"Unidos", un Pixar sin brújula La nueva película del estudio de la lámpara saltarina está lejos de los niveles de creatividad que supo exhibir el estudio, ahora abducido por los estándares sentimentales de Disney. La secuencia introductoria de Unidosmuestra un pasado repleto de magia y fantasía, un mundo poblado por hadas, elfos y dragones en libertad que se contrapone a un presente en el que aquellas criaturas olvidaron su carácter mitológico para convertirse en seres integrados al escenario urbano y tecnológico. Más allá del efecto cómico que puede generar ver a unos unicornios peleando por los restos de comida de un tacho de basura como perros callejeros, o que un pequeño dragón haga las veces de mascota, no hay demasiada sutileza a la hora de trazar los contornos de ese juego de espejos entre ambas temporalidades. Tampoco habrá sutileza en todo lo que sigue. Hace un buen tiempo que Pixar anda con la brújula desimantada, como si la sobreexplotación de secuelas de los últimos años hubiera adormecido la capacidad creativa de uno de los estudios más importantes de la historia del cine. En ese sentido, un punto a favor es la apuesta por la creación de un universo propio y nuevos personajes, algo que dice menos sobre la película en sí que sobre el estado de una industria muy cómoda en sus tópicos habituales. El segundo largometraje como director del animador Dan Scanlon luego de Monsters Universitypropone un relato que, como Coco, aborda el peso de las tradiciones y cómo ellas muchas veces chocan con los mandatos modernos, celebrando de paso los valores de la familia, en lo que es el primer tópico que hace de Unidos la película de Pixar con más espíritu Disney desde Un gran dinosaurio. Aquí hay una familia de elfos incompleta, en tanto papá murió hace años y desde entonces solo quedan mamá y dos hijos adolescentes, a los que luego se sumó un centauro policía como padrastro. El menor se llama Ian, está a punto de cumplir 16, es dueño de una timidez galopante y no llegó a conocer al padre, cosa que sí hizo Barley, el mayor. Antes de morir dejó instrucciones para que, una vez que los dos hayan soplado las 16 velitas, la madre les dé un regalo que junta polvo en el altillo. Ese regalo es un bastón, un diamante y una serie de instrucciones para, magia mediante, traer nuevamente a papá durante un día. El vacío de la ausencia, entonces, como motor narrativo: segunda marca Disney. Barley es un gordito freak amante de las leyendas, y por eso mismo no duda en empuñar el bastón y decir las palabras que supuestamente disparan el hechizo. Pero nada. Distinto será cuando las diga Ian: sin saberlo, el muchachito es heredero de las tradiciones, alguien capaz de vehiculizar la ligazón entre ambos mundos. El problema es que con el diamante apenas reconstruyen las piernas y la cadera, situación que obliga a los tres (o dos y pico, teniendo en cuenta que a para le falta más de medio cuerpo) a partir en búsqueda de un segundo diamante para completar el truco y, ahí sí, pasar unas horas con el hombre revivido. Pero primero deberán camuflarlo poniéndole un tren superior hecho de almohadas y sábanas, dando pie a varias situaciones cómicas basadas en la nula estabilidad del cuerpo ficticio. Quienes hoy superen los 30 años recordarán aquella comedia que tuvo un millón de pasadas durante las tardes de Telefe de principios de los ’90 llamada Fin de semana de locura, en la que dos muchachos intentaban disimular la muerte de su jefe llevándolo con ellos como si estuviera vivo y moviéndolo con sogas y poleas. Un método similar aplican los hermanos, con la salvedad que lo hacen tres décadas más tarde: la originalidad, entonces, habrá que buscarla en otro lado. Unidos abraza el modelo de las road movies poniendo a sus personajes en la ruta con el objetivo de llegar en tiempo y forma al lugar donde supuestamente está el diamante. Más allá de las referencias a Indiana Jones con