Hazme reír...al menos un poco Son como niños (Grown Ups, 2010) es Adam Sandler poseído por el espíritu escatológico de los hermanos Farrelly. Adam Sandler culposo. Adam Sandler con moraleja. Adam Sandler lejos de Adam Sandler. Corre el año 1978 cuando un grupo de amigos pre-adolescentes alcanzan la cumbre deportiva obteniendo el título de la Liga infantil de Básquet, prohijados por el manto de sabiduría del entrenador. Más de tres décadas después, su muerte los vuelve a reunir. Allí, durante un fin de semana en el mismo lugar donde paladearon la gloria, descubrirán que, más o menos exitosos, más o menos felices, la esencia y la amistad entre ellos está latente. Resultaba un gran enigma el norte al que apuntaría la carrera del otrora Saturday Night Live luego de la crepuscular Hazme Reír (Funny people, 2009), editada directo a DVD algunos meses atrás. El film de Judd Apatow era quizá la comedia más amarga que el cine norteamericano dio en los últimos lustros: en cada costura de la historia ¿autobiográfica? (con audios originales de Sandler y Cía.) de un comediante de stand up solitario y aquejado por un cáncer cuyo único vínculo que a duras penas encuadra en los cánones de la amistad es un empleado que lo idolatra, se traslucía un drama existencialista, que cuestionaba la forma y el contenido de su carrera artística. Era una película de clausura embebida en una profunda melancolía por aquel mundo que fue y ya no es; no sólo el cierre de una etapa en la vida profesional de Sandler –cuyo personaje se acepta obsoleto y se corría hacia un rol más pedagógico- sino también en la forma de ver, hacer y entender su cine. Por eso Son como niños adquiría una magnificación inusitada para los habituales espectadores del actor de cabeza ovoide: era difícil que su filmografía permaneciera indistinta a Hazme reír. Son como niños es, antes que una mala película, una película inconsciente, característica aún más notoria cuando el comediante oficia también de productor y guionista. Que los personajes sean adultos negados a esa condición, adolescentes retroactivos eternos que aspiran al entretenimiento más vacuo e intrascendente propio de los sub-20, es un característica larval de su productora Happy Gilmore. Lo novedoso es la aparición del goce culposo, de la aceptación de que esa feliz inmadurez es algo socialmente mal visto, mundanamente incorrecto. Por eso todos terminan pidiéndose disculpas, reconociendo sus inmadureces e imperfecciones en una ronda expiatoria. Son como niños está más cerca de la moraleja burda y chillona de Click (2006) que –digamos- del desparpajo e irreverencia de No te metas con Zohan (You Don't Mess with the Zohan, 2008) o cualquiera de los films del siglo pasado. Pero el film de Dennis Dugan tampoco pisa inseguro la senda de la redención. Como un signo de búsqueda, o quizá del rumbo perdido, la apuesta por momentos es hacía un elemento hasta ahora ajeno al universo sandleriano: la escatología en sus más diversas formas y sonidos. Son Como niños está sobrevolada por el espíritu de los hermanos Farrelly. Pero si ellos tiene ánimos de provocar y de movilizar desde lo escatológico, aquí todo resulta gratuito, innecesario. Quizá el momento más auténticamente SNL sea ese juego menos pueril que estúpido donde se tira una flecha hacia arriba y todos deben huir del círculo. Es un tan solo una escena que revoza absurdo, que apela al sentido más básico y genuino del humor slapstick, aquel donde abundan golpes y mofadas físicas. Hay apenas muestras de oficio del pálido y desgarbado Steve Buscemi y de ese eterno secundario que es Rob Schneider, que clama a gritos un protagónico que lo catapulte a los primeros planos de la actual comedia norteamericana. Ellos y el perro sin cuerdas vocales (quizá uno de los chistes más logrados del año) salvan la película. Son como niños, la primera película de Sandler post-Hazme reír, se debía mucho más.
