Regreso sin gloria Tras dos secuelas para la pantalla grande -American Pie 2, en 2001, y American Wedding, en 2003- y múltiples spin-off destinados al mercado hogareño después, ahora la saga continúa con el grupo del ex alumnos del secundario de East Great Falls planeando un reencuentro. Reencuentro al que asistirán, claro está, gran parte de los personajes que desfilaron por las películas anteriores, todos con sus vidas post-colegio a cuestas: Oz (ese pichón de Keanu Reeves que en algún momento fue Chris Klein) es ahora un importante periodista deportivo televisivo, Kevin (Thomas Ian Nicholas) convive feliz con su novia y está a cargo de los quehaceres domésticos, Stifler (Seann William Scott) sigue tan irresponsable como siempre, y Jim y Michelle (Jason Biggs y Alyson Hannigan) son ahora un matrimonio con un hijo pequeño. Cualquier espectador un poco avezado podrá suponer que la juntada, eje nodal de American Pie: El reencuentro, no será precisamente una tarde de café y que, en cambio, vivirán una serie de enredos y malosentendidos. La cuestión es que prácticamente todos esos malosentendidos están relacionados con el sexo, embalando así la película a cualquier asunto ajeno a esa cuestión: la ex vecina de Jim devenida en voluptuosa adolescente ansiosa por debutar, la falta de pasión entre éste y su actual pareja, Stifler en su eterno hervor hormonal, la liberalísima actual novia de Oz, y un largo, larguísimo, etcétera. Ok, se podrá decir que esa es la característica central de la saga, pero el paso del tiempo se siente. O al menos debería. Que una película como American Pie estuviera totalmente centrada en los avatares sexuales y la ansiedad por la pérdida de la virginidad tiene su correspondencia con la franja etárea de los protagonistas, todos ellos sub-20 en el último año del colegio secundario. Pero que trece años después esa temática siga siendo lo principal -lo único-, deja, por un lado, el resabio amargo de un estancamiento y, por el otro, la consecuente duda sobre el por qué de esa decisión. Hay dos posibles enfoques ante ese cuestionamiento. En ambos casos, la conclusión es más o menos similar: el resultado final es perjudicial. El primer enfoque es ver a esa pulsión sexual constante como una manifestación de la incapacidad de la saga para evolucionar junto a las necesidades y preocupaciones de sus protagonistas (trabajo, familia, pareja, etc.), algo que sí hace, por ejemplo, y con la salvedad de las enormes distancias, Toy Story. La segunda es que, por el contrario, American Pie: El reencuentro sí es un muestreo emocional de los protagonistas y el sexo sigue siendo la necesidad primordial. Aquí la falla sería más profunda y menos redimible, ya que directamente se trataría de la imposibilidad de construir personajes con alguna progresión -negativa o positiva- entre película y película. Pero además, y esta es quizás la estocada letal, American Pie: El reencuentro parece olvidar -o al menos no tener en cuenta- qué ocurrió con la comedia americana desde American Pie, es decir, en los últimos trece años. Will Ferrell, Seth Rogen, Jonah Hill, Jason Segel, Adam McKay, David Wain, Nicholas Stoller, Judd Apatow, Zoolander, El reportero, Dodgeball, Virgen a los 40 años, Ligeramente embarazada, Pase libre, y un larguísimo etcétera demuestran que ya no alcanza con la escatología gratuita -la escena de la heladera en la playa-, algunos pasos de comedia sexual chabacanos -la vecina de Jim- o un sexismo machacón atravesando toda la película para saltar la enorme brecha entre la generación de algunas risas esporádicas y la construcción cinematográfica de una buena comedia. American Pie: El reencuentro no supo -o no quiso- pegar ese salto.
