El viejo truco del vengador justiciero En el marco de una Nueva Orleáns derruida y abandonada por el Estado, Nicolas Cage pone rutinariamente el cuerpo para un profesor de literatura metido en una historia de venganzas cruzadas: todo termina perdiéndose en una serie de giros narrativos. Vaya uno a saber en qué momento exacto ese embrión de estrella cinematográfica que era Nicolas Cage a finales de los ’80 devino en el intérprete asalariado de los 2000. El tipo es, a estas alturas, un saltimbanqui. Y a pura honra: pasa de la estilización bélica de Códigos de guerra al melodrama biempensante de Torres Gemelas, y de ahí al exceso festivo en Infierno al volante 3D y a las zonceras fantasiosas ofrecidas por Cacería de brujas y El aprendiz de brujo. Eso sí, a no pedirle que mueva un músculo de su cara: el rostro momificado de tránsito lento no se negocia. A lo sumo puede reducir, ampliar y/o pintar su cabellera. O, como en el caso de Fuera de la ley, remarcar la barbita candado alrededor de su boca. Sabia decisión, sobre todo cuando se busca inspirar un atisbo de temor al séquito de justicieros anónimos deseosos de hacer de su pecho un colador. Cage y su barba le dan carnadura a Will Gerard, un auténtico pan de Dios: obcecado docente de literatura en una escuela de los suburbios de la ruinosa Nueva Orleáns, busca inspirar a sus alumnos leyéndoles a Shakespeare y llevándolos a conciertos de música clásica. Tanto esfuerzo tuvo su recompensa. Según recuerda ante su amigo, colega y compañero de ajedrez Jimmy (Harold Perrineau; Michael en Lost), fue justamente en una de esas salidas educativas donde conoció a la violonchelista que hoy es su esposa, Laura (January Jones, de Mad Men). Pero el idilio, claro está, debe romperse para que haya película, y esto ocurre cuando ella sufre un violento ataque sexual. En plena sala de espera del hospital, Will recibe la oferta justa para ese momento de zozobra. “Somos una organización que lidia con este tipo de gente”, le dice, cual simulador de Szifrón, el enigmático Simon (Guy Pearce). Pero la aceptación del servicio, le aclara, implica una futura contraprestación a favor de la causa. Will vacila y finalmente da el visto bueno. Seis meses más tarde, ya con la mujer recuperada, los vengadores anónimos volverán en busca de aquel favor. Favor que consiste en el asesinato a sangre fría de otro hombre. Lo primero que llama la atención del último opus de Roger Donaldson –otro saltimbanqui: Cocktail, Especies, Trece días, Sueños de gloria, El gran golpe, entre otros– es su bautismo nacional. Como si fuera insuficiente con la falta de literalidad entre Seeking justice y Fuera de la ley, ambas terminologías permiten establecer una relación dialógica entre sus significaciones. Es que en ellas se esclarecen involuntariamente las causas y consecuencias de los procesos instrumentados por el protagonista y sus contrafiguras a lo largo del film: si el “buscando justicia” refiere al qué, a la historia varias veces vista de un hombre común sometido a situaciones extraordinarias, el título local aborda el cómo. Esto es: las motivaciones para buscar esa supervivencia. Motivaciones que viran de eje promediando el metraje, cuando el guión de Robert Tannen deja de lado la búsqueda de venganza para abrazar la historia del fugitivo y sus falsas acusaciones, temática ya abordada por el realizador australiano en Sin salida. El cambio narrativo se traduce en otro geográfico, cuya principal consecuencia es la ventilación de una historia hasta entonces socavada por su óxido. La salida de la acción a las calles muestra un Estado casi ausente, condición perfecta para el reinado de los justicieros y su penetración en los puntos más altos de los organismos gubernamentales. Eso le insufla al film un brío eminentemente político que rememora al desquicio alucinógeno de Herzog en Un maldito policía en Nueva Orleáns. Es que en ambas el centro no es la resolución del conflicto delictivo en particular, como sí ocurre en Identidad desconocida, en la que huida era pura pirotecnia, sino en la caída de la instituciones y de su representatividad en una sociedad profundamente de-sencantada. Eso y, claro, las barbas de Nicolas Cage.
