Mi casa suburbana Justo en la intersección entre el melodrama y la claustrofobia, lo único anómalo de esta propuesta danesa de zombies se reduce a su origen, ya que el resultado artístico deja mucho que desear en términos de eficacia, inconformismo y originalidad… A rasgos generales podemos afirmar que The Walking Dead a lo largo de sus -por ahora- siete temporadas experimentó algunos cambios típicos de cualquier serie televisiva que se extiende por un período de tiempo más que generoso: mientras que sus primeros años estuvieron caracterizados por una dosis importante de desarrollo de personajes y lapsos esporádicos de violencia zombie y/ o humana, las últimas temporadas decididamente invirtieron la ecuación para no perder el afecto de un público curtido que ya conoce casi todos los trucos que el programa tiene para ofrecer. Así las cosas, el tono apaciguado y melancólico del descubrimiento de la debacle de a poco fue dando paso a un nihilismo que suele venir empardado con el melodrama y la destrucción del entramado vincular de los protagonistas, quienes cada día están más cerca de la condición de mártires del apocalipsis. El opus danés que nos ocupa, Ellos te Están Esperando (Sorgenfri, 2015), toma prestado el tópico principal de The Walking Dead y por momentos parece querer construir una suerte de síntesis de las dos etapas de la serie creada por Frank Darabont a partir de los cómics homónimos de Robert Kirkman. El film se centra en los efectos que genera la propagación de una enfermedad viral desconocida en una familia de los suburbios de Copenhague: la jugada curiosa del relato viene por el lado de no mostrar en pantalla a los dichosos infectados hasta los últimos minutos del metraje, lo que en términos prácticos nos deja con las “historias de vida” de los miembros del clan y nos reenvía a la idoneidad del realizador de turno, Bo Mikkelsen, en lo que atañe al arte de apuntalar un desarrollo dramático a la altura de las circunstancias. Hoy lamentablemente el tedio termina ganado la partida gracias a personajes bastante insípidos. Si bien estamos hablando de la ópera prima en largometraje de Mikkelsen, llama mucho la atención que la obra resultante sea tan opaca y deficiente considerando la amplia experiencia del susodicho en materia de cortos. Más allá de que con el transcurrir de los minutos queda claro que el objetivo de fondo era de hecho redondear una especie de rip-off desprejuiciado y “a la danesa” de The Walking Dead, reciclando el pulso aletargado de los inicios y las tragedias pomposas más recientes, la película no consigue despertar del todo el interés del espectador y deambula perdida en su pretensión de ir creando suspenso a través de algunos “detalles” que supuestamente adelantan sucesos futuros. Tal es el volumen acumulado de esos detalles que todo termina aburriendo incluso cuando por fin llegan las corridas y los disparos, a lo que se suma el carácter anodino de los burgueses protagonistas. En este sentido, en Ellos te Están Esperando no falta ni uno de esos clásicos clichés de los periplos de supervivencia familiar (aquí tenemos una madre dominante, un padre que se debate entre la impasibilidad y la cobardía, una nenita que no pasa de ser un cero a la izquierda y un hijo mayor obsesionado con la vecina de enfrente) y también abundan las buenas intenciones en lo que respecta a los relatos de encierro y/ o claustrofobia compartida (en pos de ser justos, debemos decir que la propuesta levanta el nivel durante el nudo de la trama, cuando las fuerzas de represión del estado danés marcan un perímetro de contención y aíslan al grupo en su propio hogar para evitar que se expanda aún más la infección). A diferencia de la mucho más interesante y enérgica Cuando Despierta la Bestia (Når Dyrene Drømmer, 2014), Ellos te Están Esperando apenas si coquetea con la hipocresía y el recelo de los seres humanos…
