¿Quién mató a mi mujer? Filmada casi un lustro atrás (una eternidad en estas épocas digitales) y ganadora de nueve premios internacionales, No se lo digas a nadie (Ne le dis a personne, 2006) es quizás la menos francesa, en su acepción más formal y narrativa del término, de las películas estrenadas en los últimos años. Basada en la novela homónima de Harlan Coben, la segunda película del también actor Guillaume Canet sigue el derrotero de Alexandre (François Cluzet), un pediatra aún de duelo por la pérdida de su esposa asesinada en dudosas circunstancias ocho años atrás. Pero la aparición de un cadáver y un misterioso de su esposa supuestamente fallecida -quién le dice el “No le digas a nadie” que da título al film- ponen al protagonista bajo la certeza de que quizás nada fue lo que pareció. Aquellos que frecuenten la cartelera sabrán que el cine francés está catalogado como la antípoda del cine norteamericano. Si el primero es más reposado, amigo de la cuidada puesta en escena y una narración menos vertiginosa, de este lado del atlántico siempre hubo una predisposición mayor, tanto del público como de los cineastas (vaya uno a saber cuál surgió primero) a un cine más espectacular, entendido esto no tanto por la ingeniería visual a construir sino como la búsqueda del entretenimiento por sobre la reflexión, de la cocción de un ejercicio cinematográfico de fácil digestión y consumo rápido. Ya los elegantes y cuidadas vistas de los hermanos Lumière se oponían a la experimentación más urgente y narrativa de los cortos norteamericanos, con Edison a la cabeza. Todo esta digresión histórica para ubicar a No se lo digas a nadie como deudor del cine norteamericano, sobre todo aquellos thrillers paranoicos de los 70 -miren el póster-, que del francés. Sí: hubo películas de ese estilo en aquellos años en tierra gala, pero poseían un espíritu crítico aquí ausente. Alexandre irá desenmarañando una compleja telaraña que parece no tener fin, donde todos aquellos que lloraron ocho años junto a él parecían estar al tanto de la pantomima que se erigía frente a sus ojos. Desde su hermana hasta su suegro, la red palpita en cada baldosa. Pero esa omnipresencia del complot hacen de la trama un ovillo que se enreda en él mismo, dispersándose del eje central de la validación (o no) o no la muerte de Margot. Da la sensación que Canet no distingue el punto donde parar la repartija para comenzar el juego, haciendo de No se lo digas a nadie un producto entretenido y bien narrado, aunque disperso en cantidad (y calidad) de sub-tramas: drogas, policías, venganza, amores interrumpidos, todo se apretuja en poco más de dos horas. No se lo digas a nadie es un sólido thriller que, aún con sus defectos, atrapa con armas nobles. Sin tanta dispersión y con una construcción más clara y menos ambiciosa, el resultado hubiera sido mucho mejor.
