"Un lugar en silencio: parte 2": a la manera de Spielberg. Hay algo del director de "Tiburón" en la manera de filmar de Krasinski, que juega sus mejores cartas poniendo en la mesa un suspenso por momentos insoportable. Estreno en salas únicamente. La industria cinematográfica pos-pandemia, con las nuevas lógicas de distribución y exhibición conquistando terrenos hasta ahora inexpugnables, será muy distinta a la que supo ser. Un cambio de paradigma que debería llevarse algunas máximas tan viejas como inexactas. El de que las segundas partes no son buenas, por ejemplo, como han demostrado decenas de secuelas a la altura, o incluso superiores, a las primeras. La última de ellas es Un lugar en silencio: Parte 2, que retoma las acciones casi en el mismo lugar donde había terminado la película de 2018, aunque con un breve e intenso prólogo que describe cómo era la vida de la familia Abbott antes de la llegada de las misteriosas criaturas, de fisonomía de reptiles gigantes, que sumirán a la humanidad a una interacción silente. Porque estos bichos, como casi todos, corren rapidísimo, a lo que le suman un desarrollado sistema auditivo que les permite detectar a sus víctimas apenas hagan ruido. Una frase dicha en un tono superior al de un susurro, una herramienta que cae en el piso, el crujir de la vegetación seca ante una pisada desatenta, una respiración agitada: cualquier error puede significar la muerte en medio de una dinámica diaria tremenda, salvaje y oscura. Nada nuevo para un relato de supervivencia en un contexto a priori imposible, podría pensarse, salvo por el detalle que John Krasinski –el recordado Jim Halpert de The Office, repitiendo aquí el rol de director– hace del miedo un elemento ubicuo, presente incluso cuando parece reinar la calma, valiéndose tanto del trabajo sonoro como de una puesta en escena por la cual el fuera de campo juega un rol fundamental. Hay algo spielbergiano en su manera de filmar, un estilo patente desde una secuencia introductoria en la que los Abbott asisten al partido de béisbol infantil de uno de los hijos. Todo marcha sobre los carriles habituales del deporte, hasta que en el cielo empiezan a dibujarse figuras extrañas. Krasinski, como Spielberg con el vuelo en bicicleta de E.T. o el primer encuentro con dinosaurios en Jurassic Park, no dirige directamente la atención hacia lo que ocurre a cientos de kilómetros de altura, sino que primero clava la cámara en los rostros extrañados de Lee (Krasinski) y Evelyn (Emily Blunt) mirando así arriba. Y es la versión de 2005 de La guerra de los mundos, nada casualmente dirigida por Spielberg, la que asoma como referencia rítmica, narrativa y visual más clara, aunque sin las resonancias sociopolíticas que habilitaban los por entonces recientes ataques a las Torres Gemelas. Allí eran un padre y su pequeña hija quienes, intentando sobrevivir a los ataques externos, se cruzaban con personas tan peligrosas como las criaturas. Algo similar ocurre aquí con Evelyn, los pequeños Regan (Millicent Simmonds), Marcus (Noah Jupe) y su hermanita bebé. Casi quinientos días después del partido, y con la herida por el sacrificio de papá Lee todavía abierta, la familia parte con lo puesto en busca de nuevos horizontes, un camino que los lleva hasta una fábrica abandonada donde vive Emmett (Cillian Murphy) desde que perdió a los suyos. Entre los (pocos) elementos que los Abbott llevaron consigo hay una vieja radio a pilas con la que escuchan una canción repetida a intervalos irregulares. El significado de la letra, sumado a una pista sobre la procedencia de la señal, enciende la mecha de un nuevo desplazamiento, esta vez a cargo de Regan y Emmett, mientras Marcus y Evelyn quedan a la espera del regreso. O al menos así estaba planeado. Conviene no adelantar más acerca de qué aventuras deparará la travesía, en tanto Krasinski juega sus mejores cartas poniendo en la mesa un suspenso por momentos insoportable que se vale principalmente de un montaje paralelo que divide la atención (y la tensión) en varios escenarios. Mucho más inteligente en su andamiaje narrativo que la primera parte, y dueña de una sofisticación formal digna de manos expertas, la película culmina alistando las piezas para una continuación. A seguir derribando prejuicios, entonces, que las terceras partes también pueden ser buenas.
