La maldad como inmanencia social Un cúmulo de evasivas retóricas y el arte de combinar los géneros con la mayor intensidad posible constituyen las dos características fundamentales de En Presencia del Diablo (Goksung, 2016), una obra maestra todo terreno de Na Hong-jin, asimismo uno de los realizadores más ambiciosos e insólitos de Corea del Sur… En consonancia con lo que viene siendo el inconformismo y la prodigiosa vitalidad del cine coreano de la década anterior y los últimos años, la tercera película de Na Hong-jin funciona como la frutilla de la torta de la que podríamos definir como la cinematografía nacional más interesante del espectro global reciente. En Presencia del Diablo (Goksung, 2016) es una obra maestra que adopta al desconcierto, el polimorfismo y la amalgama de géneros como sus principios rectores, aunque siempre respetando una idiosincrasia que se ubica en el ámbito de esa vertiente particular del terror que transcurre en nuestro Tercer Mundo. Hoy el director de las extraordinarias The Chaser (Chugyeogja, 2008) y The Yellow Sea (Hwanghae, 2010) construyó una épica sorprendente de 156 minutos plagados de paradojas misteriosas, arrebatos, detalles memorables y volantazos en el tono narrativo. Hasta cierto punto el realizador, al igual que colegas de la talla de Park Chan-wook, Bong Joon-ho y Kim Jee-woon (y en menor medida de Park Hoon-jung y Lee Jeong-beom), retoma un motivo muy caro al cine coreano -léase la inoperancia, corrupción y carácter bufonesco de la policía- para utilizarlo de base con el objetivo de ensombrecerlo de a poco en sintonía con Memories of Murder (Salinui Chueok, 2003), una jugada en la que la disposición del relato atraviesa una metamorfosis apasionante que arranca en el thriller bucólico con destellos de comedia y desemboca en el horror totalizador, ese que devora a los vínculos cercanos e instaura el infierno en la tierra. La premisa es extremadamente sencilla y nos lleva a un pueblito de las montañas de Corea del Sur, donde una infección cutánea transforma a los lugareños en enajenados que masacran a sus respectivas familias. Una vez más la investigación cae en manos de un pobre diablo sin la capacitación adecuada ni el ingenio para comprender la dimensión de lo que ocurre, el Sargento Jong-goo (Kwak Do-won), quien terminará inmerso en una espiral descendente gracias a una tensión y una dosificación del suspenso en verdad abrumadoras, como no veíamos en mucho tiempo en el séptimo arte. Cuando la única hija de Jong-goo muestre “indicios” de un cambio pronunciado en su persona y los vecinos comiencen a señalar el extraño comportamiento de un ermitaño japonés que deambula en la región, el protagonista deberá encontrar al culpable para salvar la vida de sus seres queridos y esquivar un camino que encauza hacia la locura. El guión del propio Na se concentra en la pesquisa pero inesperadamente evita mostrarnos los homicidios en sí, condenándonos a la angustia sutil de la escena del crimen. De hecho, la potencia retórica del film radica precisamente en los espacios vacíos a nivel de la información suministrada al espectador y la efervescencia/ desesperación de Jong-goo, un policía cuya impasibilidad resulta casi exasperante durante la primera hora del metraje. Mientras que gran parte del terror industrial norteamericano contemporáneo continúa obsesionado con los estereotipos de “la perturbación de la paz” y todas esas fórmulas quemadas en torno al dualismo platónico de la carne y el espíritu, En Presencia del Diablo en cambio patea por completo el tablero al sumergirnos desde el inicio en conceptos mucho más ajustados al mundo impiadoso en el que vivimos: en la historia la maldad gira sobre su propio eje porque es una inmanencia concreta que surge de golpe y arremete en forma de torbellino social, sin que importen la corporalidad o inmaterialidad de la entidad de turno. Así las cosas, el director se burla de planteamientos vetustos como la idea ochentosa de “contagio” debido a que los ataques son aleatorios y obedecen al placer caprichoso del sadismo, lo que en términos prácticos significa que aquel miedo a no acatar determinadas reglas es sustituido por la ausencia total de normas. De la misma manera que descubrimos una suerte de “sincronía en etapas” de los asesinatos, la propuesta confronta esta despersonalización del cazador con las penurias del protagonista en pos de darle sentido a los acontecimientos, circunstancia que a su vez pone patas para arriba al que suele ser el mecanismo más burdo del horror de nuestros días (en lugar de enfatizar un contexto corrupto que mancha a un héroe o paladín inmaculado, la trama nos obliga a calzarnos los incompetentes zapatos de Jong-goo y acompañarlo en decisiones de índole laboral/ ética). Sin duda el gran acierto de la película pasa por la combinación de los engranajes fantásticos de la mitología oriental con el “whodunit” de los policiales y las referencias aisladas a recursos de larga data -y muy en boga en la actualidad- como los exorcismos, las aventuras en parajes inhóspitos y los zombies antropófagos. Cada cita que introduce el cineasta va acompañada de una reformulación sensata que le escapa a la ironía y al homenaje bobalicón del indie y/ o el mainstream del resto del globo, los cuales parecen más interesados en celebrar la cultura chatarra desideologizada que en construir opus coherentes y valiosos a nivel discursivo. En el convite sólo prima el amor por el cine a secas, ese que nos brinda personajes verosímiles y con carnadura, para querer u odiar: hablamos de una fábula maravillosa que desde nuestra periferia analiza los clichés y fracasos del acervo marginal…