O mais grande do Mundo Pocas películas portan su fechaje en cada fotograma como lo hace Lula, el hijo de Brasil (Lula, O Filho do Brasil, 2009), film eminentemente coyuntural que recupera -y mistisifa y estiliza- los orígenes del actual mandatario carioca. Dirigida por el veterano Fábio Barreto y producida por la empresa argentina Costa Films, que ya incursionó en el país vecino con Tropa de Elite (2007), Lula, el hijo de Brasil recapitula vida y obra del líder del Partido de los Trabajadores (Rui Ricardo Diaz) desde sus orígenes humildes en la pobrísima Caetés hasta su esplendor sindicalista, en 1980, cuando la banda presidencial era apenas un sueño. Resulta imposible ahondar en valoraciones y analisis cinematográficos sin una breve contextualización político-ecónomica, más aún cuando es esa cuyuntura la piedra basal sobre la que se erige este film. Los mismos analistas internacionales que hoy se rasgan las vestiduras tratando de comprender el crecimiento astronómico de Brasil, dificilmente apostaban que un presidente otrora sindicalista, cuyas paredes no saben de títulos internacionales, educado en la escuela de la calle, convertiría a la economía de este país en la séptima más importante del mundo y la segunda en crecimiento detrás del cuco rojo que es China. Menos aún que ocho años después de su asunción en 2002, treinta millones de brasileños –un doce por ciento de la población- integren una flamante clase media, abandonando la pobreza extrema de las fabelas. Su sucesor, a elegirse el próximo 3 de octubre, tendrá la dificil tarea de continuar una gestión poseedora de un beneplácito que excede clases sociales y colores políticos: en un hecho inédito en latinoamérica, y quizás en el mundo, Lula da Silva dejará el Palacio del Planalto con una imagen positiva superior al 85 por ciento. Ahora sí, cine. Más allá de los 10 millones de dólares que demandó su producción, la más cara de la historia brasileña, Lula, el hijo de Brasil queda chica ante una vida cinematográfica (chico pobre con padre borracho y golpeador + viaje de trece días a la gran ciudad + pérdida de esposa e hijos + obrero tan honesto como carismático). De allí que tampoco se decida a ladearse hacia una determinada faceta del protagonista: no es un retrato “humanista” pero tampoco hurga y delinea los contornos que los llevaron a la cima del poder público; deja de lado el análisis de las relaciones familiares (el vinculo con su madre, inspiradora máxima de sus actos, merece un tratamiento mejor) pero no mete la nariz en la podredumbre de la burocracia sindical. Es de todo un poco, un salpicado de conceptos y facetas que nunca terminan de cuajar. De estética televisiva –la red O’Globo piensa adaptarla en formato de miniserie-, guión calculado y poco predipuesto a aventurarse en los terrenos de la sorpresa y la originalidad, Lula, el hijo de Brasil tiene una factura demasiado precaría para la figura que entroniza. Aquí todo es convencial y estilizado. Como esas biopics lacrimógenas del recordado Hallmark.
El amor después del dolor Si el paso del libro al fílmico suele ser traumático, qué esperar de la adaptación cinematográfica de un libro-crónica de viaje que narra el recorrido de una periodista en plan introspectivo. Música estridente, colores chirriantes y, obvio, comida, plegarias y algo de amor, todo en las más de dos laaaaargas horas que dura Comer Rezar Amar (Eat Pray Love, 2010). Exitosa en el trabajo pero no en el amor, Liz Gilbert (Julia Roberts) se propone recorrer el mundo (bah, Italia, India y Bali) para autodescubrirse. Allí conocerá a Felipe (Javier Bardem), un apuesto galán que le hará reconfigurar sus prioridades. El mundillo cinematográfico esperaba con particular expectativa la adaptación de Eat, Pray, Love: One Woman's Search for Everything Across Italy, India e Indonesia. No sólo por su permanencia durante 88 semanas en los primeros lugares de venta en New York, sino porque es la primer película de Ryan Murphy (antes dirigió la directo a DVD Recortes de mi vida (Running with Scissors, 2006)) después del arrollador éxito de crítica y audiencia de la primera temporada de su hijo pródigo, Glee. Menuda decepción. Comer Rezar Amar está articulada como una road movie, pero tiene poco de lo primero y menos de lo segundo. No resulta un defecto per se el escaso desarrollo de personajes secundarios, más aún cuando las películas de este sub-género se caracterizan por la aparición fugaz de criaturas cuya única funcionalidad radica en la modificación del curso habitual de la vida del protagonista, amos y señores de estas narraciones. Sí molesta la apelación al estereotipo, su caricaturización casi irrespetuosa. Comer Rezar Amar apela a cada lugar común del extranjero para que orbite a la protagonista en cuestión: simpático, atento, por momentos tontuelos, siempre hablando en un inglés con acento marcado. Episódica, de narración ciclotímica que avanza de a saltos para luego dormir por largos minutos (cada lugar geográfico se vincula a una de las acciones del título), Murphy suple emociones por saturación de sentidos. Por eso machaca hasta el hartazgo, con colores acordes y una aureola esfumada que dé un tono onírico, esos “buenos momentos” del relato. Por eso la música no es un complemento sino un (otro) elemento simple que decora y marca aún más la unívoca dirección hacia la quede moverse el espectador. Por eso Murphy estiliza hasta la duración, que alcanza la friolera de 132 minutos. Pero Comer Rezar Amar tiene también un punto favorable. Al menos tiene un tono leve y intrascendente que lejos está de presumirse importante, algo que la diferencia de Verónica decide morir (Veronika Decides to Die, 2009), por citar el caso de otro film en tono autoayuda estrenado hace algunos meses. Estamos ante una comedieta romántica, un intento burdo de retratar un viaje hacía la introspección. Una película menor que lejos está de los antecedentes de sus protagonistas y, sobre todo, de su director.
