"Camuflaje", de Jonathan Perel: la memoria y otros significados El escritor Félix Bruzzone -o su personaje- dialoga con personas que tienen a Campo de Mayo como parte de su día a día. “Hay una contradicción muy grande. Uno dice 'qué lindos los campos y la arboleda', pero lo que sucedía ahí era siniestro. Siempre me dio miedo”, le dice su tía al escritor Félix Bruzzone. El “ahí” al que refiere la señora es Campo de Mayo, el predio ubicado en el corazón del noreste del conurbano cuyas seis mil hectáreas lo convierten en una de las guarniciones militares más grandes de la Argentina. Bruzzone compró hace más de quince años un terreno para construir su casa muy cerca de allí, sin saber que en “El campito”, el centro clandestino de detención que funcionó en aquel lugar durante la dictadura cívico-militar iniciada en 1976, había sido visto por última vez su madre Silvia, secuestrada cuando él tenía apenas tres meses. Alrededor de esos espacios cargados de muerte y dolor, pero también de una flora y fauna que, ante la falta de controles, han conformado un ecosistema propio, el escritor –mejor dicho, el personaje con mucho de él que compone el escritor– despunta su pasión por el running. Pero, ¿qué es Campo de Mayo? ¿Cómo conviven los vecinos con ese pulmón verde? ¿Qué huellas del pasado quedaron en el presente? ¿Cuáles son las particularidades que genera en la dinámica urbana la presencia de un predio de 28 kilómetros de perímetro que, más allá de sus secretos, tiene sus alambres permeables a quien quiera traspasarlos? Preguntas que atraviesan a Félix y, por lo tanto, a Camuflaje, la película que lo tiene como protagonista y está dirigida por Jonathan Perel, un realizador que ha hecho de los espacios vinculados a la dictadura el gran tema de su obra. Basta con repasar los principales títulos de su filmografía: El predio (2010) consistía en una serie de planos fijos del interior de la ESMA, al tiempo que en 17 Monumentos (2012) aplicó esa misma mecánica para registrar la cantidad de tótems del título con la leyenda “Memoria, Verdad y Justicia” ubicados en distintos centros clandestinos de detención a lo largo del país. Luego fue el turno de Toponomia (2015), que repasada documentos oficiales sobre una serie de pueblos tucumanos fundados por los militares, de Responsabilidad empresarial (2020), en la que Perel viajaba hasta la puerta de varias empresas que conformaron la pata civil de la dictadura para, mientras la cámara se detenía en sus fachadas desde el interior de un auto, narrar en off fragmentos de las causas judiciales que las involucran. A toda esa vertiente histórico-espacial, Perel le suma aquí una dimensión humana inédita hasta ahora en sus trabajos. Esto implica, por un lado, un menor rigor formalista, una impronta más descontracturada, menos centrada en la exposición visual y la atención a los detalles arquitectónicos que en cómo esa todo eso dialoga con su entorno. Un diálogo por momentos armónico, en tanto se trata de un pulmón verde de dimensiones enormes que los vecinos aprovechan para recrearse, pero también tensado por lo simbólico. Por el otro, hay aquí un peso mayor de lo emocional que de lo maquinal, lo que se traduce en una aproximación más periférica –y por momentos lúdica– a su principal obsesión. De allí, entonces, que Bruzzone –a quien en la primera escena se lo ve corriendo descalzo por los alrededores de Campo de Mayo, como si quisiera establecer una conexión energética–, hable con una variopinta galería de personas que tienen al predio como una parte importante sus vidas cotidianas. Están, por ejemplo, unos amigos del barrio que recuerdan cómo, años atrás, podían encontrarse restos humanos en algunos sectores recónditos, una sobreviviente que intenta sin suerte colocar un memorial, jóvenes que entran a escondidas para hacer intervenciones artísticas, un vecino fascinado con cómo el abandono devino en una impensada diversidad natural o un atleta que busca desafíos físicos allí donde años ha imperó el horror y lo siniestro. Hay incluso una chica que encontró una forma de ganarse la vida enfrascando tierra para vendérsela en frasquitos a los turistas que se acercan hasta la Plaza de Mayo para ver las rondas de las Abuelas. “Si en Berlín te venden pedazos del muro, yo te vendo un poquito del campo de concentración más grande de la Argentina", justifica. Camuflaje, entonces, como una película sobre la memoria, sí, pero también sobre el significado que cada quien quiera darle.
