Una sociedad enferma. En el cine de Asghar Farhadi se unifican el talento y la paciencia, los dos componentes fundamentales de ese naturalismo -marca registrada del realizador- apuntalado en el día a día de personajes que arrastran problemas de manera cíclica hasta que un catalizador al paso magnifica sus disgustos. Los melodramas de suspenso del iraní, tan deudores de John Cassavetes como de Alfred Hitchcock, constituyen una anomalía en lo que respecta a la cartelera internacional contemporánea porque por un lado analizan con una enorme eficacia y complejidad la sociedad musulmana y por el otro cuentan con un sex appeal de corte occidental, ya que incorporan andamiajes y motivos exógenos sin perder jamás la fluidez y logrando que los mismos no se sientan fuera de lugar en el planteo general. De hecho, en El Viajante (Forushande, 2016), su último film, regresan sus intérpretes habituales Shahab Hosseini, Taraneh Alidoosti y Babak Karimi y en el devenir adquiere una gran importancia La Muerte de un Viajante (Death of a Salesman), la famosa obra teatral de Arthur Miller. La trama comienza con Emad (Hosseini) y Rana Etesami (Alidoosti), una pareja burguesa, teniendo que abandonar el departamento donde viven debido a que el accionar de una excavadora de una construcción lindante provoca el colapso de la estructura del edificio. Ambos actúan en una puesta del clásico de Miller y por medio de un colega mutuo, Babak (Karimi), consiguen un nuevo hogar que parece ideal para su proyecto -no del todo asumido- de concebir a un hijo para revalidar su amor. Lamentablemente la tranquilidad se desvanece cuando una noche Rana es golpeada en un intento de violación en el baño de su casa, lo que deriva en una herida en la cabeza y un trauma psicológico. En las horas posteriores al ataque Emad descubre que el perpetrador -por su fuga motivada por los gritos de la mujer- se olvidó su celular y las llaves de su camioneta, a la que halla estacionada cerca del departamento. Mientras que ella decide no hacer la denuncia ante la policía, él se lanza a una investigación por su cuenta para dar con el paradero del agresor y ajusticiarlo. Aquí una vez más Farhadi se sirve del entramado de mentiras, “evasiones” y problemas no resueltos en el que deambulan sus creaciones para poner de manifiesto las diferentes facetas de la vida en comunidad y el choque entre el mandato social y los dilemas del ámbito privado. En este contexto, La Muerte de un Viajante aparece como un metadiscurso muy interesante porque permite a los protagonistas exteriorizar -en esa ficción dentro de la ficción- los sentimientos que no se animan a translucir en su cotidianeidad, una que estalla en pedazos tanto por el abuso en sí como por las circunstancias bizarras en que se llevó a cabo. La serenidad del director hace que el desarrollo se divida en segmentos neorrealistas que se toman su tiempo para tejer vínculos varios vía la sutileza y el detallismo, los ejes principales de la estrategia narrativa de base: la intolerancia internalizada del esquema religioso en que viven Emad y Rana demoniza a la víctima y hasta los deja en la más pura soledad al instante de buscar algún tipo de reparación ante la debacle inesperada de turno. Junto a la inoperancia tradicional del estado y una colaboración hipócrita por parte de los vecinos de la pareja, quienes se la pasan chusmeando y en el momento de la arremetida no levantaron ni un dedo para detener al perverso, es la falta de un horizonte moral que respete al prójimo el inconveniente central del colectivo que construye la película. Precisamente, nadie se salva de los dardos subrepticios de Farhadi porque si bien el humanismo está a la orden del día y nos aclara que cada uno hizo hasta cierto punto “lo que pudo”, tampoco se puede obviar que todos los personajes tuvieron algo de que arrepentirse a lo largo de la faena: Emad se va transformando progresivamente en un ángel ciego de la venganza como una forma de demostrar su cariño hacia Rana, la cual -al no hacer la denuncia- termina celebrando una impunidad vinculada a una cobardía errática que muta en una suerte de misericordia cristiana venida a menos durante el último capítulo del relato, cuando por fin conocemos al responsable del ataque y de a poco el patetismo se eleva a alturas inauditas. Ahora bien, esos 30 minutos finales de El Viajante rankean en punta entre los momentos más angustiantes del cine reciente, una síntesis perfecta de todo lo que se puede lograr cuando eclosiona la verdad y ésta se combina con el núcleo de lo “no dicho”, la matriz de una pugna metamorfoseada en la hipocresía familiar y el rechazo a situar a la mujer en el mismo escalafón que el hombre (por ejemplo, hay una marcada insistencia en evitar utilizar la palabra “prostituta” para referirse a la profesión de la inquilina anterior del departamento de los protagonistas, circunstancia que se condice con la indignación que sienten los personajes en torno al asunto, al extremo de desinteresarse por Rana). Farhadi enfatiza que los conflictos negados terminan siendo más nocivos que los enfrentamientos explícitos, lo que funciona como punta de lanza para examinar el popurrí de miserias de una sociedad enferma y de idiosincrasia bipolar que busca siempre olvidar las crisis en vez de resolverlas para mantener una fachada de paz mediante “desviaciones” que destruyen toda confianza…