la clásica secuencia que culmina con el rescate de un objeto justo en vísperas de la clausura de la puerta de una cueva, la aventura no es precisamente el fuerte de un guión en el que los conflictos se resuelven a pura magia. Aquí sucede lo mismo que con muchas películas que confunden lo fantástico con lo arbitrario: siempre hay algún truco, alguna frase, alguna vuelta de tuerca que cuadra perfecto con las necesidades de los chicos. Si hay un pozo sin fondo, pues que con el bastón se pueda caminar en el aire. Si los para la policía, entonces que les permita “camuflarse” detrás de una falsa imagen del padrastro policía. Es cierto que el guión escrito a seis manos por Dan Scanlon, Jason Headley y Keith Bunin tiene ritmo. Como también que probablemente el público más bajito disfrute de cabo a rabo a estas criaturas bellas aun en su fealdad. Pero sobre la última parte Unidos se arroja de cabeza al terreno del sentimentalismo más burdo y evidente, incluyendo el típico recurso del protagonista que, al leer una carta, resignifica situaciones recientes -que la película se encarga de mostrar, como para que quede bien clarito todo- que terminan dando vuelta como una media sus sentimientos. Pixar es una de las usinas de mayor talento en Hollywood, un estudio cuyas películas son capaces de emocionar a públicos de todas las edades, de todos los estratos sociales, de todas las culturas. Esa capacidad es una virtud extraordinaria, siempre y cuando la emoción parta de una búsqueda genuina y no de un cálculo matemático. A Unidos se le notan demasiado las costuras, aquellos puntos en los que se espera que la platea se conmueva, como si aquí la prioridad máxima sea arrancar lágrimas a como dé lugar. Una idea que está bien lejos de las mejores épocas del velador saltarín.
Guy Ritchie pasó la última década dirigiendo películas para los grandes estudios, como por ejemplo Sherlock Holmes (2009), El Agente de C.I.P.O.L. (2015) y Aladdín (2019). Si bien las huellas de su estilo visual eran visibles aun cuando se trataran de proyectos por encargo, el cineasta británico ensaya un regreso (¿tardío?) a las fuentes con esta comedia de gangsters canchera y presumidamente cool. El protagonista de Los caballeros es Mickey Pearson (Matthew McConaughey), un poderoso narcotraficante de marihuana norteamericano asentado en Inglaterra que piensa en retirarse para pasar más tiempo con su esposa. Su idea es vender el emporio a un comprador local (Jeremy Strong) a cambio de la nada despreciable suma de 400 millones de libras, pero la aparición de la banda encabezada por Rey George (Tom Wu) hará que las cosas no salgan como Mickey esperaba. La acción tiene múltiples subtramas que incluyen idas y vueltas temporales, además de las inevitables revelaciones que constantemente pondrán en duda todo lo anterior y una galería de personajes tan superficiales como coloridos; como, por ejemplo, el entrenador a cargo de Colin Farrell, quien encabeza una banda de ladrones con intereses en el negocio de las plantas. Otros interesados en quedarse con una porción del botín son, entre otros, un investigador privado con aspiraciones de guionista (Hugh Grant) y el editor de un diario. Debe reconocérsele a Ritchie el buen manejo de los hilos narrativos para que los personajes y sus historias no sean confusas. Historias que, tal como ocurría en Juegos, trampas y dos armas humeantes y Snatch: Cerdos y diamantes, las dos películas que lo volvieron conocido, no son demasiado profundas, dado que aquí importa más el lustre visual que el núcleo humano y el verosímil interno. El resultado es un film atrapante y entretenido, por momentos gracioso y por otros excesivamente pícaro, en el que se luce un elenco repleto de grandes nombres, pero que también deja una sensación de cansancio, como si el británico aspirara a que los 20 años que separan a Los caballeros de sus primeras películas jamás hubieran existido.