"Oso intoxicado", en el bosque muy contento A pesar de sus momentos de excesivo absurdo y el cuidado puesto en las premisas del clásico cine de terror, el film comete el error de tomar el punto de vista del personaje menos interesante. Había una vez un contrabandista de drogas que, en diciembre de 1985, mientras sobrevolaba los bosques del estado de Tennessee, dejó caer gran parte de los paquetes de cocaína que transportaba para alivianar el peso del avión. Como no fue suficiente para evitar una falla irreparable, saltó con una bolsa de 79 kilos encima sin saber que el paracaídas nunca se abriría. El muchacho y la carga terminaron estrolados contra el suelo, muy cerca de donde caminaba un oso negro que no tuvo mejor idea que comerse el apetitoso botín. La historia terminó con el pobre bicho encontrado muerto tres meses después, rodeado de cuarenta bolsas de plástico abiertas y convertido en leyenda, al punto de que su cuerpo fue disecado para exhibirse. El tercer largometraje dirigido por la también actriz Elizabeth Banks, como todas las películas precedidas con el siempre sospechoso rótulo de “inspirada en una historia real”, se toma varias licencias respecto a los datos concretos. El más significativo es el destino final de la criatura, que acá no sólo no muere, sino que se vuelve adicta y, cuando no puede consumir, con síntomas muy visibles de síndrome de abstinencia. Más vale no cruzarse en el camino de esa mole de pelos de 200 kilos dispuesta a todo con tal de saciar su deseo. Como Scream 6, entre otros títulos recientes que replican una fórmula con buenos resultados en taquilla, especialmente la norteamericana, Oso intoxicado tiene la premisa propia de una película de terror, en tanto se trata de una criatura suelta en un bosque que irá cargándose a cada humano que aparezca en pantalla. Sin embargo, por sus excesos y vestigios de autoconciencia, se inscribe en el género de la comedia. Excesos en materia de sangre derramada en cada mordida y arañazo –que son muchas–, pero sobre todo en lo que el argot policial definiría como “consumo de estupefacientes”: desde Scarface que no se veía tanta cocaína como aquí, al punto que hasta dos preadolescentes terminan con la cara empolvada sin que nadie, ni siquiera la película, se escandalice demasiado. El problema, entonces, no es de tibieza. El problema tiene que ver con la elección del punto de vista, esto es, el lugar desde donde se narra lo que ocurre. Ese rol le corresponde a la mamá de uno de esos chicos (Keri Russell), quien va en búsqueda de su hijo hasta el lugar donde supuestamente escapó tras ratearse del colegio. Ese lugar no es otro que el bosque donde anda suelto el oso vicioso (tal es el extraordinario título adoptado en España), con sus ojos inyectados de sangre y su hocico más blanco que lo que prometen las publicidades de jabón en polvo. Ella es el personaje menos interesante, el más normalito de todos, el que más ruido hace en la afinación de un ecosistema con criaturas cuyos diálogos y comportamientos abrazan un absurdo excesivo acorde con la idea de un oso asesino pasadísimo de merca. Banks tenía a un par de soldaditos narcos sensibles, un comisario preocupado porque quería adoptar un perro y le dieron uno “demasiado elegante”, una guardaparque (la notable Margo Martindale) medio enamorada de un inspector y el jefe del cartel dueño de la cocaína. Un jefe con ojos más sangrantes que los del oso y el rostro de Ray Liotta. Fallecido en mayo del año pasado, el actor se despide de la pantalla grande con un rol acorde a una filmografía pródiga en energúmenos despreciables: aquí es un sorete capaz de patear a un par de ositos bebés con serias inclinaciones hacia las adicciones.