Satanismo autodidacta. Como cada obra de arte/ producto está conformada por una colección de ingredientes que obedecen a su coherencia interna en tanto representante del campo cultural y en lo que respecta a su carácter de mercancía destinada a la venta, dos rubros que asimismo se subdividen en nuevas y vastas dimensiones, las paradojas son moneda corriente en el ámbito del cine y aquello que suele leerse como positivo bajo determinadas condiciones puede funcionar a la par de otros rasgos considerados negativos y/ o contraproducentes dentro del andamiaje en cuestión. Pensemos por ejemplo en Buscando al Demonio (The Possession Experiment, 2016), una película en la que se unifican una idea interesante, una ejecución pésima y una serie de inconvenientes que terminan promediando hacia abajo lo que podría haber sido una clase B amena, que honre su bajo presupuesto y lo dignifique. Hace rato que no llegaba a la cartelera argentina una propuesta decididamente amateur como la presente, circunstancia que de por sí no implica mediocridad porque ya sabemos que el subsuelo del espectro cualitativo lo suele hegemonizar el propio mainstream, incluso de manera colateral como en estos casos: de hecho, este trabajo del director y guionista Scott B. Hansen trata de copiar lo peor de la industria y podríamos decir que tiene “éxito” debido a que el resultado final combina los protagonistas bobos de siempre, un collage de citas sin pies ni cabeza y cierta precariedad en lo que atañe a los apartados técnicos. Quizás la característica más molesta es esa pretensión de seriedad -otro ítem tomado prestado de Hollywood- que enmarca al proyecto en general, como si volcar la trama hacia la comedia le restase impulso en taquilla a la película o coartase su capacidad de asustar/ entretener. Ya el título original nos aclara que estamos frente a otro exploitation de El Exorcista (The Exorcist, 1973), a lo que se suman alusiones risibles a El Bebé de Rosemary (Rosemary's Baby, 1968) y Pesadilla en lo Profundo de la Noche (A Nightmare on Elm Street, 1984). La premisa, como dijimos anteriormente, sí es loable porque aporta una vuelta de tuerca y está mejor aprovechada -por lo menos en la primera mitad- que en la obra que la patentó, la también fallida Invocando al Demonio (The Possession of Michael King, 2014): aquí es Brandon Jensen (Chris Minor) el obsesionado con dejarse poseer por la entidad maléfica de turno, hoy asistido por Clay Harper (Jake Brinn) y Leda Morgan (Nicky Jasper). Desde ya que son todos jovenzuelos y que el asunto se debate entre ser un proyecto académico o la “investigación” de unos homicidios alrededor de un misterioso exorcismo de 20 años atrás. Los mejores momentos de Buscando al Demonio son las simpáticas carnicerías del prólogo y el desenlace, lamentablemente el resto es un desfile de errores técnicos, clichés, caprichos narrativos, actores de muy pocas luces y secuencias oníricas que dejan mucho que desear. El amateurismo del film no es excusa porque bien se podrían haber obviado las referencias al mainstream para acercarnos al terreno del delirio o la hipérbole, en especial sin caer en una “complementación” estética facilista símil found footage, algo totalmente innecesario en este contexto (así las cosas, y a pesar de que la historia responde a una lógica tradicional en tercera persona, nos encontramos con videoblogs, registros varios de la faena de Jensen y cámaras de seguridad hogareñas). En síntesis, la realización no puede superar su propia torpeza y nos condena a un caso de satanismo autodidacta que hace agua por todos lados…
La despersonalización y la falta de ideas valiosas constituyen los dos problemas principales de Rogue One: Una historia de Star Wars (2016), un spin-off olvidable de la serie de películas que creó George Lucas allá lejos, en una etapa de la industria cultural muy diferente a la contemporánea… Como si se tratase de un niño caprichoso, Hollywood casi siempre decide pasar por alto el hecho de que la duplicación de una fórmula ganadora no asegura de por sí los resultados de antaño porque en el terreno del arte priman la ambigüedad, el talento y la idiosincrasia de cada uno de los responsables de la faena en cuestión, incluso en el caso de las obras más aparatosas y masivas. Rogue One (2016) viene a ejemplificar lo anterior ya que reproduce al pie de la letra las premisas de Star Wars: El Despertar de la Fuerza (Star Wars: Episode VII – The Force Awakens, 2015), pero sin alcanzar el espectro cualitativo de aquella. La película carece de la convicción necesaria para imponerse como lo que pretende ser, una propuesta relativamente “independiente” dentro de la franquicia, y para colmo apuesta demasiado a seguro, lo que en términos prácticos significa que no ofrece ninguna novedad