Oliver Stone meet Michael Moore Ya desde el título, el director Oliver Stone asienta su punto de vista: el de norteamericano ombliguista ajeno a la existencia de un mundo más allá del Río Bravo. Al sur de la frontera (South of the Border, 2009) no es sino la mirada de un norteamericano que explorando la cartografía, parece descubrir que el sur también existe. Virtual eslabón continuista del díptico sobre el líder cubano Fidel Castro que edificó en Comandante (2003) y Looking for Fidel (2004), el director de la oscarizada Pelotón (Platoon, 1986) y JFK (1991) se pone en el papel de periodista y parte fronteras abajo en búsqueda de la nueva frecuencia policía que, supuestamente, emiten estos países: la revolución bolivariana que motoriza el “socialismo del siglo XXI". El norte al que apunta Al sur de la frontera se establece en la primera escena, un fragmento del paradigma del chauvinismo y conservadurismo republicano que es Fox News, donde una periodista (¿periodista?) se indigna con el presidente venezolano Hugo Chávez, quien supuestamente confesó su adicción al “cacao”. La cara de los colegas evidencia el equívoco: el objeto de perdición del bolivariano no era el cacao, sino la coca. Como un paladín de la verdad, Stone construye un film para socavar el falso ideario que la perorata mediática de CNN y demás cadenas cimentan en una sociedad poco adepta al cuestionamiento y reflexión de lo consumido. Como docente de primaria, conciente de un espectador poco lego en asuntos internacionales, deja de lado el tono socarrón y pedante de Michael Moore y opta por posicionamiento distinto, el de mirar y analizar desde la óptica de un par, con la ignorancia propia de un ciudadano común. Al sur de la frontera es ante todo la road movie iniciática de quien se dispone a descender hasta el supuesto infierno latinoamericano no tanto por instinto periodístico como por la curiosidad socio-política de este supuesto nuevo fenómeno. De allí que los minutos iniciales retratan la frescura y la sorpresa de esa exploración, una mirada casi antropológica obnubilada por el líder venezolano Hugo Chávez, empatía fortalecida por un pasado que los hermanó en las armas. “Comprendo lo que sientes”, lo consuela el veterano de Vietnam al mandatario cuando éste le confiesa que aún carga con la muerte de sus compañeros en la intentona militar contra el ejecutivo de turno, Carlos Andrés Pérez, en 1992. En ese panegírico bolivariano subyace fulgorosa la crítica a los medios de comunicación. Como un artesano del found footage, Stone reutiliza imágenes generadas por distintos noticieros sin distinción de ideologías, desde los más republicanos hasta los antónimos progresistas, para darles el significado opuesto. Deja traslucir el poder de la manipulación, el trastoque malintencionado de lo fáctico para el beneficio de intereses espurios. Las mismas escenas que dieron cuenta de un hipotética rebelión pro-libertad del hastiado pueblo venezolano por el “tiránico” Chávez, ahora son la antitesis: la crónica de la intromisión norteamericana en un golpe militar que, como el de Argentina en 1930, olía a petróleo. Dejada atrás la tierra de Simón Bolívar, Stone, quizá perseguido por la posibilidad latente de un metraje extendido, apelotona mandatarios que, independientemente de la adhesión del espectador al modelo político que pregonan, poseen una indudable riqueza ideológica que enriquecería cualquier film. Desde ahí la espontaneidad muta en falta de rigor y la frescura en crasitud informativa. Sin capacidad de repregunta, virtud que sí muestra Michael Moore, Stone se imbuye en el juego que cada político le propone. Desde la timidez de Evo Morales y su respetuoso tutorial sobre cómo mascar coca, hasta la prepotencia de Cristina Fernández y su tour hogareño, el norteamericano deviene en marioneta y la búsqueda se rumbea hacia el lugar común del latinoamericano ignorante. Al sur de la frontera ya no es la desmitificación sino su opuesto: la certificación de que todo preconcepto es correcto. Al sur de la frontera termina desangelada, presa de clisés y subrayados. La canción que acompaña los créditos lo ilustra a la perfección. Para ellos, Latinoamérica fue, es y será una región bananera.
