Su nombre es peligro Cuando conocimos la primera entrega de John Wick, estrenada en nuestra cartelera como Sin Control (John Wick, 2014), los amantes del cine de acción festejaban la llegada de un blockbuster que se destacaba por su ingeniosa capacidad para insertarnos en un submundo de asesinos profesionales con un atractivo inverosímil. Tanto la estructura narrativa que planteaba su guionista Derek Kolstad, como el movimiento acelerado que imponían sus directores Chad Stahelski y David Leitch, refrescaban el vaciamiento de la violencia como espectáculo en la actualidad. La propuesta nos presentaba al legendario John Wick (un Keanu Reeves que retomaba los componentes del one man army), un asesino a sueldo retirado que acababa de enviudar y que se enfrentaba con los mafiosos que robaban su preciado Mustang Boss 429 y asesinaban al cachorro que había recibido como legado de su difunta esposa. En John Wick 2: Un Nuevo Día para Matar (John Wick: Chapter 2, 2017) nuestro temerario ejecutor deberá saldar su deuda con un antiguo empleador que le ordena liquidar a una importante mafiosa en Roma, afrontando sus consecuencias. Para Sin Control la dupla de Stahelski y Leitch (dos reconocidos dobles de riesgo y directores de segunda unidad) revisitaba las arquitecturas de John Woo y Park Chan-wook, además de inspirarse en los westerns de Sergio Leone y Sam Peckinpah, para referenciar sus tecnicismos. En esta segunda oportunidad Stahelski es el encargado de reincorporar ese tratamiento, aunque descartando su dramatismo para enaltecerlo como caricatura, incluyendo instancias irrelevantes como la secuencia con Laurence Fishburne como personaje secundario invitado. John Wick 2 conserva el estilismo de su antecesora (la fotografía en locaciones atractivas), ampliando el universo de su argumento (el desarrollo del entramado clandestino) y potenciando la intensidad de su imaginario (el digitalismo de las ejecuciones). Stahelski perfecciona las acrobacias y las balaceras como simulando programar un videojuego ligeramente coordinado que sobresale en pantalla. John Wick 2 se comporta como una secuela gratificante, con conocimiento de sus capacidades y satisfaciendo las demandas del espectador hambriento de adrenalina.
Esplendor americano Las ambiciones impregnadas en la grandilocuente La La Land (2016) definitivamente corroboraron la potencialidad de Damien Chazelle para reinventarse con una propuesta provocadora para el conformismo que padecemos en el entretenimiento contemporáneo. En esta oportunidad, la creatividad de Chazelle demuestra un dinamismo sentimental, a diferencia de la apasionante Whiplash: Música y Obsesión (Whiplash, 2014), y se perfecciona recuperando tecnicismos de musicales memorables para acercarlos a la modernidad, en concordancia con la parafernalia de Baz Luhrmann y determinados condimentos clasicistas, como reivindicar el cinemascope. El argumento de La La Land describe los encuentros entre Mia (Emma Stone), una empleada que se presenta en constantes audiciones para convertirse en actriz, y Sebastian (Ryan Gosling), un pianista desempleado que defiende los principios del jazz y fantasea con administrar su propio club para melómanos. Los pormenores que sobresalen en el entramado de estos personajes, como las dificultades de Mia para transformarse en una dramaturga, o la indiferencia del mainstream por los compositores tradicionales que desconforman a Sebastian, son construidos mediante la abundancia de estereotipos que simplifican el desarrollo para preponderar su espectáculo. Después de una apertura en una autopista con alusiones a Las Señoritas de Rochefort (The Young Girls of Rochefort, 1967), nos sumergimos en dimensiones con tonalidades desvirtuadas (como la secuencia de los enamorados bailando en el observatorio, encadenado con un digitalismo interactivo) y un melodrama coreografiado (las instancias con Gosling y Stone cantando en solitario). El tratamiento de las locaciones es técnicamente sobresaliente, resaltando la importancia de la ciudad de Los Ángeles como la verdadera protagonista. Otro de sus principales atractivos son los segmentos musicales evocando a referentes inolvidables como Cantando Bajo la Lluvia (Singin’ in the Rain, 1952) y Brindis al Amor (The Band Wagon, 1953), homenajeados en diferentes circunstancias durante las actuaciones, además de inspirarse en conceptos como los mecanismos del estrellato en Nace una Estrella (A Star Is Born, 1954) y los conflictos del romance de Un Americano en París (An American in Paris, 1951). Estas pretensiones transforman a La La Land en una propuesta visualmente majestuosa, aunque su verdadero encantamiento es representado por la desenvoltura de sus protagonistas (los modismos de Stone y la humorada de Gosling), las composiciones de Justin Hurwitz, y el despliegue cinematográfico de Chazelle. Cuestiones como el esteticismo conservador y las reminiscencias norteamericanas manifiestan el compromiso de Chazelle por concentrarse en el tradicionalismo del establishment hollywoodense. Este puritanismo es una propaganda que no desequilibra lo gratificante de su emocionalidad.
