La inventiva al servicio de la estupidez “Hace veinte años hicimos por primera vez esta prueba, y ahora vamos a repetir esta estupidez”, dice en un momento de Jackass por siempre su alma mater Johnny Knoxville. La “prueba” consiste en colocar a uno de los muchachos de la troupe surgida hace más de dos décadas en el programa de MTV que cimentó las bases para cuatro películas posteriores –y dos versiones extendidas lanzadas directamente al mercado hogareño– contra una pared, munido únicamente de calzoncillos y un protector testicular. Todo para que el luchador de UFC con el récord de la piña con más fuerza (similar a la del choque de un auto, según dice Google) le pegue en las bolas. A eso le sigue la llegada de una jugadora de softbol profesional que le arroja una pelota directo a la entrepierna y, luego, la de uno de sus compañeros con un bastón saltador para, claro, impulsarse con todas sus fuerzas sobre ese mismo lugar. Poco ha cambiado en la dinámica de Knoxville y compañía, quienes siguen a pies juntillas la fórmula que vienen aplicando desde las tres temporadas emitidas entre 2000 y 2002 en el canal musical que no pasa música. Una fórmula que podría reducirse, básicamente, a un grupo de boludones –veinteañeros en su momento, cincuentones con canas ahora– maltratándose por el solo placer de hacerlo mediante desafíos extremos de toda calaña, desde pruebas físicas hasta asquerosidades como meterse a un baño químico lleno de excremento mientras una grúa lo levanta y lo da vuelta o tomarse un buen trago de semen de cerdo. El menú de Jackass por siempre –dirigida, como la serie y todas las películas anteriores, por Jeff Tremaine– incluye una rampa humana donde los muchachos se apilan en el piso como base de una tabla que funcionará como plataforma de despegue para motos, bicicletas y skates, elevarse con un cañón y caer a un lago con unas alitas de pluma, entrar disfrazados de integrantes de una banda musical por uno de los laterales de una máquina de correr para que los lance contra una pared. También arrojarse de panza sobre cactus o utilizar ventiladores que generan vientos de 150 kilómetros por hora como impulsores de un paracaídas para levantar vuelo y terminar estrolados contra el piso. Y, la cerecita del postre, intentar generar una explosión subacuática en una suerte de féretro de vidrio utilizando el gas metano de los pedos. ¡Y funciona! Jackass, entonces, como la inventiva al servicio de la estupidez. No es descabellado pensar todo eso como, además de pruebas de destreza, una manera de hacer de la travesura adolescente ampliada por el registro público una manera de habitar y relacionarse con el mundo. Y de pasarla bien, pues puede decirse cualquiera cosa contra ellos, menos que no se divierten. Es cierto que los muchachos están grandes, lo que explica la inclusión de nuevos integrantes dispuestos a dejarse picar por un escarabajo, “besar” a una víbora venenosa sin emitir sonido alguno o embadurnarse los genitales con miel y carne para que un oso le tire unos buenos lengüetazos. Tan cierto como que en la película abundan pedos, vómitos, pinturas, culos, patadas, insectos, piñas, bicicletas, skates, toros, motos y sudor. Todo chocado, untado, pegado o desparramado sobre gordos, flacos, enanos, blancos y negros dispuestos a golpearse hasta más allá de lo soportable. Jackass funciona, entrelíneas, como una celebración de lo deforme, de lo físicamente contra hegemónico, mediante esos cuerpos que se pasean en bolas sin ningún tipo de prurito. Ellos son amigos y sus películas, ésta incluida, un modo masoquista de entender la amistad masculina. Porque de eso se trata, de una larga joda sabatina motorizada por la alegría del golpe ajeno que valida que el slapstick se dobla pero no se rompe: no importa cuánto avance la tecnología, qué tan rápido podamos comunicarnos o cómo evolucionen las cámaras, una piña en el momento justo y en la parte de cuerpo indicada fue, es y seguirá siendo cómicamente imbatible.
