Empecemos por el final. Justo antes de los créditos, la clásica placa negra con letras blancas asegura que, durante la guerra que terminó con la división de Yugoslavia, hubo más de 500 niños que se cree que fueron robados de los hospitales después de nacer, dándolos por muertos en los registros oficiales y ante los padres. Padres que, en muchos casos descreídos de la versión oficial, emprendieron búsquedas personales para dar con el paradero de sus hijos. Una de esas madres se llama Ana (Snežana Bogdanović) y es una costurera que perdió a su hijo hace 18 años. Por su carácter silencioso y mirada por momentos pérdida, es evidente que el duelo no ha terminado. Por el contrario, la certeza de que está vivo es cada vez mayor. Aunque su marido le suplica que deje el pasado atrás y su hija le haga varios desplantes, Ana se acerca a una asociación dedicada a resolver este tipo de casos. Gracias a un contacto ingresan a las bases de datos oficiales y descubren no solo faltantes llamativos, sino también varios documentos con información contradictoria. El segundo largometraje del realizador serbio Miroslav Terzic acompaña a esa mujer internamente rota pero que no da muestra alguna de desesperanza. Tan encerrada está en sí misma, tan presa de sus teorías y pensamientos, que por momentos la película se enclaustra con su protagonista, imponiendo una distancia que se refuerza a través de un relato seco y en clave mayormente naturalista. Pero Cicatrices tampoco es un drama en estado puro porque, a medida que avanza el metraje, empieza a surgir una obsesión de ella por quien podría ser su hijo. Cuánto hay de fabulación interna, cuánto de deseo oculto, y cuánto de realidad en esa teoría filial es una incógnita con la que el film juega en el último tercio, entregando un desenlace abierto y nada concluyente que evita las soluciones narrativas facilistas.
"Reminiscencia", con Hugh Jackman: pasados por agua. Casi todas las distopías hablan, más o menos directamente, sobre la lucha de clases. Aquí, en cambio, es un elemento decorativo. En una de las primeras escenas de Reminiscencia, Nick Bannister habla de la nostalgia y el presente como elementos fundantes de una idea de futuro. No importa si tiene sentido lo que dice. Tampoco que sea cierto. Pero suena importante, y entonces está bien. El primer largometraje de Lisa Joy no se anda con chiquitas a la hora de imaginar un mundo futurista semi hundido en agua por el cambio climático, una premisa que recuerda El mundo sumergido, de J. G. Ballard, en la que un biólogo recorría una vieja megalópolis en la que solo los pisos superiores de los rascacielos emergían por encima de la superficie líquida. Aquí la situación no es (tan) terminal porque quedan algunas zonas altas secas, todas ocupadas por los ricos, y los diques de contención todavía evitan el hundimiento definitivo. Pero para la mayoría –o sea, los pobres– ya es rutinario caminar sobre una capa de agua cada vez más profunda y amucharse en porciones de terreno cada vez más pequeñas. Casi todas las distopías hablan, más o menos directamente, sobre la lucha de clases. Aquí, en cambio, es un elemento decorativo. Dueña de una seriedad innegociable, Reminiscencia está escrita desde un púlpito donde se pregonan máximas sobre todos y cada uno de los temas que Joy considera importantes, con la vida, la muerte, la memoria, el olvido y el destino picando en punta. En ese sentido, el oficio de Bannister (un astringente Hugh Jackman) calza perfecto con esas ambiciones dogmáticas de su responsable. En un viejo edificio derruido y, claro, húmedo, junto a su socia Watts (Thandie Newton) regentean un negocio que le permite a los clientes vivenciar sus recuerdos y almacenarnos en una memoria digital. El cliente llega, le ponen un casco con cables y electrodos, lo acuestan en una cápsula con agua muy parecida a la de los "precogs" de Minority Report y le hacen circular electricidad por el cuerpo. Mientras tanto, el susurrante Bannister va sumiéndolos en un estado de hipnosis para que suceda la magia: en un escenario al lado de la cápsula, con una textura pixelada de holograma berreta empiezan a materializarse situaciones del pasado que regocijan a quien siente que las vivencia. Una tarde, minutos antes del cierre, llega una mujer vestida como Jessica Rabbit pidiendo que por favor la atiendan porque olvidó las llaves y no puede entrar a su casa. Pero Mae (Rebecca Ferguson, replicando sin tapujos el arquetipo de femme fatale) tiene otros secretos que involucran a Bannister, quien obviamente se enamora de ella. Guiado por la muy pero muy seria voz en off de Jackman, lo que refuerza las aspiraciones de film noir del asunto, Reminiscencia se pierde en un berenjenal narrativo en el cual el protagonista, desolado por la abrupta desaparición de la chica, intenta saber qué pasó, por qué se fue. Pero en el camino descubre otras cosas -la basura bajo la alfombra de un millonario, su relación con un asesino a sueldo- que ni siquiera a la película, ensimismada en su gravedad, parece importarle.