Buscando un símbolo de paz Desde su permanencia en el mainstream norteamericano, Denis Villeneuve se encuentra elaborando producciones de manera constante, denotando una preferencia por los argumentos con incorrecciones ideológicas, aunque manteniendo el entretenimiento como necesidad. Con La Llegada (Arrival, 2016) descubrimos a un Villeneuve plenamente ambicioso, supervisando una propuesta arriesgada sobre invasiones alienígenas, militares paranoicos y discusiones existenciales. La historia comienza con la inesperada aparición de doce naves extraterrestres que se posicionan flotando en ubicaciones geográficas específicas de nuestro planeta. Ante la imposibilidad de comunicarnos con estos visitantes, el coronel Weber (Forest Whitaker) recluta a la traductora Louise Banks (Amy Adams) y al astrofísico Ian Donnelly (Jeremy Renner) para que trabajen en alguna estrategia que consiga decodificar el lenguaje extraterrestre y de esta manera conocer los verdaderos propósitos de su llegada. Tomando distancia de los policiales moralistas construidos mediante la intensidad de sus personajes, en esta oportunidad el canadiense se introduce a la ciencia ficción de contenido intelectual, contemplando la importancia de las comunicaciones como herramientas primordiales para la supervivencia de la humanidad. Desde las burocracias gubernativas, hasta los conflictos culturales, las implicancias responden a los intereses que Villeneuve viene planteando desde Incendies (2010) en adelante. Con La Llegada también retomamos diferentes suposiciones discursivas que mantienen similitudes con otras películas respecto a la posibilidad de contactarnos con alienígenas, además de las afirmaciones científicas que intervienen frente a las cuestiones religiosas. Desde los planteamientos introspectivos demostrados en Encuentros Cercanos del Tercer Tipo (Close Encounters of the Third Kind, 1977) y Señales (Signs, 2002), hasta la intelectualidad de Contacto (Contact, 1997) e Interestelar (Interstellar, 2014). El desarrollo del guionista Eric Heisserer consigue estructurar una narrativa de recursos inteligentes, mientras que el tratamiento contemplado por Villeneuve establece los parámetros necesarios para consolidar una atmosfera cautivante, sin necesidades de comportarse como un blockbuster cualquiera. La Llegada transporta al espectador hasta sumergirlo en un desenlace sumamente emocional, impregnando un dramatismo deslumbrante por parte de Adams, y corroborando la grandiosidad de Villeneuve dentro del panorama comercial.