Los tres mosqueteros Productor con dinero y amante de la pirotecnia se asocia a director con más oficio que sabiduría, convocan a actor conocido y son felices hasta que la muerte (o el contrato) los separe. Se trata de Jerry Bruckheimer, Jon Turteltaub y Nicolas Cage, quienes construyen en El aprendiz de brujo una (otra) película con mucho ruido y algunas nueces. La tercera participación del trío tiene a Cage como un maestro de la magia que desde hace siglos se enfrenta al malvado de turno (el gran Alfred Molina, cabeceador de cualquier centro si los hay...). El primero debe dar con un recluta dotado de capacidades extraordinarias que motoricen su victoria. La buena noticia es que lo encuentra; la mala es que se corporizó en un chico tímido, enamorado de su compañera de primaria desde siempre, más apresto a la lucha intelectual que al contacto físico. De buenas a primeras, pasa del laboratorio a ser parte seminal de una lucha milenaria. Quienes hayan visto el díptico La leyenda del tesoro perdido, sabrán que los muchachos no se caracterizan por la sutileza ni la ambigüedad. El film es (debe serlo) unívoco, moralmente incuestionable, sin doble lectura posible: Turteltaub subraya la sobreactuación de Cage mientras Bruckheimer mete dedos en la calculadora. Bueno, El aprendiz de brujo es lo mismo. La principal dificultad para un análisis radica en la vacuidad. El film aspira a ser invisible, a desaparecer tras el velo de ruido y efectos especiales que pergeñan los mandamases. Sí, a Jay Baruchel le calza como anillo al dedo el papel de nerd timorato; sí, la película entretiene y transcurre ameno, terso. Pero hay una magnificación exacerbada de lo visual gratuita: la arena, las peleas sin trascendencia narrativas, se adocenan al por mayor y la aventura queda atrás. Toy Story 3, Eclipse, Shrek 4, elementos sintomáticos de la peligrosa enfermedad crónica de la secuela, que este año adelantó en varias semanas el receso escolar. He aquí otra muestra: El aprendiz de brujo...o La Leyenda del Tesoro 3.
Entre besos y tiros La carrera de Tom Cruise está en una encrucijada. Mirado de reojo por los grandes estudios por sus odas a la cientología –ingestión de placenta incluida-, se debate entre la autoparodia, lugar de difícil retorno para las magnates del star-system, o la continuación de una carrera más apegada a los cánones tradicionales. Encuentro Explosivo (Knight and day, 2010) marca una flanqueo hacia la primera. El astro de Top Gun (1985) es Roy Miller, un agente del FBI asediado por sus compañeros, quienes lo acusan del robo de una valiosa arma. Pero cuando está a punto de subir al avión donde lo despacharían a plomazos, se cruza con la inocentona June (Cameron Diaz). De ahí en más, serán dos contra el Boreau. Todo comenzó en Una Guerra de película (Tropic Thunder, 2008), donde Cruise era el cruel mandamás del estudio cinematográfico encargado de financiar el film del título. Los implantes de silicona, la calva apócrifa, los postura sobreactuada, la impostada crueldad y el break-dance postrero iniciaron el quiebre hacia la auto parodia. Les Grossman era la exacerbación de las miserias que Hollywood se empecina en endilgarle. Encuentro Explosivo mantiene la proa hacia ese norte. Roy mixtura la capacidad física, la incredibilidad elástica del Hunt de la trilogía Misión Imposible (Mission imposible) –sobre todo la II, bajo el ala del gran John Woo- y la galantería y magnetismo seductor de Bond, James Bond. El realizador James Mangold estiliza cada cliche del héroe de acción, eleva cada lugar común para que el espectador no se tome demasiado en serio absolutamente nada de lo que el guión de Patrick O'Neill propone. El film gana cuando apuesta al desparpajo de Cruise en clave paródica: sólo él puede pasar de colgar boca abajo mientras soporta piñas de sus captores a saltar en paracaídas, fundido a negro mediante. Pero el director de El tren de las 3:10 a Yuma (3:10 to Yuma) deja huérfana a su criatura, desplaza el eje a la inocentona June, relegando la potencia de la conciencia: si Roy es exageración, desmesura e incredibilidad, ella es lugar común, repetición vaciada de gracia. Si Encuentro Explosivo plantea una trama trillada y mil veces vista, la ganancia está en una vuelta de tuerca, tanto reversionando el género o simplemente riéndose de él. No pasa eso, y el film muta a la acción más superflua y tradicionalista del género, maniqueísmo incluido. El superhéroe es de carne y hueso. Encuentro Explosivo se disfruta por el enorme oficio de Cruise. Lástima que Mangold no sepa, o no quiera, aprovecharlo.
