Sólo un poco de sexo liviano La comparación con Amigos con derechos (No Strings Attached, 2010) se leerá aquí y en cuanta crítica dispuesta abordar las vicisitudes que plantea Amigos con beneficio (Friends with benefits, 2011) se escriba. Lógico, sobre todo cuando las dos traducciones del título son prácticamente iguales, las protagonistas fueron anverso y reverso en El Cisne Negro (Black Swan, 2010) y la matriz en la que se moldean ambos proyectos es la misma: la delgada línea –que de tan delgada para muchos es inexistente- entre la amistad entre el hombre y la mujer, ésta como un ser de carácter fuerte e imponedor, la posibilidad del sexo casual, el temor al compromiso. Pero como el cine se hace de pequeñas diferencias, allí están las pequeñas pero sustanciales que hacen de la primera una película bastante superior a la segunda. Jaime (Mila Kunis) es una cazadora de talentos empresariales que vislumbra en el bloggero Dylan (Justin Timberlake) el hálito de un líder natural para llevar adelante una enorme revista de moda y actualidad. No pasara demasiado tiempo para que ambos, exorbitantemente bellos, inicien una tórrida amistad con derecho a roce. Lo primero que muestra Amigos con beneficio es que la liberalización y desacralización del sexo iniciada por la subvalorada De amor y otras adicciones (Love and Other Drugs, 2010) y la mencionada Amigos con derechos son características larvales de una tendencia antes que una casualidad del mercado. Tanto aquí como en las otras –sobretodo en el film de Joel Zwick- se vive el sexo con un grado de naturalidad inusitado para las comedias románticas norteamericanas (como cuarto eslabón podría agregarse el film anterior de Will Gluck, Se dice de mi). Quizá sea un lavado de imagen para un género que cayó en desuso a comienzos de la década víctima de la obsolescencia de fórmulas de guión, giro que relega carilindos y conquistas laboriosas cuya premio máximo sea el sexo en pos de la fibra y la química física. El amor, en 2011, es consecuencia del buen sexo y no al revés. Pero, aquí lo negativo, lo que en Amigos con derechos era lustroso y refulgente precisamente por la cotidianeidad de sus planteos y la enorme disposición de sus protagonistas –en especial Ashton Kutcher- para poner la totalidad de sus cuerpos al servicio de sus personajes, aquí emana olor a hule, a plástico poco maleable, a puro artificio. No necesariamente por la falta de química de sus protagonistas, sino por todo lo contrario: la exhibición constante del lazo. Gluck lastra el film con su empecinamiento en que el espectador crea en aquello que narra, generando un efecto de saturación y falta de fluidez. Así el filme sufre la oscilación entre la búsqueda por la preponderancia sexual de la primera mitad, la cercanía a las reglas más clásicas de las comedias blancas y la búsqueda de un apego más psicológico en las problemáticas relaciones de los protagonistas con sus núcleos familiares. Película fallida antes que mala, Amigos con beneficio tiene su mayor virtud en la liviandad inicial y la extraordinaria fotogenia de sus protagonistas. Pero termina empantanada por la imposibilidad de creer en la suficiencia de sus armas. Una lástima.