importante y que su esencia de spin-off termina derivando en una medianía algo indolente. Si pensamos que la frontera entre el respeto y la redundancia suele ser muy angosta, aquí definitivamente la reiteración de los motivos históricos del enclave nunca nos redirige hacia la nostalgia concienzuda/ meticulosa del opus de J.J. Abrams, sino que -en cambio- el film cae en una pereza símil reciclaje que arrastra las marcas registradas a puro automatismo en vez de explotarlas para sorprender un poco, encauzar el relato hacia otros horizontes o profundizar en los personajes y planteos de siempre. Ya podemos confirmar que Disney, la propietaria actual de los derechos de la saga, ha decidido adoptar para esta nueva fase el enfoque de la trilogía original de las décadas de los 70 y 80, esquivando el tono de complot político y la fascinación con los CGI de las desparejas precuelas de George Lucas de 1999 en adelante: hoy por hoy seguimos con una estructura narrativa cercana al western, los antihéroes solitarios, el melodrama y los genocidios en un bucle de fantasía bélica espacial. La historia gira en torno a aquel robo de los planos de la Estrella de la Muerte -por parte de la Alianza Rebelde- que se mencionaba en La Guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977), circunstancia que nos ubica entre la susodicha y Star Wars: Episodio III – La Venganza de los Sith (Star Wars: Episode III – Revenge of the Sith, 2005). Las cansadoras citas internas siguen por el lado de los responsables de la misión, Jyn Erso (Felicity Jones) y Cassian Andor (Diego Luna), los espejos reglamentarios de Rey (Daisy Ridley) y Poe Dameron (Oscar Isaac) de Star Wars: El Despertar de la Fuerza. La obra posee buenas intenciones no obstante acumula muchos de los problemas de la mayoría de las epopeyas mainstream de nuestros días: intérpretes como Mads Mikkelsen y Forest Whitaker están desperdiciados, las batallas se sienten forzadas y hasta nos topamos con un duplicado digital totalmente innecesario de Grand Moff Tarkin, el personaje del primer film del mítico Peter Cushing. De un modo similar a lo que sucede con los productos inspirados en cómics y aledaños, en esta ocasión prevalece un pulso de exploitation conservador a nivel formal (el espionaje y la redención familiar van de la mano… otra vez) y oportunista en cuanto al elenco (los cráneos de marketing de los estudios nos vuelven a regalar -en función del mercado global- una jovencita valiente, un villano despersonalizado y un representante de cada raza del planeta). Más allá de la corrección semi-soporífera del desarrollo narrativo general, el único detalle realmente original se reduce al combate en la playa del último tramo del metraje entre los rebeldes y las huestes del Imperio Galáctico, con referencias tan bizarras como interesantes a la Guerra de Vietnam. El director Gareth Edwards, quien ya avisaba en las mediocres Monsters (2010) y Godzilla (2014) que no tenía muchas ideas para aportar, deja flotando en la nada la posibilidad de despegarse de tantos clichés de décadas y décadas…
Palíndromos en el tiempo Denis Villeneuve sigue cómodo filmando en el mainstream anglosajón y bajo sus propios criterios, como indudablemente lo demuestra La Llegada (2016), una realización de un encanto magnético que analiza el arte de la comunicación y aboga por la armonía entre culturas diferentes… Con La Llegada (Arrival, 2016), una joya extraordinaria de ciencia ficción para adultos, Denis Villeneuve vuelve a ratificar que es uno de los directores más importantes e interesantes del cine contemporáneo. El canadiense cuenta con una voz propia que suele encauzar hacia un ejercicio profesional meticuloso de tipo artesanal/ intelectual, aislando los ingredientes más sofisticados y enérgicos del género en cuestión para a posteriori maximizarlos sin recurrir a los clichés infantiles de Hollywood. Ya sea que consideremos la primera etapa de su carrera, compuesta por Maelström (2000), Polytechnique (2009) e Incendies (2010), o su período anglosajón, el cual abarca -además de la presente- La Sospecha (Prisoners, 2013), El Hombre Duplicado (Enemy, 2013) y Sicario (2015), sus obras se abren camino como verdaderos prodigios de la intensidad y traen a colación un humanismo descarnado y sorprendente que casi siempre incluye citas oníricas surrealistas.
