Es cierto que el calificativo “película de fórmula” suele acarrear una valoración negativa. Tan cierto como que hay mil films a los que ese rótulo les calza perfecto y son de buenas para arriba. La cuestión, entonces, no pasa tanto por apelar a una fórmula sino por incluir las dosis justas de cada ingrediente, como bien demuestra La ciudad perdida. Un poco de aventuras por aquí, otro tanto de romance por allá y una pizca de leyendas milenarias, todo cocinado al fuego lento de una tonalidad generalizada de comedia absurda, con plena conciencia de las virtudes y defectos de sus materiales. Tal es la receta aplicada por los hermanos Aaron y Adam Nee en esta historia que une los destinos de la escritora de una popular saga literaria con el modelo que pone el rostro del protagonista masculino en las tapas. Ella se llama Loretta (Sandra Bullock) y no atraviesa un buen momento creativo, con un hartazgo que se evidencia en el bloqueo para concluir la acción del último volumen. Para colmo, en la presentación pública la atención recae sobre Alan (Channing Tatum, pura tosquedad al servicio de la comedia), cuyos músculos torneados y gracia para los movimientos lo vuelven un objeto de deseo para la platea femenina. Tanto así que el muchacho piensa que ES el personaje y no apenas el rostro que lo ilustra. Pero apenas salen de la presentación Loretta es secuestrada por un millonario (Daniel Radcliffe) convencido de que el lenguaje antiguo y varias situaciones planteadas por ella en el papel son reales, por lo que la obligará a ponerse al servicio de la búsqueda de lo que él cree que es un tesoro milenario en una remota isla en el Atlántico. Como si quisiera consumar la sinergia con el personaje, Alan parte en su búsqueda para rescatarla, con la inestimable ayuda del especialista Jack Trainer (notable participación secundaria de Brad Pitt, cada día más afincado en el terreno cómico). La ciudad perdida podría haber sido uno de esos mastodontes cargados de escenas de acción y efectos especiales. Pero no. Los Nee proponen una historia de baja escala que, más allá del alguna subtrama vinculada con el pasado de Loretta y la previsibilidad de su desarrollo, deposita su confianza en sus protagonistas. Y ellos, además de aportar química, ponen todo su talento para hacer de sus cuerpos armas de enorme calibre humorístico.
"Las rojas" , con Mercedes Morán y Natalia Oreiro: aventuras en la Cordillera Suerte de western sin espuelas ni territorios a conquistar, "Las rojas" conjuga la presencia de dos mujeres fuertes, decididas y autosuficientes y algunos apuntes vinculados con la ecología y su relación con las explotaciones comerciales. El cordobés Matías Luchessi debutó en la realización de largometrajes con Ciencias naturales (2014), en la que el empeño de una chica de 12 años dispuesta a superar los mil y un escollos con tal de conocer a su padre, de quien apenas tiene una chapita con el nombre de una empresa ya cerrada, funcionaba como mecha de ignición de un relato iniciático enmarcado en la zona de las Altas Cumbres de la provincia mediterránea. Su segunda película fue El pampero (2017), cuya premisa coqueteaba con el thriller y se nutría de apenas tres personajes encerrados en un espacio mínimo y cerrado como un velero afincado en el Delta del Paraná. Queda claro que Luchessi es de esos directores que piensan en el entorno como un elemento fundante del desarrollo narrativo, al punto de hacerlo funcionar como un personaje ubicuo. Y si se habla de la naturaleza como factor condicionante de la suerte de las criaturas de carne y hueso, el western es quizás el género que mejor ilustra esa relación. No parece casual, entonces, que el opus tres del cordobés se adscriba durante gran parte de su metraje en esa tradición. Pero en Las rojas –estrenada luego de mil postergaciones por la pandemia– no hay espuelas ni territorios a conquistar, sino un recorrido por los áridos suelos mendocinos en el que resuenan los ecos del presente a través de una mirada que conjuga la presencia de dos mujeres fuertes, decididas y autosuficientes y algunos apuntes vinculados con la ecología y su relación con las explotaciones comerciales. Dos mujeres muy distintas entre sí, obligadas a unir esfuerzos en pos de un bien mayor, como si se tratara de dos heroínas trágicas. Una de ellas se llama Carlota (Mercedes Morán) y es una reputada paleontóloga que descubrió restos fósiles que, de comprobarse su veracidad, cambiarían la historia de la disciplina, en tanto se trataría de un animal mitológico que uniría mamíferos y ovíparos gracias a su medio cuerpo de león y el otro de pájaro. El hallazgo la elevó a la categoría de estrella, por lo que cuenta con canilla libre para gastos y tiempos de investigación convenientemente laxos, además de un área cerrada de 12 mil hectáreas para una investigación que ha