Proveniente del ámbito teatral, el francés Florian Zeller ideó hace unos años una trilogía de películas basada en sus obras sobre diferentes aristas de la salud mental. La primera fue El padre, que le valió un nuevo Oscar a Anthony Hopkins, centrada en el progresivo e inevitable deterioro de un hombre mayor. Ahora llega el turno de la segunda, El hijo, que corre el foco de la trama hacia el complicado vínculo de un adolescente depresivo con sus padres divorciados. Esos padres son Peter (Hugh Jackman) y Kate (Laura Dern), quienes están separados hace un buen tiempo. Mientras él rehízo su vida junto a una nueva pareja llamada Beth (Vanessa Kirby), con quien acaba de ser padre por su segunda vez, Kate sigue sumida en un duelo acrecentado por los problemas de su hijo Nicholas (Zen McGrath), quien hace un mes no concurre al colegio. Cuando le preguntan por qué no va, su respuesta es “no sé”. Ante esta situación, y para intentar darle nuevos aires a una vida que para él no tiene sentido, Nicholas pide mudarse junto a su padre y su nueva familia, una decisión difícil de digerir para Peter y sobre todo para su joven esposa, que de repente debe convivir con un adolescente siempre dispuesto a reprocharle su responsabilidad en la separación. Cuando todo parece enderezarse, Nicholas recae en una depresión que obliga a sus padres a aunar esfuerzos para intentar sacarlo adelante. A diferencia de El padre, que al utilizar como punto de vista al personaje de Hopkins transmitía muy bien el desasosiego y la impotencia ante el avance del problema, El hijo está contada desde los ojos del padre, lo que impone una distancia emotiva sobre los sucesos que Zeller no parece saber muy bien cómo sortear. A fin de cuentas, ningún personaje es lo suficientemente interesante para despertar la empatía ni la piedad, así como tampoco las situaciones trascienden los lugares comunes. El resultado es una película fría y desangelada que observa cómo una situación familiar se desmorona sin preocuparse demasiado.
"¡Shazam! La furia de los dioses": gigantismo inane La continuación de la primera "¡Shazam!" trata de un grupo de hermanos adoptivos que, al gritar esa palabra, adquieren la fisonomía inflada de los encapotados, pero sin dejar de ser adolescentes. “¡Ábrete, Sésamo!” no es el único término cuya enunciación invoca lo mágico. “Shazam” es la palabra que permite que un adolescente común y corriente se convierta en un superhéroe con poderes que en su vida hubiera esperado tener. Y es también el título de la película que mostró, cuatro años atrás, que el universo cinematográfico de DC Comics era capaz de tomarse un poco menos en serio todo lo que ocurría dentro de la pantalla, una aproximación muy distinta a la que venía ensayando con sus Batmanes y Supermanes hundidos en la oscuridad de sus traumas y asuntos irresueltos. Nuevamente dirigida por David F. Sandberg, un asalariado de Warner que ocupó la silla plegable en los films de terror Annabelle y Nunca apagues la luz, entre otros, ¡Shazam! La furia de los dioses retoma la línea de su predecesora… pero un ratito. Por fuera de eso, se trata de una (otra) historia de superhéroes salvando al mundo de unas mujeres malvadas, todo en medio de una batería de efectos digitales que, lejos de sumar, le quitan puntos a una película con potencial para haber sido, sino mejor, al menos (un poco) distinta. La nunca del todo valorada plataforma Star+ estrenó a principios de este año Soy extraordinaria, una serie británica que transcurre en un mundo igualito al nuestro, con la salvedad de que cuando lxs chicxs llegan a la mayoría de edad se les revela un súper poder. Hay de todo, desde una chica que puede “dejarse poseer” por muertos y utiliza su particularidad para dirimir herencias en un estudio de abogados, hasta un muchacho capaz de convertir todo lo que toca al formato PDF. La serie mezclaba muy bien el universo simbólico de lo heroico con el de las comedias sobre adolescentes en busca de un camino personal propio, una convivencia que también anida en el núcleo interno de ambas ¡Shazam! A fin de cuentas, se trata de un grupo de hermanos adoptivos que, al gritar esa palabra, adquieren la fisonomía inflada de los encapotados, pero sin nunca dejar de ser adolescentes. Es un ejercicio contrafáctico y, como tal, imposible de validar, pero La furia de los dioses hubiera sido una película mucho más refrescante y relajada si hubiera decidido mantenerse en el camino de acompañar a sus protagonistas en las aventuras cotidianas propias de esa franja etaria. Pero no. A cambio, los enfrenta a las hijas de Atlas, un trío de antiguas diosas vengativas que llegan a la Tierra para recuperar la magia que les robaron hace mucho tiempo. Diosas interpretadas por la jovencita Rachel Zegler, la revelación del musical Amor sin barreras, y las veteranas Helen Mirren y Lucy Liu, que actúan con las mismas ganas con que se hace la cola de un banco para pagar impuestos durante la ola de calor. Si el camino de aquella película imaginaria –que podría ser algún multiverso, algo nada descabellado dado el baño de prestigio que el Oscar a Todo en partes al mismo tiempo le dio a ese concepto– de pibes normales enfrentando la rutina ordinaria con elementos extraordinarios abría las puertas a un film más volcado a lo humorístico, el del gigantismo y la espectacularidad que adopta Sandberg lleva al film hacia la neurosis habitual de este tipo de películas. Es así que pasa de un chiste absurdo a un diálogo grave sobre el mundo y la humanidad, y de allí a una referencia a los primos de Marvel. Una película que, como suele pasar, quiere ser muchas cosas y termina siendo ninguna.