Cuando lo sintético es terrenal… A la ópera prima de Luke Scott, hijo de nada menos que Ridley Scott, conviene juzgarla evitando el clásico mote del “bagaje cinematográfico familiar” y todo lo que supuestamente se espera de alguien que creció en el contexto del séptimo arte y decidió seguir los pasos de su padre. En cambio, si nos concentramos específicamente en la obra en cuestión, bien podemos decir que es un trabajo correcto que sin llegar a maravillar, por lo menos consigue exprimir con eficacia los resortes narrativos prototípicos del género que abraza, la ciencia ficción con detalles de terror hermanada a las fases definitorias de la inteligencia artificial y los androides resultantes, cuyos comportamientos suelen ser más “humanos” que los de los propios humanos (en el caso de que todavía consideremos al término con un sesgo positivo, ya que la serie de fallidos por parte de los hombres nos alejan cada vez más del significado vinculado a la bondad y el respeto y nos dejan con la designación seca de nuestra especie). La premisa del film es muy simple y se centra en la llegada a un emplazamiento inhóspito de Lee Weathers (Kate Mara), una “consultora de gestión de riesgo” de la empresa Synsect, propietaria del lugar y empleadora de un equipo de investigadores encabezado por la Doctora Lui Cheng (Michelle Yeoh). El sujeto/ producto estrella de la compañía es Morgan (Anya Taylor-Joy), una autómata de cinco años de edad -con el cuerpo de una adolescente- que ha nacido a partir de la manipulación genética, la creación de ADN sintético y su introducción en la red neuronal durante la incubación, un combo que generó un organismo biológico híbrido que toma sus propias decisiones en función de su entramado emocional/ cognitivo. El episodio en concreto que motiva la presencia inquisitoria de Weathers es el ataque de Morgan a la Doctora Kathy Grieff (Jennifer Jason Leigh), a quien apuñaló en uno de sus ojos por su disgusto ante el hecho de estar permanentemente confinada en un cuarto. Weathers pronto descubre que el suceso a su vez fue motivado por un incidente previo, uno que involucra a la Doctora Amy Menser (Rose Leslie), la mejor amiga de Morgan: Menser llevó a la androide más allá de los límites de la propiedad, hacia el bosque circundante, y al ver a un ciervo moribundo, Morgan no vaciló al momento de matarlo para terminar con su sufrimiento. El equipo evaluador, destinado a determinar qué hacer con la joven a partir de estos acontecimientos, se completa con el posterior arribo del Doctor Alan Shapiro (Paul Giamatti), un psiquiatra soberbio y egoísta que presionará a Morgan para saber hasta dónde pueden llegar sus arrebatos de violencia ante la tristeza y la frustración de verse privada de su libertad. El guión de Seth W. Owen juega con la antipatía que provoca la intromisión de Weathers en lo que el personal siente como una familia muy unida, ya que todos -salvo el cocinero Skip Vronsky (Boyd Holbrook)- consideran a Morgan como una especie de hija. El tópico de los autómatas que se asemejan a los humanos, o que directamente funcionan como una superación lógica de todos nuestros errores, ha sido central en muchas películas, en un espectro que comienza en Metrópolis (1927), pasa por Westworld (1973), The Stepford Wives (1975) y Blade Runner (1982), y llega a las recientes Inteligencia Artificial (Artificial Intelligence, 2001), Robot & Frank (2012), Ex Machina (2014), Chappie (2015) y hasta la excelente serie Westworld, adaptación para la pantalla chica del film homónimo de Michael Crichton. Morgan (2016) se enrola en esta última camada, una que niega la simpleza de los robots de El Día que Paralizaron la Tierra (The Day the Earth Stood Still, 1951) y El Planeta Desconocido (Forbidden Planet, 1956), para optar por un enfoque más filosófico y pesimista en lo que atañe a la capacidad de discernimiento de los hombres en materia de qué es lo mejor para el “crecimiento” de una hipotética inteligencia artificial. Scott maneja bien la tensión, no se pone remilgado a la hora del gore y obtiene un muy buen desempeño por parte de Mara y la genial Taylor-Joy, la joven revelación de La Bruja (The Witch: A New-England Folktale, 2015) y Fragmentado (Split, 2016), a lo que se suma la presencia del siempre eficaz Giamatti, de Toby Jones (aquí interpretando a otro de los investigadores) y de Brian Cox (en la piel de uno de los ejecutivos de Synsect). A pesar de que la progresión narrativa es previsible, la trama se guarda un par de interesantes sorpresas para el desenlace que asimismo nos retrotraen a ese glorioso discurso anticorporaciones capitalistas que recorre de punta a punta la ciencia ficción, poniendo de relieve -una vez más- que cuanto más se acerca lo sintético a lo terrenal, más queda en evidencia la aptitud del ser humano de proyectarse en las cosas, las herramientas y los artilugios varios que construye para controlar la vida… y que luego derivan en su propia e irremediable condena.
