“Una película filmada a 4.000 metros de altura y sin conexión a internet”, se lee en la información de prensa de Señales de humo. La frase señala los dos componentes principales de este relato filmado íntegramente en Amaicha del Valle, una pequeña comunidad indígena del norte tucumano donde viven 5.000 habitantes. Uno de ellos es Mario Reyes, a quien el director Luis Sampieri conoció 30 años atrás durante una visita al lugar. Reyes es un veterano arriero y guardaparques, dos oficios que le dan un conocimiento del terreno fundamental para cumplir con el objetivo que motoriza el relato: acompañar a un ingeniero de la compañía de telecomunicaciones a realizar una serie de reparaciones en la antena que provee de Internet al lugar. Pero esa antena está ubicada en lo alto de la montaña, allí donde la tierra se funde con las nubes, por lo que podría definirse a Señales de humo como una road movie a caballo y sobre terreno pedregoso que registra la travesía de estos hombres por la inmensidad del valle tucumano. Un recorrido no exento de contratiempos climáticos y geográficos que los obligará a, entre otras cosas, acampar en medio de la nada, mientras la central telefónica de la empresa estalla con llamados de usuarios molestos por la falta de conexión. Con sus amplios planos panorámicos, y lejos de la contemplación vacía, Sampieri hace de la geografía un protagonista central de este film atravesado por la soledad y las condiciones inhóspitas que deben enfrentar sus protagonistas. Dos hombres en cuya desconexión con el contexto se cifra la alegoría central (y evidente) de un film que tematiza, otra vez, el choque entre modernidad y tradición.
El inicio de El huésped es audaz y natural. Allí se ve a Guido (Daniele Parisi) desnudo y en cuclillas buscando un condón roto dentro de su novia Chiara (Silvia D'Amico) en una escena que abraza la idea de retratar la intimidad más cerrada de la pareja. La naturalidad es uno de los principales méritos de este amable y querible film dirigido por Duccio Chiarini que puede verse mediante la modalidad VOD en la plataforma Eyelet. Guido y Chiara rondan los 40 años y sus caminos empiezan a separarse: mientras él da clases de Literatura en una universidad a la espera de la publicación de un paper que podría darle prestigio y proyección laboral, ella siente el desgaste del paso del tiempo y el tedio de un trabajo que la desaprovecha. Una posibilidad laboral en Canadá asoma como el inicio del fin de una relación. El pedido de “un tiempo” por parte de Chiara obliga a Guido a empezar una vida errante compartiendo techo con padres y amigos. Allí observa distintas facetas de los vínculos humanos, los problemas inherentes a toda relación de pareja y, sobre todo, cómo cada una encuentra la forma de solucionarlo. Podría pensarse en El huésped como el retrato de una generación poco adepta al compromiso y los proyectos a largo plazo. Pero a Chiarini le interesa menos las resonancias sociales que el bienestar de sus personajes, hombres y mujeres sin rasgos heroicos y envueltos en situaciones cotidianas (el cine de Nicole Holofceler asoma como una referencia ineludible) a los que acompaña con el ferviente deseo de que puedan solucionar sus problemas. Comedia amarga antes que “dramática”, El huésped incluye algunas escenas notables, como aquella del reencuentro entre Chiara y Guido, cuyos diálogos erizarán la piel de quienes alguna vez atravesaron una experiencia similar. Y, por qué no, arrancará alguna lágrima en buena ley, sin golpes bajos y efectismos, apenas recortando un fragmento trascendental de una vida igual a tantas otras.
Hace ya casi cuatro años que Albertina Carri presentó Cuatreros, un documental ensayístico que, tomando como punto de partida la figura del legendario “gaucho rebelde” Isidro Velázquez, operaba como vehículo para replicar audiovisualmente el torrente de recuerdos y pensamientos de la directora. Si bien se trataba de un film inclasificable, cercano a la videoinstalación pero armado con herramientas propias del cine, no era una búsqueda novedosa para alguien que, como Carri, ha construido una obra cuya voluntad principal es indagar en los pliegues del pasado. Un pasado personal aunque con resonancias generacionales y en el que lo político es indivisible de lo íntimo. O más: un pasado, legible para ella a través del cine, en el que lo íntimo ES político. Sobre esa misma idea gira Bernarda es la Patria, que nada casualmente tiene a Carri como productora y guionista junto a Diego Schipani, quien aquí también dirige y antes había producido y guionado con ella Cuatreros. El destino de este nuevo viaje comandado por Schipani es el transformismo en la escena under porteña de los ’80, un movimiento tan anárquico y caótico como la película que intenta reflejarlo. Pero no hay datos duros ni bibliográficos, así como tampoco el intento de construir una verdad absoluta. Bernarda… utiliza como pilares las subjetividades de quienes vivieron en carne propia las particularidades de esa época, voces representativas como las Vanessa Show, Fernando Noy, Mosquito Sancineto, Mario Filgueira y Willy Lemos. Es un periodo mucho más recortado en tiempo y espacio que el de Cuatreros. Desde ya que están las inevitables imágenes de archivo caseras (algunas son auténticos hallazgos), así como también las visitas los lugares que fueron y ya no son, como Cemento y el Parakultural. Lo de “ser” es literal. Si durante el casting escucha con atención a cada actor, cuando le toca ensayar, lejos de interpretar, Lemos se apropia del personaje creado por el español, como si en esos parlamentos encontrara resonancias propias vinculadas al dolor de la infancia, a la incomprensión de la adolescencia, a las dudas de su primera adultez. Revelaciones que la cámara escucha con atención, dejándose llevar por el cauce de los recuerdos y reflexiones del actor. Porque Bernarda es la Patria es un registro del pasado pero también del presente, una nueva exploración de la íntima relación entre teatro y libertad. Una libertad creativa pero también identitaria. Ser quien uno quiere ser: pocos actos más libres que ése.