"La purga por siempre": otra noche sin ley. Cuatro películas y dos temporadas de una serie después, el guionista de "La purga" original le encuentra la vuelta para seguir explotando una idea cuya potencia ha quedado chica al lado de la realidad: la de una noche al año en la cual todo está permitido. El concepto central de la saga The Purge es buenísimo. Todo se sitúa en un futuro cercano (2022 en la primera película, estrenada aquí en 2013 como La noche de la expiación), en unos Estados Unidos donde todo parece marchar viento en popa desde la llegada de los llamados Nuevos Padres Fundadores, que asumieron el poder embanderados en la promesa de devolver al país la grandeza perdida. La pobreza es un recuerdo, los números de la economía están en verde y la ciudadanía luce calma y tranquila, sin conflictos a la vista. ¿Cómo lo consiguieron? Destinando una noche anual a la purga del título, entendida en su acepción de limpieza social: durante doce horas el Estado se esfuma, dando vía libre para que cada quien haga lo que se le cante. ¿Matar a un vecino rico? Adelante ¿Cargarse mexicanos en plena calle? Cómo no ¿Tirotear afroamericanos? Pero claro, total no hay ley entre las 7 de la tarde y las 7 de la mañana. El padre de la criatura se llama James DeMonaco, quien durante cuatro películas –la mencionada La noche de la expiación, 12 horas para sobrevivir (2014), 12 horas para sobrevivir: el año de la elección (2016) y 12 horas para sobrevivir: El inicio (2018)– y dos temporadas de una serie se dedicó a darle vueltas al asunto, ambientando las historias en distintas purgas. Primero fue como director y guionista al principio; luego solo en el segundo rol. La alegoría, es cierto, nunca fue precisamente sutil, en tanto su interpretación era unidireccional. Pero, como si fuera una maniobra digna del poder anticipatorio que se le atribuye a Los Simpson, en enero último, un militante trumpista disfrazado de guerrero sioux irrumpió en el Capitolio en vísperas de la oficialización de la derrota electoral del hombre anaranjado. ¿Cómo explotar una idea cuya potencia ha quedado chiquita al lado de la realidad, luego de que la CNN haya mostrado algo muy parecido (o incluso peor) a lo imaginado en la ficción? La purga por siempre debe hacerse cargo de éste, un desafío mayor al del desgaste. El guion de DeMonaco –llevado a la pantalla por el director mexicano Everardo Gout– ensaya una respuesta volcándose hacia un cine menos político que cinético, de puro movimiento hacia adelante, que abraza las persecuciones distópicas y polvorosas, como si fuera un western que mezcla Mad Max y La carretera. Lo hace con una trama que, como casi todas, inicia en vísperas de una de esas noches, cuando en un campo texano coinciden dueños y empleados. Blancos, orgullosamente americanos y adinerados los primeros, en especial el patriarca Dylan (Josh Lucas), que no saca el sombrero de copa alta y ala ancha ni para dormir, espera con su mujer a su primer hijo y, desde ya, maltrata crónicamente a los morochones mexicanos a su cargo. Uno se llama Juan (Tenoch Huerta) y está casado con Adela (Ana de la Reguera), que trabaja en un frigorífico al mando de faenadores coterráneos. La noche sin ley pasa sin grandes sobresaltos para ambos grupos. Los problemas empiezan al otro día, cuando los “purguistas” deciden que no es suficiente con doce horas y proponen continuar con las balaceras para, de una vez por todas, eliminar todo aquello que ponga en peligro la pureza en el norte del Río Bravo. Hasta para el cowboy Dylan, testigo de cómo asesinan a su padre, es un poco mucho. Salvado por sus empleados, él y el resto de la troupe tex-mex deben emprender un viaje para huir del caos. Al principio no hay destino, hasta que por la radio escuchan que México abrirá las fronteras durante seis horas para asilar norteamericanos. Y así allí irán, entonces, en una inversión del camino habitual de los inmigrantes que no carga con la ironía de lo paradojal. Es más bien un chascarrillo filoso, una elevación de las directrices de una saga que, en este caso, apuesta menos por las resonancias de lo que cuenta que por la manera de contarlo. Y Gout lo cuenta de manera simple y directa, remitiendo a un tipo de cine de la vieja escuela que, aunque cada vez menos, siempre vuelve. Como los supremasistas, pero para bien.
