemma no muestra interés en la mocosa ya que la prioridad es su trabajo en Funki, así opta por finiquitar a M3GAN para que oficie de “madre postiza” mientras ella continúa con sus labores diarias, no obstante el androide resulta algo mucho sobreprotector. Wan no oculta que estamos frente a una cruza entre La Mala Semilla (The Bad Seed, 1956), de Mervyn LeRoy, Las Esposas de Stepford (The Stepford Wives, 1975), de Bryan Forbes, Chucky: El Muñeco Diabólico (Child’s Play, 1988), de Tom Holland, Hardware (1990), de Richard Stanley, y La Huérfana (Orphan, 2009), de Jaume Collet-Serra, e incluso coquetea con el slasher una vez que nuestra muñeca tuneada avant-garde desata su furia contra todos aquellos que amenazan física o psicológicamente a Cady, como el perro de la vecina Celia (Lori Dungey), un animal que se abalanza contra el androide y la niña cuando ambos osan entrar en la morada contigua, o un purrete psicópata llamado Brandon (Jack Cassidy), quien “viola” simbólicamente a M3GAN -esto es el mainstream yanqui, casi todo está vedado para lograr una baja calificación por edad para el estreno masivo en salas- cuando se lleva a la muñeca, la tira al suelo, le saca un zapato, la golpea en la cara e incluso le agarra el pelo, ganándose que la susodicha le arranque una oreja y provoque un accidente automovilístico en el que muere atropellado. Williams, vista en ¡Huye! (Get Out, 2017), de Jordan Peele, La Perfección (The Perfection, 2018), de Richard Shepard, y Horizonte Mortal (Horizon Line, 2020), de Mikael Marcimain, no es una gran actriz pero cumple y se ve compensada por el desempeño de la pequeña McGraw, conocedora del terror por sus participaciones en Doctor Sueño (Doctor Sleep, 2019), de Mike Flanagan, y Oscura Separación (Separation, 2021), de William Brent Bell, y sobre todo del dúo que compone a M3GAN, Amie Donald y Jenna Davis, cuerpo y voz respectivamente, las cuales se lucen cuando el robot pasa de lo defensivo al ataque en pos de eliminar cabos sueltos, nos referimos a los geniales asesinatos de Celia, que no deja de molestar por su perro “desaparecido”, y David más su asistente Kurt (Stephane Garneau-Monten), quienes se topan con la muñeca y ésta decide cargárselos aprovechando que Kurt sustrae secretos industriales de Funki porque Lin suele maltratarlo. Esta segunda película de Johnstone, quien desde Housebound no hizo demasiado más allá de un par de encargos para la TV de Nueva Zelanda, aglutina una riqueza insólita para un producto yanqui en materia de elementos constituyentes y lecturas que abre el relato, en este sentido se puede pensar a M3GAN como un melodrama familiar de pérdida, un gran ejemplo de terror frankensteineano, un representante de la ciencia ficción de inteligencia artificial descontrolada, un thriller de espionaje y barrabasadas empresariales, una fábula sobre ortopedia emocional y triste sustitución parental, una comedia negra de dependencia tecnológica, una fantasía lúgubre acerca de la indolencia de los adultos actuales para con sus vástagos, un exploitation poco sutil -o una acepción mordaz y robótica de entrecasa- de todas las realizaciones citadas, una parodia tácita de esa codicia capitalista siempre caníbal o neurótica, una epopeya de gore moderado aunque muy imaginativo, una reflexión sobre el dilema femenino actual entre la carrera y la maternidad, una sátira en torno a una pugna vecinal suburbana, un homenaje camuflado a las divas de los 50 pero también al anime y el manga modelo mecha, una alegoría old school sobre el precio de obtener lo que se desea sin medir las consecuencias, un análisis acerca de la “pacificación” virtual de los niños de hoy en día y finalmente una faena Clase B de impronta agitada y socarrona pero sin chistes tontuelos a la vista, todo derivado de la misma historia. Wan y Johnstone se hacen un festín con el choque de voluntades, basado en el apego fanático de Cady hacia M3GAN porque de hecho la muñeca es la única que le presta atención, en el carácter progresivamente posesivo del androide en relación a la niña, sustrato derivado de la maldita inteligencia artificial que cosifica a todos, y en la decisión tardía de Gemma en lo que atañe a corregir sus fallos y su vagancia, homologando lo femenino a lo masculino porque la solitaria ingeniera parece ser una workaholic que se debate entre lo anodino, la frigidez sexual o lo lésbico en potencia…
Art estuvo aquí Los aficionados al horror de alto voltaje -timoratos y quejumbrosos crónicos, abstenerse- estamos de parabienes porque regresó el payaso más hijo de puta del cine contemporáneo, Art, the Clown, la entrañable creación del norteamericano Damien Leone, una verdadera máquina de matar de las maneras más espantosas y ridículas posibles que honestamente pone en vergüenza a otros colegas de cara emblanquecida como los de Killer Klowns from Outer Space (1988), de Stephen Chiodo, Clownhouse (1989), de Victor Salva, It (1990), de Tommy Lee Wallace, House of 1000 Corpses (2003), de Rob Zombie, Balada Triste de Trompeta (2010), de Álex de la Iglesia, y Clown (2014), de Jon Watts, entre muchos otros. Para los que no lo tengan presente, vale aclarar que nuestro psicópata sobrenatural con aires de mimo caníbal del averno nació como una criatura secundaria en el cortometraje The 9th Circle (2008), a posteriori trepó al rol protagónico en otro corto, Terrifier (2011), hasta por fin eventualmente llegar al largometraje de la mano de All Hallows’ Eve (2013), ésta ya una típica antología de Halloween que incluía el metraje de los dos primeros cortos de Leone más una historia englobadora y un tercer segmento centrado en la tenebrosa aparición de un alienígena. Entre All Hallows’ Eve y Terrifier (2016), el salto de Art a un formato narrativo tradicional que abandonaba las viñetas de antaño, el realizador y guionista nos regaló la mega trasheada Frankenstein vs. The Mummy (2015), trabajo muy olvidable y poco exitoso que lo llevó de inmediato a centrar su carrera -como buen artesano que privilegia la comida diaria por sobre los caprichos artísticos o “elevados”- en el clown amigo de las masacres indignas del gore, precisamente por ello Terrifier 2 (2022) continúa el camino de ambición creciente de cada nuevo eslabón de la saga y ahora nos topamos con una insólita duración de 138 minutos que se explayan en algo que Leone no le había prestado demasiada atención hasta ahora, el desarrollo de personajes, logrando un trabajo muy interesante y entretenido. Mientras que la primera Terrifier ponía el acento casi exclusivamente en Art, the Clown porque gustaba de burlarse del artificio retórico paradigmático de la scream queen que llega con vida a la última escena, en pantalla una serie de potenciales protagonistas que morían horriblemente y así negaban la fórmula del slasher clásico de los 70 y 80, esta segunda parte que nos ocupa prefiere, en cambio, respetar el esquema señalado, uno que por cierto responde mucho más a Mario Bava que a Alfred Hitchcock. Aquí Art (nuevamente David Howard Thornton, que heredó el papel del ya retirado Mike Giannelli) resucita una vez más, sigue el derrotero anterior y por ello asesina a martillazos al forense de turno antes de ir a una lavandería para recuperar su blancura y encontrarse con una simpática compinche, una nena terrorífica similar a él aunque espectral (Amelie McLain y Georgia MacPhail). Luego de clavarle el palo de un trapeador en el cráneo a un sujeto que esperaba en el local, el chiflado un año después se mete en los sueños de una bella adolescente, Sienna Shaw (Lauren LaVera), cual visión de una matanza con una ametralladora en una “cafetería de los payasos”, episodio que deriva en un incendio en su cuarto que quema las alas para su disfraz de Halloween, ese de una princesa guerrera que fue diseñado por su padre antes de fallecer por un tumor cerebral. El hermano menor de la chica, Jonathan (Elliott Fullam), también se cruza con Art y la niña clown mientras juegan con el cadáver de una zarigüeya en el colegio, lo que provoca su suspensión y un ataque de nervios de la matriarca, Bárbara (Sarah Voigt), a quien el payaso le vuela la cabeza con una escopeta recortada en una noche de Halloween en la que también se carga a las dos mejores amigas de Sienna, Allie (Casey Hartnett) y Brooke (Kailey Hyman), la primera toda cortada y desmembrada mediante un bisturí y la segunda sufriendo ácido en el rostro y golpes de un garrote aterrador, y al novio de esta última, Jeff (Charlie McElveen), a quien acuchilla en la ingle y le arranca el pene. Terrifier 2 se diferencia del patético terror indie de nuestros días, tanto el norteamericano y el europeo como el latinoamericano y sobre todo el argentino, porque construye una trama coherente, nos ofrece una protagonista sensata, no sobredimensiona el peso de secundarios bobos, mitologiza con paciencia al homicida, apuesta a víctimas burguesas bien elegidas, no se muestra mojigata en cuanto al sadismo y sobre todo se hace un festín con los