Hay películas que son mucho mejores que lo que la sumatoria de sus partes invita a pensar. Es el caso de Cyrano mon amour, “comedia romántica histórica” que recrea –con todas las libertades habidas y por haber– el proceso creativo de la obra Cyrano de Bergerac durante los últimos meses de 1897. Una obra que, desde entonces, fue representada en los escenarios de todo el mundo más de 20.000 veces. La propuesta, se dijo, no suena muy tentadora. El protagonista es Edmond Rostand (Thomas Solivérès), un poeta y dramaturgo que alguna vez fue promesa pero hace dos años no escribe ni una coma. En plena crisis creativa, recibe la propuesta del reputado actor Constant Coquelin (Olivier Gourmet, a años luz de sus trabajos con los hermanos Dardenne) de escribir una obra romántica a su medida. El problema es que tiene apenas tres semanas para desarrollarla, ya que el teatro donde se presentará está amenazado por una deuda casi impagable. Sin idea alguna de hacia dónde ir ni por dónde empezar, Rostand encuentra inspiración en la joven pretendiente de un amigo, a quien le escribe y recita poemas haciéndose pasar por el otro. Rápidamente se establecerá un triángulo entre aquellos versos, el guión a representar sobre el escenario y los sentimientos de un Rostand que nunca imaginó que estaría donde le toca estar. Cyrano mon amour no es demasiado original ni tampoco está muy preocupada por la verosimilitud. Lo que importa aquí es la profunda convicción del director Alexis Michalik en varios aspectos. Por un lado, en el poder de la fábula como fórmula dramática capaz de emocionar con nobleza a través de un recorrido por lugares conocidos que son construidos y narrados como si se tratara de una primera vez. Y, por el otro, la convicción de que la palabra es un componente fundacional de aquello que llamamos química. No parece casual que los diálogos fluyan con la velocidad de una screwball comedy, subgénero en el que la palabra es protagonista central. Michalik podría haber optado por un tono académico con diálogos altisonantes y presumidamente importantes, y una puesta en escena de qualité que se regodee en la recreación histórica. Nada más alejado. El director construye una película liviana, fresca y feliz, genuinamente preocupada por los sentimientos y emociones de esos personajes cada cual más querible que el anterior. Si hasta los acreedores de la deuda se hacen querer a fuerza de simpatía y varias escenas humorísticas. Película de una inocencia anacrónica, Cyrano mon amour divierte con ganas y asoma con un paréntesis para olvidar durante un par de horas los pesares de un mundo en crisis. Porque el cine puede ser muchas, entre ellas un escape. Que así sea.
Durante gran parte de 2019 el realizador Miguel Baratta siguió el trabajo de los alumnos de una cátedra de Morfología de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires con el objetivo de indagar en las motivaciones detrás de las creaciones artísticas presentadas durante el ciclo lectivo. El resultado de esa experiencia es el documental Escondido, que desde jueves 18 podrá verse en VOD. La dinámica del documental es sencilla: a una secuencia de una clase le sigue la entrevista a cámara de algún alumno o artista que cuenta la estrecha relación entre las obras y los universos personales de los creadores. Durante poco más de una hora se entreveran recuerdos y relatos que abarcan desde la Guerra de Malvinas hasta el Holocausto, pasando por la última dictadura militar y la Conquista del Desierto. De indudable interés para los conocedores de la arquitectura y el diseño, el problema con Escondido es que se choca con la complejidad de una disciplina compuesta con partes iguales de subjetividad artística y lógica matemática como la morfología, una disciplina que se ocupa del estudio y la descripción de las formas externas de un objeto. El resultado es un film gélido y distante.