Que ¿bien? se te ve Tiempos menos modernos es, ante todo, una película inteligente, tan pequeña en su anécdota como expansiva en su alcance y poder reflexivo. Vista aquí en la Competencia Latinoamericana del último Festival de Mar del Plata y en la reciente edición de Pantalla Pinamar, la ópera prima del chubutense de origen neuquino Simón Franco sigue a Payaguala, un baquiano de origen tehuelche cuya tierra se ubica en ese limbo geográfico que es el límite cordillerano entre Chile y la Argentina. La inhospitalidad de la zona implica, claro está, soledad, aislamiento y una rutina tan férrea que ni siquiera la llegada de una caja proveniente de las arcas del Gobierno Nacional logrará quebrar. Lejos de la ansiedad o sorpresa, Payaguala parece no registrar la novedad, como si ese enorme paquete fuera un producto extemporáneo de su cosmos al que olvida -decide olvidar- en un galpón. Pero la llegada de un viejo amigo, quien le insistirá para que descubra la novedad, lo llevan a develar el misterio: la televisión satelital y el teléfono. Hay dos películas fuertemente diferenciadas -y diferenciables- en Tiempos menos modernos, demarcadas por la irrupción de la tecnología. La primera está centrada en la cotidianeidad de Payuagala -el esquile, las caminatas, el frío- y adopta una concordancia absoluta entre el ritmo de la narración y el tempo imperante de aquello que se muestra. De allí que la llegada del helicóptero o el largo asado entre los viejos amigos esté más cerca del tiempo muerto del Nuevo Cine Argentino que del humor entre stilleriano y deadpan que vendrá después, cuando la caja (más) boba (que nunca) despliegue sus infinitos rayos catódicos que van desde el pasatismo tilingo de los reality show hasta el romanticisimo más edulcorado de las telenovelas vespertinas. Y es justamente en ese conocimiento de causa sobre el medio y las consecuencias de su sobreexposición donde subyace el mérito principal de esta película. Las piezas apócrifas creadas por Franco y su equipo, en especial aquellas de la novela -“No me digas señor, decime Juan Martín” es una de las grandes líneas del año-, elevan hasta el paroxismo los principales defectos de la televisión, pero también su extraordinaria capacidad para hipnotizar y fidelizar a la audiencia. Esa dualidad genera el tono agridulce que atraviesa a la película toda. Por un lado, el mencionado humor casi imperceptible de la crasitud de las meta-ficciones y los diversos estadios emocionales del flamante televidente, que pasa de la extrañeza y la distancia inicial a un fanatismo impostergable traducido en el acomodamiento de sus obligaciones a la grilla de programación. Pero como las grandes películas, lo gracioso parte de lo disfuncional. Así, la degradación progresiva pero inexorable de la rutina a medida que la televisión insume más y más horas muestra el relegamiento de lo obligatorio a favor de lo pasatista, pero también cómo lo moderno se cuela aún a pesar de la voluntad personal. Así, Tiempos menos modernos tiene una pátina no de melancolía por un pasado supuestamente mejor, sino de un desencanto ante la imposibilidad de mantener las condiciones pretéritas en la coyuntura socio-tecnológica del presente. Es que, al fin y al cabo, nos guste o no, la cultura televisiva marcó a fuego la existencia humana de los últimos sesenta años. Incluso en aquellos acordes que resuenan en el viento durante su ausencia.
Sin espacio para reflexionar ni divertirse Los innumerables traspasos de comics a la pantalla grande durante los últimos diez años invitan a ejercitar la catalogación generalizadora. Más aún cuando el calendario se acerca presuroso al 26 de abril, Día D para los fanáticos de las viñetas, fecha del estreno nacional de Los vengadores. A esta altura del partido, entonces, podría decirse que las buenas adaptaciones optaron por diversos caminos: la reflexión acerca de la complejidad espiritual conllevada por un heroísmo no electivo (Spiderman II, hijo dilecto del 11-S); la apropiación del espíritu festivo y bon vivant del protagonista para magnificarlo a toda la película (Tony “privaticé la paz mundial” Stark en las dos Iron Man), o la exploración de la maldad hedonista indisociable de un mundo tan desencantado como nihilista (Batman: El caballero de la noche; en menor medida Watchmen). El desenlace de la primera y bastante mediocre Ghost Rider, con el motociclista Johnny Blaze devenido en cazarrecompensas del diablo negándose a renunciar a su flamante oficio, no sólo tiraba un centro a la olla para el cabezazo de la secuela, sino también para que ésta recorriera algunos de los caminos previamente mencionados. Casi cinco años después, Ghost Rider II: Espíritu de venganza confirma que aquello fue puro histeriqueo. Johnny Blaze (Nicolas