practical effects de vieja escuela sin recurrir a la mierda CGI de ese bastión digital omnipresente del Siglo XXI, todo asimismo vinculado al muy buen trabajo de LaVera, un “corchito erótico” con talento actoral, y de un Thornton que vuelve a descollar bajo el atuendo y el maquillaje hiper profuso de Art, a su vez un villano de antología ya que unifica el humor negro símil slapstick circense de unas sonrisas silentes permanentes y el sustrato sanguinario frenético de la carnicería non stop, binomio orientado a dejar en el espectador las reacciones de su preferencia -carcajadas o angustia o quizás desconcierto- en lugar de imponer una lectura por sobre la otra como suele hacer el mainstream actual pero también esa comarca indie a la que nos referíamos con anterioridad, una que en la nueva centuria resulta intercambiable con respecto a la pompa industrial de grandes presupuestos en función de su mediocridad, inoperancia narrativa y eterna repetición de latiguillos aunque sin la frescura y la potencia del séptimo arte de otras décadas. Leone, paradoja de por medio, sí recupera ingredientes del mainstream profesionalizado como actores muchísimo mejores que aquellos de All Hallows’ Eve y la primera Terrifier y el hecho de ahora ponderar a nuestra ninfa guerrera en vez de tratarla como a otra víctima más destinada a donar su anatomía y carne mancillada para toda la platea, sin embargo el director en el trajín no descuida su vehemencia marca registrada para contentar al público menudo descerebrado promedio ni deja en un segundo plano a Art, en pantalla empardado a su linda némesis entre látigos y una espada mágica. Si bien la propuesta incluye citas a films como Plan 9 from Outer Space (1957), opus de Ed Wood, y Night of the Living Dead (1968), de George A. Romero, en realidad su linaje es más vasto porque nos remite al horror y el suspenso de festividades símil Black Christmas (1974), de Bob Clark, y Halloween (1978), de John Carpenter, la comedia negra demente a lo Evil Dead II (1987), de Sam Raimi, y Braindead (1992), de Peter Jackson, y ese splatter que nace con el Herschell Gordon Lewis de Blood Feast (1963), Two Thousand Maniacs! (1964) y Color Me Blood Red (1965), se expande con Bloodsucking Freaks (1976), de Joel M. Reed, Maniac (1980), de William Lustig, Antropophagus (1980), de Joe D’Amato, y Mil Gritos Tiene la Noche (1982), de Juan Piquer Simón, y llega al “porno de torturas” de Saw (2004), de James Wan, Hostel (2005), de Eli Roth, y Wolf Creek (2005), de Greg McLean, y el extremismo europeo de Haute Tension (2003), de Alexandre Aja, Ils (2006), de David Moreau y Xavier Palud, Frontière(s) (2007), de Xavier Gens, À l’intérieur (2007), odisea de Alexandre Bustillo y Julien Maury, Martyrs (2008), de Pascal Laugier, y Eden Lake (2008), de James Watkins, amén del grotesco payasesco de las citadas Killer Klowns from Outer Space y House of 1000 Corpses y aquel trasfondo metafísico/ onírico/ surrealista de joyas del slasher sobrenatural como Phantasm (1979), de Don Coscarelli, y A Nightmare on Elm Street (1984), de Wes Craven, cuyos Tall Man de Angus Scrimm y Freddy Krueger de Robert Englund constituyen también influencias cruciales en Art al igual que el Pennywise de Tim Curry de It y el Guasón de Jack Nicholson de Batman (1989), de Tim Burton, y ese otro de Heath Ledger de The Dark Knight (2008), de Christopher Nolan. Leone, encargado además -y como siempre- de la producción, el montaje y los efectos especiales, edifica un trabajo meticuloso que lleva el sello de los mejores productos Clase B del exploitation del Siglo XX, una proeza enorme encarada desde la eficacia truculenta y la soledad creativa…
Alguien en quien confiar Fue en la década del 80 que Hollywood empezó a ironizar sobre todo y todos aunque aún dentro del armazón de los relatos clásicos, por ello buena parte del cine de la época posee los rasgos de una etapa de transición entre la paciencia narrativa de antaño y el cinismo hiper vacuo o infantil que pronto dominaría en el mainstream y el indie desde el final de la Guerra Fría o el triunfo de yanquilandia en todo el planeta. Los años 90 vieron acelerar sustancialmente las tramas y fueron testigos de la paulatina pauperización de la dimensión conceptual de los tanques mundiales de los grandes estudios, compañías que siempre toman una realización muy exitosa como ejemplo a imitar y generan una enorme cantidad de exploitations de diversa naturaleza, por ello mismo Shrek (2001), de Andrew Adamson y Vicky Jenson, se transformó en el arquetipo de este nuevo estado de cosas y en un modelo a futuro: hablamos de un film animado que fue muy gracioso en su momento y que funcionó de maravillas en taquilla porque mundanizó el universo de los cuentos de hadas sirviéndose de las herramientas culturales del momento, léase la parodia polirubro frenética que no deja a nadie inmune y la entronización de las escenas de acción, la pose cool/ soberbia/ canchera permanente y la comedia de “pareja dispareja” de cadencia, precisamente, ultra ochentosa. El Hollywood posmoderno nunca puede superar sus compulsiones, como la exacerbación discursiva redundante que explica las chistes y el relato o la manía de reemplazar todo el tiempo a directores, guionistas y equipo técnico en general, y efectivamente después de entregar una secuela digna a cargo de Adamson más Kelly Asbury y Conrad Vernon, Shrek 2 (2004), destruye la franquicia con las mediocres Shrek Tercero (Shrek the Third, 2007), de Chris Miller y Raman Hui, y Shrek para Siempre (Shrek Forever After, 2010), de Mike Mitchell, y con un spin-off bastante anodino, Gato con Botas (Puss in Boots, 2011), opus también dirigido por Miller y basado en ese personaje titular que nace en cuentos varios de Gianfrancesco Straparola, Giambattista Basile y Charles Perrault, visto por primera vez en Shrek 2. Como todos daban por finiquitada la franquicia de Shrek y compañía, no a nivel comercial sino artístico, el arribo de Gato con Botas: El Último Deseo (Puss in Boots: The Last Wish, 2022), de Joel Crawford y Januel Mercado, resulta más que sorprendente ya que el film que nos ocupa mantiene un buen nivel de calidad como no se veía desde los dos primeros eslabones de la saga emblema de DreamWorks, amén de que incluye un trasfondo inusitadamente adulto para un producto masivo de esta envergadura, casi siempre pueril. Utilizando de base la estructura narrativa de El Bueno, el Malo y el Feo (Il Buono, il Brutto, il Cattivo, 1966), de Sergio Leone, una obra maestra que además acumula muchas otras alusiones formales también ligadas a la siguiente joya del querido realizador italiano, Érase una vez en el Oeste (C’era una volta il West, 1968), Gato con Botas: El Último Deseo combina dos motivos clásicos del western, la crisis y la competencia en busca de un tesoro, en un guión de Paul Fisher y Tommy Swerdlow que en apariencia gira alrededor del miedo a morir del gatito, nuevamente con la voz de Antonio Banderas, porque malgastó ocho de sus nueve vidas en una serie de situaciones triviales, de allí que se obsesione con pedirle un deseo a la estrella mágica del centro del Bosque Oscuro para recuperarlas antes de que sea asesinado por un supuesto cazarrecompensas, Lobo (Wagner Moura), criatura que no deja de seguirlo al igual que Jack Horner (John Mulaney), pastelero psicópata al que le robó el mapa hacia la estrella del deseo, y Ricitos de Oro (Florence Pugh) y su familia adoptiva de tres osos, Mamá (Olivia Colman), Papá (Ray Winstone) y Bebé Oso (Samson Kayo), todo a instancias de la muchacha -una especie de adolescente marimacho que oficia de líder- y su idea de solicitar a la estrella una parentela humana, lo que genera la decepción de los osos. La película de Crawford y Mercado corrige todos los errores de las últimas entregas de la franquicia y apuesta a un relato de aventuras en el que el latiguillo conceptual va mutando desde la conciencia de la propia mortalidad, ya con el felino en formato vulnerable y menos preocupado por su leyenda de bandolero popular, hacia la dificultad actual en materia del viejo arte de confiar en el prójimo, más en tiempos de paranoia, intolerancia y una pugna ideológica y pragmática constante, así las cosas el Gato con Botas deberá hacer frente a su colección de enemigos mientras acepta la ayuda/ compañía/ apoyo de su ex pareja, Kitty Patitas Suaves (Salma Hayek), ya vista en el opus del 2011, y de un can que se hacía pasar por gato en un refugio, Perrito (Harvey Guillén), típico comic relief de un optimismo y una inocencia eternas. No todos los chistes funcionan aunque unos cuantos sí, casi siempre vinculados a ese Bicho de la Ética (Kevin McCann) símil Pepito Grillo y a los ojitos tiernos de los felinos y el perro, y las escenas de acción son un tanto mucho hiperbólicas pero por lo menos se buscó un diseño semejante a lo que sería una mixtura entre las ilustraciones antiguas de los cuentos de hadas y las historietas de los 50 y 60, generando una propuesta entretenida que se beneficia del surrealismo tétrico carrolliano detrás del Bosque Oscuro…