"Space Jam: Una nueva era", superhéroes, pero sin gracia. El film retoma las bases de la película de 1996 reuniendo nuevamente a los Looney Tunes con un basquetbolista de elite. La pandemia no cambió la costumbre de los grandes estudios de intentar monopolizar la venta de entradas durante las vacaciones de invierno con películas blancas, inofensivas y pensadas para el consumo familiar. La principal apuesta de este año es Space Jam: Una nueva era, que retoma las bases de la película de 1996 reuniendo nuevamente a los Looney Tunes con un basquetbolista de elite. Antes fue Michael Jordan, por entonces en el pico de su fama mundial gracias a los títulos Chicago Bulls y la expansión de las transmisiones de la NBA, sistemas de cable mediante, por todo el mundo. Ahora le toca a LeBron James, actual estrella de Los Ángeles Lakers, entrar al rectángulo junto a Bugs Bunny, el pato Lucas, el gato Silvestre, el Demonio de Tasmania y el resto de la troupe, para un partido feo y deslucido, jugado sin ganas ni emoción, como si fuera un equipo descendido cumpliendo con el calendario. El que falta es el zorrino Pepe Le Pew, borrado luego de que el columnista del New York Times Charles M. Blow lo señalara como un personaje “normalizador de la cultura de la violación”, en tanto tenía por costumbre “intentar besar a Penelope Pussycat sin su consentimiento”. Falta también la gracia, perdida en algún momento de un proceso creativo durante el que nadie parece haberse esforzado demasiado. Así lo demuestra una introducción que muestra a LeBron llevándose no muy bien con un hijo preadolescente más interesado en la programación y las pantallas que en embocar la pelota naranja en el aro. LeBron, como diez de cada papás en Hollywood, quiere que el nene siga sus pasos, pero al final terminará aprendiendo que cada quien tiene la potestad de elegir su propio camino. Una de sus creaciones es un videojuego parecido al básquet pero con reglas propias que incluyen tiros que valen cientos de puntos, plus por espectacularidad y diversos trucos para lograr saltos más altos. Ese juego, con reglas tan caprichosas como la película, se materializará cuando LeBron y su hijo terminen “secuestrados” dentro de los servidores de Warner, encendiendo la mecha de una trama que, como Tron, transcurre íntegramente “dentro” del software, donde un algoritmo (¿?) hace las veces de villano. Ese papel le toca a Don Cheadle, el único cooptado por un espíritu caricaturesco en medio de un entorno desangelado y mayormente digital. La propuesta de Al G. Ritmo (tal como se llama) es un partido para definir la libertad de los James, quienes contarán con la ayuda de Bugs Bunny y la banda. En la primera mitad de la película, casi todos los dibujos son 2D. En la segunda, cambian a un diseño tridimensional volcado a un realismo por el que se notan hasta las texturas de los pelos. De cualquiera de las dos maneras, funcionan como vehículos para mencionar al estudio Warner cada vez que sea posible, un caso de product placement –o chivo, como se diría en criollo– que haría sonrojar al cine industrial argentino de fines de los ’90. Hay mil referencias a películas y series pertenecientes al conglomerado mediático, una invitación para el desfile de, entre otros, Batman, Superman, Mujer Maravilla y varios personajes de Mad Max y Game of Thrones. Solo falta una placa negra con información para suscribirse a HBO Max.