Hay dos directores de renombre y trayectoria sobre los que se ha vuelto particularmente problemático escribir desde la irrupción del movimiento #MeToo. Uno es Woody Allen, sobre quien pesan varias denuncias de su hija por abuso sexual y ahora es casi un paria para sus otrora fanáticos (basta con leer los comentarios en aquellas notas que reseñaron su autobiografía). El otro es Roman Polanski, condenado por una violación a una menor en 1977 y desde entonces exiliado fuera de Estados Unidos. Un delito que, sin embargo, no impidió que se alzara con una Palma de Oro y hasta con un Oscar a Mejor Director por El pianista, hace menos de veinte años. Boicoteada en su estreno en Francia y reconocida –no sin polémica- con el Gran Premio del Jurado en el último Festival de Venecia, J'accuse debe su nombre a una famosa carta abierta escrita por el intelectual Émile Zola publicada en el periódico L'Aurore en 1898. Texto modélico de la argumentación escrita, allí denunciaba lo ocurrido con capitán Alfred Dreyfus, un militar de origen judío acusado de espionaje y condenado a prisión en una remota isla de la Guyana Francesa. Fue un hecho que conmocionó a la opinión pública de entonces pero que, con el correr de los años, cuando se comprobó que Dreyfus era inocente y todo se había tratado de una maniobra jurídico-política con una fuerte impronta antisemita, adquirió una significación opuesta. Que la última película de Polanski aborde uno de los hechos de manipulación más bochornos de la historia moderna de Francia, uno de los puntos más bajos de la Justicia gala, no hace más que habilitar un potencial paralelismo entre sus circunstancias personales y la del relato. Es, pues, un nuevo capítulo en la eterna discusión sobre si es posible separar la obra del artista. ¿Acaso Polanski encuentra en Dreyfus un alter ego histórico? ¿Es el director víctima de una persecución? La película, ambigua, atrapante, tensa e incómoda, no otorga respuestas definitivas. Lo cierto es que, lejos de las ínfulas teatrales de sus últimas películas, J'accuse opera como un alegato político con formato de thriller de espías narrado con un tono seco y distante. Es también una durísima toma de posición sobre el poder de los medios a la hora de moldear ese elemento inaprensible llamado opinión pública, además de sobre el creciente antisemitismo que sobrevuela Europa a raíz del surgimiento de varios movimientos nacionalistas. La acción comienza inmediatamente después de la condena a Dreyfus, cuando Georges Picquart (Jean Dujardin, de El artista) asume el liderazgo de la unidad de inteligencia que descubrió al espía. El problema es que con el capitán encarcelado el tráfico de información no se detuvo, abriendo sospechas que quizás la filtración no haya provenido de quien todos pensaban. El inicio de una investigación llevará a Picquart a descubrir que nadie está demasiado preocupado porque se conozca la verdad, que todos se contentan con que alguien esté pagando las culpas para tranquilizar a la sociedad. Polanski narra la toma de conciencia de Picquart y su lucha contra todo y todos con un pulso nervioso, evitando los regodeos visuales del cine de qualité de época y vaciando a sus personajes de cualquier atisbo de emocionalidad. Porque Picquart persigue la verdad no por altruismo sino porque es un tipo gris y burócrata que concibe la mentira como un elemento contrario al aceitado funcionamiento de la maquinaria. No le hubiera venido mal algo de más de espesura a este hombre atrapado por momentos entre la espada y la pared, un matiz ante la certeza de la manipulación de sus superiores, aunque también es cierto que esto atentaría contra un film que apunta más a la cabeza que al corazón.