Sólo el dolor nos legitima Luego de un período dominado por obras olvidables, M. Night Shyamalan con Fragmentado termina de redondear un regreso francamente insólito a lo mejor de su carrera, algo que ya habíamos intuido en la previa y también refrescante Los Huéspedes… Lamentablemente estamos en una época en la que los principales tanques del año de los estudios hollywoodenses son películas de superhéroes anodinas y mediocres, sin el más mínimo rasgo autoral que las diferencie una de la otra o quiebre -aunque sea momentáneamente- esa lógica serial digna de la televisión (el cine debería tomar de la TV actual la calidad de sus productos y no el encadenamiento de sus eternos eslabones). M. Night Shyamalan, en su nuevo opus Fragmentado (Split, 2016), vuelve a ese universo de “superhombres” reales y sufrientes que ya había examinado en la también maravillosa El Protegido (Unbreakable, 2000): de hecho, el film que hoy nos ocupa funciona a la vez como una secuela conceptual de aquella y como una confirmación del muy buen nivel al que ha regresado el hindú desde la anterior e hilarante Los Huéspedes (The Visit, 2015). Aquí el relato gira en torno a Kevin (James McAvoy), una víctima de abuso infantil por parte de su madre que con el tiempo construyó 23 personalidades en un caso extremo de trastorno de identidad disociativo. El hombre secuestra a tres adolescentes, Claire (Haley Lu Richardson), Marcia (Jessica Sula) y Casey (Anya Taylor-Joy), a quienes mantiene encerradas primero en una celda colectiva y luego en calabozos individuales improvisados, a medida que los intentos fallidos de escape se van acumulando. La historia desarrolla paralelamente las sesiones de Kevin con la Doctora Fletcher (Betty Buckley), una psiquiatra que ve desfilar por su consultorio diversas identidades dominantes en la psiquis del protagonista, y las diferencias entre las cautivas, ya que mientras que Claire y Marcia son las típicas burguesas consentidas, Casey sí tuvo que atravesar momentos turbulentos. El director introduce la idea de un poder sobrehumano que esquiva los clichés del género, en sintonía con El Protegido, a través del objetivo que persiguen todos los seres que habitan en Kevin: la captura de las chicas obedece a una ofrenda en favor de una misteriosa personalidad número 24 llamada “La Bestia”, que para colmo promete abrirse camino como el siguiente estadio de la evolución humana. La inteligencia de Shyamalan reside en la decisión de jugar con la dialéctica de los héroes y los villanos tanto a nivel de la mente del protagonista (Hedwig, una identidad que dice ser un niño de nueve años, es lo más parecido a una ayuda para las jóvenes) como en lo que respecta al contrapunto con Casey (la única figura capaz de entender el dolor subyacente en Kevin por su propia experiencia de vida, hablamos de un personaje fuerte que evita el envalentonamiento feminista bobo). Si bien el tópico de la escisión del inconsciente ya ha sido trabajado en muchas ocasiones, como por ejemplo en el famoso libro Sybil de Flora Rheta Schreiber de 1973 sobre el caso de Shirley Ardell Mason, en lo que atañe al séptimo arte se lo suele relacionar con el campo de los psicópatas y aledaños en un recorrido que comienza con Psicosis (Psycho, 1960) de Alfred Hitchcock, continúa con el Brian De Palma de Vestida para Matar (Dressed to Kill, 1980) y Demente (Raising Cain, 1992), y llega hasta El Club de la Pelea (Fight Club, 1999) de David Fincher. El hindú recupera en parte este legado pero lo saca del terreno del “remate del desenlace”, su funcionalidad más extendida, para acercarlo a preguntas más interesantes vinculadas con el doble filo de la capacidad de nuestra estructura psíquica para protegerse y al mismo tiempo “canibalizarse” de una manera subrepticia y fuera de control. Indudablemente el otro gran pivote de la propuesta pasa por el desempeño de McAvoy y Taylor-Joy: el británico se luce a puro histrionismo con muchos personajes sucesivos y hasta manteniendo conversaciones entre sí, una labor meticulosa que le permite explorar las distintas facetas de Kevin, y la norteamericana, a la que ya habíamos visto en Morgan (2016) y la gloriosa La Bruja (The Witch: A New-England Folktale, 2015), hoy termina de ratificar que es una de las promesas más importantes de los últimos años. Fiel a su estilo, en Fragmentado Shyamalan se reserva un rol muy gracioso para sí mismo e incluye una referencia directa a El Protegido, dos detalles que calzan perfecto dentro de un andamiaje narrativo que retoma una vieja premisa del horror, aquella que afirma -con toda la razón- que sólo el sacrificio y el pesar nos legitiman como personas, no así la banalidad diaria…
Un duelo verbal tracción a mentiras El estreno en Argentina de la ya lejana Los Ojos de Julia (2010) nos hizo descubrir a Oriol Paulo, un guionista y realizador español que de a poco terminó confirmándose como una de las figuras más interesantes del suspenso iberoamericano. Contratiempo (2016) es una nueva prueba de su talento para los climas opresivos y enrevesados… A priori se esperaba mucho de la nueva película de Oriol Paulo, uno de los principales responsables de lo mejor del suspenso español reciente y del cine de género iberoamericano en general, y por suerte el opus en cuestión no sólo no defrauda sino que además se abre camino como un interesante ejemplo de todo lo que se puede lograr cuando se exprimen con astucia los motivos clásicos de los thrillers para darles una vuelta de tuerca simple pero cumplidora. Para aquellos que no lo conozcan, Paulo firmó el guión de las prodigiosas Los Ojos de Julia (2010) y Secuestro (2016) y dirigió y escribió El Cuerpo (2012), su ópera prima y