"El peso del talento": Nicolas Cage y la exacerbación de un estilo Cage, que hace de sí mismo en su peor momento, cae en Mallorca para el cumpleaños de un traficante de drogas y armas. Vaya uno a saber en qué momento exacto ese embrión de estrella que era Nicolas Cage a finales de los ’80 devino en el intérprete asalariado de mediados de los 2000, no sin antes bañarse de prestigio con un Oscar por Adiós a Las Vegas (1995) y protagonizar varios hits de taquilla de acción como La roca (1996), Con Air (1997) y Contracara (1997). Durante los primeros años del milenio, movido por las deudas fruto de una vida regida por el despilfarro y los gustos estrafalarios, el sobrino trash de Francis Ford Coppola empezó a aceptar cuanto guion le pusieran delante. ¿Calidad? ¿Qué es eso? Como Bruce Willis, Cage fue una caricatura de sí mismo, un sinónimo de aquello que supo ser y no fue más. Pero hace menos de una década, su carrera pegó un nuevo giro gracias a personajes hilados por la locura y una pulsión por el descontrol, cuando no por una angustia existencial y la soledad. A este último grupo pertenecen Joe (2013) y Pig (2019). Al primero, las muy recomendables Mom and Dad (2017), Mandy (2018) y Willy's Wonderland (2021). Es, entonces, un actor que, habiendo establecido relaciones carnales con el ridículo, resucitó de entre los muertos exacerbando su estilo. Un paradigma que lleva al extremo en El peso del talento, en que Nicolas Cage hace de…Nicolas Cage. La idea de un actor interpretándose a sí mismo, desde ya, no es ninguna novedad, como demuestran JCVD (2008), centrada en un Jean-Claude Van Damme en caída libre profesional y personal, y la a estas alturas clásica ¿Quieres ser John Malkovich?, en la que un titiritero neoyorquino descubría un portal para entrar a la mente de, obvio, John Malkovich. Como aquellas, El peso del talento se caracteriza por su impronta metadiscursiva y un universo referencial que no va más allá de los trabajos y la (caótica) vida personal de quien se presta a un chascarrillo casi interno. Así ocurre con Cage, a quien la película encuentra cotizando a la baja, desesperado por volver a los primeros planos y con deudas que afloran tras sus pasos. Harto de perseguir a cuanto director parezca mínimamente interesado en darle trabajo, la oferta de un palito verde a cambio de viajar unos días con todo pago a la isla de Mallorca para asistir al cumpleaños de un millonario fanático de él asoma como un paliativo transitorio para su situación. El encargado de aprobar la visita no es otro que un Cage rejuvenecido digitalmente y con mechas noventosas que hace las veces de voz de su conciencia, una de las tantas ideas destinadas a reforzar la vertiente paródica del asunto. Pero las cosas en la isla no son tan sencillas, porque Javi Gutiérrez (Pedro Pascal, que últimamente aparece hasta en la sopa), más allá de una simpatía que despierta una química instantánea entre ellos, se dedica al tráfico de armas y drogas, sin saber que los sabuesos del FBI están tras sus huellas. Y nada mejor para los federales que contactar a Cage para que haga de informante, iniciando así la segunda película que hay en El peso del talento. Si la primera funciona traccionada por la autoconciencia y la ausencia de límites a la hora de apelar al absurdo autoinfringido, la segunda, más cercana la comedia policial clásica, no escapa a los lugares comunes del género. El chiste de Cage haciendo de Cage, entonces, se agota unos largos minutos antes del inicio de los créditos finales.