Encrucijadas de lo divino El tiempo más que generoso que se suele tomar Jaco Van Dormael para planear cada opus una vez más arroja un saldo positivo: El nuevísimo testamento (Le Tout Nouveau Testament, 2015) está cerca en términos cualitativos de su obra máxima a la fecha, la también esplendorosa Sr. Nadie (Mr. Nobody, 2009). Desde lo que podríamos definir como un punto intermedio entre el surrealismo poético de Jean Cocteau y la imaginación agridulce de Terry Gilliam y los Monty Python en general, las películas de Jaco Van Dormael se fueron abriendo camino de a poco gracias a un espíritu dubitativo e inconformista de rasgos propios, capaz de redescubrir el mundo que nos rodea vía la inocencia con el objetivo de sugerir preguntas en torno a las elecciones que tomamos a diario y los recorridos de vida que nos imponen y/ o nos autoimponemos de manera cíclica. Su último experimento en este sentido, El nuevísimo testamento, se mete de lleno en las fábulas bíblicas para asirse de aquellos planteos cruzados sobre la identidad que ya estaban presentes en sus obras anteriores, un esquema de ribetes borgeanos que juega con el conocimiento acumulado y los laberintos. La historia, como casi siempre en todas las realizaciones del belga, es tan ambiciosa a nivel conceptual como sencilla en lo que respecta a los enclaves narrativos principales y la dirección que suele tomar la trama. Dios (Benoît Poelvoorde) es un padre de familia abusivo que controla la creación mediante una computadora y vive en un departamento de Bruselas junto a su esposa (Yolande Moreau), una mujer sometida y fanática del béisbol, y su pequeña hija Ea (Pili Groyne), quien no tolera los atropellos de su padre. Cuando un día la joven descubre de improviso el sadismo de Dios para con los humanos, decide informar a cada hombre y mujer su fecha de muerte y rápidamente se fuga con la ayuda de su hermano Jesucristo (David Murgia), hoy una estatuilla en la habitación de la nena, con vistas a captar sus propios apóstoles y tratar de comprender los axiomas centrales del ecosistema terrestre. Así las cosas, Ea huye por un portal a través del lavarropas del departamento, consigue un “escriba” al paso, el homeless Víctor (Marco Lorenzini), y comienza un peregrinaje en pos de elevar el número de discípulos con seis de su cosecha personal, lo que en esencia es un homenaje a su madre porque 18 son los jugadores totales del béisbol y 12 los del hockey (el deporte favorito de Dios, de allí el número de apóstoles de Jesús en lo que debemos leer como una imposición paterna). Desde ya que el progenitor de la chica parte tras ella y en el trajín termina padeciendo las reglas feroces que vienen subyugando a la humanidad, esas que él mismo escribió con la finalidad de divertirse a partir del sufrimiento ajeno. Sin llegar a la virulencia satírica de Luis Buñuel, Van Dormael aprovecha con perspicacia las analogías entre nuestro devenir opaco como mortales y las miserias y encrucijadas divinas. Una vez más la exuberancia visual/ existencial del director, hermanada con la de autores en la línea de Wes Anderson, Michel Gondry, Jean-Pierre Jeunet y Charlie Kaufman, dispara dardos sutiles contra distintos preconceptos de la sociedad occidental en cuanto a la familia, el trabajo y el amor, adoptando una perspectiva nostálgica cuyo eje es la niñez enfatizando en todo momento que la contingencia de conocer la fecha exacta de defunción motiva a los individuos a replantarse sus prioridades y valorar más -en última instancia- la aptitud piadosa por sobre la pulsión de muerte y el odio más macro. El poderío retórico entrañable del que hace gala el film se concentra precisamente en la correspondencia entre las criaturas y sus creadores, entre el egoísmo propio y el de nuestros semejantes y entre la promesa de un paraíso y la ignorancia en relación a las posibilidades que ofrece el presente. Respetando el derrotero trazado por La vida es una eterna ilusión (Toto le Héros, 1991), El octavo día (Le Huitième Jour, 1996) y Sr. Nadie, sin duda la obra maestra de Van Dormael, El nuevísimo testamento es una propuesta prodigiosa y extremadamente bella que logra la proeza de unificar la fantasía mitológica con la comedia negra, el lirismo y el drama de especulaciones superpuestas, un combo todo terreno que apabulla con su riqueza filosófica y hasta nos regala una estructura narrativa tan coherente como certera. En un período en el que lo metafísico rara vez se da la mano con lo social y lo valioso a nivel discursivo (ya que desde el mainstream se pretende dejar contentos a los palurdos que reclaman entretenimiento vacuo o en su defecto, bodrios lavados y apolíticos), el régimen del desconcierto que maneja el belga suprime con éxito lo etéreo y lo profano.