¿Trama? ¿Y eso? Destino Final 5 (Final Destination 5, 2011) sintomatiza una cualidad de la saga que cada espectador evaluará como positiva o negativa, pero que a esta altura, con cinco películas en poco más de diez años, resulta innegable. Desde aquella seriedad metafísica de la entrega bautismal, allá por el 2000, hasta este festival de la estilización, el devenir de las continuaciones ha hecho más ostentosa la decisión de dejar de lado esa cosa llamada "trama" y dedicarse sólo a apachurrar, laminar y desmembrar a las pobres y cada vez más tontas criaturitas que pueblan el cosmos de cada film. ¿Tiene sentido malgastar caracteres explicando de qué trata –otra- Destino final? ¿Alguien espera un quiebre argumental a la conocida fórmula de dejá vu del protagonista + evasión de la muerte de varios personajes + caída en desgracia en el mismo orden que hubiera muerto de no haber alterado las intenciones originales de la muerte? En este caso, para aquellos puristas de las sinopsis, vale decir que el escape inicial será de un micro embotellado sobre un puente en reparación en el que se pergeña un colapso tan inminente como invisible. El resto: historia conocida. La puesta en abismo de la premisa planteada párrafos arriba se evidencia desde el mismo punto de partida: una suerte de retiro laboral de empleados jóvenes y buenos mozos pertenecientes a una empresa de la que nunca se sabe muy bien a qué rubro pertenece. No por omisión, sino por la multiplicidad de referencias: desde la redacción de un diario en la que absolutamente nadie tipea una coma hasta una fábrica en la planta baja, pasando por un chef y una gimnasta, todo se aglutina en la media hora inicial del film. Así, da la sensación que a nadie, ni siquiera al mismísimo director, el debutante Steven Quale, pareciera importarle demasiado el hilvanado de espacios geográficos coherentes para dar como resultado un hilo conductor. Y está bien que así sea, porque la parábola cuyo germen se percibe en el desquicio de David R. Ellis en Destino final 2 (Final Destination 2, 2003), donde ponía toda su capacidad imaginativa para el desmembramiento y las mutilaciones, ha llevado a la saga hasta un punto en que recomienza ya fuera del género de terror y suspenso. Aquí la apuesta está en la comicidad de esas criaturas sin un ápice de humanidad, en sus diálogos francamente imposibles, en un conjunto de interpretaciones que hacen de la exageración y la inexpresión su principal arma para que el espectador jamás empatice con los personajes, favoreciendo al goce culposo de ver cómo la muerte se encarga de ellos con una saña tan gratuita como placentera. En ese sentido, la epítome de esta tendencia está en la presencia en el elenco de David Koechner, astro de los films habitualmente protagonizados por Will Ferrell, otro que sabe bastante de dar vuelta y modificar lo esperable. Brutalmente sanguinaria, Destino Final 5 es la consolidación de un nuevo arranque. Ya no hay espacio para lo dramático ni el suspenso, sólo queda la sangre. La mesa está servida con vísceras crudas y recién cortadas.
La resaca con pólvora mojada Es un lugar común de la industria cinematográfica el repetir historias escudándose en la supuesta invención previa de todo lo narrable habido y por haber. Quiero matar a mi jefe (Horrible Bosses, 2011) eleva esa máxima hasta el límite tomando como base al recientemente estrenado díptico de ¿Qué pasó ayer? (The hangover). Nick, Kurt y Dale comparten algo que más que la amistad y unas cervezas diarias: todos odian a su jefe. El primero (Jason Bateman) está a un paso de la vicepresidencia de la empresa en la que trabaja. Paso de un tranco de dimensiones infinitas gracias al maquiavélico, ególatra y manipulador presidente, Dave Harken (el notable Kevin Spacey). Kurt (Jason Sudeikis) tampoco la pasa bien. Empleado desde hace años en una pyme, su vínculo con el dueño, Jack (Donald Sutherland), es admirable. Pero su repentina muerte trastoca el organigrama, ubicando por sobre todos al hijo y único heredero Bobby Pellitt (Colin Farrell), un cocainómano hasta la médula que ni siquiera está dispuesto a sacar el cartel de su padre sino que apenas cambia el nombre cubriéndolo con cinta de papel. Por último, Dale (Charlie Day) es un mecánico dental que asiste a Julia Harris (Jennifer Aniston). Felizmente en pareja, el meollo de su rutina radica en los constantes acosos a los que ésta lo somete. Hartos de la situación, el trío dará con Dean “Mother Fucker” Jones (Jamie Foxx), un supuesto hitman que los asesorará para acabar con el suplicio. ¿Cómo? Fácil, matando a sus jefes. Claro que los muchachos están lejos de ser expertos en la materia, lo que genera un sin fin de desbarajustes del plan inicial. Si hay una virtud que no puede achacárseles a las comedias norteamericanas actuales es la falta de pruritos para patear todos y cada uno de los cimientos sobre los que reposa el modelo de vida norteamericano. Ya lo hizo ¿Qué pasó ayer? Parte 2 (The hangover part II, 2011) y, en menor medida, Pase Libre (Hall Pass, 2011) pegándole duro y parejo a la institución matrimonial y familiar como sinónimo de metas máximas del hombre estadounidense. Siguió la notable Malas enseñanzas (Bad