Un hogar judío. Por suerte la cartelera argentina -o en términos más concretos, la porteña- en ocasiones nos regala alguna que otra curiosidad que quiebra por un momento la monotonía del saberse casi siempre preso del esquema hollywoodense y los exponentes locales (por supuesto que obras interesantes pueden llegar de cualquier comarca, pero se agradece mucho el grado de imprevisibilidad que aportan las anomalías). En este sentido, Gett: El Divorcio de Viviane Amsalem (Gett, 2014) resulta una propuesta más que bienvenida porque funciona como un arquetipo de cierta vertiente del enclave arty de nuestros días que analiza tópicos de antaño aunque reemplazando el andamiaje distante, con el que se los solía matizar hasta no hace mucho tiempo, por una perspectiva formal más “relajada”, en consonancia con el cine norteamericano (sin prescindir de la rigurosidad, se añade una dosis de humor y sarcasmo). Ya el título del film explicita el núcleo y los cimientos conceptuales, sólo basta aclarar que la trama recorre una serie de audiencias ante una Corte Rabínica, enmarcadas en la petición de divorcio de Viviane (Ronit Elkabetz) a Elisha Amsalem (Simon Abkarian), un hombre que se mantiene impasible frente a las súplicas de su esposa. Como el “gett” sólo puede ser concedido por el varón según la estructura religiosa judía, amparada al pie de la letra por el Estado de Israel, los encuentros entre ambas partes se vuelven cada vez más absurdos porque ponen de manifiesto la posición subordinada de la mujer, el revanchismo del marido y el rol -entre pasivo y ambivalente- del mismo tribunal: si en primera instancia tenemos un conflicto inflamatorio con algunos puntos en común con La Separación (A Separation, 2011), en segundo lugar nos topamos con una burocracia ciega similar a la de Court (2014). La responsable principal no es otra que la propia Elkabetz, quien dirige y escribe el opus a la par de su hermano Shlomi, en su tercera colaboración en conjunto: además de ponerle el cuerpo a la protagonista, la mujer consigue la proeza de construir un relato sumamente dinámico a pesar de no salir nunca de la Corte y su puritanismo, por un lado redondeando un clima de angustia controlada (jamás asfixiante, al punto de caer en golpes bajos) y por el otro ofreciendo un retrato humano de cada uno de los involucrados (las contradicciones de los abogados, los jueces y los testigos pasan al primer plano a través de intercambios verbales muy bien desarrollados, que en ningún momento parecen forzados). Combinando una puesta en escena minúscula y un naturalismo cargado de sutileza, el film adopta con inteligencia el contorno de las “películas de denuncia” para satirizar desde el melodrama. Así como son tres las dimensiones en las que podemos dividir el tema central (el sexismo religioso, la farsa judicial y las paradojas del amor), tres son también las capas del metraje. De esta manera, de a poco la mojigatería y los detalles anacrónicos de la idiosincrasia hebrea dejan paso a la inoperancia del tribunal, generando una espiral kafkiana que termina mordiéndose la cola y derivando en las minucias de la convivencia de Viviane y Elisha, lo que a su vez trae a colación esa clásica paranoia de celos, resquemores y frustración que caracteriza a la mayoría de los matrimonios. El convite hace un gran trabajo en la difícil tarea de desmenuzar el tamiz -y las muchas necedades- de los distintos componentes que el inconsciente colectivo le suele asignar a un “típico” hogar judío, ya sea que pensemos en la identidad de sus ocupantes, su jactancia, sus historias de vida o sus grupos de pertenencia…
Parábola del fluir. Así como al rock argentino le faltan cantantes que escapen a la dicotomía del “tanguero rasposo”, cortesía de la década de los 90, y el vocalista light, orientado al pop más intrascendente, el cine de cabotaje padece esa misma sombra de una mediocridad que se puede resumir en el viejo problema de siempre, centrado en la incompetencia y el hecho de tener poco y nada para decir a nivel discursivo. La multitud de documentales del último lustro pone de relieve un panorama complejo en el que se reproduce este dilema aunque de una manera más caótica y/ o trágica que en el cine ficcional, ya que el desnivel cualitativo por lo general resulta más acentuado y los opus individuales pasan sin pena ni gloria por la cartelera