El ritual del automatismo. Para todos aquellos que aún se rascan la cabeza y/ o se suelen indignar ante la llegada a la cartelera argentina de un nuevo y penoso eslabón de la franquicia Actividad Paranormal (Paranormal Activity), cuando muchas obras de género en verdad valiosas quedan flotando en el limbo del “jamás en una sala comercial”, vale recordar que el dinero todo lo puede y que aquella pequeña película de 2007 -que compró la Paramount Pictures para finalmente estrenar dos años después, reedición mediante- costó apenas 15.000 dólares y terminó recaudando la friolera de 193 millones. La séptima entrada intenta seguir exprimiendo una fórmula agotada por completo, que ni siquiera gozó de un mínimo respeto por la integridad de la historia troncal ni pudo crecer de la mano de la inclusión de alguna vuelta de tuerca. Mientras que El Juego del Miedo (Saw), la otra gran saga de terror de nuestros tiempos, sobrevivió a la andanada de secuelas combinando el melodrama criminal enrevesado y una colección de muertes artísticas símil Pesadilla en lo Profundo de la Noche (A Nightmare on Elm Street, 1984), lamentablemente cada corolario de Actividad Paranormal constituyó un paso más hacia la decadencia y el automatismo. El film original de Oren Peli, una suerte de cumbre del ascetismo cinematográfico, por un lado renovó el esquema del found footage y por el otro le extendió su vida útil, regalándonos -de manera colateral- muchas fotocopias cortesía del mainstream más facilista. Si nos concentramos en las réplicas “oficiales”, las continuaciones de 2010, 2011 y 2012 no hicieron más que empobrecer el engranaje formal. Ahora bien, las peores del lote hasta este momento estaban condensadas en el díptico de spin-offs, las horrendas Actividad Paranormal 0: El Origen (Paranormal Activity: Tokyo Night, 2010) y Actividad Paranormal: Los Marcados (Paranormal Activity: The Marked Ones, 2014), pero como Hollywood y sus socios siempre se superan, hoy Actividad Paranormal: La Dimensión Fantasma (Paranormal Activity: The Ghost Dimension, 2015) se ubica tranquilamente como la más anodina e impersonal, ya sin siquiera generar la exasperación de las anteriores y volcando la experiencia en su conjunto hacia la comarca del tedio. En esencia estamos ante una combinación maltrecha del eje argumental clásico y el manotazo de ahogado del triste detallito que pide a gritos ser considerado “novedoso”. En esta oportunidad la familia Fleege, el clan de turno que padece el hostigamiento de “Toby”, encuentra de improviso una cámara que puede registrar las correrías de la entidad, ahora sazonadas con unos viejos VHS centrados en el adoctrinamiento de Katie y Kristi a cargo de un aquelarre adepto a los rituales. Así como el presupuesto creció y la labor del elenco contratado fue progresando con cada episodio, resulta innegable que los directores de las secuelas no estuvieron a la altura del desafío y que la falta de sensatez de los estudios norteamericanos casi siempre termina anulando toda riqueza latente. Aquí pasa vergüenza Gregory Plotkin, un editor reconvertido en realizador, y mejor ni hablar del hoy productor Peli, quien demostró que ya no tiene nada para ofrecer con la paupérrima Area 51 (2015)…
Los monstruos invaden Madison. Por fin estamos ante una sorpresa en el campo del entretenimiento hollywoodense ATP, un mínimo ejemplo de hasta dónde se puede llegar si se encara el proyecto de turno con paciencia narrativa y algo de cariño hacia los personajes. La fórmula detrás de Escalofríos (Goosebumps, 2015) es muy sencilla aunque eficiente: tenemos un contexto ochentoso de “pueblo chico copado” a la Gremlins (1984), la premisa fantástica y el fetiche para con los CGI de Jumanji (1995), y un tono que deambula entre la comedia familiar y las aventuras en sintonía con Una Noche en el Museo (Night at the Museum, 2006), lo que redondea una experiencia gratificante sostenida tanto en la mesura del relato en su conjunto como en el carisma del gran Jack Black, uno de los últimos bufones verdaderamente chiflados del cine. La película se destaca desde su misma concepción, ya que en vez de adaptar alguna de las múltiples novelas infantiles de horror de R.L. Stine, pertenecientes a la archiconocida franquicia de Goosebumps, aquí el equipo de realizadores decidió construir una historia que incluya por un lado una gama variopinta de criaturas de la noche (marca registrada de la saga), y por el otro al propio autor en tanto personaje ficcional (como era de esperar, Black en este apartado privilegia su histrionismo por sobre el humor absurdo que lo caracteriza). En esta oportunidad la trama explota la avanzada destructora de un grupo de monstruos que cobran vida a partir de las propiedades mágicas de una máquina de escribir: cada libro encierra a seres de pesadilla, que se liberan cuando se abren los cerrojos de los volúmenes. Más allá de los estereotipos en cuanto al desarrollo en general, se agradece el detalle