teacher), en la Jake Kasdan ponía de cabeza la canonización a la educación al posar la lupa sobre una escuela regida por un crisol de criaturas tanto o más inmaduras que los mismos alumnos. Y ahora sigue Quiero matar a mi jefe, título vaciado de la agresividad del original Horrible Bosses, en el que punto crítico está el tercer tendal del sistema capitalista, el trabajo y el respeto a la jerarquía. En ese sentido, Seth Gordon era a priori un director ideal para la misión. Nombre casi desconocido en el mundillo cinematográfico, sus antecedentes incluyen una amplia experiencia televisiva dirigiendo algunos capítulos de series que se caracterizan justamente por aquello que se destacaba en el párrafo anterior: allí están, entonces, la familia en Modern Family, la educación en ese refrito de anormales en la universidad pública que retrata Community y la burocracia y el maltrato empresarial de The office. Ya desde la premisa de un conjunto de amigos buenudos y absolutamente correctos que se exceden en la pretensión de romper con la opresión del sistema y terminan enredados en una maraña infinita de malos entendidos y confusiones, se respira el olor a alcohol y resaca de spin off encubierto de ¿Qué pasó ayer? Parte 2. Y efectivamente lo es, sólo que aquí el salvajismo y el final libertario y amenazante de aquella se rebajan con una buena dosis de comedia no ATP, pero sí con intenciones algo más bienpensantes. Como si todo aquel tour de force sexual y geográfico fuera demasiado para estos personajes, demasiado apegados y cómodos en la rutina. En ese sentido, es paradigmática la aparición de Jones como un personaje alejado del cosmos original con la supuesta solución al conflicto. El no sólo transita mal todos los lugares comunes del “afroamericano copado”, sino que apenas es una consecuencia inevitable para disparar el conflicto antes que un personaje con un peso específico autosuficiente tanto o más grande que los protagonistas como el Mr. Chow (Ken Jeong) del film de Todd Phillips. Hay, sí, una feliz apuesta al exceso en la caracterización de los jefes, con el cocainómano de Colin Farrell absolutamente desquiciado y con una maldad inherente a su persona francamente aterradora. O en la embustera y manipuladora criatura de Kevin Spacey, en el que podría leerse que vituperando y vejando a sus subalternos es posible alcanzar la cúspide. Comedia de enredos simplona y rebajada antes que crítica velada, Quiero matar a mi jefe no quiso ser más que un entretenimiento pasatista de buen timing y simpáticos gags, relegando todo el potencial explosivo de su premisa. Cada espectador decidirá si es suficiente o no.
La luz de Dios La premisa de La oscuridad (Vanishing on 7th Street, 2010) era a priori atrapante: un grupo de hombres y mujeres sobreviven a un apagón instantáneo que acaba con gran parte de la población. Sin embargo, lejos de la coherencia o de una declarada opción por la ausencia de explicaciones como elemento de perturbación, Brad Anderson abunda en chapucerías que empantanan al film en el terreno de la alegoría religiosa. La ciudad de Detroit vivía la rutina diaria. Pero un apagón de tensión literalmente evapora a gran parte de la población, dejando apenas un puñado de sobrevivientes (Thandie Newton, Hayden Christensen, John Leguizamo, entre otros) desperdigados por la ciudad. De esta forma, sin saber exactamente los por qué ni los cómo de la situación, el grupo descubre que la muerte arrasa cuando llega la temida oscuridad. ¿Qué haría uno si de buenas a primeras un bajón eléctrico finiquita a la humanidad? Bueno, los protagonistas de La oscuridad no hacen nada. En realidad sí, pero con la naturalidad y parsimonia de quien no magnifica lo sucedido. Esa forma de proceder, junto con la apuesta por la no explicación, le da un aire profundamente enrarecido al film, perturbador. Hasta que el grupo empieza a conglomerarse en el bar, y ahí sí, se acabó lo que se daba. La ubicación geográfica y circunstancial del film remiten a un misterio sobrenatural. No hay que esforzarse demasiado para trazar un paralelo entre esta oscuridad que acorrala a los supervivientes y aquella niebla que hacía lo propio con empleados y clientes de un supermercado en el film homónimo dirigido por Frank Darabont. La diferencia entre ambas, entonces, no está en el significante, sino en el significado. Pero en ese caso operaba casi un McGuffin. Al fin y al cabo, su presencia latente e inexplicable se corría del eje central que ocupaba durante la primera mitad del metraje para develar la auténtica esencia del film: la miseria humana, la impaciencia y la falta de tolerancia. No es casual, entonces, que ni siquiera se explique de qué se trataba todo el fenómeno ¿meteorológico?. Justamente ahí radica el encanto de La Niebla (The mist, 2007). Aquí ocurre algo similar, solo que el director de El maquinista (The machinist, 2004) choca con la encrucijada de usar la oscuridad como alegoría o mera excusa argumental y opta por lo primero. El último tercio del film borra con el codo los climas y vacíos previamente generados. La muerte como símbolo de castigo, la redención y la culpa son los platos principales de un menú cuya entrada hacía suponer lo contrario.