otro trabajo redondo de dialéctica hitchcockiana y toques de horror, algo así como la “marca registrada” del señor dentro de una industria -similar a su homóloga argentina- que cada año ofrece más y más obras que salen a competirle a Hollywood en sus dominios. Hoy Contratiempo (2016), el regreso de Paulo al doble rol de director y guionista, funciona como otra experiencia adrenalínica basada en el gran desempeño del elenco y en las idas y vueltas de una historia muy engañosa. El presente -y catalizador primordial del relato- es el encuentro entre el exitoso empresario Adrián Doria (Mario Casas) y la “preparadora de testigos” Virginia Goodman (Ana Wagener) a raíz de una acusación que pende sobre la cabeza del primero, a quien han hallado en un cuarto de hotel herméticamente cerrado y con el cadáver de su amante Laura Vidal (Bárbara Lennie). Frente a la posibilidad de que se presente ante la policía un testigo que enturbie aún más su situación, Doria le comienza a contar a Goodman acerca de un accidente automovilístico que él y la occisa protagonizaron tiempo atrás, relacionado a su vez con un chantaje que “desencadenó” la muerte de Vidal. Sin adelantar demasiado, podemos decir que la premisa de base se inspira por un lado en el andamiaje de los misterios centrados en una burguesía hipócrita, cobarde y desesperada por salir impune de sus crímenes (como si se tratase de un Claude Chabrol con esteroides), y por el otro en ese esquema de venganza patentado por Ingmar Bergman en ocasión de La Fuente de la Doncella (Jungfrukällan, 1960), aquel pantallazo místico sobre el azar y los sacrificios de la justicia por mano propia (después de un asesinato, los culpables terminan en la casa de la familia de la víctima, circunstancia que dispara el dilema y los detalles de la revancha). Aquí el popurrí dramático no es preponderante porque está al servicio de los artilugios de la manipulación de Doria y Goodman, un planteo muy bien aprovechado por Paulo en consonancia con un juego de espejos que también encontrábamos en El Cuerpo. La trama retoma elementos del film noir y la clase B de décadas previas para construir una mixtura fascinante conformada por una femme fatale, la doble faz de los protagonistas, sus cuentas pendientes, un poder económico que puede desvanecerse y un tono narrativo exacerbado e inclemente. De hecho, algunos diálogos pretendidamente autocontenidos (con vistas a explicitar conceptos de fondo) y los climas opresivos símil claustrofobia (más allá de los flashbacks y flashforwards constantes, en realidad nunca salimos del departamento donde se reúnen el acusado y Goodman) apuntalan a la perfección la posibilidad asumida de reinterpretar los acontecimientos bajo distintas perspectivas superpuestas, denunciando en el trajín el execrable arte de proferir mentiras de los abogados y recuperando los viejos y queridos duelos verbales de antaño, en sintonía con el pulso detectivesco más enrevesado…
El dolor a través del tiempo La maravillosa actuación de Casey Affleck como un hombre quebrado por una tragedia del pasado constituye el gran punto a favor de Manchester junto al mar (2016), una obra de emociones contenidas y un patetismo mundano que resulta muy interesante… Hubo una etapa en el desarrollo de la industria cinematográfica estadounidense donde las “películas vehículos” para los actores principales/ estrellas eran la norma en casi todos los estratos, films que se armaban en función del lucimiento de un protagonista que controlaba el proceso creativo y recibía una buena tajada de las ganancias. Ese período desapareció con el arribo de los CGI en el mainstream y la multiplicación de productoras pequeñas -en el caso del indie- que suelen entregar opus para públicos muy específicos. Así las cosas, si hoy nos topamos con una realización que brilla sólo o esencialmente por el desempeño de un actor podemos decir que dicha situación se condice con un “accidente” más o menos premeditado: Manchester junto al Mar (Manchester by the Sea, 2016) es un ejemplo de lo anterior, un trabajo que vive y avanza con soltura por la gracia del genial Casey Affleck. El director y guionista Kenneth Lonergan nos propone una historia muy sencilla que gira alrededor de Lee Chandler (Affleck), un portero de Boston que debe volver a su pueblo natal, Manchester, para enterrar a su hermano Joe (Kyle Chandler), quien murió a causa de las complicaciones de una insuficiencia cardíaca, y para hacerse cargo de su sobrino adolescente Patrick (Lucas Hedges), el único hijo del difunto. Lonergan mantiene el tono del relato cercano al existencialismo sincero, por lo que la esperable confrontación entre Lee y Patrick se da a través de diálogos ásperos aunque inteligentes. El joven no es el típico “cliché con patas” de Hollywood -un descerebrado que grita groserías e idioteces- sino un chico autoconsciente y muy dinámico, y Lee es un hombre bastante parco que arrastra una tragedia familiar previa que a su vez lo motiva a querer abandonar el pueblo cuanto antes. Si bien la película en general es correcta y se hace un festín con ese laconismo formal que suele ir de la mano de todo este andamiaje de reconstrucción de los vínculos afectivos en ocasión de un duelo que nunca se termina, a decir verdad -como señalamos anteriormente- es el extraordinario desempeño de Affleck el que moviliza la trama: aquí el señor da una lección en cuanto al arte de masticar el dolor, la culpa y la expiación, transformándolos en una necesidad imperiosa de silencio y soledad. El realizador le permite