de apuntalar un trío de protagonistas adolescentes con carnadura y bien delineados. De hecho, la primera media hora está dedicada a presentarnos a Zach (Dylan Minnette), el “chico nuevo” en el pueblito de Madison, Hannah (Odeya Rush), una vecina sexy y misteriosa, y Champ (Ryan Lee), el secundario bizarro que nunca puede faltar. El Stine de Black, hoy padre de Hannah, es una especie de ermitaño paranoico que la mantiene alejada del mundo, lo que por supuesto deriva en la curiosidad/ obsesión de Zach y en el accidente posterior que desencadena la hecatombe. Las hordas de engendros están comandadas por Slappy, un muñeco psicótico que busca venganza contra su creador por la maldita “reclusión literaria”. Considerando el desempeño del director Rob Letterman hasta la fecha, responsable de propuestas bienintencionadas pero fallidas como El Espanta Tiburones (Shark Tale, 2004), Monstruos vs. Aliens (Monsters vs. Aliens, 2009) y Los Viajes de Gulliver (Gulliver’s Travels, 2010), sin duda Escalofríos rankea como la mejor del lote. Aquí no hay sermones sobre los vínculos comunales, pavadas de autodescubrimiento o los chistes grasientos del mainstream de nuestros días; todo aquello queda en el olvido gracias a un periplo que se juega por el terror honesto y amigable, siempre hermanado a la imperiosa necesidad de sobrevivir a una noche de desmadre total. Por suerte el encanto de las pequeñas hazañas supera a tanta polución CGI que tiende a despersonalizar al cine, bloqueando su corazón…
Torrentes de amor. Existen dos factores que caracterizan a rasgos generales al cine de la península escandinava de las últimas décadas, por lo menos en lo que respecta a su versión destinada a la exportación, esa que suele circular en festivales alrededor del globo. Sin duda lo que salta a la vista en un primer momento es esa suerte de fetichismo para con las truculencias y los planteos retorcidos de índole social, como si se pretendiese contradecir desde la dimensión creativa el perfil de opulencia y bienestar que el imaginario internacional le asigna a este conjunto de países. En sintonía con lo anterior, tenemos un constante desnivel en lo que hace a las obras, las cuales varían entre la cúspide del rubro en cuestión y los mamarrachos. Otra subdivisión representativa de Dinamarca, Suecia, Noruega y compañía, quizás un poco más difusa, es la que abarca la amplitud actitudinal de la producción, con propuestas contemplativas de aire etéreo y otras más avasallantes que gustan de poner el dedo en la llaga de los secretitos sucios de la región. Una Segunda Oportunidad (En Chance Til, 2014) es un regreso -desparejo pero exitoso- de Susanne Bier al terreno temático que la hizo famosa, la tríada compuesta por familia, identidad y catástrofe personal. Lejos del nivel de En un Mundo Mejor (Hævnen, 2010), Después del Casamiento (Efter Brylluppet, 2006) y Hermanos (Brødre, 2004), aquí retoma el encadenamiento poco sutil de tragedias sin filtro y catarsis lacerantes. Por supuesto que la vuelta de Anders Thomas Jensen, el guionista histórico de la danesa, de seguro tuvo mucho que ver en la decisión de reincidir en el melodrama más exacerbado: la trama combina el devenir de dos clanes opuestos, por un lado uno encabezado por un policía felizmente casado y con un hijo, y otro de una pareja de drogadictos que descuidan a su bebé. Como era de esperar, en primera instancia somos testigos del comienzo de la debacle (a los burgueses se les muere el niño y el agente de la ley opta por irrumpir en la casa de la “familia espejo” para intercambiar mocosos), y luego descubrimos las paradojas del caso (el proceso de enajenación va de la mano de problemas irresueltos de todo tipo). Nuevamente la responsabilidad individual y la reconversión de los lazos comunales son los ejes excluyentes del film, más allá de los típicos interrogantes de la cineasta en torno a las distintas respuestas que podemos esbozar ante las jugadas más dolorosas del destino. Bier supera lo hecho en la reciente Serena (2014) y sus otros opus de cadencia hollywoodense, Todo lo que Necesitas es Amor (Den Skaldede Frisør, 2012) y Lo que Perdimos en el Camino (Things We Lost in the Fire, 2007), dejando a criterio del espectador el juzgar si lo expuesto es efectivamente un torbellino emocional o más bien una obra un tanto forzada aunque fascinante, que escudriña la multiplicidad del amor y las fronteras de la tolerancia…