"El llamado salvaje": yo soy tu amigo fiel Sin correrse demasiado del subgénero de películas protagonizadas a partes iguales por perros y humanos, el film de Chris Sanders se apoya en un perfecto CGI y el oficio del veterano actor. Las películas sobre relaciones entre perros y humanosconforman un subgénero con sus propios códigos. Con la rotación en canales de aire durante las tardes domingueras de verano como destino inexorable, casi todas repiten la presencia de un protagonista solitario lastimado por el pasado –casi siempre interpretado por algún galán maduro como Richard Gere, Dennis Quaid o, como en este caso, Harrison Ford- cuya vida cambia radicalmente ante la aparición del canino. Suelen seguir arcos narrativos que pueden incluir o no algunas situaciones cómicas, pero más temprano que tarde terminarán arrojándose de cabeza al drama lacrimógeno. Allí están, entre otras, Marley y yo, Siempre a tu lado o las recientes La razón de estar contigo y Mi amigo Enzo, nómina a la que desde este jueves se suma El llamado salvaje, un film producido por el flamante 20th Century Studios, bautizado así luego de la compra de Fox por parte de Disney. Buck es un gigantón mezcla de Pastor y San Bernardo que vive muy tranquilo, al cuidado de una familia en un caserón del sur estadounidense. La escena introductoria lo presenta haciendo lo que hacen los perros en las películas de perros: rompiendo cosas con la cola, llevando el diario a su dueño, babeando como un paciente psiquiátrico sobremedicado, despertando a los chicos con saltos en la cama. No es un arranque muy auspicioso que Buck sea una suerte de Scooby-Doo ni que esté creado a través de capturas reales y efectos especiales. A la película le cuesta congeniar ambos métodos, generando una heterogeneidad visual que dificulta “entrar” en el verosímil del relato. De todas maneras, el resultado es más coherente que en El Rey León, donde el fotorrealismo digital la acercaba más a un documental de Animal Planet que a una película. Se agradece, además, que los perros, si bien representan sentimientos humanos, no hablen sino que se comuniquen a través de gestos y miradas. El asunto se complica para el buenazo de Buck cuando un grupo de ladrones lo secuestra para venderlo a los exploradores que, a fines del siglo XIX, época en la que transcurre el relato, viajan hasta el norte del continente en busca de oro. Buck, perro enorme pero de patas delicadas y alimentación balanceada, terminará integrando el equipo de canes que tracciona el trineo del correo. Un trabajo al principio difícil, pero que nuestro héroe empezará a disfrutar a medida que los viajes se vuelvan cotidianos. El problema es que el líder de la jauría es un siberiano negro y de mirada penetrante que no está muy contento con la fuerza y el poder del recién llegado. No es descabellado pensar que la resolución de este conflicto perruno, con el villano filmado en contrapicado en medio de una noche oscura, es la que debería haber adoptado Disney para El Rey León versión 2019: el siberiano es un ser tanto o más detestable que Scar (el tío de Simba y autor intelectual del asesinato de Mufasa) aun cuando no diga ni una palabra. Desde esa pelea en adelante, Buck asume un liderazgo solo interrumpido por el fin del servicio postal en trineo ante la inminente llegada del telégrafo. Los perros pasarán a manos de un malvado buscador de oro, hasta que entra en escena John Thornton (Ford), que llegó hasta Alaska aquejado por los recuerdos de su hijo fallecido y su esposa. Basta haber visto un par de películas con perros –y recordar la traducción regional del título original- para presumir que, efectivamente, entre los dos surgirá una amistad. Con los viajes de la dupla por terrenos inexplorados, El llamado salvajeadquiere una suave tonalidad de aventura decimonónica a la que entrevera una buena cantidad de situaciones sentimentaloides, hasta amarrar en un puerto donde los espectadores son recibidos con una cajita de pañuelos.