La gacetilla de prensa de Los jóvenes muertos dice que Leandro Listorti se anotició de los treinta jóvenes suicidados durante la última década y media en Las Heras, un pueblo de diez mil habitantes ubicado al noreste de Santa Cruz, cuando leyó un artículo periodístico en el diario hace poco menos de diez años. Interesado desde chico en el tema de la muerte, el tiempo y la investigación desplazaron el eje de atención hacia su legado. “El atractivo mayor radicaba ahora en preguntarme qué es lo que queda de nosotros luego de morir. Y eso me llevó a otras preguntas: ¿cómo filmar la muerte? ¿Cómo mostrar lo que ya no está? El resultado de esa búsqueda es Los jóvenes muertos, un intento por acercarse a algunas vidas breves y misteriosas. Luchando contra el olvido, y contra el mundo que gira como si nada hubiera sucedido”, reza la explicación que, nos aseguran, él mismo escribió. Menudo objetivo entonces el que se propuso este crítico y periodista devenido cineasta, a quien se le podrán achacar defectos y glorificar virtudes, pero resultará imposible cuestionarle tamaña ambición -cualidad positiva o negativa, según la ética y gusto de cada lector-que exhibe en poco más de hora y cuarto de metraje. ¿Cómo aproximarse artísticamente a esa dimensión inconmensurable que es la muerte?¿Es posible aprehenderla y amoldarla a la pequeñez de un fotograma?¿Qué nos lega?¿De qué forma se retrata el vacío de quienes la sobreviven? Todo eso y mucho más es Los jóvenes muertos. Listorti no pretende buscar respuestas concretas al hecho fáctico que dispara el film; no bucea en las causas sino en las consecuencias de la sucesión de suicidios que hasta hace algunos meses atosigó a los diez mil habitantes del pequeño pueblo patagónico. Como pocas veces en el cine, donde la evaluación se acentúa con el correr del tiempo, ya la idea de evadir la tentación de ensayar infinitos abordajes sociales, económicos y/o políticos que desembrollen la enredada trama policial resulta meritoria: si aquellos hubieran procurado reconstruir la cadena de sucesos basándose en testimonios de allegados a los casos en cuestión, Listorti enhebra el relato como una variopinta galería de planos fijos que abarcan desde ramas caladas con los nombres de quienes presumimos son los jóvenes muertos, hasta los inhóspitos paisajes patagónicos, siempre tan ralos, eternos y monocromáticos, intercalados con intertextos con el nombre de las víctimas. Tuve la oportunidad de hacerle una entrevista al director (la pueden leer acá) donde él dice que la primera impresión que causan esas imágenes se vincula con la ausencia. Pero además recuperó, aun en la tragedia de una treintena de muertes, el acto lúdico del cine para construir en Las Heras una ciudad distópica, vacía, solitaria, puramente maquinal y oxidada. “También está el hecho que las máquinas siguieran funcionando a pesar de que la gente no estuviera, como si toda la estructura sobreviviera a los pobladores como su único legado”, dijo. Aquí no hay protagonistas cárnicos, no hay un presentador o narrador omnipresente que timoneé el relato, sino que la atención está en la cotidianeidad de lo irredimible, en el inicialmente hipnótico y más tarde desesperante vaivén de los extractores de petróleo, combustible de la economía regional, y en la omnipresencia de un viento apenas matizado por las escasas voces en off que contextualizan el relato. No es casual la utilización del verbo contextualizar: todo el film se puede pensar como una extensa contextualización de otra película, una introducción que flanquea a los suicidios, carne de cañón para la segunda parte del imaginario díptico. Documental que inquiere y no esclarece, Los jóvenes muertos es aquello que el espectador y su bagaje construyen, más aún cuando la trama pivotea con un asunto usualmente incómodo, por abstracto e infinitas connotaciones moralistas, como la muerte. Por eso estamos ante una película fascinante, sí, pero que parece quedarle chica al dispositivo cinematográfico. Y ese es el único (y mínimo) error ostensible de Los jóvenes muertos, defecto quizá más relacionado con temores metafísicos y el tema que trata antes que con una razón estrictamente cinematográfica. Ya sobre el final del metraje, la interpretación de planos resulta insuficiente, la justeza temporal de éstos es incuantificable, el orden en que se suceden es indistinto porque da la sensación que toda forma plástica resulta insuficiente ante la desmesura de un legado inaprensible que no cabe en una pantalla de cine. No queda otra que esperar nuestra hora para saber qué hay después.
