Luego de iniciar una carrera como guionista para realizadores de la talla de Stephen Frears y David Cronenberg, Steven Knight pudo darse el lujo de adaptar sus propios guiones ubicándose detrás de las cámaras. Obsesión (Serenity, 2019) es el tercer opus de Knight como director y el resultado es sumamente desconcertante. Hablamos de una película que desde el vamos se vende de manera engañosa, tejiendo un aura de misterio que a fin de cuentas es una gran trampa. Matthew McConaughey es el dueño de un barco pesquero, ubicado en una isla remota, que dedica sus días a pasear turistas y vender atún para saldar sus deudas, hasta que recibe la repentina visita de su ex esposa (Anne Hathaway), quien le ofrece la oportunidad de ganarse 10 millones de dólares si a cambio asesina a su abusivo actual marido (Jason Clarke). A partir de esta premisa (de la cual no conviene revelar más detalles), Obsesión comienza a desarrollar un thriller de aires noventeros (mezcla de suspenso y algo de erotismo), pasando del relato noir al melodrama experimental, hasta que su estructura finalmente se desmorona a causa de un desenlace tan inesperado como delirante. Además de diálogos vacíos y escenas sobreactuadas, también debemos soportar a un McConaughey que constantemente se pasea desnudo frente a la pantalla; acompañado por una Hathaway en pose de femme fatale que no termina de convencer. Obsesión se consagra como el mayor fracaso en el repertorio de Knight, incluyendo uno de los finales más difíciles de digerir para el espectador promedio.
En 2014 el realizador noruego Hans Petter Moland estrenaba Por Orden de Desaparición (Kraftidioten), un thriller violento cargado con buenas dosis de humor negro que posicionó la reputación de Moland luego de su paso por el Festival Internacional de Cine de Berlín. La película tenía como protagonista a Stellan Skarsgård, interpretando a un ciudadano modelo de un pueblo invernal que decide vengar la muerte de su hijo por parte de una banda de narcotraficantes. La consecuente buena recepción por parte de la prensa especializada despertó el interés de algunos productores, quienes le pidieron a Moland adaptarla al circuito americano. Y así llegamos a Venganza (Cold Pursuit), la remake que tiene a Liam Nesson en la piel de este barrendero haciendo justicia por mano propia, y que a partir de sus crímenes renueva la rivalidad entre los dos bandos de mafiosos que operan en este pequeño pueblo repleto de nieve y cadáveres. El mismo Moland se encarga de su propia adaptación, respetando la historia original al pie de la letra (apenas se modifican cuestiones geográficas y culturales), e incluso copiando la mayor parte de sus planos. Aunque Venganza no introduce cambios significativos, el relato nunca descuida a los personajes y su cuota de sarcasmo, ajustando su desarrollo al mercado comercial. También cabe resaltar la efectividad de Nesson y el soporte como secundarios de Laura Dern y William Forsythe. Con Venganza, Moland sale airoso del encargo para ingresar a la meca de Hollywood, y Nesson le aporta un recambio a su tan desgastado repertorio como héroe de acción.