La mutabilidad humana y sus categorías El regreso al séptimo arte de Tom Ford, un diseñador de moda reconvertido en director, no podría haber sido mejor porque hoy retoma muchas de las preocupaciones de su debut de años atrás y hasta amplía su horizonte en una obra meticulosa y admirable… Sólo basta considerar la previsibilidad y el entumecimiento retórico de buena parte del cine contemporáneo para atesorar las dilaciones en el desarrollo que Tom Ford suele incluir en sus películas con vistas a distanciarse -precisamente- de las “zonas de confort” del mainstream hollywoodense y aledaños. En Animales Nocturnos (Nocturnal Animals, 2016) continúa profundizando en los pormenores del melodrama y analizando determinados motivos del cine queer, en especial la dinámica entre los sexos y las distintas versiones de cada arquetipo de género. Como en Sólo un Hombre (A Single Man, 2009), su ópera prima, aquí la pérdida y la insatisfacción cubren hasta cierto punto el relato aunque con una gran diferencia de por medio, ya que en esta oportunidad es el andamiaje cruel del thriller el que establece las pautas del periplo de los protagonistas, envolviendo todo en la incertidumbre. La historia trabaja en paralelo dos marcos narrativos que pueden esconder -o no- pistas acerca de su interrelación: el primero está centrado en Susan Morrow (Amy Adams), una empresaria de la alta burguesía que acaba de abrir una galería de arte y que se siente muy afligida por el rumbo que ha tomado su vida; y el segundo hace eje en la trama de una novela que arriba a las manos de la susodicha y que lleva la firma de Edward Sheffield (Jake Gyllenhaal), su ex esposo. Mientras que la mujer se ahoga en un cinismo melancólico y descubre que su actual pareja le está siendo infiel, el libro nos conduce hacia un derrotero amargo en el que una familia en viaje, encabezada por Tony Hastings (también interpretado por Gyllenhaal), es acosada por unos delincuentes al paso, faena que deriva primero en la violación y el asesinato de la esposa e hija del hombre y luego en una intervención policial. Combinando el jet set decadente de Los Ángeles con la rusticidad de la pesquisa que encara el detective Bobby Andes (Michael Shannon) en Texas, la sede de la tragedia literaria, el opus de Ford propone un tono cargado de extrañamiento, ausencias y contraposiciones tajantes con el fin de mantener al diapasón de las pulsiones de los personajes en constante tensión y enfatizar que el carácter de cada uno de ellos cuenta con fortalezas y debilidades algo solapadas que desencadenan tanto cariño y esperanza como revanchismo y frustración, circunstancia que a su vez funciona como la punta de lanza para lo que podríamos definir como un pantallazo exquisito sobre las respuestas que la masculinidad y la feminidad suelen dar a estas disyuntivas. Utilizando a la desolación familiar como excusa, Animales Nocturnos lleva a cabo un estudio de género fascinante que escapa a la corrección política. De hecho, quizás el mayor mérito del realizador y guionista pase por la urgencia que logra imprimir en cada escena desde la perspectiva dramática, aunando su instinto inconformista a nivel formal con la fastuosidad de las emociones que pretende invocar. En este sentido, la precisión de los diálogos -así como el entramado de lo no dicho- juega un rol fundamental en la construcción de los tres perfiles principales: Morrow representa una concepción preponderante de lo femenino vinculada a la banalidad y la hipocresía, Sheffield/ Hastings hace lo propio con una masculinidad edulcorada pero con rasgos de cobardía, y finalmente Andes y Ray Marcus (Aaron Taylor-Johnson), el líder de la banda criminal, se ajustan a la versión más aborrecible del machismo, una en la que la soberbia y el atropello se dan la mano con el delirio de sentirse propietario del otro y en derecho de cosificar a las mujeres. Aquí aparece -con más fuerza que en Sólo un Hombre– una temática cara al cine queer, la obsesión con la corporalidad y la estética individual (la vestimenta, el maquillaje y los peinados), sobre todo con el objetivo de subrayar la ridiculez del mundo de la burguesía artística y el gran capital en general. El director consigue interpretaciones perfectas y muy heterogéneas por parte de Adams y Gyllenhaal, dos actores que caminan permanentemente en el terreno de la duplicidad, los secretos y el colapso psicológico porque respetan el apostolado de personajes en verdad complejos. Animales Nocturnos estratifica de manera maravillosa una serie de paradojas que abarcan la frontera entre la humildad y la ambición, entre la pasividad y el ajetreo, entre la creación y los escombros. Lejos del infantilismo actual, el film es un recorrido áspero por la mutabilidad humana y sus categorías de base…