Para quienes nacimos a fines de los ‘80 y crecimos en la pantomima socio-político-económica que pergeñó el monarca Carlos I de Anillaco, Buenos Aires es una ciudad que no ha cambiado demasiado desde que la madurez nos dotó de memoria. Repasemos: cuesta imaginar a Puerto Madero como ese muladar donde se apelotonaban ratas y descansaban inertes grúas como mudos testigos de una prosperidad indescifrable, o las calles con adoquines, o los teléfonos públicos a cospel, o los colectivos sin máquinas expendedoras, o un servicio ferroviario acorde con la distribución demográfica de la megalópolis capitalina y su correspondiente cordón provincial. Esto acapara mi atención en demasía, sobre todo si habitamos uno de los países menos densamente poblados del mundo (en la International Data Base de Estados Unidos rankeamos en el 192º lugar sobre 226 poblaciones, entre países, colonias y principados). Pero los grandes se quejan de eso. Dicen que viene desde antes. Revisando libros de historia, me enteré que es verdad. El problema es tal desde hace cuarenta años. A riesgo de que el lector tilde este texto de menemista, es necesario decir que Menem no puso sino la cereza a un postre cuya cocción comenzó cuatro décadas antes, cuando Arturo Frondizi implementó el Plan Larkin. Años más tarde, el neoliberalismo de la última dictadura militar de Martínez de Hoz y el mencionado patilludo con la fiebre de las privatizaciones decorarían la receta. Para mas información, resulta ineludible La última estación, la más imprescindible, por lo que cuenta y la forma en que lo hace, de los cuatro documentales que conforman el fresco socio-económico-político de Pino Solanas. Todo esta perorata viene a cuento de una de las escenas que abre Zenitram, donde Rubén Martínez, hombre poco perspicaz y de no demasiadas luces, recibe la misteriosa visita de alguien que le asegura que se convertirá en el primer superhéroe argentino. No voy a ahondar demasiado en la imposibilidad del anclaje temporal que presenta el diseño de arte de Daniel Santoro y Martín Oesterheld, que mixtura la liturgia peronista del primero, férreo militante e ideólogo de la recreación del avión Pulqui que retrató Alejandro Fernández Mouján en la película homónima, con la distópica visión del segundo, quien lleva en los genes la imaginación de su abuelo Héctor, creador de El Eternauta. Tampoco en el tono oscilante entre el homenaje comiquista con la sátira socio-económico-política del ser argentino. Menos en su condición de OVNI, un auténtico objeto visual no identificado, quizá la película más exótica que dio el cine argentino en los últimos años, quizá motivo principal de su ya nimia carrera comercial. A una semana de su estreno, vendió apenas cinco mil setecientos tickets en más de treinta salas. Sí prefiero centrarme en la cosmovisión que propone Luis Barone y equipo. La escena en cuestión trascurre en el baño de Constitución, punto neurálgico del transporte urbano donde cada día cientos de miles de personas arriban desde el sur del conurbano para enlazar con alguna de las varias decenas de colectivos que se apelotonan en las dársenas de enfrente. Barone abre aplicando un plano general con el fin primordial de ubicar espacialmente al espectador, que decrementará su graduación hasta terminar en el baño: como en la ciencia, el cine va de lo general a lo particular. Lo que se ve es un tremedal de inmundicia: un techo ajado por el tiempo y herido por infinitos agujeros sostenido por un decimonónica estructura metálica oxidada que oculta cualquier vestigio de mantenimiento o pintura; una iluminación insuficiente provista por los escasos portalámparas que aún conservan la lumbre que les da sentido; el piso sucio ya no por desidia actual sino por negligencia de origen incierto. Se ven rieles casi tan viejos como la patria, quizás el único elemento que conserve un brillo que hoy, a la luz de la penuria cotidiana, peca de anacrónico. Sobre ellos reposan mastodontes de hierro, caballos de Troya con que millones supieron ingresar en la fortaleza capitalina durante los más de sesenta años que llevan prestando servicio. A lo lejos hay una locomotora descascarada que llega tosca y tambaleante, como si le diera vergüenza arribar a tan tétrico destino. Se oye un sonido irregular que retumba con descaro. Esa bocina que supo imponer respeto de automovilistas y atención de transeúntes desprevenidos es el bramido doloroso de una mole férrica cansada, harta del esfuerzo vano y el descuido crónico. Como amante de los trenes y ex trabajador ferroviario, sentí la triste certeza de que esa escena se mantendrá cotidiana durante tres lustros. Cambiará todo para que nadie cambie. Los trenes serán privados, públicos, mixtos, pero seguirán igual. La diversión con Zenitram me resultó imposible por el extraño mérito de Barone, el ilustrador del pavoroso retrato de lo que, a esta altura, es irredimible.