Unidos y dominados Para cuando se estrenaba la primera entrega de Iron Man (2008), el ámbito popular se rendía ante un Robert Downey Jr. (desde ese momento, y para siempre, inmerso en la piel de Tony Stark) que se apropiaba del personaje principal (un magnate devenido en idealista y pacificador) y de la rentabilidad impregnada en su armadura. Aquella imagen le revelaba al consumidor comiquero las intenciones de la industria de Marvel por instaurar a largo plazo una franquicia dominante en el mercado de los blockbusters. Una década después, con la llegada de Los Vengadores: Infinity War (Avengers: Infinity War, 2018), el productor Kevin Feige finalmente consolida aquel ambicioso proyecto (una maniobra respaldada con personajes inventados durante los preludios de la historieta) y que desde los estudios Disney estuvieron planificando para adueñarse del calendario mainstream. En todos estos años casi una veintena de capítulos desfilaron para convertir a la saga del Universo Cinematográfico Marvel (UCM) en una maquina lucrativa a la altura del fenómeno Star Wars. Claro que durante el proceso surgieron altibajos en secuelas que estaban forzadas a sustentar la identidad del producto, aunque en ocasiones también aparecieron compuestos bastante acertados, como la aventura moderada de Los Vengadores (The Avengers, 2012), la sátira introspectiva de Iron Man 3 (2013), el thriller de espionaje en Capitán América y el Soldado del Invierno (Captain America: The Winter Soldier, 2014), y la caricatura canchera de Guardianes de la Galaxia (Guardians of the Galaxy, 2014). Digamos que con Los Vengadores: Infinity War, aquellos atributos que enaltecen a la productora finalmente se potencian para transformar a este croosover marveliano (todo el universo masificado) en puro libertinaje comercial. Como en cada oportunidad, no faltarán los diálogos superficiales, los chistes para alivianar el melodrama, las escenas de acción rimbombantes y una calidad envidiable de efectos especiales. Sus directores, los hermanos Anthony y Joe Russo, ya habían testeado semejante estrategia de marketing en Capitán América: Guerra Civil (Captain America: Civil War, 2016), donde la excusa de intercalar a sus caballitos de batalla opacaba las internas de una subtrama ideológica (estos mercenarios superdotados eran obligados a firmar un acuerdo que los obligaba a obedecer las directivas del Gobierno). El conflicto principal de este episodio encuentra a Thanos, el villano que hasta entonces movía los hilos desde los confines del espacio, en la búsqueda de seis gemas poderosas que necesita para completar el Guantelete del Infinito (un arma cósmica que le permite aniquilar a la mitad del universo). Claro que Los Vengadores, en sociedad con los Guardianes de la Galaxia y otros cuantos aliados, deberán limar asperezas y retomar sus servicios en defensa de la humanidad para confrontar a Thanos y su ejército de criaturas invasoras. A diferencia del intelecto operístico comandado por Joss Whedon en las entregas anteriores, los Russo apuntan a una dinámica del desarrollo. Digamos que los directores se terminan adecuando a las demandas del espectador promedio (descartan cualquier tecnicismo elaborado y se conforman con encadenar secuencias ordinarias); y para solventar el objetivo de dimensionar a toda la comunidad de superhéroes, terminan agrupando a estos personajes en instancias fraccionadas. Pero, a diferencia del carisma desgastado que vienen cargando los involucrados, el verdadero atractivo se encuentra en Thanos, un genocida con profundidad emocional que sobresale por encima de todo. Finalmente, al promediar la contienda de Wakanda entre la resistencia terrícola y las criaturas enemigas que representan a Thanos, la franquicia adquiere una tonalidad de epopeya con el agregado de un cliffhanger bastante engañoso (esta fase termina de ratificar el efecto que las series tuvieron en el tipo de demanda que la misma sociedad reclama). Los Vengadores: Infinity War es una sucesión de secuencias adulteradas (un contraste entre pesimismo y comicidad) que persisten mediante la fórmula inoxidable de sus productores. Los fanáticos pueden argumentar que sus directores son arriesgados al momento de tomar decisiones (eliminar personajes, digamos), pero los Russo simplemente se conforman con complacer al fandom cosificado (los términos establecidos son funcionales a sus consumidores). Hablamos de otra conquista millonaria por parte de Feige y esa gran bestia pop que son los estudios Marvel.