Michael Bryce era una celebridad en el mundillo de los guardaespaldas hasta que mataron a uno de sus clientes justo después de que lo que dejara sano y salvo en el punto de destino. Marginado del servicio hasta que un complot internacional lo devolvió al ruedo, Michael (Ryan Reynolds) debió hacerse cargo de trasladar extraoficialmente al peligroso sicario Darius Kincaid (Samuel L. Jackson) ante el tribunal de La Haya para que declare contra un poderoso dictador de Europa del Este. Lo anterior corresponde a los hechos vistos en Duro de cuidar (2017), una buddy movie clásica, hecha con partes iguales de comedia y acción, que se apoyaba principalmente en el oficio de sus protagonistas y en la chispa resultante de sus interacciones. Al igual que aquélla, su secuela parece una versión destartalada de una de James Bond, con algunos momentos de brillo cómico, pero más forzada y pensada bajo el paradigma que suele regir a este tipo de proyectos: una idea similar, pero más grande, ruidosa y espectacular, en el sentido más vacuo y pirotécnico del término. Duro de cuidar 2 encuentra a Michael sin licencia de guardaespaldas, añorando sus tiempos de gloria y con atención terapéutica. Es en ese estado que aparecen en escena Darius y su esposa (Salma Hawek), a quien el guion le depara poco más que gritos, comportamientos histéricos y una inexplicable subtrama vinculada con la maternidad. Por ahí también figuran un agente de una agencia de seguridad internacional (Frank Grillo) y varios personajes secundarios cuya única función es engrosar el casting. El terceto deberá unir fuerzas para detener a un malvado millonario que planea hacer colapsar Europa explotando decenas de centrales eléctricas en simultáneo. Ese villano se llama Aristotle Papdopolous y está interpretado por un Antonio Banderas que pareció haberse vestido en el guardarropa de Liberace. Hay en él una apuesta por lo caricaturesco que calza justo con esta película que, como se dijo, ensaya una maniobra expansiva que no le sienta bien. La anterior, más chica, más asumida en su carácter de clase B, era bastante mejor.
"Free Guy: tomando el control": la lucha del hombre contra el sistema. Hecha con el arsenal habitual de la compañía Disney, la película dirigida por Shawn Levy transcurre mayormente “dentro” de un sistema operativo, aunque intercalando acciones en el mundo “real”. Esta es la historia de un tipo muy feliz con su rutina. Todos los días se levanta contento y desayuna mirando el mismo noticiero de siempre, con noticias muy similares. Después, ya vestido con su ropa de trabajo, camina por el barrio saludando vecinos a los que, casi sin excepción, encuentra haciendo exactamente lo mismo que el día anterior, y que el que vendrá. Antes de llegar al banco donde atiende una de las cajas, se toma la misma variedad de café en el local de la esquina. Ni siquiera los frecuentes robos a mano armada que sufre en la caja o los tiroteos en plena calle pueden quitarle su sonrisa de publicidad de dentífrico. Pero ese orden basado en la reiteración es, en realidad, un andamiaje ficticio en el que todos, menos él, saben que se trata de un engaño, de una vida maquetada cuya única finalidad es la observación ajena. Cuando se entere, estalla la crisis. Y aquel muchacho pasivo deviene en paladín de su libertad. Todo lo anterior podría ser la descripción de The Truman Show, aquella película con Jim Carrey como involuntario protagonista de un reality show televisado al mundo entero. Pero no... se trata de la premisa de Free Guy: tomando el control, hecha con el arsenal habitual de la compañía Disney, incluyendo “cameos” de otros personajes cobijados por la casa de Mickey. Si bien The Truman Show se volcaba hacia el drama y ésta, hacia la comedia de acción ATP, tranquilamente podría tratarse de una remake adaptada a los usos y costumbres contemporáneos. Es así que lo que antes era televisión, ahora es un videojuego estilo Grand Thief Auto, habilitando el despliegue audiovisual que mandata las aspiraciones de masividad. Como Ralph, el demoledor, Emoji: la película o la reciente Space Jam, Free Guy transcurre mayormente “dentro” de un sistema operativo, aunque intercalando acciones en el mundo “real”, transiciones que el director Shawn Levy (veterano del cine familiar gracias a Una noche en el museo y Gigantes de acero, entre otras) resuelve con fluidez y naturalidad. Guy (Ryan Reynolds) es un personaje de reparto –lo que se llama NPC, acrónimo anglosajón de Personaje No Jugador– dentro de un esquema donde los protagonistas son avatares digitales de personas de carne y hueso. Quienes, como él, son extras, están diseñados para repetir una y otra vez los mismos movimientos. La autonomía de Guy se explica por un error de programación no contemplado por el maquiavélico jefe de la empresa creadora del juego (un sacado Taika Waititi), el mismo que robó la autoría intelectual a una pareja de empleados y ya piensa en la segunda parte. Una de esas empleadas, interpretada por Jodie Comer (Killing Eve), ingresa al juego para alertar al bueno de Guy y evitar su desaparición. Y entonces Free Guy se convierte en la batalla de un solo hombre contra el sistema. No deja de ser llamativa esta invocación a la rebelión contra las corporaciones que solo persiguen el lucro, teniendo en cuenta que Disney no es precisamente una pyme.