Cuenta conmigo La escena inicial de Super 8 (2011) es la síntesis perfecta de todo aquello que uno puede pedirle al cine: un empleado de una mina saca las chapas con números que celebran más de 700 días sin accidentes para retrotraer la cuenta a 1. Es una tragedia hecha cifra, el dolor de una familia, de un pueblo, ilustrado por un número, síntesis narrativa al servicio de la emoción sincera y sentida. De allí en más, el inventor de la ciencia ficción 2.0 que es J.J. Abrams le toma la mano al inventor de la ciencia ficción moderna que es Steven Spielberg para juntos hacer que las aventuras sobrenaturales un relato infinitamente lúdico sobre el arte cinematográfico. ¿El resultado? La película del año. El opus cuatro de J.J. Abrams se ambienta en un pequeño pueblo norteamericano en las postrimerías de la década del ‘70, justo cuando Blodie saturaba walkmans con Heart of Glass y una generación sub-15 tarareada la hormonal My Sheroma. En ese ambiente geográfico y temporal casi mágico, seis chicos sueñan con inmortalizar su visión del mundo en película casera rodada en el formato al que alude el título., una noche comenten la picardía adolescente de escaparse para rodar una escena en la estación ferroviaria local. Pero el paso de un tren, inicialmente una “aprovechamiento de producción”, según lo cataloga uno de ellos, deviene en tragedia: el tren descarrilla y decenas de vagones vuelan por los aires, destruyendo e incendiando gran parte de la zona. El pueblo conmocionado no duda en catalogarlo como un accidente, pero ellos saben que la fatalidad no es tal, que una camioneta provocó intencionalmente el descarrilamiento. La pacífica rutina pueblerina se alterna con la esencia de numerosos militares. El tren no era una simple de carga, sino un cargamento proveniente de la ultra secreta Área 51. Suena casi a tomadura de pelo redundar en las implicancias de la figura del creador de Encuentros cercanos del tercer tipo (Close Encounters of the Third Kind, 1977), E.T. El extraterrestre (E.T.: The Extra-Terrestrial 1982), y Jurassic Park (1993) para el cine industrial norteamericano en general, y el de ciencia ficción en particular. Distinto es el caso de J.J. Abrams. Seguramente víctima de la cercanía temporal, el creador de Lost no sólo revolucionó las facturas técnicas y narrativas de las series televisivas –no es novedad que lo mejor de la industria norteamericana actual se encuentra en la pantalla chica y no en la grande-, sino que alambicó hasta niveles impensados la relación entre Internet y un producto audiovisual. A modo de tagline, Super 8 hibrida la narración spielbergiana de los 80 con una temática de tintes sobrenaturales, que no será muy moderna pero que en los últimos años sufrió una ola masiva de revisitaciones desde que -oh, casualidad- el amigo Steven pusiera las botas en el barro en La guerra del mundos (War of the worlds, 2005). De allí en más, Cloverfield (2007), Sector 9 (District 9, 2009)y la catódica Falling Skies, entre otras. Pero, atención, lo extraterrestre es a Super 8 lo que la arqueología es a la saga –entiéndase saga por tres primeras películas- de Indiana Jones: pura excusa y pirotecnia que enmarca una narración cuyo ancho de espadas es la nobleza de la aventura física que, en este caso, retrata ese vendaval de incertidumbre que es la pubertad sin un ápice cinismo ni condescendencia, sino que desde donde mejor puede hacerlo: desde la visión de sus protagonistas. En ese sentido, Super 8 es, como ellos, una criatura que busca en cada remezón de la arquitectura narrativa un punto de fuga para la imaginación y el entretenimiento. De ahí la ubicación temporal en los ’80, época por antonomasia de relatos protagonizados por chicos y adolescentes. Aquí hay varios elementos característicos de la mayoría de aquellos films, como la ubicación en un pueblo pequeño y la falta de contención familiar como disparador para el libre albedrío de la aventura. Pero J.J. Abrams hace un film sobre los ochenta sin ser eminentemente ochentoso. Hay, sí, elementos aprehendidos del Spielberg, como aquella máxima de que lo monstruoso es directamente proporcional a lo que se sugiere. No hay guiños cómplices para adultos, sino lo contrario: la concreción de un mundo inclusivo donde se aprehende la atmósfera en que se desenvuelve la trama. Pero quizá el mayor mérito de Super 8 es el de hacer corresponder absolutamente todo elemento formal y narrativo a la nobleza de sus protagonistas. Todo aquí parece extrapolado de un mundo imperado por el cine como medio de educación, de transmisión de vivencias, de abono para el cultivo de la mente. Por eso el accidente es desproporcionalmente aparatoso en comparación con las consecuencias manifiestas que deja (ellos sin un rasguño y el autor del accidente ¡apenas herido!) o el protagonista no duda jamás en que él será el encargado de rescatar a su chica, ante la inoperancia de los militares –podría buscársele alguna pátina alegórica a ese rol, pero Abrams los dota de una simpleza tal que anula cualquier intento vinculante-. El cine: amor y señor del universo Super 8. Historia de amor por el cine y los relatos, el director de Cloverfield entiende a la pubertad como la amalgama entre fantasía infantil y responsabilidad adulta. El sexteto protagónico de Super 8 entrará en la historia grande del cine, justito al lado de los cuatro de Cuenta conmigo (Stand by me, 1986) y el quinteto de El club de los cinco (The breakfast club, 1985).