La interpretación moral de los hechos Si el Doctor Jekill se dedicara al cine, lo haría como Antoine Fuqua. De notable pulso narrativo y oficio para enhebrar secuencias y tramas, el cineasta muta en juez moralista para adosarle a Los mejores de Brooklyn (Brooklyn's Finest, 2009) un Mensaje -así, en mayúsculas- tan puritano como chirriante. Compañeros de deber, hermanados por la responsabilidad de una placa, Eddie, Sal y Tango se enfrentan no sólo contra el riesgo de una muerte siempre al acecho sino con sus propios fantasmas. El primero (Richard Gere) sacrificó su vida social por la policíaca. Soltero, sin amigos, desencantado con el sistema, le quedan días para el retiro y una jugosa jubilación. Sal (Ethan Hawke), padre devoto y esposo atento, está en una cornisa ética: una casa mejor para su numerosa familia comprada con dinero sucio, o el apego a las reglas y el moho en los bronquios de su mujer. El último (Don Cheadle) bajó hasta el último círculo del infierno cocainómano para inmiscuirse en un mundo sin ley, regido por la lealtad. El meollo está en que se siente demasiado cómodo allí... El último opus del norteamericano merece un análisis disociado, como su personalidad. Porque antes de la moralina y las ínfulas mesiánicas hay una película, y buena. Fuqua construye un policial sólido, tan solvente como entretenido, como un apego total al código entre espectador/película que rige los géneros cinematográficos clásicos. En este caso, el policial en general, y el que inmiscuye en la cocina y entre las bambalinas de los operativos y redadas, en particular. La apelación a la palabra género no implica sino el tránsito por situaciones que, desde Sérpico (1973) para acá, apunta la lente a una entidad tanto o más corrupta y putrefacta que las organizaciones que combaten: el policía bueno a punto de corromperse, la desazón de una vida dedicada al oficio para que la realidad socio-delictiva no cambie, la pasmosa sensación de que el humano es apenas un grano de arena en la inmensidad del mar burocrático. Hasta el fatídico desenlace, el director de Día de entrenamiento (Training Day, 2001) se esfuerza por que el entretenimiento prime por sobre cualquier connotación política posible, posición antónima a, por ejemplo, la apasionante Tirador (Shooter, 2007), donde la trama del intento de asesinato del presidente norteamericano era la fachada de una radiografía política norteamericana. Los mejores de Brooklyn es, en cambio, quizá la primer película ambientada un Nueva York post 11/9 que vacía de referencias al atentado o el terrorismo. La droga, nos dice Fuqua, es un problema endémico y medular que está ajeno al contexto mundial, y lo trata como tal. Y así, extrapolada del mundo, Los mejores de Brooklyn entretiene con la nobleza moral de su feliz intrascendencia apoyada en la corrección técnica y actoral. Todo se articula con tanta fluidez, cada eslabón del dispositivo cinematográfico se vincula con tal justeza, que se pierden las costuras de la obra, la concepción de construcción ficcional. Si Antoine Fuqua mantuviera esa armonía técnico-argumental, Los mejores de Brooklyn sería uno de films del año, no tanto por su búsqueda artística como por todo lo contrario, el seguimiento casi filial a un paradigma. Pero vaya uno a saber por qué (¿decisión de estudio?¿pura voluntad autoral?), Fuqua confabula su autoboicot. Como si no estuviera conforme con “no decir nada sobre el estado del mundo”, pretende sacar un as bajo la manga apelotonando moralidades y juzgamientos hacia sus personajes. Por eso el código genérico se rompe. Hay un desaprensión por las suerte de las criaturas motorizada por ese dedo acusador que se levanta inmaculado para señalar a los culpables como dignos merecedores de una muerte horrenda, y a salvaguardar a los que optan por quedarse del lado correcto, el del exacerbado apego a las normas que legitiman la civilidad. El resabio de Los mejores de Brooklyn embebe el paladar con un sabor agridulce. Es la triste certeza de que pudo ser un film mucho más redondo, menos agresivo, más honesto de que le finalmente es.