El estómago de la bestia. Cada melómano tendrá su propia anécdota sobre las circunstancias y las repercusiones individuales alrededor del hecho de haber escuchado por primera vez aquello de que “la vida no es más que putas y dinero”: las tres canciones que abren el extraordinario Straight Outta Compton (1988), el debut de N.W.A. (acrónimo por “Niggaz Wit Attitudes”), el tema que da el título al disco, Fuck tha Police y Gangsta Gangsta, constituyen en conjunto uno de los retratos más grotescos y coloridos de lo que debe haber sido la tumultuosa vida en los suburbios de Los Ángeles circa la década del 80. Esa combinación de bravuconadas criminales, insultos de todo tipo, sexismo salvaje, humor muy negro y constantes baños de sangre entre las fuerzas policiales, aportó la base ideológica/ musical para los imitadores que dominarían la escena mainstream durante los 90, aquella edad de oro del “gangsta rap”. ¿Quién hubiera dicho que una de las mejores películas del año sería la biopic de estos ex forajidos y hoy señores feudales de la industria discográfica norteamericana? La propuesta en cuestión analiza de manera extraordinaria ese trayecto que va desde la periferia marginal, pasando por la conformación y el posterior desarrollo del grupo, hasta finalmente derivar en el éxito masivo y en una infinidad de contratiempos que sacan a relucir las paradojas y puntos muertos a los que se llega cuando las injusticias sociales no sólo no son subsanadas por el Estado, sino que además son convalidadas a pura violencia y racismo, para luego ser reconvertidas en productos estandarizados dentro del capitalismo de la cultura predigerida. A lo largo de casi dos horas y media, el ambicioso opus de F. Gary Gray desarma a N.W.A. y edifica una suerte de “biografía autorizada” del colectivo barrial. Antes de avanzar con los pormenores del film, conviene repasar brevemente el lugar de Ice Cube, Dr. Dre, Eazy-E, DJ Yella y MC Ren -los integrantes principales de la cofradía- dentro de la historia del hip hop, a su vez un enclave polimorfo que incluye al rap, los DJs, el breakdancing y los graffitis. Si nos concentramos en el apartado musical, lo que comenzó en los 70 como una mixtura entre las técnicas del dub jamaiquino y las bases del funk, el soul y el disco de New York, en la década siguiente se transformó en una estructura estable con la llegada al mainstream de una primera camada de artistas (como Run-D.M.C. y LL Cool J) que desde una cierta ingenuidad lograron imponer el scratching, los samplers y la omnipresencia del beat. El período más refulgente fue el inmediatamente posterior con bandas variopintas como Public Enemy, Beastie Boys, De La Soul y A Tribe Called Quest. Resulta de lo más curioso que una de las cumbres de esta diversificación estética dentro del movimiento haya sido también el factor fundamental en lo referido al “punto final” de esta etapa marcada por una riqueza sin precedentes: dicho de otro modo, la llegada del Straight Outta Compton provocó una revolución que acható el espectro sonoro del hip hop, luego lo masificó, empobreció el lenguaje y -en buena medida- facilitó una innegable decadencia en términos cualitativos. La hegemonía absoluta del hardcore rap, ese mismo que se caracterizó por un enfrentamiento de índole mafiosa entre las costas este y oeste de Estados Unidos, llegó a su fin con los asesinatos de Notorious B.I.G. y Tupac Shakur. Mientras que el genial Jay Z tomó sólo algunos elementos del gangsta, el hip hop futurista de Missy Elliott, Outkast y los Neptunes derivó en Kanye West, el mayor vanguardista del género. ¿Pero por qué aún hoy continúa manteniendo su potencia discursiva este estilo bombástico y belicoso, como lo demuestra el éxito en taquilla del film en Estados Unidos, y con el gangsta ya superado históricamente? La respuesta es doble: por un lado tenemos a la producción artística en particular, jamás superada por todos los miembros de N.W.A., y por el otro está la comunidad que la engendró, esa misma que sigue reproduciendo el culto irrestricto a los dólares, la exclusión de las minorías, el conservadurismo más ramplón y la maximización de los ghettos empobrecidos, el narcotráfico y la impunidad en torno a la brutalidad del Estado y las fuerzas públicas. Lo que generaron esos cinco veinteañeros en 1988 fue un cóctel molotov que puso el acento en una versión sin filtro y jocosa de una marginalidad que hasta ese instante no había llegado al rango de tópico polémico nacional. La película toma al disco homónimo como eje para trazar un antes y un después en esta crónica meticulosa de un derrotero que si uno no supiese que está basado en la realidad, no podría creerlo de antemano. Como si se tratase de una amalgama de la furia del Never Mind the Bollocks (1977) de los Sex Pistols y un eco muy lejano del “black power” de It Takes a Nation of Millions to Hold Us Back (1988) de Public Enemy, pero bajado a una simpleza extrema y recargado de canibalismo y una misoginia de cotillón; las diatribas del grupo ocupan buena parte de la trama y ensalzan los enfrentamientos con las autoridades, hoy representadas por el hostigamiento policial y puestas en la vereda de enfrente en relación al background callejero de los jóvenes, quienes en ningún momento articulan un discurso verdaderamente coherente más allá del gesto en pos de la anarquía y el hedonismo locuaz. Sin duda nadie esperaba demasiado del realizador Gray, en esencia conocido por obras fallidas de género como El Mediador (The Negotiator, 1998), La Estafa Maestra (The Italian Job, 2003), Tómalo con Calma (Be Cool, 2005) y Días de Ira (Law Abiding Citizen, 2009), o de los guionistas Jonathan Herman (este es su primer trabajo) y Andrea Berloff (responsable de aquel mamarracho de Oliver Stone del 2006 sobre las Torres Gemelas). Aquí el director definitivamente aprovechó la buena relación que mantiene con Ice Cube, la cual se remonta al trabajo en conjunto Friday (1995), uno de los coqueteos del rapper con el séptimo arte, lo que generó no sólo la autorización para el convite sino también dos de sus pivotes: el involucramiento de O’Shea Jackson Jr., el hijo del señor, personificando a su propio padre, y la “fiscalización” de Dr. Dre y Tomica Woods-Wright, la viuda de Eazy-E. Letras Explícitas (Straight Outta Compton, 2015) es una de esas propuestas monstruo que funciona como una bola de nieve, enriqueciéndose a medida que avanza en función de sus contradicciones y la mística del relato verídico de base. Mezcla de musical exacerbado, exploitation de la periferia metropolitana, testimonio sociopolítico, drama criminal, estudio de una amistad maltrecha y pantallazo delirante y muy trash sobre el mercado discográfico, la película supera con creces el simple mimetismo de las biopics insulsas del Hollywood de nuestros días y se abre camino en tanto un combo de una autenticidad sin precedentes, sostenida en las maravillosas actuaciones del elenco y en un verosímil que deambula entre la épica de las grabaciones del período, las enérgicas reacciones en los mass media y las consecuencias a largo plazo en lo que respecta al vínculo afectivo/ comercial de los integrantes del grupo. Más allá de brindarnos el placer melómano de ver ficcionalizados los encuentros entre Dre y sus protegidos Snoop Dogg y Tupac -antecedentes a su vez de Eminem y 50 Cent, otros productos del artista- o presenciar detalles concernientes a la grabación del inefable AmeriKKKa’s Most Wanted (1990) de Ice Cube o al colapso de Death Row Records, el film humaniza incluso a Jerry Heller (un excelente Paul Giamatti, quien viene de encarnar a Eugene Landy en la prodigiosa biografía de Brian Wilson a cargo de Bill Pohlad), manager de N.W.A. y promotor de los contratos leoninos que motivaron la temprana salida de Ice Cube. La trama también le asigna un papel preponderante a las revueltas de Los Ángeles de 1992 motivadas por la agresión a Rodney King y la absolución de los policías responsables, algo así como el telón de fondo de las crisis internas del quinteto y la consabida disolución. La verborragia furibunda de la obra y su poderío visual llaman a las cosas por su nombre y evitan el endiosamiento, bajando a tierra a los protagonistas y sólo enalteciendo el código que apuntala su camaradería, esa en la que los versos y la vehemencia de a poco van siendo sustituidos por el odio y las armas. Hasta se respeta el “ideario” -hoy apenas implícito- que reduce a las mujeres a meros detalles decorativos, sin ninguna incidencia en la historia y siempre tratándolas como chistes vivientes (desde ya que no se hace mención alguna a las muchas palizas que Dre le dedicó a cada una de sus parejas). Por suerte el glamour se va por la borda cuando la realidad vomita lo que tiene en el estómago y el arte sabe canalizar los restos, por lo menos mientras que el AK- 47 siga siendo la “herramienta” principal de los suburbios y la policía continúe creyendo que “todos los negros venden narcóticos”…
La información es un arma de doble filo. Ya con tres películas en su haber, bien podemos afirmar que con cada nuevo trabajo Scott Cooper fue trazando un camino ascendente de progreso, una gran virtud que no estamos en condiciones de extender al resto de los directores que surcan el Hollywood contemporáneo. Así las cosas, la correcta Loco Corazón (Crazy Heart, 2009) fue superada por La Ley del más Fuerte (Out of the Furnace, 2013), un pequeño prodigio de venganza que hoy a su vez queda atrás -en términos cualitativos- si lo consideramos en relación a Pacto Criminal (Black Mass, 2015). Aquí regresan el devenir de los márgenes, la visceralidad setentosa y los vínculos de sangre de índole fraternal, los tres ejes principales de aquel film noir semi bucólico protagonizado por Christian Bale y Casey Affleck, no obstante en esta ocasión el tono elegido es aún más oscuro y alejado de cualquier atenuante o posibilidad de redención. Precisamente, la historia gira alrededor de las tribulaciones de la alianza estratégica entre James “Whitey” Bulger (Johnny Depp), un representante de la mafia irlandesa de Boston, y John Connolly (Joel Edgerton), un vecino de la infancia reconvertido en agente del FBI: a mediados de la década del 70, ambos acuerdan pasarse información -sobre el submundo delictivo de la ciudad- que no sólo sea mutuamente beneficiosa a nivel “profesional” sino que también permita eliminar a enemigos en común en la praxis callejera. Mientras que de a poco