Cosita loca llamada amor El 2011 marcha directo a convertirse en el año de las comedias norteamericanas. Desde la disrupción e incorrección que proponen las excelentes Pase Libre (Half pass, 2011) y Malas enseñanzas (Bad teacher, 2011), hasta el humor más implosivo y subrepticio de las directo a DVD ¿Cómo saber si es amor? (How do you know, 2010), Saber dar (Please give, 2010) o Cyrus (2010), el panorama luce por demás alentador para los fanáticos del género. En ese contexto, Loco y estúpido amor (Crazy, Stupid, Love, 2011) es una anomalía, un objeto extraño y por momentos difícil de encuadrar en el que Glenn Ficarra y John Requa hibridan la temática y el punto de vista eminentemente masculino de las primeras con la melancolía y cierta pátina de inexorabilidad de las segundas. Pero ciertos momentos de tibieza dejan el amargo sabor de la insuficiencia. La vida de Cal es modélica. Padre de un par de hijos, poseedor de un buen trabajo y marido de una bellísima mujer (Julianne Moore), su única preocupación radica en el minucioso análisis de la cartas de postres durante la velada íntima con su esposa. Pero ella, hastiada de la quietud provocada por la rutina, le espeta que no quiere postre, sino el divorcio. Patitieso, Cal deja el nido familiar y se dispone a despuntar los vicios de la soltería frecuentando un bar donde conocerá al autentico bon vivant de Jacob Palmer (Ryan Gosling), quien se presenta como una suerte de consejero espiritual para revivir su apisonada masculinidad. El resultado es la creación de un seductor hecho y derecho, que sin embargo se da cuenta que ese sexo vacío no suple el recuerdo de su esposa. Ya en la relación entre protagonista y actor queda claro la oscilación de la que hace gala Loco y estúpido amor. Es que Cal aúna las dos principales vertientes entre las que se mueve la filmografía de Steve Carell: tiene la paciencia, la pasividad y el aplomo propia de sus criaturas de comedias con aspiraciones masivas (Dani, un tipo de suerte y Una noche fuera de serie), pero también la batería gestual marca registrada de los productos Apatow. A su vez, el personaje está inmerso en una trama cuyo disparador y posterior conflicto remite invariablemente a Pase Libre: la vejez como creadora de temores, el sometimiento de un hombre a las inescrutables reglas de la seducción, el autodesafío que ésta implica y la objetivación y estereotipación de la mujer. Esa propuesta, en las mismas manos que hicieron decirle a Papá Noel que tenía Sida porque “amó a la mujer incorrecta” en la inolvidable Un santa no tan santo (Bad Santa, 2003), era un convite a la escatología y la crasitud visual que harían de ¿Qué pasó ayer? Parte 2 (The hangover part 2, 2011) una comedia blanca, ATP. Bueno, oh sorpresa, el film opta por la pulcritud y el fuera de campo. Incluso muchas veces de forma notoria, como cuando los directores juegan con la profundidad de campo para que la cabeza de Carell cubra la zona genital de su flamante consejero desnudo. Pero el efecto más chirriante se produce con la utilización de un léxico anómalo y puritano, seguramente a razón del anhelo de una clasificación PG-13 que permita el ingreso de adolescentes. A saber: Loco y estúpido amor es quizá la primera película en la historia moderna poblada por seres predispuestos al sexo casual cuyas charlas giran mayoritariamente en torno a los vericuetos de la conquista en la que no se dice ni una vez –N-I-U-N-A- la palabra fuck, quitándole no sólo los efectos cómicos de la sonoridad perfecta de ese vocablo, sino también espontaneidad y carnadura a los personajes. ¿Qué marido engañado se pelea con su mujer infiel enrostrándole el momento en el que “se acostó” con el tercero en discordia? ¿Hasta qué punto es creíble que el hijo de Cal quede sólo frente al amante –y también compañero de trabajo- de su madre y le reproche el “romper la relación de los padres”? Lo criticable, entonces, no pasa por esa elección en sí, sino por la forma sonora y visual en que se la exhibe: las costuras del cálculo son tan visibles que trocan eficacia y espontaneidad (sumatoria que desemboca invariablemente en la comicidad) por