Sobre la catatonia cinematográfica Frente a propuestas tan deficitarias y soporíferas como la que nos ocupa, uno como espectador termina dudando de la buena fe de los responsables del film y poniendo en tela de juicio su sentido común artístico, ese que debería torcer el rumbo ante tantos errores… Así como el horror constituye el género por antonomasia en el que se dificulta diferenciar al mainstream del indie liso y llano porque de por sí el rubro no necesita de presupuestos abultados ni estrellas de renombre, los directores especializados suelen mantener un cierto nivel cualitativo muy parejo, ya sea para lo positivo o lo negativo, algo bastante infrecuente en el ámbito del séptimo arte si lo comparamos con las generosas variaciones de la escala habitual de otros colegas con un rango de trabajos más heterogéneo. Dicho de otro modo, mientras que los amigos de los sustos suelen ser unos artesanos eficientes, el resto de los realizadores varían su popurrí de éxitos y fracasos según cómo soplen los vientos del género de turno y cuántos apellidos y dólares dispongan para la producción. De hecho, hoy estamos ante un opus de terror encarado por uno de esos “turistas” de la facción contraria. Los problemas que acumula Presencia Siniestra (Shut In, 2016) abarcan una gama de colores francamente sorprendente: el film hace casi todo mal, muy mal, y para colmo logra desperdiciar un elenco excelente que podría haber levantado “un poco” el devenir dramático, porque a decir verdad los inconvenientes están enraizados en lo más profundo de la propuesta, léase la paupérrima labor del director Farren Blackburn -un asalariado con mucha experiencia televisiva y la lamentable Hammer of the Gods (2013) a cuestas- y de la guionista Christina Hodson, aquí entregando su primer trabajo industrial. La primera parte toma prestadas las premisas básicas del J-Horror de la década pasada, esas vinculadas a los fantasmas y los jump scares cronometrados que impuso Hollywood a falta de nuevas ideas, y la segunda mitad reproduce cual carbónico el eje de El Resplandor (The Shining, 1980). En esta oportunidad la fatalidad en cuestión viene por el lado de un prólogo en el que un matrimonio, compuesto por Richard (Peter Outerbridge) y la psicóloga Mary Portman (Naomi Watts), decide enviar a su problemático hijo Stephen (Charlie Heaton) a un internado especial. En el camino al colegio un accidente automovilístico mata al hombre y deja al joven en un estado catatónico, quien de inmediato pasa a depender de una decaída Mary, su madrastra. Al mismo tiempo tenemos la historia de Tom (Jacob Tremblay), uno de los pacientes del personaje de Watts, un niño prácticamente mudo que primero lo apartan de su cuidado por otra de las tantas arbitrariedades de la trama, luego escapa para regresar con Mary y finalmente desaparece sin dejar rastros. Ella a su vez se hace tratar con un psiquiatra, el Doctor Wilson (Oliver Platt), por su sentimiento de culpa y sus pesadillas. Más allá de los enormes agujeros que va dejando el relato y de la ausencia de aunque sea un ápice de originalidad, la película es aburrida y demasiado torpe, incapaz de construir un verosímil que despierte algo de simpatía para con una serie de personajes extremadamente esquemáticos y unidimensionales. En este sentido, el ejemplo excluyente de ello se resume en el tratamiento que padece Tremblay, un actor glorioso que descolló en La Habitación (Room, 2015) y Somnia: Antes de Despertar (Before I Wake, 2016) y aquí está relegado al mutismo y a ser el “nene en peligro” que debe rescatar Watts. Como ya lo demostraron varios films de los últimos meses, el bus effect está lejos de estar “finiquitado” en términos retóricos dentro del terror, aunque debe ir acompañado de algún tipo de desarrollo porque caso contrario nos seguiremos topando con despropósitos desganados como el presente…
El terrorismo es la excusa Sinceramente nadie esperaba que la biopic sobre Edward Snowden a cargo de un avejentado Oliver Stone resultase tan interesante, pero las sorpresas suelen estar a la orden del día: el film constituye un recorrido minucioso por su trayectoria y formación profesional, siempre remarcando la falta de ética y escrúpulos del gobierno norteamericano…