avanzado poco y nada en los últimos años. Entre sus pares cuchichean acerca un arreglo político entre ella y las autoridades que excedería los límites de la paleontología. Es por esa razón que viaja hasta el campamento Constanza (Natalia Oreiro), una colega de una ONG ambientalista que viene de pasar una larga temporada en África enfrentándose a problemas muy distintos a los que le esperan: la rudeza de Carlota, su carácter tiránico y la capacidad de hacer y deshacer a su antojo. Mientras ellas están en pie de guerra, a la espera de un paso en falso de la otra, afuera acecha un peligro mayor a la veracidad o no del descubrimiento, y es el que representa Freddy (Diego Velázquez, siempre notable, siempre contenido), a quien Carlota cataloga como un “ladrón de hallazgos”. El temor ante la profanación del supuesto lugar donde están los fósiles obliga a las mujeres a partir a caballo rumbo el pico montañoso referido en el título. Y allí se inicia una aventura durante la que la desconfianza dará paso primero al conocimiento mutuo y, con ello, a una camaradería que ni siquiera la aparente bondad de Freddy para con Constanza logra menguar. Filmada íntegramente en Uspallata y Potrerillos, Las rojas hace de la inhospitalidad geográfica casi marciana de esa región de la tierra del vino un ámbito ideal para la irrupción de lo sobrenatural, tal como ocurría en Muere, monstruo, muere, de Alejandro Fadel, nada casualmente rodada también en esa provincia. Esa posibilidad, en este caso, no es consecuencia de una situación particular sino una condición fundante, casi metafísica, del universo donde transcurre una película reposada y serena como todo viaje a tranco lento observado desde una montura.
“Mi compromiso fue proponer, a través de mis guiones y películas, personajes que tuvieran más que ver con lo que somos realmente. Mujeres que no estén condicionadas por una cultura patriarcal, universal y milenaria, la cual recién hará 20 o 30 años empezamos a romper hablando de nosotras mismas y prescindiendo de la idea de si gustamos o no, de si somos aceptadas o no”. La frase podría estar fechada en los últimos años y haber sido dicha por alguna directora joven, nacida y criada bajo la luz del siglo XXI. Pero salió de la boca de María Luisa Bemberg hace más de 30 años y se la escucha en el documental María Luisa Bemberg: El eco de mi voz, que se estrena en las pantallas argentinas en coincidencia con el 100º aniversario del nacimiento de la directora de Momentos, Señora de nadie, Camila, Miss Mary, Yo, la peor de todas y De eso no se habla. El director (y estrecho colaborador de Bemberg en su última etapa) Alejandro Maci recorre la obra de una de las voces más relevantes de la historia del cine argentino, haciendo hincapié en el carácter vanguardista de sus personajes femeninos, mujeres mayormente decididas y fuertes, con deseos y voluntades propias que muchas veces chocaban con los mandatos de su tiempo. Un choque del que la propia Bemberg no estuvo exenta, como demuestra el hecho de que en sus comienzos la marginaran por el solo hecho de ser mujer y que el Instituto de Cine, durante la dictadura militar, le vetara el guion de Señora de nadie por tener un personaje homosexual “bien tratado”. Gracias al buen pasar económico de su familia (su bisabuelo, Otto Bemberg, fundó la cervecería Quilmes), sorteó el rechazo financiando sus primeros trabajos, para luego iniciar una fructífera asociación con la productora Lita Static. Juntas realizaron, entre otras, Camila (1984), nominada al Oscar a Mejor Film Extranjero. María Luisa Bemberg: El eco de mi voz no escapa al formato habitual de los documentales tendientes a resaltar una arista de la figura de turno, en tanto su arco dramático responde a un recorrido cronológico que se inicia con sus primeras aproximaciones al cine como directora del corto Juguetes y guionista de Crónica de una señora, de Raúl de la Torre, y Triángulo de cuatro, de Fernando Ayala –dos hombres con quienes, desde ya, las cosas no terminaron bien, pues las miradas artísticas resultaban irreconciliables–, hasta su consagración con Camila y un legado que perdura hasta hoy. Durante los 95 minutos del documental se entreveran anécdotas contadas a cámara por quienes las vivenciaron -Stantic, Graciela Borges, Imanol Arias, Susú Pecoraro, entre otros- y un material de archivo voluminoso y notable, especialmente los fragmentos de lúcidas entrevistas de Bemberg con figuras tan distintas como Mariano Grondona, Tato Bores, Patricia Miccio y la mítica dupla del programa Función privada integrada por Carlos Morelli y Rómulo Berruti. El resultado es un film concebido como homenaje pero que trasciende esa condición gracias a la manera en que la obra, los pensamientos y la vida de Bemberg resuenan en el presente. Un presente que sin ella probablemente sería muy distinto.