una pátina plástica que poco favorece a la risa. Quizá la culpa de esa sensación de insuficiencia sea de otra dupla, la de Peter Farrelly y Bobby Farrelly, que con las escenas del sauna y del baño de Pase Libre patearon bien lejos los límites de lo éticamente mostrable. Ficarra y Requa son concientes de la imposibilidad de corromper esa línea y, lejos de quedarse conformes, redoblan la apuesta quebrando el film al medio. La tibieza de comedieta sexual queda atrás para pasar a un relato de humor solapado y asordinado, giro que le permite (re)distribuir el peso argumental hacia los protagonistas secundarios y diluir la misoginia otrora imperante. Así, traccionada sobre todo por el extraordinariamente delineado hijo de la pareja, quien a los 13 años sabe que las claves para el éxito amoroso está en la perseverancia, Loco y estúpido amor adquiere el gramaje de las grandes comedias dramáticas, aquellas donde la comicidad subyace en las situaciones antes que en one-liners o chistes visuales. Rara avis dentro de un panorama particularmente alentador, Loco y estúpido amor deja un resabio amargo producido por la certidumbre de que la mitad inicial de su metraje discurre con freno de mano puesto, como si Ficarra y Requa mantuvieran atada la bestia interior que asomó el hocico (y el cuerpo todo) en la salvajada de Una pareja despareja (I Love You Phillip Morris, 2010). Pero también es la manifestación de una faceta hasta ahora desconocida. El crédito sigue abierto.
Disfunción en los suburbios Las familias disfuncionales son uno de los temas predilecto del cine independiente norteamericano -sobre todo si la disfuncionalidad subyace en algún suburbio de clase media-, entendiendo “independiente” en su acepción menos literal, es decir aquella ilustrada por los films que año tras año salen de Sundance. Con más de tres año de atraso, llega a la cartelera porteña Aprender a vivir –horrible traducción de Lymelife-, otro exponente de esa tendencia que, sin embargo, se impone por el gramaje de su guión y el notable trabajo actoral. La enfermedad de Lyme a la que referencia el título original es provocada por las garrapatas. Víctima de esa afección, Charlie Bragg (Timothy Hutton) edifica una rutina apócrifa, sacando boletos de trenes para entrevistas laborales a las que nunca va. Su esposa Melisa (Cynthia Nixon, felizmente alejada de su insoportable Miranda de la igualmente insoportable Sex and the city) busca refugiarse de la ominosa vida de su marido en los brazos de Mickey (Alec Baldwin, el mejor actor del mundo), quien a su vez no parece demasiado preparado para el flamante éxito de su inversión inmobiliaria. La familia Bragg se completa con la quinceañera Adrianna (Emma Roberts), quien se debate entre la sexualidad prematura que le impone su cuerpo con la calidez y contención algo infantiloide pero sincera que le propone su amigo y vecino Scott (Rory Culkin, hermano del pobre angelito Macaulay). Esa dualidad se percibe en cada encuentro: él observa su totémica belleza; ella lo sabe, lo percibe, pero busca imponerle al corazón los caprichos de la mente. Scott, a su vez, es hijo de un matrimonio que se descarara en cada desayuno, con la infidelidad de Mickey subsumida bajo la evidente ceguera de Brenda (Jill Hennessy). Por si no fuera suficiente, Jimmy, el hijo mayor (Kieran Culkin: sí, otro hermano) se alista para ir a servir con su país a las Islas Malvinas (¡!), detalle que permite, junto con la toma de la Embajada de Estados Unidos en Irán, ubicar a la ópera prima de Derick Martini en 1979. La temporalidad del relato suena más voluntad autobiográfica del director, quien escribió el guión con su hermano Steven, que a funcionalidad narrativa: no hay indicios concretos que anclen o se deriven de la época en la que trascurre. Al contrario, se genera una rara sensación de extemporaneidad obligada, como si todo el hoy en que parece transcurrir el film se cuele por las rendijas de lo impuesto por el universo ficcional. Pero eso es apenas un detalle menor. Como bien señalo el crítico norteamericano Roger Ebert, Aprender a vivir es un film sobre la distancia muchas veces