Las guerras de liberación Lo mejor que puede decirse de Avatar: El Camino del Agua (Avatar: The Way of Water, 2022), de James Cameron, pasa por el hecho de que en pantalla se nota que hablamos de una película muy bella y meticulosa de más de una década de planeamiento y minucias de producción, rodaje y post producción, secuela de Avatar (2009) que se vio muy demorada a lo largo de los muchos años primero porque el realizador canadiense tuvo que perfeccionar la tecnología de captura de movimiento para que funcionase debajo del agua y segundo porque cayó preso de su propia ambición ya que pasó de prometer dos continuaciones a la friolera de cuatro, lo que generó un mega proceso de escritura a cargo de Cameron y su equipo de guionistas -compuesto por Rick Jaffa, Amanda Silver, Josh Friedman y Shane Salerno- debido a que el señor se negaba a hacer lo que tantos cineastas anteriores hicieron en materia de las franquicias, eso de ir improvisando el arco narrativo en función de la repercusión en taquilla. Esta sensata aunque curiosa decisión de producción en tiempos de estupidez mainstream, más acorde con la coherencia artística del conjunto de las secuelas y la disponibilidad concreta del elenco que con ahorros presupuestarios que definitivamente no ocurrieron porque las películas en cuestión rankean en punta entre las más caras de la historia del cine, se tradujo en la filmación en paralelo en Estados Unidos y Nueva Zelanda de las segunda y tercera partes más un comienzo de rodaje de la cuarta vía un proceso que duró tres años en total, panorama que a su vez tiene que ver con la inteligencia de Cameron a la hora de meterle presión a The Walt Disney Company, gigante que se “comió” entre 2017 y 2019 al estudio dueño de la saga, aquella 21st Century Fox, para que no descuide el marketing planetario de los films completados o semi completados/ en post producción, léase Avatar: El Camino del Agua y Avatar 3 (con fecha tentativa de estreno para 2024), y a su vez termine de garantizar la “luz verde” en materia de producción, recursos y rodaje para Avatar 4 (2026) y Avatar 5 (2028), ofreciendo en conjunto un folletín de vieja cepa. Era más que evidente que después de explorar las junglas y el aire de Pandora, luna que orbita alrededor del planeta Polifemo, gigante gaseoso en el sistema estelar Alfa Centauri, el canadiense iba a regresar a su obsesión de siempre, los océanos y mares de El Abismo (The Abyss, 1989), Titanic (1997), sus dos documentales del rubro, Fantasmas del Abismo (Ghosts of the Abyss, 2003) y Criaturas de las Profundidades (Aliens of the Deep, 2005), e incluso su hilarante y olvidada ópera prima, Piraña II: Asesinos Voladores (Piranha II: The Spawning, 1981), secuela bizarra para Ovidio G. Assonitis de Piraña (Piranha, 1978), de Joe Dante trabajando para Roger Corman, éste también padrino artístico y profesional del propio Cameron ya que el futuro magnate empezó como un simple encargado de efectos especiales para las adorables trasheadas del amigo Roger de comienzos de los años 80. La historia principal vuelve a ser muy sencilla y arranca donde había terminado el eslabón previo, con la expulsión de la operación minera encarada por los seres humanos en Pandora en pos de unobtanium, una sustancia muy valiosa que se asemejaba al oro y el caucho que ansiaban las huestes europeas y oligárquicas locales durante el genocidio y la esclavitud de la Conquista de América y más allá. El guión final de Cameron y el matrimonio de Jaffa & Silver otorga una década de paz a Jake Sully (muy buen desempeño de Sam Worthington) y Neytiri (Zoe Saldana y sus gritos de pesar) antes del regreso de los terrícolas mierdosos de siempre, ahora más interesados en construir una metrópoli permanente símil colonia y en cazar a unas enormes criaturas marinas semejantes al cachalote para extraer un componente líquido del cuerpo del animal, cruza entre el espermaceti, el ámbar gris y el aceite obtenido de la grasa corporal. El Coronel Miles Quaritch (ese querido Stephen Lang) regresa como un paradójico avatar y con la doble misión de vengarse de la parejita Na’vi que lo mató y de descabezar a la “insurgencia” autóctona que se opone al imperialismo, el Clan Omaticaya de Sully, ahora un padre de familia y por ello más vulnerable, temeroso e incluso pacifista. Con el pretexto narrativo de evitar poner en peligro a sus hijos -incluida una adolescente que nació por arte de magia/ a lo Virgen María del vientre del flamante avatar en animación suspendida correspondiente a nuestra Doctora Grace Augustine (Sigourney Weaver)- y la necesidad de marcharse de las selvas de Pandora hacia unas islas paradisíacas para no ser hallados, Jake, Neytiri y los suyos en Avatar: El Camino del Agua dejan de saltar de árbol en árbol y se ven obligados a aprender a nadar al pedir asilo a una tribu símil aborígenes polinesios, ese Clan Metkayina comandado por la pareja de Tonowari (Cliff Curtis) y Ronal (Kate Winslet, quien había acusado de dictador a Cameron con motivo de Titanic y hoy vuelve a trabajar con él), luego de que Quaritch tomase de rehén a algunos de los críos del protagonista, un híbrido entre el ADN humano y el ADN de los locales. A lo largo de una duración un poco excesiva de 192 minutos, Cameron narra con la paciencia de un artesano de antaño y recurre a todos los trucos del relato de aventuras con base familiera en el exilio, amenaza de parte de la codicia capitalista de por medio + sus mercenarios psicópatas: Lo’ak (Britain Dalton) es el vástago rebelde de Neytiri que desobedece a sus padres y entabla una fuerte conexión con una de las ballenas implícitas de la trama, Kiri (Weaver de nuevo) es la hija adoptiva de la parentela y el producto del embarazo de Augustine, niña algo solitaria capaz de controlar a las criaturas del océano, y finalmente Spider (Jack Champion) agrega la “salsa melodramática” que nunca falta en una epopeya colosal de esta envergadura, nos referimos a nada menos que el vástago de Quaritch que quedó en Pandora durante aquella expulsión humana del film previo porque los bebés no pueden someterse al viaje estelar de vuelta a la Tierra, púber que se cría con los Na’vi pero termina atrapado en una encrucijada antropológica/ ética/ cultural/ bélica cuando es capturado por las tropas coloniales y conoce de primera mano al avatar del que fuera su papi, un Quaritch en esta oportunidad azulado y altísimo que pareciera ser menos fascistoide que aquella versión original de diez años atrás. El canadiense vuelve a combinar un maravilloso mensaje ambientalista, los horrores de la Conquista de América y la dinámica paradigmática del western revisionista de izquierda, más chispazos del cine testimonial de los 60 y 70 centrado en las guerras de liberación e independencia del Tercer Mundo, y suma con astucia al mejunje toda esta retro subtrama sobre la caza indiscriminada del cachalote entre el Siglo XVIII y el Siglo XX, excusa para regalarnos un Ahab más plutocrático que melvilleano enajenado, el Capitán Mick Scoresby (Brendan Cowell), y para que Lo’ak se imponga sin más por sobre Kiri y Spider como el más interesante del lote de los personajes adolescentes nuevos. Avatar: El Camino del Agua no aburre con chistecitos para retrasados mentales a lo Marvel o Disney, apuesta por una seriedad de tragedias inmensas, cuenta con un marco muy claro de bildungsroman o relato de aprendizaje + odisea de inmigrantes + faena de destierro político y se posiciona como una anomalía en el cine actual porque en esencia puede leerse como una épica gigantesca aunque con corazón, donde la fastuosidad visual no sobrepasa a la historia humanista de fondo, lo que incluye una última hora brillante (típica andanada de secuencias de acción fascinantes y a toda pompa de Cameron, bien en la tradición de ese cine hardcore paciente ochentoso que no abusaba de los cortes abruptos cual montaje para idiotas del Siglo XXI con déficit de atención) y un excelente diseño de criaturas marinas y manejo del mentado “motion capture” (ni siquiera bajo el fuerte contraste del 3D los Na’vi pierden esa inusitada corporalidad que los caracteriza y de la que carece casi todo el CGI del Hollywood masivo contemporáneo). Desde ya que el film cae en la categoría de “más de lo mismo” de tantas continuaciones, no obstante la gesta de Cameron es una obra entretenida de un cineasta maduro que sabe administrar el quid ecológico y esa filosofía apacible de unos humanoides semi felinos amantes de los dreadlocks, entre el budismo y el clásico animismo de las tribus americanas, ahora analizando nuevamente la táctica de “tierra arrasada” del imperialismo…