Adorable criatura A lo largo de su vasta trayectoria, el mexicano Guillermo Del Toro supo construir un universo cinematográfico influenciado por las películas y la literatura que lo formaron para dedicarse a comprender el subgénero fantástico. Claro que la verdadera cualidad que enaltece sus trabajos se distingue porque Del Toro es un enamorado de sus personajes y antepone el desarrollo de sus identidades. Siguiendo con esta costumbre podemos catalogar a La Forma del Agua (The Shape of Water, 2017) como la más ambiciosa de sus creaciones. Recopilando los modismos comerciales del estilismo americano (por momentos distinguimos relecturas de Spielberg y Burton), encontramos un Del Toro inspirado por los monstruos del periodo clásico para relatarnos una aventura romántica en medio de la paranoia nuclear. Ambientada durante unos años cincuenta caldeados por la Guerra Fría que enfrentaba a los bloques de Rusia y Estados Unidos, la historia acompaña a Elisa Esposito (Sally Hawkins), una empleada de limpieza muda, que se siente desplazada del ámbito cotidiano que debe soportar, mientras trabaja en un laboratorio gubernamental. Su encuentro con una criatura mutante que está siendo investigada por los científicos, y torturada por los militares, será el puntapié para uno de los romances más originales y atractivos que se haya visto en el circuito comercial (es interesante que bajo semejante propuesta se haya convertido en una de las películas más galardonadas durante la temporada de premiaciones). Con La Forma del Agua se cierra una trilogía iniciada con El Espinazo del Diablo (2001) y que continúa con El Laberinto del Fauno (2006), donde el realizador impregna el belicismo para transformar el ambiente histórico (en las primeras dos la Guerra Civil Española y en esta última La Guerra Fría). La subtrama que se presenta como conflicto ideológico respecto a las internas políticas entre los americanos y los soviéticos es el escenario que determina el trasfondo de la narrativa. Sin embargo, es una constante que no interfiere con las relaciones de sus personajes (el entorno de Elisa únicamente se preocupa por cuestiones laborales o familiares, sin involucrarse en las diferencias ideológicas que le preocupan al antagonista de Strickland o el científico ambiguo de Hoffstetler). Nuevamente el intérprete fetiche para darle vida a las encarnaciones de Del Toro es el contorsionista Doug Jones, quien compone una especie marina que comparte las mismas características que Abe Sapien, el investigador anfibio que acompaña a Hellboy. La presencia física de Jones representa otro de los componentes importantes en la filmografía del director, respecto a que sus monstruos sean palpables al momento de interactuar con los humanos (descarta los recursos animados impuestos por el digitalismo y sostiene la costumbre de mostrar a sus criaturas con uniformes analógicos). De esta manera, la relación entre los personajes de Hawkins y Jones se sostiene con mayor solidez durante el relato. Desde el aspecto narrativo Del Toro es un cineasta clasicista que entiende la mecánica del mainstream. Lo demuestra en Titanes del Pacifico (Pacific Rim, 2013), donde el espectador es consciente del ensamblado que los mastodontes despliegan durante las batallas, a diferencia del aparatoso Michael Bay y su frustrante franquicia de Transformers. Pero en La Forma del Agua denotamos que termina acelerando la estructura del desarrollo (la película funciona aunque se termina apurando en cuestiones puntuales) y reformula recursos populares (durante las primeras secuencias se comporta como Jean-Pierre Jeunet y retrocede a los musicales dorados de Hollywood). La Forma del Agua es una película fascinante desde su tecnicismo poético (hasta el condimento sexual se acomoda y no termina siendo forzado), puesta en escena y reparto (lo de Richard Jenkins es sublime como el personaje mejor abordado de toda la película, y tanto Hawkins como Shannon también brindan actuaciones a la altura de su reputación). Cabe destacar que en el relato persiste el compromiso con las funciones del género, las cuales nunca descuidan la perspectiva aventurera y romántica, motivando a que el espectador pueda conectarse con las distintas vertientes de la historia. Aunque podemos remarcarle cuestiones específicas, este es el trabajo más adulto en la carrera de Del Toro (antepone los dilemas personales con total seriedad), y el que mejor resume las influencias que lo convirtieron en un enamorado del séptimo arte.