Bulger saca cada vez más rédito del trato y consigue desplazar a la competencia italiana en los rubros usura, apuestas y drogas, Connolly convalida cada movida de su socio y entorpece cualquier tanteo intra FBI en pos de encarcelarlo. La obra se luce en el trajín de oponer la furia del primero a la lectura oportunista del esquema legal por parte del segundo. El realizador toma sutilmente la estructura de “topos entrecruzados” de Los Infiltrados (The Departed, 2006) y la afición a cuidarse de los testigos o soplones símil Atracción Peligrosa (The Town, 2010), combinándolas con esa típica premisa de los policiales hardcore que difumina la línea divisoria entre la fuerza pública y los criminales, dos comarcas que se mimetizan de manera gradual. Aunque a simple vista el film puede ser catalogado como la culminación de una trilogía temática y tácita en torno a la metrópoli portuaria, lo cierto es que el opus de Cooper se aparta de los de sus colegas Martin Scorsese y Ben Affleck en lo referido al sustrato conceptual, ahora cargado de un nihilismo seco que no deja espacio para el relajamiento de la tensión dramática, especialmente debido a que el cineasta considera a Bulger un psicópata hecho y derecho, circunstancia que además acerca el convite al horror. Quizás los dos ítems más interesantes de Pacto Criminal sean la manipulación del misterio detrás de la psicología del protagonista (en consonancia con su fetiche de asesinar por asfixia a los traidores) y el férreo código de honor que apuntala el guión de Mark Mallouk y Jez Butterworth (un motivo clásico del cine de gangsters y el séptimo arte en general). Una vez más la dimensión familiar pasa al primer plano cuando se trata de juzgar al cofrade y establecer su jerarquía y/ o futuro dentro de la organización, aquí un tanto modesta en magnitud pero con los tentáculos de un pulpo en lo que hace a su eclecticismo. De hecho, las prebendas, la extorsión y los homicidios son sólo la punta del iceberg de las “relaciones carnales” entre los agentes federales y la aristocracia del barrio, la cual adquiere en la figura verídica de Bulger una autenticidad sanguinaria vinculada a esa lealtad que traza distancias. Resulta evidente que la película, en sintonía con las recientes Matar al Mensajero (Kill the Messenger, 2014) y El Año más Violento (A Most Violent Year, 2014), analiza la hipocresía del tráfico de influencias del gobierno norteamericano y las paradojas del “secretismo” de los negocios que juegan a dos extremos, dependiendo tanto de la supresión de los rivales como del favor oficial para subsistir. La información homologada a un valor de cambio es en cierto modo la contracara del díptico compuesto por un antihéroe decadente y salvaje y un Estado de pulsión parasitaria, atento a cualquier billetito que ande dando vueltas por ahí. El maravilloso duelo actoral entre Edgerton y Depp es equiparable al conflicto narrativo entre el romanticismo que ensalza los estatutos laxos de la marginalidad (obviando las leyes escritas) y un pragmatismo paranoico que se fagocita a todos (la expansión es el horizonte).
La militancia. A veces desde el Tercer Mundo cuesta un poco empatizar con el cine social creado para ser consumido por el público bienintencionado de las metrópolis, aun si consideramos los ejemplos más loables y progresivos dentro del acervo cultural que año a año pone sus fichas en la temporada de premios y/ o el calendario de festivales clase A. El objeto de estudio de estos films por lo general es un lumpenproletariado cuyo equivalente local es la pequeña burguesía, ya que por estos lares la estabilidad maltrecha del sector sería vista como un privilegio: pensemos si no en la verdadera pobreza que aquí suelen afrontar los trabajadores ocupados, representada en los cuentapropistas marginales de los centros urbanos y la esclavitud golondrina del interior, dos capas inexistentes en el norte opulento. La obra de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne nos plantea obstáculos de este tipo, que en el fondo podemos sortear colocándonos en su lugar y evaluando el contexto desde el que construyen sus películas, caracterizado no tanto por una inversión de los esquemas colectivos de la periferia sino por una atenuación de las injusticas, la cual de ninguna forma funciona como una panacea ni mucho menos (la flexibilización laboral está presente en todo el globo y no invalida el análisis de los casos nacionales). El devenir de los belgas fue algo accidentado: en un principio aportaron un soplo de aire fresco con La Promesa (La Promesse, 1996) y Rosetta (1999), luego decayeron en El Hijo (Le Fils, 2002) y El Niño (L’Enfant, 2005), y de un tiempo a esta parte han ido levantando la puntería con serenidad. Definitivamente la introducción de pequeñas novedades jugó un papel fundamental a la hora de revitalizar la producción de los directores, hoy conscientes de que los cinéfilos conocemos cada una de sus preocupaciones