"Ya no estoy aquí", personajes en los márgenes El director mexicano examina y expone los fragmentos de una vida sin artilugios, ni grandilocuencias, ni apremios narrativos. Las luces de alerta se encienden ante una película sobre el desarraigo de un adolescente mexicano obligado a cruzar ilegalmente la frontera con Estados Unidos luego de tener problemas con un cartel narco: no es descabellado imaginar una historia que mezcle miserabilismo for export, denuncia social, una corrección a prueba de toda lógica dramática y el mesianismo de un director convencido de que la silla plegable es un púlpito desde el cual decir sus grandes verdades. Pero Fernando Frías de la Parra –un nombre a tener muy en cuenta de aquí en adelante– sabe que el mejor cine político es aquel que no necesita gritar y entiende que sus ideas se desprenden del accionar de sus personajes, de la puesta en escena, de una decisión estética que evada el registro urgente, sucio y “realista” asociado a este tipo de películas. Quizá por eso el recorrido de Ya no estoy aquíen festivales europeos fue prácticamente nulo. Sí pasó por el Festival de Mar del Plata, aunque en la sección secundaria Nuevos Autores. Merecidísimo el rótulo de autor para Frías de la Parra, alguien que firma mientras filma, aun cuando su película tenía condiciones de sobra para competir en los apartados principales. Ya no estoy aquí tiene la misma convicción de ese cine independiente estadounidense que se hace lejos de la lógica de Hollywood. Un cine que examina y expone los fragmentos de una vida sin artilugios, ni grandilocuencias, ni apremios narrativos. A la manera de Sean Baker en toda su filmografía pero en especial en Prince of Broadway(2008), los personajes se mueven en los márgenes, en un ámbito de violencia constante y con pocas oportunidades para salir adelante, que sirve como contexto para observar los ritos y costumbres que fungen como pilares constitutivos de una identidad grupal a la vez que personal. Todo transcurre en las montañas de Monterrey, al norte de México, donde los narcos se expanden como el coronavirus por Europa, timoneando la economía local y satisfaciendo necesidades que el Estado no puede -¿no quiere?- satisfacer. Los jóvenes, en su mayoría provenientes de entramados familiares complicados, vagabundean de sol a sol, contenidos por sus grupos de pertenencia. Pero la tentación de dejarse abrazar por los tentáculos de los carteles locales, con sus promesas de lujo, bienestar y mujeres, está presente. La banda de Ulises se llama Los Terkos y sus integrantes se distinguen por sus ropas holgadas y peinados con forma de casco de soldado romano, esto es, una cresta vertical en el centro de la cabeza, nucas rapadas y los cabellos laterales alisados cubriendo las orejas. Se autodenominan “kolombianos”, por pasarse días escuchando cumbia ralentizada. Tanta cumbia escuchan, que hasta parecen habitarla, volverla física, ya sea en fiestas bailables o en los restos de ese edificio a mitad construir al que llegan para experimentar una libertad que difícilmente consigan al ras de la piso. Una libertad de letras tristes y melancólicas dedicadas a un pasado que los chicos no conocieron pero que igual añoran y que le permite a Frías de la Parra lograr momentos de indudable belleza e intimidad. Hasta que un malentendido con ese cartel obliga a Ulises a escapar a Nueva York, en un viaje que será cualquier cosa menos fácil. Parra elude las postales turísticas de la Gran Manzana para internarse en una zona de clase media-baja laburante de Queens donde conviven diversas corrientes inmigratorias y un crisol de acentos. Un país nuevo, sin amigos, familia ni papeles, con pocas posibilidades de volver (“Si venís, olvídate de mí”, le dice muy dulcemente la madre durante una llamada desde el exilio) y ni media palabra de inglés en su vocabulario: difícilmente alguien podría esperar una llegada menos auspiciosa. Más de un ojo entrenado esperará una sobredosis de sordidez y violencia. Pero no, por el contrario, con la llegada de Lin –la nieta de 16 años del chino que comanda un minimercado– el mexicano rumbea hacia una luminosa fábula de aprendizaje y maduración, abrazando así el género “coming of age” y llevando a Ulises a la última parte de un viaje luego de un viaje que lo convertirá en alguien totalmente distinto al que era. Notable reflexión sobre las repercusiones de la violencia en la juventud y la cultura, Ya no estoy aquí termina, como no podía ser de otra manera, con una buena cumbia al palo.