“¿Querés mi alma?”, le pregunta Sam al artista plástico Jefrrey Godefroy luego de que éste le diga que a veces se siente Mefistófeles. “No”, responde, y remata: “Quiero tu espalda”. El diálogo transcurre en los primeros minutos de El hombre que vendió su piel, y planta la semilla alrededor de la que crecerán los dilemas éticos, morales y sentimentales de ese muchacho que huyó de Siria y, un año después, se gana la vida en un criadero de pollos en Bélgica. Sam (Yahya Mahayni, ganador del premio a Mejor Actor en la sección Orizzonti del Festival de Venecia de 2020) conoció a Jefrrey luego de entrar a una galería de arte con el único objetivo de robar comida. Lejos de los retos esperables, el artista encuentra en su mirada desamparada una motivación para elegirlo como protagonista de su última creación, catapultándolo al ojo mediático internacional. Es que la obra consiste en, básicamente, tatuar en la espalda de ese refugiado flojo de papeles una visa de ingreso a Europa, con la promesa de recibir una jugosa cifra de dinero a cambio. Eso sí, durante largo meses deberá permanecer quieto en un museo exhibiendo su espalda, como si fuera un David que porta, en lugar de un cuerpo perfecto, un pase que le permitiría a millones huir de la guerra. Nominada al Oscar a Mejor Película Internacional el año pasado, El hombre que vendió su piel propone un relato que pendula entre los crecientes conflictos internos de Sam, las repercusiones de asociaciones de refugiados y ONG’s que ven en esa obra un acto de explotación y el retrato descarnado del mundillo del arte moderno, con sus millonarios con ínfulas filantrópicas gastando millones en obras difíciles de explicar (hay algo de eso en The Square, de Ruben Östlund, también nominada en la categoría internacional del Oscar). La mirada por momentos siniestra del arte contemporáneo se contrapone con la fragilidad de Sam, un hombre al límite de su resistencia, víctima de mil contradicciones internas y quien, para colmo, se muda al mismo país donde lo hizo quien era su novia al momento de huir de Siria. Una subtrama romántica algo forzada, pero que ancla al film en un terreno mucho más cálido que la frialdad despersonalizada de las galerías de arte. No por nada la asistente del arista (una blonda Monica Bellucci) parece un robot destinado únicamente a cumplir órdenes y controlar al desnorteado Sam. Aunque por momentos dispersa en su núcleo dramático, El hombre que vendió su piel despliega un abanico de cuestiones que reverberan incluso después de los créditos: el valor de la vida en tiempos de mercantilismo extremo, la brutal desigualdad (en términos de poder y posibilidades) generada por el solo hecho de haber nacido en el lugar incorrecto en el momento menos indicado y los límites del ser humano ante situaciones extremas. Un extremismo quieto que se exhibe en vivo y en directo a quien quiera verlo en un museo.
"Spencer", la fábula oscura de Lady Di El realizador chileno elude los lugares comunes de la típica biopic, y prefiere concentrarse en un momento bien limitado de tiempo para reflejar el agobiante entorno de la princesa británica. ¿Cómo retratar a una mujer tan pública, con una vida escrutada hasta el mínimo detalle y un rostro conocido desde La Quiaca hasta Siberia, de Canberra a Ottawa, como el de Diana Spencer, que pasó a la historia como Lady Di? La respuesta que ensaya el realizador chileno Pablo Larraín en Spencer va en dirección contraria a los usos y costumbres de las biopic tradicionales, aquellas que celebran al homenajeado retratando las principales postas de su vida que lo volvieron famoso, proponiendo lo que una placa negra al inicio de los créditos define como “una fábula basada en una tragedia real”. Una fábula oscurísima, hecha de paisajes brumosos y criaturas ominosas que dialogan directamente con el estado emocional y mental de esa mujer atrapada en la dinámica de una familia con un ADN integrado por partes iguales de glamour y rituales para ella siniestros. Como si fuera una agnóstica en una misa católica en latín, lo que (se) intenta responder Spencer (película y personaje) es qué hace, cómo llegó hasta ahí. Como había hecho en Jackie con Jackie Kennedy, el director de El club, Neruda y Ema concentra la acción en un brevísimo periodo temporal. Lo que ocurrido durante el asesinato de JFK y los días posteriores