"El escuadrón suicida": cachivache lúdico El director de "Guardianes de la galaxia" hace una apuesta por el disparate que le sienta muy bien a las desventuras de estos presos de alta peligrosidad que, a la manera de "Doce del patíbulo", deben unir fuerzas para cumplir una misión imposible. Hace ya once años que James Gunn incursionó en el mundo de los superhéroes. No fue con una película para un gran estudio ni tampoco con estrellas encabezando la marquesina. Incluso ni siquiera había un protagonista con poderes especiales en Super (2010), sino un tipo común y corriente (Rainn Wilson, el Dwight Schrute de la serie The Office) que, al ver cómo su mujer caía bajo la influencia de un traficante de drogas, creaba un disfraz y se transformaba en un tal Crimson Bolt para luchar contra los malhechores de turno. Sí había un tono alejado del de la mayoría de las producciones de superhéroes, en tanto Gunn revisitaba algunos tópicos del subgénero rape and revenge –que alcanzó su esplendor en los desencantados años 70– estilo El vengador anónimo con una impronta de comedia gore. Contratado luego por Disney para dirigir las dos Guardianes de la galaxia, y echado cuando la policía digital le carpeteó una serie de tweets escritos una década atrás, cruzó de vereda y se sumó a las huestes de Warner-DC para timonear los destinos de El escuadrón suicida, nueva versión de la película “casi” homónima (le pusieron el artículo para diferenciarlas) hecha en… 2016. A diferencia de su colega David Ayer antes, Gunn tuvo luz verde para filmar lo que se le cantara. Y se nota. El escuadrón suicida no es redonda, ni tampoco quiere serlo. Es por momentos caótica y torpe, con personajes deslucidos y otros que parecen estar allí por el peso de su nombre antes que cualquier pertinencia dramática. Harley Quinn (Margot Robbie), por ejemplo, se corta sola para una extensa aventura personal, dejando en claro el peso de ella en el esquema futuro de Warner. Pero hay también una voluntad lúdica, una apuesta por el disparate que le sienta muy bien a las desventuras de estos presos de alta peligrosidad que, a la manera de Doce del patíbulo, deben unir fuerzas para cumplir una misión imposible, en este caso en una isla cercana a Sudamérica llamada Corto Maltés. Y se sabe que, si un tanque de estas características sitúa la acción al sur del Río Bravo, es porque hay que cazar nazis o voltear alguna dictadura comandada por un militar de camisa floreada y habano en la boca. Aquí, efectivamente, hay resabios del nazismo y una dictadura, pero quien manda es un presidente de traje inmaculado interpretado por el argentino Juan Diego Botto. Por ahí también aparece un algún personaje secundario con acento rioplatense, un llavero de Mafalda y un almuerzo muy rico con empanadas. El gobierno estadounidense, encarnado en Amanda Waller (Viola Davis), reúne a un grupo de presos de alta peligrosidad para que, una vez en la isla, investiguen una pista según la cual un doctor medio loco –y con lamparitas insertadas perpendicularmente en la cabeza, como si fuera el rostro de Geniol– continuó una serie de experimentos nazis. Y hasta allí llega el grupo encabezado por Peacemaker (el ex luchador John Cena), Bloodsport (Idris Elba) y la mencionada Quinn, secundados por Rick Flag (Joel Kinnaman), Ratcatcher (Daniela Melchior), King Shark y Polka-Dot Man (David Dastmalchian). Shark tiene la voz de Sylvester Stallone y es un tiburón gigante que usa la cola como pata y las aletas para cachetear. Peacemaker se pasea en sunga blanca mientras coordina las acciones con sus compañeros. Ratcatcher es capaz de dominar a las ratas como no se veía desde El flautista de Hamelin. Polka-Dot Man tiene la virtud de escupir lunares destructores. Gunn sabe que todo es un delirio, y le suma a este último un absurdo trauma familiar, con proyecciones de mamá incluidas. Hay algo de cine chatarrero en esta película que recuerda al de la saga Los indestructibles. Por su idea de la fuerza física como elemento central, incluso más que cualquier poder, pero sobre todo por su espíritu inocentón. Si el despliegue de vísceras y sangre es propio del gore, el humor es mayormente visual e infantil. Un humor que se pierde sobre la última parte, cuando llegue la inevitable batalla final, en este caso contra una estrella de mar gigante, con un ojo en el centro y piel dura de lagarto. Un cachivache, igual que la película.