Cage; sin agregados capilares por primera vez en décadas) es aquel showman motorizado que le vendía el alma a Lucifer a cambio de que su padre y compañero de coreografías sobreviviera a un cáncer fulminante. Así comenzaba la primera, y así comienza ésta, con una breve recapitulación argumental para los primerizos que además opera como refresca-memorias para los veteranos. Ahora bien, que para eso se prescinda de todo atisbo audiovisual del trabajo previo de Mark Steven Johnson y se usen escenas nuevas habla del brío de borrón y cuenta nueva que intentan insuflarle los recién contratados Mark Neveldine y Brian Taylor (Crank, veneno en sangre). Pero que se modifique absolutamente toda la anterior, llegando incluso a cambiar el desenlace de la anterior para crear uno apócrifo, ya es más difícil de explicar. O no: quizá Ghost Rider II no se pretenda una secuela, sino un reinicio. El problema es que ese lavaje de cara clausura todas y cada una de las puertas que la primera había entreabierto. No hay espacio para la autoconciencia ni para la reflexión. Mucho menos para la diversión desaforada, algo que sí se permitía la mejor película del sobrino trash de Francis Ford Coppola en los últimos cinco años, Infierno al volante 3D. Queda apenas alguna secuencia de acción correctamente resulta, la simpática escena ya vista en el trailer de Cage meando una chorrada de fuego y el suspenso vacuo generado por saber si el Diablo (el hiperactivo irlandés Ciarán Hinds, actualmente en cartel en John Carter, La dama de negro y El topo, aquí en plan Robert de Niro en Cabo de miedo) logrará apropiarse o no de su futuro heredero. Ese que tiene una madraza para el infarto (Violante Placido) y al que, claro está, el motociclista deberá rescatar durante un rito satánico que lo único que genera es ganas de volver a ver Indiana Jones y el templo de la perdición.
Neorrealismo en la Docta Ganador de varios premios en el último Bafici, el film del director catalán radicado en Córdoba abunda en juegos dialécticos, al tiempo que acompaña a tres chicos cartoneros en su deambular por el centro y los suburbios. Las miradas desdeñosas suelen catalogar al cine como una criatura carente de autosuficiencia, una mera forma secundaria producto de la confluencia de otras disciplinas artísticas. El error de esa visión está en su imprecisión. El cine no es una expresión subsidiaria, sino que se asienta en el delineamiento constante de vínculos dialógicos tanto con él como con el mundo circundante. En ese sentido, Yatasto invita a imaginar un amplio abanico de interlocutores. El seguimiento de tres chicos cartoneros en el deambular por el centro y los suburbios de la capital cordobesa podría remitir al documental observacional de Raúl Perrone y a la faceta social-cultural de De Caravana, otra de las películas del llamado Nuevo Cine Cordobés, pero también al neorrealismo y su utilización de la calle como escenario. Incluso hasta la reciente e hiperoscarizable La invención de Hugo Cabret se presta a la charla. Eso sí, como contraejemplo: donde Martin Scorsese se valía del dispositivo cinematográfico para ovacionarlo de pie a través de una hagiografía, el catalán Hermes Paralluelo, radicado en la Docta desde hace seis años, lo toma para ponerlo en perspectiva, tensionarlo y cuestionarlo. La escena inicial de Yatasto prefigura un retrato sobrio de las vidas de Bebo, Pata y Ricardo, tres púberes que comparten el tiempo libre y el trabajo de carreros, denominación cordobesa para los cartoneros porteños. Oficio que portan dentro y fuera de la película, según comentó Paralluelo en diversas entrevistas. El equilibrio tripartito se rompe cuando uno de ellos magnetiza la atención a fuerza de carisma y verborragia. Ricardo –Ricardito– mantiene impoluta su mirada aniñada aun en un contexto que, por si no fuera suficientemente poco venturoso, se complementa con un padre alcohólico. “Yo quiero ser jockey”, le dirá a su abuela mientras ésta le explica cómo dominar al purasangre encargado de traccionar el carro. Esa estilización natural, junto con el apresuramiento al contar monedas o el gesto de berrinche mientras entrecruza los brazos ante un diálogo perdido, forman un retrato fiel de sus diez años. “Jockey es una cosa y ganarse la vida en el carro es otra”, le espeta la abuela, cortándole de raíz la capacidad proyectiva al nieto. En esa oposición entre los sueños y las posibilidades fácticas del futuro, en ese mundo “real” cascoteando al lúdico, subyace el método antitético como mecanismo narrativo adoptado por Paralluelo. Ganadora de varios premios en el último Bafici –entre ellos a la mejor película argentina de la Competencia Internacional–, Yatasto es, entonces, un film construido dialécticamente. Esto es, a través de la aprehensión