en aquella ocasión, la semana que va de Navidad a Año Nuevo en ésta. Allí se evidencia la ajenidad de Diana para con toda la liturgia real y su imposibilidad de escapar de esa jaula de lujos, comidas pantagruélicas y vínculos humanos pensados únicamente en función de lo que dirá la prensa y, por ende, “el pueblo”, como le “explica” su marido Carlos (Jack Farthing). Un marido que, como el resto de los personajes, se presenta ante Diana de manera repentina, como recuerdos de una vida que, quizás, en algún momento, fue feliz. El comienzo, no precisamente sutil, la tiene a ella (Kristen Stewart, nominada al Oscar a Mejor Actriz por este trabajo) ilustrando su estado de ánimo cantando (y gritando) “Where the fuck I am?” (“¿Dónde carajo estoy?”) mientras maneja un auto descapotable por el campo. Lo cierto es que la mujer es parte de la realeza desde hace diez años, cuando dio el sí ante el Príncipe Carlos en una boda transmitida en vivo para todo el mundo. Pero ahora es evidente el desencanto, las limitaciones e imposiciones con las que nunca se sintió cómoda. El destino es la Casa Sandringham, donde la familia real suele tomarse un descanso que, en realidad, está lejos de ser tal: con los paparazzi acechando y cada movimiento falible de ser registrado desde el exterior, no parece una buena idea que la Princesa llegue tarde y manejando sola. Una situación demasiado plebeya, demasiado terrenal, para quienes hacen lo posible por exhibir su condición de elegidos. No hay posibilidad de transgresión para Diana: cambiarse sin cerrar la ventana es casi un pecado en un entorno celoso de su intimidad. Su única “amiga”, la única que parece entenderla, es su criada Maggie (Sally Hawkins), a la que desplazan por motivos que ella no puede no interpretar como algo personal. Con una impronta formal más cercana al terror gótico –no parece casual una fotografiada granulada cortesía de la DF francesa Claire Mathon– que a los dramas palaciegos, y alejada del aura sensacionalista de The Crown, Spencer se mueve entre ambientes derruidos (las cocinas parecen calabozos), habitaciones iluminadas con velas y salones con pantagruélicas comidas planeadas hasta el mínimo detalle. En medio de eso queda esta mujer tironeada por el ser y el deber ser, algo que la película remarca con metáforas obvias, como ese collar de perlas del que no se puede liberar porque tiene la obligación de usarlo, aunque sea igual al que Carlos le regaló a su amante. O su obsesión con el libro de Ana Bolena –reina consorte de Inglaterra por su matrimonio con Enrique VIII que terminó decapitada por acusaciones de adulterio, incesto y traición- Vida y muerte de una mártir. En esa última palabra se cifra la clave de lectura de una película que mira al mundo con los mismos ojos extrañados de su protagonista.
El director de Diablo y Kryptonita vuelve a mezclar el policial del conurbano y la comedia (muy) negra en esta historia centrada en un personaje del que, al principio, descocemos todo. El muchacho, apodado “Ladilla” (Demián Salomón), está en un auto en medio del desierto, con polvo hasta en el alma, escuchando un programa de preguntas y respuestas sobre Racing, del que parece saber todo. El tipo llama, responde y se encamina a ganar, hasta que le cae del cielo un cuerpo sobre el capot y llega una mujer con traje de cuero (Moro Anghileri) dispuesta a matarlo. La secuencia inicial –cuyo tempo narrativo y mezcla de gánsteres y absurdo recuerda a Quintin Tarantino– preludia un flashback sobre las circunstancias que llevaron a Ladilla hasta allí y los roles que ocupan en todo este asunto Nesquik (sí, como la cholatada) y la Chancha, una voz que controla todo desde su teléfono. No conviene adelantar qué ocurre con la interacción de esta galería de personajes –algunos torpes, otros desquiciados, otros con todas esas características juntas–, ni las motivaciones de cada uno, durante los poco más de 70 minutos de esta película orgullosamente pequeña y concentradísima en una anécdota que genera situaciones hilarantes y disparatadas, algunas de notable inventiva y otras con una bienvenida impronta estilizada que entiende lo excesivo como elemento lúdico. Hay, es cierto, una acumulación algo excesiva de vueltas de tuerca demasiado engañosas en el desenlace, pero podría pensarse como otra pasada de rosca de una película... pasada de rosca.
