Imponiendo la redención Por suerte hoy se prorroga nuevamente la racha de buenos thrillers e interesantes películas de horror que venimos disfrutando desde hace tiempo: Intrusos es otra joyita que recupera el costado más nihilista de los géneros para combinarlo con un suspenso de entorno cerrado muy eficaz… Si bien la configuración contemporánea de los thrillers de invasión de hogar nace en las décadas de los 60 y 70 con las pioneras Espera la Oscuridad (Wait Until Dark, 1967), Perros de Paja (Straw Dogs, 1971) y Cuando Llama un Extraño (When a Stranger Calls, 1979), recién a partir de los 80 se termina de establecer como un subgénero por el volumen de exponentes producidos. Así las cosas, durante los últimos años hemos visto avanzar una vertiente que podemos rastrear hasta La Gente Detrás de las Paredes (The People Under the Stairs, 1991), de Wes Craven: hablamos de esa modalidad centrada en la premisa “anfitrión con sorpresas” que nos remite -por ejemplo- a las recientes Cacería Macabra (You’re Next, 2011) y No Respires (Don’t Breathe, 2016). De esta variante también han bebido, ya por fuera de la dialéctica de la usurpación y de manera más o menos tangencial, films como Nadie Vive (No One Lives, 2012) y Pet (2016). Mención aparte merece la genial trilogía de Marcus Dunstan sobre el tópico, conformada por El Juego del Terror (The Collector, 2009), Juegos de Muerte (The Collection, 2012) y The Neighbor (2016). La película que hoy nos ocupa, Intrusos (Intruders, 2015), es una fiel representante del grupo porque retoma al pie de la letra el esquema “allanamiento e intento de robo que derivan en desastre”, a las claras uno de los preceptos insignia del enclave. Esta maravillosa ópera prima de Adam Schindler nos acerca la historia de Anna (Beth Riesgraf), una pobre mujer que sufre de agorafobia y no ha salido de su casona suburbial por diez años, desde la muerte de su padre. La protagonista cuida de su hermano Conrad (Timothy T. McKinney), un enfermo terminal con cáncer en el páncreas, y por ello cuando el susodicho fallece se le presentan dos opciones: dejar su morada para concurrir al funeral o quedarse encerrada como siempre. Anna elige la segunda alternativa y -en el preciso momento en el que se desarrollan los servicios fúnebres- ve con desconcierto cómo entran a su vivienda tres hombres, el cabecilla J.P. (Jack Kesy) y los cómplices Perry (Martin Starr) y Vance (Joshua Mikel). La banda busca una bolsa con dinero que la mujer le ofreció al “entregador inconsciente” Dan (Rory Culkin), delivery boy culinario de Anna y amigo de los anteriores. Indudablemente los elementos que distinguen a Intrusos de otras realizaciones de rasgos similares son su nihilismo de base y los artilugios del inmueble. En lo que respecta al primer apartado, aquí no nos toparemos con víctimas desvalidas y -en contraposición- sádicos “a todo lo que da”, los dos baluartes en los que suele caer el terror en general, sino con seres oscuros y heterogéneos que no despiertan simpatía automática ni mucho menos, obligándonos como espectadores a presenciar el fascinante choque entre Anna y el trío de usurpadores sin un apego facilista hacia alguno de los dos bandos y sin esa sarta de lugares comunes de corte feminista bobalicón. Esto nos lleva al segundo ítem, con el cual tomamos contacto una vez que la señorita se saca de encima a Vance, el primero en morir: la mujer logra confinar al sótano a Perry, J.P. y a un recién llegado Dan, todos transformados en prisioneros de una protagonista que no puede salir de su residencia, no tiene interés en llamar a la policía y hasta cuenta con un surtido de sorpresas mecanizadas en esa inusitada cárcel, en consonancia con un misterio en torno a una cruzada oculta de ella y su hermano. El guión de T.J. Cimfel y David White acumula tensión mezclando el naturalismo del horror indie (los secretitos sucios de las familias acaudaladas se unifican con la desazón de la white trash norteamericana) y la sinceridad de la clase B (el gore es ponzoñoso y mundano hasta niveles insospechados ya que la verdad es muy lacerante). Dentro de lo que podríamos definir como las dos modalidades principales de los thrillers de invasión de hogar según el objetivo de los homicidas de turno, léase la partidaria de la crueldad por la crueldad en sí y la que busca “imponer” la redención a terceros en pos de justicia o algún tipo de reparación, el opus de Schindler opta por ésta última variante y francamente se abre camino como uno de los mejores ejemplos de la misma, tanto por la coherencia del relato como por su eficacia a la hora de transmitir la incertidumbre, el malestar y la angustia que padecen los personajes a lo largo del derrotero. Los tres títulos en inglés con los que se conoce a esta pequeña joya, Intruders, Shut In y Deadly Home, nos hablan de la misma claustrofobia sustentada en un suspenso admirable que no da respiro en ningún momento…