de un objeto y su opuesto: infancia contra adultez, la explosión e hiperactividad física de Ricardo opuesta a la parsimonia y pausa de su hermana Damaris –casualidad o no, la ontología de ese nombre le atribuye a sus portadores prudencia y mesura como principales características–, quizás la única capaz no sólo de escucharlo y entenderlo, sino de hacerlo escuchar y entender. La luminosidad de las escenas diurnas contra los contornos corpóreos dibujados en los planos claroscuros. La última, y más importante, es la vieja disyuntiva entre ficción y documental. Paralluelo acompaña a los chicos en su rutina diaria, mostrando sus espacios habituales durante algunos momentos de ocio y familiares con una cámara no invasiva ubicada a prudente distancia de la acción. El resultado son varios momentos de enorme belleza, como aquel diálogo entre Ricardo y su hermana en la habitación. Sin embargo, el encuadre y el sonido directo perfectos, junto con una gradación cromática acorde, ponen en tela de juicio la autenticidad de lo que se ve. ¿Hasta qué punto puede hablarse de un documental de observación y no de una ficción refugiada en un registro habitualmente ajeno y protagonizada por no-actores? La duda es aún mayor si se tiene en cuenta que el epicentro del film está en una serie de largos planos sobre el carro, filmados desde adelante y hacia el pescante, en donde se ve y se escucha a los protagonistas durante los recorridos. Paralluelo, como Perrone, pone en abismo el dispositivo cinematográfico y coloca al espectador en una encrucijada.
Publicada en la edición impresa de la revista.
Aventuras de un náufrago en los mares del sur Más o menos unos trescientos años antes que Tom Hanks, hubo un ser humano que sobrevivió a las inclemencias de una solitaria e inhóspita isla del Pacífico durante cuatro años y medio: el marinero escocés Alexander Selkirk. Abandonado en el archipiélago chileno de Juan Fernández luego de una pelea con su capitán en 1703, regresó al Reino Unido en 1709 y relató su aventura ante decenas de escritores y periodistas. Entre ellos estaba Daniel Defoe, quien una década después publicaría la novela Robinson Crusoe, autobiografía apócrifa de un náufrago inglés que pasó veintiocho años varado en una isla tropical. Algún desprevenido dirá, entonces, que la coproducción argentino-chileno-uruguaya Selkirk, el verdadero Robinson Crusoe viene rotulada con la temible inscripción de “basada en hechos reales”. Pero no. O casi. Porque si bien toma como protagonista a un marinero británico, el equipo técnico y artístico, encabezado por el experimentado animador uruguayo Walter Tournier, imagina su génesis: el periplo marítimo, las causas del abandono, la vida durante su involuntario castigo y el rescate a manos de su otrora compañera de viaje. Todo narrado en clave infantil, de una edad no superior al dígito. El prólogo del film ubica en tiempo y espacio al (pequeño) espectador. Esto es, 1690 en las embravecidas aguas del Cabo de Hornos. El paso austral es obligatorio para aquellas embarcaciones dispuestas a apropiarse del oro de Manila, que las leyendas y rumores prometen por demás cuantioso. Selkirk porta un mapa preciso de las irregularidades oceánicas de los mares del sur, ganándose el visto bueno del malvado Capitán “La Peste” Bullock para integrar su tripulación. Pero lo que tiene de intrépido y verborrágico también lo tiene de timbero, y arrastra a sus compañeros al juego y las apuestas. La envidia en el barco es generalizada: el capitán anhela los mapas, y el resto, su suerte. Dos razones más que suficientes para deshacerse de él durante un reaprovisionamiento en una solitaria isla del Pacífico. Hasta ese momento, el film se desenvuelve con frescura, haciendo gala de un ritmo ágil y un tono simple y felizmente naif. Y, lo más importante, evadiendo ese mal casi endémico del cine infantil local que es la puerilidad didáctica. Pero el protagonista naufraga, y con él, la película entera. Lo más visible es la burtoniana animación Stop Motion, depurada y prolija en las escenas de interiores, pero herida de muerte por la cuesta arriba que significa la finura visual requerida para la profundidad de campo isleña –cómo animar el agua es, junto con la expresividad de los ojos, uno de los grandes dilemas del cine de animación digital–. Lo segundo es el viraje de una narración fluida a otra episódica y articulada como una suerte de sucesión de viñetas, tendencia graficada en el uso constante de fundidos a negro como separadores. Y lo tercero, y más importante, es el tufillo a redención que sobrevuela el desenlace. Selkirk tuvo que pasar varios años con un gato y un loro como única compañía para percatarse de que “lo importante es uno”, tal como afirma, y no la riqueza material.