¿Han sentido alguna vez que un director arma todo un dispositivo fílmico con el único objetivo de reírse de los supuestos conocimientos del avezado espectador festivalero? ¿Nunca pensaron mientras miran una película que el tipo que la pergeñó está imaginando nuestras atribuladas caras ante el estupor de lo impredecible? Bueno, quienes quieran someterse a esa humillante sensación no dejen de ver la última película-experimento-broma-joda de François Ozon, Ricky. La historia tiene ribetes cantetianos-dardenneianos: una madre soltera, muy mona ella, dedica gran parte de su día a sus obligaciones laborales en una fábrica donde impera la pulcritud y lo inmaculado: blanca y brillosa, la pantalla huele a desinfectante. Allí inicia un tórrido romance con su capataz, fruto del que nace un hermoso niño, muy rubión y carilindo él, al que bautizan con el nombre de Ricky. Meses más tarde, el bebé llora y llora ante la incertidumbre de la progenitora. Lo amamanta, lo alza, trata de dormirlo. Nada. Hasta que se percata de un pequeño hematoma en su hombro. ¿Papá lo golpea? Quizás. ¿El matrimonio de Vida en pareja ha tenido un vástago? Por qué no. ¿Es la hermana mayor relegada en su papel de hija única, quien carcomida por los celos tortura a Ricky? Puede ser. La película da un giro de 180 grados (o 360 o 540) y se va definitivamente al carajo. Pero no a un carajo entendido como desbarranque sino a uno feliz, lúdico y jocoso, un carajo donde se sopapea la lógica y la concordancia genérica. François Ozon, apoltronado en su sillón francés, se paladea con nuestro desconcierto.
Sueños de Libertad Fortalezas (2009) invitaba al golpe bajo, a la lágrima fácil y la caricaturización de los personajes que viven encerrados en distintos ámbitos de reclusión. Pero Tomás Lipgot y Christoph Behl los evaden con pudor y respeto y construyen un desolador fresco sobre la soledad y el aislamiento. La cárcel, un psiquiátrico, un leprosario, un geriátrico. Espacios disímiles pero en el fondo iguales, donde se aúna la desgracia de aquellos que permanecen encerrados, atribulados por un mundo que parece olvidarse de ellos. Un grupo de adolescentes dispone de dos elementos vitales que el Estado y la sociedad les niegan: tiempo y ganas. Ellos son testigos de sus historias, los recuerdos de un mundo tan distante como hoy irreal, los deseos para una libertad que no todos anhelan. Sin voces en off que subrayen la potencia de las imágenes, sin juzgamientos morales ni éticos (algo que podría haberse dado en el relato de los presos, de quienes ni siquiera sabemos el crimen por el pagan condena), Fortalezas apunta hacia la médula, sin ramificaciones temáticas que banalicen el encierro. Los directores afirman que la película se enamora de los personajes, y tienen razón. Como pareja en formación, ambos se escuchan con atención, la cámara no los retrata, los contempla. Los deja ser como son, sin hipocresías ni pintoresquismos que mermen la veracidad de las imágenes. Fortalezas se toma un tiempo prudencia para mostrar sus cartas. Lipgot y Behl dejan que los personajes se construyan por sí mismos, dispositivo que rebosa eficacia y autenticidad. Más temprano que tarde, la coraza fílmica que se autoimponen cede, el alma se transparenta, la riqueza de esas criaturas se despliega y el film adquiere una enorme tonalidad de matices: conformidad con el encierro, solitarios de cuerpo por obligación y de alma por elección; odio y rencor para quienes los olvidaron allí; resignación por la irreversibilidad de su condición; ansiedad por la salida y el mundo ultrareja. El film de Tomás Lipgot y Christoph Behl es artero en su exploración. La coartación de la libertad y la soledad, quizá dos de los peores pesares para el ser humano, son las dos caras de una misma moneda.
