La identidad de género ha sido una de las grandes recurrencias del documental argentino de la última década. Son documentales de todo tipo y color: desde los más clásicos, televisivos y con un enfoque periodístico que tienden a visibilizar distintas problemáticas asociadas con el tema, hasta aquellos volcados a lo ensayístico y al trasfondo político de una elección personal (la extraordinaria El silencio es un cuerpo que cae, que por estos días puede verse en VOD), pasando por los que eligen un personaje para, a través de sus experiencias, construir una reflexión humanista y entrañable sobre la libertad y la voluntad. Seleccionado para la Competencia Argentina del BAFICI 2020 que -por obvias razones- no pudo realizarse en abril, Canela –que este jueves inaugurará la flamante sala virtual de cine del PCI en el sitio web Puentes de Cine– pertenece a este último grupo. La protagonista del título del debut en la realización de largometrajes de la rosarina Cecilia Del Valle tiene 62 años y hace menos de 15 que decidió ser quien es. La porción mayoritaria de su vida la vivió en la masculinidad, desde donde armó una familia y una exitosa carrera en el área de la Arquitectura, disciplina que todavía enseña en la universidad santafesina. Más allá de todos sus cambios, Canela siente, sin embargo, que le falta el último eslabón para alcanzar la plenitud: operarse. Pero, ¿verdaderamente quiere? Del Valle sigue a su protagonista a lo largo de varios años, mostrándola tanto en su trabajo y en la universidad como en sus reuniones con amigas, médicos y su familia. El tema es, pues, si completar su transformación amerita el riesgo de someterse a una operación compleja y con un proceso de recuperación largo y tortuoso. Es un entorno que, más allá de los resquemores del pasado que el film opta sabiamente por dejar fuera de campo –Canela, película y personaje, son puro presente–, hoy acepta sin demasiado problemas la identidad de Canela y está dispuesta a ayudarla en su dilema. Toda película-perfil necesita de un perfilado lo suficientemente atractivo y magnético para sostener su interés. En ese sentido, Canela es perfecta: inteligente, coherente, ubicada, lúcida y con una gran capacidad para hablar (los fragmentos de sus clases son magnéticos) y desenvolverse con soltura y naturalidad en ámbitos donde impera la masculinidad, como por ejemplo esas obras que visita con vestidos largos y tacos altos. Es un universo que Canela conoce a la perfección –la constructora que lleva adelante es un emprendimiento familiar creado en 1925- y, como tal, se mueve como pez en el agua. Película de colores chillones y una protagonista dignos de la primera etapa del cine de Pedro Almódovar, Candela no sería lo que es sin la mirada de la directora. Una mirada amable y amorosa, profundamente empática, que evidencia que entre ellas hay una relación que trasciende lo cinematográfico. El resultado es un film que logra dar cuenta de las innumerables aristas emocionales de una mujer sensible y valiente que, como escribió Maia Debowicz en el suplemento Soy de Página/12, “dedicó su vida a cuidar a lxs demás y hoy tiene que aprender a pedir que la cuiden”.
Claire es una hermosa joven que trabaja en el hotel de su padre fallecido que ahora maneja con mano de acero su madrastra Maud mientras intenta rehacer su vida junto a un hombre que, sin embargo, termina cayendo rendido ante los encantos de Claire. Los celos, la envidia y el espíritu competitivo llevan a Maud a planear la muerte de su hijastra. Pero el plan falla y ella termina viviendo en una granja a cargo del hombre que la salvó de una muerte segura. Su rutilante belleza no dejará a nadie indiferente en el pueblo. Empezando por los siete hombres que terminan perdidamente enamorados de ella. Aunque quizás no sea amor sino puro deseo sexual y locura, una idea más cercana al cine de François Ozon pero que, en realidad, corresponde a la particular relectura del clásico de los hermanos Grimm que ensayan las guionistas Claire Barré y Anne Fontaine en Blanca como la nieve. La película dirigida por Fontaine continúa con Maud enterándose de que su hijastra está viva, y su posterior partida rumbo a su encuentro. Pero su intención no es protegerla. Más bien lo contrario, lo que inicia, ya con Maud en la granja, un maquiavélico juego de seducción competitiva entre esas dos mujeres dispuestas a todo con tal de demostrar su supremacía. Que la madrastra esté interpretada por ese témpano de hielo que es Isabelle Huppert aporta una dosis de misterio a una historia en cuyo núcleo anida una lectura vinculada con –como suele ocurrir en las películas de Fontaine- la emancipación femenina. Porque Claire –que tiene rostro virginal e inocente de Lou de Laâge, lo que refuerza el contrapunto con Maud– está lejos de ser una mujer dubitativa y dócil. Al contrario, se muestra enteramente dispuesta a explorar los límites de su sexualidad y sus encantos. La película, dividida en tres partes tituladas Claire, Maud y Blancanieves, construye sin apremio la relación entre los personajes y las motivaciones de ambas mujeres, para luego arrojarse a un relato algo esquemático que abraza el sexo (no le hubiera venido mal algo más de pasión a Fontaine a la hora de filmar estas escenas) mientras combina la comedia negra con el suspenso.