La transfiguración familiar En esta pequeña joya de retiro bucólico y encontronazos con una sociedad poco interesada en comprender a los que habitan sus márgenes, el realizador Matt Ross encauza una de las mejores actuaciones de Viggo Mortensen, el alma de una propuesta bellísima. En un bosque distante un joven, con su cara y cuerpo ennegrecidos, acecha y luego mata a un ciervo sin recurrir a nada más que sus manos y un cuchillo. Mientras el cadáver del animal todavía está caliente, vemos que a través de la vegetación surgen cinco chicos más, todos portando asimismo camuflaje de ocasión, y un único adulto, Ben (Viggo Mortensen), padre de la prole y responsable de este rito de iniciación: de inmediato el susodicho le informa al muchacho que “hoy el niño murió… y en su lugar yace un hombre”. Durante los próximos minutos descubriremos que la familia vive aislada en un enclave rústico desde hace años, que la madre tuvo que ser internada en un hospital y que el clan en su conjunto comulga con una filosofía política anticapitalista vinculada a la izquierda, el budismo y la autosuficiencia, lo que incluye además un entrenamiento físico e intelectual muy estricto. Cuesta imaginarlo pero la verdad es que Capitán Fantástico (Captain Fantastic, 2016) viene a ratificar que aún quedan cosas por decir en el campo del conflicto entre barbarie y civilización, una incompatibilidad que reproduce la vieja incógnita que plantea la existencia del otro, ese ser heterogéneo que no comprendemos del todo. El segundo film del actor reconvertido en director Matt Ross evita los clichés del “buen salvaje” porque nos presenta a unos protagonistas cultos, atléticos y rigurosos en su ideología libertaria; por un lado esquivando las alusiones a las sectas protestantes, tan típicas de Estados Unidos, y por el otro enalteciendo la pedagogía autodidacta y socialista, en la que -por ejemplo- se festeja anualmente el natalicio del gran Noam Chomsky. De hecho, la familia de Ben se define a sí misma como una alternativa sensata al consumismo automatizado de los norteamericanos. Por supuesto que el catalizador para que la burbuja de la “comunidad perfecta” estalle es la muerte de Leslie (Trin Miller), la figura materna, circunstancia que obligará a todos a abandonar su hogar para asistir al funeral cristiano que Jack (Frank Langella), el padre burgués y acaudalado de la fallecida, organizará de manera unilateral a pesar de conocer de sobra que la mujer deseaba ser cremada, no enterrada en un cementerio. Adoptando la estructura de las road movies, el guión del propio Ross se concentra en el viaje de Ben y compañía en pos de defender la voluntad de Leslie, un trayecto de impronta antropológica en el que conviven el inconformismo y el melodrama, los dos extremos de un mismo andamiaje narrativo que el realizador sabe administrar con sutileza. La historia hace del minimalismo indie su principal bandera y utiliza al humor para subrayar los puntos ásperos. Hay en toda la propuesta un interés muy marcado por retomar el costado más etnográfico del cine de autores como Werner Herzog, Peter Weir y Terrence Malick, señores que han examinado los intersticios de la confluencia entre modelos opuestos en lo que respecta al arte de habitar el mundo y relacionarse con la flora, la fauna y el resto de la humanidad. La película juega con el fantasma de una paternidad amputada (la posibilidad de que Jack haga arrestar a su yerno si éste se presenta en el velatorio), no prejuzga en ningún momento al entramado afectivo (Leslie fue la única hija de Jack, quien a su vez responsabiliza a Ben por años de alejamiento) y hasta se decide a explorar mucho más los problemas previos a la odisea que los que surgen de ella (más allá del descubrimiento del proceder citadino y banal por parte de los pequeños, aquí priman un duelo vitalizante y la discordia de lo antagónico). No sólo el trabajo de Ross es digno de elogio, ya que la fotografía de Stéphane Fontaine y la actuación de Mortensen también son exquisitas: el primero se destaca mediante una paleta de colores furiosos que se ubican cómodos entre el naturalismo y la belleza etérea, y el segundo ofrece otra interpretación apabullante, capaz de abarcar toda una gama de emociones con una solvencia y un profesionalismo en verdad encomiables. Mientras que muchas otras epopeyas de transfiguración familiar caen en los facilismos de la comedia atolondrada o los instantes de reflexión de segunda mano, basados en un registro bombástico consagrado a los latiguillos, Capitán Fantástico -en cambio- analiza desde la astucia y la mesura los abusos e injusticias de una cosmovisión occidental contemporánea de resonancia sádica para con los diferentes y profundamente hipócrita, adepta al sexo y la violencia pero siempre tendiente a escandalizarse ante la introspección seca, la denuncia de la inoperancia institucional/ estatal o frente a cualquier esquema anarquista que niegue los pormenores del ocio transformado en mercancía y mecanismo de fuga de la praxis diaria.