Sucedió una noche Con su thriller distópico Días Extraños (Strange Days, 1995), la directora Kathryn Bigelow recreaba en clave futurista las contiendas racistas que alumbraron la primera mitad de los años noventa. Los disturbios que acontecieron durante 1992, luego de que en el juicio contra los oficiales de policía que agredieron a Rodney King sean absueltos, marcaban el trasfondo que Bigelow intentaba remarcar para generar conciencia sobre la crisis social que afectaba a toda una nación. En Detroit: Zona de Conflicto (Detroit, 2017) la cineasta galardonada por la Academia regresa sobre estas cuestiones, aunque tomando como suceso principal el asesinato de tres afroamericanos a manos de un grupo de uniformados durante la revuelta popular que se asentó en las calles de Detroit en 1967. Después de su tratado sobre las invasiones norteamericanas en Medio Oriente, de la mano de las magistrales Vivir al Límite (The Hurt Locker, 2008) y La Noche más Oscura (Zero Dark Thirty, 2012), Bigelow se concentra en un relato pesimista a tono con el debate candente que tanto repercute en la industria de Hollywood. En su nueva colaboración junto al guionista Mark Boal, Bigelow pone la lupa sobre aquella noche en que un grupo de policías y gendarmes torturaron a un grupo de civiles que se estaban hospedando en el Hotel Algiers, y a quienes se acusaba de estar encubriendo a un francotirador. El incidente finalizó con la muerte de tres hombres de color a mano de los oficiales. El guion de Boal se basa en el relato de uno de los sobrevivientes, y el posterior juicio contra los policías implicados en el hecho. La directora de Punto Límite (Point Break, 1991) amplifica uno de los debates más candentes de la agenda hollywoodense en sintonía con el estilismo documentalista de Paul Greengrass (ese dinamismo en los despliegues para encadenar secuencias realistas), mientras sacude la cámara en mano por ambientes cerrados, y hace un uso constante del primer plano para retratar la tensión de sus protagonistas. Entre los personajes que remarcan el desarrollo del conflicto sobresalen el policía racista que lidera las torturas (un antagonista despiadado personificado con excelencia por Will Poulter), el vocalista de un grupo en ascenso que es víctima de los oficiales (toda una revelación a manos de Algee Smith), y un guardia de seguridad negro que participa del brutal interrogatorio (el ascendente John Boyega). Detroit: Zona de Conflicto es un manifiesto crudo sobre la brutalidad autoritaria, amparado por los métodos magistrales de su directora, y las brillantes actuaciones de Poulter y Smith. Si bien fue injustamente menospreciada por sus compatriotas durante la temporada de galardones, se asegura como la película más cruda sobre la temática, si tenemos en cuenta la cantidad de títulos que se asomaron en la cartelera acentuando su denuncia contra el racismo. Una vez más, Bigelow construye mediante su pulso cinematográfico una relectura atemporal de los síntomas que todavía continúan afectando a los americanos con total impunidad.
La loca de los carteles En Tres Anuncios por un Crimen (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, 2017), una brillante Frances McDormand interpreta a una mujer que, angustiada por la violación y asesinato de su hija, decide contratar tres carteles publicitarios ubicados al costado de un camino poco transitado, para incluir una serie de frases que dejan en evidencia el abandono del caso por parte de la policía local. Se trata del tercer largo del británico Martin McDonagh después de las interesantes, aunque no del todo logradas, Escondidos en Brujas (In Bruges, 2008) y Siete Psicópatas (Seven Psychopaths, 2012). En esta comedia negra, McDonagh se concentra en una propuesta donde el dramatismo del entramado y el desarrollo de los personajes conforman el atractivo de una producción sumamente arrolladora. Los contenidos que construyen la estructura de Tres Anuncios por un Crimen terminan reflejando distintos malestares de la sociedad, como la impunidad policíaca y la inoperancia de las instituciones. En este sentido, la ignorancia del personaje que interpreta Sam Rockwell (un policía violento e ineficaz) es un ingrediente necesario para alumbrar estas cuestiones, donde se nota bastante la influencia de los hermanos Coen. Aunque McDonagh no se termina de desprender de su estilismo británico, en esta oportunidad prevalece un tratamiento del concepto americano que era impensado en sus trabajos anteriores. Tanto Escondidos en Brujas como Siete Psicópatas estaban anclados en las tonalidades británicas de la comicidad, pero para Tres Anuncios por un Crimen el cineasta se entrega a los baluartes de Hollywood, con personajes que respetan el carácter de los westerns para formular una postura clasicista. McDormand, quien reconoce haberse inspirado en John Wayne, deslumbra desde su perspectiva feminista para enfrentarse a la comunidad, la religión y la autoridad. Finalmente cabe destacar el guion de McDonagh, el cual consigue descomprimir sus denuncias mediante el sarcasmo que predomina en los diálogos. En Tres Anuncios por un Crimen la tragedia y la comicidad son los engranajes de un entramado sostenido por las brillantes actuaciones de McDormand, Rockwell y el siempre eficiente Woody Harrelson. Uno de los mejores momentos que resume bastante el concepto de la película, es el que encuentra a McDormand hablando con sus pantuflas. Es una secuencia algo retorcida, y al mismo tiempo dolorosa, sobre lo que significa sentirse desamparado en un ambiente sumamente machista y conservador.