La idea de reunir a Richard Gere, Susan Sarandon y Diane Keaton en una película romántica remite casi de inmediato a la década de 1990, cuando el terceto, especialmente en el caso Gere, era parte de las grandes estrellas del cine para adultos. Pero Quizás para siempre no se filmó en aquella época, sino hace pocos meses. Que no lo parezca es otra cuestión. La película de Michael Jacobs (es su debut en la dirección de largometrajes) comienza con Sam (William H. Macy) llorando a moco tendido en un cine en el que coincide con Grace (Keaton, haciendo el papel de siempre). Corte a la habitación de un hotel donde Howard (Gere) se encuentra con su amante Monica (Sarandon). De allí al tercer escenario: un casamiento en el que Allen (Luke Bracey) corre despavorido a agarrar el ramo que iba directo a las manos de su novia Michelle (Emma Roberts). Sam termina caminando por la ciudad y abriendo el corazón ante Grace, mientras Howard se pelea con Monica. Algo similar sucede luego con Allen y Michelle, que se aproximan al momento bisagra de decidir si se separan o si se casan. Ante esa disyuntiva, no tienen mejor idea que invitar a los padres de ambos a una cena para que se conozcan. No hay que ser un iluminado para imaginar quiénes son esos padres, así como tampoco cómo transcurrirá una cena atravesada primero por la incomodidad y luego por una suerte de pase de facturas generalizado y reflexiones sobre el amor y la vida en pareja. Diálogos que no van más allá de los lugares comunes sobre-escritos de un género que, más allá de cierta renovación fruto de las nuevas voces que circulan en el streaming, cada tanto tropieza con las piedras de siempre.
Juana se debate entre el duelo y el misterio. Lo primero, porque su madre falleció cuando ella era chica, dejando un vacío difícil de llenar. Lo segundo, y lo que le impide completar el proceso interno, es que murió en circunstancias dudosas: el rumor dice que fue un asesinada accidentalmente por su marido cuando, limpiando el arma, se escapó un tiro, aunque la versión oficial es que se suicidó. Por si no fuera suficiente, ese padre al que ella mirará cada vez más de costado está hace tiempo enredado en el alcoholismo. Ambos viven en una chacra solitaria en medio del monte misionero. Un monte que el responsable de El día trajo la oscuridad (2014), El padre de mis hijos (2018) y Unidad XV (2018) convierte en un personaje más, un elemento de tensión dramática capaz de albergar desde lo mágico hasta disputas y disquisiciones de todo tipo, tal como había hecho en la muy buena El silencio del cazador (2019). Al igual que en aquélla, el personaje de Mora Recalde opera como factor de equilibrio, en este caso de Juana, quien encuentra en esa mujer a cargo del bodegón del pueblo una figura femenina de referencia, a la vez que guía en medio de la incertidumbre en la que vive. Los puntos fuertes de esta muy libre transposición del cuento corto El hijo, de Horacio Quiroga –alguien que conocía al dedillo las infinitas posibilidades del monte selvático–, pasan por la intensa actuación de su protagonista, Jazmín Esquivel, puro ojos negros cargados de inquietud y tristeza, y por el nervio que le imprime Desalvo a un relato cuyo cierre resulta demasiado previsible.