La sublevación divina es terrenal Las polémicas corren detrás de El nacimiento de una nación (2016) y razones no faltan, juzgando el comportamiento dentro y fuera de pantalla de su responsable máximo, Nate Parker. La película en sí es un trabajo correcto que podría haber sido mucho mejor… En uno de esos casos en los que la sombra de la realidad opaca la estela de los logros y las derrotas artísticas, El Nacimiento de una Nación (The Birth of a Nation, 2016) se ubica bajo el ala de los problemas con la justicia de su director, guionista, productor y protagonista principal, Nate Parker, un actor reconvertido en realizador que en 1999 fue acusado de violación -al igual que Jean McGianni Celestin, responsable junto a Parker de la historia de base del film en cuestión- por una mujer que en 2012 terminó suicidándose. Entre argucias legales y alegatos cruzados en torno al consentimiento de la víctima al momento del encuentro sexual, eventualmente Parker y Celestin fueron exonerados. Este “muerto en el ropero” salió a la luz no sólo por la atención que viene cosechando la obra desde su presentación en el Festival de Sundance de 2016, sino también por el desatino de los dos hombres de introducir una violación en la ficción de la película, circunstancia que convierte al personaje de Parker en una especie de “vengador” del hecho, paradoja perversa incluida. Si dejamos de lado las contradicciones de la praxis y todo este backstage, lo que nos queda es una propuesta relativamente correcta que combina elementos de 12 Años de Esclavitud (12 Years a Slave, 2013) y El Valiente (Free State of Jones, 2016), aunque sin llegar a la potencia discursiva de la obra maestra de Steve McQueen ni despertando el interés del opus de Gary Ross. En su ópera prima, Parker se mete en el derrotero de uno de los pocos levantamientos de esclavos negros previos a la Guerra Civil de los Estados Unidos, un episodio que ocurrió en Virginia el 21 de agosto de 1831, duró un lapso de apenas 48 horas y desencadenó la muerte de unos 60 blancos de familias esclavistas y cientos de negros masacrados al azar como represalia directa. El eje ideológico de la rebelión fue Nat Turner, un esclavo y predicador afroamericano de 30 años que organizó el plan de batalla utilizado por los sublevados, léase el ir de plantación en plantación asesinando a los “amos” de turno, liberando a los sometidos, recolectando armas y reclutando a más personas para la revuelta.
Cruzada contra la especulación financiera En esta maravillosa heist movie se unifican los robos a bancos con la denuncia del carácter predatorio del sistema capitalista y sus derivados, lo que genera un combo explosivo y muy valiente que se retroalimenta de la energía y causticidad de su humor… En casos como el de Sin Nada que Perder (Hell or High Water, 2016) conviene llamar a las cosas por su nombre y aclarar desde el vamos que el principal responsable de que la película en cuestión sea tan buena es el guionista Taylor Sheridan, un señor con una larga experiencia como actor televisivo que viene de firmar la historia de Sicario (2015), del gran Denis Villeneuve. Si bien tampoco podemos desmerecer del todo los esfuerzos detrás de cámaras del realizador David Mackenzie, un escocés cuyo opus previo Starred Up (2013) fue una grata sorpresa dentro de un corpus de trabajo un tanto errático, a decir verdad la propuesta brilla por su estructura, sus diálogos sardónicos y la construcción meticulosa de unos personajes que le deben mucho al cine de Joel y Ethan Coen, en especial a la lectura de los directores en torno a géneros de barricada como el film noir y el western revisionista. Obviando en todo momento los estallidos berretas de violencia metadiscursiva a la Quentin Tarantino, la obra apela a los engranajes de la heist movie para tamizarlos con una denuncia setentosa de izquierda en relación a las injusticias y desproporciones del capitalismo, un sistema que privilegia la especulación continua por sobre el valor del trabajo, favoreciendo el oligopolio en todas las ramas de la economía y condenando a muerte a los pequeños productores y sus aspiraciones de sustentabilidad. La trama es muy sencilla: los hermanos Toby (Chris Pine) y Tanner Howard (Ben Foster) comienzan un raid delictivo furioso en el que roban varias sucursales del Midlands Bank de pueblitos olvidados de Texas. El primero tiene dos hijos varones y está separado de su esposa, y el segundo es un ex convicto -con un lindo prontuario de asaltos a bancos a cuestas- que mató al padre de ambos por golpeador. Rápidamente descubrimos que la motivación de los hurtos radica en el hecho de que la madre de los hombres murió dejándoles una hipoteca inversa que deben pagar de inmediato al susodicho Midlands Bank para no perder la casa familiar (“ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón…”). La contraparte por el lado de la ley -en consonancia con las otras ironías del relato- está conformada por dos Texas Rangers avejentados, Marcus Hamilton (Jeff Bridges) y Alberto Parker (Gil Birmingham), unos señores que se viven lanzando dardos verbales mutuamente. Sheridan construye un ambiente perspicaz dominado por la crisis económica del interior agreste del sur de los Estados Unidos, la locura de la portación universal de armas, el ideal en decadencia de aquellos cowboys justicieros y la inmoralidad del accionar de los depredadores del entramado financiero y su apetito voraz y destructivo. Mackenzie asimismo consigue un desempeño excelente por parte de todo el elenco, en el que se destacan un Foster totalmente desatado y un Bridges más allá del bien y del mal, hoy sumando otra interpretación memorable a su extraordinaria carrera. La riqueza de los personajes, su humanismo concienzudo y los muchos detalles cómicos del film encuentran su complemento perfecto en la bella fotografía de Giles Nuttgens y la música compuesta/ seleccionada por Nick Cave y Warren Ellis, un combo portentoso a mitad de camino entre el country, el rock y el blues. Sin Nada que Perder funciona al mismo tiempo como un exponente enérgico de género y como un opus de corte político orientado a señalar a los buitres de los mercados regionales y cómo éstos acorralan a los ciudadanos hasta ahogarlos en deudas impagables, todo con la eterna connivencia de un Estado cómplice y patético…