Hermosos perdedores En reiteradas ocasiones el universo literario de Stephen King supo encontrar un negocio redituable al trasladar sus trabajos a la pantalla grande. Sus novelas se adaptaron en distintas ocasiones, desde producciones millonarias hasta miniseries olvidadas (incluso hubieron directores que intentaron profundizar en su imaginario en diferentes oportunidades como el obsesionado de Frank Darabont). Entre sus creaciones más ambiciosas encontramos a It (1986) como una de las más desafiantes para ser versionada, considerando la complejidad de determinadas instancias y lo intrincado de su narrativa. El telefilm de 1990 se limitaba a adentrarse en los aspectos insidiosos por tratarse de un producto concebido para el consumo televisivo, aunque respetaba la estructura del argumento con referencias detalladas. En It (2017), la segunda adaptación en manos del realizador argentino Andy Muschietti, se modifican conceptos específicos del entramado para desvirtuar el proceso y presentar una versión alternativa. De esta manera el racismo que transitaba por los sucesos históricos es reducido, y la sexualidad que consolidaba a sus personajes al renunciar a la inocencia se transmite con una acentuada liviandad. Otro punto substancial es el recambio generacional que transforma enteramente el escenario (una maniobra para refrescar la historia incluida en los primeros bocetos del cineasta Cary Fukunaga antes de que abandonase el proyecto). Ahora el conflicto de estos perdedores que se enfrentan al macabro payaso Pennywise se desarrolla en los ochenta, y se desprende del mecanismo conservador que alumbraba la iconografía devaluada de los años cincuenta. Muschietti no se condiciona por trasladar detalles a rajatabla, por lo que impone sus intenciones de construir un relato que contraste con la fidelidad considerada por el telefilm homónimo de Tommy Lee Wallace. Una de las decisiones más acertadas del tratamiento de Muschietti se encuentra en la atmosfera del panorama, donde el espectador atraviesa las diferentes sensaciones que dominan el imaginario de estos personajes, y asumiendo la realidad de enfrentar a sus demonios personales (bullying escolar, maltrato familiar, abandono de las autoridades, abuso sexual). Estas instancias no terminan abusando de la referencia a la cultura popular, sino que se alimentan de los condimentos que justifican al subgénero de los coming of age (la aventura, el misterio, la amistad, el romance y las angustias). Durante las primeras secuencias Muschietti se encuentra insertando imágenes pintorescas sin adentrarse en trasfondos narrativos. Estas situaciones nos muestran a los perdedores soportando sus traumas individuales, mientras son acosados por entidades sobrenaturales, aunque tomando distancia de los ciudadanos y sus alrededores. Digamos que la precisión narrativa se fortalece al unificarse las transiciones de los protagonistas, donde consigue momentos acertados en los que prevalece una significativa cantidad de suspenso y dramatismo, sobre todo en los diálogos. Es para resaltar la encarnación de Bill Skarsgard como Pennywise y las actuaciones de quienes conforman al club de los perdedores, en especial las revelaciones de Sophia Lillis y Jack Dylan Grazer. Esta versión de It conserva el espíritu que enaltece a la novela de King, incluso al reformular figuras esenciales. Muschietti termina entregando un producto personal que le permite alejarse del modelo original, a diferencia de otros encargos que todavía no consiguen hacerle justicia a una obra tan inmensa como la del propio King.