"Muerte en el Nilo", dirigida y protagonizada por Kenneth Branagh La película es una adaptación respetuosa del texto de Agatha Christie, con espíritu old-fashioned, casi demodé. ¡Qué semanita para Kenneth Branagh! Arrancó a todo trapo el martes, colocando bien arriba entre las ternadas al Oscar –con Mejor Película, Director y Guion Original como los rubros más importantes– a Belfast, su film autobiográfico centrado en las vicisitudes de un chico y su familia de laburantes en la capital de Irlanda del Norte durante la agitada década de 1960, que llegará a la cartelera comercial argentina el 10 de marzo. Con ello, además, se convirtió en la primera persona en la historia de la estatuilla de la Academia de Hollywood en conseguir nominaciones para siete categorías distintas a lo largo de su carrera. Y continúa con el lanzamiento mundial –varias veces postergado por la pandemia– de Muerte en el Nilo, que lo tiene ocupando la silla plegable e interpretando con acento francés al detective privado de origen belga Hércules Poirot, un doble rol que ya había realizado cinco años atrás en Asesinato en el Expreso de Oriente. Formado en las tablas británicas bajo el influjo de grandes obras clásicas, con las de Shakespeare a la cabeza, Branagh –cuya ductilidad lo lleva a alternar proyectos más personales con otros de la factoría Disney, como Thor o la remake live-action de La cenicienta– se toma las cosas en serio, entendiéndose por “seriedad” no la ausencia de un espíritu lúdico –casi todo whodunit tiene una pátina juguetona entre sus pliegues-, sino el hecho de apostar por un relato vaciado de esas canchereadas o guiños tan de moda en el cine contemporáneo. Lo que hay aquí es una adaptación respetuosa del texto de Agatha Christie y de espíritu old-fashioned, casi demodé. De hecho, si no fuera por los ultradigitales y un tanto ridículos planos generales que sobrevuelan el río que atraviesa Egipto –donde trascurre la acción, a excepción de un prólogo ambientado en la Primera Guerra Mundial que explica el origen del voluminoso bigote rizado de Poirot–, Muerte en el Nilo podría ser una película fechada varias décadas atrás. La cuestión aquí pasa, como en Asesinato…, por descubrir un asesinato en un vehículo en movimiento y aislado del exterior, por lo que la nómina de sospechosos es pequeña. El problema es que todos parecen tener algún motivo para haber matado a Linnet Ridgeway (Gal Gadot), futura heredera de una fortuna que aparece con un tiro en la cabeza en su camarote. Desde una ex pareja que todavía siente cosas por ella (Russell Brand) hasta su futuro marido (Armie Hammer), pasando por la ex de él (Emma Mackey, doppelgänger inglesa de la australiana Margot Robbie). Buen momento, entonces, para que el detective interrumpa sus vacaciones náuticas para aplicar su inteligencia deductiva interrogando a todos los pasajeros y la tripulación. Poirot –y Branagh– parece divertirse escrutando los múltiples cauces que pudieron haber recorrido los hechos durante aquella noche. El problema es que esa diversión, aun cuando esté envuelta en un atractivo manto de misterio, se vuelve algo esquemática y circular: todo indica que el asesinato es A, hasta que A cuenta algo que conduce a B, éste algo que apunta a C, y así hasta casi el final. Muerte en el Nilo es, entonces, un predecible y nostálgico ejercicio de la vieja escuela. Con orgullo.