No es sencillo retratar desde la ficción un universo donde precisamente lo ficticio está a la orden del día. El tema central de La panelista es el detrás de escena de un programa de interés general –donde todos hablan de cualquier temas, más allá de que los dominen o no– muy similar al que se ve en cualquier momento, en cada vez más más canales de la televisión argentina. Y de la televisión, justamente, proviene el grueso del elenco, en lo que es un intento por (re)vincular las audiencias de ambas pantallas. Marcela (Florencia Peña) es una de las panelistas de un programa de chimentos conducido por Chiqui (Favio Posca), un hombre cruel, despiadado y exitista, como todos (y todas) aquí. Atravesada por los mandatos estéticos de la televisión, en la primera escena ella negocia una cirugía plástica a cambio de menciones al aire, mientras que sus compañeros intentan lucirse a como dé lugar. Ninguno de ellos puede atribuirse un matiz positivo, incluyendo la directora del canal (Soledad Silveyra). En un contexto donde a nadie le interesa la información ni el dato duro, sino el petardismo y las acusaciones gratuitas, la supuesta muerte de un actor chileno exhibe la peor cara de todos ellos y del programa, con lágrimas forzadas y mensajes emotivos, mientras se siguen los números de audiencia. Una mirada tan descarnada como obvia sobre la cocina televisiva. En su parte central, la película cambia ese rumbo grotesco para abrazar el thriller, un cambio de tono sorpresivo pero que refuerza el espíritu crítico de un film al que, sin embargo, se le notan las costuras. Porque a La panelista le interesa más señalar las miserias televisivas, con su apego por lo efímero e intrascendente, que construir un relato sólido, con personajes desarrollados que sean algo más que portadores de valores negativos.
“Decile a tu papá que se vaya de una buena vez”, le grita una visiblemente enojada Estela a su pareja Bernardo, dueño de una funeraria que funciona delante de la casa. El problema es que el papá de la discordia es una presencia fantasmagórica que deja señales con forma de sonidos o elementos que aparecen en lugares distintos al que los dejaron. Una convivencia de dos planos físicos (los vivos y los muertos) en una película que ensaya una maniobra similar, abrazando tanto los códigos del cine de terror psicológico como del terror sobrenatural. Entre los “vivos”, la convivencia de Bernardo (Luis Machín) con Estela (Celeste Gerez) no es sencilla. A los problemas por la funeraria, se suma el pasado tortuoso de Estela y su hija, fruto de una relación violencia y traumática con una pareja anterior. Mientras Estela parece quedarse allí porque no tiene otro lugar adonde ir, la hija suplica para que la dejen mudarse con su abuela paterna. Todo empeorará a medida que los hechos sobrenaturales aumenten la escalada y enfrenten a la familia con varias pesadillas inimaginables. Con un atendible recorrido internacional que incluyó un lanzamiento en la plataforma especializada Shudder y estreno en salas en varios países de Europa, Asia y Oceanía, la película de Mauro Iván Ojeda alcanza sus mejores momentos durante su primera mitad, cuando describe la dinámica diaria de esos tres personajes forzados a convivir tanto entre sí como con las presencias no terrenales. Una dinámica donde los diálogos al aire son moneda corriente, la rutina ofrece particularidades a priori inexplicables y la casa –lúgubre y misteriosa– funciona como caja de resonancias de sensaciones comunes que, sin embargo, nadie exterioriza. La familia como núcleo de lo siniestro, los silencios enterrados como entidades maliciosas y la convivencia como catalizador son ideas mucho más interesantes que los caminos elegidos por Ojeda en el acto final, en el que la que aparición de una espiritista dispuesta a poner las cosas en orden encauza a La funeraria en los carriles más habituales de las películas con fantasmas dispuestos a cobrarse venganza.