Civilización o barbarie Después de la frustrada remake de El Planeta de los Simios (Planet of the Apes, 2001) versionada por Tim Burton, parecía que el clásico de la ciencia ficción de 1968 debía replantearse los modismos para renovarse. La estrategia para recuperar la franquicia se presentaba eliminando determinadas cualidades de las propuestas originales (viajeros espaciales, humanos telépatas, paradojas temporales), produciendo una reapertura con correcciones (la captura de movimiento de Andy Serkis para interpretar al chimpancé Cesar denotaba un progreso innovador) y retomando sus principales condimentos discursivos (belicismo, xenofobia, moralismo). Este formato reboot arrancaba mediante la acertada El Planeta de los Simios: (R)Evolución (Rise of the Planet of the Apes, 2011), con los antropoides invadiendo San Francisco luego de que Cesar se manifestara como un rebelde parlante defendiendo a su especie, y continuaba en El Planeta de los Simios: Confrontación (Dawn of the Planet of the Apes, 2014), superando a su antecesora y trasladando el dramatismo a las rivalidades entre Cesar y Koba, el bonobo convertido en antagonista debido a su resentimiento contra los hombres por haberlo sometido a diferentes tratamientos científicos. Para El Planeta de los Simios: La Guerra (War of the Planet of the Apes, 2017) nuevamente tenemos a Matt Reeves dirigiendo el conflicto entre humanos y primates, luego de que la pandemia propagada por los simios aniquilara a gran parte de la población mundial. En este capítulo, Cesar intentará vengarse de un coronel desaforado, interpretado por Woody Harrelson, quien durante una emboscada consigue asesinar a la esposa y el hijo mayor de Cesar. De esta manera el líder de los simios emprende un periplo hasta la base enemiga para enfrentarse a la resistencia humana. En esta oportunidad Reeves confecciona un desarrollo atravesado por un encadenado de referencias cinéfilas, revisionando el western desolador de El Fugitivo Josey Wales (The Outlaw Josey Wales, 1976), la contienda belicosa de El Puente Sobre el Río Kwai (The Bridge on the River Kwai, 1957) y el despliegue aventurero de El Gran Escape (The Great Escape, 1963). Estos son los principales homenajes que Reeves recapitula para transmitir una perspectiva sumamente introspectiva de sus personajes (remarcado en la enemistad entre Cesar y el villano de Harrelson). A diferencia de las entregas anteriores, en El Planeta de los Simios: La Guerra encontramos una producción sumamente ambiciosa, tanto desde el tecnicismo de Reeves intercalando secuencias visualmente sorprendentes, como en la historia trabajada entre el propio Reeves y Mark Bomback, la inigualable banda sonora de Michael Giacchino y el protagonismo majestuoso de Serkis. Todos complementos que convierten a este aparente desenlace de la trilogía en una verdadera epopeya cinematográfica.
Los super amigos La primera entrega de Guardianes de la Galaxia (Guardians of the Galaxy, 2014) encontraba al denominado Universo Cinematográfico de Marvel como una franquicia establecida, y a sus superhéroes marvelitas como materiales gananciales. El empresario Kevin Feige descifraba con las historietas un procedimiento remunerador (las producciones de Marvel son encadenadas para identificarse como temporadas), mientras James Gunn, responsable de las divertidas Slither (2006) y Super (2010), incorporaba los diferentes consumos del intelecto ochentero (desde películas hasta videojuegos) para representar a un seleccionado de personajes marginados y convertirlos en fenómenos populares. De esta manera, los mercenarios de Gunn se alimentaban de referencias nostálgicas (los recuerdos de la infancia que Chris Pratt le comentaba a los alienígenas) y se trasladaban a una plataforma de imágenes artificiales sobrepasadas de digitalismo. Para Guardianes de la Galaxia Vol. 2 (Guardians of the Galaxy Vol. 2, 2017) el desarrollo se interpreta como una búsqueda introspectiva de sus protagonistas. Entre la sensibilidad y el divertimento comprendido por Gunn se desenvuelve una narrativa determinada por el dinamismo de las interacciones, donde su principal argumento es la motivación de Peter Quill (Pratt) por