Desarma y sangra En Animales Nocturnos (Nocturnal Animales, 2016), las ambiciones esteticistas de Tom Ford (un reconocido vestuarista devenido en cineasta) se fortalecen mediante un melodrama apasionado sobre el vaciamiento de las relaciones, y la metamorfosis individualista del ciudadano condicionado por el alineamiento. Combinando tecnicismos pintorescos, y registrando una majestuosa personificación de sus intérpretes, Ford demostraba con Solo un Hombre (A Single Man, 2009), su primera producción mainstream, sus inquietudes ideológicas (aunque la película se situaba durante los sesenta, intentaba reflejarnos la insatisfacción de los individuos en la actualidad). La historia de Animales Nocturnos está basada en la novela Tres Noches, del fallecido escritor Austin Wright, y la misma desenvuelve dos situaciones en paralelo. La primera encuentra a Susan Morrow (Amy Adams), una galerista depresiva y con un matrimonio descontento, quien recibe una novela dedicada a ella y firmada por su ex esposo Edward Sheffield (Jake Gyllenhaal). La segunda desarrolla el relato de la ficción en cuestión, donde Tony Hastings, un padre de familia también interpretado por Gyllenhaal, es interceptado en medio de una ruta al sur de Texas por tres hombres que violan y asesinan a su esposa e hija. Ford nuevamente considera la ciudad de Los Ángeles como el epicentro para resplandecer su arquitectura de fotogramas sofisticados, donde el personaje de Adams se encuentra atravesando flashbacks para descomprimir las frivolidades que la convirtieron en una empresaria conservadora; mientras que Texas es el escenario donde intervienen las instancias cargadas de violencia, funcionando como metáforas del Gyllenhaal que en la realidad transforma sus frustraciones profesionales en malestares que prevalecen para perpetuarlo emocionalmente. Las decisiones narrativas del realizador incorporan referencias que transmiten el neo-noir moldeado por David Lynch, las tonalidades queer del Todd Haynes que intentan emular a Douglas Sirk, e incluso las secuencias agridulces de los hermanos Coen. Estas relecturas propuestas durante el desarrollo concentran distintas impresiones para transitarnos por la estructura narrativa dominante, representada por las actuaciones impactantes de Adams y Gyllenhaal, además de los secundarios Michael Shannon y Aaron Taylor-Johnson. En Animales Nocturnos descubrimos a un Ford que consigue evolucionar en diferentes aspectos como director, desde la prolijidad argumentativa para comunicarnos los entramados compuestos por Wright (los pasajes no confunden al espectador y lo conducen intrigado a cada momento), pasando por las modalidades intercaladas (un drama que manifiesta discursos y un thriller que vislumbra sensaciones), hasta la manera en que acompaña a sus personajes durante toda la película. Desde la secuencia de apertura hasta su desenlace, Animales Nocturnos se comporta como un testimonio salvaje sobre el machismo y la impotencia.
La bella y la bestia. A diferencia de aquellos cineastas que promulgan el sometimiento a los productores encargados de supervisar el rendimiento comercial del mainstream, el emprendedor Jaume Collet-Serra construyó un conjunto de películas que defienden la reputación del género y lo consolidan como uno de los directores más notorios del presente. Descartando la solicitada Gol 2: Viviendo el Sueño, cada procedimiento de Collet-Serra comprende el reglamento conveniente para solventar el entramado narrativo, además de difundir los elementos que respetan el esteticismo americano (tomemos como ejemplo las relecturas del misterio en Desconocido o Non-Stop: Sin Escalas, conectando con trabajos desde Hitchcock hasta De Palma, e incluso el Polanski de Búsqueda Frenética). Después de cargarse las interesantes La Casa de Cera, La Huérfana, y una excelente trilogía de thrillers junto a Liam Neeson, el catalán nos presenta Miedo Profundo, un regreso a las cintas clase B de antaño. La historia acompaña a Nancy Adams (Blake Lively), una estudiante de medicina texana que, durante unas vacaciones, decide practicar surfing en una playa mexicana que se encuentra apartada. El inminente encuentro con un tiburón blanco que la ataca, dejará al personaje de Lively incapacitada para regresar a la orilla, manteniendo un enfrentamiento entre ambos en la superficie de un arrecife. Los mecanismos narrativos de la película recurren a lo aventurero de sobrevivir en solitario para concentrar el suspenso y convencer a la audiencia, agregando distintos recursos visuales para decorar la atmósfera del proceso, detalles precisos para informar al espectador y un balance entre humor y realismo. En Miedo Profundo Collet-Serra rememora el espíritu de los blockbusters que perseguían el sentimiento pochoclero (en esta oportunidad nos deleitamos con el sometimiento de una estadounidense con conocimientos de medicina, enfrentando la voracidad y la inteligencia de ese depredador tan bastardeado por las producciones de bajo presupuesto). Justamente las propuestas de Collet-Serra son pasatiempos elaborados que compensan la ausencia de experiencias gratificantes en la pantalla grande, y con Miedo Profundo simplemente retoma el subgénero de la supervivencia para relatarnos una historia sin demasiadas ambiciones. Tanto las instancias recreadas por el guionista Anthony Jaswinski para mantenernos intrigados, como el dinamismo que alimenta la cámara del director durante su casi hora y media de duración, convierten a la película en un salvavidas del género. La estrategia del concepto funciona en su totalidad, comenzando como una secuencia publicitaria para transformar el escenario en un ambiente atractivo, pasando por el desarrollo de las diferentes cualidades del personaje principal (una tragedia como trasfondo para aportar el dramatismo necesario), y la consecuente distribución de adrenalina que se conserva hasta el desenlace. La conducta de Lively también es responsable de conseguir los resultados acertados, ya que su interpretación se condice con el carisma del personaje y mantiene un protagonismo desprovisto de banalidades que abochornen al público femenino. Podríamos considerar a Miedo Profundo como una de las favoritas hasta el momento de Collet-Serra, quien viene mejorando de producción en producción y sigue construyendo una filmografía sin interferencias.