Ganar un Premio Nobel no es cosa de todos los días, como bien lo sabe Marie Linde (Krystyna Janda), una escritora polaca radicada en la Toscana italiana junto a un marido al que engaña con un joven egipcio unos años menor que ambos. El affaire es el síntoma más visible de un espíritu libre que entra en crisis ante dos hechos casi simultáneos que propulsan la trama de esta película dirigida y guionada por Jacek Borcuch. El primero es la llegada al caserón de la pareja de la hija con sus nietos. El segundo, un atentado terrorista en pleno centro de la ciudad de Roma que deja como saldo decenas de muertos, cientos de heridos y una nueva cosmovisión de la escritora quien, con un brutal discurso, termina rechazando el premio para sorpresa de su familia y del mundo entero. Filmada en los inevitablemente bellos paisajes toscanos, Dolce Fine Giornata utiliza los vaivenes intelectuales y espirituales de su protagonista como vehículo para reflexionar no solo sobre los vínculos familiares, sino también sobre una identidad europea tensada por situaciones externas e internas. El resultado es un drama sutil y contenido en el que resuenan los ecos de un presente que cimenta las bases de un futuro tan incierto como el de Marie Linde.
Franklin, historia de un billete tiene, a falta de una, dos secuencias que operan como introducción. En la primera se lo ve a Correa (Germán Palacios) sentado en el vestuario luego de ser molido a trompadas en una pelea de boxeo junto a Bernal (Daniel Aráoz), quien parece oficiar como su represente. En la segunda, que ocurre cinco años después, Correa está trabajando para Bernal –que se encarga de cuanto negocio ilegal pueda imaginarse, desde levantar quiniela hasta vender drogas y regentear prostitutas– y termina en la cárcel durante tres años luego de asesinar a una persona. El rumor de su salida se esparce con velocidad por el mundo del delito en el que se mueve Bernal, a quien Correa va a ver apenas queda libre. Allí recibe una misión que, de cumplirla, será la última: asesinar a Rosa (Sofía Gala Castiglione), una de las prostitutas de su harén, quien no tuvo mejor idea que quemar con una plancha a uno de los policías que “atiende” regularmente. El tema es que ella tiene una larga relación amorosa con el ex presidiario. Correa, entonces, queda encerrado entre la espada y la pared. Solo cuenta con un billete de 100 dólares, una cifra que intentará multiplicar apostando a la lotería para huir junto a Rosa. El primer largometraje de Lucas Vivo García Lagos aprovecha la nocturnidad ominosa de la zona de La Boca y el extremo sur de Puerto Madero –donde el glamour de los diques centrales parece estar a kilómetros de distancia– para crear un submundo porteño donde se respira una atmósfera de peligrosidad constante, de posibilidad de una traición a la vuelta de la esquina. Con Aráoz en la piel de un villano desagradable hasta en su manera de pararse, Franklin, historia de un billete es un thriller que por momentos funciona por acumulación antes que por sedimentación, incluyendo varios personajes poco desarrollados y cuya pertinencia narrativa tiende a ser nula. De todas formas, la cruza del ideario violento de El marginal y de los negocios ilegales como modo de vida de Un gallo para esculapio da como un resultado un film atrapante que, como su protagonista, apuesta un pleno. En este caso, a sostener la tensión durante 80 minutos a como dé lugar.