al protagonista explayarse a sus anchas y de este modo consigue el mejor trabajo en la carrera de Affleck, superando lo hecho en Desapareció una Noche (Gone Baby Gone, 2007) y El Asesinato de Jesse James por el Cobarde Robert Ford (The Assassination of Jesse James by the Coward Robert Ford, 2007), sin duda sus cúspides más altas a nivel profesional hasta el día de hoy. Tampoco podemos pasar por alto la breve participación de Michelle Williams como Randi, la ex esposa de Lee, en especial por la difícil escena que ambos comparten llegando el desenlace (uno de los grandes momentos del cine reciente y de la actuación en general). Lamentablemente Lonergan tiende a alargar las situaciones y sus remates en pos de enaltecer el naturalismo de base, una jugada que al mismo tiempo se ve compensada vía una serie de flashbacks disruptivos bien insertados y la decisión de privilegiar las tomas amplias -en consonancia con el distanciamiento emocional del personaje de Affleck- por sobre los primeros planos, ese fetiche del cine festivalero y lacrimógeno. La desesperación que se esconde en Manchester junto al Mar incluye detalles de patetismo mundano que ayudan a empardar al film con un retrato interesante de un quiebre anímico irreparable…
A merced del estatuto médico. El regreso de Gore Verbinski al terror luego de la recordada La Llamada (The Ring, 2002), sin duda el mejor y más interesante exponente de la multitud de remakes y exploitations hollywoodenses de la década pasada en torno al J-Horror, es una de las películas más alucinantes y extrañas que haya entregado el mainstream de los últimos años. Si tenemos presente que hoy la mayoría de los tanques con los que nos bombardean los grandes estudios suele recurrir al mismo puñado de estereotipos, un opus de la envergadura de La Cura Siniestra (A Cure for Wellness, 2016) es una anomalía absoluta: hablamos de una epopeya gótica con un presupuesto más que generoso, sin estrellas hiperconocidas y para colmo de 146 minutos de duración. El sustrato freak del convite va todavía más allá porque consigue unificar un preciosismo visual planeado al dedillo con un registro narrativo en verdad prodigioso, que atrapa al espectador desde el comienzo y no lo suelta hasta el final. De hecho, la destreza en el campo de las imágenes del realizador encuentra su basamento perfecto en el intrincado y asfixiante guión de Justin Haythe, circunstancia que constituye un doble argumento a favor de aquello de que no debemos prejuzgar tan fácilmente a los responsables de una obra de arte, en especial cuando los susodichos poseen un bagaje profesional tan heterogéneo -léase desparejo e imprevisible- como el de Verbinski y Haythe (ambos cuentan con tantos trabajos admirables en su haber como deficitarios). Para tener una idea aproximada del film en cuestión conviene enmarcarlo en las que parecen ser sus referencias centrales: aquí disfrutamos de una premisa cercana al típico “descubrimiento de lo macabro” de la octología de Roger Corman sobre Edgar Allan Poe, distintos detalles surrealistas en sintonía con el Ken Russell menos desaforado y hasta una estructura general que nos retrotrae a la inteligencia y la sinceridad retórica del maravilloso Stanley Kubrick. La historia gira alrededor de Lockhart (Dane DeHaan), uno de los principales agentes de un conglomerado bursátil neoyorquino dirigido por unos tránsfugas que necesitan de un “chivo expiatorio” para lavar culpas por algunos chanchullos. El elegido es un tal Pembroke (Harry Groener), otro ejecutivo financiero -pero de un grado más alto- que recientemente se transformó en un insólito adalid de la antibanalidad posmoderna, un ideario que el hombre deja entrever en una carta enviada desde un “centro de bienestar” símil spa enclavado en los Alpes suizos. El protagonista recibirá el encargo de hallarlo y traerlo de vuelta a la Gran Manzana para que cumpla con su papel prefijado, no obstante la tarea se convertirá en una pesadilla debido a que el director del lugar, el Dr. Volmer (Jason Isaacs), parece dispuesto a no dejar ir tanto a Pembroke como al propio Lockhart, situación que se complica aún más por la atracción del joven hacia una chica misteriosa que vaga por allí, Hannah (Mia Goth). Sinceramente llama la atención la eficacia a la hora de encadenar los sucesivos intentos de escape del protagonista a partir de su arribo al sanatorio (castillo gigante y pueblito con aldeanos tenebrosos incluidos), su primer contacto con Pembroke (el fetiche de la institución médica son los tratamientos vinculados al agua local) y el punto de “no retorno” en cuanto a los acontecimientos posteriores (un accidente automovilístico lo deja con una pierna enyesada y a merced de un personal que lo acusa de demente). Haythe combina elementos de La Isla del Doctor Moreau de H.G. Wells y Drácula de Bram Stoker y evita esa patética ironía autoreferencial contemporánea en materia de diálogos y situaciones ya que prefiere -en cambio- jugarse por un tono serio de angustia contenida, claustrofobia y secretos sucios, logrando que las exploraciones de Lockhart permanezcan en el campo de un extrañamiento más pragmático y oportunista que “incrédulo” en un sentido tradicional. Mientras que en el plano explícito del opus encontramos una crítica astuta a la ambición ciega y bobalicona de la burguesía de nuestros días, ese complemento del egoísmo que pugna por subir un escalón más en la pirámide del dinero, la influencia y el estatus laboral, en lo que respecta a la dimensión implícita se puede identificar un intento muy exitoso por recuperar diversos motivos del terror clásico como por ejemplo el héroe propenso a ser deglutido por un contexto que subestima o no llega a comprender, la figura del científico/ médico impiadoso y con un estado mental un tanto trastocado, una damisela que parece “en peligro” aunque su rol es más vasto y un enigma de fondo que se vale del expresionismo a la El Gabinete del Dr. Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, 1920) para cuestionar el estatuto moral de la medicina, la industria farmacéutica y un empirismo sin conciencia que suele esconder su naturaleza putrefacta bajo la máscara de la ciencia y el bienestar social…