Solo contra todos. Como espectadores entrenados que inevitablemente asociamos las propagandas primermundistas con las manifestaciones del entretenimiento correspondiente, conocemos las intervenciones del mainstream para adulterarnos los simbolismos estadounidenses mediante personajes populares. En los ochenta y los noventa, los republicanos dedicados a combatir el terrorismo internacional se encontraban atravesando instancias meramente pasatistas (las estrategias reaccionarias de Jack Ryan simplemente respetaban las condiciones comerciales, aunque descuidaban las cuestiones intelectuales). Durante el siguiente recambio generacional, las películas sobre conspiraciones encontraron en el universo literario de Robert Ludlum a Jason Bourne, una alternativa que intensificaba semejantes propuestas y acumulaba los estereotipos necesarios para construir una franquicia que responda a las demandas del mercado. El dramatismo del protagonista interpretado por Matt Damon condicionaba las intenciones de la historia (un asesino amnésico de la CIA que buscaba descubrir su verdadera identidad), aunque el tratamiento de Paul Greengrass para La Supremacía de Bourne, segunda entrega de la saga, implementaba tecnicismos que reinventaron el procedimiento del transcurrir argumental (un montaje que recortaba las secuencias para insertarle dinamismo al desarrollo). En Jason Bourne presenciamos el reencuentro entre Damon y Greengrass como productores principales, mientras que la partida del guionista Tony Gilroy permite una intervención de Greengrass para denunciar sus preocupaciones, emparentadas con el conflicto de Snowden, las operaciones encubiertas de la CIA y los sistemas de inteligencia que persiguen a las células terroristas (cuestiones también presentes en la injustamente menospreciada La Ciudad de las Tormentas). Este episodio encuentra a Bourne transformado en un peleador clandestino que retoma sus investigaciones, luego de ser contactado por la desertora Nicky Parsons (Julia Stiles) para informarle que, mientras intentaba desmantelar diferentes operaciones encubiertas de la CIA, descubrió documentos encriptados con información relacionada a los programas Treadstone y Blackbriar, los cuales involucran al padre de Bourne. Paralelamente conocemos a Aaron Kalloor (Riz Ahmed), un empresario de las herramientas tecnológicas asociado a Robert Dewey (Tommy Lee Jones), el director de la CIA, quien pretende instaurar un mecanismo de vigilancia ejecutado por el gobierno mediante las redes sociales. Entretanto, los encargados de capturar a Bourne son la jefa de la división cibernética que interpreta Alicia Vikander y el sicario principal personificado por Vincent Cassel. Jason Bourne se emparenta con las costumbres ideológicas del cineasta, conserva la eficacia del producto mediante los modismos de Damon y resalta los componentes que consagraron a la fórmula (la vigilancia controlada mediante monitoreos, el dinamismo de los enfrentamientos, los asesinos profesionales como antagonistas y las diferentes locaciones que constantemente modifican el escenario). Aunque no consigue posicionarse en la franquicia como la excelente Bourne: El Ultimátum, incluye secuencias espectaculares como la apertura durante una manifestación en Atenas y la persecución del desenlace en Las Vegas. Nuevamente la presencia de un Damon demoledor en pantalla, y los movimientos orquestados por Greengrass, consiguen diferenciar a Bourne como un producto sofisticado y sobresaliente entre tantos referentes hollywoodenses que defenestran al subgénero del espionaje.