"Black Widow", la Avenger busca saber quién es. Cuando el film de la australiana Cate Shortland parece encaminado hacia una típica historia de Marvel, elige un lado mucho más humano y menos pirotécnico. Y para eso resulta indispensable la interpretación desasosegada de la protagonista. El periodista Sebastián Tabany publicó el martes un hilo de Twitter en el que contaba que la idea de llevar a Natasha Romanoff/ Black Widow al cine no es nueva. Para principios del milenio, sus derechos estaban en manos del estudio Lionsgate, que luego del éxito de X-Men (2000) y Spiderman (2002) dio luz verde para una película centrada en su historia. Contrataron a David Hayter para escribir un guion que, sin embargo, nunca se materializaría en pantalla: entre diciembre de 2005 y marzo de 2006 se estrenaron Blood Rayne, Ultraviolet y Aeon Flux, tres películas con personajes femeninos como protagonistas, que resultaron un fracaso. Lionsgate, entonces, retrocedió y archivó el proyecto. Lo que sigue es conocido: el pase a Disney, el debut en Iron Man 2, un creciente protagonismo a medida que avanzaba el Universo Cinematográfico de Marvel (UCM) y, finalmente, su debut como solista en la película con su nombre. No hay que ser un genio para pensar estas postas como consecuencia de los movimientos sociales encabezados por mujeres en los últimos años. Incluso la propia película se hace cargo de su contexto, aunque no necesita andar gritándolo en cada escena. Con Pantera Negra, Disney hizo un panegírico del Black Power para intentar congraciarse sin tapujos con la comunidad afroamericana. Esa matriz culpógena es la misma que mueve los hilos de Black Widow. Pero aquí la culpa sociocultural no ópera como techo sino como plataforma de despegue para la que quizás sea la película más chica, íntima –o todo lo íntimo que puede ser un producto pensado para su consumo global– y tristona de Marvel, una condición para la que resulta indispensable la interpretación desasosegada, como si estuviera auténticamente compenetrada con la búsqueda de su personaje, de Scarlett Johansson. Hay en ella una sensación de vacío que dialoga muy bien con los pilares emotivos y los temas que aborda la película de la directora australiana Cate Shortland. No debe olvidarse que Black Widow marca el inicio de la llamada fase 4 del UCM y, por lo tanto, el punto final para esta etapa del personaje, más allá de que nunca puedan descartarse futuros renacimientos o regresos, y el pase de mando a su hermana Yelena (Florence Pugh). ¿Natasha tenía una hermana? Sí, y una familia, como muestra una escena introductoria que transcurre en 1995 y en la que las dos hermanitas están a punto de compartir la mesa familiar con mamá (Rachel Weisz) y papá (David Harbour), hasta que este último, intranquilo, los levanta a todos para huir con urgencia con destino a Cuba, donde son recibidos por un grupo de rusos. Rusos, Cuba, espías, el modelo familiar como fachada: el esquema inicial remite al de la serie The Americans, en la que una pareja de espías secretos de la URSS se camuflaba, en plena Guerra Fría, en Estados Unidos apelando a los usos y costumbres norteamericanos. Incluso allí también había una hija que empezaba a oler que los padres no eran quienes decían ser, abriendo así una trama que podría definirse como melodrama identitario. Un camino similar al que sigue Black Widow, ya que lo que narrará luego de esa secuencia inicial no es otra cosa que la búsqueda del personaje por saber quién es. La búsqueda la llevará primero hasta su hermana y luego, ya juntas, a una poderosa organización, liderada por el general Dreykov (Ray Winstone), que utiliza mujeres para intentar timonear, cuándo no, los destinos del mundo. Todo muy Marvel hasta aquí, pero Black Widow elige ir hacia un lado mucho más humano, menos pirotécnico, priorizando las resonancias del reencuentro de Natasha consigo misma y con su historia. Habrá, indefectiblemente, varios set-pieces de acción con luchas cuerpo a cuerpo, viajes por todo el mundo y los inevitables apuntes humorísticos a cargo de, en este caso, el personaje de Harbour. La diferencia es que, al menos por una vez, todo le ocurre a alguien un poco más cercano al común de los mortales.