temáticas y marcas formales. Mientras que en El Silencio de Lorna (Le Silence de Lorna, 2008) coquetearon con el suspenso y en El Chico de la Bicicleta (Le Gamin au Vélo, 2011) homenajearon al neorrealismo italiano, en esta oportunidad recurrieron a la primera “actriz de renombre” de su carrera, la extraordinaria Marion Cotillard. La elección no podría haber sido más acertada porque la estrella se adapta de inmediato a la ética de trabajo de los realizadores, su fortaleza cercana al documental y esa idiosincrasia de inflexión humanista que grita en pos de ecuanimidad. Una vez más la premisa de la trama es muy simple y hace eje en un personaje desesperado que ve puesta a prueba su capacidad de resistencia, siempre en sintonía con decisiones que oponen su moralidad particular a las fauces parasitarias del capitalismo transnacional: Sandra (Cotillard) es una empleada que sale de un período de depresión y se enfrenta a la difícil tarea de tener que convencer a 18 compañeros para que voten por retenerla por sobre un bono de 1000 euros, en una disyuntiva de “despido o recompensa” esbozada por su jefe en connivencia con el capataz de turno. Dos Días, una Noche (Deux Jours, une Nuit, 2014) hace referencia a las jornadas que la mujer, con la ayuda de su esposo, dedicará a tal faena, en función de la cual irán surgiendo reacciones de lo más variadas por parte de sus colegas. En esencia estamos ante un unipersonal de Cotillard, quien maneja de manera exquisita el límite entre la vergüenza y el derrotismo, entre la incertidumbre y la angustia exacerbada. La desnudez expresiva, los golpes bajos dosificados y el ascetismo en la puesta en escena constituyen las principales herramientas emocionales de los Dardenne para retratar los callejones sin salida que traen aparejados el servilismo de una patronal cómplice y la falta de solidaridad a nivel comunal, dos mecanismos de control al servicio de la pauperización de las condiciones laborales. Así las cosas, los belgas continúan edificando un cine verdaderamente militante basado sobre todo en el naturalismo lacónico de la cámara en mano, las tomas secuencia, las locaciones suburbiales y la ausencia de música incidental…
Sin inhibiciones. La simpática Ellas saben lo que quieren (Sous les jupes des filles, 2014) es otro ejemplo de esa comedia popular francesa que de vez en cuando aterriza en la cartelera argentina para volcarla hacia la saludable comarca del eclecticismo; hablamos de un convite que se amolda perfectamente a la definición estándar del rubro, a saber: mientras que por un lado tenemos la estructura de las bufonadas norteamericanas (el superar un escollo emplazado en el camino del antihéroe de turno para -en esencia- divertirnos con sus tropiezos), por el otro está la típica sensibilidad romanticona y social marca registrada de los galos (es decir, en el arte tienden a privilegiar las diferencias culturales, económicas, étnicas y religiosas de los personajes que llevan adelante la historia, un rasgo que comparten con el resto de Europa). Aquí la realizadora debutante Audrey Dana, hasta este momento una actriz con una década de trayectoria, se propone la pequeña epopeya de retratar las tribulaciones de once mujeres variopintas que viven en París, y por supuesto acentuando las distancias y puntos en común entre las susodichas. Más allá del hecho de que los arquetipos femeninos están bastante bien delineados y resultan -durante la mayoría del tiempo- hilarantes, el gran acierto del film pasa por el tono narrativo elegido, una especie de exuberancia enajenada y sin inhibiciones que se lleva puesto lo que podría haber sido otra catarata de chistes bobos de índole sexual sin el más mínimo encuadre ideológico, símil Hollywood. En lugar de la celebración de la estupidez, hoy disfrutamos de un análisis vital y anárquico de las mujeres. Con un lenguaje en ocasiones sutil y por momentos burdo, Dana extrae lo mejor de ambos territorios y sabe poner al servicio del desarrollo cada una de las viñetas que componen la película; así comienzan a desfilar la ama de casa que se embarca en una relación lésbica, la empresaria exitosa que no tiene ni una amiga, la señora recatada que desata su sexualidad por un golpe en la cabeza, la profesional que debe superar sus tics para conquistar al hombre que desea, la mujer mayor que bordea la menopausia, la humilde con un horrible trasfondo familiar, la que se mete con un señor casado y debe sobrellevar los coloridos insultos de la dama de los cuernos, etc. Desde ya que el relato ofrecerá encuentros fortuitos entre todas ellas con el objetivo de atizar un mega desenlace con aires de “reunión cumbre”. En función de sus incontinencias -tanto verbales como expresivas- y de la algarabía con la que avanza, el opus de Dana disecciona las diferentes facetas del fluir femenino, sus convulsiones y los prejuicios sociales que arrastran. Este mecanismo retórico se asemeja al empleado por la reciente y también interesante Dios mío, ¿qué hemos hecho? (Qu’est-ce qu’on a fait au Bon Dieu?, 2014) para sopesar el racismo y la petulancia de las clases acomodadas, lo que además implica que aquí se reproducen algunos de sus problemas: en el pulso caricaturesco, el límite entre la eficacia discursiva y el desborde sin pies ni cabeza es muy tenue, y la obra a veces pierde su núcleo al derrapar en clichés englobados en la segunda opción. Aun así, el film exuda un dinamismo que se siente placentero y lúcido…