Todo lo que fue y ya no es Catalogada como “la última aventura”, Shrek para siempre (Shrek Forever After, 2010) es la triste culminación de un saga cuyo encanto se diluyó a medida que aumentaban las secuelas. El brillo, la frescura y el halo novedoso son apenas un grato recuerdo. La trama ubica al ogro en un ámbito para él desconocido: la paternidad. Hastiado por la rutina, nuestro héroe sufre el engaño de Rumplestiltskin, quien le ofrece un pacto tramposo: la concreción de su felicidad a cambio de que éste pase un día en el cuerpo verde. La realidad alternativa tiene a Muy Muy lejano sumido en la monarquía absolutista del malvado, y a Shrek y Fiona como ilustres desconocidos. Para pulverizar el hechizo, el protagonista deberá –cuándo no- zarparle un beso al verdadero amor. Resulta importante recordar lo que Shrek (2001) significó –en pasado- para el cine de animación. La irrupción de la historia del ogro verde enmarcado en un relato clásico-fantástico trajo un hálito de frescura a la casi siempre –ese casi es Pixar- pueril y obsoleta animación infantil. Fue también un batacazo en taquilla por el que nadie apostaba demasiado en la temporada boreal 2001 norteamericana, y un espaldarazo para la incipiente compañía SKG. Pero empezaron la secuelas y la historia mutó a franquicia, los productores en explotadores y el simpático ogro verde en personaje institucionalizado. Ese cóctel, se sabe, es letal para el cine. Es interesante trazar un parangón con la mencionada Pixar y el reciente estreno de la maravillosa Toy Story 3 (2010). Mientras que allí hay una evolución en los personajes (vean la triste certeza del paso del tiempo, y de su tiempo, que sufre Andy), en la animación (el 3D es perfecto) y un profundo conocimiento por los géneros clásicos que transita con la seguridad de la confianza (el flashback de Lotso), aquí hay un apelmazamiento de ideas, un menjurje no sólo de ideas ajenas sino la reiteración ad infinitum de aquellos gags otroras eficaces. No faltará purista que enarbole la bandera del plagio. Sería posible soslayar la copia argumental a Qué bello es vivir (It's a Wonderful Life, 1946) siempre y cuando el producto final esté a la altura de hacerlo, o al menos una idea que transponer en pantalla. Al fin y al cabo, desde las tragedias griegas en adelante las premisas artísticas giran en derredor de un puñado de temáticas básicas donde las pequeñas diferencias tanto técnicas o narrativas dotan al producto de una distinción que las despegue del cúmulo, elemento que en Shrek para siemprese corporiza en un unos anteojitos para espectador... El cierre merecía una película mejor.