"C'mon C'mon: siempre adelante", con Joaquin Phoenix: preguntas sin respuesta Relato de crecimiento donde los adultos necesitan crecer tanto o más que los menores, "C’mon C’mon" se mueve a un ritmo tan sereno como fluido. “Con él hay demasiadas preguntas y pocas respuestas, ¿no?”, pregunta Viv (Gaby Hoffmann) a su hijo de nueve años Jesse (Woody Norman) sobre su tío Johnny (Joaquin Phoenix) luego de que el pequeño estuviera a cargo durante varias semanas de ese hombre al que desconoce. Hay varios motivos para ese desconocimiento. El primero, y más evidente, es que ellos viven en Los Ángeles y él, en Nueva York. Los otros son más subrepticios, pero no menos importantes. Tienen que ver con ciertas actitudes de Johnny que lo distanciaron del resto de su familia y, sobre todo, con el carácter impenetrable e ilegible de quien, soltero a sus cuarenta y tantos años y con el corazón roto a raíz de una separación que nunca pudo superar, trabaja recorriendo los Estados Unidos para entrevistar a adolescentes de todas las clases sociales con el objetivo de construir lo más cercano a una radiografía sobre el pensamiento de esa generación. Las preguntas del protagonista de C’mon C’mon –que suma el subtítulo Siempre adelante para su lanzamiento local, cuestión de dejar bien en claro que la resiliencia opera como elemento fundante de la trama– abarcan un amplio espectro temático, desde cómo ven el futuro y qué les da miedo hasta qué piensan de los adultos y qué cosas de su educación replicarían con sus hijos. Pero el hombre que todo pregunta, que escucha con proverbial paciencia y construye una empatía notable con los jóvenes, no tiene respuesta alguna para su vida. Estrenada en el festival de Telluride, la película del californiano Mike Mills es, como las de Sean Baker (Tangerine, The Florida Project, la aquí inédita Red Rocket), una nueva muestra de un “cine estadounidense con aspiraciones comerciales” que está muy lejos de ser sinónimo de “cine de Hollywood”. Si uno apuesta por el gigantismo despersonalizado y la replicación de franquicias hasta exprimirles su última gota de dinero, el otro recorre sendas narrativas que serían imaginables en un lugar distinto al que transcurren, pues hay algo en la idiosincrasia de los personajes, en la manera de habitar y pararse en el mundo, imposible de transpolar a otra geografía. Personajes que, a excepción del trío protagónico y quienes los rodean, no son tales, sino personas. Como han coincidido en varias entrevistas Mills y un Joaquin Phoenix contenido y minimalista en escena como hacía tiempo no se lo veía, los chicos entrevistados no son actores y sus respuestas, todas espontáneas. Esas secuencias, que se intercalan al relato troncal, le dan a C’mon C’mon una impronta notable de frescura y autenticidad. Cuesta encontrar películas en la cartelera comercial que transpiren verdad (que no realismo). En sus mejores momentos, ésta es una de ellas. Taciturno, misterioso y solitario, Johnny debe hacer las valijas rumbo a Los Ángeles para quedarse con su sobrino ante el imprevisto viaje de su hermana para atender una crisis psiquiatrica de su marido. Menuda sorpresa se lleva cuando descubra su extraña costumbre de “jugar” a que es