vernácula, condenados a una o dos salas que “aglutinan” sólo un tipo de público. Lamentablemente Entre Ellas, el Tiempo no logra destacarse del pelotón de realizaciones similares ni hace demasiado para respetar su premisa de base: utilizando como excusa los ensayos de una obra de danza, el documental pretende retratar la amistad de dos mujeres de estratos sociales opuestos, Cristina Ana Álvarez (una docente de Palermo) y María Eugenia Cardozo (una joven de la villa La Cava), a partir de constantes flashbacks y flashforwards que nos pasean en torno a la suspensión de las prácticas por el embarazo de ambas. En vez de profundizar en el anclaje sociocultural de la relación (el sentir y los vínculos cercanos) o ir más allá del obvio interés en común (la danza), el film se pierde en soliloquios sin peso retórico y en una pluralidad de ensayos anodinos que sacan a relucir la falta de entusiasmo. En gran medida aquí priman las buenas intenciones y la dialéctica del hobby, por ello la concepción de la obra -que da el título a la película- se prolongó a lo largo de años y años: en este sentido, resulta curioso el poco espacio relativo que ocupa el background de las protagonistas dentro del metraje, en especial considerando la importancia que se le asigna a la maternidad en el relato y cierta inclinación -para nada sutil- hacia el leitmotiv “la burguesía capitalina salva al lumpenproletariado de los márgenes”. Si bien este estereotipo de índole humanista está presente y enmarca a la narración/ descripción de las minucias más insustanciales de los ensayos, por lo menos no empantana a Entre Ellas, el Tiempo en el lodazal del populismo berreta o su contraparte, la contemplación ausente y festivalera. Con vistas a reforzar esta idea de la obra en tanto “pretexto” para mostrarnos un lazo semi maternal entre Álvarez y Cardozo, la propuesta no incluye registro visual alguno de la ejecución concreta -frente a un público- de la creación en conjunto, y para colmo termina enalteciendo el trabajo de Silvina Grinberg, la coreógrafa, y de Guillermina Etkin, la encargada de componer la música de la puesta. A decir verdad, sólo Etkin descuella en lo suyo (construyendo melodías minimalistas y muy bellas) y el resto hace lo que puede según sus posibilidades (todo lo realizado en los ensayos tiende a promediar hacia abajo). Entre Ellas, el Tiempo únicamente cumple en lo que respecta al ámbito más abstracto y distante, encorsetado en el hecho de ser una parábola del fluir de las muchas vicisitudes de la vida…
Limpieza étnica y plusvalía. Gran parte del mainstream norteamericano de nuestros días aburre con un díptico formal que todo el tiempo intercala propuestas que la quieren ir de “cancheras” en el género en cuestión (el cinismo suele esconder una enorme vacuidad porque los necios no ven más allá de su ombligo) y films conservadores/ ecos muy lejanos del Hollywood clásico, el cual por suerte bien enterrado está (a su mojigatería vetusta se le añade la falta de una actitud crítica para con el entorno actual, vía esa eterna lavada de manos en sintonía con la quimera de que “el arte es independiente del contexto” y blah blah blah). Mixtura de exploitation del Tercer Mundo y cocoliche transgénero, Operación Zulú (Zulu, 2013) es una película sumamente interesante. Mientras que en Estados Unidos las excepciones a la regla vienen de los apellidos solitarios que deciden romper con el sentir común de la industria, en la periferia las normas son menos rígidas y permiten la cooptación pasajera de determinadas figuras, a quienes sacan de su zona de confort para ensuciarlas un poco y brindarles esa diversidad que hoy por hoy resulta muy difícil de encontrar: el último opus de Jérôme Salle por un lado nos devuelve al mejor Forest Whitaker, el sensible capaz de alguna que otra masacre, y por el otro -casi sin darse cuenta- nos ofrece una amalgama tan apasionante como impredecible de formatos que se superponen de manera caótica, con la violencia social y el racismo como ejes del relato. Ahora bien, lo que en un principio parece ser un film noir ambientado en Ciudad del Cabo y centrado en la investigación del asesinato a golpes de una chica, encabezada por un grupo de tres detectives, Ali Sokhela (Whitaker), Dan Fletcher (Conrad Kemp) y Brian Epkeen (Orlando Bloom), pronto muta hacia el terreno de la efervescencia creativa cuando una