Tiempo de valientes. Al rememorar los policiales que conquistaron a la industria hollywoodense contemporánea, resulta inevitable señalar como principal responsable a Shane Black, la mente maestra detrás de un seleccionado de blockbusters que recurrieron al formato de las buddy movies (parejas con personalidades contrastantes que desarrollan sus diferencias hasta complementarse) para redefinir el comportamiento de estas producciones (Arma Mortal y El Último Boy Scout son las destacadas de su imaginario). Después de una ausencia prolongada durante la década pasada, y de cargarse la propuesta millonaria de Iron Man 3, el guionista devenido en cineasta regresa con Dos Tipos Peligrosos, retomando los procedimientos que lo consagraron en el mercado. El argumento, ambientado en 1977, presenta a Jackson Healy (Russell Crowe), un golpeador profesional contratado por Amelia (Margaret Qualley), una adolescente sospechosa, para intimidar a Holland March (Ryan Gosling), un detective privado que investiga el paradero de Misty Mountains, una actriz porno aparentemente asesinada. El consecuente encuentro entre ambos personajes determinará la apertura de un entramado conspirativo que involucra matones, persecuciones y asesinatos. Convertidos en asociados debido a las circunstancias de la investigación, se sumará a la pareja de detectives la pequeña Holly March, la hija de Holland interpretada por Angourie Rice, toda una revelación. En Dos Tipos Peligrosos encontramos distintos mecanismos del autor que son determinantes para que sus historias funcionen, partiendo del trasfondo californiano rodeado de celebridades (escenario también retratado en la grandiosa Entre Besos y Tiros, aunque en esta oportunidad acontece durante los setentas), incorporando estrellas del ambiente pornográfico, ambientalistas y mafiosos de la industria automovilística. Otra herramienta característica son los comentarios machistas que enarbolan sus protagonistas (demostrado por las constantes indirectas de Gosling), y que posiciona al personaje de Rice como un componente necesario para desarticular semejante testosterona. La secuencia de apertura demuestra la comicidad creativa que todavía conservan las maniobras de Black para que la humorada no desentone como un simple slapstick. Hablamos de esa relectura caricaturesca que viene implementando desde la ambiciosa Iron Man 3, donde justamente adulteraba las referencias de un producto comercial para decodificar su entretenimiento y volverse inteligente. Dos Tipos Peligrosos desenvuelve ese sarcasmo desde un aspecto reservado (aunque también tenemos menores dialogando sobre placeres anales), masticando el relato con remates ingeniosos y depositando su efectividad en la química que Crowe y Gosling consiguen transmitir en la pantalla. Otro peliculón de Black a la altura de su reputación.