Una rama del árbol genealógico de “300” El estreno de Inmortales es otro paso más para trazar el árbol genealógico de 300. Como a todo tío rico, al film de Zack Znyder le brotan familiares a lo largo y ancho del planeta: varios hijos sin paternidad reconocida, encabezados por la reciente revisitación a Conan el bárbaro y las fallidas Príncipe de Persia y Furia de Titanes; los primos segundos y carroñeros, como la supuestamente jocosa Casi 300; la parentela lejana en la española Agora; y ahora ésta, nueva concepción de los mismos productores, su hermanita menor. El vínculo se acentúa con la misma fascinación videogamer por la sangre y la violencia estilizada. En ese sentido, el realizador indio Tarsem Singh, elegido para la inminente adaptación de Blancanieves por su probada sabiduría para la conformación de mundos predominantemente visuales en La celda y la inédita The Fall, no sólo está a la altura de las circunstancias sino que por momentos la supera: las aventuras de Leónidas y compañía son un poroto al lado de la sucesión de fatalidades tridimensionales rebosantes de líquido rojo desatada en la última media hora. Pero Inmortales, malcriada, no se conforma y alambica esa acción a una historia aquejada por esa pesadumbre indisociable de la cinematografía mitológica moderna. En este caso se trata del enfrentamiento entre Teseo (el próximo Superman, Henry Cavill) y el rey de los herakliones Hiperión (notable Mickey Rourke, desagradable y repulsivo hasta en su forma de comer). El monarca busca el Arco de Epiro, cuyos proverbiales poderes le permitirán liberar a los Titanes encerrados en el inframundo desde su derrota en la batalla con los Dioses. Para eso comanda un ejército que avanza arrasando con todo a su paso, hasta que da con la comunidad helénica de Teseo, a su vez bendecido directamente por Zeus. El campesino tiene motivos más que suficientes para odiarlo, sobre todo desde que el rey le mostró “el infierno en la Tierra” degollando a su madre delante de sus ojos. Y allí irá el involuntario héroe, oscilando entre los malos augurios de la pitonisa (la india Freida Pinto, musa de Woody Allen en Conocerás al hombre de tus sueños, perfecto rostro trigueño de porcelana) y la ayuda imprevista de los mismísimos Dioses, observadores activos de la acción en la Tierra. La multiplicación de escenarios genera un abanico tan grande que el relato termina desarrollándose simultáneamente en el Inframundo, la Tierra y el Cielo, compendiando así los tres niveles posibles de existencia. Se trata, además, de un síntoma de la megalomanía innecesaria que sobrevuela a un film cuyo principal atractivo está, al igual que 300, en la acción. Znyder lo tenía muy en claro cuando redujo al mínimo indispensable la vertebración argumental. Aquí, en cambio, la violencia aparece enmarcada en una historia que peca de enrevesada y abarcativa, ubicando el principal problema de Inmortales justamente en esos intersticios. Singh pierde el pulso, indiscutible para las batallas, cuando narra y carga todo acto cotidiano con sublimación litúrgica exasperante, como si en cada pequeño movimiento estuviera la salvación total de la Humanidad. De esta forma, la primera hora está peligrosamente cerca de la pomposidad irredenta y aburrida de Furia de Titanes, mientras que la segunda es digna compinche de su hermana mayor, con el pico máximo en la espectacularidad de esos travellings laterales. Genes, que le dicen.