Empoderamiento y profesión Lejos del cenit cualitativo pero también evitando la típica lavada de manos ideológica que reclama cierta crítica de derecha adepta a celebrar el entretenimiento por el entretenimiento en sí, Talentos Ocultos (2016) ces una realización digna que aboga por el respeto de las diferencias en el ámbito labora… Como a Hollywood le encanta explayarse sobre terreno político ya ampliamente ganado, y para colmo amoldando los films a esas estructuras narrativas habituales que nos conducen a un mensaje aleccionador un tanto obvio a esta altura del partido, hoy nos topamos con Talentos Ocultos (Hidden Figures, 2016), una película redundante aunque prolija y sincera que analiza la segregación en los Estados Unidos durante la década del 60 a través de la participación de tres mujeres afroamericanas en el incipiente programa espacial. La discriminación y el odio ya han sido trabajados en el pasado mediante el formato “drama serio oscarizable”, no obstante aquí el convite incorpora y supera en parte los estereotipos retóricos tradicionales debido a una interesante superposición de temáticas y al intento de hermanarlas con el objetivo de darle una vuelta de tuerca -o varias- al acervo de siempre. Si bien la trama amaga una y otra vez con centrarse exclusivamente en Katherine G. Johnson (Taraji P. Henson), una mujer que desde pequeña demostró una enorme facilidad para los cálculos matemáticos, a decir verdad el relato posee una arquitectura coral que incluye un par de historias secundarias, las de sus amigas y colegas Dorothy Vaughan (Octavia Spencer) y Mary Jackson (Janelle Monáe). Todas se desempeñan en la NASA como “computadoras”, un cargo que abarca la resolución de una infinidad de incógnitas en torno a la trayectoria y la resistencia de la nave/ cápsula que el gobierno norteamericano pretende lanzar al espacio para que complete varias órbitas terrestres. Mientras que Jackson trata de convertirse en ingeniera y Vaughan desea que la asciendan a supervisora, Johnson debe lidiar con una reasignación a un departamento lleno de hombres blancos prejuiciosos. Por supuesto que de allí en más el devenir nos presenta cómo los susodichos le hacen pagar a la protagonista principal el “derecho de piso”, un proceso tortuoso en el que curiosamente sólo tendrá un aliado, su jefe Al Harrison (interpretado por un excelente Kevin Costner, quien se come cada escena en la que aparece), responsable de un equipo de la NASA orientado a garantizar la infalibilidad de los cálculos matemáticos de la misión. Como señalábamos con anterioridad, las ansias de la obra pasan por la combinación de tópicos, a saber: los derechos civiles de los negros, el empoderamiento de las mujeres en ambientes machistas, los resquicios y arbitrariedades del desarrollo profesional, la construcción de una familia ante trabajos muy demandantes, el ideal de los logros colectivos que enaltecen a todo un país y finalmente aquella “carrera espacial” contra los rusos, de índole geopolítica. Sin duda el realizador Theodore Melfi, cuyo opus previo St. Vincent (2014) constituyó una grata sorpresa, hoy es el artífice fundamental de los éxitos de la película porque cualquier otro colega nos hubiese entregado una epopeya desbalanceada en términos dramáticos -o quizás caótica- ya que muy pocos directores saben aprovechar la narración en mosaico y sus potencialidades a nivel del apuntalamiento de los personajes. Por suerte la corrección política, algunos momentos de sensiblería y cierto oportunismo general (centrado en la contingencia de no aportar ningún desvío para con una senda recurrente del mainstream y el indie como la segregación) no ensombrecen el film y sus fortalezas, léase su corazón humanista, la sensatez del elenco y la convicción con la que cobra vida la trama. Talentos Ocultos es una propuesta amena que funciona al mismo tiempo como un pantallazo por la prehistoria de la informática y como un retrato de los imponderables alrededor del hecho de ser una mujer negra durante aquella etapa de revueltas sociales y feminismo rudimentario…
El exilio interior Los diferentes aspectos de la soledad y la edificación de un mundo íntimo propio son los dos ejes de Luz de luna (2016), una propuesta brillante que traza una serie de puntos en común entre la familia, el barrio, el colegio y ese amor arrastrado a lo largo del tiempo… La segunda película de Barry Jenkins luego de su ya lejano debut, la correcta Remedio para Melancólicos (Medicine for Melancholy, 2008), supone un progreso enorme en términos narrativos y en lo que atañe al enfoque macro de su obra: Luz de Luna (Moonlight, 2016) es una rareza para los estándares del cine norteamericano actual porque recupera en parte la entonación del indie de las décadas de los 80 y 90 y hasta se permite alguna que otra referencia -en el campo espiritual, si se quiere- a la Nouvelle Vague. Estamos ante un film bellísimo que analiza la maduración psicológica/ de género de un joven