O Santa Claus se enojará La tercera incursión en el ecosistema productivo anglosajón por parte del noruego Tommy Wirkola, Noche sin Paz (Violent Night, 2022), está lejos del nivel de calidad de lo mejor de su carrera aunque indudablemente resulta una propuesta más interesante y mucho más coherente -a nivel formal y temático- que sus dos trabajos previos en inglés, las bastante más desparejas o quizás directamente problemáticas Hansel & Gretel: Cazadores de Brujas (Hansel & Gretel: Witch Hunters, 2013) y ¿Qué le Pasó a Lunes? (What Happened to Monday?, 2017), la primera una relectura de la archiconocida fábula del título desde el cine de acción y la segunda una odisea distópica con elementos de neo film noir. Dejando de lado sus dos parodias cinéfilas de bajo presupuesto, Kill Buljo: La Película (Kill Buljo: The Movie, 2007) y Kurt Josef Wagle y la Leyenda de la Bruja del Fiordo (Kurt Josef Wagle og Legenden om Fjordheksa, 2010), sátiras de Kill Bill (2003 y 2004), de Quentin Tarantino, y del found footage símil El Proyecto Blair Witch (The Blair Witch Project, 1999), de Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, a Wirkola le suele ir bien en serio en términos artísticos cuando encuentra un marco creativo propicio en el que pueda dejar volar su idiosincrasia gore y anárquica empardada al terror freak, justo en la tradición de Nieve Muerta (Død Snø, 2009) y su continuación, Nieve Muerta 2 (Død Snø 2, 2014), ese recordado díptico sobre zombies nazis imparables que retomaba el cine de Lucio Fulci, George A. Romero y Dan O’Bannon. En este sentido vale aclarar que Noche sin Paz, como decíamos con anterioridad, no es para nada una película mala pero palidece un poco debido a dos razones, primero porque le tocó la difícil tarea de suceder a una de las mejores realizaciones de la trayectoria de Wirkola, El Viaje (I Onde Dager, 2021), comedia negra sobre un matrimonio (Noomi Rapace y Aksel Hennie) que pretendía matarse recíprocamente y se veía obligado a “suspender” tamaña misión a raíz de la inesperada amenaza de un trío de prisioneros fugados, y segundo porque Noche sin Paz abreva en un manantial relativamente seco y/ o temática ya algo saturada, hablamos por supuesto de la Navidad, tópico que año a año despierta un enorme volumen de productos nuevos en todo el planeta que rápidamente caen en el olvido, situación que por suerte no es el caso del film del noruego porque cuenta con méritos propios suficientes como para destacarse del lote cultural/ audiovisual de la indistinción. Wirkola sabe robar en materia de comedias malsanas recientes y por ello recupera al Santa Claus reventado del mítico Billy Bob Thornton de Un Santa no tan Santo (Bad Santa, 2003), de Terry Zwigoff, las “sorpresas” navideñas en secuencia de Better Watch Out (2016), de Chris Peckover, e incluso cierta concepción grotesca y horrorosa de la parentela promedio y hasta Papá Noel a lo Rare Exports (2010), del finlandés Jalmari Helander, y Krampus (2015), de Michael Dougherty, dos excelentes ejemplos de terror folklórico de festividades cargadas de ironía. Aquí nuestro Santa Claus (David Harbour) es nada menos que un ex guerrero vikingo que lleva siglos repartiendo regalos y hoy por hoy atraviesa una crisis aguda porque extraña a su pareja, tiene un problemilla con la bebida y detesta el cinismo, la plutocracia y la codicia de niños y adultos por igual de todo el globo, así las cosas deja pasar el tiempo durante la noche de Navidad sentado en un sillón masajeador de una enorme mansión de Greenwich, en Connecticut, sin darse cuenta de lo que sucede en el lugar, específicamente una toma de rehenes ya que un comando de mercenarios a cargo del Señor Scrooge (John Leguizamo) anda en busca de 300 millones de dólares en efectivo que la dueña de casa, la magnate inmunda Gertrude Lightstone (Beverly D’Angelo), oculta en su bóveda personal, dinerillo que el gobierno yanqui le entregó para sobornos en Medio Oriente y que ella se quedó en medio de las intervenciones bélicas imperialistas. Mientras que Scrooge y los suyos abren la caja fuerte y esperan el arribo de otro grupo de elite pero al servicio de Lightstone, Santa opta por defender a la adorable nieta de la anciana, Trudy (Leah Brady), quien está de visita en el lugar junto a sus padres separados, Jason (Alex Hassell) y Linda (Alexis Louder), y su tía alcohólica, Alva (Edi Patterson), a su vez progenitora del influencer idiota Bertrude alias Bert (Alexander Elliot) y noviando con un actor del cine de acción Clase B, Morgan Steel (Cam Gigandet), tarado importante que pretende financiamiento para su próximo proyecto. Honestamente el guión de Pat Casey y Josh Miller, el dúo de Sonic: La Película (Sonic the Hedgehog, 2020), de Jeff Fowler, y su secuela del 2022, es rudimentario y no sorprende a nadie su idea de combinar aquel veterano vengador de Rambo (First Blood, 1982), de Ted Kotcheff, el Papá Noel truculento de Noche de Paz, Noche Mortal (Silent Night, Deadly Night, 1984), trasheada de Charles E. Sellier Jr., el “agente externo” que le amarga la vida a los ladrones de Duro de Matar (Die Hard, 1988), opus de John McTiernan, y la resiliencia infantil pomposa de Se Acabó el Juego (36.15 Code Père Noël, 1989), de René Manzor, y su remake estadounidense no acreditada, Mi Pobre Angelito (Home Alone, 1990), de Chris Columbus. Mejor y más disfrutable que la similar Fatman (2020), de los hermanos Eshom e Ian Nelms, Noche sin Paz en primera instancia se beneficia mucho del muy buen trabajo de dos figuras que siempre parecen estar al borde del agotamiento profesional, Harbour y Leguizamo, aquí asimismo apoyados en el muy buen desempeño de la pequeña Brady y una reaparecida y perfecta D’Angelo, actriz recordada por la saga que comenzó con aquella Vacaciones (National Lampoon’s Vacation, 1983), de Harold Ramis, y en segundo lugar exprime con inteligencia esa simpática furia contenida -modelo mainstream, por supuesto- de escenas de acción semi gore con coreografías amenas y un montaje paciente de anclaje ochentoso, siempre presto a lucirse cuando Santa se enoja y muta en homicida non stop…
No te vayas en silencio Durante buena parte de la historia de la humanidad el gran fetiche a la hora de los castigos y el masoquismo en la coyuntura que sea -religión, familia, sociedad, Estado, delirio, etc.- fue el cuerpo porque es la faceta visible y lo que genera el dolor más literal, no obstante a partir del Siglo XIX y sobre todo el Siglo XX el eje pasó al intelecto ya que la imposición progresiva de aquel marco civilizatorio hipócrita compulsivo significó que las brutalidades de la Edad Media ahora debían concentrarse en las cabecitas de los sujetos, el nuevo terreno a conquistar con diversas técnicas de lavado de cerebros a escala masiva como la prensa, la publicidad, las arengas políticas, el ocio egoísta, la vida metropolitana/ burguesa o la nueva y rauda cultura empresarial de la uniformización, heredada de la Revolución Industrial. La anatomía, desde ya, jamás desapareció como motivo de polémicas o campo de batalla y fue trabajada especialmente por el cine y por su género más libre, el terror, quien en contadas ocasiones optó por centrarse en el canibalismo ya que es un tabú extendido en Occidente y una “opción negociada” conceptual entre los dos extremos, el de la visceralidad de la carne mancillada e ingerida y las implicancias a nivel espiritual en materia del robo del alma de la víctima, planteo que es otra forma de decir que en parte se respeta la obsesión psicologista de control de la modernidad y la posmodernidad. El tópico que nos ocupa fue apareciendo de manera tímida y en carácter de excepción en films como Qué Sabroso era mi Francés (Como era Gostoso o meu Francês, 1971), del pionero absoluto Nelson Pereira dos Santos, Cuando el Destino nos Alcance (Soylent Green, 1973), de Richard Fleischer, Frightmare (1974), de Pete Walker, La Masacre de Texas (The Texas Chain Saw Massacre, 1974), de Tobe Hooper, Supervivientes de los Andes (1976), de René Cardona, Rabia (Rabid, 1977), de David Cronenberg, y Las Colinas Tienen Ojos (The Hills Have Eyes, 1977), de Wes Craven, amén del cine mondo de caníbales de los 70 y 80 de gente como Umberto Lenzi, Ruggero Deodato y Jesús Franco. Relegado a la Clase B y teniendo como epílogos de esta primera fase a las diametralmente opuestas Antropófago (Antropophagus, 1980), trasheada gore de Joe D’Amato, y Comiéndose a Raúl (Eating Raoul, 1982), la mítica comedia negra de Paul Bartel, el canibalismo recién comenzó a ser “legitimado” a ojos del mainstream de la mano de El Cocinero, el Ladrón, su Mujer y su Amante (The Cook, the Thief, His Wife & Her Lover, 1989), la joya de Peter Greenaway, Padres (Parents, 1989), de Bob Balaban, Delicatessen (1991), de Marc Caro y Jean-Pierre Jeunet, El Silencio de los Inocentes (The Silence of the Lambs, 1991), de Jonathan Demme, y en especial ¡Viven! (Alive, 1993), de Frank Marshall, inspirada en el célebre episodio conocido como la Tragedia de los Andes de 1972, un ejemplo de canibalismo orientado a la supervivencia -a instancias del equipo uruguayo de rugby Old Christians Club- semejante a la Expedición Donner de 1846 y 1847. Luego de unos años de flamante oscuridad el