Los acólitos y el arte de apostatar El regreso de Martin Scorsese, luego de la efectista y sobrevaluada El Lobo de Wall Street, es una epopeya religiosa acerca de la frontera entre la gloria y la muerte en un contexto de persecuciones despiadadas que ponen patas para arriba a la Inquisición… A pesar de que Martin Scorsese se cansó de repetir a lo largo de los años que su intención de base siempre fue construir una nueva adaptación de la novela Silencio (Chinmoku) de 1966 de Shūsaku Endō, el resultado que hoy tenemos ante nosotros a partir de este más que demorado proyecto del director -que se remonta a principios de la década del 90- posee como referencia insoslayable la primera traslación cinematográfica del libro, encarada por Masahiro Shinoda en 1971. Estamos frente a una remake escena por escena de la odisea original japonesa, salvo por un par de diferencias notables: aquí está metamorfoseado y tiene menos preeminencia el episodio del samurái y su esposa, y el desenlace -por su parte- es más extenso e incluye un remate bastante peculiar, prácticamente antagónico. Aun así, el trabajo del norteamericano es admirable porque la obra no tiene absolutamente nada que ver con la coyuntura mainstream del séptimo arte de nuestros días y su lamentable levedad. De hecho, si consideramos que vivimos en una época dominada por el cinismo, la cobardía, el egoísmo más pueril y el lavaje compulsivo de manos a nivel ideológico por parte de una fauna de burgueses que sólo pregonan la doctrina del acomodo económico/ laboral, en el fondo Silencio (Silence, 2016) más que cerrar una suerte de trilogía sobre los sacrificios de la fe, inaugurada por La Última Tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988) y continuada por Kundun (1997), lo que hace es saldar cuentas con las “preocupaciones católicas” de Scorsese y de paso criticar ferozmente la falta de valentía, coherencia y convicción de la anodina sociedad occidental contemporánea. Más allá de la tendencia a brindar demasiada información en el inicio, a lo que se suma un abordaje individualista de la cuestión del dogma que desdibuja en parte el sustrato social, el film reivindica la relación entre el sujeto y su ideología, un vínculo que sufre reiteradamente los embates del contexto. La historia vuelve a girar en torno a dos sacerdotes jesuitas portugueses del siglo XVII, Sebastião Rodrigues (Andrew Garfield) y Francisco Garupe (Adam Driver), que marchan a Japón para buscar a su mentor, el Padre Cristóvão Ferreira (Liam Neeson), quien supuestamente renunció a su fe en pleno Período Edo, cuando el shogunato prohibió el cristianismo porque vinculaba a los misioneros europeos con una conquista política a largo plazo. Scorsese, aquí firmando el guión junto a Jay Cocks, se hace un festín al homologar a Rodrigues con Jesucristo y al personaje de Kichijiro (Yôsuke Kubozuka), el pescador borracho que lleva al dúo a tierras niponas, con Judas. La persecución de la que son objeto los sacerdotes pone en perspectiva la necesidad de acólitos de las religiones organizadas, la estructura de solidaridad comunal que inspiran, su agenda en el ámbito hegemónico local y la soberbia detrás de esa pose en tanto “saber único y totalizador” aplicable a todo el globo. Hasta cierto punto se puede afirmar que la película asimismo funciona como un homenaje a determinados maestros que no habían tenido mayor cabida en el cine del realizador hasta la fecha: de este modo descubrimos un martirio símil Carl Theodor Dreyer, la soledad existencial de los antihéroes de Akira Kurosawa y el surtido de dubitaciones alrededor de la religión de Ingmar Bergman. La delgada línea entre la gloria y la muerte, una vez que Rodrigues, Garupe y los campesinos japoneses que los ayudan comienzan a caer presos y a ser torturados/ asesinados, se transita -de nuevo- mediante el arte de apostatar pisando el “fumi-e”, una estampita rudimentaria con imágenes de Cristo o la Virgen María. Scorsese no teme apuntalar una epopeya sadomasoquista y extremadamente minuciosa que reconoce las debilidades humanas y la paradójica búsqueda de iluminación, una senda que lo lleva hacia el terreno de la responsabilidad para con nuestros semejantes y su suspicacia a futuro. Si bien Silencio no logra superar al opus original de Shinoda, una propuesta mucho más nihilista y menos convalidante hacia el catolicismo, sin duda trae a colación las distintas formas de vivir la religión, no tanto en su plano pragmático e institucional (hablamos de un entramado parasitario que condenó a la humanidad al oscurantismo y a masacres eternas durante siglos), sino más bien en lo que atañe al respeto y la sed de cierre cognitivo de los hombres en relación al mundo que los rodea (la ceguera de los aldeanos contrasta con el fundamentalismo cada vez más enflaquecido de Rodrigues y el oportunismo despiadado de las autoridades japonesas con el personaje de Issei Ogata a la cabeza, Inoue, en el film de 1971 el Magistrado de Nagasaki y hoy directamente referido como el “Inquisidor”). La ausencia de respuestas definitivas y la pasividad subyacente al credo son los dos ejes de una obra muy interesante que analiza un enfrentamiento destinado a la mutua incomprensión…