afroamericano que vive en los suburbios pobres de Miami, en donde de manera directa o indirecta debe lidiar con la drogodependencia, el maltrato en el colegio, el abandono familiar y las crisis propias de las distintas etapas que conforman el proceso de construcción de la identidad particular. Dividido en tres capítulos intitulados “Little”, “Chiron” y “Black” respectivamente, según los dos seudónimos y el nombre del protagonista principal, el relato nos ofrece la niñez, adolescencia y adultez de Chiron (interpretado por Alex R. Hibbert, Ashton Sanders y Trevante Rhodes), quien convive con su madre abusiva y adicta al crack Paula (Naomie Harris). La historia comienza cuando Juan (Mahershala Ali), un traficante de drogas, lo descubre escondido en una casa deshabitada luego de ser perseguido por un grupo de compañeros de escuela. Frente al mutismo del pequeño, el hombre lo lleva a su hogar, le da de comer y le presenta a su novia Teresa (Janelle Monáe), lo que de inmediato se convierte en el preludio de una amistad entre Chiron y la pareja. Otro cable a tierra es Kevin (Jaden Piner, Jharrel Jerome y André Holland), su único contacto concreto con alguien de su edad. En todo momento el opus de Jenkins juega a la par con las tribulaciones de la comunidad de Miami y la alienación del protagonista, haciendo que ambos territorios se crucen y se retroalimenten en función del progreso de la trama. El laconismo de Chiron y su pasividad durante buena parte del metraje calzan perfecto con los acentos poéticos que el realizador suele insertar en determinados puntos del desarrollo, redondeando personajes de una generosa humanidad gracias a -precisamente- sus paradojas (tanto Juan como Paula nunca merecen una condena absoluta porque muchas de sus actitudes dejan entrever una búsqueda constante de redención y amor). Este es quizás el gran dualismo detrás de la faena: por un lado tenemos el arrepentimiento de todos los personajes que rodean a Chiron y por el otro la falta de realización como individuo del muchacho, siempre al borde del colapso rotundo. Hay que concederle a Jenkins el mérito que le corresponde porque el cineasta consigue aunar influencias tan disímiles como la nostalgia etérea de Wong Kar-Wai, las epopeyas de reconciliación del Pedro Almodóvar más maduro y hasta esos retratos totalizadores de los ghettos del comienzo de la carrera de Spike Lee. La dinámica general de los vínculos es francamente exquisita ya que aquí prima la interrelación entre seres heterogéneos con una enorme riqueza emocional, en consonancia con una dirección de actores que obtiene un desempeño excelente por parte de todo el elenco. La verdad cassavetiana a la que aspira Luz de Luna difumina la condición de “negro pobre” de Chiron y su inclinación hacia la homosexualidad, apostando en cambio por un naturalismo de trasfondo universal que pretende poner en el centro de la escena a las inquietudes y cuentas pendientes afectivas. Ahora bien, los únicos detalles flojos del guión del director, a partir de una historia original de Tarell Alvin McCraney, se dan con motivo del atropello escolar, el cual apela a algunos estereotipos de la reestructuración de personajes vía bullying (en especial el caso del amigo que se transforma en abusador por las presiones de la coyuntura social). A diferencia de casi todo el cine contemporáneo, la violencia en esta oportunidad aparece mayormente solapada y reconvertida en angustia interior, una suerte de exilio del mundo a través del encierro anímico en uno mismo. La fotografía de James Laxton y la música de Nicholas Britell -ambas construidas con retazos, superposiciones y un apego minucioso hacia la intimidad- son los comodines que utiliza Jenkins para apuntalar un trabajo extraordinario que nos ayuda a entender la complejidad del derrotero formativo de nuestra idiosincrasia…
Sacrificios de la vida criminal. La nueva película de Ben Affleck en modalidad director y actor, un señor que se ganó su lugar en ambos rubros a fuerza de persistencia y talento, es quizás su opus más flojo detrás de cámaras, no obstante vale aclarar que el nivel de la propuesta en cuestión es muy bueno y que sus trabajos previos fueron en verdad excelentes (toda comparación debe ser ajustada a parámetros precisos). De hecho, Vivir de Noche (Live by Night, 2016) -en términos cualitativos- se ubica en una zona relativamente cercana a Argo (2012), la cual a su vez cayó un peldaño por debajo de su maravilloso díptico inicial, conformado por Desapareció una Noche (Gone Baby Gone, 2007) y Atracción Peligrosa (The Town, 2010). Este regreso a los dramas delictivos no se condice del todo con lo que se podría esperar de Affleck, quien en esta ocasión reemplaza el realismo sucio de antaño por un clasicismo algo insólito. Sin duda el rasgo distintivo de la obra pasa por sus diálogos anti naturalistas -cargados de una retórica barroca y autocontenida- sobre los sacrificios y la deshumanización paulatina que conlleva la vida criminal. Esta interesante jugada, típica de los guionistas que se entusiasman en demasía con determinados segmentos de los libros que adaptan (aquí Affleck, como en Desapareció una Noche, vuelve a firmar un guión basado en una novela de Dennis Lehane), deja de lado el argot de los suburbios de Boston y la decisión parece ratificada por el devenir de la propia historia: luego de un prólogo contextualizado en la ciudad de los dos