"Viejos": en una playa junto al mar La nueva realización del director de "Sexto sentido" parece un remedo tardío de las primeras temporadas de "Lost", con dosis aún mayores de fantasía y capricho. ¿Qué tan distinto hubiera sido todo si, en lugar de la seriedad y la circunspección, Shyamalan hubiera narrado esta historia disparatada de manera menos solemne? No debe ser fácil estar en la piel de M. Night Shyamalan. Tenía casi 30 años y dos películas previas cuando Sexto sentido (1999) lo catapultó a la fama internacional y le dio luz verde para hacer lo que se le cantara. El público aprobó (es uno de los pocos directores que llegó al primer puesto de la taquilla en tres décadas distintas), hasta que dejó hacerlo. Es así que, después de El protegido, Señales y La aldea, siguió una filmografía pantanosa, capaz de ir de una espiritualidad entre religiosa y ecofriendly (La dama del agua, El fin de los tiempos, Después de la Tierra) al delirio absoluto (El último maestro del aire). La vuelta a las fuentes con Los huéspedes (2015) pareció abrir una nueva faceta para Mr. Noche, incluyendo por primera vez la posibilidad del humor. Pero con Fragmentado y, sobre todo, Glass volvió al cine solemne y de auto asumida importancia. ¿Qué haría Shyamalan en Viejos? ¿Cuál de sus múltiples personalidades timonearía su última película? M. Night Shyamalan es de esos directores encerrados en sí mismos que piensan que todas sus ideas son geniales. Un artista enamorado de sí mismo: nada nuevo bajo el sol. Las huellas de su estilo (climas enrarecidos, una trama hecha de detalles que podrán o no resolverse, personajes enfrentados a situaciones sobrenaturales sin explicación, un minucioso trabajo de montaje y sonido, la vuelta de tuerca final) se mantienen en plena forma. Sí llama la atención su incapacidad para calibrar el tono con lo que cuenta, pues con los créditos llega la pregunta de qué tan distinto hubiera sido todo si, en lugar de la seriedad y la circunspección, hubiera narrado esta historia disparatada de manera más descontracturada, mucho menos solemne de lo que lo hizo. Como La dama del agua y Después de la Tierra, Viejos es una película clase B no reconocida como tal, un remedo tardío de las primeras temporadas de Lost –las que reinaba el misterio y no el caos– con dosis aún mayores de fantasía y capricho. Habituado a los cameos o los roles secundarios en sus películas, el indio se reserva aquí el papel del chofer que lleva a los protagonistas a la playa paradisíaca donde transcurre la acción, como si quisiera dejar en claro que el conductor, el dueño de los destinos de Viejos y de sus criaturas, es solamente él. A esa camioneta se sube una familia que intenta dejar atrás sus problemas con unas vacaciones en un hotel de lujo. Papá se llama Guy (Gael García Bernal) y es un actuario obsesionado con calcular el riesgo y la probabilidad de todo; mamá es Prisca (Vicky Krieps), trabaja en un museo y está enferma, una noticia que los pequeños Trent y Maddox desconocen. En un desayuno a todo trapo, el gerente propone una excursión a una playa de arenas blancas, agua transparente y corales. Aceptan sin dudarlo, lo mismo que un médico algo chiflado con su esposa, la hija de ambos y la mamá de ella, y una pareja. Una vez en la costa, descubren la presencia de un rapero famoso no muy predispuesto a la sociabilidad. La compañía de este muchacho es una mujer que entra a nadar y nunca más vuelve. O sí, pero gracias a la marea y flotando boca abajo. Apenas después, los chicos ya no son chicos sino preadolescentes. Y, más tarde, jóvenes adultos. Una herida que se cura al instante y la aparición de achaques físicos repentinos validan lo que el grupo suponía imposible: que cada media hora allí equivale a un año de vida. Todo se vuelve peor cuando se descubran atrapados y observados desde las alturas por el director-chofer-controlador, una idea que Shyamalan debería tratar en terapia. Uno a uno irán cayendo los veraneantes, al tiempo que la temporalidad acelerada genera una acumulación de situaciones bizarras que incluyen un embarazo y nacimiento. Tantas situaciones hay, que nadie se pregunta por qué pasa lo que pasa ni tampoco mira hacia atrás para poner en perspectiva el pasado, clausurando así toda posibilidad de reflexión sobre el tiempo. A Shyamalan le interesa el concepto, el “qué pasaría si metemos gente en una isla donde envejezcan rápido”. Cómo convertir una buena anécdota en una buena película es otra cuestión.