"La piedad", el estilo por el estilo mismo En su búsqueda del retrato del enfermizo vínculo entre una madre y su hijo, el realizador español abusa del enamoramiento de sus ideas visuales. La cámara está ubicada al ras de suelo y muestra, en cámara lenta y mediante un plano contrapicado casi vertical, a una mujer orinando para hacerse un test de embarazo. Unos minutos más tarde, esa misma cámara registra en primer plano la leche de una mama cayendo lentamente desde el pezón hasta la cabeza de un chico de veinticortos que nunca estuvo ni cerca de cortar el cordón. Y hablando de cordones, la cereza del postre llega poco antes de los créditos finales, cuando registra a esa madre pariendo. Lo hace enfocando la vagina, desde donde empieza asomar una cabeza que no es precisamente la de un bebé, sino la de ese hijo posadolescente enfrascado en una relación tóxica con mamá. Cuando sale, el muchacho queda tirado en el piso, llorando, envuelto en líquido amniótico y con el cordón umbilical uniéndolo a la madre. Las tres secuencias –breves, contundentes, con la capacidad de clavarse como cuchillos en el ojo de un espectador acostumbrado a películas con temor a la ofensa– podrían corresponder a uno de los trabajos más provocadores de Gaspar Noé o de alguno de esos directores que filman motivados por las ganas de congraciarse en aquellos festivales europeos propensos a los escándalos. Allí está, por ejemplo, la Palma de Oro del último Festival de Cannes para El triángulo de la tristeza para comprobar que la búsqueda puede dar sus frutos. Pero no. Se trata de momentos que definen el espíritu arriesgado, de cacheteos constantes a quien mira, de La piedad, la coproducción argentino-española dirigida por el también actor español Eduardo Casanova y producida por, entre otros, su coterráneo Alex de la Iglesia. Pero el núcleo del film no es la sumatoria de esos momentos, sino el vínculo retorcido y perturbador entre una madre recontra híper sobreprotectora y el pobre hijo que vive sometido a sus deseos y perversiones. Como dormir en la cama matrimonial ante los insistentes pedidos de ella, por ejemplo. Con papá ausente desde que los abandonó por otra mujer hace un par décadas, el vínculo, tan particular como enfermizo, se tensionará hasta más allá de lo imaginable cuando al muchacho le detecten un cáncer en la cabeza. Menuda sorpresa se lleva mamá (Ángela Molina), que está obsesionada con la cultura coreana y recrea sus bailes en la casa ante la mala nueva. La piedad muestra el progresivo deterioro de Mateo (Manel Llunell) y, con ello, el de su madre, al tiempo que intenta sortear sus férreos controles con la ayuda de una psicóloga. El problema es que Casanova es de esos directores enamorados de sus ideas, especialmente las visuales, que en este caso consiste en una impronta pictórica y estilizada, pródiga en escenografías de color pastel y con una fotografía de tonalidad blanca que subraya el artificio del asunto. Todo eso puede leerse, en sus mejores momentos, como una ilustración grotesca de un mundo construido por ellos, ajeno a las vicisitudes del exterior. En los peores, como un nuevo ejemplo del estilo por el estilo mismo.
Lo primero que llama la atención de Creed III es la ausencia de Rocky. No solo no está en escena; ni siquiera hay mención alguna hacia el mentor del boxeador Adonis Creed y amigo –luego de ser rival– de su padre Apollo. Stallone había avisado en julio que no iba a estar porque “no sabía si habría un papel” para él, ya que el actor y protagonista Michael B. Jordan y el productor Irwin Winkler buscaban nuevos rumbos para el relato. Rocky es el ausente más presente durante las dos horas de una película que se cuida de no incluir ni una referencia sobre él. Podría suponerse que murió, en tanto su salud estaba en una espiral de deterioro al final de Creed II. Pero ni una punta para saber su destino. Creed III parece por momentos un asado sin carne, una reunión familiar sin el pater familias en la cabecera de la mesa. La película podría haberse llamado “Boxeando por la gloria” o de cualquier otra manera, porque su filiación ya no es tanto con la mitología del universo de Rocky como con el cine deportivo en general y el pugilístico en particular. Pero si Stallone imprimía a sus films un aire luminoso aun ante la muerte de sus amigos y esposa, aquí el pasado adquieren un peso notable. Rocky peleaba por su gente; Creed lo hace contra sus fantasmas. Contra “el” fantasma, mejor dicho. La primera escena transcurre un par de décadas antes del presente y tiene a un Adonis adolescente acompañando a un amigo unos años mayor a una pelea en un antro angelino. Su amigo muele a palos a su rival y, de