La historia del hombre adinerado, poderoso y con el corazón roto que se enamora de su luminosa, vital y soñadora empleada doméstica es de las más trajinadas en las pantallas chicas latinoamericanas, con su larga tradición de novelas y culebrones realizados desde México hasta la Argentina. Sobre una matriz similar, pero en la lejana y exótica India, está hecha Querido señor. La película de Rohena Gera se nutre, por un lado, del infranqueable sistema de castas y clases sociales que rige aquel país asiático y que conforma una brecha de desigualdad mucho mayor a la de esta región. Por otro, del ideario telenovelesco toma su fábula romántica imposible entre dos protagonistas bien contrastados. El hombre se llama Ashwin y tiene una cuenta bancaria abultadísima y un reciente fracaso amoroso a cuestas, con plantón a metros del altar incluido. En su casa trabaja como empleada Ratna, que enviudó joven y vive lejos pero mantiene un carácter jovial y optimista, al tiempo que sueña con incursionar en el diseño textil. Son, en fin, dos seres solitarios que buscarán en el otro todo el afecto que les falta. Desde ya que los méritos de Querido señor no hay que buscarlos en su originalidad o en los matices emocionales de sus protagonistas, dos personajes cortados con una tijera usada. La directora Gera sabe que tiene entre manos un material peligroso y harto conocido, y resuelve el problema a través de una narración elegante y fluida, lanzándose de cabeza a la emocionalidad de un romanticismo cuyas coordenadas pueden sonar algo perimidas, pero mantienen la eficacia de siempre.
Esta nueva adaptación de uno de los clásicos de los hermanos Grimm llega con varias modificaciones acordes a los tiempos que corren. La más visible es un título que alteró el orden de los protagonistas, lo que denota las intenciones del director Oz Perkins (el hijo de Anthony Perkins) de situar el punto de vista en los ojos de ella. Sin embargo, Gretel & Hansel: Un siniestro cuento de hadas es otra de las tantas películas de terror fácilmente intercambiables que pueblan la cartelera comercial. Desde la secuencia introductoria queda claro que la originalidad, más allá de esa visión de Gretel como una adolescente empoderada, no será uno de los puntos fuertes de la película. Allí se cuenta la leyenda de una niña cuya vida es salvada por una hechicera y adquiere una serie de poderes sobrenaturales que la aíslan de su entorno, obligándola a atraer chicos y chicas para no quedarse sola. Tiempo después, Gretel (Sophia Lillis, vista en It / Eso) y su hermano Hansel (Sammy Leakey) son echados de la casa de su madre debido a que no tiene medios para mantenerlos, por lo que terminan caminando solos por el bosque en busca de techo y comida. Desoyendo las advertencias de un cazador, los chicos entrarán a la casa de aquella muchachita hechizada devenida en anciana solitaria, quien les ofrece un banquete imposible de rechazar. El resto es historia conocida. La eficacia de Gretel & Hansel... radica más en un acertado uso de la fotografía y el diseño de producción que en la potencia de una historia atrapante que pueda ir más allá de la media del género. El resultado es un film visualmente volcado a la construcción de una atmósfera siniestra y pesadillesca, en especial gracias a esos contrastes con que iluminan a los personajes, aunque narrativamente convencional y con pocas ideas para el desarrollo de sus personajes. Así, lo que debía ser un tétrico y gótico relato madurativo termina como una película de terror limitada a generar sustos a través de recursos demasiado trillados, como por ejemplo esos clásicos e inevitables golpes de sonido.