un huérfano maltratado en un orfanato, como si a través de lo lúdico canalizara la incertidumbre por el estado de ese padre ausente. Un hombre de esas características cruzándose con un chico avispado, locuaz e impredecible: imposible que entre ellos no surja una complementariedad que Mills construye con un ritmo tan sereno como fluido y utilizando las entrevistas de Johnny como espejo de la relación entre ellos. Relato de crecimiento donde los adultos necesitan crecer tanto o más que los menores, C’mon C’mon tiene su acto central en Nueva York, donde tío y sobrino viajan ante la demora del regreso materno. Mills retrata la ciudad alejándose de la postal turística y mediante un blanco y negro que embadurna las imágenes con la nostalgia y tristeza existencial de Johnny, las mismas que se desprenden de los apuntes y reflexiones grabados en la soledad de su habitación a la manera de diario íntimo oral. Los juegos conjuntos de preguntas y respuestas son los síntomas más evidentes de que para ellos es más sencillo comunicarse a través del micrófono, aun cuando lo hagan cara a cara.
Las cosas que no te conté se filmó en 2019, pero sus orígenes se remontan hasta 1999, cuando el por entonces joven dramaturgo William Nicholson escribió una obra de teatro basada en la separación de sus padres. Dos décadas después, Nicholson cambió de lenguaje y adaptó al cine aquel guion, dando forma a una película cargada de amor hacia ellos y que funciona como un intento de sanación, de reconciliación con su propio pasado. Da toda la sensación de que la escritura le sirvió al británico para comprender aquello que de otra forma no hubiera podido: a fin de cuentas, para quien no ha estado en esa situación resulta difícil entender en toda su dimensión qué puede sentir un hombre hacia una mujer luego de estar casado durante casi 30 años y haber formado una familia. Tampoco le resulta fácil entenderlo a Edward (un inusualmente sobrio Bill Nighy), quien después de 29 años de matrimonio con Grace (Annette Bening) siente que las cosas no dan para más. Una situación patente desde la primera escena, cuando el hombre se hace un té sin ofrecerle a su mujer. La cuestión es que Edward hace las valijas para empezar una nueva vida junto a otra mujer. Es, desde ya, un baldazo de agua fría para una Grace convencida de que se trata de una de las tantas crisis generadas por el paso del tiempo. Pero el asunto es terminal: Edward le cuenta la verdad, agarra sus cosas y se va. Entre medio queda su hijo (Josh O'Connor). No es un lugar fácil el de, simultáneamente, lidiar con su propio dolor, enfrentar el duelo de su madre y establecer una nueva manera de vincularse con su padre, todo mientras esas experiencias decantan en una puesta en perspectiva de su manera de vincularse con sus parejas. Para colmo, los dos eligen contarle sus penurias a él, ubicándolo en el incómodo doble rol de hijo y confesor. Pero de aprendizajes versa esta película triste y contenida, que asienta sus méritos en los notables trabajos de Bening, Nighy y en la manera entre curiosa y respetuosa con que ese hijo observa a sus padres para entender que, antes que eso, son un hombre y una mujer adultos con deseos e inquietudes propias.