pista lleva al trío a una playa en la que abundan los narcos y todo desemboca en una bella carnicería. A partir del punto en que los susodichos le amputan una mano a Fletcher y luego lo degüellan, la obra comienza a extremar sus recursos y a enlazar géneros como el cine de acción, el melodrama seco, la venganza, el alegato testimonial, el thriller de complots, etc. Precisamente, a medida que avanza el metraje y las tragedias aumentan de tenor, la película se va volviendo más y más sorprendente, ya que gana en encanto y contundencia lo que pierde en plausibilidad. Aun así, el guión del director y Julien Rappeneau, sobre un libro de Caryl Ferey, mantiene siempre los pies sobre la tierra porque vuelca todas sus fuerzas hacia el retrato de las sombras del apartheid en la sociedad sudafricana contemporánea, con genocidas y cómplices varios de la segregación trabajando en la estructura estatal y en las grandes empresas privadas, gracias a una amnistía que multiplicó la injusticia bajo la vieja excusa de la “pacificación” (a la impunidad se suma la enorme brecha entre ricos y pobres). Más allá de las excelentes actuaciones de Whitaker y Bloom, ambos amoldándose a los arquetipos torturados del policial (Sokhela es un workaholic sobreviviente del régimen anterior y Epkeen un mujeriego en plan autodestructivo), lo más fascinante del convite lo hallamos a nivel de su premisa principal, vinculada a una droga de diseño, “tik”, que pretendía ser empleada en el pasado en términos de una limpieza étnica entre la comunidad negra y que ahora se erige como el “santo grial” de la industria farmacéutica. El giro biopolítico del último acto, el cual coquetea con la ciencia ficción, acerca aún más a Operación Zulú al enclave del realismo ruin e intenso, ese que no pierde tiempo y va directo a la inmolación…
Asesinatos a distancia. A esta altura del partido resulta imposible negar que la extraordinaria Vivir al Límite (The Hurt Locker, 2008) marcó a fuego a gran parte de las películas bélicas posteriores, ya sea que consideremos la perspectiva elegida para analizar las invasiones imperialistas de nuestros días (hablamos de un relativismo ideológico que señala continuamente las múltiples paradojas del caso) o el tópico/ entonación principal (de a poco se fue dando un proceso en el que la heroicidad de antaño dio paso a un magma cinematográfico dominado por la monotonía del flujo laboral de unos soldados símil administrativos). Una y otra vez estas “guerras” ponen en primer plano la doble moral del burócrata que se sabe homicida. Por suerte en Máxima Precisión (Good Kill, 2014), el realizador y guionista Andrew Niccol toma como base la obra de Kathryn Bigelow y nos devuelve aquella claridad discursiva de sus mejores opus, Gattaca (1997) y El Señor de la Guerra (Lord of War, 2005), ofreciendo otro retrato interesante de los recovecos más sucios de la sociedad actual. El neozelandés sigue obsesionado con un planteo formal basado en alegorías y restricciones autoimpuestas, las cuales en esta coyuntura vuelven a estar direccionadas hacia el análisis del militarismo estadounidense. Hoy es el Mayor Thomas Egan (Ethan Hawke), un piloto de drones, el encargado de asesinar a distancia y someterse a los tristes caprichos de las cúpulas de turno. De hecho, el cineasta contrasta todo el tiempo la uniformidad y el enorme aburrimiento que sienten los responsables de controlar las naves, en sus tareas cotidianas de vigilancia o bombardeo, con los “sentimientos encontrados” en torno a la generosa cantidad de civiles que dejan tendidos en el suelo bajo el concepto de “daño colateral”. Niccol utiliza con perspicacia el andamiaje del drama de crisis existencial para escapar a cualquier imposición vinculada al thriller de acción clásico, alternando el centro de mando (en esencia containers localizados en las cercanías de Las Vegas) y la vida familiar de Egan (su alcoholismo, fatiga y temple autista conforman la contracara de una esposa cariñosa y un hogar modelo). Aquí los dardos más ponzoñosos van dirigidos a la falta de escrúpulos de la CIA, la entidad que a comienzos de esta década pasó a suministrar los blancos y monopolizar las decisiones finales en materia de “ataques preventivos” en todo Medio Oriente y regiones varias de Asia y África, aun luego del impacto de los misiles: desde ya que los eufemismos esconden masacres cobardes durante la recolección de los cadáveres o el entierro de los mismos, sin el más mínimo apego a la ética o a la legislación internacional. Si bien el film a veces peca de ombliguista y amenaza con perderse en el limbo psicológico del protagonista, Niccol logra rescatarlo rápidamente y así edifica un alegato sutil en favor de la dignidad humana…