“A veces me pregunto si realmente soy una buena esposa”, dice Rosa (María Soldi) durante una de sus habituales confesiones en la Iglesia de su barrio de la provincia de Buenos Aires. Ella es una joven costurera, amante de las novelas policiales, casada con un hombre del que siente cada vez más lejana debido a que su militancia política lo lleva a ausentarse durante largas horas de su casa. Un tiempo difícil para la militancia y el ejercicio del catolicismo: mediados de 1955, meses antes del derrocamiento de Juan Domingo Perón. Basada en la obra La Rosa, del dramaturgo santafesino Julio César Beltzer, Algo con una mujer es una propuesta anómala para un cine independiente argentino que suele mirar el pasado a través de documentales centrados en las experiencias personales de sus responsables o de quienes lo vivieron. Lo es también por su ambiciosa dirección de arte y ambientación, dos elementos que los directores Mariano Turek y Luján Loioco utilizan de manera pragmática, priorizando la pertinencia antes que el regodeo visual. La monótona vida de esa mujer sometida a los mandatos de aquellos años da un giro de 180° cuando presencia un brutal crimen. ¿Quién fue el responsable? ¿Por qué no denunció el hecho ante las autoridades? El guion, aunque por momentos demasiado anclado en sus orígenes teatrales, logra hacer de Rosa un personaje ambiguo. Sucede que ella es la protagonista de su propio policial, alguien capaz de hacer todo lo que esté a su alcance por ganarse el respeto de su marido pero también de moverse como una observadora silenciosa del comportamiento de su entorno. En la complejidad de esta mujer anida el principal mérito de este interesante film que mixtura el modelo narrativo de los domestic noir con el de los melodramas de la época.
Sobre la costa portuguesa se levanta un majestuoso escenario con el océano Atlántico de fondo. Se trata del epicentro de un festival de música donde desfilan bandas de diferentes estilos y procedencias, incluyendo una cuyos sonidos resultarán indudablemente familiares para un oído latinoamericano. Allí, en pleno corazón de Europa, a miles de kilómetros de nuestro continente, hay una banda que toca cumbia. Y un público que baila. Uno de los integrantes de ese grupo es el también realizador Pablo Ignacio Coronel, el mismo que se propuso indagar en la movida tropical nacional en el documental Cumbia la reina (2015). Es un hombre que pasó de probar suerte en Europa a recorrer gran parte del mundo con la banda. Durante ese tiempo observó que en cualquier lugar, hasta en países con una cultura alejada de los parámetros occidentales como Japón, la cumbia se baila con la familiaridad de lo autóctono. “¿Qué tiene la cumbia para provocar esta energía contagiosa, pacífica y alegre?”, pregunta la voz en off del realizador que guía el cauce narrativo de Cumbia que te vas de ronda. Para encontrar una respuesta arma un equipo técnico integrado por músicos con el que inicia un viaje hacia los orígenes de uno de los ritmos indisociables de la cultura latina. Que Coronel y su equipo sean músicos explica los méritos y errores de este documental. Por un lado, es evidente que el motor principal del proyecto es la pasión y, por lo tanto, hay una vocación genuina por llevar adelante la investigación, por indagar en los pliegues de la historia, por conocer los secretos de un fenómeno de masas. Para eso cuenta con testimonios de grandes referentes de Colombia, México, Bolivia y la Argentina, con quienes Coronel y compañía aprovechan para ensayar unos compases. Pero es por esa pasión que Cumbia que te vas de ronda se vuelve por momentos caótica y derivativa, más centrada en el disfrute personal de sus responsables que en la articulación de un relato sólido. No le hubiera venido un poco más de orden, un pulido narrativo que permitiera sacar mejor provecho del material de archivo y periodístico. De todas maneras, y aun con esos reparos, Cumbia que te vas de ronda no deja ser una más que interesante aproximación a una movida menospreciada por aquellos sectores intelectuales que piensan que popular es una mala palabra.
La fiesta silenciosa es una película desconcertante. Lo que arranca con el registro sutil de los nervios y la incertidumbre de una mujer durante el día previo a su casamiento, termina con una creciente espiral de violencia que pone a ella -y al espectador- en un lugar moralmente incómodo. A fin de cuentas, el debate sobre la justicia por mano propia atraviesa a todas las sociedades modernas y ha sido una de las recurrencias históricas del cine norteamericano. Todo arranca cuando una pareja (Jazmín Stuart y Esteban Bigliardi) llega a la coqueta estancia donde vive el padre de ella (Gerardo Romano, con una calvicie artificial inexplicable) y al otro día realizarán la ceremonia. A los reparos iniciales de él ante el hecho de que el padre se haga cargo de todos los gastos, se suma un evidente nerviosismo por parte de ella frente al ajuste final de los preparativos. En medio de la noche, mientras su futuro marido duerme, ella decide asomarse a la casa de enfrente, donde encuentra una particular fiesta silenciosa en la que todos los invitados bailan con la música de sus auriculares. No tardarán en llegar los coqueteos con uno de los jóvenes del lugar. Un coqueteo que tendrá consecuencias que no convienen adelantar. Sí puede decirse que nada -la vida de los protagonistas, la película- volverá a ser como antes luego de lo que vendrá. Los directores Diego Fried y Federico Finkielstain se manejan muy bien y con soltura en ambos registros, en especial durante la segunda mitad de un metraje que se ubica en la tradición de aquel cine de los años '70 concentrado en tiempo y espacio en el que una situación normal es interrumpida por un hecho violento que los implicados responden con una violencia aún mayor. Con un buen manejo del suspenso y notables actuaciones del trío protagónico, La fiesta silenciosa se erige como un thriller con resonancias sociales cuyo punto de vista -el de la víctima- dota al relato de una bienvenida ambigüedad moral. Cada espectador elegirá de qué lado ubicarse.