Violencia y humor absurdo El segundo largometraje del director de "Fase 7" reconoce influencias varias, entre ellas las de aquellos thrillers paranoides de los ’70 en los que la aparente quietud citadina esconde conspiraciones, organizaciones secretas, espías y negocios oscuros. Hace algunas semanas, diversos opinólogos públicos y voces anónimas, refugiados bajo el paraguas de esa entelequia llamada “sentido común”, coincidían en que hay destruir el INCAA basándose en la (falsa) idea de que utiliza de dinero público para hacer películas “aburridas que no ve nadie” o que “son lentas y no pasa nada”. Es cierto que hay una porción de producciones nacionales atravesadas por un aire lánguido y minimalista cuyas búsquedas artísticas escapan a la lógica de los modelos narrativos más comerciales. Tan cierto como hay otras que recorren caminos radicalmente opuestos apostando un pleno a la energía y la vitalidad. Son aquéllas que entienden a la disciplina de la pantalla grande como una montaña rusa capaz de llevar de las narices al espectador a recorrer un amplio espectro de emociones. Estrenada en el marco dela Competencia Internacional del último Bafici, El sistema K.E.OP/S es un buen ejemplo para refutar el abolicionismo audiovisual. Tiene su lógica que el aquí director Nicolás Goldbart haya desarrollado el grueso de su trayectoria profesional como montajista. Si en esa área es donde las películas adquieren su forma definitiva a fuerza de cortes y uniones milimétricas, su segundo largometraje en la silla plegable luego de la lejana Fase 7 (2010) es el jugo obtenido luego de cortar y exprimir unas rodajas de la violencia seca y absurda de Tarantino, otras tantas de la nocturnidad entendida a la manera de Martín Scorsese (Después de hora es una referencia ineludible), las infaltables dosis del Hitchcock más voyeur y hasta algo de aquellos thrillers paranoides de los ’70 en los que la aparente quietud citadina esconde conspiraciones, organizaciones secretas, espías y negocios oscuros. Pero El sistema K.E.OP/S tiene personalidad propia, en tanto su acción, a diferencia de nueve de cada diez producciones nacionales con aspiraciones comerciales, no podría transcurrir en un lugar distinto al que transcurre. El epicentro narrativo es el barrio porteño de Belgrano, más precisamente en cercanías de una avenida Cabildo cuya soledad nocturna recuerda a los primeros meses de la pandemia. Pero al guionista Fernando Blansky (Daniel Hendler) no le preocupa ningún virus, sino el bloqueo mental que le impide cranear un próximo proyecto. Toda excusa es buena para distraerse. Sobre todo, si esa excusa tiene la forma de un hombre cayendo desde uno de los balcones más altos del edificio donde vive. Mientras agoniza estrolado en el techo de un auto, balbucea la palabra “Keops”. Fernando, desde ya, no tiene idea de qué se trata, hasta que Google devuelve un sitio web financiero homónimo que promete inversiones con alta rentabilidad. El problema es que, una vez que ingresa, lo que ve es la imagen en vivo de su ventana filmada desde algún balcón cercano. Keops, además, tiene un potencial golpe mortal con la forma de unas fotos de Fernando encamándose con una chica que no es su novia (Violeta Urtizberea), un personaje con el que el guion de Goldbart no parece muy bien qué hacer. Movido por esa inquietud, Fernando y su amigo Sergio (Alan Sabbagh, uno de los comediantes más notables del panorama actual), quienes como en toda buddy movie se pelean y se insultan como dos hermanos de cinco años, se embarcan en un largo camino para saber de qué se trata y recuperar el back up con esas imágenes. Un camino donde la violencia se entrevera con un humor que pendula entre la negrura y un absurdo fruto de la interacción de la dupla con esos “villanos” (Rodrigo Noya y Gastón Cochiaralle) que, en realidad, son torpes e inexpertos antes que malvados. Con momentos de altísimo octanaje cómico, como esa escena en el supermercado, El sistema K.E.OP/S pierde parte de su energía durante un tramo final que abraza un serie de situaciones algo menos originales. Pero a esas alturas ya es imposible despreocuparse por la suerte de esos amigotes envueltos por las redes de una noche inolvidable.