La épica cotidiana de vivir Cálida y predecible, Amor a distancia (Going the distance, 2010) es una película de efervescencia fugaz que consolida –sigue consolidando- a Drew Barrymore como una enorme actriz cómica, y catapulta a Justin Long a los primeros planos. Señoras, señores, se ha formado una pareja. Erin sabe que New York serán algunas semanas de su vida y pansantía mal paga. Garret se choca a diario contra los intereses menos artísticos que económicos de la discográfica donde trabaja: su último proyecto es lanzar al estrellato a una banda adolescente símil Jonas Brothers. Un bar será el lugar donde comienzan una relación que pretendían temporal. Pero el amor no sabe de pronósticos y deberán continuar su relación a 5 mil kilómetros y varios husos horarios de distancia. Con casi treinta años de carrera, Drew Barrymore es el paradigma de la niña mimada de Hollywood que se empalaga con un éxito tan repentino como inesperado. En la picota mediática desde que sus rizos dorados irrumpieron en E.T, el extraterrestre (ET, 1982), a comienzos de los gloriosos ochenta, carrera y vida de esta actriz entraron en un espiral descendente de drogas y alcohol, la segunda, y un largo encadenado de papeles malos en películas peores, la primera. Pero finalizaron los noventa, se alió al por entonces inteligente y lúdico Adam Sandler para El cantante de bodas (The Wedding Singer, 1998) y comenzó a erigirse como un referente de la comedia romántica clásica, aquella que no por apelar al lugar común subestima la capacidad del espectador. Perdedoras cotidianas, de esas que se embarran en urbe a diario para ganarse el pan, las criaturas de Barrymore viven aventuras generalmente redentoras que sin embargo no aparejan triunfos trascendentales sino pequeñas victorias o a lo sumo batallas minúsculas en la inmensidad del mundo: es la épica de lo cotidiano. Tomemos dos películas -elección arbitraria si las hay, quedan afuera la mencionada El Cantante de bodas, Los chicos de mi vida, Amor en juego, Letra y Música, Pura suerte y esa extrañeza total que es su inédita ópera prima Whip it!- separadas por una docena de años pero hermanadas por el oficio de periodismo que ella desempeña en la ficción: Jamás Besada (Never Been Kissed, 1999) y, justamente, Amor a distancia. En la primera Josie vuelve al secundario cuando una investigación de campo así lo demanda y la revancha proviene de subsanar el largo suplicio que fue su (falta de) etapa amorosa juvenil. Por eso el desenlace es la superación de los fantasmas del pasado, la absolución de una carga atosigadora que impedía su normal desenvolvimiento. Pero la película apenas dimensiona esa acción como algo extraordinario cuando, sobre el verde césped del campo de béisbol, atrae la atención de miles mientras el príncipe azul de turno la besa con esmero. De allí en más, tenemos la certidumbre que todo será nominal, como si aquello fuera apenas un acto efímero de un destino empecinado en que alguien sea, por un instante y en un lugar, feliz. Y finalmente llegamos a la película en cuestión: Amor a distancia. Pasante en un periódico neoyorkino con 31 abriles en las espaldas, Erin tiene el reloj biológico un diez años atrasado. Soltera, monetaria y ediliciamente dependiente de su hermana mayor, sabe que tiene mucho por ganar y poco por perder. Estamos, por elevación, ante una virtual continuación de Jamás besada con el adosamiento de revancha laboral. Es en la basto terreno victorioso aún inexplorado para Erin donde radica la posibilidad épica del torcer la suerte. Sin embargo Nanette Burstein (directora de la directo a DVD American Teen (2008)) evade la “trascendentalidad” de ese acto sirviéndole a Erin y Garrett la atención total del presente, pero a sabiendas de que todo cambiará (o no) para que nada cambie. La (¿involuntaria?) coherencia temática necesita de un partenaire capaz de sostenerla. Justin Long, actor desconocido para los seguidores del mainstream, viene desde hace años brillando en comedias directo a DVD como Pelotas en Juego (Dodgeball, 2004)o Admitido (Accepted, 2006). Como Barrymore, su carrera no sabe sino de constantes caídas para pequeñas levantadas. Más temprano que tarde, el destino haría su magia.