Las góndolas de un supermercado semivacío con faltantes de productos. Clientes con barbijos y miradas llenas de miedo y ansiedad ante lo desconocido. Pedidos de distancia y noticieros anunciando más víctimas. La escena podría transcurrir en este mismo momento en prácticamente cualquier ciudad del mundo. Pero no se trata de uno de los tantos documentales sobre el Coronavirus que proliferaron en las últimas semanas, sino del inicio de Tóxico, una ficción nacional que transcurre en medio de una…pandemia. La coyuntura le dio una pátina de indudable actualidad a este film dirigido por Ariel Martínez Herrera, ideado allá por fines de la década pasada, con los ecos de la gripe porcina todavía resonando el inconsciente social y que puede verse de manera gratuita durante esta semana en la plataforma Cine.Ar Play. Pero el film, sin embargo, es mucho más que una predicción involuntaria de la Argentina modelo 2020. Tóxico es una road movie distópica que transcurre casi en su totalidad dentro de la casa rodante que comparten Laura (Jazmín Stuart) y Augusto (Agustín Rittano). El viaje tiene como finalidad alejarse de la ciudad en medio del caos generado por un virus cuyo principal síntoma es el insomnio. Pero, a medida que avancen en su camino, el encierro se convierte en el disparador de una incipiente crisis de pareja y el mundo exterior, en un lugar extraño y peligroso. La película apuesta al minimalismo a la hora de mostrar cómo la pareja enfrenta las distintas situaciones. La pandemia es un extenso fuera de campo que no se ve pero se siente tanto en sus actitudes como en la de quienes se les cruzan, empezando por ese grupo de policías dispuesto a sacar una ventaja entre tanta desgracia. Pero Tóxico alcanza los mejores en su segunda mitad gracias a la aparición de un playero cuya aparente bonhomía lo vuelve por momentos luminoso y por otros inquietante. La película, entonces, adquiere un tono de comedia deadpan difícil de clasificar, concluyendo con un final esperanzador que, ojalá, se replique en la vida real.
Lo habrás imaginado es un thriller entretenido, eficaz y particularmente ambicioso en el horizonte del cine argentino contemporáneo. Uno que mezcla corrupción, servicios de inteligencia, rosca política, redes de pedofilia, empresarios mafiosos y violencia de género, entre otros temas de enorme urgencia y trascendencia en la actualidad del país. Todo arranca cuando Guille (un siempre correcto Carlos Portaluppi) llega a una fiesta que organiza una vieja amiga del secundario llamada Abril (Diana Lamas) y a la que también va el tío de ella, Ángel (Mario Pasik). La simultaneidad está lejos del ser casual: el primero es, en realidad, parte de lo que suelen llamarse los “sótanos de la democracia”, una zona de los servicios de inteligencia donde las funciones originales se mezclan con operaciones y negocios paralelos. Guille investiga a Ángel por su supuesta participación en una compleja red de trata de personas a través de su fundación internacional con base en Chicago. Mientras Abril desconoce todo el trasfondo, será su pareja la que empiece a sospechar que nada es lo que parece. Entre medio de esa investigación, distintos asesinatos y amenazas ejecutados con frialdad por matones de los dos “bandos” no harán más que complejizar la situación. La mencionada ambición le juega por momentos una mala pasada a un relato que se enrosca con su propia cola, como si en su voluntad de ampliar temas no supiera cómo entreverarlos en un todo homogéneo. En otros, en cambio, la realizadora Victoria Chaya Miranda maneja con indudable oficio la tensión y el suspenso, ayudada por una atmósfera que contrasta la belleza inmaculada de la casa de Abril con la suciedad (literal y metafórica) de la fábrica abandonada que funciona como base operativa de Guille y su equipo.