En tiempos en que la mayoría de las películas parecen hechas para sedar al espectador haciéndolo sentir confortable, sobreviven un puñado de producciones que ensayan el camino opuesto; esto es, lo confrontan con sus convicciones, con su manera de ver el mundo, con las creencias adquiridas. A este último grupo pertenece La chancha, un durísimo y atrapante film autobiográfico de Franco Verdoia (codirector junto a Pablo Bardauil de La vida después). La chancha es una película de silencios y miradas, de suposiciones y sugerencias que inquietan. Pero al comienzo es distinto. Todo arranca con el viaje vacacional de Pablo (enorme trabajo de Esteban Meloni) junto a su mujer e hijo brasileños (Raquel Karro y Rodrigo Silveira). Hace un buen tiempo que este hombre radicado en Porto Alegre no vuelve a la pequeña localidad cordobesa de Las Varillas, la misma en la que pasó su infancia y primera juventud. Pero lo que debía ser un momento de paz y tranquilidad se transforma en un auténtico tormento luego de que Pablo descubra que en esa misma posada está parando un hombre de su mismo pueblo (un Gabriel Goity perfecto en su carácter desagradable y repulsivo) junto a su pareja. Es evidente la sorpresa de ambos ante un encuentro tan inesperado como poco deseado. De allí en más, la película muestra la interacción de ambas parejas a lo largo de varios días durante los que la tensión entre esos hombres aumentará hora tras hora, más allá de sus visibles esfuerzos para hacer como si nada pasara. Se sabe que hay algo en el pasado en común que los atormenta, que preferirían olvidar pero que ahora, frente a frente, los corroe por dentro. Pero, ¿qué? En ese vacío informativo anida el núcleo central de una incomodad que no hará más que crecer escena tras escena, al tiempo que la atmósfera pacífica del lugar se convierte en un terreno fértil para que el débil equilibrio de Pablo empiece a tambalear. Verdoia no es de esos directores que necesiten levantar el dedo para gritar sus verdades. Por el contrario, su película hace de la economía narrativa una norma, depositando en ese pasado fuera de campo todos esos demonios que, más allá del paso del tiempo, todavía están más vivos que nunca.
Paulo es un taxista que recorre noche a noche las calles de Río de Janeiro a bordo de un vehículo alquilado. A lo largo de esas extenuantes jornadas laborales se cruza con varios síntomas de una violencia social creciente, desde mensajes de radio anunciando asesinatos a colegas hasta la presencia de algunos pasajeros agresivos. Es un contexto que permeará el estado de ánimo de un hombre que, además, hace un buen tiempo que no puede ver a su hijo porque su mujer lo ha denunciado por no pasarle dinero. Dirigida por Eryk Rocha (hijo de Glauber) y seleccionada para la Competencia Vanguardia y Género del BAFICI 2020 que debió cancelarse por la pandemia del Coronavirus, esta coproducción entre Brasil y la Argentina continua con la aparición de un interés romántico encarnado en la figura de una amable enfermera que Paulo levanta en la puerta de un hospital. Con ella se abrirá una subtrama con las historias íntimas de esos seres solitarios y cacheteados por distintas situaciones. Miragem ofrece, entonces, dos películas en una. Por un lado, el registro claustrofóbico de la rutina de un hombre silencioso que trabaja en modo automático, como si estuviera alienado. Aquí Rocha hace gala de un manejo extraordinario de los espacios asfixiantes del taxi, a la vez que logra puntear sin subrayados un estado social de crisis y preocupación. La otra película se vincula con la relación entre Paulo y la enfermera, una línea que avanza a través de lugares comunes y un contrapunto constante entre ambas personalidades. Esta parte es un drama romántico más bien convencional, sin demasiado vuelo ni ideas, pensado para intentar darle espesura emocional a dos protagonistas que resultan más atractivos cuando los envuelve el misterio.