El amor es lo único interesante. Lejos quedaron los primeros opus de Hanif Kureishi, uno de los guionistas más célebres de Gran Bretaña, especialmente en lo referido a aquel retrato del multiculturalismo y la crisis económica del régimen thatcherista, ítems condensados en Ropa Limpia, Negocios Sucios (My Beautiful Laundrette, 1985) y Sammy y Rosie Van a la Cama (Sammy and Rosie Get Laid, 1987), ambas dirigidas por Stephen Frears. Tampoco podemos olvidar la miniserie para televisión The Buddha of Suburbia (1993), recordada con mucho cariño por los melómanos por la canción y el álbum homónimo de David Bowie. De hecho, esta última obra -una suerte de traslación aggiornada de las problemáticas inmigratorias trabajadas en el pasado- constituyó la primera colaboración de Kureishi con el realizador Roger Michell. Hoy estamos ante la cuarta faena en conjunto entre el guionista y el sudafricano, un film que toma prestada la fórmula y el naturalismo descarnado de la trilogía de Richard Linklater en torno a Jesse (Ethan Hawke) y Celine (Julie Delpy), aunque en esta ocasión elevando la edad de los protagonistas y profundizando la relación a niveles insospechados, siempre con vistas a reemplazar aquellas conversaciones interminables (esa especie de mixtura maltrecha entre Woody Allen y Billy Wilder, en modalidad somnolienta e improvisada) por segmentos de una mordacidad muy hilarante (ahora la poesía desaparece dando paso a las compulsiones y las discordias que regala el transcurso del tiempo). Así las cosas, la verborragia de la tercera edad se reduce a dardos afilados y una angustia sin filtro. Como su título lo indica, Un Fin de Semana en París (Le Week-End, 2013) se centra en el viaje a la capital francesa de Nick (Jim Broadbent) y Meg (Lindsay Duncan), una pareja de Birmingham que en su trigésimo aniversario de casamiento decide limar asperezas y replantear sus opciones ahora que los hijos han partido del hogar. La película coquetea con todos los puntos intermedios entre la posibilidad de refundar la relación y la alternativa del divorcio, a su vez condimentando la acción con las “complicaciones” derivadas del hecho de no contar con el dinero suficiente para un periplo turístico de esta índole. Mientras Nick y Meg recorren la Basílica del Sagrado Corazón o el Cementerio de Montparnasse y se escapan sin pagar de distintos restaurantes, el péndulo anímico va de la alegría a la tristeza. Aquí el cineasta vuelve a demostrar su maestría en lo que respecta a la dirección de actores ya que consigue interpretaciones muy medidas y precisas por parte de Broadbent y Duncan, quienes todo el tiempo juegan con una dialéctica del roce basada en la sensualidad, las frustraciones y una distancia afectiva negociada, por momentos hasta bajando la guardia y entregándose a la jocosidad más impredecible (también suma mucho la breve intervención de Jeff Goldblum como un antiguo compañero de universidad de Nick). La propuesta combina la severidad de The Mother (2003) y el sarcasmo de Venus (2006), las dos colaboraciones anteriores de Kureishi y Michell, para terminar construyendo otro análisis sincero y apasionante alrededor del amor en general y sus “manifestaciones” en la vejez…
Punto de ebullición. Antes de adentrarnos a conciencia en este pequeño gran regreso del M. Night Shyamalan que todos extrañábamos, ese que parecía haber desaparecido por completo una década atrás, conviene obviar la cacofonía y el cotilleo que suele despertar cada nuevo trabajo del señor, como si el director se tuviese que amoldar sí o sí a los prejuicios de espectadores extremadamente conformistas y muy poco imaginativos. Por supuesto que Los Huéspedes (The Visit, 2015) funciona como otro cuento de hadas que pretende regalarnos un mensaje vinculado con la reconciliación familiar de índole humanista, pero en esta ocasión el hindú deja que la fe se arrastre solita hacia el cesto de basura para optar en cambio por un engranaje narrativo hasta ahora inexplorado en el período mainstream de su