Ya no sos igual. Sabemos que la sensación de incomodidad producida por determinadas películas suele estar condicionada por el sensacionalismo que persiguen sus realizadores. Cuando esta decisión no resulta impuesta según las estrategias del mercado, solo podemos considerar la voluntad de representar un contenido conceptual. El entramado de violencia que demuestra la austríaca Goodnight Mommy permite contemplar cuestiones moralistas, reproducidas a través de invariantes psicológicas, para hablarnos de la desatención paternal. Aunque debemos resaltar que este temperamento termina recurriendo a una perversidad que comparte matices directos con el trabajo del compatriota Michael Haneke. La historia comienza con dos hermanos gemelos jugando en una casa de las afueras, y la respectiva madre de ambos, que regresa al hogar con el rostro totalmente vendado después de realizarse una operación tras un accidente. Desde los primeros instantes, los menores comienzan a notar cambios abruptos en el carácter de su madre, algo que se refleja en maltratos físicos y verbales, sospechando que en realidad podría tratarse de una impostora. La apertura de esta escalofriante producción, escrita y dirigida en sociedad entre Veronika Franz y Severin Fiala, consigue desarrollar determinados atributos materiales. Su arquitectura aburguesada condensa un modelo familiar desprovisto de interacciones externas, haciendo que este aislamiento funcione como recurso para plantearnos un escenario angustiante; mientras la violencia desatada durante la primera instancia de la película se convierte en reflejo del deterioro que padecen los vínculos afectivos. Esta indiferencia entre los protagonistas transmite un dramatismo que sabe acompañar las imágenes pesadillescas que al mismo tiempo se van superponiendo. Lamentablemente las decisiones narrativas consideradas por Franz y Fiala terminan invirtiendo las posiciones que fortificaban la primera mitad del relato, de modo que los motivos del victimario son alternados para transitarnos por secuencias cargadas de una morbosidad sumamente inquietante. Durante estas instancias cercanas al desenlace, es cuando las reminiscencias al trabajo de Haneke se vuelven completamente evidentes (tómese como ejemplos El Video de Benny y Horas de Terror), pero los realizadores implementan una vuelta de tuerca inadecuada como despedida. Sepan que para incrustarse en la memoria del espectador, las películas de Haneke únicamente soportan el realismo como indirecta, evadiendo siempre resoluciones tramposas, una herramienta que a Goodnight Mommy le hubiera funcionado mejor para terminar de destacarse.
De dioses y hombres. La persistencia de los superhéroes como recursos indispensables para proporcionar recaudaciones millonarias se convirtió en un requisito para la supervivencia de la industria norteamericana. Semejante contienda elevaba al universo Marvel Comics como la principal entidad responsable de conseguir intercalar personajes populares en una franquicia constituida por diferentes protagonistas principales. El suceso culminó en la unificación que propuso Los Vengadores, permitiéndole a Joss Whedon un conglomerado de celebridades fantásticas que rompió los parámetros comerciales como fenómenos marketineros. Para contrarrestar a las creaciones fundadas por Stan Lee y Jack Kirby aparece la oportunidad de DC Comics para posicionarse en el mercado, ensamblando un catálogo de justicieros que condimente el calendario de estrenos. La campaña para remodelar a estos vigilantes comenzaba con El Hombre de Acero, una primera entrega del proyecto que formateaba los capítulos previamente estrenados sobre la historia de Superman. La fórmula se aseguraba a Christopher Nolan y David S. Goyer, sumando a Zack Snyder y su tratamiento respecto a las historietas, habiendo previamente trabajado en las adaptaciones de Alan Moore y Frank Miller. Aquella película estaba dominada por la superficialidad filosófica de este tipo de aventuras, aunque la inminente presentación de Batman vs. Superman: El Origen de la Justicia presuponía un despliegue acorde al esteticismo de Snyder y una redefinición de los conceptos. Así tenemos a Henry Cavill interpretando nuevamente a Superman, y las incorporaciones de Ben Affleck como Batman, Gal Gadot como La Mujer Maravilla y Jesse Eisenberg como Lex Luthor. La historia transcurre luego del enfrentamiento entre Superman y el General Zod en Metrópolis. Como consecuencia de las víctimas que murieron en la batalla del desenlace, descubrimos que Bruce Wayne intenta confrontar al hijo de Kriptón, retomando sus actividades justicieras como Batman e investigando las intenciones de Lex Luthor para desarrollar un plan siniestro. El entretenimiento funciona con retrospectivas de los personajes (nuevamente se reconstruyen los sucesos que llevaron a Bruce Wayne a convertirse en Batman), referencias al realismo norteamericano (la sensibilidad de estos ciudadanos es afectada por situaciones en sintonía con los atentados terroristas) y símbolos religiosos (el catolicismo reflejado en diferentes oportunidades mediante las decisiones de Superman). Estas relecturas se distancian del justiciero fracturado que retrataba Nolan para acercarnos al carácter aventurero de las historietas. El guión de Chris Terrio y David S. Goyer recurre a mecanismos de publicaciones específicas (principalmente El Regreso del Caballero Oscuro, la historieta definitiva de Frank Miller) y los dilemas introspectivos de estos personajes (la impotencia de un encapotado que contempla al alienígena encargándose de los conflictos naturales, mientras es discriminado por determinados sectores de la sociedad) son desarrollados con una comicidad que consigue asomarse en determinadas oportunidades. El inconveniente aparece al desenvolver las variaciones de la trama, insertando peripecias que son indispensables para las siguientes historias (un recurso que se le encomienda al personaje de Diana Prince), superponiendo demasiados interrogantes que corresponden a la multitud de vigilantes de este universo. La película obtiene resultados moderados, aparentando un comportamiento desacelerado si la comparamos con la metodología de Snyder, aunque el realizador se reserva sus instancias inverosímiles (una magnifica secuencia con el hombre murciélago luchando en un desierto postapocalíptico que rememora a las plataformas de Watchmen y Sucker Punch). Hablamos de un producto diagramado para asegurarse una temporada redituable en recaudaciones con el propósito de establecerse como bisagra de los proyectos venideros, más allá de los interrogantes autoconclusivos. Snyder trabaja mediante un contrato de obligaciones que condicionan sus fundamentos para conectarse al siguiente episodio, regulando un equivalente de entretenimiento y dramatismo, soportados por el digitalismo tecnológico suficiente para montarnos un espectáculo sumamente pochoclero.