¡Le llenaron la cocina de humo! Primera parte del último capítulo de la saga Crepúsculo, Amanecer (Parte 1) (Breaking Dawn - Part 1, 2011) sigue el derrotero de Bella (Kristen Stewart) y el vampirito Edward (Robert Pattinson) y, por fin, les permite mostrar un atisbo de carnadura humana y mínima espesura emocional. Eso y una narración continua y sin picos de impostada gravedad alcanzan para que esta entrega sea la mejor de la saga. Luego de los infinitos conflictos e histeriqueos con el torneado licántropo Jacob (Taylor Lautner), Bella da el sí ante Edward y su lívida familia (entre ellas está la argentina Mía Maestro). La celebración continúa en una paradisíaca isla de Brasil, donde –ya era hora- la feliz parejita hace el amor por primera vez. El romanticismo de la situación muta por incertidumbre cuando Bella queda embarazada. ¿Qué está engendrando?¿Cuál será el resultado de la mezcla de genes humanos con los vampíricos? Enigmas insondables para la humanidad a resolverse a lo largo de esta película. Y de la otra, claro. La jurisprudencia de Harry Potter y las Reliquias de la Muerte (Parte 1) (Harry Potter and the Deathly Hallows, 2011) sirvió para que la adaptación cinematográfica de Amanecer (Parte 1) fuera dividida en dos. Lógico: un par de películas recaudan más que una. Más si se trata de una de las que más fervor despierta en la platea adolescente. Aun así, el director Bill Condon –el mismo de Kinsey: el científico del sexo (2004) y Dreamgirls (2006), debutante en la saga- hace de esa decisión de neto corte económico un beneficio para la película. Más allá de sus problemas formales –es la película con más panorámicas aéreas de la historia del cine-, Amanecer (Parte 1) tiene una narración menos episódica que las anteriores y evita la progresión dramática a los ponchazos para, en cambio, delinear con claridad el conflicto, convirtiéndose en la entrega más llevadera y cohesionada de todas. Ahora bien, que lo que cuente sea básico y de un grado de puerilidad absoluta –enésimo enfrentamiento entre lobos y vampiros, ahora por la suerte de Bella y su vástago- es menos producto de la película que del material en el que se basa. Pero Condon logra esmerilar la rugosa superficie conservadora de la película insuflándole un poco de viseras y un atisbo de corazón. El debut sexual de la pareja retratado con una llamativa explicitud, el embarazo sorpresivo y –otra vez: por fin- la aparición de la benemérita sangre en una película cuyo personaje central es un vampiro configuran un panorama sorpresivamente alentador. Incluso hasta la misma película parece reírse de sus predecesoras cuando Edward destruye la cama en pleno éxtasis sexual, en la que es la escena más graciosa de la saga. Película correcta y hasta por momentos disfrutable, Amanecer (Parte 1) deja la puerta abierta para la quinta y última película en un plano final que se olía a horas de metraje de distancia. Será cuestión de esperar un par de meses para ver si lo de Condon fue una excepción o definitivamente Crepúsculo dio vuelta la página. Ante la duda, conviene no reparar la cama.
Tejes y manejes en la cocina del poder Las novedades cinematográficas de los últimos jueves cargan a Hipólito de una significación particular. Tercera película nacional de época estrenada en ¡dos! semanas (las otras son Fontana, la frontera interior y La patria equivocada), se trata, además, del jamón del medio entre el arribo de la felicidad hiperkinética de De caravana y la reposada observación de El invierno de los raros, las otras dos patas sobre las que se levanta ese fenómeno de contornos artísticos y estilísticos incipientes, pero con nombre y apellido en actas, que es el Nuevo Cine Cordobés (NCC). El entrecruzamiento se refleja en un tono oscilante entre la gravedad impostada y la sequedad de un thriller, todo atravesado por una óptica casi antropológica de la cultura y geografía local. Opera prima del aquí también productor y coguionista Teodoro Ciampagna, Hipólito transcurre durante 1935, plena Década Infame, con los conservadores haciendo del fraude una rutina electoral. En ese contexto crece el gurrumín del título, bautizado así como su padre abandónico y –claro está– radical hasta la médula. Los correligionarios bregan por la limpieza de los sufragios provinciales de ese año. Para eso deben reclutar numerosos fiscales de mesa a distribuirse a lo largo y ancho de la provincia, entre los que estará el flamante abogado Marcelo Frías (Tomás Gianola). Enlistado menos por iniciativa propia que por obra y gracia de un compañero, de cómoda posición económica gracias a su padre (Luis Brandoni, interpretando a... un conservador) y con férreos nexos