Everybody Loves Robert Segunda parte de la saga iniciada en 2007, Iron Man 2 es el vehículo perfecto para el lucimiento de ese Ave Fénix del séptimo arte que es Jon Favreau Resurgido de los vapores etílicos un lustro atrás, el actor encumbra a su Tony Stark hasta los anaqueles de cine. En vivo y en directo desde la lejana Rusia, Ivan Vanko (Mickey Rourke, otro que volvió del más allá) escucha sin poder creerlo: “Yo soy Iron man”, confiesa Tony Stark, dueño de la fábrica de armas que fundó su padre. Pero hace cuarenta años las cosas eran distintas y el trabajo se hacía en equipo: el físico Antón Vanko colaboró y jamás recibió rédito alguno. Iván está dispuesto a recuperar el dinero, retroactivo incluido. Creado por el historietista Stan Lee en 1963, Iron Man se caracteriza por el libre albedrío que motoriza su elección: mientras que los comportamientos de Spiderman, Daredevil, Hulk o Wolverine son consecuencia involuntaria de una habilidad extraordinaria que no sólo no eligen sino que en la mayor parte de los casos prefieren ocultar bajo la identidad falaz de un alterego, Tony Stark acepta sobre su cuerpo metálico tenga la menuda responsabilidad de salvaguardar la integridad terrestre mediante la concreción el arma más poderosa: “Privaticé la paz mundial”, dice con sorna al inicio del metraje, al tiempo que Jon Favreau empieza a imantar la pantalla con su poderosa presencia. Heredero de un imperio armamentístico, abandonado por su padre, cultor de la exhibición por la exhibición misma, Stark es un norteamericano con alma de argentino, una versión mejorada, más culta, más perspectiva de nuestro inefable Ricardo Fort, monarca del reino hedonista que él mismo construyo a fuerza de dólares provenientes del emporio chocolatero de su padre. Ambos coinciden: el disfrute pasa menos la utilización de sus bienes que en la ostentación de los mismos. Para Stark, inmaduro, chiquilín, caprichoso, todo parece tratarse de un gran juego, un entretenimiento donde él es el único que se divierte, que amolda a placer sus límites y reglas. No por nada la primer película culminaba con la admisión de que el era Iron Man, acto que completaba un círculo que giraba en sentido opuesto pero concéntrico a sus hermanos Marvel: ellos lo niegan; él, paradigma de la vanidad y pedantería, máximo cultor del Ello freudiano, grita a quien oírlo que es un Mesías en la Tierra. Jon Favreau, también director de la primera, fue conciente de ese background. Supo que tenía en sus manos a un auténtico bon vivant, y así lo aprehende en la pantalla. Los primeros minutos de Iron Man 2 destilan un tono lúdico y canchero que va de la mano con el magnetismo de su protagonista, donde cada plano acrecienta la atracción recíproca entre éste y la cámara. Lo mismo ocurre con el delicioso malvado que compone el eterno secundario Sam Rockwell, un reverso simétrico del protagonista al que sólo lo separa una pizca de suerte para en la coordenada tiempo-espacio indicada, y el talento para preverla. Pero al igual que un furtivo amor de verano, la fascinación merma a medida que el acostumbramiento hace lo inverso. La obnubilación por la despampanante extroversión mengua producto de la dispersión de atención iniciática, que se dispersa en la inclusión de Nick Fury y los futuros Vengadores, quienes se apisonan en la trama más para proyectar la continuación de la saga (ya está anunciada The avangers para 2012) que por funcionalidad en el relato. La sensación que queda es agridulce, mixtura desigual entre la certera desazón de que Iron Man 2 es apenas el jamón del medio, el mero conector entre el inicio y el ¿desenlace? de una historia, y la enorme alegría de una película tan atractiva como Tony Stark, el tío que todo quisiéramos tener.