regreso, paran en un mercado. Allí Adonis se cruza con un tal León, a quien trompea por razones que en principios se desconocen. El hecho termina con su amigo preso y él huyendo despavorido. Aquel amigo ahora es un adulto con los brazos forjados al calor de los ejercicios carcelarios. Apenas recupera la libertad, Damian Anderson (Jonathan Majors, el villano de Ant-Man and the Wasp: Quantumania) va en busca del ex campeón, quien desde su retiro comanda una escuela de boxeo y se dedica a la vida familiar con su esposa Bianca (Tessa Thompson) y su pequeña hija. Una visita con el objetivo de cobrarse un favor: quiere ser campeón mundial. Las cosas entre ambos irán tensionándose hasta el punto de que es necesario poner las cosas en su lugar. Y en una saga de boxeo, eso significa dirimir las cosas sobre un ring. Si se la piensa por fuera de la saga de Rocky, Creed III tiene las dosis justas de cursilería y emotividad deportiva propia del género. Jordan se presenta como un director atildado, que evita el frenetismo habitual de Hollywood para preocuparse mayormente por la carnadura de los personajes antes que por las situaciones que enfrentan. Consciente del nuevo comienzo para la saga, incluye durante las peleas fragmentos de ensoñaciones metafóricas de Adonis sobre el ring, un intento de correrse del estilo previo. El resultado es una película correcta aunque algo insegura a la hora del desenlace, pero ante la que imposible sentir que le falta algo. El mayor desafío de la tercera entrega de Creed era suplir el peso simbólico y creativo de Stallone. Difícil lograrlo sin siquiera tener los huevos para nombrarlo.
Brendan Fraser está cabeza a cabeza con Austin Butler (Elvis) para ganar el Oscar a Mejor Actor por esta notable interpretación -que le valió hace pocos días el premio SAG que otorga el propio sindicato de intérpretes- en la nueva película del director de Pi, Réquiem por un sueño, La fuente de la vida, El luchador, El cisne negro, Noé y ¡Madre!. En tiempos de películas con olor a prefabricadas, La ballena consiguió lo que pocas: generar discusiones, abrir el juego a distintas interpretaciones al frente infierno cotidiano que vive Charlie (el regreso a los primeros planos, y con olor a Oscar, de Brendan Fraser). De un lado están quienes caen rendidos ante las aristas más emotivas del último trabajo de Darren Aronofsky; del otro, aquellos que ven el derrotero de ese hombre obeso, solitario y aquejado por sus fantasmas una cabal muestra de cómo el dolor ajeno puede convertirse en espectáculo. Tampoco faltan las almitas sensibles que levantan el dedo señalándola como una película “gordofóbica”. La última hipótesis debe descartarse de raíz, puesto que aquí la gordura es un síntoma del espíritu quebrado y la búsqueda de autodestrucción de su protagonista, un elemento destinado a la compasión antes que al odio o a la burla. Ya bastante se menosprecia el bueno de Charlie para atribuirle a la película algo que no hace. Las otras dos, en cambio, tienen algo de cierto: La ballena es una patada al corazón ante la que resulta difícil mantenerse ajeno, con un protagonista inasible, contradictorio, cargado de matices y con una culpa del tamaño de las pizzas que se come como si fueran un aperitivo; a la vez que un viaje hasta lo más profundo de la decadencia humana. Sin golpes bajos, con el espectador convertido en testigo. Charlie es un profesor universitario que da cursos a distancia con la cámara de su computadora siempre apegada. Nunca sale de su casa –lo mismo que la película, que no le interesa en lo más mínimo despojarse de la impronta teatral fruto de da estar basada en una obra– ni tampoco le preocupa: lo suyo no es el presente hecho de comidas del delivery y una amiga enfermera (Hong Chau) que lo cuida con devoción maternal, sino un pasado del que no puede desprenderse. Sumido en un duelo eterno por la muerte de un ex alumno devenido en pareja y el arrepentimiento por haber abandonado a su hija de por entonces 8 años, lo único que espera es una muerte cada vez más cercana. Una imprevista visita de esa hija (Sadie Sink), a la que no ve desde entonces, opera como el disparador de una trama de indudable tono crepuscular, un psicodrama igual de intenso y doliente como un Fraser que, con una mirada melancólica, parece poseído por Charlie. Es cierto que la metáfora del carácter expiatorio de Moby Dick cae en lo obvio, así como que su desenlance abre las puertas a una alegoría religiosa digna del muchachito misionero que piensa que salvar a Charlie es una prueba impuesta por dios, pero La ballena es mucho más que eso: se trata de la última parada de una vida que alguna vez fue plena pero ahora solo espera su fin.