vinculantes con el poder, le toca en suerte el pueblo del pequeño del título, Plaza de Mercedes, donde la corrupción y la fanfarria proselitista pergeñada por el poder de turno están a la orden del día. La escena inicial tiene la voz en off de Hipólito describiendo someramente su árbol genealógico y las particularidades de su historia. La aletargada rutina, foto de su madre; el mencionado padre ausente, la tutoría a cargo de una tercera; sumatoria de elementos que configuran una invitación tácita a creer que ése será el punto de vista del film todo. Pero el guión, escrito a cuatro manos por Ciampagna y Javier Correa Cáceres, elude esa opción y elige centrarse en el derrotero del involuntario fiscal. Derrotero por demás previsible, si tiene en cuenta la parábola moral que describe: de la indiferencia política al compromiso y descubrimiento de los avatares de la voluntad, con discurso inspirador y flirteo con personaje femenino incluido. Pero, curiosidades del cine, el viraje tonal es primero defecto y después virtud. Impecable en sus rubros técnicos, Hipólito sale de su letanía cuando, pasada la hora inicial, abraza el thriller y hunde –por fin– la nariz en los tejes y manejes de la cocina del poder. No es casual, entonces, que la película alcance su punto máximo a fuerza del suspenso creciente del tercio final. Todo lo anterior no impide que Ciampagna eche luz sobre la que quizá sea la primera marca de agua del NCC: la creación de historias genéricas y universales mediante la apropiación de especificidades. Si De Caravana narraba enredos policiales y amoríos interclasistas sin soltarle la mano al fernet, el cuarteto y al argot cordobés, Hipólito se vale de escenarios geográfica y políticamente locales para abordar tensiones sociales y políticas. Y lo hace más allá de su propia confusión.
Publicada en la edición impresa de la revista.
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El perro que se muerde la cola Gran revelación catódica del último trienio, Glee pasa a la pantalla grande en Glee 3D, La Película (Glee: The 3D Concert Movie, 2011), adaptación que, lejos de limitarse a refractar el éxito y prestigio de la serie, busca la explicación y validación de su propio fenómeno. El resultado tiene, por momentos, la pestilencia de un libro de autoayuda. La información oficial asegura que Ryan Murphy declaró que la idea principal de Glee 3D, La Película es “brindar la oportunidad a todos aquellos seguidores que no pueden comprar entradas o asistir a los espectáculos, de ver y sentir la experiencia de la presentación”. Bueno, el alma mater fue por más y al retrato de un concierto le adosó presuntos testimonios reales de fanáticos que superaron los escollos de la discriminación y la baja autoestima gracias a Rachel (Lea Michele), Kurt (Chris Colfer) y compañía. Hijos dilectos del fenómeno 3D y la tecnología digital, los recitales en pantalla grande enfrentan pocos o nulos desafíos. Al fin y al cabo, la cuestión no pasa tanto por la cautivación de nuevos espectadores como por la fidelización de los fanáticos y admiradores del cantante o pseudoartista de turno. Cuesta entender, entonces, la razón ideológica y cinematográfica que impulsó a Kevin Tancharoen a alter(n)ar el espectacular –se ve un auténtico espectáculo- recital de los integrantes del coro con diversas comprobaciones del paliativo emocional que significa el programa para una audiencia habitualmente ajena al buen trato en el mundo catódico. Así, una porrista enana que asistió al baile de graduación con la estrellita del equipo local de fútbol americano, una fóbica social que encontró la armonía en las vivencias de Britney (Heather Morris) y un homosexual adolescente desfilan por la pantalla cual testimoniantes de programa religioso de la trasnoche del cable. El efecto es doble. Por un lado, se le quita ritmo y vértigo a un show impactante, con coreografías milimétricas captadas por cámaras cuyos movimientos están milisegundos por delante de la acción, permitiéndole al espectador una amplia y jugosa observación del escenario. Pero además, como si no alcanzara con comprobar que la voz de Rachel es un auténtico prodigio, parecería que los mismos ideólogos no confían en el material que tienen entre manos ni en el producto original, y necesitaran adosarle una norma de calidad que certifique su carácter imperecedero. Así, Glee 3D, La Película es como un perro que se muerde la cola, un artefacto que se vanagloria en sus condiciones en lugar de mostrarse tal cual es y dejar que el público decida. Y ellos, que irán a ver sus ídolos cantar y bailar, no necesitan que nadie les diga de qué se trata. Muchos menos la propia película.