El (más) pequeño saltamontes Primer exponente de la tendencia refrito-ochentoso que se avecina, Karate Kid (The Karate Kid, 2010), o la guía de Beijing para principiantes, es una película que amplifica el mensaje moralizante de la original. Pero la inobjetable estampa clásica, la nobleza de un punto de vista constante y una narración fluida y llevadera conforman un producto final culposamente disfrutable. El film de Harald Zwart, director sin demasiados antecedentes auspiciosos que incluye La Pantera Rosa 2 (The Pink Panther 2, 2009) y Agente Cody Banks (Agent Cody Banks, 2003), cuenta la historia de Dre (Jaden Smith, o el hijo de Will), un chico de 12 años que se muda a Beijing con su madre (Taraji P. Henson). El resto (y lo anterior también) resulta conocido: que una bella oriental le hace ojitos, que una pandillita lo empieza a molestar, que la misma pandillita lo muele a patadas voladoras, que conoce a Han (Jackie Chan), maestro marcial devenido plomero, que éste le enseña el arte de la defensa y la vida... La ingeniería financiera detrás del film resulta fundamental para entender la relocación geográfica y el cambio de disciplina (sí, en Karate Kid no practican Karate sino Kung-Fu). El dinero salió conjuntamente de Hollywood y China, país que aportó cinco de los cuarenta millones que demandó la coproducción. No resulta casual que los quince minutos adicionales respecto a su predecesora se pierdan en imágenes pictóricas de la milenaria ciudad, recorrido por la Ciudad prohibida (en inglés y todo) y un par de secuencias de entrenador-discípulo pateando en la inmensidad de la gran Muralla China incluidas. Ya con las cartas sobre la mesa, solo queda el goce de un producto que nunca esconde su condición. Porque Karate Kid ahorra cuanta sutileza y construcción cinematográfica éste a su alcance: ya en el segundo plano, una línea sobre la pared marca la ausencia paterna en la binómica familia. Porque Karate Kid no calca sino que redibuja la fábula original. Lejos de jugar en contra, la claridad y autoconciencia del recurso dotan al film de una inusual frescura que permite un disfrute tan culposo como placentero. La primer diferencia en apariencia caprichosa -sobre todo si es el hijo de una estrella de Hollywood, que por si fuera poco aquí oficia de productor- es la edad del protagonista. A diferencia del adolescente Daniel LaRusso de la original, Dre está en el florecimiento de la pubertad, y la película mantiene durante todo el metraje ese punto de vista de y sobre el mundo. Se entiende entonces que Zwart (o el estudio) opte por desanclar el film de cualquier atisbo o referencia a la coyuntura socio-económica actual. La madre huye de Detroit, cuna de una industria en crisis desde la explosión de la burbuja cambiaria como la automotriz, hacia ese gigante por años dormido que hoy resurge de los vapores del comunismo que es China, pero nunca se explicitan los motivos más allá de una escueta referencia a “una nueva oportunidad”. Se justifica un acercamiento hacia la damisela embebido de la inocencia propia de esa etapa. Porque Zwart no tiene una mirada soberbia sino que se retrotrae hasta esa pequeñez para un abordaje infantil, lúdico, que no pueril. Y en medio de todo, una película-vehículo de un mensaje sobre la importancia de competir antes que la prepotencia victoriosa tan subrayado como noble e inofensivo. Porque Karate Kid es también una fábula deportiva que reversiona a David contra Goliat, que pregona el arte marcial no como un conjuntos de piñas y patadas coordinadas sino como filosofía de vida donde impera la paciencia y la disciplina. Porque sorpresas te da el cine, de una remake que olía a naftalina resulta una película entretenida, de un fluir llevadero, que avanza con seguridad hacia un destino que, como aquellos que atesoramos en el alma, siempre vale revisitar.