Las biopics, se sabe, suelen contar con un amplio respaldo de los electores de los distintos premios que se entregan durante la temporada de alfombras rojas de Hollywood. Eso explica la presencia de Rey Richard: una familia ganadora entre las diez elegidas para competir por el Oscar a Mejor Película, así como también las nominaciones para Nicole Kidman y Javier Bardem por Todo sobre los Ricardo / Being the Ricardos. El tercer eslabón de este año es Los ojos de Tammy Faye, una película que recorre la historia de ascenso, descenso y posterior redención de la mujer del título. Es muy probable que su nombre signifique poco en este rincón del mundo, pero Faye y su marido Jim Bakker fueron lo que durante los créditos iniciales alguien llama “la Barbie y el Ken del teleevangelismo”. Fue gracias a su muy popular programa primero, que luego devino en cadena televisiva de alcance nacional, en el que mezclaban partes iguales de prédica y show, que se convirtieron en auténticas estrellas de la pantalla chica estadounidense. Pero tras bambalinas la cosa fue muy distinta, pues en un momento Faye se interesó por las minorías en general y la comunidad LGBT en particular, un pecado mortal -más aún en un contexto donde arreciaba el SIDA- para los fanáticos de la Biblia, como bien señala el pastor interpretado con su habitual prestancia por ese secundario notable que es Vincent D'Onofrio. A diferencia de Todo sobre los Ricardo / Being the Ricardos, que retrataba con fiereza el combate contra el statu quo de la pareja detrás de Yo amo a Lucy, todo en Los ojos de Tammy Faye luce desganado y vaciado de cualquier atisbo de vuelo artístico o sorpresa. El Bakker a cargo de Andrew Gardfield nunca llega a las alturas de la ambigüedad que ese león disfrazado de cordero pedía, al tiempo que Jessica Chastain –irreconocible bajo una capa de maquillaje más gruesa que la de Mirtha Legrand– apuesta por una recreación mimética de Faye. Y mimetismo, en términos de Oscar, implica tener media estatuilla en el bolsillo.
Cuentan los integrantes de Foo Fighters que, cuando se encerraron en una mansión californiana para grabar lo que sería su décimo disco, Medicine at Midnight, sucedieron cosas paranormales. Porque, ¿de qué otra manera podrían catalogarse las interferencias en las pistas o las repentinas desafinaciones de los instrumentos? Fue entonces que su líder, Dave Grohl, colocó varias cámaras por la casa que validaron que nada era muy normal allí dentro. ¿Qué captaron las cámaras? Imposible saberlo: Grohl y sus compañeros debieron firmar un acuerdo de confidencialidad ya que la casa estaba en venta. Los Foo Fighters grabaron mucho más rápido de lo planeado y se fueron del lugar no solo con un flamante disco, sino también con el germen de lo que sería Terror en el estudio 666, una película centrada en una banda que va a una casa a grabar un disco y termina envuelta en una carnicería demoniaca. Una banda que se llama… Foo Fighters. Imposible saber entonces si la historia repetida decenas de veces por Grohl fue real o no, pero lo cierto es que los integrantes del grupo se ponen delante de cámara para hacer de ellos mismos en esta historia hecha con dosis iguales de terror y comedia, que comienza con el grupo llegando a la casa original para la grabación en cuestión. Entre ensayos, referencias, guiños (hay cameos de Lionel Ritchie y John Carpenter) y la aparición de varios personajes secundarios (un ambicioso representante, una vecina fanática de la banda que les lleva una torta espolvoreada con ¡cocaína!) con incidencia en la trama, la película de BJ McDonnell nunca esconde su condición de vehículo para la autoconciencia. Lo hace mechando una cantidad nada despreciable de humor y, sobre todo, de sangre. En ese sentido, Terror en el estudio 666 es una de las películas contemporáneas con mayor inventiva para imaginar las muertes más absurdas y bizarras: cuerpos de plástico estallando cuando son arrollados, otros rostizándose en una parrilla y, el momento más destacado, una escena de alcoba que incluye la que probablemente sea la motosierra con los dientes más afilados de la historia del cine.