Un disparate que nunca se asume como tal La premisa de la nueva película del director de "Día de la Independencia" es un Emmerich de pura cepa: la Luna se sale de su órbita y adopta una trayectoria elíptica que la llevará a estrellarse contra la Tierra. Al alemán Roland Emmerich puede pedírsele cualquier cosa, menos sutileza. Si bien coqueteó con el cine de acción más rustico en El ataque, el director de Día de la Independencia, El día después de mañana y 2012 construyó una filmografía que orbita mayormente alrededor de un cine catástrofe desatado y desacatado. Uno que imagina las mil y un formas posibles para la extinción de la humanidad, desde invasiones extraterrestres hasta glaciaciones, pasando por el cumplimiento de profecías mayas apocalípticas. A todo ese grupo se suma ahora Moonfall, cuya premisa es un Emmerich de pura cepa: la Luna, por razones en principio poco claras, salió de su órbita y adoptó una trayectoria elíptica que la llevará a estrellarse contra la Tierra en tres semanas, no sin antes desprender miles de rocas gigantes que difícilmente puedan ser destruidas por la atmósfera. Pero algo falta para la que la cosa funcione. Y los resultados son más catastróficos que la situación planteada en la película. La diferencia con las destrucciones masivos anteriores es que donde antes había un humor plenamente consciente del absurdo, una suerte de metadiscursividad que alcanzó su punto caramelo en 2012, ahora hay un tono sepulcral que vuelve imposible involucrarse con un disparate que nunca se asume como tal, una cruza bastarda entre Armagedón, la ambición intergaláctica de Star Wars y el extravagante y explicativo cine de Christopher Nolan que arranca con un grupo de astronautas haciendo una serie de reparaciones en el exterior de la nave, hasta que una misteriosa nube de partículas negras les pega con fuerza y deja como saldo la pérdida de uno de ellos. Toda la culpa recae sobre Brian Harper (Patrick Wilson, el Ed Warren de El conjuro), quien desde entonces no se lleva bien con la NASA. Su compañera Jo Fowler (Halle Berry, en su regreso a los cines argentinos luego de largos años), en cambio, siguió vinculada con la Agencia espacial, y será la llave que le abra las puertas de una nueva aventura suicida cuando se avecine el desastre. Moonfall no esquiva los lugares comunes de este tipo de relatos, incluyendo a un nerd aficionado dispuesto a todo para colaborar y una subtrama vinculada con la supervivencia de la ex de Brian, sus hijos y su nuevo marido (Michael Peña). Es justamente ese nerd (John Bradley) quien se acerca al ex astronauta para comentarle sobre unos cálculos matemáticos que indican el cambio de órbita lunar. Si en 2012 todo se limitaba al protagonista (el conductor de limousines a cargo de John Cosack) sorteando fracturas terrestres manejando autos, aviones, lanchas o lo que sea, aquí el asunto adquiere visos de ridiculez supina cuando empiecen las explicaciones. No conviene adelantar de qué van, porque se trata de uno de los conejos más grandes sacados de la galera de los guionistas en la historia del género. Solo que el alemán cree a pies juntillas en esas situaciones y las narra con un convencimiento místico. Emmerich, uno de los pocos directores con la capacidad de divertirse filmando y empapar sus trabajos con ese placer, se puso el traje de director serio e importante. Y le queda pésimo.
"La vida dormida": una película de espectros La nieta de Juan Gabriel Labaké, apoderado de Isabelita y ferviente dirigente menemista, reconstruye la historia de su familia a partir de reveladores videos caseros. En la placa negra que da inicio a La vida dormida se lee una frase atribuida a Isabelita Perón que atribuye a “la mujer, en su característica de madre, la sagrada misión de forjar la esencia de la nacionalidad”. ¿Qué puede tener que ver esta frase con un documental sobre Juan Gabriel Labaké, más allá de que haya sido representante político de Isabelita durante los ’80? Su carrera continuó como defensor a ultranza del menemismo durante los 90 y, desde la explosión de ese modelo con la crisis de 2001, un referente del ala más derechosa del peronismo, aquella que aún mantiene una cosmovisión con la espada y la cruz como guías. Vista en el apartado Noches especiales del último Bafici, La vida dormida se toma unos buenos minutos para entregar una respuesta. Su primer tercio está integrado por registros caseros tomados con