asunto vuelve a resurgir en ocasión de Voraz (Ravenous, 1999), de Antonia Bird, Todos los Días Problemas (Trouble Every Day, 2001), de Claire Denis, Hannibal (2001), de Ridley Scott, En mi Piel (Dans ma Peau, 2002), de Marina de Van, y Dumplings (Gau ji, 2004), de Fruit Chan, obras en las que ya se percibe una heterogeneidad cada vez más importante que terminará de estallar de la mano de El Caníbal de Rotemburgo (Rohtenburg, 2006), de Martin Weisz, La Expedición Donner (The Donner Party, 2009), de Terrence Martin, Somos lo que hay (2010), de Jorge Michel Grau, y su remake anglosajona, Somos lo que Somos (We Are What We Are, 2013), dirigida por Jim Mickle, preámbulo asimismo para un nuevo “boom caníbal” que a veces se vuelca a lo abstracto para abarcar los muchos trastornos alimenticios, el fetichismo con la comedia y/ o las metáforas alrededor de la carne y su industria asociada, un rubro que incluye propuestas muy variopintas como El Infierno Verde (The Green Inferno, 2013), de Eli Roth, Caníbal (2013), de Manuel Martín Cuenca, Bone Tomahawk (2015), film de S. Craig Zahler, Crudo (Grave, 2016), de Julia Ducournau, La Granja (The Farm, 2018), de Hans Stjernswärd, Tragar (Swallow, 2019), de Carlo Mirabella-Davis, La Cena (The Dinner Party, 2020), de Miles Doleac, Barbacoa (Barbaque, 2021), de Fabrice Eboué, Un Banquete (A Banquet, 2021), de Ruth Paxton, y El Festín (Gwledd, 2021), de Lee Haven Jones, entre otras. Sólo en el año que nos ocupa ya van cuatro películas de alto perfil que trataron alguna arista del tema o echan más leña al fuego del terror vintage que hace de la boca, el sistema digestivo, los manjares o el body horror cronenbergiano sus horizontes, hablamos de Fresco (Fresh, 2022), de Mimi Cave, Cerdita (2022), de Carlota Pereda, El Prodigio (The Wonder, 2022), de Sebastián Lelio, y El Menú (The Menu, 2022), de Mark Mylod, sin embargo ninguna le llega a los talones en materia de calidad y amplitud doctrinaria iconoclasta al regreso al ruedo de Luca Guadagnino, Hasta los Huesos (Bones and All, 2022), una experiencia en verdad inigualable y de una intensidad arrolladora como el cine actual -casi siempre soso y repetitivo- hace mucho tiempo no ofrecía. El director italiano, que comenzó su carrera con el pie izquierdo mediante las flojas Los Protagonistas (The Protagonists, 1999) y Melissa P. (2005), fue creciendo a nivel artístico de una manera inusitada gracias a tres melodramas que se movían entre el humanismo un tanto cerebral y ese preciosismo sutil al servicio del relato adulto, la bautizada Trilogía del Deseo de Yo Soy el Amor (Io Sono l’Amore, 2009), Cegados por el Sol (A Bigger Splash, 2015) y Llámame por tu Nombre (Call Me by Your Name, 2017), la segunda una remake de La Piscina (La Piscine, 1969), clásico de Jacques Deray, que anticipaba lo hecho en ocasión de la ambiciosa Suspiria (2018), reinterpretación genial y enigmática de la querida obra del mismo título de 1977 del paisano Dario Argento. Basado en la novela homónima del 2015 de la norteamericana Camille DeAngelis, el guión de David Kajganich, colaborador asiduo de Guadagnino como lo demuestran Cegados por el Sol y Suspiria y responsable además de las tramas de las flojas y conflictivas Invasores (The Invasion, 2007), de Oliver Hirschbiegel, y Bahía de Sangre (Blood Creek, 2009), de Joel Schumacher, y las muy superiores Historia Verdadera (True Story, 2015), de Rupert Goold, y El Terror (The Terror, 2018), una serie para AMC que comandó con motivo de su excelente primera temporada, se centra en una década del 80 en la que una muchacha con impulsos caníbales irrefrenables símil afección hereditaria, Maren Yearly (Taylor Russell, actriz revelación que ya había brillado en opus de Trey Edward Shults y Thor Freudenthal), vive huyendo de pueblo en pueblo hasta que su progenitor, Frank (André Holland), colapsa y opta por abandonarla poco después del cumpleaños número 18 de la chica, dejándole dinero, su certificado de nacimiento para que sepa quién es su madre, Janelle Kerns (Chloë Sevigny), y un cassette en el que narra sus diversos ataques por apetito, empezando por la arremetida contra una niñera a los tres años de edad. En su periplo a lo ancho de Estados Unidos en pos de Janelle, Maren se encuentra una noche con un sujeto muy bizarro llamado Sully (Mark Rylance), quien se define como un “devorador” y afirma haberla identificado por el olor ya que aquí la antropofagia se parece a la licantropía aunque sin metamorfosis y con las destrezas olfativas de los animales carnívoros, esos que dividen al mundo entre sus pares y todo aquello con vida que se come. El veterano la invita a degustar a una anciana y pretende adoptar a la púber como una especie de aprendiz, no obstante Yearly lo rechaza y robando un minimercado conoce a otro devorador, Lee (Timothée Chalamet, aquí además oficiando de productor luego de hacerse famoso en todo el globo gracias a Llámame por tu Nombre), veinteañero que suele asesinar a desconocidos en la carretera para robar dinero, vehículos y lo que sea que le llame la atención en el hogar de las víctimas. Pronto el amor surge entre los jóvenes y Lee decide acompañarla hasta la supuesta casa de la madre, viaje que incluye una visita a la hermana menor del muchacho, Kayla (Anna Cobb), el homicidio de un gay y padre de familia que trabajaba en un puesto de feria, Lance (Jake Horowitz), el cual por cierto dispara problemas de conciencia en Maren, y el encuentro con un devorador tenebroso y cínico, Jake (Michael Stuhlbarg), y su acólito/ groupie, Brad (David Gordon Green), el primero enfatizando que comerse a la víctima eventual “hasta los huesos” supera por mucho en efusividad al hecho de sólo engullir carne. Siguiendo la pista del certificado de nacimiento el dúo halla a la abuela de Yearly, Bárbara (Jessica Harper), quien revela que Janelle fue adoptada y ahora está recluida por motu proprio en un manicomio, donde Maren descubre que se fagocitó sus manos y pretende matarla para ahorrarle el frenesí del hambre. Guadagnino en Hasta los Huesos inventa la road movie romántica caníbal de terror por un lado cortando bastante con la tradición previa -aunque sin desconocerla del todo, al igual que el sustrato de los muertes vivientes antropófagos y conscientes del cine posmoderno- y por el otro lado combinando recursos del indie y esa contracultura de ayer y hoy, desde la marginalidad adolescente de Criatura de la Noche (Låt den Rätte Komma in, 2008), obra maestra de Tomas Alfredson, y Ginger Snaps (2000), de John Fawcett, las truculencias de Todos los Días Problemas y el carácter lánguido del primer Gus Van Sant de Mala Noche (1986), Drugstore Cowboy (1989) y Mi Mundo Privado (My Own Private Idaho, 1991) hasta la influencia existencialista de aquella Trilogía de las Road Movies de Wim Wenders, Alicia en las Ciudades (Alice in den Städten, 1974), Falso Movimiento (Falsche Bewegung, 1975) y En el Curso del Tiempo (Im Lauf der Zeit, 1976), los trabajos ya posteriores del realizador alemán en el rubro, París, Texas (1984) y Hasta el Fin del Mundo (Bis ans Ende der Welt, 1991), e incluso clásicos rotundos del “amor en fuga” de la talla de Bonnie & Clyde (1967), de Arthur Penn, Los Asesinos de la Luna de Miel (The Honeymoon Killers, 1970), de Leonard Kastle, y Malas Tierras (Badlands, 1973), opus de Terrence Malick. Así como en Llámame por tu Nombre, sin duda alguna la mejor película gay del nuevo milenio, había optado por eliminar los desnudos y el narrador en off del guión de James Ivory, el director aquí vuelve a evitar un enfoque erótico bertolucciano tradicional para ganarse al público mainstream actual -un tanto mucho pudoroso- y apenas si limita a la primera mitad del metraje la voz del padre de la protagonista, grabación que de todos modos no cae para nada en la obsesión contemporánea con la sobreexplicación vía soliloquios, optando en cambio por apoyarse en un excelente desempeño de Arseni Khachaturan en fotografía (el bielorruso evita engolosinarse con la fotografía digital y mantiene un realismo setentoso y poético cruel muy bien logrado), Marco Costa en edición (los cortes son siempre perfectos porque a pesar de los 131 minutos el ritmo nunca aminora su marcha) y de los maravillosos Trent Reznor y Atticus Ross en música (la dupla se lanza de cabeza al terreno del country, el folk y el blues a lo americana de Ry Cooder, más canciones adicionales como Lick It Up, de Kiss, Your Silent Face, de New Order, y la legendaria Atmosphere, de Joy Division). Con un elenco magnífico en el que brillan Stuhlbarg, Rylance, Russell y Chalamet, Hasta los Huesos es una propuesta hipnótica y sumamente valiente en términos del mainstream planetario que puede leerse como una alegoría acerca de las sectas, el asesinato en serie, las familias perversas, la enajenación, el vampirismo, los hombres lobos, la homosexualidad, la voluntad saboteada y la marginación/ explotación en una comunidad enferma y paradójica, cuya triste “paz” es sinónimo de expulsar y callar a los diferentes so pena de darles caza…