Un manto de provocación y perversidad El regreso al cine del enorme Paul Verhoeven no podría haber sido mejor ni más oportuno, considerando la tibieza del mainstream actual: el holandés apabulla con una propuesta impredecible que hace de un enfoque distante e irónico su mayor fortaleza… Dentro de la carrera de Paul Verhoeven, sin duda uno de los más grandes iconoclastas del séptimo arte, Elle (2016) califica como una anomalía retro porque el realizador viene de un período dominado por propuestas de género con una fuerte incidencia por parte del mainstream hollywoodense y las estructuras tradicionales, más allá del hecho de que el señor siempre introduce sus típicos detalles satíricos, mucha exuberancia retórica y demás marcas registradas de su autoría. Su regreso al candelero internacional luego de una década de silencio -si no contamos el mediometraje experimental Steekspel (2012)- no llega a superar a El Libro Negro (Zwartboek, 2006), una de sus numerosas obras maestras, pero consigue posicionarse con comodidad entre lo mejor del cine reciente, ahora ofreciéndonos una película que nos reenvía a los primeros años de su trayectoria, aquellos signados por una extraordinaria apertura hacia el drama, el romance sadomasoquista y la comedia negra. Como si se tratase de una prima muy lejana de Delicias Turcas (Turks Fruit, 1973) o Keetje Tippel (1975), aunque con una dosis decididamente menor de semen, sudor y sangre, el último opus del maestro apuesta a un relato contenido pero ambicioso que gira en torno a Michèle Leblanc (Isabelle Huppert), la cabeza de una exitosa compañía de videojuegos y eje de una colección de subtramas que se pasean por su familia, sus lazos laborales, sus relaciones sentimentales y hasta el vecindario parisino donde reside. En esta oportunidad la irreverencia característica del director se da cita de manera más sutil y solapada, ya no tanto haciendo estallar los clichés, la mojigatería política y las zonas de confort de la industria que lo cobija -no importa la etapa considerada porque hablamos de una disposición de izquierda que siempre lo acompañó a lo largo de toda su producción- sino a través de la misma arquitectura narrativa y las “acentuaciones” tragicómicas de un abanico fascinante. Precisamente, es en la figura de una Huppert irrefrenable en la que Verhoeven se ampara para incluir sus obsesiones de antaño: mientras que la actriz se regodea en una frialdad descontracturada y sardónica que evita los lugares comunes del registro interpretativo de las epopeyas de esta índole, los límites entre la vida pública y la privada se van borrando a medida que las afinidades de un campo perpetúan su accionar sobre el otro, creando una amalgama en la que las inseguridades y anhelos de todos los personajes quedan a flor de piel en las situaciones menos esperadas. Si bien el puntapié inicial del film es la violación de Michèle por parte de un enmascarado que irrumpe en su domicilio y prácticamente no deja espacio para la respuesta, el recorrido posterior apenas si se vinculará tangencialmente con los mecanismos del thriller porque el guión de David Birke -a partir de una novela de Philippe Djian- está más interesado en construir un retrato totalizador de la protagonista. l desfile de secundarios es más que generoso y abarca una amplitud insospechada (madre, hijo, ex pareja, amiga/ socia, nuera, amante, vecinos, subalternos en la empresa, etc.), no obstante ninguno queda “colgado” en el desarrollo y hasta algunos terminan ubicándose en una posición de privilegio dentro del devenir general (la historia invariablemente utiliza la dialéctica en mosaico para examinar el derrotero de Leblanc luego del ataque desde todo punto de vista, haciendo foco en el ámbito afectivo y en su particular idiosincrasia como mujer). Considerando el desapego del personaje principal para con su propia tragedia y cierta malicia -muy jocosa y punzante- hacia su entorno, debemos aplaudir la inteligencia del realizador y su pulso firme en lo que respecta a la entonación del relato, un esquema insólito que juega con la clásica investigación del subgénero “violación y venganza” pero al mismo tiempo sin asignarle un papel preponderante y subrayando el entramado psicológico. La yuxtaposición de las diferentes dimensiones de la vida de Michèle desarma las certezas que podríamos acumular y complejiza su carácter, lo que en términos prácticos nos aleja de aquella lectura del film noir supeditada a la hipérbole sexual y la parodia del Hollywood bobalicón a la que estábamos acostumbrados, pensemos por ejemplo en El Cuarto Hombre (De Vierde Man, 1983) y Bajos Instintos (Basic Instinct, 1992), y nos acerca a lo que sería una exégesis verhoeveniana de la obra de Claude Chabrol y Alfred Hitchcock, aunque con una clara preeminencia del primero. El poderío de Elle reside en una vehemencia todo terreno, en su imprevisibilidad y en esa tendencia a llamar a las cosas por su nombre, otra de las maravillosas consecuencias de la influencia que ha tenido el porno en la carrera del holandés: el septuagenario director nos vuelve a repetir que lo que necesita el cine es un manto de provocación y perversidad, dos ítems que hoy revitalizan un panorama anodino…
El hombre es el monstruo Mucha agua pasó bajo el puente desde la primera aparición en 1933 del rey de los simios, aun así Hollywood sigue retomando el personaje por la sencilla razón de que está enraizado en la memoria popular. Kong: La Isla Calavera funciona como una coctelera clasicista y amable que mezcla todo lo hecho en el pasado sin engolosinarse con los CGI… Si tenemos presente que la última encarnación a la fecha del gorila gigante más famoso del cine había sido en el esperpento de 2005 de Peter Jackson, un bodrio atiborrado de CGI que pretendía “volver a los orígenes” y terminaba aburriendo con su torpeza, bien podemos afirmar que Kong: La Isla Calavera (Kong: Skull Island, 2017) es un regreso relativamente potable al terreno de las aventuras más tradicionales del séptimo arte. La realización no consigue deslumbrar desde ningún punto de vista pero cuenta con una capacidad -vinculada a la sabiduría del narrador- que hoy no suele ser común en el