"Sonic - La película": la Sega continúa Rival de Mario Bros en los albores de los videojuegos infantiles, la criatura azul reaparece ahora en pantalla grande, vaya a saber por qué. Sonic tuvo su primer videojuego en 1991 de la mano de Sega, quien lo adoptó como insignia para competir mano a mano con el éxito de la compañía rival, y quizás la figura más representativa de la historia de los 8 bits, Mario Bros. Desde entonces apareció en una veintena de juegos de las distintas evoluciones de la consola, además de varios cómics, dibujos animados y libros, convirtiéndose así en una criatura icónica del entretenimiento infantojuvenil de fines de los ’90. Por esos años Hollywood ya había trabado relaciones con el universo gamer para explotar en la pantalla grande a sus figuras más importantes: mientras los cartuchos con las aventuras del erizo azul híper veloz pasaban de Sega en Sega, las troupes de Street Fighter, Mario Bros y Mortal Kombat, entre otros, saltaban al cine. Pero a Sonic le llega el turno recién ahora, cuando su fama ha menguado y está lejos de ser quien era. Lo mismo que Jim Carrey, al que hace rato le pasó su momento de gloria. Sonic, entonces, como un remedo tardío del milenio pasado, como una película que tendría que haberse filmado veinte años atrás. La dinámica del juego era, como todas en esa época, sencillísima, y consistía en el erizo sorteando distintos obstáculos mientras recolectaba monedas de oro para pasar al siguiente nivel. Quienes se acerquen a Sonic - La películacon la esperanza de reencontrarse con alguno de esos tópicos o diseños, que por favor se abstengan. De todo eso queda apenas el color azul del mamífero con púas y el extravagante vestuario del malvado Dr. Robotnik, con ese bigote ancho, digno de un General de la Primera Guerra Mundial, montado sobre el rostro de un Jim Carrey igual de desatado que en sus épocas de Ace Ventura. Como ocurre en prácticamente todas sus películas, el protagonista de La máscarano es centrífugo, no empuja hacia afuera ni distribuye, sino que aprovecha cada aparición para llenar la pantalla con las mismas morisquetas de siempre, como si la propia película quisiera marcar su pertenencia a otra época aun cuando apele a la batería habitual de efectos digitales contemporáneos. De todas formas, Carrey no solo no molesta –para muchos su sola enunciación genera hartazgo– sino que, por el contrario, asoma como la elección perfecta, en tanto su registro caricaturesco le calza justo al villano perseguidor. A cambio de las pautas originales, lo que hay aquí es un relato típico de película familiar e inofensiva, con un humor ATP y mensajito sobre la importancia de la amistad incluido,que arranca cuando Sonic debe huir de su planeta por razones de fuerza mayor. Una década más tarde, el bichito vive en una cueva en la Tierra, oculto de los humanos y con una soledad cada vez más pesada. El gobierno descubre que algo raro está pasando en ese pequeño pueblo de Oregon, y contrata a Robotnik para que ponga su arsenal hi-tech al servicio de la búsqueda. Pero justo cuando está por encontrarlo, Sonic cae en la casa de un policía a punto de conseguir un pase a las fuerzas de San Francisco (James Marsden, de X-Men). Obviamente el muchacho pasará del rechazo a la ayuda incondicional en un par de escenas, uniendo su fuerza a la de Sonic para vencer al villano, en un recorrido mucho menos sorprendente que el del videojuego.
Otra comedia de enredos menores con un matrimonio de jubilados franceses con mucha, mucha plata. El molde de ¡Por fin solos! resulta conocido porque ha sido usado varias veces antes, casi siempre mejor. Nada malo con una película limitada a replicar fórmulas gastadas. El problema es cuando esa replicación se hace a desgano y de modo automático, apelando a chistes que parecen sacados de un programa de la televisión argentina de los años ’90. Basada en un libro de Guillaume Clicquot,¡Por fin solos! tiene como protagonistas a Philippe (Thierry Lhermitte) y Marilou (Michèle Laroque) y arranca en los últimos días laborales de la mujer. Luego, piensan, vendrá la jubilación y un merecido retiro panza arriba bajo el sol de Portugal, un plan que empezará a peligrar cuando sus hijos –uno de los cuales anuncia su paternidad el mismo día que ellos pensaban anunciar su viaje– quieran usarlos para cuidar a los nietos. Pero a Philippe y Marilou el plan no les satisface demasiado y, por lo tanto, harán lo imposible para liberarse de la familia. El director Fabrice Bracq no tiene mucha imaginación para pensar de qué manera podrían hacerlo y se limita a acumular, con poca eficacia humorística, situaciones que filma con las formas más perezosas de la comedia televisiva. ¡Por fin solos!, entonces, ofrece poco más que humor gastado, de salón y reiterativo (hay cuatro chistes sobre un aparato que llama automáticamente a los médicos ante una emergencia), una casa de lujo para deleitar a la cámara y un matrimonio en lucha por lo que ellos piensan que es la libertad.