La dignidad maltrecha del amor. En el contexto cinematográfico contemporáneo la influencia de Ingmar Bergman bordea el cero, circunstancia que se extiende a todo el espectro del séptimo arte y que hace explícita la uniformidad/ pauperización estilística reinante, más allá de la lectura que cada espectador pueda llevar a cabo de la obra del sueco. Mientras que el entorno (cineastas/ crítica/ público) sigue obsesionado con el fetichismo tecnológico y un formalismo cada vez más inconducente y desabrido, la dimensión del contenido continúa vaciándose a medida que las trivialidades adquieren protagonismo (no sólo hablamos de Hollywood o el circuito festivalero, sino también de las sandeces que suele escribir la prensa gráfica, por ejemplo). Así las cosas, el signo de los tiempos -en términos prácticos- parece condenarnos a la lógica de la excepción, siempre a la espera de ese opus individual que nos rescate por un momento del tedio. Liv & Ingmar (2012) funciona como un ejercicio de memoria sencillo y muy necesario en los días que corren: la ópera prima de Dheeraj Akolkar utiliza el “cerco” del documental expositivo para analizar la relación entre el director y su principal musa, la enorme Liv Ullmann. Fusionando ambas perspectivas, y poniendo el acento en las palabras de la hoy mítica septuagenaria, el convite traza un paneo en primera persona por las idas y vueltas de un vínculo que se extendió por cinco décadas y abarcó una decena de películas. Desde el inicio queda claro que Akolkar se propone tomar prestado el tono existencialista del propio Bergman para combinarlo con una fuerte carga de melancolía, producto tanto de los recuerdos de la pasión (reconvertida luego en amistad) como de los años transcurridos a partir de la muerte del susodicho en 2007 (aquí prevalece el karma de la experiencia irrepetible, con sus pros y sus contras). El guión -a su vez- incluye pasajes de Changing, la autobiografía de Ullmann de 1977, extractos de las cartas de la pareja, y fragmentos de Linterna Mágica, el primer volumen de las memorias del realizador, de 1988. El planteo narrativo de índole claustrofóbica se condice con el aislamiento que caracterizó al enlace. Si bien documentales sobre Bergman hay muchísimos, la mayoría reduce su accionar al esquema del retrato humanizador/ intimista o al “detrás de cámaras”, en consonancia con el material de archivo que se descubrió durante los últimas décadas. El aporte más interesante de Liv & Ingmar radica en la profundización de la dimensión romántica, el doble carácter a nivel amoroso: la aventura extramatrimonial de ambos, esa que se alargó a un lustro y de la que surgió una hija, es vista a través de capítulos que siguen el típico derrotero de casi cualquier relación, con una primera parte idealista (Ingmar era “sabio y estimulante”, a ojos de Liv) y una segunda mitad plagada de conflictos (de golpe muta en “vanidoso y egoísta”). Para fortuna del espectador, Akolkar no se muestra obsecuente con los protagonistas y trae a colación episodios de variada naturaleza, no todos felices. El film establece un constante contrapunto entre la voz y el rostro de Ullmann (la entrevista de turno resulta muy jugosa) y las tomas actuales de la legendaria Isla de Fårö (donde Bergman vivió y rodó muchos de sus clásicos), recortando también escenas específicas de trabajos como Persona (1966), Vergüenza (Skammen, 1968), Gritos y Susurros (Viskningar och Rop, 1972) y Sonata de Otoño (Höstsonaten, 1978). Como cabía esperar, la depresión y las inseguridades en lo que hace a la dignidad maltrecha del amor constituyen el eje de una obra amena e inteligente…
Sobre la amnesia programada. Por supuesto que cada género del entramado audiovisual arrastra un colorido catálogo de obsesiones temáticas, manierismos y fetiches con respecto a determinada arquitectura general de los relatos que despliega; los que paulatinamente construyen una identidad que en momentos históricos progresivos resulta mutable y siempre abierta al cambio, a contraposición de la licuadora reaccionaria del mainstream de nuestros días, que lo único que hace es combinar elementos petrificados sin la más mínima actitud renovadora. El “cortar y pegar” tuvo un dejo de vanguardia durante la década del 90, cuando el campo cultural se volcó a la nostalgia, pero hoy ya no sorprende a nadie y definitivamente cansa. Consideremos por un instante las historias de espionaje y la vieja premisa de la amnesia programada