carrera, el que abrió la recordada Sexto Sentido (The Sixth Sense, 1999): hablamos del humor y sus frutos. Una vez más la premisa central es de lo más sencilla y puede resumirse en la posibilidad de un par de hermanos, Becca (Olivia DeJonge) de 15 años y Tyler (Ed Oxenbould) de 13, de conocer a sus abuelos, con quienes su madre Loretta (Kathryn Hahn) rompió toda relación luego de un incidente del que no quiere decir nada. La semana de descubrimiento recíproco rápidamente muta en una experiencia bizarra cuando los ancianos sacan a relucir sus “peculiaridades”: mientras que el nono gusta de pegarle a extraños y tiene un problema de incontinencia que lo lleva a acumular pañales usados en el granero, la abuelita camina por las noches muy alienada vomitando el piso y hasta tiene el berretín de arañar desnuda las puertas y paredes del hogar. Aquí la proeza de Shyamalan es doble porque no sólo ofrece una obra graciosa y terrorífica, sino que además rejuvenece el formato del “found footage”. De hecho, esos dos ingredientes que a priori pueden resultar contraproducentes, léase los chispazos de comedia y la estructura de los mockumentaries, terminan siendo los pivotes principales de una propuesta que evita esa suerte de apertura estilística fallida condensada en las prolijas aunque olvidables El Fin de los Tiempos (The Happening, 2008), El Último Maestro del Aire (The Last Airbender, 2010) y Después de la Tierra (After Earth, 2013). Utilizando como excusa la pretensión de Becca de filmar un documental para entender los conflictos del pasado y construir una solución acorde, Shyamalan nuevamente entrega un planteo formal inteligente que -desde el minimalismo de la puesta en escena- vuelve a confiar en el desempeño de los actores, con los maravillosos DeJonge y Oxenbould a la cabeza (Deanna Dunagan y Peter McRobbie, como los abuelos, también rompen el molde). Ahora bien, tampoco podemos afirmar que estamos ante un regreso a los tópicos candentes de la etapa comprendida por El Protegido (Unbreakable, 2000), Señales (Signs, 2002), La Aldea (The Village, 2004) y La Dama en el Agua (Lady in the Water, 2006), ya que el cineasta parece haberse “distendido” con los años y la desfachatez de Los Huéspedes deja entrever que ha refinado esa fórmula apuntalada en un desarrollo naturalista del suspenso y un giro en el final. El verdadero retorno que trae aparejado el convite es el que involucra aquella creatividad por momentos lúgubre y mordaz, hoy canalizada en una epopeya de bajo presupuesto que celebra su independencia con protagonistas perspicaces (que conocen sus fortalezas y limitaciones, a diferencia del promedio hollywoodense) y una frescura que sorprende casi siempre (la contundencia del relato se aleja del esquema cerebral de antaño). Sinceramente nadie podría haber predicho que el opus más vital del realizador iba a ser también el más enajenado de su carrera, considerando la relativa displicencia que aquí demuestra hacia el apartado visual, otrora una de sus obsesiones primordiales, y el énfasis que le dedica a la ebullición de situaciones grotescas que desfilan a lo largo del metraje, todas de una mundanidad indiscutible que contradice el fetiche para con lo sobrenatural de otros tiempos. Hasta cierto punto Los Huéspedes es tanto una película de quiebre como un intento exitoso en pos de retomar -y a la vez relajar- cada uno de los ítems que componen un régimen idiosincrásico, ese mismo que Shyamalan había dejado de lado últimamente con vistas a obtener una legitimidad que nunca llegó en el campo de los blockbusters más impersonales. Para la antología quedan el desenlace trash del film y un epílogo luminoso…
Durmiendo con el enemigo. Uno de los grandes significantes vacíos de la historia del cine, un arte que atravesó todo el siglo XX, fue -y continúa siendo- la Segunda Guerra Mundial, un hito en lo que respecta al “progreso” bélico que nos regaló el modernismo y su generoso espectro de masacres mecanizadas. Tantos fueron los films que analizaron el conflicto que en buena medida lo terminaron anulando en términos discursivos, circunstancia que corre pareja con esa estrategia estándar de la industria orientada hacia la instauración de estereotipos de fácil masificación y poca autocrítica (a la propaganda de antaño le sucedió la exquisita denuncia contracultural de las décadas de los 60 y 70, hasta desembocar