Crimen y misterio en la mansión de la señora La Semana Santa, se sabe, está sobrevolada por la Pasión, la Muerte y la Resurrección. Bueno, Domingo de Ramos apela a las dos primeras. Pero no precisamente a las de Jesús, sino a las de Rosa (Gigi Rua). Pasión y muerte que fueron por demás intensas. O al menos eso es lo que suponen un par de policías no bien encuentran el cuerpo sin vida en su amplia y solitaria mansión. Por si fuera poco, el cadáver está rodeado de una suma más que interesante de dólares. Los muchachos actúan con premura escondiendo el dinero justo antes de la llegada del subcomisario (Gabriel Goity). ¿Crimen? ¿Suicidio? ¿Accidente? ¿Sumatoria de fatalidades? El eje del opus cuatro de José Glusman, parte de la Competencia Nacional del penúltimo Festival de Mar del Plata, está, entonces, en la reconstrucción del desenlace de la ominosa dama, en los vericuetos de sus últimas horas. El director de Cien años de perdón articula su “thriller pueblerino” –así lo definió en varias entrevistas previas– de forma fragmentada, jugueteando con la cronología para desplazarse libremente a lo largo de los días previos al período litúrgico del título. Esa metodología facilita la exhibición durante los primeros veinte minutos de diversos personajes, todos potencialmente involucrados en el deceso. El problema es que encajan en la trama igual que pasajero de subte A en hora pico: a presión, apretujados y pugnando por una bocanada más de oxígeno-desarrollo. A saber: el avasallante marido (Héctor Bidonde), el vecino amenazado por un mundo ajeno (Mauricio Dayub); el jardinero rengo, presencia constante y perturbadora en el cosmos de Rosa, o el joven lacónico vendedor de gallinas son apenas contornos esfumados. Incluso el mismísimo subcomisario, siempre listo para los revolcones furtivos, tiene algo que esconder. Esa galería, sumada a la reconstrucción física de un loro muerto, deja entrever el tono de whodunit clásico patinado por un grotesco ciento por ciento argento que atraviesa al film sobre todo en su parte final. Sin embargo, es válido preguntarse por el voluntarismo o no de la combinación. Porque ese grotesco es consecuencia de las líneas argumentales abiertas mediante flashbacks. El resultado es una suerte de boomerang cinematográfico: aquellos elementos colocados para magnificar el aura ominosa circundante al asunto nodal (el trasplante de la hermana del policía, el chusmerío crónico y enfermizo de las vecinas, el malestar del médico y un largo etcétera), terminan contribuyendo, en cambio, a deshilacharlo, vaciándolo de toda trascendencia.
El juego de los Spregelburds El dramaturgo y actor le pone especial brillo a una película que vuelve a ensayar interrogantes sobre la posibilidad de otras vidas, otras elecciones. Y aunque por momentos toma cierta distancia emocional de sus personajes, la trama funciona. Las dos películas de Alejo Taube no podían ser más distintas: de la sequedad de un verano en el interior de Buenos Aires a la ventosa Mar del Plata fuera de temporada; de un registro urgente y furtivo a otro preciso y excesivamente prolijo; de Jorge Sesán, el mismo de la seminal Pizza, birra, faso, a la hollywoodense y bellamente pecosa Mía Maestro (Frida, Poseidón, Amanecer Parte 1). Hasta la aproximación al eje común de ambas historias, la dualidad, es antitética. Porque si la doble vida mantenida por el protagonista de Una de dos, quien surfeaba entre la tensión cívica de diciembre de 2001 y la participación en negocios espurios, requería de un ojo si se quiere pasivo; en Agua y sal, en cambio, la ambigüedad del relato aspira a operar directamente sobre el espectador. El quid está, entonces, en si las causas y justificaciones que el film propone son suficientes para alcanzar ese cometido. Estrenada en la Competencia Latinoamericana de Mar del Plata ’10, Agua y Sal aparenta tener en Javier (Rafael Spregelburd) a su protagonista. El tipo tiene todo para pasarla bien: una mujer hermosa (Maestro), un trabajo empresarial y plata suficiente para gatillar un buen hotel en Mar del Plata. Pero –sin peros no habría película– algo falla. Y bastante. Su voz en off alerta que a veces le gustaría llevar otra vida, ser otro. Un paseo por el puerto con su chica, una foto y primer plano al marinero de un barco pesquero. Nada raro, a no ser porque el apodado Biguá –¿la sal?– no es sino... Javier –¿el agua?–, pero barbado. ¿Suena conocido? Puede ser: Agua y Sal es una suerte de hibridación entre Las vidas posibles y El otro. El dispositivo es similar al de la ópera prima de Gugliotta, con un mismo protagonista poniéndoles el rostro a dos personajes, inflamando así la idea de una potencial desaparición electiva; mientras que, a su vez, adopta trazos argumentales cercanos al film de Rotter, como ese deseo manifiesto de despersonalizarse adoptando usos y costumbres ajenas. Biguá es la antítesis de Javier. Habitante de una pensión, está envuelto en la incertidumbre generada por el incipiente embarazo de su novia adolescente (Paloma Contreras). En ese panorama, un viaje en alta mar es la oportunidad perfecta para recaudar el dinero suficiente y solventar una mudanza en pareja. Pero –otra vez los peros– otro suceso quiebra el eje narrativo, llevándolo nuevamente hasta Javier. Qué ocurrió en las profundidades, quién es quién y qué esconden los Spregelburds son piezas que el lector deberá descubrir por su cuenta, siempre y cuando establezca una sinapsis continua con el devenir de la trama. Aquí Taube relega la cercanía perroneana de su ópera prima para apostar a un relato más distante y prolijo. Lo que no es necesariamente negativo, salvo cuando esa prolijidad deviene momentánea frialdad y genera un desapego para con los personajes y su suerte. Sin embargo, Agua y Sal no se hunde en la distancia emocional insalvable gracias a la flotación natural de ese actor enorme que es Rafael Spregelburd. Desde la excelente La ronda en adelante, el dramaturgo se apropia de sus criaturas para darles carnadura a través de gestos mínimos. En él confluyen el andar bonachón del taxista de la ópera prima de Inés Braun, el gesto adusto y repulsivo ante su vecino en El hombre de al lado, y ahora Javier y Biguá, dos personajes en las antípodas, aunque apenas distanciados por la pasada o no de una afeitadora.