Es muy probable que ni siquiera el más cinéfilo de los espectadores recuerde el nombre de Alejandra Podestá, quien sin embargo fue el centro de atención de la industria audiovisual nacional durante varios meses de 1993. Aquel año se estrenó De eso no se habla, la última película de María Luisa Bemberg antes de su muerte, protagonizada por Marcello Mastroianni y una joven con enanismo, sin experiencia actoral alguna, como su pareja romántica. Esa chica era Podestá, cuya vida culminó con un brutal asesinato en su casa del barrio de Agronomía en 2011. Estrenada en uno de los apartados no competitivos del Festival de Mar del Plata del año pasado, Un sueño hermoso alumbra qué ocurrió con esa mujer entre aquella película y su muerte, recurriendo tanto a imágenes de archivo como a los testimonios de quienes la conocieron y participaron de la producción de De eso no se habla. Allí están, entre otros, la productora Lita Stantic, el asistente de dirección Alejandro Maci y el histórico director de fotografía Félix Monti. La gran voz faltante es, obviamente, la de Bemberg, a quien sin embargo el director Tomás de Leone (El aprendiz) trae al presente mediante una entrevista en el programa televisivo Función Privada. Allí la realizadora da cuenta de una mirada adelantada a su tiempo hablando sobre feminismo y violencia de género con una claridad conceptual enorme. Como afirman quienes conocieron a Alejandra, Bemberg hizo las veces de guía espiritual ante el desconcierto generado por esa experiencia abrumadora. De Leone tira del ovillo para descubrir el pasado oscuro de Alejandra. Un pasado que incluye un padre abandónico y una madre temible a la vez que sobreprotectora. Lejos de la pulsión por entregar respuestas, Un sueño hermoso acepta la convivencia de lo conocido con lo irresoluble, de lo público con lo privado, en una mujer que nunca supo cómo seguir después de tocar el cielo con las manos.
"Bloodshot": cine de acción musculoso y vacío La adaptación para la pantalla grande del cómic homónimo es de otra de esas películas visualmente avasallantes y ruidosas que, queriendo ser muchas cosas a la vez, termina siendo ninguna. Como si no fuera suficiente con el brote de coronavirus circulando libertinamente por todo el mundo, la ciencia se anota otro poroto en contra al encontrar la manera para que Vin Dieselpueda revivir tantas veces como sea necesario. Mejor dicho, tantas veces como requiera el delirante guión de Bloodshot, su nueva incursión en el cine de acción tan musculoso como vacío, que para la ocasión suma una dosis más que abundante de ciencia ficción, cuando no de liso y llano absurdo. Desde estas páginas felicitamos a los seguidores del hombre con apellido de combustible –que los hay, y en gran número– porque tendrán casi dos horas de entretenimiento garantizado viéndolo renacer una y otra vez con el objetivo único de revolear trompadas y balazos. Para el común de los mortales, en cambio, la adaptación para la pantalla grande del cómic homónimo -publicado por primera vez en 1992 por la editorial Valiant- es de otra de esas películas visualmente avasallantes, ruidosas y enrevesadas que, queriendo ser muchas cosas a la vez, termina siendo ninguna. Bloodshot tiene muchas ideas pero ninguna propia ni bien ejecutada.Diesel es aquí Ray Garrison, un soldado muy enamorado de su novia que termina muerto luego de haber sido secuestrado por un villano que no se sabe muy bien qué quiere ni quién es. Menuda sorpresa se lleva al despertar en medio del laboratorio tecnológico a cargo de doctor Emil Harting (Guy Pierce) y enterarse no solo de que el ejército "donó" su cuerpo para investigaciones científicas luego de que nadie lo reclamara, sino que estuvo muerto durante varios días. Ah, y que no tiene memoria. Su segunda (y tercera, cuarta, quinta...) vida es producto de la aplicación en