en el cinismo del presente). Por suerte todavía subsiste un enclave alternativo dentro del mainstream que construye con ahínco películas revisionistas, alejadas de los combates tradicionales: tomando elementos del clasicismo de corte humanista y algunos detalles “lavados” de la diatriba antimilitarista, existe un cine europeo reciente que -desde la distancia- apuntala una mirada diferente acerca de los coletazos de los pivotes conceptuales en torno a la contienda. Pensemos en Dos Vidas (Zwei Leben, 2012), Lore (2012), Juego Limpio (Fair Play, 2014) o la obra que hoy nos ocupa, Suite Francesa (Suite Française, 2014), una hermana de aquellas pero más apacible, en esta ocasión centrada en los pormenores de la invasión alemana a tierras galas. La trama principal está basada en la novela homónima de Irène Némirovsky, escrita durante el período y publicada muchísimos años después de la muerte de la autora en Auschwitz, y presenta la atracción creciente entre una joven y un oficial germano, las repercusiones en el entorno cotidiano de un pueblito de provincia y la amenaza constante de abusos/ castigos por parte de las fuerzas de ocupación contra los locales. La novedad viene por el lado del mecanismo utilizado para introducir el tópico del “amor prohibido” en un contexto convulsionado, en esencia el engranaje de la convivencia, derivado de la modalidad nazi de alojar a los jerarcas en las casas de los miembros del gobierno y los hacendados del lugar. El realizador Saul Dibb se luce nuevamente en la dirección de actores, al igual que en La Duquesa (The Duchess, 2008), pero ahora redondeando una estructura narrativa más eficaz: si bien no llega a maravillar, por lo menos consigue revitalizar el viejo cliché del cariño no verbalizado mediante la profundidad del planteo y la metamorfosis escalonada de los protagonistas, interpretados por los excelentes Michelle Williams y Matthias Schoenaerts. Especialmente el señor, ya visto en Bullhead (Rundskop, 2011), De Óxido y Hueso (De Rouille et d’os, 2012), La Entrega (The Drop, 2014) y Maryland (2015), se destaca en un rol sensible, si lo comparamos con los personajes áridos que ha encarado hasta la fecha…
La magia bajo control. Cuando se analizan las vertientes que hundieron al terror mainstream en la mediocridad, por lo general se hace alusión a la recurrencia de los fantasmas del J-Horror, la estrategia formal del found footage y la obsesión con producir remakes de éxitos foráneos o propios, de épocas remotas. En el deporte de repartir culpas -y siempre dentro del mismo rubro- se suele pasar por alto al combo más pomposo de todos, el único que realmente necesita de presupuestos millonarios y alguna que otra caripela conocida para garantizar dividendos en taquilla: hablamos de esa amalgama de sustos y cine de acción que patentó la hoy lejana Inframundo (Underworld, 2003), sin duda uno de los pivotes fundamentales del Hollywood tracción a CGI y fanfarria destilada, más atento al marketing que al producto empaquetado. Este nuevo paradigma es el más sincero del lote porque ni siquiera se molesta en transcribir la dinámica del slasher ochentoso (un psicópata entrega una “antología” de asesinatos artísticos), como ocurre con los otros casos, optando en cambio por un refrito de influencias varias destinado al público adolescente (el influjo de los videojuegos de la década del 90 es muy importante en este subgénero, como si constantemente estuviésemos ante una versión exacerbada del Alone in the Dark). Así como la calidad o la inteligencia no han sido rasgos a destacar dentro del andamiaje en cuestión, El Último Cazador de Brujas (The Last Witch Hunter, 2015) respeta a rajatabla un esquema que toma prestados los grandes estereotipos del terror para unificarlos con la fantasía, las aventuras y la acción personalista más simple. Por supuesto que con semejante título sólo resta aclarar que el encargado de ajusticiar a las hechiceras del averno no es otro que el inefable Vin Diesel, que sigue haciendo lo posible para despegarse de la franquicia iniciada con Rápido y Furioso (The Fast and the Furious, 2001), definitivamente con muy poco éxito. Aquí interpreta a Kaulder, un guerrero inmortal con detalles de los protagonistas de Highlander (1986) y Blade (1998), ahora en pos de desentrañar un misterio de su pasado que podría ser crucial para controlar lo oculto