mainstream: hablamos de la destreza de ofrecer lo justo y necesario en todos los apartados para construir un blockbuster predecible a la vieja usanza, sin la preeminencia contemporánea de la fastuosidad y el humor hueco por sobre el corazón, el ímpetu y el compromiso ideológico de los personajes. Una vez más nos topamos con una expedición a la isla del título que sale muy mal, aunque en este caso todo transcurre en 1973 y los humanos egoístas de turno se tropiezan primero con Kong y luego con la tribu local, lo que deriva en una masacre debido a que los bobos arrojan cargas explosivas sobre la superficie que enfadan al monito. Los sobrevivientes quedan separados en dos grupos: el primero, guiado por el ex Capitán James Conrad (Tom Hiddleston), se dirige hacia el “punto de extracción” en el norte de la isla, y el segundo, comandado por el Teniente Coronel Preston Packard (Samuel L. Jackson), pretende rescatar a un soldado solitario y hacerse de armas para matar a Kong. El planteo del film es clasicista porque si bien el reencuentro de los protagonistas se da muy entrado el metraje, el derrotero a través de la jungla permite diferenciarlos y establecer un contraste entre ambos. Dicho de otro modo, la trama opone el belicismo automatizado y demente de Packard al pragmatismo del antihéroe que interpreta Hiddleston, a lo que se suma Mason Weaver (Brie Larson), una fotógrafa de izquierda, y un número generoso de secundarios entre cómicos y parcos. El realizador Jordan Vogt-Roberts nunca se engolosina del todo con la fanfarria digital ya que prefiere dosificarla con cuentagotas mediante distintos enfrentamientos entre los humanos y las criaturas de la isla hasta llegar al inefable combate de Kong contra esa alimaña colosal que siempre aparece en el desenlace. A pesar de que todo el elenco está bastante bien y los personajes son simples pero coherentes, indudablemente el que se roba la película es John C. Reilly, quien compone a un pobre piloto que en el prólogo -durante la Segunda Guerra Mundial- se estrella con su avión en la isla a la par de un enemigo japonés. Más allá del hecho innegable de que la historia no aporta ni un gramo de originalidad al canon alrededor del rey de los simios, el tono jovial y sincero de la epopeya le juega a favor porque permite que algunos latiguillos olvidados del cine de acción de los 80 -y hasta de la versión de 1976 y su secuela de 1986- se cuelen en esta fábula certera acerca de la fuerza irrefrenable de la naturaleza y cómo ésta se acomoda frente a los atropellos, las invasiones y las estupideces de los hombres, quienes siempre terminan demostrando que son los únicos monstruos a temer en este planeta. Vogt-Roberts cae en todos los clichés del período en cuestión y la Guerra de Vietnam en general, no obstante lo compensa con un diseño de Kong bastante modesto y un devenir que restituye ese cariño distante tan característico del gorila, cristalización de una divinidad natural que protege… y castiga cuando corresponde.
La confusión del poder. Esta prodigiosa biopic sobre Jacqueline Kennedy esquiva los clichés del género y hace gala de un inconformismo excepcional dentro del Hollywood contemporáneo. Tanto el guión de Noah Oppenheim como la dirección de Pablo Larraín están orientados a evitar el bronce y complejizar las internas de los días posteriores al asesinato de John F. Kennedy… Y Pablo Larraín lo hizo de nuevo, circunstancia que en términos prácticos prolonga la maravillosa racha que comenzó con No (2012) y continuó con El Club (2015) y Neruda (2016), todos films que a su vez superaron lo hecho por esa trilogía inicial compuesta por Fuga (2006), Tony Manero (2008) y Post Mortem (2010). Jackie (2016) es el debut anglosajón del realizador chileno y lo que podría haber sido un simple trabajo por encargo del montón -al fin y al cabo, este es efectivamente un trabajo por encargo- se nos presenta como una obra personal y muy compleja, con muchas capas para examinar. De la misma forma en que la biopic sobre Pablo Neruda se apoyaba en un excelente guión de Guillermo Calderón, el cual obviaba el clasicismo rancio y opaco de los retratos modelo Hollywood, el esqueleto principal de la película que hoy nos ocupa es un extraordinario guión de Noah Oppenheim, punta de lanza de esta exégesis sobre la inefable Jacqueline Kennedy durante los días posteriores al asesinato de su marido John F. Kennedy el 22 de noviembre de 1963. El inconformismo vuelve a ser la característica distintiva porque aquí no se le lava el rostro a nadie y se ponen a la vista los entretelones y roces de la presidencia del demócrata, el traspaso del poder a Lyndon B. Johnson (John Carroll Lynch) y la negociación para el funeral de Kennedy (Caspar Phillipson), siempre haciendo foco en las virtudes y flaquezas de Jackie (Natalie Portman), su familia, su círculo íntimo y los depredadores políticos de turno. A través de una línea temporal que comienza una semana después del magnicidio en Dallas, el film construye un relato basado en una serie de flashbacks y flashforwards en el que varias figuras no son llamadas por su nombre pero remiten a personajes reales: así tenemos conversaciones de la protagonista con un reportero/ Theodore H. White (Billy Crudup), Robert Kennedy (Peter Sarsgaard), un sacerdote/ Richard McSorley (último rol del gran John Hurt), la Secretaria Social Nancy Tuckerman (Greta Gerwig) y el confidente del matrimonio presidencial William Walton (Richard E. Grant), entre otros involucrados. Portman, aquí entregando uno de los mejores trabajos de su prodigiosa carrera, concibe una Jacqueline bipolar que abarca en primera instancia ese ícono de la moda/ primera dama/ maniquí naif para