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Más allá de la vida ¿Qué es El árbol de la vida (The Tree Of Life, 2011)?¿Cómo abordar uno de las películas más extrañas, personales y ambiciosas de los últimos años? Suerte de manifiesto lírico-espiritual travestido ocasionalmente de melodrama de familia disfuncional, el último film del ominoso Terrence Malick –suerte de Sallinger del cine: filma poco (cinco películas en casi 40 años) y prácticamente no registra apariciones públicas (de hecho ni siquiera fue al último festival de Cannes a recibir la Palma de Oro)- es una experiencia que se vale de la sensorialidad del cine para lograr una trascendencia imperecedera. El primer gran desafío es definir en un par de líneas por dónde girarán los vericuetos de la trama. A grandes rasgos, y con el consecuente e inevitable riesgo de caer en simplificaciones, El árbol de la vida narra la historia de una familia tipo norteamericana a mediados de los cincuenta. “Años dorados”, se dirá. Sí, pero sólo puertas afuera. En la quietud del hogar, el padre (un Brad Pitt con olor a Oscar) impone su autoridad ante sus tres hijos a pura fuerza y rigor, todo ante la pasiva contemplación de su esposa (Jessica Chastain). Pero la muerte estalla en el núcleo familiar, desolando a quienes la sobreviven. De allí en adelante, el director de El nuevo mundo (The New World, 2005) juguetea con la línea del tiempo y la horizontalidad del espacio, yendo y viniendo desde la mismísima época del Bing Bang hasta el presente, acompañando al hermano mayor ya adulto (Sean Penn, felizmente atado). Esos quiebres formales y narrativos le han valido a El árbol de la vidaa un apedreamiento público en Cannes, con abucheos en su función de prensa y la consecuente división de aguas entre los acérrimos detractores que veían una panegírico New age, y los defensores del lirismo audiovisual. El primer punto de vista es válido, pero erróneo. ¿Cómo acusar a Malick de post-moderno cuando toma como corpus de análisis el máximo azote para el hombre desde tiempos inmemoriales, el único fenómeno biológico para el que aún no encontró remedio? La muerte no tiene explicación. O sí, pero científica. Y para Malick –como para Peter Jackson en la subvalorada Desde mi cielo (The Lovely Bones, 2009)- el racionalismo no alcanza cuando se trata de un dolor inaprensible, no físico. La muerte intranquiliza y perturba porque lacera aspiraciones desmedidas, posicionando al hombre en el incierto terreno de la finitud. Malick pone en imágenes y sonidos, “audiovisualiza”, ensaya, atisba, una explicación a semejante pesar. No es casual la referencia a Desde mi cielo, en donde Peter Jackson imaginó el hipotético limbo a medio camino entre la tierra y el cielo. Su estetización por momentos pueril le valió la condena mayoritaria. Pero era justamente en ese aspecto donde residía el punto máximo de la película: Jackson ponía toda su inventiva al servicio de un universo no sólo desconocido por todo ser vivo, sino que quizá ni siquiera exista. ¿Cómo atacar, entonces, la libérrima interpretación del “in between”, tan personal e intransferible, tan cargada de connotaciones, de pasado y de presente? Aquí ocurre lo mismo. El árbol de la vida recibe críticas por su caprichosa alteración temporal y su particular visión sobre la génesis del mundo creadas en forma totalmente analógica por Douglas Trumbull (usó desde tinturas fluorescentes y fuego hasta pinturas y ¡leche!), el mismo encargado del arte visual de, por ejemplo, Blade Runner (1982). Pero se juzga menos la forma cinematográfica que una hipótesis. Malick, artista esplendoroso, usa al cine como manifestación artística y reflexiva, arriesgado desde mundo pasado como una opinión desencantada del mundo presente. Retomando la vinculación con Desde mi cielo, Jackson linkeaba la valoración terrenal de una autoridad como entidad de respeto y orden con otra espiritual y de índole Divina. Era la paz del alma (en el Cielo) con la concreción de la justicia (en la Tierra). Lo paradójico era que para los padres la tranquilidad espiritual no llegaba por el lado de la religión, sino por la misma autoridad encarnada en el comisario; justiciero y confesor en una misma entidad. Ahí sí, más allá del halo fascistoide, hay una visión claramente new-age: el Más Allá atado de pies y manos al “acá”, a un mundo terrenal indisociable del espiritual. En El árbol de la vida, en cambio, la cuestión es más pesimista. Porque si en Desde mi cielo la falta de creencia no impedía el hallazgo de consuelo en un congénere, aquí no sólo no hay una entidad espiritual que consuele, sino que el dolor circula impune por los jirones de la familia. Malick, habitual panteísta, luce más desencantado que siempre. Como si no encontrara salida ante la espesura de la incertidumbre, se para con firmeza desde su tiempo para vislumbrar que el endeble hilo conductor de la vida traza un largo camino a una triste validación: no hay red que ataje las emociones desgajadas. Para amarla u odiarla, El árbol de la vida es un acontecimiento destinado a trascender en el tiempo, a recuperar el rito de la sala oscura. Sintomática de una nueva tendencia autoral (la preocupación por la Muerte y el después: ver también Más allá de la vida), la polémica y la división de aguas no empapa una película hipnótica, autoral y profundamente reflexiva sobre la nimiedad de nuestra existencia.