El umbral analógico se digitalizó. Hubo una época no muy lejana -específicamente hablamos de fines de la década del 90 y comienzos de la siguiente- en la que buena parte de la cartelera internacional del terror estuvo dominada por un sinnúmero de films que respondían al J-Horror, un rótulo que hace referencia al país de origen de la mayoría de los mismos, Japón. Si bien los nipones desde los 60 vienen ofreciendo obras extraordinarias como Onibaba (1964) y Kaidan (1964), o delirios inclasificables y de vanguardia como Hausu (1977), recién durante el inicio del siglo XXI pudieron salir del nicho del género para ingresar al mercado masivo. En la cabeza del movimiento estuvieron Ringu (1998) y Dark Water (Honogurai Mizu no Soko Kara, 2002), ambas de Hideo Nakata, y Ju-on (2002) de Takashi Shimizu, y en segundo lugar se ubicaron Kairo (2001), One Missed Call (Chakushin Ari, 2003) y Rinne (2005). Dentro de la andanada de remakes y exploitations estadounidenses del período sin duda la mejor del lote fue La Llamada (The Ring, 2002), una reinterpretación de Ringu según Gore Verbinski, un señor que hace muy poco regresó con gloria al terror con la exquisita La Cura Siniestra (A Cure for Wellness, 2016). Como suele suceder, la desilusión llegó rápido cuando se le encargó la secuela al propio Nakata, responsable del film original en el que se basó la franquicia, lo que ocasionó un bache de 12 años entre la decepcionante La Llamada 2 (The Ring Two, 2005) y la propuesta que hoy nos ocupa, la también deficitaria La Llamada 3 (Rings, 2017). Ahora le toca al español F. Javier Gutiérrez llevar adelante un producto que sigue al pie de la letra las máximas de la saga y deja pasar la oportunidad de reformular la historia para conducirla hacia otros rumbos menos redundantes y más vitales. Aquí nos ubicamos en el mismo terreno del pasado, con la única salvedad de que el umbral analógico al reino de los difuntos se digitalizó en pos de un aggiornamiento en función de los tiempos que corren: el viejo VHS que dispara la maldición de Samara Morgan (Sadako Yamamura en los opus japoneses), léase una muerte segura luego de siete días a partir del instante en que se vio el video, en La Llamada 3 mutó en un archivo que se copia y listo. La protagonista de turno es Julia (Matilda Lutz), una chica que por liberar a su novio Holt (Alex Roe) del acecho de Samara termina trasladando hacia ella la furia del fantasma a través del mecanismo de siempre, viendo un duplicado del VHS original. Desde este punto la trama recurre al cliché de una investigación con vistas a “darle paz” a los restos mortales del espectro vía distintas pistas que se le aparecen a Julia en visiones e imágenes lúgubres. Se nota groseramente que el flojo guión de David Loucka, Jacob Estes y Akiva Goldsman atravesó diferentes etapas y en algún momento se quiso privilegiar un relato un poco más coral basado en los experimentos de Gabriel (Johnny Galecki), un profesor de la universidad a la que asiste Holt que armó un sistema de “relevos” para pasar la maldición de uno a otro y analizar en el trajín el sustrato sobrenatural de todo el asunto. En vez de profundizar esta perspectiva de abordaje, algo que sería novedoso dentro del campo de la franquicia, lamentablemente se optó por el esquema ya agotado de antaño, circunstancia que se ve magnificada por la poca imaginación visual de Gutiérrez y su equipo. La película de todas formas no llega a ser mala y en ello tiene mucho que ver la participación en el tramo final del gran Vincent D’Onofrio, aportando otro de sus monstruos marca registrada símil La Celda (The Cell, 2000) y Chained (2012). El conservadurismo a veces le juega a favor al horror, en especial cuando detrás hay talento y un interés en quebrar mínimamente el patrón preestablecido, dos componentes que en La Llamada 3 brillan por su ausencia…
Sobre la fragmentación familiar Las buenas intenciones son la gran marca registrada de Un camino a casa (2016), una propuesta humilde que no consigue balancear una primera mitad de aires neorrealistas con un segundo capítulo algo tedioso y redundante que desdibuja los logros acumulados… Si partimos de la premisa de base de que es muy difícil construir una crónica centrada en una tragedia infantil y un posterior choque de culturas, todo para colmo enmarcado en lo que podríamos definir como un andamiaje narrativo de resonancias humanistas, a decir verdad Un Camino a Casa (Lion, 2016) es un exponente bastante digno dentro del rubro, uno que no llega a brillar aunque al mismo tiempo tampoco cae en ese atolladero melodramático típico de tantos films parecidos de inflexión hollywoodense. Esta ópera prima del australiano Garth Davis es un trabajo honesto que pone el dedo en la llaga de la sobrepoblación de la India, la enorme pobreza de las calles de las principales ciudades de la república y finalmente la falta