indisoluble entre lo real e ideal. Es por eso que la pantomima creada por Charlie y la dualidad entre lo angélico y lo carnal en la que se mueve Adrianna son sólo dos eslabones de la larga cadena de irregularidades: Mickey duda entre el ser y el deber, Brenda se autoimpone una negación que choca de frente con lo fáctico, Jimmy llega con una férrea voluntad de mantener unidos los jirones de su familia, Melisa cree que su marido efectivamente hace lo que dice hacer y el joven Scott sufre por los desaires en lo cool y no cool, entre ser hijo pródigo y sumiso –“¿Todavía tu mamá te obliga a ponerte ropa?”, lo increpa Adrianna- o adquirir un espesor autosuficiente inédito en su vida. Dentro de ese choque, los Martini plantean, como Nicole Holofcener en ese impecable directo a DVD que fue Saber dar (Please give, 2011), dos cosmos que se orbitan y colisionan constantemente. Por un lado, el de los adolescentes, retratado con mayor frescura y fluidez –la escena de sexo es quizá uno de los momentos más cálidos, sinceros e intimistas del año- seguramente por la cercanía temporal entre los guionistas (ambos sub-30) y los personajes, y el de los adultos, tan denso como desdibujado por una carga de conflictividad mayor e impostada, donde sobreabundan infidelidades e insatisfacciones. Como se dijo líneas arriba, la juventud de los escritores seguramente favoreció a que pisen con más firmeza en el terreno conocido que en aquel aún inédito. Si gran parte del texto gira en derredor a los comportamientos y actitudes de los personajes, es porque Aprender a vivir es un film que reposa sobre la solidez de sus intérpretes, que conforman un elenco sólido y parejo, aunque con puntos altos en la enorme figura de Alec Baldwin (quien parece divertirse no sólo en comedias mediocres como Enamorándose de mi ex sino en cualquier set donde se prenda una luz roja) y en dupla de adolescentes.
Publicada en la edición impresa de la revista.
Freaks and freaks Qué injusta que es la historia, empecinada en enrostrarle a Jake Kasdan su vinculación filial con Lawrence antes que en recodarlo como uno de los creadores de la excelente Freaks and geeks. A aquella serie, que operó como caldo de cultivo de la factoría Apatow, ahora le suma Malas enseñanzas (Bad teacher, 2011), otra subversión de los cánones tradicionales de la escolaridad purista. Si la docencia es uno de los oficios que más requiere de esa entidad inaprensible llamada vocación, Elizabeth (Cameron Díaz) es la excepción a la regla. Ordinaria, crasa, irrespetuosa, es la antítesis de la pedagogía. Trabaja a desdén, por una obligación inicialmente no del todo clara: la billetera de su marido alcanza y sobra para una vida repleta de lujos y banalidades. Pero el hombre se hastía y la deja, obligándola a exiliarse en un vulgar departamento céntrico y a trocar su sueño de esposa felizmente mantenida y desocupada por el mantenimiento de su pesadilla laboral en el colegio. Decidida al cambio, su primera meta será un implante mamario para conquistar al flamante sustituto Scott Delacorte (Justin Timberlake). Pero todo su precio, y el del par de silicona ronda los 14 mil dólares. ¿Cómo conseguir esa cifra? Quizá cambiando su metodología de enseñanza para acceder al bono estatal al mejor curso… Para entender el espíritu que sobrevuela a Malas enseñanzas es indispensable retrotraerse hasta 1999, cuando un jovencísimo Judd Apatow produjo una serie cuya corta duración –apenas dieciocho episodios- no mermó su carácter de jurisprudencia. Sobre Freaks and geeks se asientan las bases de una de las corrientes más importantes de la comedia norteamericana actual. Bases tanto humanas (de aquí surgieron Seth Rogen, James Franco, Jason Segel y Martin Starr, entre otros) como temáticas: la serie giraba en derredor de un grupo de tres púberes que oscilaban entre las aspiraciones populares de los mayores y el goce de su condición minoritaria, lo que a la postre sería una marca de agua de Apatow. El punto neurálgico de ese cosmos era un colegio primario. Allí las criaturas colisionaban con otras tanto o más particulares que ellas: los docentes. Y es aquí donde surge el