distintas cámaras hogareñas por el propio Labaké y su esposa, una mujer muy contenta con el rol de acompañante y adoradora de las actitudes y actividades de su marido durante la década de 1980 y la primera parte de la de 1990. Años de plata dulce, de viajes intercontinentales en avión en Primera clase y de vacaciones en hoteles de lujo, y también de una reubicación política de Labaké, en tanto Isabelita empezaba a ser una palabra maldita en el amplio espectro peronista. Labaké habla en un acto partidario. Labaké discute en un programa político. Labaké organiza una fiesta a todo trapo en su casa. Labaké como objeto de adoración, un tótem de sí mismo. “Miralo ahí en su trono”, dice su mujer, mientras el hombre reposa en una hamaca con vista al mar. Podría pensarse que a la directora –nieta de Juan– le interesa hurgar en los pliegues de su abuelo, una de las figuras que orbitaba Una casa sin cortinas, el incomodísimo documental sobre Isabelita también estrenado en el último Bafici, con el que La vida dormida forma un involuntario doble programa. Pero si fuera un documental sobre esa figura que, como todo peronista, se mantiene en pie a puro pragmatismo ideológico, hay algo que hace ruido: si las películas de archivos familiares tienden a "desnudar" a sus protagonistas, aquí lo muestra emperifollado, con una intimidad parapetada detrás de cócteles, resorts y atardeceres al aire libre. Lo que le interesa a Natalia Labaké es cómo dialoga todo eso con el presente. Más precisamente, con el de esas mujeres que en aquellos videos aparecen como personajes secundarios, figuritas decorativas del universo del patriarca. Y lo que encuentra la realizadora al correr a Juan Gabriel del centro de la escena es tristísimo, conformando un registro sobre el olvido, la invisibilidad y la desatención, sobre la capacidad de la decadencia de esconderse detrás de capas y más capas de maquillaje y ropa cara. Allí está la tía Bibi –hermana de Juan–, que en los videos se paseaba como ensimismada, enfrascada su propio mundo, y que ahora está totalmente ajena a todo y es incapaz de terminar una frase sin dormirse o sumirse en el silencio angustiante –que la directora muestra sin cortes edición, generando partes iguales de patetismo y piedad– de quien está presa de sus pensamientos. Labaké nunca la quiso, nunca la cuidó, y ahora balbucea que no ve la hora de que termine. No hay que ser un genio para imaginar qué espera que termine esa mujer muerta en vida. Por ahí también la hermana de la directora, Agustina, víctima de una angustia existencial que intenta purgar indagando en constelaciones familiares, como si la causa de sus males fuera un fenómeno kármico y no la consecuencia del menosprecio generalizado de quienes tienen su misma sangre. Y la madre de ellas, nuera de Labaké, recordando su fascinación juvenil para con esa familia –esos hombres, porque las mujeres solo hablaban para alabar– que tenía discusiones sobre política y el estado del mundo en las sobremesas, para después reconocer que lo suyo fue siempre el espacio detrás de las bambalinas, un acompañamiento servil que se contradice con aquel discurso en el que, joven, se la ve arengando a las mujeres peronistas. La vida dormida, entonces, como una película de espectros, de fantasmas hechos de carne y hueso.
"Ecos de un crimen", con Diego Peretti: cine de fórmula La película dirigida por Cristian Bernard recorre con automatismo las postas habituales de los thrillers de suspenso concebidos para el consumo en plataformas. Los thrillers psicológicos se han convertido en uno de los platos predilectos de la industria audiovisual contemporánea. En especial para las plataformas, que encuentran en ellos un terreno apto para la replicación de fórmulas ultra conocidas y, por lo tanto, de películas fácilmente asimilables para el espectador. Producida por Warner en asociación con HBO Max, donde llegará luego de su paso por la cartelera argentina, Ecos de un crimen es una muestra cabal de lo que ocurre cuando se piensan los géneros cinematográficos no como plataformas de despegue para crear mundos propios, sino como techo, como límite para un relato maniatado por un guion desesperado por funcionar como hermano menor de las adaptaciones de los libros Stephen King (imposible no pensar en una mezcla de El resplandor con La ventana secreta). El único que parece preocupado por evitar que Ecos de un crimen sea otras de las tantas