primeros films del cineasta, la acción se traslada a Tampa, Florida. Todo gira en torno a Joe Coughlin (Affleck), un ex soldado de ascendencia irlandesa que trata de abrirse camino mediante robos varios en el tramo final de la década del 20 del siglo pasado. Como consecuencia de un asalto a un banco que termina con tiroteos, policías muertos y él arrestado, Coughlin va a parar a prisión por tres años -gracias a la intervención a su favor de su padre Thomas (Brendan Gleeson), Capitán de la Policía de Boston- y al salir libre decide pedirle trabajo a Maso Pescatore (Remo Girone), un “capo mafia” italiano que tiempo atrás intentó chantajearlo para matar a un rival, Albert White (Robert Glenister), cuya amante era amante de Coughlin también, una tal Emma Gould (Sienna Miller) que para colmo terminó traicionándolo al entregarlo a White. Determinado a empezar desde cero, acepta el encargo de Pescatore orientado a apuntalar el tráfico de alcohol en Tampa y hacerse fuerte en una zona bastante ajetreada. Allí se enamorará de Graciela Corrales (Zoe Saldana) y luchará contra cielo y tierra -literalmente- para instalar un gran y lujoso casino. Affleck es un realizador muy autoconsciente como para tomarlo a la ligera, lo que en términos prácticos significa que los cambios de tono a lo largo del desarrollo de la película son premeditados: el relato combina distintos elementos de las tragedias gangsteriles de forma un tanto caótica a simple vista (si nos paramos en la vereda del tradicionalismo), ya que empieza con el melodrama exacerbado para luego virar hacia la fábula de expiación y finalmente a la denuncia de las utopías alrededor del amor, la familia, la hegemonía política y el “progreso económico” en el capitalismo. Lo curioso del caso es que la experiencia resulta gratificante en todo momento porque logra construir coherencia a partir de un fluir narrativo algo errático aunque sólido, aprovechando el encanto freak de fondo como un puente entre la turbación de la trama y las sorpresas que depara por esos mismos desajustes. Uno como espectador no puede dejar de celebrar que en un sistema de estudios tan aburrido como el actual, donde sólo priman la profesionalidad más insípida y el reciclaje ad infinitum de premisas del pasado, aparezca una anomalía difícil de encasillar como Vivir de Noche, un trabajo sosegado e inesperadamente sensible que esquiva de manera contundente la dialéctica de los códigos criminales, las revanchas, los “problemas de polleras” y las carnicerías por las carnicerías en sí (de hecho, la historia da por sentado todo ello al principio, amaga con profundizar el sustrato por antonomasia del film noir y de inmediato pega un volantazo hacia otros rumbos). El opus de Affleck hasta se permite instantes de humor negro que complementan a la perfección este esquema de “menos furia y más corazón” que analiza la bola de nieve de la corrupción social y las ofrendas que reclama…
El antimaniqueísmo hecho fábula Aquella exacerbación dramática que pudimos encontrar en films como El Orfanato (2007) y Lo imposible (2012) vuelve a darse cita en la nueva apuesta del realizador J.A. Bayona, todo un especialista en la ampulosidad bien canalizada, esa que subraya la fortaleza espiritual… La bella y taciturna Un Monstruo Viene a Verme (A Monster Calls, 2016) redondea lo que podríamos definir como la personalidad cinematográfica de J.A. Bayona, un director muy valiente que en sus tres películas ha sabido usufructuar -con una apabullante convicción- el melodrama más sobrecargado y lacrimógeno. Sus méritos adquieren una proporción inusitada si recordamos que gran parte del cine contemporáneo está en manos de burgueses timoratos y cínicos cuyo “ideario” principal se ubica en las antípodas de la sinceridad propuesta por el español (los palurdos detrás de cámaras también encuentran su reflejo en un público cada vez más insensibilizado). En este, su segundo opus en inglés, consigue pulir aquella dialéctica de la vehemencia y las tragedias familiares, bajando sutilmente la intensidad para que el devenir se sienta más armónico y el naturalismo domine la narración. Como en las anteriores El Orfanato (2007) y Lo Imposible (2012), estamos ante un relato de reconstrucción en función de la pérdida de un ser querido y el duelo subsiguiente, un esquema que apunta a la madurez y el crecimiento psicológico en la praxis diaria por sobre cualquier indicio de infantilismo bobalicón modelo hollywoodense. Precisamente, el convite retoma el tesoro máximo de la niñez, léase la imaginación creativa/ destructiva, para dar forma a una fábula antimaniquea en la línea de las gloriosas Bandidos del Tiempo (Time Bandits, 1981), La Historia sin Fin (The NeverEnding Story, 1984) y El Laberinto del Fauno (2006). El film en cierta medida también está emparentado con una obra reciente de tono inconformista, Mi Amigo el Dragón (Pete’s Dragon, 2016), un trabajo quizás más volcado hacia el indie norteamericano un tanto tristón pero igual de perspicaz y meticuloso. Hoy el gran protagonista es Conor O’Malley (Lewis MacDougall), un nene británico que arrastra la estela de sufrir bullying en el colegio y tener padres divorciados y corazón de dibujante. Sin embargo su verdadero martirio se centra en el cáncer que padece su madre (Felicity Jones), circunstancia que lo condena a depender de su abuela (Sigourney Weaver), con quien no se lleva bien, y su padre (Toby Kebbell), un hombre que vive en Estados Unidos y posee otra familia. Todo el asunto deriva en pesadillas sobre la desaparición de su progenitora, las que a su vez desencadenan la llegada -en un plano difuso entre la realidad y los territorios oníricos- del ser del título (Liam Neeson), un árbol antropomorfizado que promete contarle tres historias que obviarán la partición de la humanidad entre buenos y malos, a condición de que el jovencito asimismo le relate un cuento al “monstruo” al final. Bayona logra que todo el elenco interactúe en perfecta sintonía y aprovecha al máximo el guión de Patrick Ness, a partir de su novela homónima: en especial sorprende el desempeño del pequeño MacDougall, aquí despachándose con una actuación que va desde el sigilo hacia el pulso visceral y la efervescencia del dolor no asumido, el cual termina explotando de maneras violentas y “bien cotidianas” (en contraposición a las soluciones mágicas y la canalización escapista del mainstream adepto a la forma y las escenas de acción por sobre la sustancia y el desarrollo sensato de personajes). En Un Monstruo Viene a Verme la muerte no aparece maquillada y la desmembración afectiva se trabaja desde la fortaleza minimalista del hogar y lo imprevisto, hoy homologado con lo inevitable. La aceptación de la verdad y el potencial sanador de la imaginación son los ejes de una obra encantadora…
El revoltijo por el revoltijo en sí El poderío formal y la riqueza de ideas que Damien Chazelle desplegó en Whiplash (2014) se diluyen en La La Land (2016) hasta niveles insospechados, una película muy poco inspirada que pretende hacer de la técnica del “cortar y pegar” su mayor fortaleza pero sin molestarse en definir un criterio unificador que apuntale y justifique sus anhelos… Sinceramente La La Land (2016) rankea como uno de los films más decepcionantes de los últimos meses, un cocoliche conservador y redundante que se ubica a mitad de camino entre el musical hollywoodense clásico, ese en el que los puntos centrales de la historia estaban homologados a los segmentos cantados, y el musical posmoderno, el cual reducía esas mismas escenas a meros detalles ilustrativos frente a la amalgama de la realidad y sus incertidumbres. Ahora bien, el nuevo opus del cineasta Damien Chazelle no sólo no logra que ambas vertientes funcionen en armonía (el clasicismo de derecha de aquellas propuestas muy erráticas de la primera mitad del siglo pasado y la renovación volcada a la izquierda que impuso el enorme Bob Fosse), sino que asimismo la obra recurre a todos los estereotipos de cada caso en una ensalada sin pies ni cabeza que pretende hermanar las canciones bobaliconas de siempre de cartón pintado con el jazz más polivalente -en sintonía con los proto musicales de fines de la década del 20 y principios de la del 30- que tanto habíamos disfrutado en Whiplash (2014), el más que interesante trabajo previo del director. Todo comienza con una típica secuencia seudo irónica -en consonancia con los “grandes problemas” que atraviesan los burgueses contemporáneos con sus autitos- centrada en un embotellamiento en una autopista, lo que por supuesto deriva en una canción y una coreografía dignas de un reality show de canto, similar a esos que pululaban en la televisión norteamericana y la local hasta no hace mucho tiempo. Luego el asunto muta en un cuento romántico con la ciudad de Los Ángeles de fondo y las esperables/ infaltables alusiones a esa supuesta inocencia del pasado de la industria, los sueños de independencia de los artistas, las ansias de éxito y el hecho de que la senda hacia la cumbre está pavimentada de dolor y anhelos frustrados… o algo así, porque aquí la entonación es muy light y de alguna forma todos obtienen lo que quieren. El señor es Sebastian (Ryan Gosling) y la señorita es Mia (Emma Stone), una pareja con química pero condenada a flotar sin rumbo en un relato almidonado y demasiado cursi que mezcla una especie de convalidación del mainstream con una crítica muy leve, en todo momento cercana a una ingenuidad algo forzada y baladí. A lo largo de la realización se sienten en los huesos los 128 minutos de metraje y no ayuda demasiado que al pop del inicio lo releve un surtido de composiciones orquestales, canciones vía piano y otras tantas a cappella, un combo que desea ser funcional a las buenas intenciones de la trama. Mientras que el personaje de Gosling es un obseso del jazz que trabaja de pianista en eventos varios por monedas y cuyo sueño pasa por abrir su propio bar/ reducto melómano, ella es la encargada de tomar los pedidos en la cafetería de un estudio y va a castings de manera compulsiva, al tiempo que procura convertirse en dramaturga y estrenar su unipersonal en un teatro. El guión del propio Chazelle pretende mostrarlos como “opuestos que se atraen” aunque la tendencia a alargar los momentos y a apelar a los clichés de la fama y los facilismos románticos atentan contra el fluir narrativo. Así como el pop no pega con el jazz, el musical tradicional no calza con el posmoderno y las sonseras del corazón se pierden en el egoísmo de Los Ángeles, del mismo modo el revoltijo de las alegrías y tristezas cotidianas necesita de un contexto mucho más kitsch y valiente para unificarse con éxito con las disrupciones oníricas recurrentes de la propuesta. Por suerte podemos afirmar que a pesar del desbalance interno y una indecisión