Rojo rojo, sucio trapo rojo Siempre presa de un pantalón o minifalda ajustada, Angelina Jolie es el polo de atracción de Agente Salt (Salt, 2010). Ella salta, trompea y dispara durante todo el desarrollo de este sólido trhiller paranoico, narrativamente atrapante pero ideológicamente peligroso. La agente del título es una auténtica rareza dentro de un Servicio secreto repleto de workaholics. Felizmente casada con un aracnólogo (?), debe interrogar a un misterioso testigo ruso que asegura tener información sobre un posible magnicidio para con el líder de su país. Pero las cosas no salen como espera y ella termina incriminada en una intrincada red de espionaje de todos colores y nacionalidades. Resulta imposible disociar un film de la ideología que lo concibe. Menos aún cuando esta palpita, con mayor o menor vitalidad, en casi la totalidad del metraje. Ya el primer fotograma muestra a Jolie en ropa interior recibiendo una chorrera de golpes y torturas del ejército norcoreano. Es en esa fracción de segundo donde e australiano Phillip Noyce -que sabe generar suspenso: vean El coleccionista de huesos- juega sus cartas y establece con claridad las premisas sobre las que girará el film: Angelina y esos zánganos comunistas idealistas corporizados en rusos o coreanos, lo mismo da. Pero mientras algunas películas pecan de hipócritas aspirando a un vaciamiento político de su trama, otras le adosan una suave dermis de intrascendencia para pulsionar subrepticiamente al espectador, y las últimas, las peores, construyen un dispositivo cinematográfico para avalar una concepción del mundo que supuestamente denosta; Agente Salt no sólo vocifera a cada instante su posición política e ideológica sin tapujos sino que la subraya orgullosa. Desde esa escena iniciática donde, como en un ajedrez diplomático, se muestran los dos bandos claramente disociados, hasta la representación del presidente norteamericano como un hombre de tez blanca que no vacila, poseedor de decisiones seguras y pragmáticas tomadas con la velocidad de un rayo, de sentimientos paternalistas para con su pueblo-rebaño, todo tiene un por qué felizmente claro y unívoco que vacían la película de dobles interpretaciones. Seamos claros: Agente Salt es fascista, nacionalista, pro-norteamericana, anticomunista, racista y machista. Es una película peligrosa, sí, pero brutalmente honesta y sincera. El inverosímil ideológico adquiere aún ribetes más increíbles. Recapitulemos una escena clave: personaje fundamental para el desarrollo es asesinado de un regio balazo en la cabeza y, si la memoria de este escriba no falla, algunos más dispersos por la caja toráxica. Más allá de la imposibilidad de empatizar con Angelina Jolie, la lógica pregona no baldazos de sangre repelidas a presión de manguera (Noyce no es Tarantino), pero tampoco la absoluta ausencia de fluidos: los muertos y heridos no sólo están vaciados de matices sino que no tienen sangre en las venas: Agente Salt es a las películas de acción lo que la trilogía Crepúsculo y su puritanismo sexual y anti-hemoglobina es a las historias de vampiros. Este vehículo ideológico tiene, además, el envase de una película, de una historia trillada y conocida, pero narrada con solvencia y agilidad. Si fuera posible extrapolarla de su mensaje, la película sería un entretenimiento notable por su factora y la predisposición a la acción continua, sin recesos. Será el espectador el que opte con cuál de las dos Agente Salt quedarse.