películas intercambiables sobre escritores chiflados con bloqueos creativos es el director Cristian Bernard, responsable junto a Flavio Nardini de esa rareza que fue –y sigue siendo– 76-89-03 (2000). Su reconocida filiación con el cine norteamericano de la década de 1970 se traduce en algunas ideas visuales de indudable potencia, materializadas sobre todo en las escenas nocturnas que transcurren en el exterior, en medio de uno de esos diluvios tan caros al cine de suspenso. Por fuera de eso, la película recorre con automatismo las postas habituales de este tipo de relatos, empezando por una secuencia inicial que muestra –a través de un plano aéreo, como mandatan las normas– la llegada de Julián Lemar (Diego Peretti), su esposa (Julieta Cardinali), la hija de ella y el pequeño hijo de ambos a una casa coqueta casa en las afueras de la ciudad. La idea no es tanto pasar unas vacaciones como procurar un ámbito relajado para ver si de una vez por todas Julián, que viene de un año sufriendo picos de stress y otras jugarretas psicológicas, encuentra algo de tranquilidad para encarar la última parte de una exitosa saga literaria. Desde ya que Julián tendrá cualquier cosa menos tranquilidad. Incluso apenas llega, durante un paseo con la nena, estruja un sapo hasta matarlo mientras su mente navega aguas turbulentas. Luego del inevitable corte de luz –aquí, en España, en Croacia o donde sea, parece que el suministro eléctrico no está preparado para lluvias intensas–, toca la puerta una jovencita en estado de shock (Carla Quevedo) que afirma que su marido acaba de matar a su bebé y que ahora va por ella. El matrimonio la aloja y Julián intenta llamar a la policía, pero obviamente no hay señal ni línea telefónica. Solo queda esperar. Una espera en la que Julián empieza a experimentar una serie de situaciones que podrían –o no– transcurrir únicamente en su cabeza. La pareja de la chica (Diego Cremonesi en modo full loco) llega para concretar su faena, pero, ¿está realmente ocurriendo eso? Ecos de un crimen es de esas películas donde cada escena refuta la anterior a través de un mecanismo muy sencillo: Julián “despierta” de su trance y las últimas situaciones se retrotraen. El problema es que no hay mucho más allá de eso, y todo se limita a sostener a como dé lugar la duda de si el escritor efectivamente está loco o no. Basta con haber visto media película de este estilo para suponer la respuesta.
"Rifkin's Festival": otra comedia de enredos a la Woody Allen. La histórica discusión sobre la separación del artista de su obra encuentra en Woody Allen un caso que divide aguas con más fuerza que Moisés con el Mar Rojo. Por la relevancia del personaje, por lo aberrante de los delitos sexuales que se le imputan hace décadas –el último capítulo fue cuando una de sus hijas adoptivas, Dylan Farrow, aseguró que abusó de ella cuando era niña– y por los cimbronazos que generó en la industria (actrices y actores arrepintiéndose de trabajar con él, una demanda a Amazon por 68 millones de dólares luego de que diera de baja el contrato para filmar varias películas). Ese contexto empujó aún más a Allen a la condición de paria en Hollywood, de expatriado que continúa filmado por cortesía de fondos europeos, tal como ocurre con la demorada Rifkin’s Festival, rodada en el Festival de San Sebastián de 2019 y con un estreno internacional varias veces postergado a raíz de la pandemia. Pero Rifkin’s Festival no es una película “sobre” festivales, aunque se hablé de ellos y la acción transcurra entre charlas, entrevistas y cócteles a la vera del Golfo de Vizcaya que baña la ciudad vasca. El evento costero opera como disparador de una historia que aborda múltiples dimensiones del cine conjugando las obsesiones allenianas con un recorrido por su educación audiovisual, con hincapié en el señalamiento de aquellos directores que admira. Al igual que en La rosa púrpura del Cairo, el cine y la vida configuran una unidad de límites difusos, con la diferencia que aquí conviven en distintos planos narrativos. Como casi siempre en sus comedias, luego de los clásicos créditos en letras blancas sobre una placa negra aparece quien encarna al alter ego del director. Mort Rifkin (Wallace Shawn) es la típica criatura neurótica y pesimista de verba irrefrenable e hiperbólica, un académico, exprofesor de cine, estudioso y fanático de los grandes autores europeos y asiáticos que, sentado frente a