de un estado que satisfaga las necesidades de la sociedad, un esquema en el que la desesperación y el dolor se unifican con el instinto de supervivencia. La historia comienza en 1986, en los suburbios de Khandwa, con los pequeños hermanos Saroo (Sunny Pawar de niño y Dev Patel de adulto) y Guddu (Abhishek Bharate) robando carbón de un tren en movimiento y luego canjeándolo por dos sachets improvisados de leche. Los nenes viven en la miseria con su madre Kamla (Priyanka Bose) y su hermana menor Shekila (Khushi Solanki): la mujer recoge piedras para subsistir y Guddu, el mayor, colabora en la economía del hogar haciendo tareas similares. Un día Saroo acompaña a su hermano a trabajar durante la noche y empieza a dormitar en una estación de tren, Guddu lo deja descansar en un banco, le pide que no se mueva de allí y promete que volverá. Al despertar, Saroo no encuentra a su hermano y se sube a una formación vacía estacionada en un andén que a posteriori parte hacia Calcuta, a 1600 kilómetros de distancia de Khandwa. Indudablemente la primera mitad del relato, la centrada en el martirio del joven en las calles de Calcuta y su eventual adopción por un matrimonio de Tasmania (vagabundeo por un par de meses, intento de rapto por parte de una red de tráfico sexual y encierro en un orfanato incluidos), es mucho más interesante que el segundo acto, ya con el protagonista adulto luego de vivir durante 20 años con Sue (Nicole Kidman) y John Brierley (David Wenham), sus “padres sustitutos” (lo que abarca -a su vez- una relación tensa con el otro hijo adoptivo de la pareja, el también hindú Mantosh, interpretado por Divian Ladwa, y un noviazgo con Lucy, una señorita en la piel de Rooney Mara). Dicho de otro modo, al guión de Luke Davies le sale mejor la denuncia de la minoridad en peligro de la primera hora del metraje que el retrato de las heridas psicológicas abiertas de la segunda parte, no tanto por la presencia de algunos clichés sino por las dificultades para examinar semejante desconsuelo. Desde el momento en que se produce el salto temporal y comienza la sistematización de la vida del Saroo veinteañero, la película desdibuja los logros neorrealistas previos y se pierde un poco en esa clásica indolencia burguesa de tintes depresivos, alargando las situaciones innecesariamente y desvariando alrededor del inicio de la búsqueda de la madre y los hermanos del protagonista. Las buenas intenciones de la obra en su conjunto y el gran desempeño de todos los actores hindúes del primer capítulo son dos factores que le juegan muy a favor al convite, a lo que se suma una dialéctica narrativa oportuna que homologa el deterioro afectivo de Saroo con la fragmentación de sus dos familias, la biológica y la adoptiva. Por supuesto que Patel y Kidman cumplen en sus respectivos roles pero están demasiado lejos de lo que podrían haber ofrecido con un guión más armónico e inteligente, circunstancia que termina redondeando una propuesta apenas correcta y no mucho más…
Monstruos de la codicia La Gran Muralla es una propuesta insólita que combina una premisa deudora de los westerns y el cine de aventuras con unas criaturas propias de la fantasía heroica, lo que desemboca en un trabajo muy entretenido que aprovecha el carisma de Matt Damon… La carrera de Zhang Yimou es un tanto extraña, por lo menos en lo que respecta a los extremos a los que ha llegado a lo largo de los años. El realizador, uno de los más prolíficos de China, comenzó filmando pequeñas obras arties muy interesantes sustentadas en el costumbrismo, una puesta en escena en verdad esplendorosa y una serie de personajes que hacían frente a las fatalidades que les imponían las tradiciones y los sucesivos regímenes gubernamentales. Si bien nunca abandonó del todo sus preocupaciones formales, y especialmente la experimentación con la gama de colores saturados, a partir de la década pasada el señor se volcó hacia las superproducciones históricas en general y el cine wuxia en particular, circunstancia que ha abierto -sin dudas- una nueva etapa en donde las extravagancias visuales son la norma en proyectos cada vez más impredecibles y fastuosos. Considerando lo anterior, no es de extrañar que la última película de Zhang, La Gran Muralla (The Great Wall, 2016), no tenga nada que ver con sus propuestas previas, todas fascinantes por derecho propio (las que incluyen una desconcertante remake del debut de los hermanos Joel y Ethan Coen, un retrato algo freak de la Masacre de Nankín con Christian Bale y dos opus sobre los efectos en el plano privado de la Revolución Cultural de Mao Zedong). Hoy nos situamos en la China medieval para una historia que retoma una típica premisa de los westerns y el cine de aventuras: dos ladrones/ mercenarios, William Garin (Matt Damon) y Pero Tovar (Pedro Pascal), se transforman en prisioneros de una comunidad en aprietos y luego se suman a una “causa” que en un primer momento les resulta ajena, lo que viabiliza una metamorfosis desde la apatía hacia la responsabilidad. Ahora el asunto está hermanado a las obligaciones de una orden militar destinada a proteger a China de una horda de alienígenas feroces llamados Tao Tei, los cuales arribaron a la Tierra vía un meteorito y por la codicia de un emperador de tiempos remotos. Mientras que Garin y Tovar están obsesionados con la pólvora de los chinos, éstos últimos hacen lo posible para repeler el ataque de las bestias, un episodio inamovible que se produce cada 60 años exactos: por supuesto que ambas facciones eventualmente lucharán