el público en general, una faceta que contrasta con su personalidad puertas adentro y una cierta inteligencia que se vuelca hacia el nihilismo más profundo luego de la muerte de su esposo. Las dos caras de la mujer aparecen representadas por un lado vía el recorrido televisivo que ofreció con motivo de la restauración de la Casa Blanca, una obra encabezada por ella misma, y por otro lado mediante la entrevista con el personaje de Crudup en Hyannis Port, Massachusetts, un encuentro en el que queda asentado tanto el cinismo explotador y oportunista de la prensa como la pretensión política de edificar una elegía en torno al supuesto “legado” de la presidencia de Kennedy. De hecho, un pivote central de la película es su cuestionamiento de la memoria colectiva y las razones por las que sería recordado el mandatario, una jugada genial que suma al desconcierto de la etapa. Entre la crisis de los misiles en Cuba y la mera existencia de una troupe de “gente linda” que copó la administración estadounidense a principios de la década del 60, la propuesta analiza la búsqueda vacilante de una respuesta por parte de la familia Kennedy en los acontecimientos previos y en esa potencialidad echada a perder que persiste a posteriori de todo óbito, un sentimiento que recorre la trama no bajo la forma de una marcha mortuoria tradicional sino más bien en sintonía con una confusión y/ o sacudida que nadie esperaba, en función de la cual queda tambaleante una de las democracias presuntamente más “estables” del opulento hemisferio norte. Los desacuerdos entre Jackie y los representantes de Johnson alrededor de los cortejos fúnebres, al igual que las idas y vueltas de la propia protagonista en lo que atañe a los preparativos necesarios, son utilizados como marcos conceptuales para comprender la ridiculez y soberbia del poder, un esquema controlado por una oligarquía de parásitos sociales que pretenden el dominio perenne y total de la realeza. A contrapelo de esas biografías homologadas con las epopeyas por demás ingenuas, cuya meta es “humanizar” a los retratados a través de los mismos mecanismos narrativos convalidantes de siempre, el opus de Larraín apuesta a crear un camino aparte en el que un pulso onírico y por momentos abstracto se combina con una angustia arrastrada desde lejos y carente de resolución, vinculada al fallecimiento de los dos hijos de la pareja, Arabella y Patrick, y el dolor de tener que comunicarles a sus otros dos retoños, Caroline y John Jr., el deceso de su padre. El carácter manipulador de Robert, el fantasma de Abraham Lincoln y la sensación generalizada de peligro, que se magnifica luego del homicidio de Lee Harvey Oswald dos días después de la muerte de Kennedy, son otros puntos importantes de un lienzo que hace maravillas en sus apenas 100 minutos de duración, demostrando que no hacen falta horas de verborragia redundante para construir un retrato certero y abarcador de una figura social. Jackie pone el dedo en la llaga del estupor del saberse ya no idealizado…
La unidad familiar a prueba En lo profundo del bosque (2015) es una película muy disfrutable que si bien no aporta una vuelta de tuerca a los relatos apocalípticos, por lo menos sabe aprovechar el sustrato humanista de la debacle de turno para crear personajes sensatos y con corazón… Hasta cierto punto se puede afirmar que la aparición -y por supuesto, el gran éxito- de The Walking Dead a comienzos de esta década ha generado una serie de exploitations de variada envergadura que pretenden cosechar algo de este interés por el melodrama apocalíptico centrado en muertos vivientes y seres humanos aún más nauseabundos, en una escala que va desde el mainstream aparatoso de Guerra Mundial Z (World War Z, 2013) hasta un indie igual de fallido a la Ellos te están esperando (Sorgenfri, 2015) y Viral (2016). Lejos de aquellas, hay propuestas recientes que niegan el estatuto de nuestros días y miran al pasado más remoto, como por ejemplo Stake Land (2010), del carpenteriano Jim Mickle, una obra que reemplazaba a los zombies por vampiros en un contexto de western, y The Survivalist (2015), la excelente y taciturna ópera prima del irlandés Stephen Fingleton. De hecho, la realización que hoy nos ocupa, En lo profundo del bosque (Into the Forest, 2015), puede leerse como una versión light y más etérea de The Survivalist pero con un desarrollo dramático a la inversa. Si antes el eje era un ermitaño -en una coyuntura dominada por la hambruna y el darwinismo social- que de a poco entablaba una suerte de vínculo afectivo/ de confianza con dos mujeres, ahora tenemos a dos señoritas cuya relación es impugnada por un entorno despiadado que va imponiendo su lógica salvaje de manera paulatina. El corazón del relato es una familia de tres que vive en una casona a medio construir en una región apartada y rodeada de árboles: un padre (Callum Keith Rennie) y sus dos hijas, la mayor Eva (Evan Rachel Wood) y la menor Nell (Ellen Page). El catalizador principal es muy simple, apenas un corte de luz que se extiende eternamente. La película cuenta con dos factores que la elevan por encima de la media de las fantasías catastróficas de aislamiento, léase el análisis meticuloso que hace del desplome de la civilización como la conocemos y el desempeño de Wood y Page. En lo que respecta al primer ítem, el film trabaja con astucia -a través de constantes saltos hacia adelante de días y meses sin electricidad- la frontera entre un mundo de dependencia tecnológica y la caída definitiva de las caretas, lo que implica la “reconversión” de la humanidad en depredadores insaciables y egoístas (desde ya que siempre lo fuimos y siempre lo seremos, sólo que antes el