Two broke girls. Desde que el cineasta Sean Beaker despegara dentro del circuito independiente a principios de la década pasada, sus proyectos comenzaron a determinar cierta tendencia en los festivales abocados al género indie, resonando en diferentes sectores de la industria e incluso llamando la atención de varios productores. Los últimos en interesarse por trabajar con Baker fueron los sobrevalorados hermanos Duplass, quienes aceptaron financiarle Tangerine (2015), una comedia de diálogos espontáneos que bombardea al espectador con planos y ritmos musicales, mientras dos amigas travestis recorren las desoladas calles de Los Angeles durante la víspera navideña. A diferencia de su carácter melodramático, esta vez Beaker apuesta por una historia que esquiva las convenciones y fortalece al género. Después de la aclamada Starlet (2012), donde espiaba una relación de amistad entre una anciana antipática y una joven actriz porno, Baker se sumerge en una cinta que fusiona humor y dramatismo, desplegados dentro de un ámbito urbano que se alimenta de variantes culturales para finalmente alcanzar un realismo artístico certero. Partiendo de un diálogo entre dos prostitutas transgénero (una de ellas se entera que mientras estuvo presa su pareja le fue infiel con una mujer), Baker abre un abanico de recursos narrativos y técnicos para diseñar un producto atípico en la escena, recreando locaciones verídicas (el ingreso brutal a un prostíbulo clandestino ubicado en los interiores de un hotel es de lo mejor) y respetando una impronta callejera (personajes desamparados de todo espacio y en constante movimiento). Nuestras protagonistas Sin-Dee Rella y Alexandra son interpretadas por Kitana Kiki Rodriguez y Mya Taylor respectivamente, quienes alguna vez fueron verdaderas trabajadoras sexuales, y que en esta oportunidad sorprenden como toda una revelación, tanto desde la comicidad presente en sus diálogos como en la cuota dramática del desenlace. Sin-Dee acaba de salir de la cárcel y descubre que su novio Chester, un proxeneta y narcotraficante, le estuvo siendo infiel con una mujer. Sin-Dee atravesará la ciudad para encontrar a la amante de Chester y desquitarse. Paralelamente, el relato acompaña a Alexandra en su intento por presentarse como cantante en un bar, y a Razmik, un taxista armenio con familia que sale en busca de Sin-Dee durante Nochebuena. La película está totalmente filmada con teléfonos iPhone (aunque en postproducción fue retocada), y durante la primera mitad Baker dispara una música acelerada y potente, a tono con el ritmo salvaje del desarrollo, logrando una tonalidad entretenida para condimentar la estructura. Sin embargo durante la segunda instancia, el director de Starlet apuesta por concentrarse exclusivamente en la introspección de sus personajes (sorprenden las personificaciones de todo el elenco, en su mayoría compuesto por actores no profesionales). De esta manera, Tangerine se presenta como una comedia colorida y al mismo tiempo sincera, respecto a la soledad y las miserias que arrastran los marginados del “american way of life”.