y evitar -por milésima vez- la aniquilación de la raza humana, cortesía de la malévola Reina Bruja (Julie Engelbrecht). Por suerte los secundarios compensan en parte la inexpresividad de Diesel; con Michael Caine, Elijah Wood, Rose Leslie y Ólafur Darri Ólafsson a la cabeza. El film no logra compatibilizar en un cien por ciento los CGI con la figura central, debido a que esa pretensión de base choca con los problemas de los dos extremos: la iconografía mágica se siente derivativa y perezosa (el apartado visual en su conjunto es bastante pueril), y para colmo Diesel continúa preso de sus propios tics (en algunos personajes calzan mejor que en otros, así su Kaulder se ubica en una región intermedia entre el tedio y lo aceptable). El guión de Cory Goodman, Matt Sazama y Burk Sharpless, responsables de las análogas aunque levemente superiores Priest (2011) y Drácula (Dracula Untold, 2014), sólo se sostiene gracias a la prolijidad del director Breck Eisner, quien -a pesar de su sutileza y tesón- hoy cae por debajo de La Epidemia (The Crazies, 2010), su mejor obra a la fecha…
El arte de fraccionar el miedo. El terror como género cuenta con una profunda tradición en lo referido a antologías que recopilan un puñado de relatos de variada índole: podemos nombrar como ejemplos a Historias para no Dormir o los exponentes del rubro de la década del 60 de la Hammer y la American International, aquella Galería Nocturna (Night Gallery) del genial Rod Serling durante los 70, los recordados films Creepshow (1982) y Los Ojos del Gato (Cat’s Eye, 1985), la serie de TV Cuentos de la Cripta (Tales from the Crypt) en los 90, los capítulos de Masters of Horror, el largometraje Terror en Halloween (Trick ‘r Treat, 2007) -quizás el gran neoclásico de la década pasada- y la reciente Las Crónicas del Miedo (V/H/S, 2012) y sus secuelas de 2013 y 2014 (sólo la segunda es interesante, las otras dos son paupérrimas). Si bien en Cuentos de Halloween (Tales of Halloween, 2015) sinceramente estamos muy lejos de las obras maestras de George A. Romero y Michael Dougherty, vale aclarar que el nivel promedio de estos diez cortos es bastante bueno y que la película en su conjunto se sostiene sin mayores problemas. La encargada de convocar a la decena de realizadores fue la belga Axelle Carolyn, esposa de Neil Marshall, director de la extraordinaria El Descenso (The Descent, 2005) y uno de los grandes apellidos del género de nuestros días (el británico también participa con uno de los mejores episodios del lote). Así las cosas, Carolyn hasta se dio el gustito de contratar a Lalo Schifrin para que componga la cortina de apertura y a Adrienne Barbeau -una legendaria scream queen de los años 80- como presentadora oficial. Con respecto a los trabajos en sí, centrados en la noche del título, se deben considerar por separado para sacar las conclusiones del caso: dentro de la primera mitad, Sweet Tooth de David Parker construye con eficacia una leyenda infantil de un monstruo de las golosinas, The Night Billy Raised Hell de Darren Lynn Bousman -responsable de varios eslabones de la saga de El Juego del Miedo (Saw)- sube la apuesta a partir de un hilarante raid delictivo a manos del Diablo y un acompañante un tanto peculiar, Trick de Adam Gierasch -guionista de los últimos opus de Dario Argento y Tobe Hooper- nos presenta a nenes acuchillando a burgueses drogados, The Weak and the Wicked de Paul Solet es una venganza contra bullies vía un demonio, y Grim Grinning Ghost de la propia Carolyn ofrece más acecho suburbial. La segunda parte del convite levanta ligeramente el entramado cualitativo: Ding Dong de Lucky McKee -autor de May (2002) y The Woman (2011)- funciona como un simpático ejercicio trash acerca de un matrimonio infernal sin hijos, This Means War de John Skipp y Andrew Kasch pone en primer plano una batalla ridícula entre vecinos, Friday the 31st de Mike Mendez es una parodia delirante del slasher y Jason Voorhees en particular, The Ransom of Rusty Rex de Ryan Schifrin también recurre al humor negro para focalizarse en un secuestro que sale muy mal, y finalmente Bad Seed de Marshall hace lo propio con una investigación símil CSI en torno a unos asesinatos cometidos por una calabaza psicópata. El tono bizarro/ jovial domina la acción, evitando las bobadas del mainstream contemporáneo. De hecho, la realización recupera dos