"Aves de presa": muñeca brava Harley Quinn, única novia conocida del archienemigo de Batman, es una de los pocas criaturas de DC que pasó de la pantalla a las viñetas y no al revés. No hay temporada de Oscar que pause el mundo de los superhéroes. Mientras Marvel ultima detalles de Viuda Negra, el arranque de la fase 4 de su Universo Cinematográfico luego de la clausura de la 3 marcada por Avengers: Endgame, desde la vereda de enfrente DC mueve las piezas con la película inmediatamente posterior a ese impensado éxito comercial, de crítica y premios –tiene once nominaciones para el Oscar del próximo domingo– que fue Guasón. Y como aquí parece que todo queda en familia, el honor recae en Harley Quinn, única novia conocida del némesis de Batman y cuya primera aparición data de un episodio de la serie animada del hombre murciélago de septiembre de 1992, para llegar al cómic un año más tarde: es, pues, una de los pocas criaturas de DC que pasó de la pantalla a las viñetas y no al revés. Pero ese origen no impide que el primer protagónico de esta muchachita de tez blanquísima, maquillaje desalineado, cabellera multicolor y atuendos estrafalarios, titulado con el kilométrico Aves de presa (y la fantabulosa emancipación de una Harley Quinn), siga a pies juntillas los tópicos habituales de las películas que operan como lo que podría ser, siempre y cuando la taquilla acompañe, el inicio de una saga. De aquella reunión de consorcio de hombres y mujeres encapotados, en su mayoría con problemitas en la cabeza, que fue Escuadrón suicidaemergió esta versión de Quinn a cargo de la australiana Margot Robbie, a quien últimamente se la ve hasta en la sopa. Es cierto que no hacía falta demasiado, pero debe reconocerse que Aves de presa es una obra maestra al lado de esa película. Aunque recurra a algunas escenas rodadas para aquella ocasión, el film de Cathy Yan intenta despegarse lo más posible de su predecesora apelando a la coherencia interna, la homogeneidad, a una idea estética definida y un horizonte narrativo claro aunque limitado. Hay apenas una enumeración somera de las vivencias de esa ex psiquiatra que cayó en las redes amorosas del Guasón (o Mr. G, como se le dice aquí) cuando era su paciente y luego perdió todo atisbo de cordura metiéndose en una pileta con químicos, tal como narra a cámara en la primera de varias escenas donde rompe la cuarta pared. Aves de presa desanda la ruta más frecuentada por los vehículos audiovisuales que fungen como plataforma de despegue para un personaje sin demasiada trayectoria en la pantalla grande. A ese revisionismo histórico en primera persona –hablarle al espectador se ha convertido, desde Deadpool, en una norma del ala cool y canchera del cine de superhéroes– le seguirá un repaso veloz por las secuelas sentimentales de su relación con Mr. G y, finalmente, la llegada al relato del villano de turno. Nacido en cuna de oro y menospreciado por su padres -ay, los traumitas de la infancia-, Roman Sionis (aka Máscara Negra, interpretado por Ewan McGregor) es otro debutante en las películas de DC, y por lo tanto es necesario explicar de dónde viene, por qué es cómo es y qué lo motiva a elegir el camino de la villanía. Aquí está una de las máximas lecciones aprendidas de Guasón: para que la cosa funcione –en taquilla– es necesario recurrir a la tranquilidad de una maldad generada por factores externos antes que por una voluntad interna. ¿Será posible hoy una criatura como el Guasón de Heath Ledger de El caballero de la noche, un tipo que encontraba en la destrucción una retorcida fuente de placer? Difícil saberlo. Lo cierto es que Quinn y Sionis se cruzarán en uno de los boliches que regentea el segundo, y a raíz del robo de una joya iniciarán un largo juego de gato y ratón. Para eso Quinn contará con la ayuda de un grupo de mujeres tan distintas entre sí como complementarias a la hora de entrar en acción. Porque la película de Cathy Yan es, también, un nuevo eslabón de ese cine que piensa que para reivindicar la lucha de las mujeres alcanza con elegir a una directora y armar un elenco femenino que le patee el trasero al hombre de turno.