asunto estaba maquillado con una menor dosis de violencia explícita). Aquí no existen monstruos putrefactos que acechan en las sombras, en todo caso los “monstruos” son la muerte accidental del padre, la falta de alimentos y el encuentro con un hombre conocido. Sin dudas la química entre las actrices suma mucho a la historia y permite que la directora y guionista Patricia Rozema, una canadiense que a decir verdad no había hecho nada particularmente memorable hasta este punto, construya un opus exquisito dividido en dos actos muy marcados, el primero de pulso arty y el segundo más acorde con los requisitos narrativos del mainstream contemporáneo. En lo Profundo del Bosque nos presenta una odisea de supervivencia centrada en el hogar, sus vaivenes y las “procesiones internas” de dos mujeres superadas por las circunstancias, en una sociedad atomizada y feroz que pone en primer plano la fragilidad de la red de contención estatal y su zona de confort. De este modo, la unidad y el amor de una familia burguesa son puestos a prueba cuando sólo vale el esfuerzo propio y las comodidades se desvanecen para dejar paso a una inquietud sin fin…
Nostalgia y frustración. Todos los cinéfilos de izquierda que pasamos ampliamente la frontera de los 30 años llevamos en nuestros corazones a Trainspotting (1996), aquella segunda y extraordinaria propuesta de Danny Boyle cuyo eslogan descriptivo/ comercial era “La Naranja Mecánica de los 90”, un latiguillo no del todo preciso porque a diferencia del opus de 1971 de Stanley Kubrick -el cual sí poseía un marco conceptual concreto vinculado a una sátira en torno a la falibilidad y ridiculez suprema de los sistemas educativo, judicial y carcelario- la película protagonizada por Ewan McGregor y Robert Carlyle en cambio estaba enrolada en esa rabia difusa y de shock tan característica del momento, como si se tratase más de un retrato de la marginalidad extrema urbana y la falta de perspectivas que de un manifiesto contra el régimen social occidental y sus subproductos en el campo de la adolescencia más olvidada. La analogía con Kubrick no era gratuita ni se limitaba a la dimensión ideológica, sino que también abarcaba el ámbito formal ya que la pirotecnia del británico podía ser homologada a la del norteamericano. De hecho, los floreos visuales de Boyle -al igual que los de sus colegas David Fincher, Quentin Tarantino y Paul Thomas Anderson- se transformaron en las insignias del período: hablamos de aquella conjunción de la estética de los videoclips con el lenguaje publicitario, un esquema disruptivo de representación que a su vez había eclosionado en la década del 80. Desde el furor entre indie y mainstream que desencadenó Trainspotting, mucha agua pasó bajo el puente para el realizador, su guionista John Hodge y el elenco en general, no obstante siempre se barajó la posibilidad de adaptar la secuela de la novela original de Irvine Welsh de 1993, intitulada Porno y publicada en un lejano 2002. Como comentó en innumerables ocasiones, el inglés sólo estaba interesado en algunos ítems de Porno y prefería llevar la historia hacia rumbos diferentes con respecto a los que planteaba el libro desde su título, y el resultado es una obra muy digna que si bien no llega a empardar los méritos del primer film, indudablemente la maduración del equipo creativo ha logrado que la ausencia de la anarquía y la chispa revulsiva de antaño sea compensada con una andanada de reflexiones muy acertadas e inteligentes sobre el transcurrir del tiempo, los fracasos en las metas individuales, los obstáculos en los que reincidimos y la idea de lealtad en amistades tambaleantes, siempre al borde del colapso. T2 Trainspotting (2017) toma a la nostalgia y a las frustraciones como los ejes de un relato más apaciguado, reconvirtiéndolas en los sustitutos de las drogas y la violencia de la Edimburgo de los 90. La acción se sitúa 20 años después y gira alrededor de dos premisas: por un lado tenemos el proyecto de Simon “Sick Boy” Williamson (Jonny Lee Miller), al que luego se suman Mark “Rent Boy” Renton (Ewan McGregor) y Daniel “Spud” Murphy (Ewen Bremner), de construir un burdel arriba del pub de Williamson que sería administrado por su seudo novia Veronika Kovach (Anjela Nedyalkova); y por el otro lado está la fuga de prisión de Francis “Franco” Begbie (Robert Carlyle) y su necesidad de venganza contra Renton por aquel robo de £16,000. En todos los casos esa típica insatisfacción de la mediana edad se mezcla con un punto muerto en términos monetarios, los dilemas familiares de abandono, el éxtasis del reencuentro, el fantasma insistente de las adicciones y el arrepentimiento por decisiones tomadas en el pasado que afectaron a seres queridos de maneras jamás previstas del todo. Por supuesto que Boyle continúa jugando con la imagen de forma hiperquinética, un estilo que lo acompañó a lo largo de las décadas, pero aquí se destacan en especial los inserts esporádicos de planos de la realización de 1996, no en función de una melancolía patética vinculada al refrito para rellenar metraje símil la vergonzosa El Amor en Fuga (L’Amour en Fuite, 1979) de François Truffaut, sino más cerca de las resonancias tragicómicas de las “cuentas pendientes” y de un afecto entre amigos que se estiman aunque nunca pueden dejar de traicionarse -a sí mismos y entre ellos- vía un cariño de índole caníbal y demencial. El encanto de ver en pantalla de nuevo a aquellos personajes de Trainspotting encuentra su contrapunto en una trama simple y poderosa que vuelve a aprovechar todo el histrionismo de actores prodigiosos que lloran, ríen y se desilusionan con la sociedad de nuestros días…