del agente de turno, sin duda uno de los ardides más recurrentes -y también de los más cercanos a la ciencia ficción- de aquellos thrillers que nacieron con la Guerra Fría: mientras que la televisión a lo largo de los años se especializó en la vertiente cómica de dicho planteo narrativo, al cine le tocó la orilla más severa y las consecuencias menos felices del saberse ajeno a la propia vida. Así las cosas, la doble identidad suele poner en cuestión la seguridad de un devenir apacible que de a poco se viene abajo a medida que el “héroe” descubre que es una máquina de matar latente, siempre a la espera de ser activada. Respetando a rajatabla el canon de una infinidad de propuestas similares, Operación Ultra (American Ultra, 2015) es un ejemplo maltrecho de la tendencia porque si bien a nivel formal se nos presenta como una suerte de comedia de acción con detalles extraídos tanto de la pantalla chica como del séptimo arte, la verdad es que como comedia claramente no funciona ya que el acento dramático tapa los pocos chistes existentes, los cuales por cierto son muy derivativos. Aquí el agente encubierto de la CIA -que desconoce su naturaleza- es Mike Howell (Jesse Eisenberg), un pueblerino lelo y fumón en pareja con Phoebe Larson (Kristen Stewart), quien en términos prácticos hace también de la “madre” del susodicho. El dúo protagónico en ocasiones parece igual de perdido que el propio film, tratando de amoldarse a un guión que no sabe hacia dónde está apuntado y que nos remite a esos pastiches posmodernos sin personalidad a los que nos referíamos anteriormente. Desde ya que no se podía esperar casi nada del realizador Nima Nourizadeh, cuyo único antecedente era la lamentable Proyecto X (Project X, 2012), sin embargo uno hubiese apostado que el sentido común iba a prevalecer, dotando a la obra de intrepidez o un núcleo cohesionante. Por suerte la película encuentra una especie de redención -aunque sea en parte- en las interesantes secuencias de acción, un placebo para tanto conformismo sin pies ni cabeza…
Remanentes del apocalipsis. Y Europa continúa dando batalla en lo referido al mercado infantil, un sector que suele ser controlado con mano de fierro por un Hollywood industrial cada vez más homogeneizado, el cual en términos prácticos casi no permite desviaciones en relación al patrón estándar (predominio absoluto de las secuencias de acción o las cancioncitas huecas, lo que esté de moda en el momento, más un armazón de “reunificación familiar” y algún que otro detalle vinculado a un feminismo de cartón pintado). Las distintas cinematografías nacionales de la región, en lo que definitivamente funciona como una jugada desesperada, adoptan al pie de la letra las concepciones formales y la ideología de los gigantes norteamericanos del rubro. La verdadera tragedia pasa por el hecho de que las productoras del viejo continente, en lo que respecta al campo de la animación, han renunciado casi por completo a la que fuera una de sus marcas registradas de antaño, léase la introducción de rasgos culturales autóctonos que enriquecían a las películas al poner en primer plano un proceso de hibridación. La metrópoli también padece esta lógica empobrecedora ya que hasta la Disney se mueve como el peronismo, generando su oposición/ espejo a nivel interno: entre el tradicionalismo aggiornado de los productos mainstream y el sometimiento de Pixar al esquema de las secuelas, por suerte este año “se les escapó” la gloriosa Intensamente (Inside Out, 2015). A decir verdad ¡Uyyy! ¿Dónde Está el Arca? (Ooops! Noah is Gone…, 2015) supera en parte a El Séptimo Enanito (Der 7bte Zwerg, 2014), otra propuesta germana reciente que francamente daba vergüenza ajena a fuerza de tratar de duplicar -sin éxito- la estructura y referencias de la saga comenzada con Shrek (2001). Aquí el título explicita que la historia se sitúa en las postrimerías del apocalipsis, sólo falta aclarar que los animales antropomorfizados que no pueden ingresar al Arca de Noé son los “nestrians”, unos pequeños seres con detalles de elefante y conejo. Como los rebotan en la entrada porque no aparecen en una lista símil local nocturno, se hacen pasar por otros viajantes y así una cría queda afuera por accidente durante el diluvio. Los realizadores Toby Genkel y Sean McCormack administran con una eficacia un tanto mezquina las dos bifurcaciones del relato: el periplo del rescate por un lado (dentro del Arca) y la necesidad de sobrevivir por el otro (gracias a una naturaleza en pleno colapso). Más allá de la prolijidad de los CGI y un desarrollo lleno de clichés en torno a las aventuras en pos del reencuentro, la redención y/ o el autodescubrimiento, el ritmo narrativo nuevamente se asemeja al de los opus de DreamWorks, en donde el recato en el apartado del contenido suele ir de la mano con la efervescencia de las escenas de acción. Hoy los nestrians funcionan como un remanente moral en medio del egocentrismo generalizado…