Locos del aire Que la traducción no engañe: The Men Who Stare at Goats (2009)-literalmente Los hombres que miran a las cabras- está lejos de las implicancias cómicas y veraniegas que el inexacto Hombres de mentes propone. Más cerca de la crítica solapada de Tres Reyes (Three Kings, 1999) que la guerra como marco para el absurdo de M.A.S.H (1972), la adaptación cinematográfica del libro homónimo escrito por el británico Jon Ronson alcanza el punto máximo con un binomio protagónico absolutamente desatado. Hastiado del ninguneo de su mujer, quien lo deja por su editor, el periodista Bob Wilton (Ewan McGregor) viaja a la conflictiva Irak más para la certificación ajena de su providez que por amor al oficio en sí. Allí descubre una historia que, según cree, lo catapultará a la tapa y, por qué no, a los brazos de su amada: el Nuevo Ejército de la Tierra, una combinación de artes bélicas con espiritualismo que aspira a revolucionar el combate armado. La película del también actor Grant Heslov oscila entre la comicidad de sus criaturas que la habitan, con la aterradora posibilidad de que existen soldados no sólo capacitados para matar, sino también para controlar las mentes ajenas. No es casual, sí causal, que la génesis del comando radique en la guerra de Vietnam, tierra de los alucinógenos y el libertinaje de consumo pero también tumba de millones de civiles; y que el film opte por amenizar una investigación publicada en 2005 (previamente adaptada a TV) donde se devela la experimentación esotérica y espiritista del ejército norteamericano. De allí su título: la mente es tan poderosa que alcanza sólo mirada fulminante para que una cabra caiga literalmente redonda. Hombres de mentes es un virtual engendro entre la alienación de Nacido para matar (Full Metal Jacket, 1987), la gracia involuntaria patinada con una leve crítica de Tres Reyes (Three Kings, 1999) o la directo a DVD Guerra S.A (War, Inc., 2008) y el humor físico tenido de negro de los hermanos Joel y Ethan Coen: la gesticulación que se presume sutil y ínfulas de sapiencia del Lyn Cassady de George Clooney lo hermana con el Chad Feldheimer de Brad Pitt en Quémese después de leerse (Burn after reading), donde por esas casualidades de Hollywood, también participaba el protagonista de Syriana (2005). Pero si Clooney se consolida como un actor de una enorme plasticidad y de movimientos mínimos pero de grandes implicancias, el cada día más grande (y redondo) Jeff Bridges está más allá de cualquier marcación actoral posible. El ganador del Oscar a Mejor actor por Loco Corazón (Crazy Heart, 2009) inunda la pantalla con el creador del movimiento, un Coronel Hippie de colita de caballo, harapos sobre el cuerpo y aire desenfadado. Camina desgarbado, lento, con los pies pesados, como en un metamundo alucinado donde no impera tiempo más que estipulado por el cuerpo. Película de comicidad involuntaria, por momentos política y por otros irreverente, Hombres de mentes es una auténtica rareza en una cartelera cada día más acostumbrada a las fórmulas probadas, casi tan rara como su nombre.