"Competencia oficial", con Penélope Cruz, Antonio Banderas y Oscar Martínez El film, fiel al estilo de la dupla que la dirige, parte de una divertida historia disfuncional, pero luego la corrosividad se convierte en misantropía. Gastón Duprat y Mariano Cohn conforman una excepción en el panorama mayormente amable del cine de ficción argentino contemporáneo. Una excepcionalidad dada no necesariamente por la calidad de sus películas, sino por una apuesta constante por la incomodad generada por personajes que, de mínima, se erigen como criaturas despreciables y engreídas ocultas detrás de una fachada de civilidad y sofisticación culturosa. Así era el diseñador interpretado por Rafael Spregelburd en El hombre de al lado (2008), que veía en su flamante vecino (Daniel Araoz) cómo la barbarie asomaba por la ventana de la mansión platense construida por Le Corbusier donde vivía. También el escritor ganador del Nobel Daniel Mantovani (Oscar Martínez) en El ciudadano ilustre (2016), quien sentía su regreso al pueblo que lo vio nacer como un reencuentro con la animalidad más crasa de la había huido despavorido décadas atrás. Y así son los dos actores y la directora que encabezan la marquesina de la película cuya preproducción ocupa el centro narrativo de Competencia oficial, nueva colaboración de la dupla junto a su habitual guionista (y hermano de Gastón) Andrés Duprat. Como en Televisión abierta, el recordado ciclo televisivo centrado en personas de a pie mostrando a cámara sus “talentos” y con el que los directores se abrieron camino en la industria audiovisual, la búsqueda de transcendencia funciona como la chispa que enciende la mecha del relato. En este caso, la de un empresario millonario español que, con 80 años recién cumplidos, empieza a pensar en qué quedará de él cuando ya no esté en este mundo. Dos ideas le surgen para dejar huella: financiar un puente que lleve su nombre y producir una película con el mejor equipo técnico y artístico disponible, cuestión de ganar cuanto premio se le ponga delante. Es así que se contacta con la directora Lola Cuevas (Penélope Cruz, con un pelo batido que de tan ochentoso podría ser el de Cyndi Lauper), quien a su vez convoca a dos reconocidísimos actores, aunque por motivos opuestos: si Félix Rivero (Antonio Banderas) hizo carrera en Hollywood y alega deberse a su público, Iván Torres (Oscar Martínez, elección que refuerza la filiación con El ciudadano ilustre) es uno de esos bichos de teatro que aun hoy, con largos años de carrera encima, siente que arte, cultura y espectáculo deben marchar sí o sí por carriles separados. El choque, como es de esperar, será inevitable. Durante su primera mitad, Competencia oficial –filmada casi íntegramente en una única locación y con pocos actores en escena, dándole así una indudable tonalidad pandémica– hace de esa disfuncionalidad grupal un motivo cómico por momentos de notable eficacia. Como en la extensa escena en la que Iván y Félix, sentados a cara a cara, repiten las mismas líneas de guion –que versa sobre la tragedia de dos hermanos tan opuestos como quienes lo interpretan– con variaciones imperceptibles ante el pedido de Lola. O aquella en la que los actores confrontan sus diferentes metodologías de trabajo, con Félix alegando que no necesita imaginar nada por fuera del libro e Iván, obviamente, ideando un complejo mundo interior como pilar para su trabajo. Todo indica que Duprat y Cohn entregarán una comedia sobre los entretelones del mundo de las industrias culturales en general y el cine en particular, una sátira meta discursiva donde los egos y, otra vez, la búsqueda de trascendencia ocupan roles fundamentales. Pero a medida que avance la historia, Cuevas y sus intérpretes empiezan a dejar que el Mr. Hyde que cada uno tiene adentro se apodere de sus actos, coqueteando así con un desprecio mutuo que impide cualquier atisbo de empatía hacia ellos y empujando la película del terreno de la corrosividad al de la misantropía. La acidez, entonces, deviene en un grotesco que arroja dardos cargados de veneno. El mismo veneno que convierte lo que toca en una fábula con olor a moraleja según la cual la humanidad no tiene chances de un destino positivo.
No hay que ser una luz mental para suponer qué caminos recorrerá una película que tiene el apoyo de Greenpeace y narra la lucha de una ONG ambientalista contra la instalación de una minera. Y, efectivamente, Axiomas, la verdad escrita en el agua cumple con lo promete mediante un relato que abraza el ecologismo sin ningún tipo de prurito, anulando matices y las aristas de un conflicto que trasciende lo estrictamente ambiental. La película de Marcela Luchetta pendula entre dos subtramas directamente vinculadas entre sí. La primera tiene que ver con Isabela (Luz Cipriota), que luego de una misión en el Sahara regresa a su provincia natal convocada por la ONG del título para ejercer como abogada y enfrentar a una poderosa empresa minera que amenaza con saquear los recursos naturales (especialmente el agua) de toda la zona, siempre con el aval del gobernador Ribero (Jorge Marrale). El apellido de Isabela también es Ribero: padre e hija enfrentados por sus convicciones. La primera parte del metraje indaga en las tensiones y contradicciones entre el vínculo filial y el choque ideológico y programático sobre el rol de las mineras. Son los mejores momentos de Axiomas, principalmente por la ductilidad de un Marrale que dota a su personaje de un cinismo sutil, casi paternalista, como si fuera un halcón vestido de paloma. Pero Axiomas naufraga cuando refuerza su línea eco-friendly, llegando al punto de engolosinarse con el vuelo de un cóndor liberado mientras la banda sonora prodiga charangos e instrumentos de viento. El intento de retratar la cosmogonía local, con el personaje de César Bordón a la cabeza, y la discriminación que sufren en las instituciones públicas coronan un film tan lleno de buenos intenciones como fallido en su ejecución.