formal que roza en la cobardía (aquí se pretende dejar a “todos” contentos: a los adeptos a las obras ñoñas y predecibles que hacen un culto al pasado acrítico del Hollywood pre década del 60 y a los que gustan del cancherismo autoindulgente de los 80 a nuestros días), la película incluye un puñado de escenas correctas apuntaladas en el carisma de Gosling (Stone cae unos cuantos escalones debajo y vale decir que la participación de John Legend -a su vez- los pone en vergüenza a ambos en materia vocal). Entre el homenaje poco inspirado al arte y el retrato simplista de todos esos sacrificios que reclama el hecho de entregarse al lirismo de la cultura antes que a la mundanidad del trabajo, La La Land se mete en terreno que ha sido recorrido hasta el hartazgo y con mejores resultados; pensemos en Todos Dicen Te Quiero (Everyone Says I Love You, 1996) de Woody Allen, una figura omnipresente en los diálogos entre la pareja y en el esquema nostálgico de la faena, como si el mimetismo garantizase siempre el triunfo. Hoy Chazelle no cuenta con la convicción y el pulso que demostró en la muy superior Whiplash y así se ubica en una medianía a pura indiferencia…
La predisposición hacia la violencia Si hay algo que le hace falta a la acción lavada e infantiloide de nuestros días es una vuelta a la severidad de antaño, y ello es precisamente lo que nos regala Assassin’s Creed (2016), una propuesta maravillosa que enarbola a la incertidumbre ideológica y la intensidad de los combates como sus banderas… A esta altura ya podemos confirmar que la reciente Warcraft (2016) y la obra que hoy nos ocupa, Assassin’s Creed (2016), vienen a dar de baja la maldición de los videojuegos en lo que respecta al séptimo arte, léase esa serie de adaptaciones horrendas de productos que nacieron en las consolas. Ambas películas no sólo toman los mejores elementos del material de base para colocarlos al servicio del lenguaje cinematográfico, sino que además tranquilamente pueden disfrutarse como opus independientes que consiguen sobresalir por derecho propio en el terreno elegido: mientras que con motivo del clásico de estrategia de Blizzard Entertainment el director Duncan Jones decidió privilegiar la vertiente centrada en las aventuras mitológicas con un fuerte sustrato político, aquí el australiano Justin Kurzel aprovecha la franquicia creada por Ubisoft para poner todas sus fichas en un cine de acción de tono fantástico que responde a la ambigüedad moral de sociedades secretas milenarias. Reproduciendo la dialéctica del videojuego, en esencia una epopeya en tercera persona -con recorridos transversales a lo largo de diferentes períodos de la humanidad- inspirada en el formato símil plataformas del querido Prince of Persia, en esta ocasión el personaje de Callum Lynch toma la posta de Desmond Miles como protagonista, aunque se conservan el planteo inicial y el conflicto de fondo: Lynch (Michael Fassbender), ahora un convicto por homicidio, es secuestrado/ rescatado el día de su ejecución por Abstergo Industries, la fachada contemporánea de la Orden de los Caballeros Templarios, una organización que desde hace siglos mantiene una rivalidad ideológica con el Credo de los Asesinos en torno al libre albedrío, principalmente porque los primeros desean controlarlo y los segundos protegerlo a toda costa. Así las cosas, los Templarios pretenden encontrar la Manzana del Edén, pieza primordial de la desobediencia y poseedora del código genético de la libertad. Por supuesto que rápidamente Alan Rikkin (Jeremy Irons) y su bella hija Sophia (Marion Cotillard), los cabecillas de la delegación de Madrid de los Templarios, conectan a Lynch a la interfaz del Animus, un dispositivo tecnológico que permite al susodicho “revivir” las experiencias de sus ancestros, enfocándose hoy por hoy en Aguilar de Nerha (también interpretado por Fassbender), miembro fundamental de los Asesinos y última persona conocida en contacto con la Manzana. De esta manera ingresamos a la segunda capa del relato, lo que nos lleva a la Andalucía de 1492, cuando Tomás de Torquemada (Javier Gutiérrez) y su lugarteniente Ojeda (Hovik Keuchkerian), los líderes de los Templarios de la época, secuestran al Príncipe Ahmed de Granada (Kemaal Deen-Ellis) para forzar a su padre, el Sultán Muhammad XII (Khalid Abdalla), a que entregue la Manzana del Edén. Lynch, bajo el ropaje de Aguilar, luchará tanto contra Torquemada como contra los Rikkin. En primera instancia lo más sorprendente del film es la profunda destreza que demuestra Kurzel, responsable de las excelentes y muy ásperas Snowtown (2011) y Macbeth (2015), en lo referido a las secuencias de acción, imponiendo un ritmo seco en el que cada golpe se siente como una pequeña laceración producto del frenesí. El realizador combina con maestría el live action con una dosis más que sensata de CGI para mantener al espectador atrapado durante una andanada de enfrentamientos coreografiados a la perfección, que para colmo llevan hasta el extremo las carnicerías y la intensidad general de los combates cuerpo a cuerpo (a años luz, precisamente, de lo que suelen ofrecer los opus englobados bajo la calificación PG-13). El desarrollo de personajes tampoco se queda atrás gracias al ajustado e inteligente guión de Michael Lesslie, Adam Cooper y Bill Collage, un trabajo adusto que consigue unificar nihilismo, brutalidad, ucronías y un naturalismo de