No matarás Basada en un cuento corto de Richard Matheson (el mismo autor de Soy Leyenda), la tercer película de Richard Kelly, y primera con estreno comercial en Argentina –Las horas perdidas (Southland Tales, 2007) se editó en DVD-, La caja mortal (The Box, 2009) es un thriller que atrapa y perturba. Sin embargo, el espíritu mesiánico que la sobrevuela siempre lista para juzgar y aleccionar a sus personajes no le permite convertirse en una película aún mejor. El film narra la historia de un matrimonio clase media (Cameron Diaz y James Marsden) en los Estados Unidos de los 70. No son pobres, pero tampoco les sobra: trabajadores tiempo completo, hijo becado incluido, cada fin de mes es una lucha contra la aritmética para estirar cada dólar lo máximo posible. Cuando un extraño aparece con una misteriosa caja y una valija repleta de dinero, la moral y la ética se enfrentarán con la posibilidad de oxigenar sus bolsillos. Si hay algo que no le falta a Richard Kelly es ambición. Tanto Donnie Darko, film de culto que marcó su debut en 2001, como la magnánima y desmesurada Las horas perdidas, todos sus temores, alegría y paranoias se plasman sobre en el fílmico. La caja mortal no sólo que sigue esa línea sino que levanta la apuesta imaginando un final para una historia pergeñada por otro. El cuento de Matheson Button Button–con toda la connotación política que conlleva un botón capaz de matar en plena Guerra Fría-, no tiene más de diez carrillas, y no hay demasiadas explicaciones a los eventos que se desarrollan. Es en ese vacío donde Kelly pergeña su catarsis que incluye explicaciones supraterrenales, cápsulas de agua flotantes, servidores símil zombis vaciados de discernimiento, limbos, infiernos, y mucho más. Pero hay una elemento ausente de su díptico anterior, un defecto quizá generado por la fuente literaria de la que bebe. El director de Donnie Darko se suben a un pedestal teísta desde donde muestra una intención demasiado clara de que cada quien reciba su merecido, al menos cinematográfico. Aquellos que pecaron de ambiciosos, que sucumbieron a la tentación del dinero fácil por sobre la civilidad y bonhomía tienen un dedito sobre su cabeza siempre listo para aplastarlo con cinismo y crueldad. Aun con sus altibajos e irregularidades, el estreno comercial de La caja mortal merece celebrarse: estamos ante un director perteneciente al selecto grupo de grandes autores del cine norteamericano actual, uno de los únicos capaz de que su vida y obra se entremezclen en la pantalla grande.
Calma tu tormenta Las dos partes de El transportador (The Transporter, 2002), películas-montaña rusa de acción trepidante, eran cartas de presentación más que válidas para esperar que el francés Louis Leterrier, delfín de Luc Besson, hiciera de Furia de Titanes (Clash of the titans, 2010) una buena película de acción. Pero la expectativa aún espera que la sacien. Sam Worthington, ya desteñido del azul Na`vi, es ni más ni menos que Perseo, hijo de dioses que creció en la Tierra. Ya maduro (y torneado y bronceado, obvio), deberá defenderla de Hades (Ralph Fiennes), quien a su vez mantiene una pelea del más alto nivel: su enemigo es, ni más ni menos, que Zeus (Liam Neeson), padre del protagonista. Y allí parte nuestro héroe a un largo viaje que implicará enfrentamientos contra demonios y bestias. De escasos valoraciones cinematográficas posibles, Furia de Titanes permite al menos trazar un pequeño mapeo psicológico de la industria: Si Hollywood hiciera terapia, el primer síntoma a tratar debería ser la transpolación de las mitologías griegas a la pantalla grande. Como en Percy Jackson y el ladrón del rayo (Percy Jackson & the Olympians: The Lightning Thief, 2010), pero de forma más grave y menos lúdica, el eje gira en torno al hijo de Zeus como involuntario portador de una herencia divina. ¿A falta de héroes pos 11/9 es necesario retrotraernos hasta los tiempos iniciáticos del mundo para buscar algo de paz en nuestras paranoicas almas?¿Radica en la religión la esperanza de la concepción de un nuevo mundo? Preguntas sin respuestas, Leterrier y compañía invitan, aunque sea, a una pequeña reflexión. Pero no sólo la sicología debería hacer lo suyo. Concebida originalmente para la exhibición tradicional, el éxito de Avatar (2009) motorizó la adaptación de varios films al formato 3D, creando un nuevo grupo de films, los “3D light”. Quizá así se pueda entender a Furia de Titanes como el nuevo paradigma de película-evento: a toda la parafernalia visual y sonora, a esa peligrosidad ideológica endémica a los films con ínfulas cosmopolitas, ahora le adosan los anteojitos en el espectador.