Privilegio o disparidad de poder El movimiento mayormente virtual del #MeToo se originó en el 2017 como una reacción símil bola de nieve a partir de las múltiples acusaciones de violación y acoso sexual sobre el excrementicio Harvey Weinstein, un magnate psicópata hollywoodense dueño primero de Miramax y luego de The Weinstein Company que durante tres décadas se dedicó a hacer lo que quisiese con sus empleadas sin que nadie hiciese algo al respecto cual secreto sucio a voces, sin embargo -como suele ocurrir con casi todas las olas culturales o sociales sin autocrítica y de influjo persecutorio- pronto el asunto derivó en la autoparodia y el ridículo tácito de la mano de una infinidad de alegatos cruzados en redes sociales que se parecían a una típica caza de brujas, a un pánico moral rosa y en el peor de los casos a una histeria colectiva semejante a aquellas de las décadas del 80 y 90 en torno al satanismo, el heavy metal, las capas menesterosas suburbiales, el hip hop y las sectas suicidas o de abusadores de niños. Así como todo nació desde la valentía de un puñado de actrices que fueron acosadas por Weinstein y en un principio hicieron olvidar a todos que formaban parte del mismo círculo del “privilegio blanco” del victimario, progresivamente su condición de multimillonarias apestosas ofició de búmeran porque puso en primer plano que el grueso del movimiento en cuestión respondía al feminismo blanco hiper pudiente o feminazismo fundamentalista o feminismo discriminador que se concentra sólo en burguesas de buen pasar y desconoce criterios de raza y clase social, centrales para constatar el hecho de que por cada hembra de clase media/ alta molestada hay miles de mujeres de minorías varias o de mayorías pauperizadas que sufrieron lo mismo o mucho peor, de allí que las denuncias iniciales de Rose McGowan, Ashley Judd y Gwyneth Paltrow terminasen tapadas en el candelero público con el transcurso de los años mediante los casos de Asia Argento, quien de acusar al magnate de Miramax pasó a ser acusada ella misma en 2018 de violación por parte del actor Jimmy Bennett, y del divorcio del 2022 de Johnny Depp y Amber Heard, dos borrachos violentos que borraron la línea de la autovictimización oportunista femenina. Que la realización hollywoodense basada en una de las investigaciones periodísticas que dieron a conocer los abusos sistemáticos de Weinstein, Ella Dijo (She Said, 2022), dirigida por la alemana Maria Schrader y escrita por la británica Rebecca Lenkiewicz, haya sido un fracaso rotundo de taquilla simboliza a todas luces el agotamiento de una causa mundial que empezó siendo valedera, mutó en un macartismo misándrico hilarante y hoy por hoy cayó en un relativo olvido acompañado por algo de terreno político ganado, centrado sobre todo en la corrección política de vaginas secas/ antisexual (vuelta al feminismo blanco de derecha de los años 70 y 80 que niega toda libertad de expresión) y la paranoia de muchos hombres ante lo que perciben como una “amenaza latente” (nueva ola de misoginia aunque ahora mucho mejor organizada porque resulta muy fácil desbancar los argumentos y las tácticas del feminismo blanco por el generoso volumen de acusaciones falsas e hipérboles del #MeToo, su cyberbullying a lo Inquisición de la Edad Media y la discriminación de siempre de las cerdas caucásicas contra las mujeres negras, las latinas y las asiáticas que no ocupan posiciones gerenciales/ de poder como ellas y no cuentan con voz propia o acceso a la información, amén del hecho de que el #MeToo obvió por completo el accionar policial e industrias mucho más propensas al acoso que la del espectáculo en sintonía con la limpieza, la atención al cliente y la prostitución). Ella Dijo se basa en la investigación del 2017 para el periódico The New York Times de Jodi Kantor, Megan Twohey y Rebecca Corbett y en el libro homónimo del 2019 de Kantor y Twohey, pesquisa alrededor de Weinstein como depredador sexual que a su vez fue precedida por una homóloga que empezó antes aunque se publicó cinco días después del artículo original del 5 de octubre del 2017 de The New York Times, hablamos de una investigación paralela de parte de Ronan Farrow -vástago de Woody Allen y Mia Farrow- para la revista The New Yorker que fue frenada bajo presión del todopoderoso Weinstein por la cadena de TV para la que el periodista trabajaba, NBC, faena que llevaría a ambos medios a ganar en 2018 el Premio Pulitzer por Servicio Público. La obra de Schrader, responsable de las interesantes Stefan Zweig: Adiós a Europa (Vor der Morgenröte, 2016) y El Hombre Perfecto (Ich bin dein Mensch, 2021), sigue prolijamente aunque sin demasiada imaginación u osadía el derrotero inicialmente en solitario de Kantor (Zoe Kazan), quien se entera de las “costumbres” perversas de Weinstein (Mike Houston) cuando McGowan (voz de Keilly McQuail) denuncia haber sido violada a los 23 años por el magnate, lo que deriva en acusaciones de acoso por parte de Judd (Ashley se interpreta a sí misma) y Paltrow (no interviene en persona) aunque sin la intención de hacerlo público a toda pompa por miedo a dañar sus trayectorias como actrices. La jefa de Kantor, Corbett (Patricia Clarkson), percibe el punto muerto y suma a la reportera más experimentada Twohey (Carey Mulligan), quien viene de una depresión posparto y de denunciar en balde a un Donald Trump, otro acosador cobarde de muy larga data, que llegó sin problemas a la presidencia, dúo que descubre la red de “contención legal” montada por Weinstein para que ninguno de los episodios llegue a juicio, un esquema que incluye conexiones con la fiscalía, abogados de alto perfil, pagos por debajo de la mesa, muchos acuerdos de confidencialidad e incluso la cooptación de mercenarios legales como la pancista Lisa Bloom (Anastasia Barzee), supuesto icono feminista que trabajó codo a codo con el amigote Harvey para dar de baja cada una de las acusaciones sobre su persona como consta en un libro de Farrow, Atrapa y Mata: Mentiras, Espías y una Conspiración para Proteger a los Depredadores (Catch and Kill: Lies, Spies, and a Conspiracy to Protect Predators, 2019), epopeya a su vez trasladada a una miniserie documental de HBO, Atrapa y Mata: Las Grabaciones del Podcast (Catch and Kill: The Podcast Tapes, 2021), de Fenton Bailey y Randy Barbato. El equipo finalmente consigue testimonios incriminatorios de varias asistentes de producción, secretarias y empleados polirubro de las empresas del multimillonario e incluso llega a un memorando interno de denuncia de Miramax escrito por una víctima, todo gracias a uno de los ex contadores de Weinstein con problemas de conciencia, Irwin Reiter (Zach Grenier). En esencia perteneciente a la larga tradición de películas de investigación periodística y/ o judicial, esa que arranca en su faceta moderna con Todos los Hombres del Presidente (All the President’s Men, 1976), de Alan J. Pakula, sigue con JFK (1991), de Oliver Stone, El Informante (The Insider, 1999), de Michael Mann, y Zodíaco (Zodiac, 2007), de David Fincher, y llega hasta las recientes En Primera Plana (Spotlight, 2015), de Tom McCarthy, Sólo la Verdad (Truth, 2015), de James Vanderbilt, y The Post: Los Oscuros Secretos del Pentágono (The Post, 2017), de Steven Spielberg, Ella Dijo pretende acercarse a todas las anteriores para alejarse de la pirotecnia sarcástica del Adam McKay de La Gran Apuesta (The Big Short, 2015), El Vicepresidente (Vice, 2018) y No Miren Arriba (Don’t Look Up, 2021) y de paso recuperar la dimensión temática de El Escándalo (Bombshell, 2019), faena de Jay Roach acerca de la expulsión en 2016 de Roger Ailes de la cúpula de Fox News por sexismo y acoso reiterado, no obstante el resultado concreto honestamente no pasa de lo correcto ni llega a superar lo hecho por otros dramas testimoniales de los últimos años símil Reporte Clasificado (The Report, 2019), de Scott Z. Burns, Secretos de Estado (Official Secrets, 2019), de Gavin Hood, y en especial El Precio de la Verdad (Dark Waters, 2019), opus maravilloso de Todd Haynes acerca de la contaminación masiva en ríos y terrenos con ácido perfluorooctanoico a instancias de DuPont, mega mafia multinacional del segmento químico. El elenco está bien y asimismo el guión de Lenkiewicz, aquella de Ida (2013), de Pawel Pawlikowski, Desobediencia (Disobedience, 2017), de Sebastián Lelio, y Colette (2018), de Wash Westmoreland, pero el film en sí no va más allá de un resumen entretenido y algo estéril/ rutinario de los testimonios que llevaron a esa condena de 23 años de prisión para Weinstein, planteo que por lo menos sirve para ejercitar la memoria sobre la cultura del privilegio capitalista y difundir que las verdaderas heroínas fueron mujeres en puestos de nulo poder que dieron su testimonio y que en pantalla están representadas por Rowena Chiu (Angela Yeoh), Zelda Perkins (Samantha Morton) y Laura Madden (Jennifer Ehle).