Son Leyenda Estrenada en el último Festival de Venecia, La Carretera (The Road, 2009) se podría encuadrar dentro del cine apolíptico más tradicional. Pero la concepción de héroe involuntario y mundano cuya única lucha es por la supervivencia propia y de su hijo la ubican más cerca de las tragedias y distopias más importantes de la literatura mundial. Basada en la novela ganadora del premio Pulitzer 2007 The Road, la quinta película del australiano John Hillcoat - el mismo de la muy interesante The Proposition (2005), editada aquí en DVD un par de años atrás como Propuesta de Muerte – transcurre en un futuro atemporal aunque no demasiado lejano donde el mundo tal como era es apenas un recuerdo: Gris, desolador, embadurnado de pestilencias, Estados Unidos es el imperio del libertinaje y de la supervivencia a toda costa. Allí andan un padre y su pequeño vástago, desprovistos de todo materialidad que los vincule con ese pasado cercano aunque de imposible retorno. Parecen caminar sin rumbo, atentos a los caprichos del camino, pero no. La concreción del objetivo particular y constante (sobrevivir) los llevará hacia la meta: la costa este. Al igual que el libro de Cormac McCarthy, La Carretera hace culto al racionamiento de información como elemento fundamental de la narración: Apenas sabemos la existencia del vínculo filial entre el hombre y el nene, seres sin nombres ni apellidos, sin oficios ni gustos, sin explicaciones que construyan un backgroud de su actualidad; y que alguna vez el padre estuvo casado con una bella mujer, la madre de su hijo. Ese pequeña porción del pasado se corporiza mientras el hombre duerme en un relación sueño-soñador al menos extraña: esa vida que se vislumbra colorida y feliz, bien distinta a la gris monocromática que rige el sentido visual actual, no funciona para él como un escape a la lucha diaria por la supervivencia sino que, por el contrario, es una auténtica pesadilla: se despierta sobresaltado y agitado, con la pesadumbre propia del que tiene un subconsciente activo y la certidumbre de que los recuerdos son un lastre emocional. Es el primer síntoma de la aceptación de esa nueva vida, la del itinerante eterno desarraigado de su origen. Ese resignación al nuevo estatus hace que La Carretera trabaje la empatía entre personaje-espectador fuera del cánones tradicionales del género. A diferencia de Soy Leyenda (I Am Legend, 2007) o El día después de mañana (The Day After Tomorrow, 2004) donde el conflicto narrativo giraba en probidad del protagonista de turno a la hora de la salvación o no del mundo, McCarthy y Hillcoat saltean esa etapa y la ubican como parte de ese pasado que el protagonista anhela evadir. Es así que éste no es un héroe tradicional en cuanto a la no-ocupación de un lugar fundamental en la salvación del mundo. Tanto el destacado científico militar que era el Robert Neville de Will Smith como el prestigioso meteorólogo Jack Hall de Dennis Quaid sabían que el futuro de la sociedad tal como lo conocían dependía de sus sapiencias y habilidades, aceptaban con valentía y orgullo esa posición que implica la concepción más griega y literata de héroes voluntarios. Aquí esto no ocurre: el hombre pugna, lucha y llora movido no por el bienestar mundial sino por la integridad física de su hijo, sabe que su condición mundana y terrenal le impide un accionar concreto con el inexorable discurrir de la realidad, es un héroe que reniega de su condición y que presumiblemente nunca quiso ocupar esa desdichada posición. Sí en cambio, La Carretera bebe de la vertiente más tradicionalista de la concepción del héroe cuando el protagonista marcha hacia un desenlace cuya conocimiento previo no impide su variación. El destino trazaron su destino y él tan solo debe marchar hacia él, el corrimiento es imposible: sabe que se dirige hacia un final tan inexorable como predecible pero poco puede hacer para evitarlo, tan sólo debe marchar hacia él con el pecho erguido y el orgullo en alto. Gran parte de esta interpretación es posible gracias a ese gran actor de tardía aparición que es Viggo Mortensen. Descubierto una década atrás con el protagónico en la trilogía de El señor de los anillos, el “chaqueño” (vivió entre los 2 y 11 años en aquella provincia del norte argentino) que explotó a la inversa que la parquedad de sus personajes implosionaban en Una historia Violenta (A History of Violence, 2005) y Promesas del Este (Eastern Promises, 2007) ambas del canadiense David Cronenberg, entrega una actuación tan intensa como verídica, es un hombre otrora pacífico devenido en fiera salvaje que se guía más por instinto que por la mente, más por el corazón que por la razón. Viggo Mortensen es el último gran héroe.