La vida después del apocalipsis El film se centra en lo que marcó los principales hitos del libro y opera más por acumulación que por sedimentación. A Alejandro Chomski le gustan los desafíos. Luego de haber adaptado la novela de Adolfo Bioy Casares Dormir al sol (2012) y de incursionar en la comedia con la extraña Maldito seas, Waterfall (2016), el realizador lleva al lenguaje de las imágenes y los sonidos El país de las últimas cosas, la novela distópica que Paul Auster publicó en 1987 y, desde entonces, integró la lista de textos a priori imposibles de filmar. Escrita a la manera de una extensa carta en la que una mujer resume sus meses en una ciudad innominada destruida por una crisis total, El país…fue interpretada como una alegoría sobre las consecuencias del capitalismo salvaje, como la consumación definitiva de un “sálvese quien pueda”. Resonancias que no aparecen en esta película que, ante la inevitable necesidad de recortar, opta por centrarse en las situaciones que marcan los principales hitos de la novela. Si en el libro todo transcurría en un lugar sin tiempo ni ubicación definidos, aquí la acción tiene lugar en una Buenos Aires atemporal cuya escenografía luce como Stalingrado durante 1943: una ciudad rebosante de incendios, y hombres y mujeres que vagan sin rumbo, ganándose el (poco) pan como pueden, y donde los límites éticos y morales brillan por su ausencia. Un diseño post-apocalíptico representado mediante un correcto trabajo visual, en un estilizado blanco y negro, y con tomas áreas donde se aprecia la ruina generalizada en que se ha convertido la ciudad portuaria. Hasta esa tierra donde hay recolectores de cadáveres de la calle, y los suicidas se dividen en “corredores” -que corren hasta caer redondos- y “voladores” -que se tiran de cabeza al pavimento desde terrazas-, llega Anne Blume (Jazmín Diz) en busca de su hermano periodista, quien partió para una cobertura de la que no envió ni una palabra. Una tarea imposible, en tanto es probable que haya muerto hace tiempo y, por lo tanto, terminado en uno de los crematorios usados para generar la poca energía eléctrica que abastece las ruinas. El guion –escrito por Chomski con la tutela de Auster, según la información oficial– recurre a una voz en off para resumir las rugosidades de los primeros tiempos de Anne allí, para luego concentrarse en los tres puntos centrales de la novela: su convivencia con una anciana avezada en el arte de la recolección de objetos para revender y su libidinoso marido, su posterior llegada a una biblioteca timoneada por rabinos donde conoce a Sam (el mexicano Christopher Von Uckerman), un periodista enviado para averiguar el destino del hermano de Anne, y una parte final en un caserón que opera como refugio temporal de desamparados y en el que ella termina trabajando como asistente de quien regentea el lugar, Victoria (la portuguesa María De Medeiros). Concentración es un término clave, pues el film opera más por acumulación que por sedimentación, impidiendo que Anne adquiera un gramaje emotivo suficiente para que el espectador se preocupe por ella: no hay contradicción entre el instinto de supervivencia y el deseo de rendirse que atraviesa el texto original, así como tampoco esa sensación de pestilencia ubicua, de desesperanza crepuscular. Es, más bien, un grupo de personajes con múltiples acentos que entran y salen de su vida sin dejar huella, pasajeros de un tren cuya última estación, sin embargo, es la posibilidad de un futuro mejor.