"Nadie": violencia y humor autoconsciente Con esta película, tributaria de la saga iniciada por "Búsqueda implacable", con Liam Neeson, Odenkirk ingresa al panteón de los héroes más improbables del cine de acción. Al comienzo de Nadie hay una secuencia de montaje con breves inserts en los que se ve al bueno de Hutch Mansell padeciendo la rutina familiar: desayuno quemado y de parado, correr al basurero con una bolsa, pagar el colectivo, café en la oficina, escritorio, viaje de vuelta a casa, cena incómoda con una esposa a la que casi no ve y dos hijos que no le hablan, y a dormir. Las imágenes se suceden de manera cada vez más veloz durante cuatro minutos, con cada bloque separado por placas que indican los sucesivos días, hasta completar dos semanas. El fragmento puntea con una concisión narrativa envidiable la vida monótona y aburrida, tan predecible y carente de deseo que duele, de este autodenominado Don Nadie. Y lo hace, además, apelando a las mejores armas de la comedia: hacía tiempo que no se veía un chiste basado en la reiteración tan gracioso como el que protagoniza Bob Odenkirk, un actor que con esta película ingresa al panteón de los héroes más improbables del cine de acción. En ese panteón está Liam Neeson desde 2008, cuando, a los 56 años, le puso el cuerpo a ese padre dispuesto a todo con tal de recuperar a su hija en Búsqueda implacable. El Saul Goodman de Breaking Bad y Better Call Saul lo hace a los 58. Nunca es tarde para empezar a achurar delincuentes que se meten con la persona incorrecta. El humor en la saga de Neeson aparecía entre los pliegues, fruto de la acumulación antes que como un gesto deliberado. En Nadie, en cambio, la apuesta por la comedia es mucho más transparente, más desaforada, salvaje y autoconsciente. Autoconciencia es un término clave en el cine de aspiraciones masivas contemporáneo, en tanto opera como cobertura ante quienes se ensañen con la replicación de fórmulas conocidas: según este dogma, una cosa es que en Rápidos y furiosos vuelen por los aires cuanto vehículo exista y todos salgan sin un rasguño, y otra muy distinta que ocurra eso y que los propios personajes digan que tienen suerte de nunca lastimarse. La autoconciencia en Nadie proviene de un concepto (un tipo aparentemente común y corriente envuelto en una trama de violencia creciente) y una apuesta por los excesos y lo caricaturesco similar a la de John Wick. La presencia del guionista Derek Kolstad en las fichas técnicas de Nadie y las películas con Keanu Reeves validan la sospecha de que los puntos comunes no son casualidad. Si allí el muchacho del título se cabreaba con la mafia por haber matado a su perro, aquí el disparador es un par de ladronzuelos asaltando su casa que, ante la falta de dinero, se llevan una pulserita de su hija menor. O al menos eso piensa él. Lo llamativo es que pudo haber evitado el robo neutralizando a los visitantes inesperados luego de que su hijo atacara a uno de ellos, pero no lo hace por motivos que en principio se desconocen. De allí en más, todo es humillación para un Hutch acusado de cobardía hasta por sus compañeros de trabajo y un vecino. No es descabellado elucubrar que Nadie recorrerá los caminos habituales de los thrillers de revancha estilo El vengador anónimo. Pero Hutch, a diferencia del personaje de Charles Bronson, tiene varios secretos bajo la alfombra vinculados con un pasado violento que nunca se especifican, pero se ven. Volviendo a casa luego de intentar recuperar la pulsera, se topa con grupito de muchachos molestos a los que se carga a pura trompada, con la mala suerte que uno de ellos es el hermano menor de un mafioso ruso. Un mafioso malísimo, tanto como para tajearle la cara a una persona con una copa rota simplemente porque tuvo ganas. De allí en más, el director Ilya Naishuller (el mismo de Hardcore: Misión extrema) diagrama una escalada de violencia cada vez más absurda y delirante, con litros de sangre y decenas de cadáveres apilándose escena tras escena. Todo bajo la mirada impertérrita de Odenkirk, al que recién ahora le llega su oportunidad en la menguante pantalla grande.
El productor Todd Garner dijo en una entrevista que Simon McQuoid se propuso hacer “la película de lucha definitiva” con Mortal Kombat. Imposible saber si la hipérbole representaba fielmente las intenciones del director australiano o fue un desliz celebratorio de Garner. Lo cierto es que, a luz de los resultados, el objetivo estuvo muy lejos de cumplirse. Rebobinemos antes de avanzar. Mortal Kombat marcó a fuego el ideario gamer con una exitosa franquicia que fue furor en el Arcade durante la primera mitad de los '90, época en las que el cine empezaba a nutrirse con más frecuencia del mundo de los bits, con la icónica Super Mario Bros como referente. Fue así que en 1995 el por entonces desconocido Paul W. S. Anderson (el mismo de Resident Evil) filmó la adaptación, actualmente disponible en la plataforma de streaming Amazon Prime Video. A 25 años de aquella película, un estrepitoso fracaso comercial, llega una nueva versión que, sin embargo, de nuevo tiene poco y nada. Apenas una impronta más realista en sus hiperviolentas y sangrientas peleas cuerpo a cuerpo con cuanto elemento filoso pueda imaginarse. Tanto mejor funcionaría Mortal Kombat viendo solo sus escenas de acción. La historia está centrada en Cole, un luchador de “vale todo” –personaje creado para esta película- que descubre una marca de nacimiento. La ayuda de un comandante de las Fuerzas Especiales con la misma marca lo lleva hasta Sonya Blade, líder de un grupo de luchadores que deberá honrar a sus ancestros peleando contra los enemigos del Outworld. Como en toda película de pelea, habrá un largo entrenamiento que genera un crecimiento físico pero también personal, lo que implica que entre los enfrentamientos –lo único valorable- haya interacciones entre personajes carentes de interés, por fuera de la afectividad que pueda tener cada espectador hacia Sub-Zero, Kano o Scorpion. Piñas, patadas, memoria emotiva... y no mucho más.