impronta metafísica. Lejos de la sensiblería y el humor bobo a los que nos tienen acostumbrados los bodrios de superhéroes y sus correlatos en distintos géneros, Kurzel en Assassin’s Creed propone un regreso al cine hardcore de acción de las décadas de los 80 y 90, recuperando sin titubeos la parafernalia visual de la saga iniciada con Matrix (The Matrix, 1999) y aquella tradición de colocar en primer plano a un protagonista que literalmente se coma la pantalla, como Fassbender en este caso, quizás el mejor actor del mercado cinematográfico internacional contemporáneo. Finalmente no queda más que aplaudir la decisión del australiano de no homologar a los Templarios con los villanos y a los Asesinos con los héroes de manera rudimentaria: el director se juega, en cambio, por una suerte de indeterminación que lo hace girar desde la derecha (la obsesión con obtener el poder de los primeros) hacia la izquierda (la defensa irrestricta de la autonomía individual de los segundos) y viceversa, sugiriendo como verdaderos “monstruos” a las versiones extremistas de ambas doctrinas y a la gran excusa de fondo que utilizan los bandos para situarse en la lucha hegemónica, ya sea en contra o a favor, léase la execrable capacidad del ser humano para desparramar violencia…
La elección del océano Como suele ocurrir con casi todas las propuestas animadas del mainstream de nuestros días, en Moana (2016) la corrección formal y una historia demasiado estándar desencadenan una obra relativamente agradable que puede ser leída como un signo de estancamiento industrial… Durante los últimos años Disney, el gran gigante gran del imperialismo estadounidense, le terminó de encontrar la vuelta a una fórmula que si bien no genera productos en verdad interesantes o novedosos, por lo menos disminuye la carga conservadora de sus opus de antaño, aquellos en los que la familia, el “american way of life” y la tendencia a vanagloriarse eran los únicos factores dignos de ser alabados por la estructura moralizadora de los relatos (podríamos decir que ese fue el esquema dominante desde los inicios, con el viejo Walt al mando, hasta la década del 90 inclusive). A partir del 2000, y de manera progresiva, el enclave terminó de calcar -en parte- los motivos de su subsidiaria Pixar, lo que derivó en una apertura narrativa que tiene mucho de oportunista porque trabaja sobre terreno político ya ampliamente ganado, concentrándose en films feministas o antirracistas. Aun así el estudio no renuncia a su fetiche orientado a tomar prestados los mitos nacionales de determinadas regiones del planeta, por lo general consideradas “exóticas” a ojos del citadino occidental, para metamorfosearlos según la óptica reduccionista de Hollywood y finalmente adaptarlos al formato narrativo de siempre, léase el camino del héroe, y las preocupaciones de los niños y los adolescentes, esas supuestas “minas de oro” del mercado cultural globalizado. De hecho, a diferencia de Pixar y sus historias centradas -sin sonseras ni hipocresía- en un contexto norteamericano clásico, Disney sigue insistiendo con la estrategia de fagocitar el folklore foráneo para luego escupir la misma realización añeja, ofendiendo una vez más al país o los países protagonistas. Por suerte este mecanismo de apropiación también fue pulido y los productos resultantes ya no son los engendros de ayer. La propuesta que hoy nos ocupa, Moana (2016), es un trabajo tan ameno como olvidable, en la misma sintonía de Zootopia (2016), otro exponente animado reciente de Disney, y La Vida Secreta de tus Mascotas (The Secret Life of Pets, 2016), la exitosísima obra de Illumination Entertainment. Ahora le toca a la cultura polinesia ser objeto de la típica “reinterpretación a la Estados Unidos” de su cosmovisión, circunstancia que nos encauza hacia una película simpática que gira alrededor del viaje de la joven del título, una princesa con vocación de exploradora que es elegida por el océano para que le devuelva el corazón a Te Fiti, una diosa creadora de vida -y responsable de las islas de Oceanía- que mil años atrás sufrió el robo del susodicho a manos de Maui, un semidiós. En su odisea Moana estará acompañada por el gallo Heihei, su tonta mascota, y se asociará con el propio Maui. El planteo retórico es tradicionalista hasta la médula, en esta ocasión intercambiando los roles de género del Hollywood clásico para contentar al público femenino: ella es adalid de la autonomía profesional, él es un necio con el ego inflado y Heihei es el bufón de turno. La animación está bien no obstante son los tatuajes de Maui, que le escapan al andamiaje 3D, los que se roban el show en lo que atañe al humor (el personaje interactúa con los dibujos en su piel y éstos responden exteriorizando lo que él realmente piensa/ siente). El guión deja mucho que desear porque no ofrece ni un mísero gramo de originalidad pero las voces de Auli’i Cravalho como Moana y de Dwayne Johnson como Maui ayudan a que la trama resulte entretenida y la redundancia de las canciones no termine hastiando al espectador. Lejos de Buscando a Dory (Finding Dory, 2016), la gran película infantil del año, el opus de Ron Clements, John Musker, Don Hall y Chris Williams condensa buena parte de los axiomas del Disney correcto contemporáneo aunque no consigue ir más allá de una eficacia algo lavada y carente del impulso necesario para descomprimir el manojo de estereotipos…