"Jungle Cruise": del parque de diversiones al cine En épocas de tanques cada más grandes pero muertos, esta modesta aventura familiar puede ufanarse de tener algo de vida en su interior. Al menos por un rato. Como nueve de cada diez películas familiares de Hollywood de la última década, Jungle Cruise fue otra cosa antes de devenir en largometraje. Pero la flamante producción de Disney –que se estrena este jueves en salas y mañana viernes en la plataforma Disney+ con pago extra de 1050 pesitos– no es una secuela ni la prolongación de una serie o un libro, así como tampoco incluye el temible rótulo de “basada en una historia real” al inicio de los títulos. Los orígenes de Jungle Cruise hay que buscarlos en Orlando, más precisamente en uno de los juegos de los parques de diversiones del Tío Walt. Un origen similar al que hace casi 20 años tuvo Piratas del Caribe, lo que permite entender las similitudes entre una y otra. Empezando por una trama que intenta recuperar las postas más clásicas de los relatos de aventuras decimonónicos, aquellos en los que cada curva del río, cada metro avanzado en terreno desconocido, abre la posibilidad del riesgo y la sorpresa. Y siguiendo con un despliegue visual tan apabullante como despersonalizado, dado que la mayor parte de las criaturas y los escenarios, sobre todo en la segunda de sus dos horas de duración, están realizados por computadora sobre fondos verdes. Filmada en 2018 y con una fecha de estreno postergada dos veces –la primera, en 2019, por decisión comercial de Disney; la segunda, en 2020, por la pandemia–, Jungle Cruise arranca con una reunión en un coqueto edificio londinense en la que se plantean las directrices principales del recorrido por venir: parece que en el Amazonas hay un árbol mágico cuyas flores, llamadas Pétalos de Luna, son capaces de curar unos cuantos males. Una promesa por demás tentadora tanto para el malvado príncipe alemán Joachim (Jesse Plemons) como para la buscadora de tesoros Lily Houghton (Emily Blunt), quien junto a su hermano MacGregor (Jack Whitehall) cruza el Atlántico para adentrarse en la selva. Pero para serpentear los ríos necesitan un barco, y nada mejor que alquilar el que timonea el bonachón de Frank Wolff (Dwayne “The Rock” Johnson, cuerpazo emblemático del cine familiar de los últimos quince años). Hay una chispa evidente entre Johnson y Blunt, una precisión en las interacciones humorísticas propia de quienes creen en lo que hacen y que comúnmente se llama “química”. En épocas de tanques cada más grandes pero muertos, Jungle Cruise puede ufanarse de tener algo de vida en su interior. Al menos por un rato. El viaje presenta múltiples e inevitables desafíos, desde cataratas kilométricas que deben ser sorteadas a último momento hasta las persecuciones de Joachim, pasando por el enfrentamiento con distintas comunidades indígenas. Algunas representan un verdadero peligro; otras están contratadas por Frank para quedarse con los mapas que dirigen hasta el botín. Esos engaños, predecibles, ilustran la voluntad lúdica, inofensiva e inocentona de la primera parte de la aventura. Hasta que se descubre que, en realidad, Frank es alguien distinto a quien dice ser, dando el puntapié para una subtrama que incluye un grupo de piratas como flamantes villanos. Y se sabe que la sumatoria de contrafiguras no suele dar buenos resultados. Jungle Cruise, entonces, pierde el leve encanto demodé que tenía hasta entonces, enredándose en varias secuencias que, desde ya, dejan todo armado para una segunda película.