"Fin de siglo": juego de cruces temporales Premiado en el último Bafici, fue uno de los títulos nacionales con mayor circulación en festivales LGBTQ durante 2019. La escena inicial de Fin de siglo deja en claro que las palabras tienen un peso mucho menor que los silencios, las miradas y el lenguaje del cuerpo. Todo arranca con un joven argentino radicado en Nueva York, al que apodan Ocho por una anécdota de la infancia, de vacaciones en Barcelona sin demasiado que hacer. Sus días transcurren entre visitas a museos, caminatas sin rumbo fijo ni apuro por distintos puntos turísticos, tiempos muertos en su departamento alquilado y tardes de solcito tibio en la playa. Es allí donde clava la mirada en otro hombre que, lejos de amilanarse, se la devuelve con seguridad y firmeza. Ambos inician un solapado flirteo gestual con el mar y la arena como testigos silenciosos: uno se va a nadar y el otro inmediatamente lo sigue, aunque manteniéndose a prudente distancia. Sus ojos seguirán buscándose en el agua y una vez afuera, hasta que la partida de uno deja en suspenso el juego de seducción. Pero un nuevo cruce, esta vez con el argentino desde el balcón de su departamento y el otro caminando “casualmente” por esa calle, abre las puertas para la materialización del deseo. Que todo ocurra en una ciudad europea hermosa, cosmopolita, pensada para la postal y gay friendly invita a suponer que la elegida como Mejor Película de la Competencia Argentina del último Bafici –y uno de los títulos nacionales con mayor circulación en festivales LGBTQdurante 2019– abordará un romance veraniego intenso, efímero y liberado de ataduras, un vínculo afirmado en una indudable química sexual antes que espiritual. El director Lucio Castro prefiere los planos fijos y largos antes que los movimientos bruscos de cámara y la manipulación excesiva en la sala de edición, como si quisiera aportar una dosis de fluidez y naturalidad a una relación en principio fría, trababa, distante. Pero apenas los muchachos empiecen a charlar en la intimidad de las sábanas esa distancia se esfuma, la película adquiere nuevas capas de sentido abriéndose a un juego de cruces temporales donde todo podría ser tanto el recuerdo de una experiencia pasada como una proyección hervida al calor de la fantasía. O, por qué no, el fruto de alguna alucinación insolada. El recurso es inicialmente confuso y por momentos da la sensación que el resultado final no cambiaría demasiado si se siguiera un orden cronológico. Sin embargo, y a medida que se evidencia que una pata del relato se apoya en lo real y otra en lo imaginado, queda claro que Fin de siglo es mucho más que la historia de amor gay que circula en su superficie. Podría pensarse al primer largometraje de Castro como una exploración de los alcances y la incidencia de lo pulsional en las acciones terrenales, un relato en el que, a diferencia de los de Marco Berger, la concreción del deseo entre ese argentino itinerante (Juan Barberini) y el español (Ramón Pujol) radicado en Berlín por cuestiones laborales que está de regreso en la ciudad para visitar a sus parientes no es un punto de llegada sino de partida para nuevas experiencias y sentires. A la encamada inicial le seguirá un buen tiempo de charlas y paseos sin hoja de ruta determinada, encausadas únicamente por la curiosidad del uno para con el otro, como si se tratara de remedo en clave gay de Antes del amanecer, de Richard Linklater. Los comportamientos y los dichos de ambos revelan sus auténticos núcleos internos, desnudando un andamiaje en el que se intersectan las aspiraciones, la fragilidad, los mandatos familiares, la soledad, las expectativas afectivas y las distintas aristas de las libertades personales. Desde ya que esas libertades involucran la faceta sexual, en tanto que para Ocho la playa es un punto de encuentro para relaciones casuales y silentes, donde basta con algunas señas para un rapidito entre los árboles: como en El desconocido del lago, de Alain Guiraudie, el agua opera como marco de una liberación plena. Las libertades y esos seres anónimos que quieren dejar de serlo son, pues, la materia prima de una película solapadamente emotiva que deja flotando en el aire respuestas que cada espectador aprehenderá según su propia subjetividad.