Podrán cambiar los modelos de consumo, pero el cine conserva intacta su capacidad de imaginar mundos imperados por la solidaridad, la ausencia de cinismo y la camaradería. Es el caso de Un amor cerca del paraíso, un relato tan noble como previsible en cuyo núcleo asoman temas como la amistad, el amor y la familia. Todo arranca con Cheng (Chu Pak Hong) y su hijo Niu Niu (Luca Suan) llegando desde Shanghái a un pequeño pueblo en la zona rural de Finlandia en busca de una persona de la que solo tienen el apellido. Con un inglés algo rústico y cargado de valijas, padre e hijo paran en un pequeño restaurante regentado por Sirkka (Anna-Maija Tuokko), quien, al igual que los parroquianos que pasan largas horas allí, no tiene la más mínima idea de quién es la persona que buscan. Sin lugar a donde ir, y con un doloroso pasado que obviamente se irá revelando a medida que avance el metraje, Cheng y su hijo aceptan la oferta de Sirkka y se instalan en un cuarto del lugar. Para suerte de ella, Cheng resulta ser un reputado chef de Shanghái, por lo que apenas llegue un numeroso contingente de turistas chinos pondrá las manos en las ollas y sartenes para cocinar un menú acorde al paladar oriental. Tan bien cocina, que el restaurante cambia la carta para empezar a ofrecer únicamente las delicias del chino. La película del finlandés Mika Kaurismäki (hermano menor del mucho más autoral Aki) pendula entre la faceta romántica, el registro de la adaptación de los extranjeros a la comunidad local (y la de esa comunidad local a ellos) y hasta una historia sobre los vínculos entre padres e hijos, todo narrado con fluidez y un tono amable por el cual uno sabe, aunque por momentos parezca lo contrario, que todo va a salir bien. El resultado es un crowd-pleaser con un optimismo a fuerza de todo, inclusive a los férreos límites de la ley.
Retratos del futuro es una de los tantos proyectos audiovisuales condicionados por la pandemia. En este caso, porque lo que originalmente era un documental sobre el proceso electoral de los empleados del subte filmado entre 2018 y 2019 terminó siendo, aislamiento mediante, una ambiciosa reflexión personal de la directora Virna Molina sobre el estado del mundo. La película funciona como un collage audiovisual hilado por la subjetividad de la corealizadora de Sinfonía para Ana y Raymundo. Molina se nutre de una variedad de imágenes de archivo que van desde noticieros a charlas TED, pasando por registros de reuniones de los empleados del subte y escenas de clásicos como Metrópolis, para dar cuenta de un punto de vista teñido mayormente de pesimismo y desencanto. Los temas son múltiples: la revuelta estudiantil en Chile, las políticas económicas de la presidencia de Mauricio Macri y lo que para Molina es su íntima relación con las de la década de 1990, algunos recuerdos sobre un viaje a Londres y, desde ya, apuntes personales sobre las motivaciones detrás del ejercicio de hacer cine. La película, aunque maniquea en su mirada política y social, tiene personalidad e ideas visuales potentes. El problema, en todo caso, es que nunca cruza la barrera de un ejercicio personal. Tan personal, que se vuelve onanista. Un ejercicio en cuyo horizonte asoma la voluntad de purgar artísticamente lo que para la directora son las situaciones más injustas de una sociedad injusta.
"Doctor Strange en el multiverso de la locura": ¡basta de versos! Lo que hay en la película dirigida por Sam Raimi no es locura sino arbitrariedades a troche y moche, situaciones hiladas por la idea de que el multiverso es una carta blanca para que pueda pasar cualquier cosa. Disney tiene chiche nuevo y está dispuesto a usarlo hasta que el último de sus engranajes, el más pequeño de sus tornillos, cruja por el desgaste. No se trata de una flamante atracción en alguno de sus parques de diversiones, así como tampoco de un (otro) estudio o productora comprada a cambio de una torta de dólares. La novedad, la nueva joya incrustada en la corona del Ratón más famoso del mundo, es el concepto de multiverso. Si bien las hipótesis que afirman que existen universos diferentes que avanzan en paralelo al nuestro datan de hace miles de años –Wikipedia ubica las primeras referencias un par de siglos antes de Cristo en la literatura hinduista– y han sido una recurrencia en el universo del cómic, el Universo Cinematográfico Marvel, que opera bajo los mandatos del emporio del Castillo, pareció descubrirlo hace algunas películas. Entre ellas Spider-Man: No Way Home, donde el recurso funcionaba bárbaro. No es el caso de Doctor Strange en el multiverso de la locura, un pastiche de difícil digestión que lo utiliza para un “vale todo” que