Un producto para una estrellita Identidad secreta (Abduction, 2011) es, antes que fallida, anómala. Híbrido entre la puerilidad pensada para un público adolescente y una acción aséptica, fragmentada e indolora, el film del otrora promisorio John Singleton es un producto destinado al olvido fugaz que se yergue alrededor de la aura mediática de Taylor Lautner. El licántropo de la saga Crepúsculo es aquí Nathan Harper, un joven que despilfarra su tiempo entre las fiestas estudiantiles y los entrenamientos físicos con su padre en una publicitaria mansión familiar. Una búsqueda casual en un sitio web de personas desaparecidas abre sospechas sobre su identidad, desatando cuestionamientos ante sus padres (María Bello y Jason Isaacs), que al fin y al cabo resultan no ser tales. Pero no hay tiempo para lamentos, ya que en plena discusión unos supuestos agentes federales asesinan a la pareja, dejando a Nathan sin certezas de su identidad. De allí en más, la CIA, la mafia escandinava (encabezada por Michael Nyqvist, el periodista de La chica que soñaba con un fósforo y un bidón de gasolina- Millenium 2) y mercenarios del este europeo pugnarán por el secreto del torneado adolescente, fugado sin rumbo junto con su filito juvenil. Lo primero que llama la atención de Identidad secreta es la firma. Sin ser un virtuoso ni mucho menos un autor, Singleton podía catalogarse como un director con oficio, de esos que garantizan el arribo de un proyecto a buen puerto. Él fue, además, uno de los máximos referentes –el otro es Spike Lee- de un cine de temática afroamericana surgido entre fines de los 80 y principios de los 90. Poco queda de aquella vitalidad. El director de Cuatro hermanos (Four Brothers, 2005) toma los códigos genéricos del cine de acción, los sumerge en una olla de suavizante y obtiene esto, quizá la única película de acción de la historia del cine donde las balas no perforan, las piñas no curten y los vidrios no tajan, causando muertes casi místicas en las que no se derrama ni una –ni una- gota de sangre. Y hasta groseros errores lógicos para la operatividad de las criaturas que habitan el film. ¿Cómo es posible que los mismos cráneos de la CIA capaces de intervenir todos y cada uno de los teléfonos que descuelga el protagonista no vigilen a su mejor amigo? ¿Con qué grado de impunidad la parejita pasa la noche durmiendo a la vera de la vía del tren donde se escaparon? La asepsia formal y la incoherencia narrativa huele menos a casualidad que a estrategia comercial. Estrellita del fugaz firmamento juvenil, la figura de Taylor Lautner en una película que se vende de acción pero que no lo es connota la segmentación genérico-etaria al que se apunta. Esto es, las hordas de adolescentes que deliran en Crepúsculo. De allí la introducción antónima a la rispidez de Singleton, con una serie de estereotipos y lugares comunes dignos de Beverly Hills 90210 o Disney Channel. Lo que no necesariamente está mal –ver Rápidos y Furiosos 5: Sin control, una de las películas del año-, pero aquí se lo reviste con una pátina de seriedad y búsqueda de empatía inverosímil. La escena del pecheo y posterior desafío a trompearse cuan primates irracionales entre del actual novio de la vecina de Nathan es paradigmática. Identidad secreta es un producto calculado y descuidado, una suerte de sátira de las películas de acción discordante con la misma lógica que ella plantea. Una película olvidable, como su protagonista.