las venas de unos elementos microscópicos con forma de hormiga con la capacidad de, entre otras cosas, reconstruir el tejido de manera instantánea. Gracias a eso Garrison encarna el sueño húmedo de Donald Trump: un super soldado disciplinado e indestructible, violento y con una fuerza envidiable. Las similitudes -"homenajes", se excusarían los guionistas- de Bloodshot con otras películas de acción o ciencia ficción son tan obvias que cuesta pensar que ningún ejecutivo se haya sonrojado a la hora de aprobar el proyecto. Si bien el punto de partida es muy parecido a Robocop y el diseño del laboratorio, al de El vengador del futuro, no hay atisbo de la ironía sardónica del realizador Paul Verhoeven, mucho menos de su acidez política. Podría pensarse a Garrison como un remedo tardío y adusto de Jason Bourne, pero ni Diesel es Matt Damon ni el director Dave Wilson tiene la mano para la acción de Paul Greengrass. Más bien lo contrario, puesto que si el británico pone el montaje frenético al servicio de la urgencia y la desesperación del relato, aquí ese montaje genera únicamente confusión. Incluso Garrison tiene un dispositivo brilloso en el centro del pecho que recuerda al de Iron Man, aunque desde ya que a éste la faltan toneladas del carisma sobrador de Tony Stark. Hasta de El origen se toma la idea de "crearle" recuerdos para que opere al servicio de la empresa, además de un tono grave y mortuorio que hace de Bloodshot una película tan mustia como su protagonista.
"Grandes espías", otro gigantón en plan infantil Lo hicieron Arnold Schwarzenegger, Vin Diesel y Dwayne "The Rock" Johnson: ahora le toca a Dave Bautista convertirse en el experto en acción que descubre su lado tierno. A Dave Bautista le llegó la hora de cumplir con una las tantas reglas no escritas de Hollywood: si un actor musculoso, con pinta de recio y asociado al cine de acción quiere suavizar su imagen, nada mejor que incursionar en una comedia familiar –tanto mejor si, además, tiene alguna subtrama policial– con una nenita encantadora como partenaire. Bien lo saben el imperturbable Vin Diesel, que allá por 2005 filmó Niñera a prueba de balas, o Dwayne “The Rock” Johnson, que a falta de una tiene dos películas de este estilo, Papá por sorpresa (2007) y Hada por accidente (2010). Incluso el mismísimo Arnold Schwarzeneggerdevino maestro de jardín de infantes para Un detective en el kínder (1990). En todas ellas el punto de partida es similar: el protagonista, casi siempre un ex o actual miembro de alguna fuerza de seguridad, debe infiltrarse en un ámbito infantil para una misión. Grandes espías es una muestra cabal de este tipo de películas, una comedia inofensiva y predecible en la que el gigantón descubre que debajo de su cuerpo voluminoso hay un ser tierno y querible. Como todas las comedias policiales, Grandes espíasarranca en medio de un operativo en un terreno peligrosísimo, permitiendo mostrar así las habilidades y el pragmatismo del héroe de turno. Al buenazo de JJ (Bautista) lo mandan ni más ni menos que a Pripyat, la ciudad abonada cercana a la central nuclear de Chernobyl, para concretar un intercambio como infiltrado con un grupo de traficantes de armas locales. La cuestión no termina del todo bien, y su jefe (Ken Jeong, el coreano limado de ¿Qué pasó ayer?) lo degrada a un puesto de vigilancia pasiva junto a su aparatosa compañera Bobbie (Kristen Schaal). La misión consiste en colocar y observar varias cámaras de seguridad en el departamento donde vive la cuñada y la sobrina de un poderoso mafioso para ver si en algún momento da señales de vida. Pero la pequeña Sophie (Chloe Coleman) descubre una de esas cámaras, abriendo las puertas a la extorsión: si JJ quiere mantener en pie la operación, debe acompañarla a una actividad escolar que estaba a punto de perderse porque, casualmente, mamá justo