hilo conductor que hermana a la serie –Kasdan dirigió cinco episodios- con Malas enseñanzas: en ambos casos la anomalía subyace no tanto en los chicos como en los adultos. Si a los primeros se los preserva(ba) de cualquier miramiento crítico por el amparo que les genera la zigzageante etapa del desarrollo hormonal y espiritual –sobe todo en la serie, donde la duración permitía un gramaje superior de cada personaje-, a los segundos se los retrata(ba) sin piedad, como si no hubiera escarnio ante su ineptitud. No es extraño pensar a Malas enseñazas como una virtual exploración de la institución escolar digna del mejor Christopher Guest. La galería de personajes que componen el staff docente con el que convive Elizabeth es un auténtico zoológico: el amor por los delfines del director, la timorata compañera de Elizabeth, los berrinches y acusaciones dignos de una quinceañera de la contrafigura de la protagonista (Lucy Punch)y hasta el mismo Delacorte, cuyo single Simpático es una oda al caramelo musical, tienen una cuota de inmadurez tanto o más grande que los chicos a quienes educan. Por eso a Elizabeth no le cuesta demasiado sobresalir por sobre la media. Ella llega con una cuota de maldad que inclina la báscula sobre la que reposa el equilibrio entre las dos partes que conforman el acto escolar. Lo hace manipulando a sus pares, pateando el tablero dando clases con películas, insultando a sus alumnos, coimeando a los padres y hasta robándole al encargado de tomar los exámenes que validarán o no la concreción del bono. La inteligencia de Kasdan está en trasladar esa alteración al contenido y forma. Malas enseñanzas es centrípeta a Elizabeth, todo el cosmos se redirecciona para girar en derredor de ella y sus criaturas pasan de la tranquilidad de la rutina al zarandeo constante de sus ritmos y caprichos. Kasdan, ni lento ni perezoso, la acompaña endiosándola, iluminando cada fotograma con su figura, articulando todas las piezas que retrata en pos de su estrella. El logro máximo del director es el de poner patas para arriba –otra vez- la institución canónica del sistema norteamericano. Y por si fuera poco, adosarle una pátina de humor. Un film ideal para evadirle al maguito tira rayos y a los autos parlanchines.
Nunca es tarde para amar El amor de Robert (Lovely, Still, 2008) narra la historia de un enamoramiento en el ocaso de la vida evadiendo el sentimentalismo craso. Pero un desenlace que requiere la suspensión total de la incredulidad hacen que el debut cinematográfico de Nicholas Fackler quede a mitad de camino de la gran película que pudo ser. El Robert del título (Martin Landau) vive apaciblemente dividiendo su tiempo entre un relajado trabajo en un supermercado bajo la tutela del simpático Mike (Adam Scott) y la soledad de su hogar. Todo cambia el día que lo visita su vecina Mary (Ellen Burstyn) y descubre que no hay límites temporales para el amor. Es sorprendente que sea un operaprimista de 24 años quien aborde un tema que el cine no visita con frecuencia. Vaya uno a saber por qué, pero la industria no se suele ligar el amor con la vejez. Y cuando lo aborda lo hace apostando más a la exacerbación del melodrama –Diario de una pasión (The notebook, 2004)- o al romanticismo casi épico -el ingreso a caballo de Franco Nero en el final de Cartas a Julieta (Letters to Juliet, 2010)-. En esa dirección van los dos tercios iniciales de El amor de Robert, con una enamoramiento idílico y por momentos edulcorado. Pero luego irrumpe la enfermedad, reubicando al film más cerca de la excelente Lejos de ella (Away for her, 2006), aunque con un punto de vista opuesto. La diferencia es que si la canadiense Sarah Polley apostaba a lo sobrio y riguroso para hacer un retrato descarnado del ocaso físico y mental de una mujer, Fackler toma a la estilización como norte aludiendo a un espectador dispuesto a entrar en la lógica de ese mundo. Aun con sus irregularidades y con decisiones discutibles, El amor de Robert es un film sincero, cálido y noble, que se yergue amparándose en sus escasas pretensiones. No está mal, sobre todo en la inminencia de las vacaciones de invierno.