"Imperio de luz", el cine como telón de fondo de la segregación La película del director británico es un melodrama correcto y prolijo en donde el cine, como tema, es apenas el condimento de una historia de discriminación y pérdida de inocencia. Desde sus primeras exhibiciones públicas en los festivales de Telluride y Toronto, en septiembre del año pasado, viene hablándose de Imperio de luz como “la Cinema Paradiso de San Mendes”. A priori no faltaban motivos: se trataba, como la reciente Los Fabelman, de una mixtura entre homenaje al cine y recuerdos personales de un realizador de renombre como el británico, quien luego de comandar grandes producciones como la bélica 1917 y dos películas de James Bond volvía a un universo más íntimo a través de una historia cargada de nostalgia acerca de un grupo de personajes quebrados que encuentran refugio en un lujoso complejo de exhibición art deco. Lo cierto es que eso, valga la cacofonía, no es del todo cierto. Se trata, en todo caso, de un melodrama correctísimo y de una prolijidad superlativa, pero cocinado al calor de la búsqueda de un agrado colectivo capaz de traducirse en premios. Si bien la primera secuencia es una serie de imágenes fijas de las distintas partes que conviven en el funcionamiento de una sala –desde la máquina de hacer pochoclo hasta las alfombras rojas, pasando por la sala de proyección–y durante las dos horas de metraje se acumulan referencias a no menos de una docena de películas, el cine aquí es apenas un condimento, el telón de fondo para hablar de, ay, la segregación y una suerte de pérdida de inocencia sobre el tema de la protagonista. La ausencia en los principales rubros de las ceremonias más relevantes de la temporada de alfombras rojas –solo está nominada a Mejor Fotografía en el Oscar, por ejemplo– demuestra que la apuesta no resultó como se esperaba. A diferencia del alter ego de Steven Spielberg en Los Fabelman, que veía con partes iguales de pasión y capacidad analítica cuanta imagen en movimiento le pasara ante los ojos, Hilary (Olivia Colman) no ve ni una película, aunque trabaje como boletera en el Empire, un complejo ubicado en la costa de una ciudad inglesa que supo tener tiempos mejores, como demuestran los espacios que acumulan polvo a raíz de la baja de público. De aquella época lustrosa sobrevive también un staff integrado por un par de acomodadores, el proyectorista Norman (Toby Jones, a cargo de la inevitable referencia a la “magia” que hace los fotogramas cobren vida al pasar por el haz de luz) y el jefe (Colin Firth), un tipo abusivo que hace las veces de villano. El contexto no es el mejor: el almanaque marca el año 1980 y la crisis económica golpea con fuerza a una superpotencia que veía cómo el Estado de Bienestar se esfumaba a fuerza de austeridad y nuevas configuraciones geopolíticas. Pero Hilary tiene sus propios problemas. Un desequilibrio emocional que la vuelve solitaria y temerosa ante todo y todos, por ejemplo, además de ser una asidua consumidora de medicamentos. Así es hasta la contratación un nuevo empleado, Stephen (Micheal Ward), un jovencito voluntarioso que sueña con estudiar Arquitectura, pero no puede porque es negro. Su llegada cambia, por un lado, la energía vital de Hilary, que se acerca al principio de manera amistosa para luego pasar a los bifes. Y, por otro, la lógica que hasta ese momento venía construyendo el guion Mendes, en tanto de allí en adelante abraza los tópicos de los romances imposibilitados por varias situaciones. Entre esas situaciones asoma con cada vez más fuerza la segregación. Poco después de conocerlo, Hilary ve cómo a Stephen lo verduguea un grupo de skinheads convencidos de que los afroamericanos “les roban el trabajo”. Un poco más adelante, volviendo de una escapada a la playa, él se incomoda ante un pasajero que mira torcido cómo abraza a una mujer blanca. En vísperas del final, una turba enardecida destruye el cine y se ensaña particularmente con el muchacho, que termina internado. Tres postales que hacen que Hilary se dé cuenta que el mundo es mucho más problemático que su entramado emocional. Tres secuencias del pasado que vuelven al presente teñidos de corrección política.