"Freaky": mixtura de comedia y terror. La nueva película del director de "Feliz día de tu muerte" (2017) es aún más depurada y divertida, con referencias tanto a "Scream" como a "Hechizo del tiempo". A no dejarse engañar por el nombre de caballero inglés. Involucrado en el proceso creativo del grueso de las entregas de la saga Actividad paranormal, con varias coautorías de guion y la dirección de una de ellas, el angelino Christopher Landon saltó a los primeros planos con Feliz día de tu muerte (2017). Aquella película -del prolífico estudio Blumhouse, una de las casas creativas más importantes de la última década- honraba con orgullo dos tradiciones distintas pero de larguísima convivencia. Porque la mixtura de comedia y terror será cualquiera cosa menos novedosa. Allí había una estudiante facultativa perseguida por un asesino enmascarado –tópico por excelencia del cine de los sustos y gritos– que, por razones que en principio desconoce, al morir no veía la luz blanca de Victor Sueiro, sino que revivía una y otra vez en la mañana del día de su asesinato. Esa cruza metadiscursiva, deudora del espíritu noventoso de Scream pero también del de Hechizo del tiempo y la notable ¡Ni idea!, es en Freaky aún más depurada, más despatarrada y cómica. Todo empieza un miércoles 11, cuando un reputado asesino serial, conocido con el sugerente apodo de “Carnicero” y de amplia trayectoria en el pueblito donde transcurre la acción, sale de su letargo anual para la especialidad de la casa: faenar adolescentes a domicilio. En una de esas visitas, después de clavar a una chica contra la pared, encuentra una daga que se lleva sin saber que tiene un origen maya y unas cuantas leyendas atrás, ninguna precisamente positiva. Intercambiar los cuerpos entre víctima y victimario, por ejemplo, un hechizo solo reversible durante las primeras 24 horas. Mientras tanto, a unos kilómetros de distancia, la pobre Millie (Kathryn Newton) -como el personaje de Neve Campbell en el hit noventoso de Wes Craven- atraviesa el duelo ante el primer aniversario de la muerte de su padre. Millie vive con mamá y su hermana mayor, de oficio policía, y su vida es un calvario diario, la elevación a la enésima potencia de una violencia escolar que llega de todos lados y que Landon convierte en uno de esos motivos cómicos venenosos destinados a incomodar a más de uno. Ni bien llega al cole junto a un amigo y una amiga, una compañera le enrostra su vestimenta de pobre; después, en una clase de carpintería, el profe con menos tacto que se recuerde le cambia de sopetón la fecha de entrega de un trabajo práctico (¡una cucha para perros!) y le pega una humillación monumental frente a sus compañeros tratándola de burra irredenta. El postre se sirve esa misma noche durante el partido de fútbol americano del equipo estudiantil. ¿Acaso Millie es buena deportista? Desde ya que no: ella pisa el césped para desempeñarse como mascota con un traje de castor ridículo que la cubre de cuerpo entero. Como el partido no parece muy entretenido, los jugadores aprovechan para revolearle vasos y decirle que es más linda con disfraz que sin él. Millie termina la jornada pegoteada de gaseosa y sola en el estacionamiento, una situación ideal para que el carnicero estrene la daga. Y al otro día, la desgracia: El Carnicero despertando en el cuerpo y la casa de Millie, y ella haciendo lo propio abajo de un puente y atrapada dentro del 1,90 del enorme –en todas sus acepciones- Vince Vaughn. Meter a un serial killer a un secundario suena a masacre, y efectivamente lo es, con los inevitables enredos mientras uno busca al otro –o una a la otra– mixturándose con una brutalidad gore de autoconciencia plena, en dos escenas con hasta las cámaras salpicadas de sangre. A medida que se acerca el deadline para recuperar los cuerpos y Millie (o sea, Vaughn) esté más cerca del suyo, Freaky afila los cuchillos y su humor, claro, es un puñal de sorpresas. Ver la escena con el chico que le gusta en el auto. Licuadora humana noventosa, Landon chorrea posmodernismo con el cinismo en situaciones pensadas y creadas desde el mundo del cine. Lo particular es que no necesita andar gritando que es cool ni escupiendo guiños para hacer un universo de códigos de identificables. Es, pues, un director con todas las letras.