no puede sino confluir en un relato caótico, más caprichoso que el uso del VAR en el fútbol argentino. La inclusión de la palabra “locura” en el título invitaba a pensar que la película haría de esa condición uno de sus elementos fundantes. Teniendo en cuenta que las mejores entregas de Marvel fueron aquéllas más anárquicas y alocadas (las primeras Iron Man, Guardianes de la Galaxia, la felizmente kitsch Thor: Ragnarok), no era descabellado imaginar que Doctor Strange… entrara en ese grupo. Pero no. Lo que hay aquí no es locura sino arbitrariedades a troche y moche, situaciones hiladas por la idea de que el multiverso es una carta blanca para que pueda pasar cualquier cosa: la lógica narrativa, la idea de que un mundo ficticio con reglas propias, no está en el horizonte intelectual de unos guionistas más preocupados por incluir guiños, referencias (siempre hacia dentro del mundo Marvel, como si no hubiera nada más allá), cameos, cameos y más cameos. De estos últimos hay varios, entre ellos los de varios personajes que pertenecen a otras franquicias y que, más pronto que tarde, terminarán sumándose a los continuadores del legado de los Avengers. El recuerdo de las aventuras de Tony Stark, Black Widow y el resto de la troupe original está presente en Stephen Strange (Benedict Cumberbatch), quien despierta una mañana habiendo soñado que debía escapar de alguno de esos malhechores imposibles junto a una jovencita que desconoce. Pero ese mismo día se cruza con esa chica, que se llama América Chávez (¿?), es de origen latino y tiene dos mamás, porque los creadores del MCU son muy inclusives. La cuestión es que ella (Xochitl Gómez) tiene la capacidad de saltar de universo en universo, aunque no sabe bien cómo ni por qué. Junto a Strange, entonces, se embarcarán en un recorrido cuyo camino parece trazado según el caótico ideario de Christopher Nolan en El origen, Interestelar y Tenet. En el trayecto ocurrirá de todo. Un todo que no conviene adelantar por el temita de los tan mentados spoilers. El recuerdo del multiverso está fresquito, pues fue “la” estrella de Spider-Man: No Way Home. Pero lo que allí operaba como motor humorístico al mismo tiempo que permitía la clausura de una etapa del personaje emblema de la avanzada súperheroica hacia la conquista de la cartelera planetaria, aquí dispara una serie de situaciones serias, cada cual grave más que la anterior, en las que los personajes hablan con una solemnidad directamente proporcional a un despliegue audiovisual avasallante y por momentos agotador. El director es Sam Raimi, alguien habituado a incluir una mirada propia en sus proyectos. Desde ya, eso no ocurre en esta película que tan despersonalizada podría haber sido dirigida por Juan de los Palotes.
"Matar a la bestia": un relato abierto, fantasmal La directora propone una historia que cruza lo mitológico con lo real, lo místico con lo terrenal, y en la que el deseo y la reconciliación con el pasado van de la mano con la búsqueda identitaria de su protagonista. Una llamada telefónica no atendida, una voz femenina dejando un mensaje en el contestador e imágenes brumosas de una selva propias de uno de esos sueños densos de los que cuesta despertar. Los primeros, enigmáticos segundos de Matar a la bestia dejan en claro los elementos dramáticos, audiovisuales y simbólicos con los que trabajará Agustina San Martín en su debut en la realización de largos, luego de una breve y reputada trayectoria en el cortometraje que incluye No hay bestias (2015), La prima sueca (2017) y Monstruo Dios (2019), este último premiado con una Mención Especial del Jurado en el Festival de Cannes. Matar a la bestia propone una historia que cruza lo mitológico con lo real, lo místico con lo terrenal, y en la que el deseo y la reconciliación con el pasado van de la mano con la búsqueda identitaria y de la posibilidad de un futuro para Emilia (Tamara Rocca). Ella es una joven de 17 años y quien no responde el teléfono es su hermano Mateo, que desde la muerte de su madre ha estado ausente. Dado que el paradero de ese chico es una incógnita, ella viaja hasta un pueblo perdido en medio de la selva misionera, justo en el límite con Brasil, para reconstruir sus últimos pasos e intentar dar con él. La lejanía y las dificultades para recorrer los caminos barrosos serpenteantes son los primeros problemas de su visita. Pero no lo últimos, pues Emilia no tiene idea de dónde vive su hermano ni muchos menos por dónde empezar a buscarlo. Apenas hay algunas pistas sueltas, pequeñas migas que no alcanzan para marcar las huellas de un camino posible. Al menos debe “agradecer” que su tía Inés, si bien no parece muy contenta