Es algo curioso lo que pasa con Pájaros Volando. Héroe moderno de Youtube pero aún de culto para la televisión, paradigma del humor 2.0, de espíritu marginal aunque de llegada masiva, Diego Casusotto era el máximo atractivo de su segunda participación cinematográfica con Néstor Montalbano. Como pocas veces en los últimos años del cine argentino, una película quedó absorbida por el magnetismo de un actor en boga: Pájaros volando no es sino La de Capusotto. Por eso la expectativa de quienes lo aman (amamos) era enorme, desmedida. Craso error el nuestro. Si hay algo que caracteriza a este actor es su humor punzante, crítico y ácido en dosis tan pequeñas como justas: los tres a cinco minutos que dura cada sketch es el tiempo ideal para deglutir el mundo y regurgitarlo en forma de estiletazos que apuntan directo al hipotálamo de los espectadores durante una hora semanal, no más de dos meses al año. Más es el equivalente a una reducción del efecto cómico. Porque Peter Capusotto y sus videos lleva al extremo la empatía entre espectador-personaje, uno de los pilares sobre los que se asienta el humor visual, gráfico o literario. Mientras que algunos se valen del primitivismo sexual, latente en todo espectador, de culos y tetas enarcados en peleas básicas y orquestadas entre criaturas circenses y amorfas, los cortos apelan a un feed-back constante con un receptor empapado en una variopinta gama de códigos, tanto sociales (Micky Vainilla), etarios (el Emo) y fundamentalmente culturales, con el rock como estandarte que atraviesa cada uno de los personajes. Por eso la factura orgullosamente básica de la puesta en escena puede engañar transmitiendo una idea errónea de improvisación y falta de planeamiento: Peter Capusotto y sus videos es una rara avis del humor, un mix justo entre elitismo y bienvenida masividad. El primer detalle curioso de Pájaros Volando es su duración. Casi dos horas suena a demasiado para una comedia en general, más aún para una que apuntala la narración en una premisa absurda y delirante como pocas, donde se entremezclan ovnis, hippies, porros y Cafiero (sí, Antonio). Esto se nota cuando la película arranca tratando de imponer una imagen bien capusottiana del protagonista: peluca afro, gesticulación grandilocuente, ojos redondos y ropa retro, cantando sobre un escenario el tema que da título al film. Pero la apoteosis iniciática merma y arranca un film que oscila entre la dispersión temática y el encanto de ese gran comic relief que resultó ser Luis Luque, actor capaz de cabecear cualquier centro que le caiga. Es él, pelado y con mechón y túnica, quizás el descubrimiento más grande de Pájaros volando, un film cuyo resabio no se orienta tanto a la desaprobación sino a la decepción. De allí que el error quizás no esté tanto en las valoraciones artísticas del film como de las erróneas expectativas con que fui al cine.