El ocaso del antihéroe. Pareciera que Hollywood por fin está tomando nota de los dardos que viene recibiendo últimamente -en especial desde dentro de la propia industria- por su decisión de centrar gran parte de sus blockbusters en productos inspirados en cómics, todo un andamiaje basado en un patrón serial símil televisión que fue atacado sin piedad y a pura inteligencia por la excelente Birdman (2014), de Alejandro González Iñárritu. La mediocridad del fetiche de encadenar opus indistintos e intercambiables, gracias a la apatía de un público y una crítica cada día más embotados por el consumismo bobalicón, por suerte va dejando paso paulatinamente a una oferta un poco más variada y a obras como Logan (2017), un trabajo que sin ser una joya absoluta del séptimo arte por lo menos apunta a un segmento adulto que había sido condenado al olvido por los bodrios inofensivos de los últimos años. Desde ya que no es precisamente una casualidad que se haya elegido a un personaje como Wolverine para apostar a hacer “otra cosa” y en parte faltarle el respeto a la colección de artilugios del cine contemporáneo de superhéroes, léase el cancherismo, el humor tonto, los CGI, la grandilocuencia hueca y todos esos protagonistas en eterna adolescencia. Ya en las propuestas anteriores se había explorado al dedillo el trágico pasado del señor, sin embargo en Logan el asunto se profundiza con vistas a diferenciar esta especie de marcha fúnebre pero apoteósica de lo exhibido en X-Men Orígenes: Wolverine (X-Men Origins: Wolverine, 2009) y Wolverine: Inmortal (The Wolverine, 2013). Aquí repite el director de esta última, James Mangold, quien además pasa a firmar el guión junto a Scott Frank y Michael Green, los tres artífices primordiales de que el tono del relato esté volcado al western y el film noir. Indudablemente seguimos hablando -en esencia- de una película de acción aunque con un nivel de gore bastante más elevado que el habitual (de hecho, los productores le dieron el visto bueno a la clasificación R desde el inicio) y con citas explícitas a El Desconocido (Shane, 1953) y referencias conceptuales a los opus de Michael Winner de la década del 70 (aquí tenemos la premisa de base del antihéroe retirado que es obligado a volver al ruedo por unas pobres víctimas de los agentes del darwinismo, la plutocracia y el militarismo nauseabundo de siempre). La trama nos ofrece un viaje de lo más accidentado a través de Estados Unidos por parte de Logan/ Wolverine (Hugh Jackman), Charles Xavier/ Profesor X (Patrick Stewart) y Laura Kinney (Dafne Keen), una niña con “destrezas” similares a las del protagonista, en pos de dar con un refugio para los mutantes que han sobrevivido a la razzia de turno en manos de un estado asociado a una empresa multinacional armamentista. A pesar de que la realización carece de un villano a la altura de las circunstancias porque ninguno de los dos elegidos consigue brillar (uno es un carilindo verborrágico que no se aparta del canon de este tipo de films y el otro es el típico “genio criminal” que escuda su sadismo bajo un discurso hipócrita acerca de sus buenas intenciones), no podemos más que agradecer la idea de centrar la historia en el ocaso de un Wolverine que perdió la capacidad de sanar debido a un envenenamiento progresivo causado por el adamantium que lleva dentro suyo. Como señalábamos anteriormente, las secuencias de acción evitan las luchas gigantescas de los mamarrachos recientes de Marvel y DC para jugarse en cambio por enfrentamientos más terrenales -y gloriosos en serio- sustentados en la ferocidad de las heridas sangrantes, las amputaciones, los desgarros y un sinfín de cadáveres tendidos en el suelo. Logan esconde un vendaval tan pesimista como austero que vale la pena descubrir…
Bajo la superficie Dentro de lo que viene siendo una racha muy interesante y variada de películas de horror, La Presencia es una propuesta clase B neozelandesa que cumple y dignifica ya que saca partido de sus escasos recursos y mantiene la tensión a lo largo de su desarrollo… ¿Qué sería de nuestra vida cinéfila sin los investigadores paranormales, todo un gremio que le ha dado muchas satisfacciones a los espectadores que gustan del terror centrado en hogares acechados por ánimas en pena? La escala es muy amplia y va desde clásicos como La Casa Embrujada (The Haunting, 1963) y La Leyenda de la Casa Infernal (The Legend of Hell House, 1973), pasando por Poltergeist (1982), hasta las recientes La Noche del Demonio (Insidious, 2010) y El Conjuro (The Conjuring, 2013). En el fondo el subgénero nunca acusó recibo de la preeminencia del found footage y del fetiche hollywoodense para con “lo último de lo último” del arsenal tecnológico, ya que la misma vertiente patentó décadas atrás el binomio que se mantiene firme como su núcleo principal: siempre tenemos a un psíquico y a un equipo de asistentes que registran lo sucedido de manera rudimentaria. Lejos de cualquier pompa mainstream y esos jump scares cronometrados de buena parte de la producción norteamericana, La Presencia (The Dead Room, 2015) es un film minúsculo neozelandés que entretiene en todo momento aprovechando al máximo su reducido presupuesto. La premisa es la misma de siempre: ahora es una compañía de seguros la que contrata los servicios de un trío de “cazafantasmas” para que determinen si realmente la residencia de turno está embrujada, en especial considerando que la familia que habitaba la casa salió espantada sin llevarse ninguna pertenencia. Nuestros paladines de la limpieza son Scott Cameron (Jeffrey Thomas), el veterano escéptico y líder del grupo, Liam Andrews (Jed Brophy), el especialista high tech, y Holly Matthews (Laura Petersen), la infaltable