de verla, acepte hospedarla en su casa/hostel, mismo lugar al que llega una joven brasileña cuya piel tersa y oscura opera como interruptor que permitirá la circulación de un incipiente deseo sexual. Atravesada por ese despertar hormonal y el desapego del entorno, lentamente Emilia irá siendo absorbida por una dinámica social en la que los discursos religiosos, con los pastores evangélicos erigidos como rectores de la moral comunal, están a la orden del día, creando así un clima opresivo y viscoso, como si la humedad selvática empapara mucho más que los cuerpos. A eso se suma la presencia de una criatura monstruosa que, según se dice, es la encarnación física del espíritu de un hombre malo. Pendulando entre el camino hacia la confirmación del placer como elemento fundante de la condición humana y la necesidad de saldar cuentas familiares, a Emilia parece correrle por las venas dudas antes que sangre. Estrenada en el Festival Toronto y vista en el marco de la Competencia Argentina del último Festival de Mar del Plata, Matar a la bestia ofrece un relato abierto, fantasmal, circunscripto a las penumbras de las noches interrumpidas por los haces de luz de las linternas de quienes buscan a la bestia del título. Porque el viaje de Emilia, si bien perseguía la búsqueda de su hermano, tiene como destino final la exploración interna, tanto física como psicológica. Con un notable trabajo de sonido de Mercedes Gaviria Jaramillo, cuyas mezclas contribuyen a la creación de un universo onírico, y la voluntad pictórica que persiguen los planos de San Martín, Matar a la bestia hace de lo monstruoso una entidad inaprensible que condiciona los comportamientos de los lugareños. La selva, entonces, como un terreno de ensueño donde germina la semilla del autodescubrimiento.
Una tarde caliente En la mira comienza describiendo un día en la Ciudad de Buenos Aires en el que, para variar, está todo mal. A los problemas endémicos, se suma un verano tórrido que trae aparejados un porcentaje de humedad que pegotea la piel, cortes de luz y caos de tránsito. Pero para Axel, que despierta como si viviera enfrascado en un mundo propio, el panorama pinta distinto. Con una novia a la que no quiere demasiado, el mensaje de una amante, acompañado con una foto alusiva y la promesa de una horita de lujuria en el almuerzo, asoma como el combustible para poner primera rumbo al call center céntrico donde trabaja. Es una jornada laboral muy parecida a otras tantas, con una sucesión de llamados de clientes enojados por el servicio de cable que brinda la empresa, hasta que deja de serlo. El tal Figueroa Mont que habla del otro lado del teléfono pide que por favor le den de baja el servicio a un amigo, algo difícil ya que el puesto de Axel (Nicolás Francella) en el organigrama no le permite acceder a la base de datos. Ante la negativa, Figueroa Mont cruza la línea de la discusión oral asegurando que tiene al pobre muchacho en la mira de un rifle de francotirador. Obviamente, no le cree. Pero cuando le describa con lujo de detalles lo que está ocurriendo en ese mismo momento a su alrededor, Axel pasa de langa carilindo y canchero a pollito mojado amenazado por la posibilidad concreta de morir de un balazo en la cabeza. Así se plantean las cosas en esta nueva producción nacional de HBO Max con paso por la cartelera comercial previo a su arribo a la plataforma, cuyo envoltorio de thriller concentrado en tiempo (todo transcurre en unas pocas horas) y espacio (el epicentro narrativo es la oficina vidriada) recubre un relato no exento de autoconciencia. Se trata de un elemento clave cuando lo que se tiene entre manos es materia prima conocida, pues la idea narrativa de un personaje siendo observado sin saberlo por alguien dispuesto a matarlo podrá ser cualquier cosa, menos novedosa. Los realizadores Ricardo Hornos y Carlos Gil, provenientes del ámbito teatral y el publicitario, respectivamente, plantean un entramado dramático en el que la tensión va creciendo a la par que lo hace un humor cercano al de las comedias de enredos. La tensión, claro está, proviene de la desesperación de un Axel (Nicolás Francella) obligado a no decir nada acerca de lo que está ocurriendo y, por lo tanto, a mentir cuando el asunto escale. Los enredos se vinculan con las consecuencias de ese silencio forzado y, sobre todo, de las situaciones generadas por los personajes secundarios, como el jefe que odia a Axel y no hace absolutamente nada para ocultarlo, la amante furiosa por el desplante o esa compañera con alma de gremialista combativa que alinea a la oficina entera en defensa de su compañero. Un muchacho que vive así una auténtica tarde de furia.