Fútbol para todos, negocios para pocos Pablo Tesoriere es al fútbol lo que Michael Moore es a la política económica y exterior norteamericana. Inquisidor aunque unívoco, como gran parte de la filmografía del gordo barbado, Fútbol Violencia S.A. (2009) diluye su potencia cuando abandona el abordaje sociológico y analítico de la narración cerebral por otra más sentimental. Los jueves de Agosto a las 20:30hs en el Centro Cultural de la Cooperación (Av. Corrientes 1543). La violencia en el fútbol es un mal casi endémico, enquistado en los estadios de norte a sur y de este a oeste, que desde sus albores apila centenares de muertos. Fútbol Violencia S.A. devela los negociados espurios entre dirigentes y barrabravas, socios tácitos que hacen de la pasión de multitudes un negocio redondo. El opus dos de Tesoriere arranca con el vértigo y la agilidad propia del deporte que retrata: montaje, entrevistas, cacheos, palazos, muerte. Con tino, muestra la desidia, ineptitud, complicidad y enorme incultura en aquellos que deberían velar por un evento deportivo puro. Los datos son elocuentes; las imágenes, incuestionables. La forma en que Fútbol Violencia S.A. transmite la deshumanización de un cacheo, la alineación de servir a la comunidad exponiéndose por las dádivas de una hora extra resulta acertada. El director de Puerta 12 (2007) expone decenas de videos sin ubicarlos en tiempo y espacio, sin identificar rivales o motivos de la gresca: da lo mismo año, equipos y divisionales. Eso dota al film de una ecuanimidad carente en el ámbito deportivo. La no diferenciación habla de un problema demasiado universal para endosarle connotaciones. Pero Tesoriere da vuelta la hoja y no sólo le pone rostro a las víctimas de la violencia –decisión que excede la labor de este crítico y ya es propia de la interpretación moral del espectador-, sino que lo hace en primer plano: es un cuestión menos de contenido que de forma. Fútbol Violencia S.A. inicia como documental político-deportivo intenso y sudoroso, pero deviene en drama innecesariamente lacrimógeno. Como en Capitalismo: una historia de amor (Capitalism: A love Story, 2009), parece no ser suficiente con exponer una problemática sino que el objetivo es la empatía del espectador con quienes la sufren: lo que en el film de Moore era un largo primer plano del llanto de los marginados del sistema inmobiliario, aquí es una presentación a cámara de las víctimas del fútbol. Ágil e intenso por momentos; sensiblero y unívoco por otros, Fútbol Violencia S.A. aporta una nueva mirada a un deporte cuya esencia está subsumida a una larga cadena de negocios. Todo con tácita anuencia de la peor Justicia, la que no es ciega, la que prefiere no ver.
Sunday, bloody sunday Basada parcialmente en hechos reales, Cinco Minutos de Gloria (inexacta traducción de Five Minutes of Heaven, 2009), explora las secuelas de un conflicto religioso ocurrido hace más de treinta años. En su segunda incursión fuera de su Alemania natal, el director Oliver Hirschbiegel se recupera del fracaso de Los invasores y trabaja a la perfección los tiempos cinematográficos apoyado en los enormes labores de Liam Neeson y James Nesbitt. Es el año 1975 en una grisácea Belfast. Hace siete años que Irlanda de Norte está sumida en un conflicto religioso que polariza ideologías. Alistair Little (Neeson) tiene 17 años y forma parte de los férreos protestantes que conforman el grupo de los Voluntarios de Ulster. Joe Griffin (Nesbitt) apenas pasa la decena cuando patea inofensivo una pelota sobre la pared de su casa cuando el comando paramilitar llega para asesinar a su hermano, un republicano católico. Más de treinta años después, el director de la Caída imagina un encuentro entre ambos en un programa de televisión. Lo primero que llama la atención de Cinco Minutos de Gloria es la mutación lingüística del título original. La significación entre un periodo de tiempo paladeando la gloria u orillando en el cielo es nimia, no así las connotaciones. Los atentados, las batallas callejeras, la persecución de practicantes religiosos y los 3.700 muertos están motorizados por la búsqueda supraterrenal de la perfección, ese lugar que se presume pacífico