no podía llevarla ese día. A esa salida obligada le seguirán otras, además de una cena en la que JJ pega onda con la madre. Pero, entre caminatas con helados, charlitas cómplices y algunas prácticas relacionadas con la aplicación de los secretos del espionaje, el agente empieza a involucrarse con esa familia deshilachada, en lo que es el preludio perfecto para la aparición del mafioso. A esas alturas para JJ será una cuestión más que laboral, en tanto a las obligaciones del oficio le adiciona una motivación personal. Algo similar hace el veterano Peter Segal, alguien con probados pergaminos en el terreno de la comedia gracias a, entre otras, La pistola desnuda 33 y 1/3, Como si fuera la primera vez y Súper agente 86, un director acostumbrado a resolver a puro oficio, con timing, sentido cómico y pulso seguro, películas con guiones sin demasiado vuelo. Además, el casting es perfecto: Bautista está ajustadísimo en su rol de grandote pero de buen corazón, Coleman, de apenas once años, tiene un carisma indudable, y los personajes secundarios, con Bobbie a la cabeza, son soldados fieles a la causa.
Matías tiene la típica vida de un chico de clase media de 19 años. Sus días pasan entre juegos con amigos, charlas con su novia y largas horas tocando la guitarra en su habitación mientras sueña con viajar a España para probar suerte en la música, algo que al padre (Rafael Spregelburd) no le gusta pero que la madre (Inés Estévez) apoya. Pero la acción transcurre en Buenos Aires en abril de 1982, y Matías (Juan Grandinetti, uno de los mejores actores de su generación) recibe una convocatoria para enlistarse en las fuerzas armadas y partir hacia la Guerra de Malvinas. El modesto aunque genuino patriotismo inicial mutará en un tironeo interno entre el deber y la conciencia, entre los mandatos familiares y los temores ante la inminencia de un viaje al frente de batalla. Dirigida por Nicolás Savignone, Ni héroe ni traidor se mueve alrededor de la disyuntiva sobre si acudir o no a la convocatoria, una decisión para nada sencilla que involucra también el deseo y la voluntad de sus amigos. En ese sentido, la película es respetuosa de esos jóvenes dubitativos y vacilantes, a quienes muestra atravesados por la contrariedad y el miedo, la adrenalina y los nervios sin caer en el juzgamiento o la bajada de línea.
En el pequeño pueblo francés de Crozon hay un lugar que nadie conoce, la llamada “Biblioteca de libros olvidados”, dedicada a recopilar manuscritos de todo tipo y color que en común tienen el antecedente de haber sido rechazados por las editoriales. Es ahí que una joven editora encuentra una novela trascendental escrita por un tal Henri Pick. La chica compra los derechos para publicarla, pero descubre dos malas noticias cuando quiera averiguar más: la primera es que el autor era un cocinero que murió tres años antes; la otra, que según su viuda jamás leyó un libro y es prácticamente imposible que haya escrito una novela. El reputado crítico literario y conductor televisivo Jean-Michel Rouche (Fabrice Luchini) descree con tanta intensidad de esa historia que ataca duramente a la viuda durante una entrevista, perdiendo así su trabajo y a su esposa. Ya sin nada más que perder, se pone a investigar el origen del manuscrito. A lo largo de ese recorrido, la película de Rémi Bezançon combina en diversas dosis misterio, humor y suspenso. Si bien no todas las subtramas funcionan bien (la relación de la hija de Pick con Rouche, por ejemplo), en los pliegues del relato central asoma una mirada irónica sobre el mundillo literario, siempre en medio de un film amable, dueño de una liviandad generalizada apenas matizada por la tensión ante el misterio central (de allí el título original). El resultado es un relato eficaz y entretenido, además de una velada reflexión sobre el amor por la lectura.