Nunca digas mentiras o la nariz te crecerá Al contrario de lo que sucede con tantos otros directores y guionistas de hoy en día que se la pasan robando a artesanos y obras de arte previas sin agregar a la amalgama algo nuevo, interesante, sensato, valioso o siquiera propio, algún mínimo detalle que separe al producto de turno de la catarata de opus semejantes del streaming contemporáneo y lo poco que aún continúa llegando a las salas tradicionales de cine, Guillermo del Toro sinceramente nunca tuvo demasiados problemas a la hora de reconocer sus influencias -apenas alguna que otra acusación de plagio de por medio- porque el cineasta mexicano se toma al asunto como un homenaje y sobre todo debido a que sí suma a la propuesta rasgos muy de su idiosincrasia de izquierda que logran sobresalir de inmediato en el reino de la intercambiabilidad anodina audiovisual del Siglo XXI. En este sentido basta con chequear sus últimas películas ya que así como La Cumbre Escarlata (Crimson Peak, 2015) se inspiraba en Los Inocentes (The Innocents, 1961), de Jack Clayton, y La Casa Embrujada (The Haunting, 1963), de Robert Wise, La Forma del Agua (The Shape of Water, 2017) estaba basada en El Monstruo de la Laguna Negra (Creature from the Black Lagoon, 1954), de Jack Arnold, y en El Hombre Anfibio (Chelovek-Amfibiya, 1962), de Vladimir Chebotaryov y Gennadiy Kazanskiy, y El Callejón de las Almas Perdidas (Nightmare Alley, 2021) ya era una remake explícita de Callejón de la Pesadilla (Nightmare Alley, 1947), de Edmund Goulding, o a lo sumo otra adaptación -muy parecida a la anterior- del mismo mítico libro de 1946 de William Lindsay Gresham. El estigma de las reinterpretaciones sigue su marcha hasta abarcar a sus dos opus más recientes, ambos en sociedad con Netflix, hablamos de El Gabinete de Curiosidades (Cabinet of Curiosities, 2022), una antología de terror, fantasía y misterio bastante errática y muy cercana a la producción literaria del inefable H.P. Lovecraft, y Pinocho (Pinocchio, 2022), una flamante versión de Las Aventuras de Pinocho (Le Avventure di Pinocchio), la archiconocida obra de Carlo Collodi publicada primero en forma serializada entre 1881 y 1882, en la revista infantil Periódico para Niños (Giornale per i Bambini), y después con la estructura usual de un libro en 1883, sin duda la acepción popularizada en todo el planeta. Del Toro anunció el proyecto originalmente en 2008 y recién una década después consiguió el respaldo necesario con la asistencia de The Jim Henson Company, ShadowMachine y Pathé y el financiamiento de Netflix, una compañía casi nunca preocupada por la calidad de sus productos o la exhibición en salas que en ocasiones opta por apoyar a autores concretos para fagocitar su prestigio en pos de conseguir premios que “legitimen” a la empresa en términos culturales o artísticos dentro del propio Hollywood. Ayudado de manera decisiva por el codirector Mark Gustafson, un animador veterano que participó en las recordadas secuencias en claymation o plastimación o animación con plastilina y/ o arcilla de Las Aventuras de Mark Twain (The Adventures of Mark Twain, 1985), obra maestra del rubro del gran Will Vinton, Oz, un Mundo Fantástico (Return to Oz, 1985), la querida secuela no oficial de Walter Murch de El Mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939), de Victor Fleming, y Cerebro se Busca (Brain Donors, 1992), remake muy bizarra de parte de Dennis Dugan de Una Noche en la Ópera (A Night at the Opera, 1935), aquel clásico de Sam Wood con los Hermanos Marx, amén de haber sido el director de animación de El Fantástico Sr. Zorro (Fantastic Mr. Fox, 2009), lectura en stop motion/ animación fotograma por fotograma al mando de Wes Anderson de la novela homónima de 1970 de Roald Dahl, Del Toro estuvo cuatro años construyendo Pinocho y lamentablemente su versión llegó en un momento en el que el personaje y el periplo de Collodi están demasiado agotados porque venimos de dos exégesis recientes y de muy alto perfil, primero la versión para adultos y en live action de Matteo Garrone del 2019, un film digno que se alejaba del sustrato meloso y castrador de tantas acepciones previas, y segundo el opus de este mismo 2022 de Robert Zemeckis, verdadero bodrio que formaba parte de la andanada interminable de remakes en live action de The Walt Disney Company a partir de sus epopeyas animadas de antaño, en este caso vampirizando a la faena de 1940, un opus colectivo dirigido por Ben Sharpsteen, Hamilton Luske, Bill Roberts, Jack Kinney, Wilfred Jackson, Thornton Hee y Norman Ferguson, pobres esclavos del mismísimo Disney, tirano patético de su época que todo se lo atribuía. Desde hace años se sabía que el mexicano optó por el stop motion y movió el grueso de la acción desde las postrimerías del Siglo XIX de Collodi a la dictadura de la Italia fascista (1922-1943), no obstante la trama comienza tiempo antes, en la Primera Guerra Mundial, cuando el carpintero bucólico y viudo Geppetto (David Bradley) pierde a su hijito Carlo (Gregory Mann) como consecuencia de un bombardeo de las Potencias Centrales sobre una iglesia en la que estaba trabajando con motivo de un Cristo para el púlpito principal. Veinte años de lamentos de por medio, el maestro carpintero una noche lluviosa se emborracha y decide cortar un pino que había plantado y visto crecer, a metros nomás de la tumba de su vástago, para crear un títere que reemplace al finado, árbol en el que a su vez pretendía vivir un insecto parlanchín, Sebastián J. Grillo (excelente desempeño de Ewan McGregor), quien es testigo de la aparición de un Hada de la Madera (Tilda Swinton) que se conmueve por el suplicio del anciano y le otorga la vida al precario muñeco, Pinocho, con Sebastián oficiando de guardián -a cambio de un deseo en suspenso- porque el insecto ya estaba muy cómodo viviendo en su corazón. Pronto nuestro mocoso se gana la desconfianza de toda la comunidad, encabezada por un sacerdote (Burn Gorman) y un militar y operador político del fascismo bautizado Podestà (el genial Ron Perlman, actor fetiche de Guillermo), para colmo Pinocho capta la atención de un ex aristócrata reconvertido en empresario circense y militante fascista, el Conde Volpe (Christoph Waltz), el cual se obsesiona con explotar al protagonista en un espectáculo de marionetas a cargo de un babuino, Spazzatura (Cate Blanchett). Entre una escolarización frustrada, un contrato leonino con Volpe y visitas de ultratumba que lo ponen en contacto con la Muerte (Swinton de nuevo), quien le explica que puede regresar una y otra vez al universo de los vivos porque no respira como ellos, el títere actuará un tiempo a las órdenes del conde, será asesinado por un secuaz de Benito Mussolini (Tom Kenny) y terminará confinado al campamento militar juvenil de Podestà, junto con el hijo del susodicho, Candlewick/ Mecha de Vela (Finn Wolfhard), para poco después ser tragado por un monstruo marino gigantesco y reencontrarse con su progenitor. La versión de Del Toro compensa con sabiduría humanista lo que le falta en frescura, por una fábula ya muy quemada en el inconsciente colectivo, y no sólo es la mejor desde el film de 1940 del emporio Disney sino una de las más sorprendentes, maduras y perspicaces -en términos de discurso y valentía formal- porque retoma esa animación para adultos de los 80 que gustaba de disfrazarse de “apta para todo público” para que no molesten los sultanes de la infantilización consumista ni los ejecutivos descerebrados del mainstream, mérito que se magnifica si pensamos que esta Pinocho dialoga -por oposición tácita- tanto con el sustrato conservador y muy moralista de Collodi como con el fetichismo fantástico y melodramático de Walt, siendo los principales cambios la reconversión del Cochero en Podestà, de la Isla de los Juegos en el llamado Proyecto Militar de Elite para Jóvenes Patriotas Especiales y del gato Gedeón, el zorro Honrado Juan y el titiritero Strómboli/ Comefuego/ Mangiafuoco en el Conde Volpe, además de la desaparición de la subtrama de la transformación en burro -ahora sería, en todo caso, en oficial fascista pero esta metamorfosis no llega a concretarse- y las referencias a la parábola del “creador que pretende desprenderse de su creación” símil Frankenstein o el Moderno Prometeo (Frankenstein or the Modern Prometheus, 1818), de Mary Shelley, algo que tiene que ver con un minimalismo evidente, léase este trasfondo de “menos es más”, y con un enfoque osado que no le esquiva a temáticas como el óbito, la paternidad imperfecta, el fundamentalismo político e ideológico, las actitudes caprichosas pueriles, la violencia como cultura institucional, la manipulación de masas y el fenómeno de los niños soldados vía secuestro y lavado de cerebro. Más un relato gótico que un cuento de hadas remozado ya que lo que se busca es el autodescubrimiento de un yo autónomo y no tan imitativo posmoderno, la propuesta considera a los colegios como instituciones de control social y a la rebeldía como un sinónimo de pensamiento independiente aunque sin garantía de erudición, sin escaparle tampoco a la ortopedia emocional detrás del muñeco, el eterno rol de cómplice de la Iglesia Católica en las dictaduras y el quid paradójico de una industria del espectáculo que permite expresiones de descontento pero explota a los artistas. Sin corrección política de antojo marketinero y con pocas y buenas canciones de Alexandre Desplat y un glorioso diseño de producción basado en las ilustraciones de Gris Grimly para