descubrir sus orígenes, luego de encontrarse con su misterioso padre biológico Ego (Kurt Russell). La película rememora las maratones televisivas de dibujitos animados, elaborando un imaginario consolidado por la comicidad de sus personajes y la inocencia que desarrollan como camaradas (sobresalen las secuencias entre Rocket y Yondu). La estructura tradicional de Gunn comprende el pasatiempo sentimental de Hanna-Barbera (un universo consciente de sus caricaturas) y el clasicismo mainstream de George Lucas (las similitudes entre Peter Quill y Han Solo reformulan los conceptos tradicionales), definiendo un escenario de aventureros conviviendo con sus diferencias y escapando de los conflictos compartidos (el entramado de la historia se compone de tragedias familiares y discusiones entre enemistades). Esta secuela incrementa los ingredientes que enaltecían a su antecesora, saturando al espectador de secuencias comandadas por un soundtrack en particular (el cancionero en esta oportunidad incluye desde Electric Light Orchestra hasta George Harrison, pasando por Fleetwood Mac y Cat Stevens). Podemos asegurar que en Guardianes de la Galaxia Vol. 2 Gunn prefiere mantenerse reiterativo con su estrategia para entretener con animaciones que entendieron la intelectualidad del infantilismo, sabiendo que como desenlace no hay nada mejor que contemplar como Star-Lord, Gamora, Drax, Rocket y Baby Groot terminan venciendo al villano, salvando al universo y festejando entre amigos.
Malparida El alejamiento del mainstream hollywoodense del controversial Paul Verhoeven, a consecuencia de la desmotivada El Hombre sin Sombra (Hollow Man, 2000), nos remarcaba su ideologismo a contramano de las convenciones comerciales. Finalmente regresaría al mercado holandés con Black Book (2006), un homenaje al espionaje clasicista que combinaba los tecnicismos de Hitchcock y Fassbinder. Una década después, Verhoeven compensa su ausentismo con Elle: Abuso y Seducción (Elle, 2016), interpretada por una arrolladora Isabelle Huppert. La película, basada en una novela de Philippe Djian, comienza con una secuencia en la que Michèle Leblanc (Huppert), una acaudalada empresaria encargada de desarrollar videojuegos violentos, es brutalmente agredida sexualmente en su departamento por un hombre enmascarado. Buscando descubrir al responsable, Michèle enfrenta una serie de amenazas, mientras conocemos a los integrantes de su entorno, sus conflictos personales y laborales, y se nos van develando sus inseguridades, relacionadas con una tragedia de la infancia que la atormenta. En su primera producción francesa, el director de Delicias Turcas (Turkish Delight, 1973) reincorpora sus obsesiones (sexualidad, violencia, cristianismo), manteniendo la costumbre de distorsionar la moralidad de sus personajes (las conductas incorrectas de Michèle, tanto en las situaciones cotidianas como en su intimidad). Huppert interpreta con frivolidad instancias tan atractivas como retorcidas que por momentos terminan resultando absurdas, orquestadas por un Verhoeven que rememora con inteligencia las influencias de Hitchcock, Buñuel, De Palma y Chabrol. Desde las diferencias con sus familiares y amistades, hasta los encuentros que mantiene con su acosador y que aumentan su perversidad, el magnetismo manipulador desplegado por Michèle mediante la sensualidad y el hermetismo de sus convicciones la convierten en un personaje conectado con otras referentes en la carrera del realizador, como la insidiosa Christine Halslag de El Cuarto Hombre (The Fourth Man, 1983) o la superficial Catherine Tramell de Bajos Instintos (Basic Instinct, 1992). Elle: Abuso y Seducción nos reencuentra con un Verhoeven que desarrolla su tecnicatura con rigurosidad para concentrar el argumento entre un thriller psicológico (el suspenso que desenvuelve Michèle intentando descubrir la identidad del acechador) y una comedia negra (las situaciones que involucran a diferentes personajes con resultados hilarantes). Con Elle: Abuso y Seducción, Verhoeven y Huppert compenetran al espectador desde un discurso reaccionario y apasionado, para develarnos a los monstruos puritanos que conforman a la burguesía cristiana.