su psicólogo, se dispone a rememorar sus recientes vacaciones europeas con su esposa publicista. Vacaciones para él, en tanto viajó a San Sebastián para acompañar a Sue (Gina Gershon), a cargo de la agenda de un director francés con ínfulas de grandeza (“mi próxima película intentará proponer una solución para el conflicto entre árabes e israelíes”, dice ante la prensa embobada). Rifkin debe lidiar con que Philippe (Louis Garrel) es pintón y lo que para él es un evidente circuito cerrado de deseo con Sue, una teoría que las escapadas a solas no harían más que confirmar. Para Rifkin “los festivales ya no son eran”, sino apenas un reservorio de prestigio efímero para un cine contemporáneo que funciona como una cadena de mandatos industriales. Los sueños representan un terreno para la imaginación sin límites, un espacio de libertad regido por referencias a Buñuel, Fellini y Bergman, entre otros tantos realizadores a los que “homenajea” replicando escenas de sus películas más famosas. El único atisbo de ensoñación terrenal aparece cuando, aquejado por una dolencia que probablemente exista solo en su imaginación, pide por un médico y le pasan el contacto de Jo Rojas. Menuda sorpresa se lleva cuando vea que Jo no es el hombre maduro que esperaba sino una joven doctora (Elena Anaya) a la que empieza a visitar con frecuencia, movido más por el interés personal que por cuestiones profesionales. La chica, desde ya, tiene sus propios problemas, y Mort sintoniza perfecto con ellos. Y así se plantea esta comedia de enredos leve como las brisas durante la ola de calor, una en la que Allen, consciente de su cuarto de hora pasó hace rato y que su costumbre de filmar una película por año es parte del pasado, hace nulos esfuerzos por exhibirse como un realizador moderno. A cambio, propone una amable y melancólica reflexión sobre la vejez y los vínculos humanos, sobre el amor en los distintos estadios de la vida, con la pasión ocupando el centro en la juventud de la doctora y el acompañamiento en su relación con Sue. Una película felizmente anacrónica sobre personas enamoradizas y cambiantes. Una película a contramano de casi todo, menos de la lógica del propio Allen.
“Tan insustancial que hace que Los Ángeles de Charlie parezca digna de Cannes”. “Una película de robos frustrante y trillada”. “Qué pena empezar 2022 en el cine con este bodrio vacío y sin alma”. Las frases corresponden a fragmentos de varias críticas inglesas y estadounidenses que despachurraron a Agentes 355 con particular saña. Es cierto que la película de Simon Kinberg es una típica historia de acción que lleva por el mundo a sus protagonistas para desbaratar los planes de caos planetario pergeñados por uno de esos villanos maquiavélicos sacados de una de James Bond. Tan cierto como que exhibe una conciencia plena de sus limitaciones y que sabe muy bien qué quiere ser y, lo mejor, cómo hacerlo. Que nadie espere una revolución del lenguaje audiovisual ni tampoco una de esas películas que dejan huella en la pantalla grande. Pero de allí a catalogar como “bodrio” o “frustrante” un ejercicio de género correcto y entretenido, hecho con ritmo y la inevitable cuota de inverosimilitud que suelen presentar los relatos de espionaje internacional, hay una distancia enorme. Coproducción entre Estados Unidos y el poderoso mercado audiovisual chino, lo que explica que la última posta de un recorrido que incluye cafés parisinos y mercados marroquíes sea la opulenta Shanghái, Agentes 355 comienza con una agente de la CIA (Jessica Chastain) intentando evitar que un arma secreta capaz de manipular el uso de Internet caiga en las manos equivocadas. Luego de que el operativo falle, unirá fuerzas con una agente alemana que en principio es su rival (Diane Kruger), una especialista informática aliada del MI6 británico (Lupita Nyong’o) y una psicóloga colombiana (la española Penélope Cruz haciendo lo que puede con el acento cafetero). Lo que sigue, es verdad, se ha visto mil veces antes: las chicas, cuya dinámica interna empuja a Agentes 355 al terreno de una buddy movie, trazan los mil y un planes para hacerse de un dispositivo anhelado por un buen número de multimillonarios. Habrá, desde ya, traiciones, identidades dobles y una gran cantidad de escenas de acción filmadas con buen pulso por el también guionista de parte de la saga X-Men. No será mucho, pero tampoco es el desastre que preanunciaban desde el Norte.