Los números al poder El juego de la fortuna (Moneyball, 2011) es, ante todo, una variante de cine deportivo atravesada por una cuantificación constante propia de una vertiente económica. Pero lejos del argot críptico de la segunda, Bennett Miller -el mismo de Capote (2005)- y los guionistas Aaron Sorkin y Steven Zaillian logran una entretenida fábula sobre la superación, inherente a los tiempos de crisis que corren. Billy Beane (Brad Pitt, menos “mandibuloso” que siempre) supo ser un beisbolista cuyo éxito potencial se truncó a mitad de camino. Varios años después, a mediados de 2002, es el manager general de los Athletics de Oakland, un equipo aquejado tanto por los malos resultados como por los balances contables en rojo y la consecuente imposibilidad de contratar refuerzos de calidad. En ese contexto conoce Peter Brand (Jonah Hill), un economista recientemente egresado de Yale dedicado al meticuloso estudio del desempeño deportivo de los beisbolistas. Así, mediante un software informático, logran obtener la máxima relación entre la inversión de un fichaje y el potencial beneficio. Es al menos curioso que en tiempos de crisis económica global, una película abrace al capitalismo con la tenacidad con que lo hace El juego de la fortuna. Pero no para defenderlo, sino para exponerlo en su máxima expresión crueldad, focalizando sobre todo en la cosificación de la mano de obra encarnada en los jugadores –Beane no se involucra emocionalmente a sabiendas que tarde o temprano deberá deshacerse de ellos- en constante negociación. Así, si el capitalismo consiste en el apetito insaciable de recursos, Miller lo aggiorna a los tiempos actuales arrinconando a sus protagonistas contra la optimización de los recursos ya existentes para la obtención de las máximas ventajas, objetivo que logran mediante el cambio de paradigma de mando económico por otro también atravesado por la lógica numérica. De allí que la premisa central del software esté en que los jugadores más valuados son menos rendidores que aquellos a los que se margina por disfuncionalidades ajenas al juego. Algoritmos y superficie: el capitalismo en su máxima expresión. Ahora bien, toda esta alambicada interpretación es posible gracias a la solidez y lisura con la que discurre la narración. Narración que a priori invitaba al coqueteo con el abuso de tecnicismos económicos y monetarios ya que la materia basal es el libro El arte de ganar un juego injusto, del periodista económico Michael Lewis. El mérito es, entonces, para los guionistas. “De algún modo, Sorkin se está convirtiendo en el guionista de lo infilmable”, observó atinadamente Mariano Kairuz en Radar. Es que el guionista de Red Social (The Social Network, 2010) y Steven Zaillian liman las rugosidades del formuleo matemático y la pesadez agobiante de las estadísticas hasta hacerlas no sólo entretenidas, sino también apasionantes. Pero la frialdad lógica y secuencial del razonamiento deductivo se interrumpe con la presencia de ciertos personajes sin espesura (por ejemplo el de la esposa de Beane, interpretado por Robin Wright), que observan la acción desde un marcado segundo plano. Su función es menos la modificación de las actitudes y comportamientos de los protagonistas que la de darles un ápice de carnadura humana ante tanto comportamiento maquinal y mecánico.