"Desesperada", siempre al borde del estallido. Naomi Watts se hizo un lugar en Hollywood gracias a trabajos sufrientes en los que la vida de sus personajes daba un giro de 180 grados (casi siempre para mal) en un abrir y cerrar de ojos, con Mulholland Drive (2001), La llamada (2002) y 21 gramos (2003) como emblemas de aquella etapa. La rubia pone a prueba su capacidad de pasarla pésimo en Desesperada, traducción local del The Desperate Hour (La hora desesperada) original y toda una declaración de principios de lo que espera en este regreso a los primeros planos del director Phillip Noyce, de quien se sabía poco y nada hace largos años. El título podría haber sido “Angustiada”, “Impotente”, “Consternada”, “Agobiada” o “Abrumada”, pues alrededor de esos sentimientos y sensaciones se mueve la subjetividad de Amy (Watts) ante las situaciones que propone Noyce en asociación creativa con el guionista Chris Sparling, el mismo de Enterrado (2010), con la que Desesperada tiene varios puntos de contacto. Empezando por una acción concentrada en tiempo (la brecha temporal del relato coincide con el metraje), espacio (un bosque y sus alrededores) y personajes (todo el peso recae sobre Watts). Tiempo era, justamente, lo que necesitaba el muchacho encerrado en un ataúd varios metros bajo tierra. Y tiempo es lo que necesita ahora esta madre recientemente viuda que lidia como puede tanto con su duelo como con el de su hija pequeña y su hijo adolescente. Este último sufre una depresión que le ha quitado las fuerzas para levantarse, pero mamá lo persuade hasta lograr que el chico se vista y ponga primera rumbo al colegio. Un pequeño momento de paz e intimidad que aprovecha para salir a trotar por la apacible zona boscosa que rodea la casa familiar. Lo hace con un celular con el que parece hacer todas las llamadas del mes, hasta que recibe la noticia de que algo está pasando en el colegio. Algo que no conviene adelantar, pero que pondría al hijo en el rol de perpetrador de una masacre. El problema es que se entera a unos cuantos kilómetros de la ciudad. Sin demasiadas posibilidades de conseguir un vehículo, solo queda correr. E intentar solucionar las cosas…por teléfono. Como las recientes A ciegas y Kimi: Alguien está escuchando, Desesperada tracciona su acción con los caballos de fuerza concedidos por un motor narrativo cuya mecánica funciona en base a un panorama externo cada vez más complicado del que la protagonista se anoticia a través de su dispositivo móvil. Hay tensión y empatía hacia esa mujer en crisis. Lo que no hay –y que sí había en las otras dos– es conciencia de dónde está el punto en el que todo el asunto se pasa de rosca y cae en un inverosímil del que resulta imposible volver. Un inverosímil que incluye a Watts –siempre al borde del estallido– siendo partícipe directa de una toma de rehenes y consiguiendo datos y contactos que ni siquiera la policía puede. El celular, entonces, como el arma más poderosa del mundo.