de los motivos principales de las antologías de antaño y los unifica en el núcleo del viejo arte de fraccionar el miedo; hablamos por supuesto de la cacería de víctimas apetecibles y del castigo a los mentirosos, estúpidos y los que abusan de su poder en general, a quienes les corresponden el calvario y la muerte. Aquí no hay lavada de cara para el público femenino ni las estudiantinas del found footage ATP, sino más bien una agradable serie de relatos que van directo al grano balanceando el clasicismo y una dosis de irreverencia. Desde ya que algunas historias merecían un mayor desarrollo y otras desentonan un poco, pero lo cierto es que se agradecen la entrada de Bousman y la segunda mitad en su totalidad, lo que redondea una propuesta satisfactoria y sumamente dinámica…
La vida en el prado. El concepto de “alternativo” ha perdido fuerza en gran parte del mainstream de nuestros días, y ni hablar en la animación reciente a escala global, una comarca que una y otra vez parece compartir los mismos criterios narrativos. Las opciones no son precisamente muchas y en general se reducen a tres entonaciones de una idéntica cantinela: tenemos los CGI hollywoodenses sustentados en la espectacularidad visual, algún que otro film “old school” basado en stop motion o el 2D tradicional, y en el final del tarro están los convites dirigidos a nenes chiquitos, una suerte de variación de todo lo anterior pero más tranquila y/ o anestesiada, en especial a nivel de las secuencias de acción y el desarrollo de los villanos. A pesar de que en ocasiones nos topamos con anomalías bellísimas como Intensamente (Inside Out, 2015) o Cómo Entrenar a tu Dragón (How to Train Your Dragon, 2010), lo cierto es que casi nada de la oferta contemporánea se aparta de la fórmula del “camino del héroe” y que la animación para adolescentes/ adultos desapareció de la cartelera desde hace décadas (por consiguiente, no hay planteos satíricos, contrahegemónicos o lisérgicos de cadencia experimental). La homogeneización y el apostar a seguro son las máximas de un sector de la industria cultural que gasta una verdadera fortuna en publicidad y no recauda sumas notables a nivel doméstico, pero sí atesora la torta que ofrece el mercado planetario. Dentro del campo de los productos para niños de muy corta edad, La Abeja Maya: La Película (Maya the Bee Movie, 2014) funciona como otro ejemplo de esta estrategia de refritar ad infinitum los mismos moldes de siempre, sin siquiera molestarse en agregar una mínima novedad para correrse de la andanada de referencias del caso: hablamos de la extrapolación cinematográfica de una serie televisiva francesa de 2012 que estaba inspirada en un anime de los 70, adaptación a su vez de un libro de 1912 del alemán Waldemar Bonsels. Como era de esperar, los detalles chauvinistas del opus original fueron mutando con el tiempo hacia el esquema “fundamentalismo versus convivencia entre diferentes”. La trama no se aleja demasiado de películas similares en la línea de Antz (1998), Bichos: Una Aventura en Miniatura (A Bug’s Life, 1998) o Bee Movie: La Historia de una Abeja (Bee Movie, 2007), con una heroína que prescinde del entramado colectivista de la colmena y termina en el exilio. Hoy el contexto está dado por la determinación de la Consejera, algo así como la mano derecha de la Reina, de efectivizar un golpe de estado mediante la doble maniobra de robar la jalea (el principal alimento de la Reina) y culpabilizar a las avispas vecinas (el chivo expiatorio de turno). Maya, la pequeña protagonista, encuentra in fraganti a la Consejera con la jalea, por ello es expulsada del panal y descubre de a poco “el prado”. Por supuesto que la propuesta entrega una generosa variedad de personajes secundarios que permiten apuntalar la simpatía y las buenas intenciones de Maya; como Willy, su mejor amigo, Sting, una avispa aventurera, y Flip, un saltamontes que adquiere la forma de la figura de autoridad en lo que atañe a la vida por fuera del enjambre. Este trabajo del anodino director Alexs Stadermann, quien participó en la realización de varias secuelas de productos históricos de la Disney, cae en el mismo atolladero de otros exponentes alemanes de animación como El Séptimo Enanito (Der 7bte Zwerg, 2014) y ¡Uyyy! ¿Dónde Está el Arca? (Ooops! Noah is Gone, 2015), los cuales pasaron por estos lares sin pena ni gloria…