médium, hoy encargada de señalar en qué lugar de la morada se encuentra el ente maléfico. Quizás lo mejor del guión de Kevin Stevens y el también director Jason Stutter es que nos ahorra ese típico prólogo insoportable en el que vemos cómo la existencia de unos burgueses aburridos se viene abajo por el acoso del espíritu inquieto, decidiendo en cambio comenzar el devenir directamente con la llegada de los investigadores paranormales. En consonancia con lo anterior, la obra tampoco se detiene en estereotipos para construir las “historias de vida” de cada uno de los tres personajes o acentuar sus diferencias y conflictos intrínsecos, porque aquí lo que importa es la posibilidad de que la vivienda esté maldita en serio y no desee recibir huéspedes. Dicho de otro modo, el realizador no da vueltas y se concentra en una puesta en escena minimalista basada en tomas interesantes, ruidos que van y vienen, algún que otro movimiento inesperado y una sensación de peligro bien dosificada. En este sentido, La Presencia recuerda a los exponentes más dignos del cine de horror latinoamericano, aquellos que sin aportar nada particularmente novedoso al catálogo por antonomasia del género, por lo menos saben usufructuar los motivos más recurrentes para ofrecer productos muy loables que levantan el promedio de industrias nacionales poco desarrolladas (sobre todo en el campo del cine popular/ no festivalero), ratificando que es posible crear películas eficaces desde los márgenes. Stutter consigue buenas actuaciones de los protagonistas y apuntala un verosímil amable que jamás se siente forzado, un logro mayúsculo si consideramos que casi todo el presupuesto está condensado en los efectos visuales del desenlace. Esta habilidad para hacer mucho a partir de recursos escasos, una aptitud que se esconde bajo la superficie del relato, es el mérito distintivo de la propuesta…
Ramificaciones de la culpa. Si bien a simple vista indudablemente se puede afirmar que La Chica sin Nombre (La Fille Inconnue, 2016), el último trabajo de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, es inferior con respecto al opus inmediatamente previo, la muy interesante Dos Días, una Noche (Deux Jours, une Nuit, 2014), a decir verdad el film en cuestión continúa sacando provecho con esmero del minimalismo habitual de los realizadores en pos de mantener la tensión en todo momento y -por supuesto- transmitir ese mensaje socialista/ humanista de siempre a la Ken Loach. Hoy deciden regresar al suspenso que enmarcó algunas de sus obras de antaño, aunque con una entonación más sutil: dicho de otro modo, aquí tenemos una investigación que se condice más con las exploraciones de Olivier, el protagonista de El Hijo (Le Fils, 2002), que con el esquema de intrigas de El Silencio de Lorna (Le Silence de Lorna, 2008). Como es costumbre en el cine de los belgas, la historia es relativamente sencilla: Jenny Davin (Adèle Haenel) es una joven y talentosa médica que está reemplazando en una zona humilde al Doctor Habran (Yves Larec) y que además tiene a su cargo a un interno, Julien (Olivier Bonnaud). Una noche suena el timbre del consultorio luego del horario de atención y ella resuelve no abrir la puerta. A la mañana siguiente la contacta la policía para pedirle el video de la cámara de vigilancia con el objetivo de averiguar qué le ocurrió a una mujer negra desconocida que encontraron muerta en las inmediaciones con una fractura en el cráneo. Posteriormente Davin se entera que el individuo que tocó el timbre y la víctima son la misma persona, lo que dispara un sentimiento de culpa que la llevará a emprender una pesquisa con vistas a descubrir la identidad de la occisa y los pormenores de su defunción. La propuesta no llega a ser todo lo cautivadora que a priori auguraba la premisa debido a la decisión de los Dardenne de centrar el derrotero de la protagonista en torno a la familia de Bryan (Louka Minnella), uno de sus pacientes, circunstancia que por momentos genera cierta claustrofobia redundante que neutraliza lo que hubiese sido la alternativa opuesta, la opción de ampliar el abanico de secundarios para complejizar el relato y hacerlo quizás más dinámico (considerando este escollo, los 106 minutos de metraje se perciben excesivos). Afortunadamente los directores compensan con creces esta deficiencia mediante su inefable astucia en lo que atañe al desarrollo de personajes y en especial a la transformación/ apertura emocional escalonada de Davin, una suerte de reinterpretación de Roger, aquel antihéroe -también movilizado por el remordimiento- de La Promesa (La Promesse, 1996). Queda claro que en La Chica sin Nombre los realizadores reemplazan -como núcleo de la trama- a sus paladines marginales clásicos (esos que nosotros desde el sur podríamos clasificar dentro de la clase media baja) por una representante de la burguesía profesional con conciencia social (Davin hasta renuncia a un trabajo más redituable para continuar atendiendo a los pacientes de Habran), una jugada inteligente que se condice tanto con un discurso igualitario a favor de la transversalización comunal como con un planteo más abstracto sobre la redención en general y las ramificaciones de la angustia, ratificando así un conjunto de postulados de izquierda cada día más necesarios en un mundo que tiende a profundizar las desigualdades sociales y la concentración de la riqueza. En las puertas del desenlace, cuando no sólo Davin sino también otros personajes manifiestan su pesar ante la muerte de la chica por su rol en el asunto vía acción u omisión, en ese instante la película alcanza su cumbre narrativa/ ideológica en función de una dialéctica de corte bressoniano…