"Un crimen común": dilemas de clase y el problema de un "otro" peligroso. El film sigue un sendero poco trajinado por los cineastas argentinos, combinando una mirada social con otra más enraizada en la tradición del cine de género. Las primeras imágenes de Un crimen común están tomadas desde el tren fantasma de un parque de diversiones que recorre un túnel oscuro mientras, entre penumbras, se dibujan contornos de monstruos clásicos de la ciencia ficción y el cine de terror, desde Freddy Krueger hasta King Kong, pasando por figuras mitológicas provenientes de las catacumbas del mundo. De lo monstruoso, justamente, habla la primera película en soledad de Francisco Márquez luego de haber codirigido La larga noche de Francisco Sanctis junto a Andrea Testa. Mejor dicho, habla de una idea adquirida de lo monstruoso, de cómo se construye y cómo esa construcción mueve las cuerdas internas cuando finalmente se materializa. Pero los monstruos aquí no surgen de la imaginación de un escritor o guionista, sino de la más desigual y violenta de las realidades, la misma que –literalmente– toca la puerta de la casa de Cecilia. Como La larga noche…, Un crimen común es circunspecta y contenida, una historia de minucias gestuales y de frases dichas al pasar, casi siempre en tono temerosamente susurrante, por personajes sometidos a dilemas impensados y cuya resolución, sea cual sea, tendrá resonancias éticas y morales impensadas para ellos y su entorno. Personajes hijos de un contexto y formados bajo determinados parámetros que crujen ante una situación impensada. En el caso del atribulado Franscisco Sanctis, típico padre-proveedor de familia con un trabajo gris, la cuestión era si hacer llegar a destino la carta con información sobre una inminente “chupada” de la dictadura militar entregada por una ex compañera de facultad a la que hacía años no veía. Aquí, Cecilia es una profesora de Sociología de vida cómoda, divorciada y con un hijo, a la que se le queman todas las teorías marxistas que enseña, todas los cuadros y apuntes sobre circulación y dominación del capital, cuando duda si dejar entrar o no al hijo de su empleada doméstica, un morochón con gorrita y llantas que trata de huir de la Gendarmería durante una noche lluviosa. Sanctis, incluso contra sí mismo, iba para adelante observando los pliegues nocturnos de la ciudad con una mirada de gato amenazado. Cecilia, en cambio, no acciona. O no al menos hacia el exterior, pues lo suyo es un torrente de emociones solapadas que la cámara de Márquez entrevé en la mirada asustadiza de la actriz Elisa Carricajo (del grupo Piel de Lava y conocida por sus recurrentes colaboraciones con Matías Piñeiro y Mariano Llinás). Y a medida que dimensione las consecuencias de su (in)acción, peor: no hay nada en el ideario progre que intenta transmitir que diga qué hacer cuando observe el rastrillaje para encontrar una víctima que ella, por temor o imposibilidad, ayudó a crear. Su trayecto es el de la duda y la vacilación, el de acercase a esa madre desahuciada que busca respuestas mientras el inminente ascenso laboral empieza a pender de un hilo a raíz del desgano impuesto por la situación. Cecilia debe luchar contra la culpa pero también contra un bagaje con más libros que calle y una cosmovisión atravesada por la concepción de un “otro” peligroso, una tensión de clases que lleva a la película a un sendero poco trajinado en el cine argentino contemporáneo, combinando una mirada social con otra más enraizada en la tradición del cine de género. Aquí conviven giros argumentales (la potencial disociación con la realidad) y estéticos (los recurrentes primeros planos de una Cecilia carcomida por dentro) del drama psicólogo más tradicional y una atmósfera opresiva y paranoide cercana a los thrillers políticos de los ’70. ¿Es palpable el miedo? ¿Puede señalarse con el dedo el motivo de esa sensación? Preguntas que Márquez deja abiertas, dejando que sea el espectador el encargado de encontrar respuestas.