codo a codo contra los invasores y su líder, la “reina”. Aquí regresa a toda pompa el despliegue en vestuario y escenografía al que nos tiene acostumbrados el director, sumado a una fotografía de colores furiosos -a cargo de Stuart Dryburgh y Zhao Xiaoding- que no da respiro ni por un minuto. Asimismo en esta oportunidad las secuencias de acción se ubican más que nunca en la gloriosa frontera entre el parkour, el bungee jumping, la tirolesa y las acrobacias de circo. Y como si todo lo anterior no fuera suficiente, el film incluye además a la Gran Muralla China como la fortificación principal contra los Tao Tei, unos cuadrúpedos bocones que nos remiten a otras tantas criaturas semejantes del “catálogo CGI” (el diseño poco original de los monstruos es el único inconveniente significativo de la película). Zhang combina con inteligencia un ritmo narrativo vertiginoso y el carisma de Matt Damon con un relato delirante vinculado a la fantasía heroica, el tiro con arco y muchos detalles símil terror. La propuesta es muy entretenida y no abusa de las subtramas -ese fetiche insoportable del Hollywood contemporáneo a la hora de las epopeyas- porque prefiere bombardearnos con una parafernalia visual ridícula aunque bella que funciona a la par de una interesante bajada de línea en torno al sustrato autodestructivo de la avaricia, hoy insólitamente homologada a unos occidentales egoístas, siempre predispuestos a la traición y el pillaje más patético…
El amor sadomasoquista En una época dominada por una industria cultural norteamericana volcada al conservadurismo infantiloide y asexuado, hasta un sexploitation berretón e higiénico como Cincuenta Sombras más Oscuras resulta bienvenido. Queda claro que hoy por hoy en el cine hace falta más sexo y menos CGI… ¡Qué aburrido será el Hollywood mainstream contemporáneo tracción a CGI, siempre enfrascado en bodrios de superhéroes y sagas interminables en base a la dialéctica perezosa del refrito, que un melodrama tradicional con toques de porno softcore -en este contexto- resulta refrescante! Cincuenta Sombras más Oscuras (Fifty Shades Darker, 2017), segunda entrada de una futura trilogía iniciada por Cincuenta Sombras de Grey (Fifty Shades of Grey, 2015), sigue el mismo camino de su predecesora, uno que la vincula a los novelones de la tarde/noche y en simultáneo la despega de las comedias románticas para burguesas alienadas y de los mamarrachos huecos para púberes y adultos que jamás maduraron. El film es previsible y simplón hasta la médula, no obstante cumple con su cometido en el campo del sexploitation almidonado y de esas fantasías alrededor de la carne y el corazón. La historia retoma el final del capítulo anterior, cuando Anastasia Steele (Dakota Johnson) y Christian Grey (Jamie Dornan) se separaron porque él dejó entrever cuánto necesita -y disfruta- del arte de impartir castigo corporal a su compañera durante el acto sexual. Por supuesto que la pareja rápidamente se reconcilia y “renegocia” los términos de una relación ya no tan sujeta a los caprichos del excéntrico millonario sino más cercana a las inquietudes sentimentales de ella, quien a su vez comienza a deleitarse de lo que podríamos definir como una “versión light” de las prácticas previas. A la par del lazo refundado, aparece una peligrosa ex sumisa de Grey, Leila Williams (Bella Heathcote), y se van perfilando los dos villanos centrales de la franquicia, Jack Hyde (Eric Johnson), el jefe de Anastasia, y Elena Lincoln (Kim Basinger), la responsable de introducir a Christian en el sadomasoquismo. Desde ya que todo este mejunje es apenas una excusa para continuar con la combinación ganadora de siempre, basada por un lado en diálogos símil histeriqueo sutil con detalles oportunos de humor, y por el otro en una nueva colección de escenas sexuales que la van de “jugadas” aunque en realidad son bastante naif e higiénicas (en especial si consideramos que venimos de una década del 70 bien salvaje y de una industria del porno ampliamente asentada desde los 80, brindando asimismo -a partir de la década pasada- productos para todos los públicos en función de la segmentación que trajo aparejada Internet y los canales digitales de distribución). A mitad de camino entre los clásicos del rubro de Adrian Lyne y los videoclips noventosos, los encuentros amatorios del dúo calzan perfecto en el consabido rótulo de “porno para señoras” y no pretenden ser otra cosa que ello. Johnson vuelve a demostrar que es una buena actriz y Dornan continúa levantando el nivel cualitativo de su trabajo, algo que ya podía verse en Anthropoid (2016) y The 9th Life of Louis Drax (2016). Detrás de cámaras el equipo cambió pero el tono rosa y alucinado permanece intacto: el veterano James Foley tomó la posta de Sam Taylor-Johnson en la silla del director y Niall Leonard, el esposo de E.L. James (autora de las novelas originales en las que están inspirados los films), se hizo cargo del guión, tarea que antes recayó en Kelly Marcel. La construcción de un vínculo más ameno sigue siendo el ideal de fondo del relato, un periplo en donde el conservadurismo empardado al núcleo familiar no es tan importante como las parafilias y traumas de Christian y la pretensión de Anastasia de que el susodicho abandone su afán de controlarlo todo y -específicamente- “poseer” a sus parejas como si fueran cosas. Cincuenta Sombras más Oscuras es un trabajo digno que le sacude la moralina trasnochada “antiteta y anticulo” a una cartelera argentina cada día más asexuada, ofreciendo algo de variedad dentro de un panorama dominado por productos infantiloides y predigeridos que para colmo son celebrados por una prensa/crítica mediocre, corporativista y muy imbécil…