que para los católicos es el cielo. La inclusión de la menos espiritual y más materialista gloria transmuta gran parte de las motivaciones de los personajes: la gloria se mide; el Cielo y la paz interior, no. Por eso Cinco Minutos de Gloria funciona como reverso espiritual de la avasallante y política Domingo sangriento (Bloody Sunday, 2002), editada aquí en DVD. Hermanadas por las imágenes sucias y granuladas símil 16 mm, además de la presencia de Nesbitt, ambos films no son contrarios sino complementarios: si la cámara inquieta y sudorosa de Paul Greengrass hurgaba en el carácter eminentemente fáctico de la estrategia y el planeamiento de la masacre de Derry en 1972 como símbolo de décadas de sangre y violencia, Hirschbiegel toma a dos personajes involucrados como referencia a sus consecuencias. Lo que allí era urgencia, aquí es reposo; los gritos están ahora en la cabeza –literalmente- de los protagonistas; el olor a muerte descansa en cada uno de quienes la vieron de cerca. Gran parte de ese mérito radica en las enormes actuaciones de los irlandeses Neeson, quien dejó la capital tres décadas atrás, y Nesbitt. Hay un carácter eminentemente implosivo en el primero. Alistair ha adquirido un estadio mental donde la certeza de su mala actuación no le provoca arrepentimiento. Sí se lo nota apesadumbrado, herido, parco. Los años de reflexión encontraron la génesis de su acción en el entorno familiar y social. Camina erguido, mira, vacila, se acuesta, se levanta para volverse a acostar. Para él, la procesión va por dentro. Griffin es lo contrario. Efusivo, frontal, de movimientos eléctricos, portador de nervios ya intrínsecos a su personalidad, el hermano de la víctima habla hasta por los codos. Su lengua descansa solo cuando su mente elucubra la venganza perfecta. Fuma, tiembla, se rasca, suspira y transpira a borbotones. Sabe, o cree saber, que matándolo tendrá sus cinco minutos en el cielo. Hay un aspecto paradójico entre los dos personajes: Quien ha logrado la satisfacción monetaria lucrando en charlas (¿buscando la gloria?) con su pasado violento está lejos de alcanzar la felicidad. No sabemos si está casado, soltero, si tiene hijos, sobrinos. Sí que su casa es el reflejo de su frialdad, la soledad apersonada en el vacío del departamento. El otro, con los sentimientos a flor de piel, apuntala el dolor y la culpa en la calidez de su mujer e hija. Sabrá que la gloria es imposible, y que el cielo está ahí, bajo su mismo techo.
Sangre y amor en Bogotá Segundo film colombiano estrenado en Argentina luego de Los viajes del viento (2009), de Ciro Guerra, La sangre y la lluvia (2009) propone un recorrido por una Bogotá poco apegada al folletín turístico, una ciudad repleta de seres solitarios perseguidos por la violencia casi endémica de aquel país. La ópera prima de Jorge Navas cuenta la historia de Ángela (Gloria Montoya) y Jorge (Quique Mendoza). Ella es drogadicta y adepta a desvestirse frente a ilustres desconocidos a cambio de dinero. Él, un hierático taxista por obligación. Ella se sube a su auto en pleno diluvio. El vacila, tiene otras prioridades. Finalmente acepta, menos por lujuria que por compasión. Ambos emprenden un viaje hacia la sordidez bogotana. La sangre y la lluvia es sintomática de la catarsis artística de la industria colombiana. Desde Pantaleón y las visitadoras hasta la catódica Sin tetas no hay paraíso, tira seminal de las narconovelas, pasando por Rosario Tijeras (2005), hay una búsqueda de exteriozar los pesares cotidianos en la pantalla. Para eso Navas opta por una puesta apegada al realismo, donde no falta la droga y el sexo. Pero en esa búsqueda el realismo choca con lo gratuito e innecesario, dotando al film de una innecesaria crudeza. El cine es también el arte de la sugestión, de despertar la imaginación del espectador para que complemente una imagen. Pero Navas no sabe de sutilezas y muestra sin concesiones, orientando varias escenas hacia el impacto y golpe bajo antes que a la construcción de un relato o personaje. La sangre y la lluvia llega de un destino poco común para alumbrar una realidad que el cine no siempre elige mostrar. Un film imperfecto, irregular, duro y necesario.