Hacía mucho que no se veía a Roberto Benigni en las pantallas (en los últimos 15 años solo había actuado en A Roma con amor, de Woody Allen). El intérprete italiano regresó al cine luego de un largo periodo de ausencia protagonizando una historia que sin duda debe conocer al dedillo. A fin de cuentas, en 2002 había dirigido su propia adaptación de Pinocho con un presupuesto de 45 millones de euros que, sin embargo, recibió críticas negativas y estuvo muy lejos de recuperar la inversión. Pero el tiempo de ausencia no cambió demasiado un estilo de Benigni caracterizado por el griterío, la sobreactuación y los movimientos aparatosos, como si estuviera metido en una comedia costumbrista de hace 50 años, tal como demuestra su interpretación de Geppetto –otra vez Benigni siendo un padre que se sacrifica por el hijo- en este film que replica al pie de la letra todas las postas narrativas del cuento original. La nueva Pinocho –dirigida por un irreconocible Matteo Garrone (El embalsamador, Primo amore, Il racconto dei racconti - The Tale of Tales, Gomorra, Reality y Dogman)- fue más barata (18 millones de euros), pero no mucho mejor. Se trata de una producción que apuesta en partes iguales por los efectos artesanales y digitales para proponer una fábula cargada de inocencia sobre la niñez y el proceso interno que implica la adopción de responsabilidades. Falta –y se extraña– ciertos apuntes vinculados con la crueldad, lo que lima los pliegues dramáticos a priori más interesantes. Sin espesura emocional, y con Benigni pidiendo a gritos que lo filmen, tal como haría un chico dispuesto a todo para llamar la atención de sus padres, a Pinocho no le hubiera venido mal un poco más de ritmoy de convicción en la potencia de su relato. El resultado, entonces, es una adaptación fiel a su materia prima, y no mucho más.
El 28 de septiembre de 2004 fue la jornada más luctuosa para la ciudad bonaerense de Carmen de Patagones. Aquel día un estudiante de 15 años ingresó al aula de su comisión en el Instituto 202 Islas Malvinas con un arma y disparó a quemarropa contra sus compañeros y docentes, dejando como saldo tres muertos, cinco heridos y una huella en la comunidad que todavía perdura. Más de 15 años después del suceso conocido como la Masacre de Carmen de Patagones, el realizador y guionista Javier Van de Couter –nacido allí en 1975– viaja hasta el lugar para un particular experimento. Hay muchas películas híbridas que mezclan documental y ficción hasta volverlos indisociables. Implosión procede de manera distinta, muy similar a Clint Eastwood en 15:17 Tren a París. Si allí había tres soldados recreando en clave ficcional las vivencias personales que los llevaron a evitar un atentado en el tren del título, aquí hay dos sobrevivientes de la balacera haciendo de sí mismos mezclados con actores profesionales. Pero no se trata de apegarse a la verdad, sino de partir de ella para utilizar al cine como mecanismo de expiación y liberación. Pablo y Rodrigo (Pablo Saldías Kloster y Rodrigo Torres) siguen siendo amigos y llevan las marcas de la masacre en la piel. Ambos fueron baleados por su compañero, y ahora se proponen investigar su destino para saldar viejas cuentas. Poco importa si efectivamente pensaron esa posibilidad. Lo que interesa aquí es el desarrollo de un viaje que los llevará hasta la zona del Gran La Plata, aunque con varios desvíos por bares y boliches en los que la misión puede cambiar su sentido. Coguionada por Van de Couter y Anahí Berberi, Implosión está más interesada en el potencial alcance de esos desvíos no exentos de diversión, como por ejemplo los generados a raíz de la aparición de dos chicas platenses, que en la recreación o fidelidad verídica. Lo que inicia como una historia de venganza seca y cargada de violencia contenida va convirtiéndose lentamente en una road movie matizada por el duelo y en la que el viaje en sí importa más que el destino. Y, como en toda road movie, difícilmente ellos vuelvan a ser los mismos a su regreso. Una historia de venganza, pero sobre todo de renacimiento.