La proscripción del poeta Como ya nos tiene acostumbrados, Pablo Larraín vuelve a ofrecernos un film admirable cuyo pivote es un extraordinario guión de Guillermo Calderón, con quien había trabajado anteriormente en El Club. Hablamos de Neruda, una obra de una enorme belleza que unifica el manifiesto de izquierda con el surrealismo de buena parte de su desarrollo… A lo largo de su carrera Pablo Larraín ha demostrado ser un cineasta muy inteligente e inconformista, dos características que no suelen estar presentes en la gran mayoría de sus colegas latinoamericanos: todos sus trabajos se enmarcan en una izquierda de barricada que desmenuza la violencia y el pavor que los grupos filofascistas -esos adalides de la crueldad, la persecución política y el apego al capitalismo salvaje- han introducido en la sociedad chilena con el transcurso de los años. Luego de Fuga (2006), una correcta ópera prima, el director se hizo conocido a nivel internacional con un díptico sobre el régimen genocida de Augusto Pinochet, compuesto por las oscurísimas Tony Manero (2008) y Post Mortem (2010). Aun así, nada hacía prever el progreso cualitativo que supondrían sus proyectos posteriores, No (2012) y El Club (2015), dos películas extraordinarias que llevaron un paso más allá el retrato de los horrores de una comunidad fragmentada, exhausta y sin justicia. Si bien en Neruda (2016) encontramos todas las marcas autorales de siempre del realizador (léase una narración intrincada y de resonancias corales, la ausencia de respuestas pragmáticas simples ante dilemas enraizados en la discriminación y el atropello, un registro de corte preciosista, una reconstrucción histórica impecable, la presencia de su actor fetiche Alfredo Castro, etc.), a decir verdad el rasgo distintivo de la propuesta es el excelente guión de Guillermo Calderón, un señor que ya había trabajado con Larraín en El Club y que colaboró en la concepción de la prodigiosa Violeta se fue a los cielos (2011). Aquí la trama esquiva el andamiaje clásico de las biopics y apuesta en cambio a crear una suerte de lienzo ficcional en torno a la etapa en la que Pablo Neruda se transformó en un fugitivo político a causa de la promulgación en 1948 de la Ley de Defensa Permanente de la Democracia, una norma solicitada por Estados Unidos con el fin de prohibir al Partido Comunista de Chile. En esta oportunidad Calderón opta por una estructura insólita centrada por un lado en el devenir errático de Neruda (Luis Gnecco), entonces senador por las provincias de Tarapacá y Antofagasta y miembro del PC, y por el otro en la pesquisa de Óscar Peluchonneau (Gael García Bernal), el inspector de policía encargado de rastrear y apresar al poeta bajo el control de la administración del presidente Gabriel González Videla (Castro), una veleta política que llegó al poder gracias a una coalición a la que luego traicionó sin el más mínimo pudor. Neruda, que denunció incansablemente el engaño y la cacería subsiguiente, se refugió en casas varias de amigos y correligionarios a la espera de poder escapar hacia Argentina, el puente a su famoso exilio europeo. Acompañado casi exclusivamente por Delia del Carril (Mercedes Morán), su segunda esposa, y Álvaro Jara (Michael Silva), el “protector” asignado por el PC, Neruda seguirá escribiendo poemas en la clandestinidad. A través de constantes interpelaciones de un Peluchonneau que funciona como un narrador/ comentarista de la acción, el film combina de manera armónica distintos elementos del thriller político, los relatos testimoniales, la tragedia del destierro, los opus de cadencia onírica y hasta los dramas románticos dominados por una relación puesta a prueba por las injerencias de un contexto muy poco alentador. La decisión de imponer al personaje de García Bernal como “maestro de ceremonias” no podría haber sido más acertada ya que sus observaciones se ubican en el límite entre la cruzada heroica y el desencanto para con su condición de esbirro de un poder central enajenado y despótico (apenas un germen de lo que vendría a futuro): las palabras de Peluchonneau complementan a la perfección el andar y el sentir de Neruda, hoy eje de un entramado que reflexiona sobre su propia disposición y el carácter tragicómico del vendaval de acontecimientos que desencadena la proscripción. De hecho, Larraín aprovecha al máximo los dos actos del guión de Calderón, el primero vinculado al manifiesto ideológico del protagonista y el segundo más volcado hacia un surrealismo de tono lírico, y sabe cómo colocar el acento en determinadas inflexiones intradiscursivas, en especial las referidas a las paradojas de la historia y al cúmulo de personajes secundarios autoconscientes que rodean a Neruda. Tanto Gnecco como García Bernal están perfectos en una película sorprendente que se saca de encima la modorra de las biografías cinematográficas “modelo Hollywood” y respeta la idiosincrasia del gran poeta chileno, en la que el hedonismo del arte convivía con la batalla en pos de defender los derechos de los sectores sociales explotados por la burguesía y el capitalismo en general. Aquí recuperamos aquella ética aguerrida y fervorosa que fue licuada con las décadas por el accionar de la derecha, el imperialismo estadounidense y sus dictaduras títeres, un letargo intolerable del que lamentablemente nunca terminamos de despertar los latinoamericanos…