Las películas como mercancía Hijo bobo de marketing y con uno de los desenlaces más inenarrables de los últimos años, Recuérdame (Remember me, 2010) es un anodino drama romántico cuya génesis radica en la explotación de Robert Pattinson en pleno auge de la saga Crepúsculo. El soso galán de la franquicia vampírica pone la totalidad de su tosco cuerpo al servicio de Tyler, un adolescente aún en duelo por la muerte de su hermano más de un lustro atrás. Sin rumbo, sin trabajo, solitario por elección, todo cambiará cuando conozca a Ally (Emilie De Ravin, conocida por el rol de Claire en Lost, pero también protagonista de la inédita y atrapante Brick), una bella compañera de estudios también conflictuada que presenció el asesinato de su madre en el albor de la pubertad. El acercamiento a Recuérdame debe hacerse desde una correcta concepción del andamiaje sobre el que se apoya la industria norteamericana. Las películas son, aunque nos duela, una mercancía y como tales, se filman con el objetivo primordial de que su exhibición resulte un negocio redituable tanto para los productores que arriesgan dinero en esa tómbola azarosa que es el séptimo arte, como para los distribuidores y exhibidores que exprimen cada film hasta sorberle la última gota. En medio de este panorama, que el rol protagónico recaiga en el nuevo paradigma del hormonal star system adolescente excede lo entendible para catalogarse como justificable. Antes que una película, Recuérdame es un vehículo diseñado a medida para el “lucimiento” de ese enorme enigma (¡¿Cómo llegó a Hollywood?!) que es Robert Pattinson, donde el director Allen Coulter es apenas el conductor designado (¿y resignado?) que asegura el arribo a destino del film. La consigna se presume clara, inapelable, sin lugar a interpretaciones erróneas: Coulter debía incluir en cada escena al menos un primer plano del insípido rostro juvenil (con el rictus apesadumbrado y sufriente, si fuera posible) de Pattinson. La lunga y pálida figura debía estamparse en cuanto fotograma sea posible. Es menester entonces que el espectador obstinado en buscar en Recuérdame una película no carezca de espíritu tolerante y criterios laxos, además de una benevolencia crítica al momento de una evaluación. Articulada como un drama romántico juvenil, el film trasviste de gravedad el tratamiento superficial y pueril que le propensa a sus criaturas, aspectos que la vinculan con las series de adolescentes clase ABC1 que hicieron furor en los ’90, con Dawson's Creek y Beverly Hills, 90210 como emblemas. Ya a la primer carita sufriente del chico-rico-disconforme-con-la-vida que interpreta Pattinson, notamos que todo luce impostado, prolijamente desprolijo, arbitrario, increíble; estilización que alcanza el paroxismo en la absurda construcción del vínculo romántico (Ally es la hija del comisario que encarceló a Tyler y que, por esas casualidades que ocurren en Hollywood, resulta ser compañera de clases y blanco perfecto para una venganza): Dos miraditas, un par de histeriqueos, una escenita de sexo bien, pero bien empalagosa -con el sol tiñendo toda la casa de un dorado irreal hasta la médula- y listo, la bella y el soso se enamoraron. Recuérdame discurre herida de muerte por el ridículo y la intrascendencia. La estocada final llega con un final no sólo absurdo y aleccionador, sino también irrespetuoso e hipócrita para con el propio film. Nobleza obliga, será el aventurado espectador que abone su entrada quien tendrá la dicha de descubrir el inerrable desenlace que pergeño Coulter. Pero no todo está perdido. Ante una película-mamarracho de proporciones magnánimas, queda el pequeño consuelo de saber que el estreno comercial en Estados Unidos dos meses atrás fue un auténtico fracaso comercial. No siempre la culpa es de quien lo alimenta. El chancho puede revelarse.