Welcome to USA New York, I love you (2009) es una conjunto de diez cortometrajes cuyo eje es la Gran Manzana. Irregulares, mediocres, básicos, la virtual continuación de París, je t’aime (2006) es demasiado poco para sus ínfulas de homenaje. La consigna del productor Emmanuel Bendihy era ecuánime. Cada uno de los diez directores/as tendría dos días para el rodaje y uno para la edición de un corto que se desarrolle en New York con temática romántica. Aquel panegírico parisino incluía nombres como los hermanos Coen, Isabel Coixet o Alfonso Cuarón, directores de indudable marca autoral en sus obras. Aquí en cambio, el refrito multinacional (y étnico) abarca desde el alemán Fatih Akin hasta la bella Natalie Portman, pasando por el israelí Yvan Attal y el japonés Shunji Iwai, todos supuestamente “nuevos directores de moda”, según explicó el productor. Pero ese compendio se sienta en la visión extranjera e idealizada que propone el film, donde los mundos marginales son pictóricos y la pobreza es una entelequia ya que los personajes centrales no sufren sino por amor. Que una película compuesta por una sucesión de cortos sea buena depende no tanto de la regularidad de los eslabones como de sus picos máximos y mínimos. El meollo radica en que New York, I love you tiene pocos de los primeros (quizá el corto de Natalie Portman y el de Yvan Attal escapen del desastre total) y demasiados de los segundos (el de Shekhar Kapur es, corto símil publicidad Peugeot, es vergonzoso). Film de tintes netamente comerciales, New York, I love you no alcanza a cumplir su objetivo primordial. Los primeros Woody Allen lo hacían mucho mejor.
Refrito de ideas La connotación cinematográfica de obra menor encuadra a la perfección cuando de El refugio (Le refuge, 2009) se trata. Más allá de la precisión narrativa con que muñequea su envidiable pulso, François Ozon se asoma a la cornisa frente a la que muchos autores –en la acepción más Cahierista del término- pierden el equilibro: la repetición. Una joven embarazada de un drogadicto fallecido se muda a una casa alejada de la urbe, donde recibe la visita de su otrora cuñado, hombre pintón y homosexual. Entre bromas y acompañamientos, la atracción trascenderá orientaciones sexuales. Es, al fin y al cabo, un Ozon en su máxima expresión. El galo supo forjar un séquito de seguidores a fuerza de una obra imprevisible y ecléctica. El musical en 8 mujeres (8 femmes, 2002), el thriller ¿pesadillesco? en La piscina (Swimming Pool, 2003), la alteración temporal de la narración en Vida en Pareja (5x2, 2004), el drama intimista y crepuscular de El tiempo que resta (Le temps qui reste, 2005), Ozon es un camaleón de los géneros. No filma sino que juega con el dispositivo cinematográfico. ¡Si hasta se atrevió a mofarse de los espectadores en esa película fantástica, por género y calidad, que fue Ricky (2008)!. El refugio arranca en esa dirección, con una larga secuencia de los futuros progenitores consumiendo cuanta droga existe mediante todas las vías posibles. El director los retrata mientras aspiran, ingieren, se inyectan; todo con su habitual pulcritud y prolija puesta en escena. Es como Trainspotting (1996), pero con freno de mano y ABS al taco. De ahí en más, El refugio desprende olorcito a recalentado. Ya sin su media naranja, y tras una elipsis de varios meses, una embarazadísima Mousse vive en una casa costera circundada de un pasto esplendorosamente verde, y con vista directa a la inmensidad del Atlántico. ¿Habrá visto al marido de la británica Charlotte Rampling perdido desde Bajo la arena (Sous le sable, 2000)? Como en La piscina, es una mujer que procura alejarse de la vorágine diaria y someterse a una soledad voluntaria. Pero si allí interrumpía la desfachatada y liberal Julie, aquí lo hace un personaje no tan locuaz, pero sí cálido y atento. Es un homosexual que realiza un viaje menos físico que interno, con destino directo a la redención que implica el agua, materia tan vital para el hombre como purificadora para personajes atribulados. Demasiado parecido a El tiempo que resta. Según el portal Imdb, François Ozon ya completó su último film, Potiche, protagonizado por los enormes Catherine Deneuve y Gérard Depardieu. Incursionará en un género poco transitado: la comedia. Quizá El refugio no sea más que un corto reposo en su inagotable proceso creativo. Sus fanáticos le dejamos el crédito abierto.