"Familia": la fraternidad de los solitarios Con una pata en la ficción y otra en el documental, el film pone el foco en una sucesión de escenas familiares en las que se manifiesta tanto el tedio como el cariño. Hace poco más de cincuenta años se popularizó un estilo de reportaje en el que el periodista, en lugar de limitarse a narrar lo acontecido desde una distanciada tercera persona, se involucraba directamente en los hechos, llegando incluso a interferir en su desarrollo. Los artículos de ese subgénero, conocido como “periodismo gonzo”, se caracterizan hasta hoy por exudar cercanía y crudeza, por atender tanto al texto como al subtexto y, sobre todo, por esfumar toda frontera entre subjetividad y objetividad abordando lo real a través de recursos propios de la ficción. Edgardo Castro no es periodista sino actor, director y escritor. Pero no uno cualquiera, sino uno que se entrega íntegro a sus trabajos, que pone el cuerpo y su propia experiencia al servicio de sus trabajos: un artista gonzo. Así lo había demostrado en La noche, en la que, basándose en sus notas personales, registraba el tour de force de un hombre –interpretado por él mismo– durante sus rondas sexuales por bares, hoteles alojamientos y boliches porteños. Y así lo hace ahora en Familia, aunque con una tonalidad mucho menos oscura, menos sórdida. Estrenada en la Competencia Argentina del último Bafici, el segundo largo como realizador de Castro arranca con un largo plano fijo que muestra al protagonista (Castro, por supuesto) cortándose el pelo, para luego embarcarse en un largo viaje cuyo destino al principio el espectador desconoce. Con un tempo propio de la primera etapa del llamado Nuevo Cine Argentino, la primera parte del film lo muestra atravesando una buena porción del país a bordo de un auto, con escalas en un santuario del Gauchito Gil, un barcito a la vera de la ruta y un hotel para pasar la noche, todo con una parsimonia evidente en sus movimientos, como si ese hombre en el fondo estuviera disfrutando la intimidad absoluta. Recién sobre el primer tercio del metraje queda claro que el destino final es la casa de Comodoro Rivadavia donde viven sus padres con su hermana. Padres y hermana que son, desde ya, los padres y la hermana de Castro, subrayando así el carácter bicéfalo de un relato con una pata en la ficción y otra en el documental. “¿Me despertás cuando se levante mamá?”, le dice a su hermana apenas llega, en lo que es todo el diálogo entre ambos luego de un buen tiempo sin verse. La comunicación tampoco es muy fluida con mamá y papá básicamente porque ellos están enfrascados en ese mundo hogareño asfixiante del que nunca salen. Es una rutina puertas adentro que arranca pasado el mediodía y que consiste en, básicamente, sentarse a la mesa a la hora de la comida y no mucho más. Por fuera de eso, el único interés de la madre es jugar con el celular y ver la novela El sultán, de la que comparte hasta el detalle argumental más ínfimo con su hijo. A Castro no le importa pero no lo dice, en un solapado gesto de cariño. Mientras tanto, papá –siempre en cuero, siempre sordo– se divierte consumiendo irónicamente el contenido de los noticieros. Esa tele siempre prendida es, pues, el síntoma más evidente de las dificultades comunicativas del clan. A Castro le interesan los universos poblados por seres solitarios aun cuando estén en compañía. Sus personajes son hombres y mujeres ensimismados, rotos, que comparten su tiempo menos por deseo que por obligación. La escenas familiares dibujan una dinámica basada en la sucesión de acciones autómatas. Lo mismo pasaba en La noche, donde Castro practicaba sexo oral con un apremio maquinal, preocupándose menos por el goce que por la aplicación perfecta de su técnica. El gran mérito del realizador es el despliegue del complejo entramado interno de sus criaturas a través de esos rituales en principio vaciados de emocionalidad: si en su película anterior el sexo era el canal para exteriorizar un estado de desamparo absoluto, de necesidad de amor y cariño, aquí los silencios en la mesa y la distancia entre los cuatro personajes desprenden una sensación de tedio y abulia. Pero nunca desesperanza, pues Castro les reserva a todos –incluido él– un desenlace luminoso, atravesado por la fraternidad y el cariño.