la edición de 2002 del libro de Collodi, Del Toro no sermonea a su público e incluye una mayor presencia de Geppetto porque en esta oportunidad la paternidad es muy importante, desde el rechazo inicial del purrete a la aceptación cuando se ausenta, esquema narrativo que corre en paralelo con un retrato de época que a su vez funciona como una excusa para un pacifismo antifascista de una enorme vigencia en el nuevo milenio ya que satiriza a la histeria comunal de derecha, el militarismo, el culto a la personalidad, la uniformización intelectual, la hegemonía oficialista, la idiotez sumisa del vulgo y la cobardía que se escuda en discursos de odio y la mentalidad binaria del amigo y el enemigo para todo, símbolo de los pelmazos que desconocen la gama de grises de las sociedades humanas. Mucho mejor que lo que hubiese sido una odisea en stop motion del Tim Burton de El Extraño Mundo de Jack (The Nightmare Before Christmas, 1993) y Jim y el Durazno Gigante (James and the Giant Peach, 1996), ambas de Henry Selick, El Cadáver de la Novia (Corpse Bride, 2005), codirigida junto a Mike Johnson, y hasta Frankenweenie (2012) si no se hubiese vendido asquerosamente al mainstream, Pinocho por un lado supera a trabajos recientes y atractivos como Dios Loco (Mad God, 2021), opus de Phil Tippett, y La Casa (The House, 2022), de Emma de Swaef, Marc James Roels, Niki Lindroth von Bahr y Paloma Baeza, y por el otro lado obvia la ligereza del Selick de Coraline (2009) y Wendell & Wild (2022), la amargura ultra fatalista de $9.99 (2008), de Tatia Rosenthal, Mary & Max (2009), de Adam Elliot, y Anomalisa (2015), de Charlie Kaufman y Duke Johnson, el marco indie freak del Anderson de El Fantástico Sr. Zorro e Isla de Perros (Isle of Dogs, 2018) y las bufonadas de Nick Park y Steve Box modelo Pollitos en Fuga (Chicken Run, 2000) y Wallace & Gromit: La Batalla de los Vegetales (Wallace & Gromit: The Curse of the Were-Rabbit, 2005). Entre la melancolía, la mortalidad y el grotesco, el astuto realizador mexicano elimina toda fantasía demagógica y recupera la metáfora del embuste a la vista de todos menos del mentiroso…
La policía mundial en Medio Oriente El cine de superhéroes llegó a un nivel de saturación y de despropósito tan elevado que muchos de los retrasados mentales del público y de los analfabetos culturales de mierda de la crítica audiovisual durante el último tiempo empezaron tibiamente a replantear sus loas al formato -eufemismo por oportunismo comercial o lobotomía de parte del mainstream imperialista más mediocre contemporáneo- y hasta de vez en cuando dejan entrever algún atisbo de decepción porque “descubrieron” muy tardíamente que todas las películas son prácticamente idénticas como botellas de Coca Cola o hamburguesas de McDonald’s. El cansancio abarca no sólo la bazofia de Marvel sino también la de la competencia, esa de DC que en un principio trató de diferenciarse con un tono narrativo más sombrío y paciente aunque lo cierto es que la última década de bodrios -defenestrados ya por Martin Scorsese, James Cameron, Francis Ford Coppola y hasta el lelo de Quentin Tarantino- ha demostrado que cada día que pasa el emporio DC se parece más a Marvel no tanto por los chistecitos descerebrados, la torpeza discursiva general, la sobreabundancia de personajes innecesarios o las tramas que parecen telenovelas sino por la presencia casi permanente de CGI, tomas totalmente irreales y forzadas, un diseño de personajes flojo o intercambiable, una edición frenética que difumina el encanto de las escenas de acción y un maniqueísmo tan pero tan redundante que en ocasiones se pretende disimularlo vía una mínima complejidad moral. Black Adam (2022), dirigida por Jaume Collet-Serra a partir de un guión de Adam Sztykiel, Rory Haines y Sohrab Noshirvani, no es la excepción dentro de este estado de cosas y por ello nos topamos con un nuevo mamarracho con flashbacks absurdos incesantes, secuencias de lucha interminable -una después de la otra y casi sin escenas intermedias- y parlamentos explicativos que no dejan nada abierto a la interpretación del espectador circunstancial y llegan al colmo de interrumpir las mentadas escaramuzas mediante soliloquios ridículos que describen lo evidente para el público de oligofrénicos inmundos que consumen estos productos. Un spin-off de ¡Shazam! (2019), aquella mega porquería de David F. Sandberg, la propuesta comienza en el año 2600 a.C. cuando el monarca absoluto de Kahndaq, país ficticio de Medio Oriente, Ahk-Ton (Marwan Kenzari), crea la Corona de Sabbac para ser invencible pero es detenido por un muchacho que se transforma en el campeón de Kahndaq gracias a los poderes de Shazam otorgados por el Consejo de Magos, terminando de hecho con el régimen del tirano en cuestión. En el presente la nación está a merced del sindicato criminal capitalista Intergang, por lo que una arqueóloga que forma parte de la resistencia, Adrianna Tomaz (Sarah Shahi), decide invocar al que cree que es el campeón adormecido, Teth-Adam (Dwayne Johnson), no obstante fue su vástago, Hurut (Jalon Christian), quien recibió las destrezas mágicas y él sólo las obtuvo cuando el adolescente renunció a ellas. La realización en sí no tiene una historia propiamente dicha porque gira constantemente alrededor de un intento de crítica muy leve al imperialismo norteamericano a través de una Tomaz -viuda debido a la invasión de Intergang, madre de un preadolescente fanático de los cómics, Amon (Bodhi Sabongui), y hermana de un clásico comic relief, el esperpéntico Karim (Mohammed Amer)- que afirma con razón que los supuestos “salvadores” de turno que llegan desde el ámbito anglosajón, la Sociedad de la Justicia, no intervinieron cuando la organización delictiva invadió el país, cuando robaron sus recursos naturales y cuando se dedicaron a reprimir y matar al pueblo, de allí se explica la opción de refritar al héroe de antaño que en verdad es un loquito traumatizado cercano a los villanos, léase ese Teth-Adam de The Rock que luego será conocido como Black Adam, antihéroe ultra literal que se enfrenta primero al maquiavélico heredero de aquel Ahk-Ton que asesinó a su hijo, Ishmael (Kenzari de nuevo), a quien mata para después verlo renacer como el archivillano sobrenatural/ diabólico Sabbac, y segundo a los yanquis tarados amigos de las calzas, las máscaras y el cinismo vacuo, en este caso un cónclave de cuatro integrado por Hawkman (Aldis Hodge), Doctor Fate (Pierce Brosnan), Cyclone (Quintessa Swindell) y Atom Smasher (Noah Centineo), los dos primeros veteranos y los restantes bisoños para cubrir todos los rangos etarios, jugada que incluye la típica pluralidad racial del marketing woke. El catalán Collet-Serra otrora fue un artesano con un margen de autonomía creativa más que importante como lo demostraron sus recordadas incursiones en el terror, hablamos de La Casa de Cera (House of Wax, 2005), La Huérfana (Orphan, 2009) y Miedo Profundo (The Shallows, 2016), y su ciclo de colaboraciones con Liam Neeson dentro del paraguas del thriller de acción, espionaje y/ o suspenso, pensemos en Desconocido (Unknown, 2011), Non-Stop: Sin Escalas (Non-Stop, 2014), Una Noche para Sobrevivir (Run All Night, 2015) y El Pasajero (The Commuter, 2018), sin embargo Jungle Cruise (2021), primer trabajo del señor con el cincuentón simpático de Johnson en un producto inspirado en una atracción de los parques temáticos de The Walt Disney Company, y la presente Black Adam subrayan su condición -transitoria, esperemos- de mercenario al servicio del mainstream más pueril y palurdo que fetichiza al cine homologado a montañas rusas y tragedias de cotillón, por un lado cayendo en un montaje caótico, monólogos melodramáticos muy sonsos, una banda sonora inflada al nivel de la exasperación y ese sarcasmo baladí paradigmático de Marvel y el último DC, con la honrosa excepción de la excelente The Batman (2022), obra de Matt Reeves, y por el otro lado incluyendo unos insólitos zombies en el desenlace y hasta algo de minimalismo -el combate en el cuarto de Amon entre Hawkman y el protagonista titular es un buen ejemplo- y pretendiendo estilizar las escenas de acción con bastante cámara lenta y un diseño de producción un poco más original que el paupérrimo promedio del mainstream estadounidense aunque sin llegar a lo hecho habitualmente por Guillermo del Toro, el único realizador de la actualidad que utiliza a la maquinaría CGI para tratar de innovar en monstruos y ambientación fantástica, basta con considerar toda su producción cinematográfica o su reciente antología de horror para Netflix, la errática aunque atractiva El Gabinete de Curiosidades de Guillermo del Toro (Guillermo del Toro’s Cabinet of Curiosities, 2022). Más allá del hecho de que Sabbac es en esencia Hellboy recauchutado y de que la utilización de Paint It Black (1966), de The Rolling Stones, y Bullet with Butterfly Wings (1995), de The Smashing Pumpkins, y los homenajes al paso a El Bueno, el Malo y el Feo (Il Buono, il Brutto, il Cattivo, 1966), de Sergio Leone, dan vergüenza ajena, aquí por lo menos la industria hollywoodense tuvo la acertada idea de unificar la destrucción en una tierra inexistente, Kahndaq, para evitar ser acusada de idiota e irresponsable por las distintas naciones del planeta que fueron “aniquiladas” en esta franquicia centrada en una policía mundial que no tiene nada que envidiarle a la de Richard Nixon, Ronald Reagan, George H.W. Bush, Bill Clinton, Barack Obama y el también execrable George W. Bush…