Odio la ropa. Más precisamente odio el culto casi religioso que se le hace a la ropa. Odio que un conjunto de hilos entrelazados sea sinónimos de clase, de educación, de inteligencia. Odio que los jóvenes, coetáneos de quien escribe, imperen sus vidas por el dudoso fulgor de las telas. Odio que un pantalón se pague lo que no vale; que una campera se valore no por su funcionalidad (la capacidad de abrigo) sino por la estética, por si combina o no –qué tragedia- con el resto de la vestimenta; que las zapatillas usadas con el noble objetivo de proteger los pies de cortes y heridas sean apenas una entelequia (parte de un tiempo pasado que me resigno a no ver volver) que devino en gigantes armatostes con ¡resortes! En una de las discusiones recopiladas en el libro Frutos extraños, Leila Guerriero define al cuerpo humano –su cuerpo humano- como una herramienta de la que hace uso y no un santuario. Más allá de la absoluta concordancia con ese pensamiento –como mal para beber mejor- el parangón con la ropa me resulta inevitable. La ropa es, ante todo, un cobijo para el ser humano, un asunto vital para la delgada dermis que nos caracteriza que, en algún momento de la historia que no logro identificar, mutó en imposición social. Sin embargo mi conciencia no carcome mi cilividad. No pretendo martirizarme por los desclasados e ir en harapos por la vida. Soy conciente de mi pertenencia a la sociedad, y como tal debo moverme dentro de los límites que ella establece: los humanos, en nuestra condición hobbesiana de seres mundanos, debemos adaptarnos para convivir, resignar para armonizar. La aclaración es pertinente cuando de Sex and the City 2 se trata. Un texto de una película que entroniza la ropa escrito por alguien que la odia, que la considera pérdida de tiempo y dinero, desde ya carece de rigor. Reconozco sin sonrojarme que escribo con una sensación mezclada de odio y lástima. Lo primero, por la bazofia hecha fílmico que es el opus dos del cuarteto de NY: una película narrativamente arbitraria, banal, sobreactuada, superficial, imposible. Es chiquilina, Casi Ángeles post-40 con planteos pueriles casi tan caprichosos como los seres que las componen: que el hombre prefiera quedarse en casa viendo una película acurrucado con su mujer equivale a crisis marital, la menopausia como apocalipsis sexual, entre otras. He leído críticas y comentarios donde se tilda a Sex and the City 2 de feminista. No estoy de acuerdo. Las mujeres aquí son tan estúpidas, de una construcción tan alejada a la generalidad femenina que el resultado es lo opuesto. Estamos entonces ante una película machista, cargada de misoginia: las ridiculiza, las insulta, las deshumaniza, las maltrata y, por sobre todo, no manifiesta cariño alguno por ellas: las libra a su suerte, al libre albedrío de una comedieta de enredos tonta e intrascendente donde los encuentros con ex novios en Abu Dhabi son moneda corriente, donde la libido impera por sobre cualquier atisbo de razón o sentimiento. Lo segundo es por la clarividente certidumbre de que hay mujeres como Carrie y compañía que inundaron los cines para compartir una salida “de chicas” viendo esta fantochada, que desean y envidian el modelo de vida hueco y chapucero que se rige por el dios tela y la diosa cuero. Para novias así, prefiero el jogging de mi soltería.
Por tu culpa abre con el primerísimo primer plano de un herpes que irrumpe la tersa y desmaquillada piel circundante a la boca de Julieta, mientras ella se empecina con una exploración tanto visual como táctil de esa zona. El segundo plano de Encarnación retrataba las manos de Ernie, rugosas y con lunares. Ya desde el inicio, Anahí Berneri planta bandera en el farragoso terreno de la mujer no como producto del ideario social de tintes netamente masculinos, sino en su aceptación en tanto ser humano abierto a imperfecciones, físicas y emocionales. Hay en esos planos un grito libertario del rompimiento de los cánones sociales preestablecidos, un claro cuestionamiento al rol perfeccionista casi castrense que impera en gran parte de la sociedad que Berneri implosiona en el arranque. Desde el vamos, las dos películas avisan que los cuerpos no sólo son imperfectos, sino que esas imperfecciones están a flor de piel, proceso evidente sobre todo en Encarnación. Ernie fue una vedette y, como tal, lucró con su cuerpo, vivió de los dotes físicos con que la naturaleza (y el bisturí, por qué no) la dotó. Berneri la muestra googleándose, viendo fotos de lo que fue y ya no es. Es la gloria de antaño, un éxito sepia, plumas que el paso del tiempo se encargó de arrumbar en algún lugar del placard. Y de pronto se ven sus manos, esas delatoras insobornables de edades, apisonando toda la idea que las imágenes previas construyeron en el espectador. De allí que Berneri procure una vinculación metafísica con sus criaturas. Importa poco lo físico, lo evidente, lo que un ojo apenas atento ve. La mente, y sobre todo el alma, de Ernie y Julieta, ameritan una deconstrucción precisa, quitándole gajo tras gajo para llegar a la quintaesencia de las fragilidades y el dolor imperante. El de la primera proviene de la subestimación cotidiana de su persona en pos del aprecio exacerbado de su cuerpo. Fue siempre el patito feo de la familia, la superflua, la preocupada por la cáscara. No fue sino su cuerpo, ahora procura ser a pesar del mismo. La segunda, en cambio, sufre la intrascendencia involuntaria que el dolor del desprecio y la desestimación emocional y física provocaron. De joggins, sin maquillaje, desarreglada, Julieta aspira a la invisibilidad, al desapercibimiento, a ser ignorada. Su existencia estuvo siempre prohijada por un ala protectora. Antes su madre, ahora su ¿ex? marido. Con la primera dormitando en su hogar, y el segundo demorado en un aeropuerto incierto, debe, pero no puede, no quiere o no sabe hacerse cargo. Sus hijos juegan, se golpean. Lágrimas y gritos. “Son chicos”, se excusa. Y tiene razón. Pero defiende esa posición con escaso ahínco, insegura de la veracidad de sus creencias. Siempre sumisa, Berneri la definió como una mujer “que va haciendo propio el discurso de los demás”. Los médicos sospechan, la increpan, y ella vacila, duda, tartamudea, sufre en el sepulcral silencio de la soledad hospitalaria. Llega el marido. Flota la sensación de que siempre estuvo más preocupada por la reacción de éste que por la situación en sí. No se cansa de pedir disculpas, anhela el amparo en la seguridad masculina. Julieta aprehende dolores para adocenarlos en su interior. Los desenlaces las hermanan en el retorno a lo cotidiano. Pero si el viaje es quizá el primer peldaño hacia la valoración más espiritual que sexual de Ernie, para Julieta es el reverso. El regreso al hogar con un sol que empieza a asomar tímido por el balcón reconfirma la irreversibilidad de la situación. Marido y mujer optan por acostarse en silencio, sin siquiera despedirse. Por tu culpa no sólo deja reverberando la escasa certeza de lo circunstancial. Es un eslabón más de una vida cíclica y rutinaria. Es posible que todo empeore. El herpes será apenas un detalle.